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El siglo xxi se ha iniciado con contradicciones y paradojas.

La globali-
zación económica genera una desigualdad imparable, las personas su-
RS Ana Noguera
fren y mueren sin ser objeto de atención de los datos macroeconómi- Enrique Herreras

Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo XXI


cos, el planeta se ha empequeñecido ante la tecnología y la demanda
de recursos, la política parece colapsada sin ser capaz de garantizar el

Las contradicciones
logro de los Derechos Humanos, las democracias encuentran enemi-
gos en poderes invisibles que escapan al control público. Hay quienes
auguran el fin del neoliberalismo y otros hablan de la gran crisis de la

culturales
socialdemocracia.
Ante esta difícil situación, los autores han escogido el hilo conductor
de Las contradicciones culturales del capitalismo de Daniel Bell —escrita

del capitalismo
hace 40 años, en un momento previo a que se produjera la deriva ha-
cia el neoliberalismo que tantas consecuencias nefastas está teniendo
para la economía y la política— para plantear si existen alternativas para

en el siglo XXI
enfrentarnos a la realidad del siglo xxi, a los nuevos dilemas políticos,
sociales, culturales y éticos.

Ana Noguera, doctora en Filosofía, es miembro del Consell Valèn-
cia de Cultura de la Comunitat Valenciana y profesora de Sociología y
Ciencias Políticas en la UNED de Valencia. Una respuesta a Daniel Bell
Enrique Herreras es profesor de Ética y Filosofía Política en la Uni-
versitat de València y articulista. Ha publicado en esta misma colección
La tragedia griega y los mitos democráticos.

Ana Noguera y Enrique Herreras


.

ISBN: 978-84-16938-43-8

155 Biblioteca Nueva

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Colección Razón y Sociedad
Dirigida por Jacobo Muñoz

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Ana Noguera
Enrique Herreras

LAS CONTRADICCIONES
CULTURALES DEL CAPITALISMO
EN EL SIGLO XXI
Una respuesta a Daniel Bell

Prólogo de Victoria Camps

BIBLIOTECA NUEVA

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Noguera, A.
Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo XXI: una
respuesta a Daniel Bell / Ana Noguera, Enrique Herreras – Madrid :
Biblioteca Nueva, 2017
288 p. ; 21 cm (Colección Razón y Sociedad)
1. Política 2. Economía 3. Sociología 4. Cultura I. Ana Noguera
II. Enrique Herreras
jpa kcm jhb jfc

© Ana Noguera y Enrique Herreras 2017


© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2017
Almagro, 38
28010 Madrid
www.bibliotecanueva.es
editorial@bibliotecanueva.es
ISBN: 978-84-16938-44-5

Edición digital
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ción, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los
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ÍNDICE

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Prólogo.—Victoria Camps .......................................................... 13
Introducción ............................................................................. 21

Primera parte
TEORÍA CRÍTICA Y NEOCONSERVADURISMO

Capítulo I.—La discusión entre teoría crítica y neocon-


servadurismo ........................................................................ 29
1.1. La particularidad de Daniel Bell ..................................... 32
Capítulo II.—Las contradicciones culturales del capitalismo 35
2.1. La cultura y la influencia del arte .................................... 39
2.2. Las escisiones del lenguaje cultural .................................. 43
2.3. De la cultura al orden político ........................................ 45
2.4. La América inestable ....................................................... 46
2.5. El hogar público ............................................................. 47
2.5.1. Crisis en las creencias ........................................... 52
2.5.2. Reafirmación del liberalismo ............................... 57
Capítulo III.—Las contradicciones culturales del capita-
lismo en el siglo xxi ............................................................ 59
3.1. Las críticas de Dubiel, para empezar ............................... 59
3.1.1. Discusión sobre el Estado del bienestar ............... 64
3.1.2. Críticas al Estado del bienestar ............................ 65
3.1.3. La dicotomía liberalismo y socialismo ................. 68
3.2. Del hogar público al «consenso superpuesto» de Rawls ... 77
3.3. Los tres ámbitos: Cultura, economía y política ............... 80
3.3.1. Nuevas consideraciones de la cultura, a raíz de la
llamada posmodernidad ...................................... 80
3.3.2. El arte posmoderno ............................................. 84
3.4. Hedonismo, narcisismo y consumo ................................ 87
3.4.1. De la sociedad líquida al cyborg ........................... 90

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10 Índice

3.4.2. La superación de la posmodernidad .................... 92


3.4.3. Análisis del consumo ........................................... 96
3.5. La hegemonía de la economía. Los nuevos retos de la ética 98
3.5.1. El meollo de la ética económica ........................... 100
3.5.2. La teoría de las capacidades de Amartya Sen ........ 102
3.5.3. La nueva política ante la globalización ................. 109

Segunda parte
DILEMAS ACTUALES

Capítulo IV.—La economía manda, la política obedece ...... 119


4.1. El divorcio entre capitalismo y democracia ..................... 123
4.2. ¿Quién gobernará la globalización? ................................. 133
4.3. La desigualdad ................................................................ 138
4.4. Necesidades producidas .................................................. 144
4.5. La pobreza ...................................................................... 146
4.6. Un renovado concepto del trabajo .................................. 153
4.7. ¿Un nuevo capitalismo? .................................................. 156
Capítulo V.—Una nueva cultura social ................................. 161
5.1. Hijos de la Ilustración ..................................................... 163
5.2. Europa y la paz perpetua ................................................. 167
5.3. La crisis de la cultura social ............................................. 170
5.4. La sociedad de la incertidumbre ..................................... 180
5.5. La política del «No nos representan» ............................... 183
5.6. La pérdida del espacio público: un nuevo espacio colectivo 188
5.7. ¿Globalizar o descentralizar? ............................................. 193
Capítulo VI.—El hogar público: ¿el Estado del bienestar? ... 199
6.1. Evolución ideológica sobre el Estado del bienestar .......... 202
6.2. El Estado del bienestar: el triunfo de la política .............. 206
6.3. El Estado del bienestar, un obstáculo o una solución ...... 207
6.4. El fin del pleno empleo ................................................... 209
Capítulo VII.—El hedonismo y la ética del consumo ......... 215
7.1. El hedonismo y la clase media ........................................ 216
7.2. La clase media se hunde, la clase media surge ................. 219
7.3. La representación del voto político ................................. 224
7.4. ¿Qué es hoy la política? ................................................... 227

Tercera parte
A MODO DE CONCLUSIÓN

Capítulo VIII.—Nada es nuevo, todo es diferente ............... 233


Bibliografía ............................................................................. 275

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A Julia y a Laura

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Prólogo

Una inquietud sacude las mentes y los ánimos de los pensa-


dores de nuestro tiempo que se precian de serlo. La que plantea
la pregunta: ¿Qué nos está pasando? ¿Qué nos pasa desde el punto
de vista de la política, de la democracia, de la cultura, de la ética?
¿A qué se deben la crisis institucional, la falta de liderazgos, las
desigualdades desorbitadas, el desapego y el desánimo generaliza-
dos? ¿Qué explica la tendencia a abrazar políticas racistas y exclu-
yentes en países tan supuestamente avanzados como Francia y
Holanda? El libro de Ana Noguera y Enrique Herreras parte de
esa inquietud y quiere afrontarla. Son dos filósofos que se hacen
eco del mensaje de Hanna Arendt de que el fin de la filosofía
debiera ser el de intentar comprender lo que ocurre. Y se dispo-
nen a hacerlo desde una perspectiva que hoy puede parecer cho-
cante. La de releer y reconsiderar el diagnóstico que hizo Daniel
Bell en su célebre libro Las contradicciones culturales del capitalis-
mo, a los cuarenta años de su publicación. Antes de que se produ-
jera la deriva hacia el neoliberalismo, que tantas consecuencias
nefastas está teniendo para la economía y la política, Bell detectó
en el capitalismo una transformación que no auguraba nada
tranquilizante y que, a su juicio, tenía una explicación sobre todo
«cultural». ¿Acertó Bell en su tesis? Es indudable que el capitalis-
mo ha entrado en una serie de contradicciones que son la causa

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14 Victoria Camps

de las múltiples crisis que nos acechan y del desconcierto ideoló-


gico en el que vivimos. ¿Tienen algo que ver las contradicciones
actuales con las denunciadas por Bell? ¿Puede ayudarnos ese tex-
to, intensamente leído y comentado en su momento en el mun-
do académico, a comprender algo de lo que hoy está pasando?
He dicho que la elección de Bell como analista de un capita-
lismo contradictorio puede parecer chocante. Pese a sus esfuerzos
por evitarlo, Bell no consiguió desprenderse de la etiqueta de
conservador. Aunque se definía como socialista desde el punto
de vista económico, y liberal desde el político, él mismo recono-
cía que culturalmente era conservador y que, desde su punto de
vista, había sido precisamente la evolución cultural la culpable
de las contradicciones del capitalismo. Bell es conservador en el
sentido en que lo fue Burke: el de anteponer el respeto y la lealtad
a las tradiciones a cualquier otra consideración. ¿Es por ahí por
donde hay que buscar las disfunciones del capitalismo y el reme-
dio que necesitan? Y, si es así, ¿la corrección de tales contradiccio-
nes tiene que llevarnos a una cierta «regresión» cultural, una re-
cuperación nostálgica del pasado, que es lo que Bell propone?
Que los autores de este estudio no tratan de ocultar el sesgo
conservador de su punto de partida se hace evidente desde el
primer capítulo en el que se plantean hasta qué punto tiene jus-
tificación el conservadurismo —mejor, neoconservadurismo—
de Daniel Bell. ¿Hasta qué punto la nostalgia de tiempos que
culturalmente fueron más coherentes puede ser útil para analizar
el presente? Bell veía la causa de las contradicciones del capitalis-
mo en la pérdida de valores espirituales de la burguesía. La tesis
weberiana según la cual el ethos calvinista ponía límites a los des-
afueros de la economía capitalista respondía a la realidad en los
primeros años de consolidación de dicha economía. Ningún filó-
sofo de la moral —desde Aristóteles y Tomás de Aquino a Locke
y Adam Smith— había concebido la producción de la riqueza
como un fin en sí mismo, divorciado de unos fines y orientacio-
nes morales. El primer capitalismo respetaba aún ese punto de
vista. No obstante, las revoluciones culturales de los años 60 del
siglo pasado, lo que Bell denomina «modernidad», repercutieron
en el abandono del ascetismo ético que, según Weber, acompaña-
ba y daba sentido al modo de producción capitalista. Desde en-

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Prólogo 15

tonces, la actividad económica ha pretendido bastarse a sí misma


y no ha contemplado otro objetivo que el del crecimiento sin lí-
mites. Los valores burgueses religiosos y morales sucumbieron a
los ardores de una cultura bohemia y antipuritana para la que
solo contaba la justificación estética. La posmodernidad fue más
lejos y sustituyó la justificación estética por lo instintivo y el pla-
cer. De esta forma, desapareció la moral del trabajo y se acabaron
las consideraciones que podían poner topes a la acumulación des-
orbitada de riqueza. La única preocupación era producir para
gastar y consumir, no trabajar.
¿Qué puede unir a los individuos en esas condiciones? La
deriva cultural hacia un esteticismo vacío y sin criterio para el
juicio lleva a una confusión que ha sido letal para la protección
social derivada del reconocimiento de los derechos sociales y la
construcción del Estado de bienestar. Las necesidades de las per-
sonas dejan de ser la razón para una redistribución justa cuando
se confunden con los deseos cuya satisfacción inmediata es un
imperativo cultural. Las exigencias sociales de los individuos au-
mentan, pero cada vez es más difícil distinguir cuáles deben ser
los límites de la protección social. Bell concluye que es urgente
construir un «hogar público» que satisfaga realmente las necesi-
dades comunes y no ceda a la presión dirigida por los deseos
privados individuales o corporativos. Las consecuencias sociales y
políticas que vislumbra a partir del deterioro o la desaparición de
unos objetivos que ya no están en el horizonte son hoy moneda
corriente: debilitación de los parlamentos, descrédito de los par-
tidos políticos, frustración de las clases medias. El modelo del
Estado de bienestar es un fracaso porque no ha sabido cumplir las
expectativas. Eso, por lo menos, es lo que Bell pensaba hace cua-
renta años.
El capitalismo de nuestro tiempo ya no es el que Bell tenía
presente en su análisis crítico. Si queremos comprender las con-
tradicciones actuales del capitalismo habrá que tener en cuenta
otros factores que explican el malestar actual de la sociedad.
Por otro lado, tal vez Bell exageraba al dibujar un panorama cul-
tural tan escaso de criterio y de valores. Ha habido otras críticas
en el ámbito del pensamiento europeo que no son despreciables
y que tratan de dar cuenta de la falta de legitimación de las demo-

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16 Victoria Camps

cracias, de la crisis de representatividad, del dominio de la razón


instrumental sobre la razón final, del ocaso de las políticas redis-
tributivas o de la poca responsabilidad ciudadana. Los autores de
este libro se han formado en la Universidad de Valencia. Las en-
señanzas de Adela Cortina quedan bien recogidas en el recorrido
reflexivo por el pensamiento contemporáneo con el fin de expli-
car qué habría que añadir al análisis de Bell para hacer un diag-
nóstico más acertado de las contradicciones a las que se enfrenta
el siglo xxi. Las reflexiones sobre la justicia de John Rawls y de
Amartya Sen, la ética discursiva de Apel y Habermas, las conside-
raciones de Lipovetsky sobre la posmodernidad, las distintas
aportaciones de la ética aplicada aportan elementos de análisis y
de comprensión imprescindibles. Sin abandonar la necesidad ex-
presada por Bell de articular los tres ámbitos de la economía,
la política y la cultura, encontramos en estos autores conceptos y
propuestas que ayudan a enfrentar mejor los problemas que hoy
tenemos.
Los tres ámbitos recién citados se rigen por valores distintos:
eficiencia, en el caso de la economía; igualdad, en el caso de la
política; autorrealización, en el caso de la cultura. Más que un
ataque a una cultura desnortada, quizá habría que considerar que
la razón de nuestras contradicciones radica en la subordinación
de la política a la economía. Habría que fijarse más en el he-
cho de que capitalismo y democracia tienen lógicas distintas, as-
pecto que no parece ser tomado suficientemente en cuenta por
las clases dirigentes de nuestro tiempo. La teoría de que el creci-
miento económico es la solución para salir de la crisis es cada vez
más dudosa y discutida. No sabemos cómo atajar los despropósi-
tos de la globalización, que choca con el persistente egoísmo de
los estados nacionales y con la incompetencia para instituir una
gobernanza global efectiva.
Pero, además, y quizá lo más específico de los últimos años,
es el papel que puede y debe tener en la actual coyuntura la socie-
dad civil. Es decir, la ética, porque hablar de sociedad civil, de
activismo ciudadano, es hablar de unas exigencias que solo pue-
den ser éticas. Las de una ciudadanía comprometida con lo pú-
blico, a nivel individual y colectivo. Hay mucho de insostenible
en el modelo de Estado de bienestar que tenemos porque las cir-

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Prólogo 17

cunstancias son distintas de las que dieron lugar a su creación.


Una de ellas es la precariedad actual del trabajo, la necesidad de
concebir el trabajo de otra forma para que se pueda distribuir
justamente, algo que no se resuelve solo desde las políticas públi-
cas, sino que requiere cambios en las actitudes de las personas, de
las empresas y de las organizaciones sociales que luchan por el
derecho al trabajo. Por no hablar del fenómeno migratorio y de
los refugiados, que ha puesto a Europa ante una realidad inédita
que no consigue gestionar de forma satisfactoria.
Hay que darle la razón a Bell en que el mundo contemporá-
neo adolece de un proyecto cultural común. Un proyecto no ba-
sado en argumentos estrictamente utilitaristas, cuyo fin es maxi-
mizar algo tan abstracto como el «bienestar» general. ¿De qué
hablamos cuando hablamos de bienestar? ¿Cómo lo verificamos
y lo medimos? ¿Y qué quiere decir «general» cuando sabemos que
la mayoría de la riqueza se acumula cada vez en menos manos? El
proyecto moral y político que requiere la globalización —dicen
claramente los autores del libro— debe estar cobijado en dere-
chos humanos, debe pensar en el futuro de las personas y no en
satisfacer a los colectivos que presionan con más fuerza. Una so-
ciedad individualista, o dividida en grupos identitarios, es el peor
escenario para lograr la cohesión social que ampara la realización
de un proyecto común.
Bell habla de contradicciones y no cabe duda de que vivimos
en un mundo de contradicciones y paradojas. Basta decir que la
palabra más socorrida para referirnos a cualquier conflicto actual
es la de «complejidad». No es que no tengamos principios. El
mayor desafío es conseguir que estos se reflejen en las políticas y
en la actividad social. Defendemos en teoría lo que no logramos
ejecutar en la práctica. La esperanza presagiada por el movimien-
to del 15M ha acabado poniendo de manifiesto que tampoco los
más radicales y más dispuestos a llevar a cabo transformaciones
sociales de calado se libran de las mismas contradicciones que
con tanta insistencia denunciaron. Lo cual lleva a pensar que la
mayor dificultad que tenemos no está en los diagnósticos de
la situación, sino en los tratamientos que serían imprescindibles
para salir de ella. Bell arriesga una solución que no podemos de-
jar de ver como retrógrada: la recuperación de los valores del pa-

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sado, y no solo los valores, sino las tradiciones, incluida la tradi-


ción religiosa. Es coherente con la tesis de que lo que conduce a
las contradicciones del capitalismo es el abandono de la ética pro-
testante. Pero es muy dudoso que ese revival ascético, espiritual,
moral, o como queramos llamarle, sea lo adecuado en nuestro
siglo.
Es cierto que la inexistencia de un ethos como base de la de-
mocracia repercute en una serie de perversiones que nos sitúan
ante una democracia débil, llena de contradicciones e incapaz de
superarlas. Es cierto que el tipo de persona que produce la econo-
mía capitalista es ese homo oeconomicus, consumista, ávido de sa-
tisfacer sus deseos —no sus necesidades básicas, que ya están sa-
tisfechas— y consciente de que el Estado tiene el deber de garan-
tizarle el bienestar material, la seguridad e incluso protegerle de
riesgos e incertidumbres. ¿Cómo corregimos ese producto? ¿Qué
transformaciones sociales habría que llevar a cabo para conseguir
otro tipo de persona? Si las sociedades capitalistas solo son capa-
ces de crear círculos viciosos, ¿qué cambios habría que introducir
para que los círculos fueran virtuosos? Estoy de acuerdo en que ni
las tradiciones ni la religión son respuesta suficiente. Tiene que
darse, en efecto, un cambio cultural que no obvie las grandes
preguntas a las que se enfrenta cualquier ser humano que busque
algo más que acumular dinero. ¿En qué sentido? ¿Cómo caracte-
rizarlo?
El liberalismo ha fallado porque no ha sido capaz de autoli-
mitarse. El abandono de cualquier actividad o proyecto a las
reglas del mercado —que las tiene— es contradictorio con la pre-
servación de los derechos sociales, de una libertad de expresión
coherente con el resto de valores democráticos, con una redistri-
bución equitativa de la riqueza y con la gobernanza global.
Porque el mercado no atiende a esos fines. Poner límites es regu-
lar de acuerdo con unos objetivos. El problema no es que desco-
nocemos cuáles son o debieran ser los objetivos de una sociedad
más igualitaria y decente: es que no hay voluntad suficiente para
intentarlos en serio. A los padres fundadores del liberalismo no se
les pasó por la cabeza que el aumento de las libertades indivi-
duales llevara a una depredación por parte de los más poderosos
que dejaba inutilizado cualquier intento de contrato social. La

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Prólogo 19

eficiencia y la igualdad deben poder ser compatibles. Si no lo son,


no debiera extrañar que el fin cultural, la autorrealización, sea
impracticable. Es decir, seguimos sin ser capaces de articular los
tres ámbitos definidos por Daniel Bell: el económico, el político
y el cultural.
A la luz de las reflexiones que se van desgranando en el libro
de Noguera y Herreras, creo que queda claro que las contradic-
ciones actuales no son solo las del capitalismo, sino las del libera-
lismo. Una ideología que ha conseguido afianzar las libertades,
pero no las condiciones para que esas libertades sean las de todos
y no las de unos pocos. A las políticas liberales les ha faltado el
valor y la energía para proyectar un bien común coherente con la
ideología que deriva del reconocimiento de los derechos sociales.
A nivel nacional y a nivel mundial. Gracias a la extensión de la
democracia, lo que está en peligro no son las libertades sino el
uso responsable de las mismas, en especial por parte de aquellos
que tienen más poder y, por tanto, gozan de mayor libertad. A esa
democracia responsable, Adela Cortina la ha llamado «democra-
cia radical». Una democracia que, sin dejar de ser representativa,
no descuide lo que está en sus raíces: la construcción de un demos
formado por personas que, sin renunciar a sus intereses indivi-
duales, no eluden el compromiso inherente a la condición de
ciudadanos. Bienvenidos sean ensayos como este que contribu-
yen a profundizar en el sentido que hay que darle a la democracia
bien entendida.
Victoria Camps

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Introducción

Hace cuarenta años, el sociólogo norteamericano Daniel Bell


publicó su obra Las contradicciones culturales del capitalismo. Un
ensayo que muchos estudiantes de la época analizamos intentado
vislumbrar cuál sería el futuro de nuestro sistema económico y
político.
Este ensayo, junto con El fin de las ideologías (1960), fueron cla-
sificados como dos de los cien libros más importantes de la segunda
mitad del siglo xx, sumándose así al éxito de su obra más influyen-
te y conocida El advenimiento de la sociedad posindustrial (1973).
Evidentemente, Bell no era un gurú ni un adivino, sino un
sociólogo y un intelectual comprometido con su tiempo, que
intentó pronosticar el devenir de los acontecimientos, como tan-
tos otros pensadores lo han intentado antes y después, y con ma-
yor o menor éxito. De hecho, su obra El fin de las ideologías, que
recoge las posiciones del pensamiento único, marcó escuela, pues
treinta años después, Francis Fukuyama escribió su polémico li-
bro El fin de la Historia y el último hombre (1992), defendiendo
la economía de libre mercado como única vía posible de entendi-
miento económico y político y el gran triunfo del capitalismo.
Como señaló Fernando Vallespín (2011) acerca de Daniel
Bell, no siempre acertó, desde luego, pero supo dar munición a
algunos de los más celebrados debates de la época. Y, siguiendo

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22 Ana Noguera y Enrique Herreras

su reflexión, es preciso admitir que Bell tuvo una intuición inne-


gable para saber leer las pautas del cambio.
La obra El fin de las ideologías no fue la más aceptada de Bell;
supuso una gran controversia y unas predicciones poco afortuna-
das, ya que la década de los 70 fue probablemente una de las
épocas más ricas en confrontación ideológica y en la aparición de
nuevas propuestas sociales y políticas. Una situación que no per-
duró en las décadas posteriores, que se caracterizaron por una
apatía participativa y una llamada «cultura de la indiferencia».
Posteriormente, publicó su obra más conocida, El adveni-
miento de la sociedad posindustrial, con la que advirtió del cambio
histórico que se vivía hacia un modelo basado en la información
y el conocimiento, con los cambios que se iban a producir en las
relaciones de poder, la estratificación social y los nuevos valores
culturales en la sociedad. Bell trató, en este ensayo, temas como
el de la meritocracia, el del poder del conocimiento, o la gran
cantidad de información disponible que inundaría nuestra per-
cepción y análisis crítico. Y ciertamente, en dicha obra, sí consi-
guió reflejar los principales signos de los cambios que se estaban
produciendo, alertando de la llegada de una economía financie-
ra, de un consumismo desbocado, y del poder de las nuevas tec-
nologías de la comunicación.
A este libro le siguió Las contradicciones culturales del capita-
lismo (1976), la obra base y motor de este trabajo. Su fin consistía
en analizar las contradicciones entre el origen del sistema capita-
lista basado en la ética calvinista y que, como señalara Max Weber,
significó uno de los elementos fundamentales para el nacimiento
de este sistema económico y su posterior desarrollo, basado en
razones de maximización del interés personal, y también, el he-
donismo como máxima cultural que produjo la ética del consu-
mo a raíz de la necesidad de expansión del propio capitalismo.
Este ensayo no solo reflejó las contradicciones del sistema,
sino también las propias contradicciones del pensamiento de
Bell, quien fue reconvirtiéndose, como muchos pensadores de su
época, desde posiciones radicales de izquierda, a posiciones so-
cialdemócratas en lo económico y liberales en lo político, para
finalmente ser considerado un miembro más del pensamiento
neoconservador de la época. Ello no supone más que la contro-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 23

versia producida en muchos pensadores ante la imposición del


sistema capitalista, el hedonismo y el placer del consumo, además
de la subordinación de la política ante las decisiones económicas
reconvertidas en mandamiento.
Pero no podemos obviar que Daniel Bell, junto a otros soció-
logos como Alain Touraine, fueron pioneros en describir lo que
hoy conocemos como «Sociedad del Conocimiento», y en prede-
cir la reconversión de la sociedad posindustrial en una economía
financiera, los peligros del consumismo y el imperio de la tecno-
logía.
¿Por qué Daniel Bell y «las contradicciones culturales del ca-
pitalismo»?
Quizás el motivo de su elección sea tan solo por la oportuni-
dad de revisar una obra cuarenta años después, analizar qué cam-
bios se han producido, o tener la suerte de disponer de un pro-
nóstico sociológico que pueda darnos alguna clave de cómo he-
mos llegado hasta aquí. En parte porque conocer las advertencias
del pasado, aunque algunas no sean acertadas, puede ayudarnos
a pronosticar los próximos pasos, cuando estamos sumidos en un
verdadero caos social dentro de lo que Jesús Conill ha denomina-
do «jungla global».
Es innegable que el análisis de Bell no fue certero en su tota-
lidad, algo que resulta lógico tratándose de predicciones más o
menos analíticas en una sociedad cambiante, capaz de tomar sus
propias decisiones ante la previsión de los riesgos. Pero sus re-
flexiones han llegado hasta nuestros días.
La estructura de nuestro libro es la siguiente. Primeramente,
nos haremos eco del debate que tuvo lugar en el ámbito de la fi-
losofía política en la época que vio el nacimiento de este ensayo,
la que tiene como protagonistas a la teoría crítica frente al neocon-
servadurismo. Precisamente, como hemos dicho, a Daniel Bell se
le consideraba como partidario del segundo. Por ello, nuestro
primer acercamiento se produce en la especificación de dicha dis-
cusión como paso previo para un análisis a ese modo de entender
las señaladas contradicciones. Contradicciones que han sido
cuestionadas desde distintos frentes, pero hemos elegido la posi-
ción de Dubiel dado que su libro ¿Qué es el neoconservaduris-
mo? (1985) es básico para comprender la señalada diatriba.

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24 Ana Noguera y Enrique Herreras

El objetivo es marcar una linealidad para perfilar los dilemas


que se han producido y se producen en las contradicciones cultu-
rales del capitalismo (y de la globalización) en el siglo xxi. En este
contexto aparecen y desaparecen las cuestiones expuestas por
Bell, para darles nuevas lecturas, nuevas respuestas a su cuestiones
planteadas hace cuatro décadas. Es el caso de asuntos tales como
la posmodernidad, el hedonismo, el consumo o el punto nuclear
del «hogar público», contrastado con otras teorías, principalmen-
te la teoría de la justicia de Rawls, la comunicativa de Habermas
y la teoría de las capacidades de Sen, sin olvidar las siempre inte-
ligentes percepciones de Adela Cortina1. A partir de ahí tratare-
mos temas como el divorcio del capitalismo y la democracia, la
desigualdad, el nuevo concepto del trabajo y una nueva cultura
social. Especialmente queremos resaltar la percepción de la nece-
sidad de cambiar el concepto de Estado del bienestar por el de
Estado de justicia. Pero no solo queremos reflexionar sobre los
asuntos básicos de la política y la cultura actual, sino también
queremos ofrecer algunas propuestas en el último capítulo.
Nuestro paseo hacia el pasado nos ha permitido recordar que
en los años 70 ya se anunciaban algunos males que estamos vi-
viendo en la actualidad, y que muchos de ellos no se han sabido
evitar. No queremos recoger un tono trágico, porque bastantes
cosas positivas han trascurrido en nuestra época, pero también es
evidente que si no se cambia la política neoliberal de la globaliza-
ción, hegemónica en este principio del xxi, se abrirán nuevas
tensiones, bumeranes más fuertes que rebotarán contra nosotros.
Los bumeranes que se abatieron en el 11S han sido ejemplos,
trágicos, difíciles de pensar entonces, pero algunas advertencias
que llevaban consigo debieron de hacerse eco en su momento.
Por otro lado, los gobiernos y medios de comunicación hablan de
la globalización como si fuese un proceso natural al que hay que

1
Desde hace varios años, en la Universidad de Valencia se ha ido configu-
rando un pensamiento ético y político en lo que se denomina la Escuela de
Valencia, cuyo núcleo lo forman los catedráticos de Ética y Filosofía Moral,
Adela Cortina, Jesús Conill y Domingo García Marzá. No podemos negar que
en este trabajo aparecen de manera patente algunas de las enseñanzas recibidas
dentro de dicho ambiente académico.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 25

ajustarse a cualquier precio. No obstante, desregulación, privati-


zación, flexibilización son los nuevos dioses de los mercados glo-
balizados, propuestas para realizar la supresión paulatina del
compromiso social que se había instaurado en la «época dorada»
del fordismo. Y muchas cosas comenzaron cuando aparecieron
teóricos como Bell, que percibieron que se vivía un cambio pro-
fundo de la era nacida después de la II Guerra Mundial. Algunas
deducciones de Bell tenían sentido, pero otras nos abrían al pre-
dominio del capitalismo financiero, a una política neoliberal que
se esforzó, desde los 70, en agrupar a toda una serie de teorías
específicas y de política económica contra los modelos keynesia-
nos, por una política agresiva librecambista global.
No resulta sencillo mantener el equilibrio entre el tono divul-
gativo y el académico, entre la acumulación de datos e ideas, y las
opiniones sobre los mismos, pero nuestro empeño ha sido man-
tener dicho equilibrio que cobra sentido en lo que se denomina
«ensayo», porque ese es el tono y el timbre que hemos preferido.
No pretendemos aportar soluciones a una sociedad cada vez
más compleja y con mayores incertidumbres sobre el futuro, pero
sí cumplir con la obligación filosófica de hacernos preguntas,
porque, como señala Zygmunt Bauman: «el silencio se paga con
el precio de la dura divisa del sufrimiento humano. Formular las
preguntas correctas constituye la diferencia entre someterse al
destino y construirlo, entre andar a la deriva y viajar» (2006: 12).

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Primera parte
TEORÍA CRÍTICA
Y NEOCONSERVADURISMO

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Capítulo I

La discusión entre teoría crítica


y neoconservadurismo

La figura de Daniel Bell se enmarca dentro de lo que, en los


años 80 del pasado siglo, se denominó neoconservadurismo. Re-
cordemos que este término nace en los Estados Unidos y se di-
funde posteriormente a Alemania.
Helmut Dubiel, defensor de la teoría crítica, estudió con
profundidad este fenómeno en un ensayo titulado, precisamente,
¿Qué es el neoconservadurismo? En él señalaba que cuando utiliza-
mos este concepto nos referimos a un complejo político-intelec-
tual que está relacionado con la crisis de la socialdemocracia. El
término «neo» significa que lo que se está viviendo no tiene la
autenticidad de lo originario, pero, en este caso, se trataba de un
intento de regresar al liberalismo de otros tiempos, a raíz de la
percepción del fracaso del Estado de bienestar.
En los medios de comunicación se entiende por neoconser-
vadores a los políticos económicos liberales, sobre todo al reaga-
nismo y al thatcherismo, pero cuando se alude a estos fenómenos
se aplica la etiqueta de «neoliberales». Desde la óptica de la crítica
de la cultura son neoconservadores todos aquellos que se oponen
a cualquier posición socialista en sentido amplio.

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30 Ana Noguera y Enrique Herreras

Para Dubiel, la doctrina neoconservadora de la sociedad no


es únicamente una doctrina compartida por varios autores, sino
un paradigma orientador de la acción práctica de las élites políti-
cas (1993: 6). No obstante, en dicho paradigma se condensan
razonamientos políticos y representaciones culturales. No es tan-
to una teoría como una doctrina de la sociedad orientada a resol-
ver problemas políticos. Tampoco el neoconservadurismo tiene
una unidad por sí misma, sino que dicha unidad les viene dada
por aquello que critican. Es decir, el análisis de las crisis de los
sistemas liberales y la pérdida de autoridad del sistema burgués de
valores que subyace en dicha crisis. El drama, para los neoconser-
vadores, es que descubren que no hay una conjunción entre un
sistema de valores y un sistema económico.
Por dicho motivo, según Dubiel, los neoconservadores tratan
de conservar conquistas sociales y políticas de la modernidad. El
problema es que ven la modernidad en su perspectiva económi-
ca, aunque dándoles unos valores morales concordantes con di-
cha dimensión económica. Frente a las viejas derechas, las nuevas
—en la época que escribe Bell su libro, se entiende— tratan de
mantener los ideales de la modernidad, definiéndose como libe-
rales y demócratas, pero apostando por una teoría «elitista» de la
democracia.
Tanto los neoconservadores como la teoría crítica analizan las
sociedades del capitalismo tardío, y ambos califican a estas socieda-
des como posmaterialistas2. Los valores posmaterialistas son aque-
llos que satisfacen las necesidades ecológicas, estéticas y de partici-
pación política. Las dos corrientes, sobre todo a raíz de los movi-
mientos de protesta de los años 60, hablan de crisis del capitalismo
originario, y concluyen que el sistema social y político del capitalis-
mo moderno ha entrado en una relación de tensión con las normas
democráticas de la autodeterminación política.
En cierto modo, el neoconservadurismo se dirige más a las
élites gobernantes para propiciarles un saber que les permita diri-
gir, y la teoría crítica se refiere más a movimientos sociales.

2
El prefijo «pos» alude a la pérdida de fuerza orientadora del concepto que
le sigue, y al mismo tiempo alude a la imposibilidad de sustituirlo por otro
totalmente nuevo.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 31

Unos y otros se mueven en el terreno de la opinión pública y


de la cultura intelectual. Por ello, es importante destacar el con-
cepto de «hegemonía cultural» a partir de la formulación de
Gramsci. El filósofo italiano habló de sustituir una cultura capi-
talista por otra de izquierdas con el fin de mantener cohesionada
a una determinada sociedad. Siguiendo esta línea, aunque —evi-
dentemente— con intenciones distintas, desde la década de los 80,
los neoconservadores intentarán hacerse con la hegemonía cul-
tural de nuestra época. La cuestión es que, a partir de entonces, la
lucha se va a entablar en el terreno de la cultura.
Recordemos que Weber, como nos señala Dubiel, ya indicó
que la sociedad capitalista fue posible por una racionalidad que
abarcó tanto el ámbito económico como el cultural, un orden
económico basado en el trabajo libre y en la propiedad privada,
así como en la acumulación de capitales, en consonancia con una
ética económica calvinista (1993: 84).
Esta correspondencia entre economía y cultura se rompió en
el capitalismo tardío. La causa es que los movimientos ciudada-
nos y sociales comenzaron a abogar por sustituir esa ética del
trabajo calvinista por unos valores hedonistas, relacionados sobre
todo con la autorrealización placentera del individuo.
Dicha autorrealización es básica para perfilar el señalado
cambio de valores materialistas por otros posmaterialistas. Los
primeros expresan necesidades de seguridad física, material y mi-
litar; y los segundos, necesidades ecológicas, estéticas y de parti-
cipación política. Los portadores sociales de esta orientación pos-
materialista serían aquellos jóvenes cuya primera socialización se
hubiera realizado en condiciones de bienestar material. Valores
que se exigen porque el sistema en el que se encuentran todavía
no los ha satisfecho. A la vista de esta situación, los neoconserva-
dores proponen programas autoritarios que vayan dirigidos a res-
taurar los valores tradicionales, y la teoría crítica, promocionar la
autodeterminación individual y política.
Como explica Adela Cortina,

dícese «neoconservador» de quien atribuye las crisis de las so-


ciedades del capitalismo tardío a un presunto «exceso de de-
mocracia», al carácter disfuncional del Estado intervencionista

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32 Ana Noguera y Enrique Herreras

del bienestar, a la labor desestabilizadora de una clase intelec-


tual de izquierdas, que alienta a las masas en sus exigencias de
autodeterminación, y a la pérdida de autoridad del sistema
burgués de valores (1990: 131).

Los neoconservadores no rechazan la modernidad, pero acep-


tan de ella tan solo la vertiente que afecta al desarrollo científico
en cuanto que ello impulsa el desarrollo técnico.
Proponen, por tanto, un cambio de la dimensión cultural de
la modernidad, pues la consideran desactivadora de las activida-
des que posibilitan el marco del capitalismo. Por ello buscan pe-
netrar en el ámbito de la cultura, de la economía y del arte.
Dicho todo esto, cabe preguntarse si verdaderamente a Da-
niel Bell lo podemos considerar, como hace Dubiel, dentro de
este grupo heterogéneo de pensadores de la política.

1.1. La particularidad de Daniel Bell

A pesar de que a Daniel Bell se le considere neoconservador,


vemos necesario perfilar algunas particularidades de su pensa-
miento. Una de ellas tiene que ver con el hecho de que, si bien
Bell abunda en la tesis genérica de dicho movimiento en relación
a la tesis de ingobernabilidad del capitalismo, no echa la culpa
como hacen otros neoconservadores a la clase intelectual, sino a
la ruptura entre cultura y sociedad y a la influencia del hedonis-
mo como valor predominante de la sociedad actual. Así, desde su
punto de vista, se trataría de una disfunción entre una sociedad
moderna y una cultura que destruye las bases morales de una
sociedad racionalizada.
En dicho contexto, la evolución capitalista está determinada
por unas relaciones culturales y técnicas que, tras perder sus jus-
tificaciones primitivas, hacen que el capitalismo adquiera una
justificación que anteriormente era antiburguesa. En este plan-
teamiento tiene bastante que ver la falta de acuerdo predominan-
te en las sociedades actuales como fruto de formas de vida hedo-
nistas y subjetivistas que desembocan en el nihilismo profetizado
por Nietzsche como final del mundo racional y moderno.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 33

Desde este punto de vista, y siguiendo a Habermas, Bell


sería un neoconservador «con reparos» porque, como nos re-
cuerda Adela Cortina, no responsabiliza a una presunta clase
intelectual de izquierdas de las demandas excesivas de los ciuda-
danos. No obstante, es neoconservador porque achaca al mode-
lo moral imperante —el hedonismo— las crisis de las socieda-
des tardocapitalistas (1990: 134). O, en todo caso, como pun-
tualiza Dubiel, Bell adquiere una calidad neoconservadora más
transparente, y subraya que la ruptura entre los principios de
racionalidad de la esfera políticoeconómica ocupa la tesis cen-
tral del libro de las contradicciones (1993: 28). Además, recono-
ce que Bell busca las causas más profundas de esa «disyuntiva»
de cultura y sociedad en aquellos procesos que, según Max We-
ber, solo caracterizan la modernidad de la cultura en la forma-
ción de esferas de valor con su propia lógica de ciencia, arte y
moral. «Desde el punto de vista de la cultura estética, este pro-
ceso significa una emancipación de la lealtad política y de las
expectativas de moral fundamentadas religiosamente» (Dubiel,
1993: 28). Porque, liberado de las presiones de la acción racio-
nal de fines, para la cultura estética ahora no existen limitacio-
nes innovadoras estructurales.
En cierta medida, para Bell, no basta el reflejo marxista del
poder económico. Por eso se da cuenta de que, por ejemplo, las
vanguardias de principio de siglo conquistan su propio espacio
vital repercuten en los cambios cualitativos en la relación de po-
lítica y cultura.
Sin mencionarlo, Bell se inscribe en el camino iniciado por
Walter Benjamin relacionado con la relevancia que le otorga a la
actividad artística en el ámbito social, sobre todo en la era de
la reproducción técnica, donde la obra de arte modifica la rela-
ción de la masa con el arte. Benjamin creía en la posibilidad de
nuevas formas de percepción colectiva y con ello la expectativa de
una politización del arte. Es decir, una sociedad emancipada.
Con ello, el pensador alemán elaboró una teoría sobre la condi-
ción de la obra de arte en el seno de las sociedades industriales,
en su dimensión económicocultural, pero, principalmente, en los
modos de significación, proponiendo en suma las coordenadas de
un nuevo régimen de significación. En efecto, como teórico de la

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34 Ana Noguera y Enrique Herreras

cultura, el interés fundamental de Benjamin se refería a los cam-


bios que el proceso de modernización capitalista ocasiona en las
estructuras de interacción social, en las formas narrativas del in-
tercambio de experiencias y en las condiciones espaciales de la
comunicación, pues estos cambios determinan las condiciones
sociales en que el pasado entra a formar parte de la «fantasía ima-
ginaria» de las masas y adquiere significados inmediatos en ella.
El problema, en contra de Benjamin, es que con el tiempo
hemos asistido a la despolitización creciente de las masas, en
cuanto a que las sociedades de consumo son capaces de abolir el
carácter de clase, y en el tardocapitalismo podemos ya decir que la
hiperreproducibilidad que resulta de la generalización de las tec-
nologías numéricas constituye al mismo tiempo una hiperindus-
trialización de la cultura.
Parece, pues, que, en cierta medida, tiene razón Bell al vis-
lumbrar el peso del arte en las contradicciones del capitalismo. La
gran diferencia con Benjamin es que el primero creía en el papel
positivo, a pesar de la pérdida del aura en el arte, de la reproduc-
ción técnica a raíz de la posibilidad de nuevas formas de percepción
colectiva, y con ello la expectativa de una politización del arte.
Pero es la realidad la que le da la vuelta, con, por ejemplo, la uti-
lización del cine por el nazismo, o el cariz que toma Hollywood,
al convertirse en el vehículo perfecto de los sueños más fantas-
magóricos. Sin embargo, Bell percibe en todo momento una
influencia negativa del arte moderno. Al principio, le da poca
relevancia, por ser minoritario, pero con el tiempo, siguiendo la
reflexión de Bell, la propia sociedad queda contaminada con el
espíritu antiburgués del artista.

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Capítulo II

Las contradicciones culturales del capitalismo

La idea básica de Bell, como señala en la introducción del


señalado libro, consiste en que las contradicciones del capitalis-
mo contemporáneo derivan del aflojamiento de los hilos que an-
taño mantenían unidas la cultura y la economía, y de la influen-
cia del hedonismo, que se ha convertido en el motor predomi-
nante de nuestra sociedad (1994: 11).
El punto de partida consiste en que, frente a la consideración
de una sociedad vista como un «sistema» unificado, organizado
sobre un principio fundamental, como hacía Marx con las rela-
ciones de propiedad, Bell ve a la sociedad a modo de una telaraña
de relaciones, de una amalgama de tres ámbitos distintos: la es-
tructura social (principalmente de orden tecnoeconómico), un
orden político y otro cultural.
La discordancia entre estos tres ámbitos son las responsables
de las diversas contradicciones dentro de la sociedad.

1. Orden tecnoeconómico: concierne a la organización de la


producción y a la asignación de bienes. Su medida de va-
lor es la utilidad, ya que se rige por la eficiencia.

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36 Ana Noguera y Enrique Herreras

2. Orden político: es el campo de la justicia y los poderes


sociales y aboga por la igualdad. Su legitimidad tiene que
ver con el control de los gobernantes. Su estructura axial
se desarrolla mediante la representación o la participa-
ción. Y la resolución de conflictos se realiza a través de
acuerdos, y no por una racionalidad tecnocrática.
3. Orden cultural: es el ámbito de las formas simbólicas
(Cassirer) al tratar de expresar los sentidos de la existen-
cia humana de forma imaginativa. Su núcleo es la autorrea-
lización.

Los tres órdenes tienen, para Bell, tres ritmos sin relación.
Por ejemplo, el cambio tecnológico es lineal, y en la cultura se
produce un retorno a cuestiones existenciales. En este último
asunto prima lo que señala Bell como autorrealización, sin lími-
tes ni fronteras. Este hecho entraría dentro de las características
de la cultura contemporánea. La cultura moderna está constitui-
da por un principio axial: la expresión y la remodelación del yo
para lograr dicha autorrealización. En esta búsqueda, no existen
fronteras a la experiencia: nada está prohibido y todo debe ser
explorado.
Por otro lado, según Bell, la planificación democrática se
hace cada vez más independiente del capitalismo.
La cuestión es que los principios del ámbito económico y los
de la cultura llevan a las personas en direcciones contrarias.
También hay una contradicción entre individuo como ciuda-
dano (obligaciones hacia el orden político) y como burgués (ha-
cia el propio interés).
Y es por aquí por donde aparece el hedonismo, esto es, la idea
del placer como modo de vida que se ha convertido, para Bell, en
la justificación cultural del capitalismo. Lejos queda la moral pro-
testante unida al capitalismo.
En este sentido, Bell distingue cinco elementos que han
transformado la estructura del viejo sistema de mercado.

1. Derechos en ascenso a raíz de las expectativas institucio-


nalizadas de crecimiento económico y de un nivel de vida
en ascenso.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 37

2. Incompatibilidad de diversos deseos y, más importante,


de valores diversos.
3. El crecimiento económico tiene enormes efectos «colate-
rales».
4. La inflación mundial se convierte en un componente es-
tructural.
5. Centrar las decisiones cruciales concernientes a la econo-
mía y la sociedad desde la esfera política.

Vemos, por tanto, que Bell empieza a ser consciente de la


globalización y del triunfo de los mercados que se ha producido
en las últimas décadas. Y, en efecto, su preocupación fundamen-
tal estriba en la crítica a la sociedad del bienestar, a la que consi-
dera que ha comportado el aumento de exigencias sociales, y ha
dado como resultado una sociedad que carece de civitas, ya que el
ciudadano ha abandonado la disposición espontánea a sacrificar-
se por el bien público.
Bell quiere llegar, para contrarrestar esta situación, a un con-
junto de reglas normativas que tratan de fortalecer el bien social,
dentro de las limitaciones de la economía. Por ello, después ha-
blará de un «hogar público», una esfera que abarca el hogar do-
méstico y la economía de mercado. Es decir, utilizar la economía
de mercado allí donde es posible, pero dentro de un marco explí-
cito de objetivos sociales. Lo cual conlleva un reconocimiento
público de los recursos y necesidades (no de los deseos).
Por todo ello, Bell propugna el retorno a la sociedad occiden-
tal de alguna concepción de religión. Una religión, no obstante,
que significa «buscar significados vivos en el más profundo nivel
del ser se convierte en la respuesta más avanzada» (1997: 163).
Dicha solución será vista por Habermas como poco avanzada,
ya que percibe que su posición no es solo neoliberal sino también
premoderna, porque intenta reconstruir los vínculos sociales
contando con imágenes religiosas del mundo con contenido. En
un sentido más amplio, Habermas piensa que los neoconserva-
dores confunden causa con efectos, porque hablan de una cul-
tura subversiva y no ven que las relaciones humanas se han con-
vertido en una mercancía, y es ahí donde radica la causa de esa
crisis.

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38 Ana Noguera y Enrique Herreras

Sin embargo, Adela Cortina percibe dicha posición como


ilustrada, porque recupera, de algún modo, el concepto de «reli-
gión civil» desarrollado por Rousseau en El contrato social, y que
es un elemento funcional para la cohesión social. La cuestión,
siguiendo con Cortina, es crear una comunidad de significado
entre los individuos, desde la cual está justificado pedirles los sa-
crificios que la vida en común exige (1990: 138). He ahí un pun-
to positivo de Bell, si su religión se refiere a la búsqueda de res-
ponsabilidad social por parte de unos individuos que comparten
significados comunes.
Este planteamiento nos conduce a algunas cuestiones que
siguen en el aire en el ámbito de la filosofía política, como la
percepción de una moral universal. En este sentido, en las últi-
mas páginas de Problemas de legitimación del capitalismo tardío,
Habermas se pregunta si la ética discursiva podría asegurar las
identidades de los individuos y los grupos en el marco de una
sociedad mundial. Pues se da la circunstancia de que el retroceso
de las imágenes religiosas del mundo con contenido parece ha-
ber privado a los individuos de sentido y de orientación para la
acción. Y si, como afirma A. Cortina, «para el individuo el sen-
tido es aún más precioso que la felicidad» (1990: 139), la ética
discursiva, en principio, se sabe incapaz de realizar buena parte
de la tarea que llevaban a cabo las religiones tradicionales, es
decir, redimir las culpas, sanar las dolencias, vencer la muerte,
etc. En todo caso, ¿puede ser, al menos, donadora de identidad
y sentido?
Distintas respuestas han surgido a raíz de esta pregunta. Una
de ellas, en consonancia con este trabajo, es la señalada que pro-
viene de Rousseau, quien tuvo que recurrir, para legitimar su po-
liteia, a una religión del ciudadano. No del hombre, sino a una
religión más mundana.
Y es en esta línea, como afirma Cortina, en la que se inscribe
Bell, al ser consciente de que se precisa un vínculo trascendente
que una suficientemente a los individuos, para que sean capaces,
cuando es menester, de hacer los necesarios sacrificios de su egoís-
mo (1997: 263).
Es desde esta postura desde la que Bell alcanza el concepto de
hogar público, concepto que trataremos más adelante, porque

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 39

ahora es necesario continuar con las distintas reflexiones que co-


laboran en la percepción de dicho término y que andan en con-
sonancia con las señaladas contradicciones del capitalismo. Y un
primer punto básico se encuentra en la reflexión que hace Bell
sobre el papel de la cultura en general, y del arte en particular.

2.1. La cultura y la influencia del arte

La cultura se ha convertido, para Bell, en el componente más


dinámico de nuestra civilización, superando hasta el dinamismo
de la tecnología. Dicho con sus propias palabras suena así: «La
cultura, para una sociedad, un grupo o una persona, es un proce-
so continuo de sustentación de una identidad mediante la cohe-
rencia lograda por un consistente punto de vista estético, una
concepción moral del yo y un estilo de vida...» (1997: 47).
Lo sorprendente que se percibe en esta apreciación es que,
según Bell, mientras la sociedad burguesa introdujo un indivi-
dualismo radical en la economía, y así, la disposición a destruir
todas las relaciones sociales tradicionales en el proceso, la clase
burguesa dio lugar a individualismo experimental radical del mo-
dernismo de la cultura (1997: 30).
Este hecho comienza con Nietzsche y Conrad, que son, cada
uno a su manera —como subraya Bell—, un aspecto diferente
de un doble espejo, ya que iluminan las posibilidades repetidas de
desintegración de toda sociedad, porque ambos toman sus ideas
e imágenes del reino de la cultura. El uno, alumbrando el nihi-
lismo como proceso final del racionalismo, y el otro, mediante
el terror esencial de dicho nihilismo ahora relativo al acto gra-
tuito, sin sentido, de locura. Por ahí aparece el fin de la idea
burguesa.
A raíz de estos considerandos, Bell hace hincapié en el actual
papel del artista, ya que su imaginación anuncia, aunque sea os-
curamente, la realidad social del mañana. La cuestión es que Bell
ve el peligro de la sociedad volcada a lo nuevo.
En este entramado es interesante la reflexión que hace Bell
sobre la evolución del arte. Porque, si bien el primer arte de van-
guardia no fue más allá de una impostura, con el tiempo provo-

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40 Ana Noguera y Enrique Herreras

cará unos cambios abruptos y radicales que le darán el actual


papel. De ahí que la influencia subversiva de este arte, en otros
tiempos mucho más minoritaria, se amplía al haber conquistado
el establishment cultural: las editoriales, los museos, las galerías,
los teatros, el cine, o las universidades.
Es cierto que la leyenda del Modernismo es la del espíritu
creador libre en guerra contra la burguesía, pero el problema
no estaba cuando este hecho era minoritario a principios del
siglo xx, snob si se quiere, sino cuando llega a dominar el orden
cultural. Porque, en un principio, según Bell, si el individualis-
mo floreció, su núcleo de acción no pasaba de ámbitos rebeldes
o bohemios (1997: 55). La sociedad codiciaba la cultura, pero
no consumía cultura. Así, las novedades del Modernismo eran
difíciles de comprender dado su carácter sumamente experi-
mental. Pero su percepción de «negatividad inclusiva» llegará a
calar con el tiempo, según la perspectiva de Bell.
Y, ¿qué significa exactamente esta influencia del Modernismo?
Bell resalta su noción a partir de percepciones sensoriales que
se sobreponen al declinar de la religión. De ahí que el fortaleci-
miento de la propia vida se convirtiera en un valor por sí mismo.
El mejoramiento económico o la adquisición de derechos son
algunos de los factores que ayudan a crear la hybris moderna, o la
negativa a aceptar límites, es decir, la insistencia de ir continua-
mente más allá de sí mismo. Ahí está el Modernismo asumiendo
un gran papel, mudando la religión, la moralidad, en una justifi-
cación estética de la vida, como había hecho Nietzsche a raíz de
dar valor a lo instintivo.
Ahí está, también, la idea de que la vida misma ha de ser
una obra del arte, y la idolatría de un yo, de la autenticidad in-
dividual, en vez de un pensamiento común. Un yo único, libre
de artificios. Una serie de circunstancias que hacen perecer, se-
gún Bell, la visión burguesa del mundo —racionalista, empíri-
ca y pragmática— que hasta mediados del siglo xix había do-
minado no solo la estructura tecnoeconómica, sino también a
la cultura.
Lo que vino después es «el esfuerzo de la cultura antiburgue-
sa por lograr autonomía respecto a la estructura social, primero,
negando los valores burgueses en la esfera del arte y, segundo,

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 41

creando enclaves donde el bohemio y el vanguardista pudieran


vivir un estilo contrario a la vida» (1997: 62). A la vida, claro, en
su sentido tradicional burgués —racionalismo y sobriedad— que
sucumbe a raíz de una revolución que se produce a lo largo del
siglo xx. Por un lado, la autonomía de la cultura, lograda ya en
el arte, que pasa al terreno de la vida: «todo lo que se permite
en el arte se permite también en la vida» (1997: 63); y, por otro, el
estilo de vida, como ya se ha señalado, practicado antaño por un
pequeño cenáculo, ahora es imitado por «muchos» —una mino-
ría de la sociedad, sin duda, pero no obstante grande en número.
La combinación de estos dos cambios, como sigue diciendo Bell,
se sumó para renovar el ataque de la «cultura» contra la estructu-
ra social. Es en ese contexto en el que adquiere relevancia la in-
fluencia de una cultura a la que Bell denomina «hippy», droga-
dicta, y «rock», que se encuadra en el nivel popular, y que golpea
al sistema motivacional y de recompensa psíquica que sostenía el
mundo burgués.
En todo este entramado subyace un ataque al puritanismo, al
que Bell le otorga una gran importancia, ya que percibe un in-
menso cambio en el modo de entender la vida, que llega a cam-
biar hasta el modelo tradicional de capitalismo. Porque, dentro
de esa evolución de la cultura y del arte, se ha producido también
una embestida contra dicho puritanismo. Un ataque agudizado
por el triunfo del hedonismo, el placer y el juego, asuntos que
relaciona Bell en última instancia con el consumo.
Pero lo importante a destacar es que, para Bell, la influencia
del arte conduce a definir la sociedad burguesa no a partir de las
necesidades, sino de los deseos. Y los deseos son psicológicos. La
conclusión es que el apetito insaciable ha llegado a una revolu-
ción de los derechos en ascenso. Consecuentemente, a la influen-
cia antiburguesa creciente no se le opone ninguna respetable cul-
tura mayoritariamente burguesa. La queja de Bell, en realidad, es
que la mayoría burguesa tardía no ha conseguido una cultura y
ética cotidianas motivacionales y efectivas que correspondiesen
con sus condiciones estructurales.
En efecto, los movimientos culturales revolucionarios de los
años 60 en Estados Unidos marcan, en opinión de Bell, la transi-
ción de la modernidad cultural a la posmodernidad. La contra-

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cultura, pues, se convierte en el espíritu que forma la mentalidad


de la nueva clase media.
Y lo significativo del caso es que el artista, para Bell, ha llega-
do a formar al público. El artista, claro, que asume una cultura
antagónica, el que trasmite la autodeterminación del arte como
irracionalidad dando lugar al domino de la escena cultural. Es
dicho artista, consiguientemente, quien moldea al público y el
mercado, en lugar de ser moldeado por ellos.
Y eso se ha producido porque, como se ha dicho, en otras
épocas el público rechazaba al artista de vanguardia, y en la actua-
lidad este marca el gusto del público. Es decir, Bell denuncia que
el creador libre que nace desde la burguesía entra en guerra con-
tra esa misma burguesía.
Resumiendo, el Modernismo tradicional trató de sustituir la re-
ligión o la moralidad por una justificación estética de la vida. Pero el
Posmodernismo ha sustituido completamente la justificación estéti-
ca de la vida por lo instintivo. Para los posmodernos, solo el impulso
y el placer son reales y afirman la vida (Bell, 1997: 61).
Así pues, la nueva revolución, es decir, la autonomía de la
cultura lograda en el arte, se traspasó, según Bell, al terreno de
la vida. Esta es la cuestión: lo que en un principio era un estilo
de vida minoritario, el estilo bohemio, ahora se ha hecho mayo-
ritario. Quiere decir que la contracultura es un desafío a la ética
protestante. Por dicho motivo, Bell recuerda que esta ética y el
temperamento puritano fueron códigos que exaltaban el trabajo,
la sobriedad, el freno sexual y una actitud prohibitiva hacia la
vida (1997: 64).
Una contracultura, en fin, que ha propiciado el hedonismo; un
síntoma que, en última instancia, puede relacionarse con el consu-
mismo. Una situación que provoca una contradicción nuclear de
nuestras sociedades: el consumo es necesario para el capitalismo,
pero el espíritu consumista desintegra los principios del mismo.
Dicho de manera sintética, para Bell, el capitalismo, el llama-
do nuevo capitalismo en el que se desarrolla el consumismo, ha
perdido la legitimidad tradicional, la que se basaba en un sistema
moral de recompensas enraizado en la satisfacción protestante del
trabajo. Por el contrario, el hedonismo, como modo de vida pro-
movido por el sistema de comercialización de las empresas, con-

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figura un conjunto de contradicciones del capitalismo. Después


de esta transformación, la pregunta es, como ya adelantamos,
¿qué puede mantener unida una sociedad?
Una pregunta que nos conduce a otra contradicción. Porque
si el industrialismo se basa en los principios de la economía (la
eficacia, los costes mínimos, la maximización, la optimización y
la racionalidad funcional), la cultura modernista exalta los mo-
dos antintelectuales que amparan el retorno a fuentes instintivas
de la expresión. En esta disyuntiva reside, para Bell, la crisis cul-
tural.
De ese modo, el impulso hedonista liberado por la causa ca-
pitalista del «yo», base de toda actividad, relega la ética comuni-
taria —que ubica su origen en el puritanismo norteamericano—
por un argumento basado en el libre mercado, y donde el deseo
ilimitado y no la necesidad es un motor desbocado del accionar
social unido al impulso acentuado por el crédito. La cultura he-
donista, en cuyo hilo conductor ha tenido mucho que ver la evo-
lución del arte, como hemos visto, se ha convertido en el motor
de la actividad humana.
La consecuencia de lo dicho es que Bell cree encontrar, en las
tensiones éticas, contradicciones en el ámbito tecnoeconómico,
cultural y político, reflejado en las prácticas capitalistas que die-
ron paso a la modernidad y su posterior agotamiento.
Con todo quedan algunas preguntas en el aire: ¿Las tensiones
culturales, que bien observó Daniel Bell, son tan vigentes ahora
como en su tiempo? ¿Hay diferencias notables, por ejemplo, en
la percepción del papel del arte? ¿Qué ha ocurrido con el arte en
todo este tiempo denominado posmoderno?

2.2. Las escisiones del lenguaje cultural

En un principio, Bell no ve negativo el Modernismo, como


ya habrá quedado claro. Porque la búsqueda de lo moderno,
según él, «era el intento de exaltar la experiencia en todas las de-
cisiones, y de hacer esas experiencias inmediatas para la sensi-
bilidad de la gente» (1997: 119). El problema llega cuando ese
espíritu adquiere una mayor presencia en la sociedad y conforma

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un individuo desarraigado, un peregrino cultural, sin hogar al


cual volver. Esto es, la transformación cultural de la sociedad se
debe sobre todo al ascenso del consumo masivo. Un consumo
que es consecuencia de la evolución del capitalismo en el ámbito
económico, pero influenciado por el cultural, por ese hedonismo
creado por el modernismo, y que ahora abre un nuevo estilo de
vida muy alejado al de otros tiempos más preocupados por la la-
boriosidad, el ahorro, la disciplina y la sobriedad.
La consecuencia es que la cultura ya no se ocupa de cómo
trabajar y realizar, sino de cómo gastar y gozar. El abandono del
puritanismo y el protestantismo ha dejado al capitalismo sin
una moral trascendente. El propio capitalismo ha propuesto en
un determinado momento un modo de vida contrapuesto a la
eficacia, que era una de sus señas. Y en última instancia, estas
escisiones del lenguaje cultural provocan la falta de un centro y,
al mismo tiempo, una desconcertante variedad de dominios
culturales.
Y esto se produce sobre todo en la década de los 60, dado el
radicalismo político y cultural que se vive. Lo fundamental, para
Bell, es que esa actitud es meramente rebelde, y su base es una
posición antintelectual. Incluso personalidades tan importantes
como Susan Sontag abogan por un ataque al contenido3, o gru-
pos de teatro tan significativos como el Living abogan por un
teatro de guerrilla4. El arte, como por ejemplo la novela, se queja
Bell, ya solo trata de definir el yo en relación al mundo que le
rodea y que amenaza en abrasarlo. En sí, una patética celebración
de «yo» vaciado de contenido. Estos son algunos de los múltiples
ejemplos que pone Bell, en su siempre interesante relación de la
actividad artística con la cultura social y política.
A decir verdad, el impulso imaginativo puro que se impone
en el arte, y toda pérdida de juicio objetivo, alcanza su reflejo en

3
En su conocido Contra la interpretación (1996), Sontag llega a decir
que la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte.
Interpretar, por tanto, es empobrecer. O dicho con sus propias palabras:
«Una obra de arte es una cosa en el mundo, y no solo un texto o comentario
sobre el mundo».
4
El fin del teatro de guerrilla: «llegar, representar, conmocionar y huir».

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la sociedad de consumo. Lo cual provoca un gran dilema: que el


modernismo cultural, autodenominado subversivo, haya sido
acogido por la sociedad burguesa, capitalista. Es decir, una cultu-
ra derivada de sus creencias vacías, lo que conforma el estilo de
vida trivial, el de una masa cultural que quiere «emanciparse» o
«liberarse», pero a la que le falta toda guía moral.
Y es en ese entramado en el que se pierde, para Bell, el sig-
nificado del trabajo. De nuevo alude a un puritanismo que
consideraba el trabajo como algo vocacional. En la sociedad
del tardocapialismo, denuncia Bell, se piensa más en una espe-
cie de «trabajo forzado». Lo que quiere decir Bell es que el
hedonismo ha ahogado la consideración del trabajo como vo-
cación, ya que, como se ha dicho, una nueva cultura ha reem-
plazado a la religión y también al trabajo como un medio de
autorrealización.

2.3. De la cultura al orden político

Bell plantea que las contradicciones políticas, diferentes de


las culturales, derivan del hecho de que la sociedad liberal origi-
nalmente fue establecida en su ethos, sus leyes y sus sistemas de
recompensa para promover fines individuales, pero ahora se ha
convertido en una economía interdependiente que debe estipular
metas colectivas. Una situación que se complica por la diversidad
de grupos y subgrupos que conforman la sociedad a la hora de
establecer los límites del término colectividad. Cada vez más, la
sociedad debe prestar atención a los derechos y reparaciones de
los grupos (más que a los individuos).
Lo significativo del mensaje de Bell es lo relativo a que, si la
sociedad es inasequible y las instituciones inflexibles e insensi-
bles, se intensifican las tendencias desintegradoras.
Bell incide en un examen significativo de una sociedad que
debe tratar de identificar los elementos más profundos y persis-
tentes: los valores, que son elementos legitimadores de la socie-
dad; la cultura, que es el acervo del simbolismo y la sensibilidad
expresivos, y la estructura social, que es el conjunto de ordena-
mientos sociales atentos a la distribución de las personas en ocu-

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paciones y en el orden político, y a la asignación de recursos para


satisfacer las necesidades sociales establecidas.
En realidad, para Daniel Bell, existen siete factores que han
provocado la inestabilidad social y la pérdida de legitimidad del
sistema político en la sociedad occidental del siglo xx. Estos fac-
tores se resumen en:

1. La existencia de un problema «insoluble», esto es, la gran


crisis de 1929 y el auge posterior del fascismo.
2. La existencia de un estancamiento parlamentario. Lo cual
significa que la polarización de fuerzas en la sociedad, la
ineficacia de gobiernos y la sensación de desesperanza en
el pueblo, llevó a países como Italia, Portugal y España a
dictaduras.
3. El crecimiento de la violencia privada.
4. La disparidad de sectores.
5. Los conflictos multirraciales o multitribales.
6. La alienación de la intelectualidad.
7. La humillación en la guerra, ya que el siglo xx vivió varios
conflictos bélicos.

El gran problema que percibe Bell es que las decisiones eco-


nómicas ya no son de carácter nacional, sino global, porque ya no
están en manos de ningún país particular. Por ese motivo, «los
planes de las corporaciones multinacionales no siempre coinci-
den con los intereses económicos de un país determinado» (1997:
196). Bell ya percibía, por tanto, la internalización del mercado,
y en ese sentido pensaba en la retirada de Estados Unidos como
centro de poder.

2.4. La América inestable

Es importante detenerse, aunque sea de manera somera, en el


análisis que realiza Daniel Bell sobre Estados Unidos, pero admi-
tiendo que está condicionado por la época y circunstancias en las
que vive. Así, destaca algunos factores como: la cohesión frente al
enemigo común que es el comunismo; los disturbios raciales; la

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alienación de la juventud, y la guerra de Vietnam. Estos factores


provocaron una sensación de desorientación en el decenio de 1960
y un estado de ánimo de inquietud e inseguridad.
Sin embargo, hoy nos hacemos la misma pregunta que hizo
Bell hace cuarenta años: «¿Quién establecerá los objetivos inter-
nacionales?».
Según Bell, se podrían producir tres alternativas. La primera,
que las naciones traten de reducir su dependencia de la economía
mundial; la segunda, extender agresivamente los controles sobre
las corporaciones multinacionales; o la tercera opción, crear una
autoridad internacional con poderes gubernamentales. Y, como
ya advertía en su tiempo, los poderes de los organismos interna-
cionales, como el Fondo Monetario Internacional, probablemen-
te aumentarían.
A ello hemos de sumar que el nacimiento de una economía
mundial y una sociedad mundial hacen que sean de fundamental
importancia los problemas de la administración de recursos a es-
cala internacional. Se refería a que existen recursos comunes a
todos como los océanos, el clima y la energía. La diferencia deci-
siva —y esto es lo que distingue al mundo moderno del anti-
guo— es la escala.

2.5. El hogar público

Siguiendo la descripción del pensamiento de Bell llegamos


a un concepto esencial de su teoría. Nos referimos al de «hogar
público», que, aunque ya mencionado, es momento de dar una
mayor explicitación del mismo. Un concepto, en fin, que utili-
za Bell a modo de búsqueda de alguna salida a las señaladas
contradicciones. Para comprenderlo es necesario percatarse de
que Bell subraya que en la tradición clásica de la economía co-
existen dos ámbitos de la actividad económica: el hogar domés-
tico y la economía de mercado. Pero existe un tercer sector, que
ha pasado a primer plano en el último siglo, «el hogar público»,
término comúnmente usado por los economistas sociólogos
alemanes y austríacos de 1920. Con este término, Bell se refiere
a la administración de los ingresos y gastos del Estado.

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Para perfilar este significado, Bell recuerda que la diferencia


que hay entre el mundo antiguo y los principios de la economía
moderna reside en el concepto de «necesidades» o «deseos». Re-
memorando a Aristóteles, los hombres se guían por las necesida-
des y, por ello, la meta del hogar doméstico es la producción para
la autosuficiencia. En cambio, advierte Bell, la moderna econo-
mía de mercado es una economía burguesa, en la que los fines de
la producción no son comunes sino individuales, y que los moti-
vos para la adquisición de bienes son los deseos, los cuales han
reemplazado a las necesidades. Así pues, el hedonismo se convir-
tió en el motor de la economía.
Esa misma reconversión ha sufrido el hogar público, que na-
ció para satisfacer necesidades comunes, bienes y servicios que los
individuos en solitario no pueden comprar, como caminos, fe-
rrocarriles, defensa, etc. Pero, según Bell, la intervención de la
política, asumiendo compromisos de la sociedad, ha convertido
al hogar público en el escenario para los deseos privados.
De ese modo, la economía de mercado, sociológicamente,
consiste en que ha sido una economía burguesa, en dos sentidos.
1. Los fines de la producción no son comunes sino individuales;
y 2. Los motivos para la adquisición de bienes no son las necesi-
dades, sino los deseos.
En cierta medida, Bell estaba demandado una teoría de la
justicia distributiva basada en el carácter central del hogar públi-
co. Reconoce, en un momento determinado, el esfuerzo de
Rawls, pero no llega a considerar su oferta ya que la ve insuficien-
te ante la necesidad de una teoría que, según Bell, integre la eco-
nomía y la política de las finanzas públicas. En ese sentido echa
de menos la ausencia de una sociología de los conflictos estructu-
rales entre las clases y los grupos sociales en los que atañe el fun-
damental problema de los impuestos (1997: 210).
Para garantizar «el hogar público», el papel del Estado es funda-
mental y, según Bell, cada vez adquiere mayor peso y protagonismo.

El problema político y filosófico del hogar público deriva


del hecho de que el Estado debe desempeñar la doble función
de acumulación y legitimación: proporcionar una direc-
ción unificada a la economía, de acuerdo con alguna concep-

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ción del bien común, y juzgar las reclamaciones en conflicto


de los diferentes sectores (1997: 220).

Así pues, el hogar público, a diferencia del mercado, ha exis-


tido para satisfacer las necesidades comunes. El dilema del hogar
público consiste en satisfacer necesidades públicas al tiempo que
se convierte en la realización de los deseos privados y grupales.
Esta paradoja solo se financia mediante la capacidad fiscal del
Estado, a la que Bell pone objeciones por sus límites. Un tema
crucial para comprender su crítica al Estado del bienestar.
Compartiendo el razonamiento de Bell, la evolución del ho-
gar público y del papel del Estado-nación no ha sido exactamen-
te así. Pues hoy vemos que la balanza «necesidades públicas versus
deseos privados y grupales» está desequilibrada a favor, lamen-
tablemente, de los deseos privados y grupales. Son las multina-
cionales, corporaciones o entidades de poder económico, quienes
están señalando la dirección política de las decisiones económi-
cas. Los Estados-nación han ido empequeñeciendo su papel, per-
diendo capacidad de gobierno.
Pero sigamos su razonamiento. Bell plantea que el hogar pú-
blico deberá enfrentarse a dos problemas: la creciente «sobrecar-
ga» de problemas que el sistema político puede ser incapaz de
resolver; y que, a causa de la presión de los títulos en ascenso, hay
una constante tendencia de los gastos estatales a aumentar, lo que
exige más impuestos y estimula la inflación.
En todo caso, el hogar público pasará por verdaderas crisis en
todas las sociedades, pues sus dilemas se producen entre los vicios
privados y los intereses públicos. Este tema será recogido por Vic-
toria Camps en su libro Virtudes públicas (1996), donde la cate-
drática de Ética consuma una reflexión acerca de los valores sobre
los que ha de asentarse nuestra vida en común frente al desinterés
y autocomplacencia que tienden a generar tanto las libertades
como el bienestar creciente. En cierta medida, Camps señala que
la calidad del entorno social en el que vive requiere comporta-
mientos cooperativos, participación en las decisiones públicas y
la convicción de que existen unos problemas e intereses comunes.
Retornando a Bell, la solución a esta situación que explica Camps,
aunque busque otros caminos diferentes de adentrarse al proble-

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ma, solo puede provenir de un acuerdo consensual sobre los pro-


blemas normativos de la justicia distributiva, sobre el equilibrio
que debe hallarse entre el crecimiento y el consumo social.
Y así es, la sobrecarga de problemas, la tendencia creciente de
gastos estatales, y la falta de equilibrio entre crecimiento y consu-
mo social, se han producido en las últimas décadas dentro del
Estado del bienestar. Hay quienes auguraban que este moriría de
éxito. Lo cierto es que, antes de estallar la crisis económica, ya se
hablaba de un Estado del bienestar insostenible, y de la necesidad
de repensarlo de nuevo, sin renunciar a los principios que lo
constituyeron. Pero nuevos factores aparecieron encima de la mesa
como factores demográficos (la salud y la calidad de vida, la in-
migración, las pensiones); factores presupuestarios (consumo
versus productividad); factores sociológicos (la extensión de las
clases medias y nuevas demandas sociales), y factores burocráti-
cos (ineficiencia, falta de organización y rentabilidad, grupos de
intereses).
Volviendo a Bell, hay que añadir los dilemas y contradiccio-
nes económicos que encuentra el capitalismo. En primer lugar, el
crecimiento económico se ha convertido en la religión secular de
las sociedades industriales avanzadas; en segundo lugar, el creci-
miento económico ha sido «un solvente político»; y, en tercer
lugar, el crecimiento económico ha estado inextricablemente li-
gado a la inflación, y parece improbable que una economía polí-
tica democrática pueda eliminar la inflación sin desastrosas con-
secuencias políticas. Ahora bien, el mayor problema, para Bell, es
el cambio de carácter que se ha producido en la sociedad debido
a la revolución keynesiana, que ha originado también una revo-
lución en las expectativas sociales.
Aunque hay una cuestión «cultural» más amplia en la que se
insertan los problemas económicos. El capitalismo norteameri-
cano cambió de naturaleza en el decenio de 1920 al estimular a
los consumidores a contraer deudas. Porque, como él mismo
dice: «Cuando el dinero se hace escaso, el dinero en efectivo se
convierte en un problema y se produce una crisis de liquidez»
(1997: 229).
Pero si el crecimiento económico se ha convertido en la reli-
gión secular de las sociedades industriales avanzadas, no se ha

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 51

logrado un equilibrio entre dicho crecimiento y el consumo so-


cial. Bell, de nuevo, ataca la base de los Estados del bienestar al
señalar que el crecimiento se ha convertido en una fuente de
«contradicción» del capitalismo, unido a que la inflación ha in-
fectado a las economías de los últimos años.
El problema que percibe Bell es que el cambio del carácter de
la sociedad hace difícil para cualquier orden político usar los mo-
dos tradicionales de restricción o «disciplina» para limitar la de-
manda, aumentar el desempleo o reducir los gastos gubernamen-
tales. En la base de este razonamiento está el continuo dilema
entre liberales y socialdemócratas, porque, según Bell, el creci-
miento económico e inflación envuelven una peculiar contradic-
ción en las economías democráticas capitalistas.

La paradoja es que el crecimiento económico, fruto de la


acumulación de capital, ha originado un conjunto de expecta-
tivas económicas y culturales que para el sistema es difícil re-
ducir, creado condiciones de inestabilidad económicas y polí-
ticas que para los gobiernos es cada vez más difícil controlar
(1997: 231).

Y esta situación provoca una desorientación de los individuos.


De nuevo nos encontramos con que la cuestión «cultural» ha
desembocado en la grave crisis actual, y que tiene su origen, como
dice Bell, en el cambio de modelo de consumo del capitalismo,
basado en contraer deuda, y que ha llevado a una inseguridad e
inestabilidad política y personal difícil de controlar.
No parece que se esté atajando el problema por parte de
las sociedades occidentales, y mucho menos por parte de Euro-
pa, quien debería estar hablando, no solo de distribución (que
ya no es exclusivamente la clave), sino de limitación (limita-
ción de ganancias, de riqueza, de beneficios, de movimientos
de capital, etc.).
Lo único que no predijo Bell es que China se encontraría
también inmersa en esta dinámica loca de crecimiento ilimitado,
con el grave coste de los recursos naturales. Recordemos que Chi-
na es actualmente quien demanda mayor materia prima, tanto en
Latinoamérica como en África.

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2.5.1. Crisis en las creencias


Si hay un apartado especialmente sugerente en Bell es cuando
incide en las crisis en las creencias que, como bien señala, son repe-
tidas en la historia humana, lo que no las hace menos importantes.
En ese sentido, Bell dice que la principal consecuencia de esta
crisis es la pérdida de civitas. Es decir, «la espontánea disposición
a obedecer las leyes, a respetar los derechos de los demás, a renun-
ciar a las tentaciones del bienestar público, en resumen, de hon-
rar la ciudad de la que uno es miembro» (1997: 231).
Lo que significa que, o bien los intereses se han polarizado y
prevalece la anomia política; o bien, que todo intercambio polí-
tico se convierte en un trato cínico en el que los sectores más
poderosos se benefician a costa de los débiles.
Para Bell, «la amenaza de los próximos 25 años» es que nin-
gún régimen pueda detener el deslizamiento y se propague una
sensación de fatiga y desesperanza.
Según sus pronósticos, en la Unión Soviética los dos princi-
pales problemas serán: la reafirmación de las nacionalidades y la
ampliación del sistema político. En el Oeste, aumentará la frus-
tración de las clases medias. Debido a la frustración generalizada,
en la próxima década quizá contemplemos la bancarrota de los
sistemas de partidos tales como los conocemos en las sociedades
occidentales, sumando el rechazo contra la política, un estado de
ánimo que llevará a la fragmentación de los parlamentos y el de-
bilitamiento de los partidos fuertes.
La declinación de la democracia liberal —especialmente en
Europa— y el vuelco a los extremos políticos tal vez sea el he-
cho más inquietante del último cuarto de siglo. Entre los facto-
res que influyen en el fracaso es que la riqueza en ascenso no ha
redimido las desigualdades y ha presentado nuevos problemas.
Para Bell es precisamente en el ámbito de la cultura donde el
capitalismo es socavado y donde su «hegemonía» es prácticamen-
te destruida. Por eso, se manifiesta más pesimista que Habermas
en lo concerniente a la capacidad a largo plazo de la sociedad
capitalista para mantener su vitalidad como sistema moral y de
recompensas para sus ciudadanos.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 53

Cuarenta años después, podemos firmar muchos de los pro-


nósticos de Bell, cuando vemos una ciudadanía desesperanzada,
con falta de confianza en la representación política, con un
cuestionamiento del sistema de partidos, y con una riqueza en
ascenso que fomenta la desigualdad.
Es en este contexto en el que Bell reivindica el carácter cen-
tral del hogar público en una moderna economía, porque, para
Bell, el cimiento de toda sociedad liberal es la buena disposición
de todos los grupos a transigir en los fines privados en pro del
interés público. De ahí nace su teoría del hogar público, al consi-
derar a este como la polis de gran dimensión, no solo el Gobier-
no, sino también un sector económico público junto a la econo-
mía de mercado. Así, por ejemplo, la idea de que la limitación de
la escasez precisa de una filosofía política normativa.
El origen de la polis se encuentra en Aristóteles y su «satisfac-
ción de las necesidades naturales». Pero Rousseau señaló que la
sociedad moral solo puede ser una sociedad pequeña, pues los
individuos que tratan de ayudarse unos a otros necesitan cono-
cerse mutuamente. Ese es el problema fundamental de nuestra
polis moderna: su gran tamaño.
Evidentemente, frente al comunitarismo, tenemos las posi-
ciones universales de Locke (doctrina de la propiedad privada),
Adam Smith (el intercambio individual como base de libertad) y
Kant. Adam Smith limitaba el hogar público a: proteger a la so-
ciedad de la violencia y la invasión, brindar seguridad interna y
justicia y mantener obras públicas y ciertas instituciones.
Ahora bien, señala Bell que el moderno hogar público debe
proporcionar una filosofía política contra la limitación de la esca-
sez, y no contra la liberación de la abundancia, definiendo así lo
que es el bien común y cuáles son los derechos y deseos priva-
dos que deben satisfacerse. Así como en la doctrina clásica de la
polis la virtud cívica era la moderación de las necesidades, en
la sociedad moderna se exalta la libertad, la búsqueda del placer
y la felicidad sin límites, convirtiendo el interés público en un
bien subordinado.
Hoy, y este es el cambio distintivo en la idea de los derechos
que percibe Bell, no se busca individualmente, a través del mer-
cado, la satisfacción de los deseos privados y la corrección de las

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injusticias percibidas, sino políticamente mediante el grupo, me-


diante el hogar público. La cuestión de la sociedad del siglo xx es
preguntarse sobre cuál puede ser la filosofía del hogar público.
El exceso del liberalismo moderno en la exaltación del indivi-
dualismo, que se ha convertido en el distintivo de la sociedad
actual, ha llevado al saqueo del ambiente y ha sido el origen del des-
precio por los servicios sociales y otras necesidades comunitarias.
La filosofía del hogar público le conduce a Bell a reflexionar
sobre cuatro problemas.

1. Unidades de la sociedad. El pluralismo de nuestras socieda-


des permite la existencia de grupos de presión, porque el orden
democrático moderno puede incluir muchos intereses, ya que no
puede haber uno predominante. Por tanto, son necesarios los
equilibrios, y la consideración de aquellas reglas, derechos y situa-
ciones que se aplican a todas las personas independientemente de
las diferencias. Como podemos observar, Bell apunta una teoría
de la justicia, pero solo lo apunta, como veremos después a raíz
de la comparación del hogar público con la teoría de la justi-
cia de Rawls.

2. Libertad e igualdad. Este tema eterno también aparece en


las últimas páginas de Las contradicciones... Esta discusión parte,
en Bell, a raíz de la percepción de que la cuestión de igualdad es
fundamental en el hogar público. Si bien las ideas liberales
han tratado de distinguir entre tratar a la gente de manera igual
y hacerles iguales, también Bell realiza la siguiente reflexión: el
intento de reducir las disparidades en los resultados supone limi-
tar y sacrificar la libertad de algunos para hacer a otros más igua-
les a ellos, es decir, renunciar a partes de la libertad en aras de la
justicia.
Bell, además, señala que hay tres dimensiones de la igualdad:
la igualdad de condiciones, la igualdad de medios y la igualdad
de resultados.
Por un lado, la igualdad de oportunidades ha constituido la
definición más general en las sociedades liberales de Occidente
que han considerado como un valor la movilidad social y geográ-
fica individual. El principio dice que los individuos deben ser

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tratados de igual manera en sus esfuerzos para realizar lo que


puedan mediante sus capacidades naturales y sus esfuerzos perso-
nales. Es la base, para Bell, de una meritocracia justa.
Pero después destaca que comienzan a surgir protestas contra
los resultados al considerarlos que eran demasiados dispares y
desiguales, y que la política pública debía buscar hacer más igua-
les a las personas en ingresos, estatus o autoridad.
La igualdad ante la ley, ante las normas, ante los recursos,
ante las oportunidades, etc., son la base de una sociedad justa.
O dicho de otra manera, el modo economizante (economía de
mercado) ha sido un eficiente organizador de la producción, pero
ha tenido dos grandes costes sociales: el tratar a las personas como
cosas en la espera de la producción, y el usar el ambiente como «un
bien gratuito» y por ende de manera descuidada.
El quid del problema no es el grado de redistribución, sino el
equilibrio entre la redistribución y el crecimiento, ya que, como
recuerda Bell, lo que hizo al comunismo soviético tan aterrador fue
la implacable idea de que debía sacrificarse la generación actual al
futuro, sacrificando millones de vidas humanas en pro «de la pro-
ducción»; por otra parte, lo que hace tan repulsivo el espectáculo
de la sociedad burguesa occidental es el despilfarro y el derroche de
recursos en productos innecesarios de estatus o exhibición.
Por tanto, la discusión central en el hogar público estaría en
encontrar las reglas justas. El problema, para Bell, es que hablar
de igualdad en los resultados es considerar que tal igualdad solo
puede lograrse por decisión administrativa, esto es, por el refor-
zamiento del poder burocrático de la sociedad. Porque, como si-
gue diciendo Bell, la sencilla aspiración a hacer iguales a todos los
hombres ignora el principio de las diferencias relevantes.

3. Equidad y eficiencia. En este tercer problema, Bell da en la


clave de las reflexiones actuales sobre ética económica, como po-
dremos comprobar después. Como adelanto, se puede aducir
con Bell que en este caso hay un dilema del equilibrio entre el
«mundo economizante» de la sociedad —la doctrina de la pro-
ductividad o el esfuerzo para lograr una mayor a menores cos-
tes— y el criterio social de valores no económicos. He ahí el
sentido del equilibrio entre el presente y el futuro.

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La cuestión es, por ejemplo, cómo establecemos diferencias


justas en la paga de trabajadores cualificados y poco cualificados,
entre médicos y enfermeras. ¿Puede existir, en fin, una regla ge-
neral de equidad? Bell reconoce el Máximun que señala Rawls,
pero le reprocha que su teoría solo sirva para un estado estaciona-
rio, ya que el dilema no es el grado de redistribución, sino el
equilibrio entre la redistribución y el crecimiento. Tan es así que
«la distribución de los ingresos influye en la tarea de crecimiento
de una economía, así como la tasa de crecimiento influye en la
distribución» (1997: 256). Y esto nos conduce al siguiente pro-
blema, el equilibrio entre lo público y lo privado.

4. Lo público y lo privado. Respecto a lo público y a lo privado,


Bell señala que la teoría liberal aceptó la distinción entre el ciuda-
dano público y la esfera privada. Pero se produjo un doble patrón:
los conservadores querían la libertad económica, pero también la
regulación moral. Hoy se ha producido un extraño cambio: los li-
berales contemporáneos desean la regulación económica y la liber-
tad moral. Por eso, quieren la intervención activa del Estado en
asuntos económicos, pero rechazan toda interferencia en la moral
personal enarbolando la bandera del ámbito privado.
Consecuente con ello, Bell subraya que habría que averiguar
cuáles son las esferas relevantes de lo público y lo privado en la
economía, y cuáles en la moralidad.
En el primer campo, Bell tiene claro que sin competencia
quedamos a merced de un organismo burocrático, y sin separa-
ción de poderes, de lo que quedamos a merced es de un solo
poder, sea el Estado o una corporación privada; pero sin mecanis-
mos públicos para la fijación de normas, no podemos disponer
de un poder efectivo para la realización de fines sociales. Bell
defiende, pues, un equilibrio entre lo público y lo privado, pero
no termina de perfilarlo más allá de unos trazos.
Y ¿qué es la moralidad? Por supuesto, para Bell, no debiéra-
mos de hablar de una policía moral que invade la esfera privada,
pero sí recuerda la época en que la religión enseñaba alguna nor-
ma, y a tener sentido de lo «vergonzoso». Está hablando clara-
mente del problema de la virtud pública y de los vicios privados,
porque muchas veces lo vergonzoso consiste en prohibir todo lo

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 57

que deseabas, pero detrás de la muralla, ya que lo que hagan los


adultos es cosa suya.
En todo caso, para Bell, el liberalismo económico no hace
hombres libres, ya que crea oligopolios, y por otro lado, el hedo-
nismo destruye las necesidades sociales. Termina Bell señalando
que necesitamos del liberalismo político para asegurar al indivi-
duo la protección contra poderes coercitivos, y también las re-
compensas por sus esfuerzos y méritos. Pero el árbitro no puede
ser el mercado, que es un mecanismo, y no un principio de justi-
cia, sino el hogar público.

2.5.2. Reafirmación del liberalismo

Después de analizar estos cuatro problemas, Bell concluye la


necesidad del hogar público como reformulación de lo que es
legítimo, es decir, los valores fundamentales de la sociedad. Pero
no señala estos, sino tan solo propone conseguir un cemento so-
cial y un restablecimiento de fines sociales, de decisiones delibe-
radas, debatidas y justificadas con la determinación de encontrar
direcciones para la sociedad. Es decir, se trataría de una nueva de-
claración de derechos socioeconómicos que redefina las necesida-
des sociales que el orden político debe tratar de satisfacer. Lo cual
conlleva a determinar el presupuesto público que responda a la
pregunta: ¿qué queremos gastar y para qué?
Una situación que es como mínimo compleja, porque tal y
como el propio Bell señala, esto se debe hacer dentro de la per-
cepción de una sociedad pluralista, por lo que el objetivo será
buscar la manera de hallar fines comunes, pero conservando los
medios individuales de realizarlos. Porque en una sociedad don-
de rige el interés no basta con la negociación, sino también en-
contrar una voluntad común, un vínculo trascendente que una
suficientemente a los individuos para que sean capaces de hacer
sacrificios dentro de una madurez autoconsciente. Y esto solo se
puede hacer, además de reflexionar sobre el pasado, reconocien-
do los límites de los recursos y la prioridad de las necesidades,
individuales y sociales, sobre apetitos y deseos ilimitados. Lo cual
nos conduce a la necesidad de un acuerdo sobre la concepción de

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58 Ana Noguera y Enrique Herreras

la equidad que dé a todas las personas una sensación de justicia y


de sentirse incluidos en la sociedad.
Claramente Bell ve la necesidad de establecer el presupuesto
público: cuánto queremos gastar y para quién.
Ahora bien, el liberalismo, desde el punto de vista de Bell,
acepta la tensión entre lo público y lo privado, los roles duales de
la persona y el ciudadano, el individuo y el grupo. Las cuestiones
son: ¿cómo hallar fines comunes, pero conservando los medios
individuales de realizarlos? y, ¿cómo definir las necesidades indi-
viduales (y grupales) y hallar medios comunes de satisfacerlas?
O más, ¿pueden llevarse a cabo estas tareas en una sociedad don-
de solo rige «el interés»?
En sus respuestas estaría la necesidad de redefinir el yo de la
sociedad liberal conjugando tres acciones: 1. la reafirmación de
nuestro pasado, es decir, conocer la herencia, 2. el reconocimien-
to de los límites de los recursos y la prioridad de las necesidades
sobre los apetitos y deseos ilimitados, y 3. el acuerdo sobre una
concepción de la equidad que dé a todas las personas una sensa-
ción de justicia y de inclusión en la sociedad.

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Capítulo III

Las contradicciones culturales del capitalismo


en el siglo xxi

Una vez apuntados los asuntos fundamentales que plantea


Bell, llega el momento de aventurarse a tiempos actuales para
perfilar algunas críticas a los mismos, así como alumbrar nuevas
respuestas que tengan la consideración de los cambios produci-
dos en estos cuarenta años. Cambios que nos conducen a retocar
el título del libro de Bell, para lanzarnos en la aventura de descu-
brir las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi.

3.1. Las críticas de Dubiel, para empezar

Para comprender mejor la crítica de Dubiel, es necesario,


aunque de manera concisa, vislumbrar las bases de la teoría críti-
ca y, de ese modo, percatarse de algunos aspectos que no tiene en
cuenta Bell a la hora de buscar ese pasado que antecede a las ac-
tuales contradicciones del capitalismo. Para ello nos introducire-
mos en algunas ideas nucleares que ha aportado la llamada Es-
cuela de Fráncfort, de cuyo seno nace la señalada teoría crítica.

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60 Ana Noguera y Enrique Herreras

Como bien explica Adela Cortina, la teoría crítica trata de


«construir un saber acerca de la sociedad que trate de sacar la luz
de la racionalidad de los procesos sociales, desenmascarando a la
par lo que de irracional hay en ellos» (2008: 41).
La idea central de la teoría crítica tiene que ver con una con-
tradicción, la que se produce en el concepto de razón en la socie-
dad posindustrial, dominada por el positivismo. Y, según Hor-
kheimer, el positivista no advierte que ver y percibir está mediado
por la sociedad (burguesa capitalista) en la que vive. La ciencia
moderna no advierte que es hija de las condiciones socioeconó-
micas y que está ligada al desarrollo industrial. La razón se reduce
a razón instrumental.
Así es, «lo más extraño es que esta dialéctica estaba ya entra-
ñada en el concepto de Ilustración» (Cortina, 2008: 72).
La crítica —sigue diciendo Cortina— de esa razón que ha lle-
vado a la humanidad a su extrañamiento y la propuesta de posibles
salidas de proceso que ella origina son dos temas centrales de la
Escuela de Fráncfort (2008: 72). Por ello, lo más significativo, y
que no tiene en cuenta Bell, es que los francfortianos identifican el
fracaso de la Ilustración con el triunfo de la razón instrumental, o
estratégica, como la denominan Habermas y Apel.
De ahí la necesidad, como señala Horkheimer, de una com-
prensión teórica de las transformaciones que se están producien-
do en las sociedades desarrolladas, sobre todo las que tienen que
ver con la dominación y manipulación de las conciencias.
Lo importante es que los miembros de la prestigiosa escuela
se percatan de que el pensamiento, el arte y la lógica se han con-
vertido en instrumentos en manos de la razón instrumental. Y si
las obras de arte aspiraban a revelar la verdad, hoy en día aspiran
a satisfacer los gustos de las masas.
El problema no es volver al pasado, sino darse cuenta de que
dicho pasado conformó el triunfo de la señalada razón instrumen-
tal que comportó la muerte del individuo, la cosificación de los
productos y relaciones humanas, y el desarraigo de la democracia.
Y es por ahí por donde se produce el imperio del pragmatismo, es
decir, el modo de pensar de la filosofía y las ciencias dentro del
ámbito del positivismo científico. La idea del libre cambio —algo
que no ve Bell— se trasformó en una racionalidad tecnológica, un

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 61

hecho con mucha más relevancia que el arte moderno, el cual tam-
bién se opone, en general, a dicho positivismo, como ocurre con
las posiciones de las vanguardias frente al realismo. Lo significati-
vo, para los pensadores de la Escuela de Fráncfort, es que la razón
ilustrada, fundamentada en la emancipación, ha sido traicionada
por el positivismo. La respuesta que llegará a través de Habermas
es su conocida teoría que enlaza conocimiento e interés, lo cual
significa que una crítica radical de conocimiento solo es posible
como teoría crítica de la sociedad.
Pero centrémonos en lo que dice Bell, y no en lo que se olvida,
para recuperar su percepción de que las crisis se deben a un exceso
de democracia que conduce a la ingobernabilidad. Por el contra-
rio, Dubiel, siguiendo el camino de la teoría crítica, dirá que lo que
se ha producido más bien es una crisis de legitimación, es decir, los
individuos generan unas expectativas de autodeterminación que
los gobiernos no son capaces de satisfacer. Por su parte, Habermas
subraya que no es un exceso de autonomía el causante de la crisis,
sino más bien la mercantilización de las relaciones humanas, es
decir, el poder y el dinero (los medios de control del sistema polí-
tico y económico) se han apoderado del mundo de la vida. No hay
que hablar, por tanto, según Dubiel, de ingobernabilidad, sino de
aumentar la capacidad legitimadora de los Estados.
Por otro lado, si bien Bell piensa que la causa de la crisis está
en los desajustes entre economía y valores, Dubiel, en cambio,
señala que dicha disensión no es más que un síntoma de dicho
desajuste y no su causa.
En cuanto a la hegemonía liberal que propugna Bell, Dubiel
habla de un liberalismo sin sustancia, ya que si bien hace algunos
años dicho liberalismo era una defensa del orden liberal-capitalis-
ta, también era una «amalgama» de ideas para defensa de los de-
rechos humanos y de los derechos ciudadanos. Ambas defensas se
comprendían, según Dubiel, como un sistema ideológico. No
obstante, dicha síntesis se ha roto en el modo de entenderlo Bell,
al percibir que el imperativo capitalista quiere imponerse sobre
los derechos y la democracia. O, en todo caso, denuncia Dubiel
que Bell está defendiendo una teoría elitista de la democracia.
Y es esa idea la que está debajo de la principal cuestión
neoconservadora que trata de resolver Bell, al preguntarse cómo

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limitar la extensión de una ética cotidiana posmaterialista y, final-


mente, hedonista5, y sustituirla por nuevas orientaciones de valor
tradicionales que sean compatibles con las necesidades de pro-
ducción del capitalismo tardío. En este sentido, Dubiel nos re-
cuerda que, para Bell, las corrientes antintelectuales de los años
60 suponen la pérdida de racionalidad específicamente burguesa.
Y en Bell pervive una nostalgia de la idea protestante del trabajo,
y de la estructura rígida de clases de las sociedades del capitalismo
temprano. Es desde ahí de donde, según Dubiel, Bell extrae su ya
señalada tesis central, «la ruptura entre los principios de racionali-
dad de la esfera políticoeconómica y la esfera cultural» (1993: 28).
Regresamos, pues, a la principal contradicción que percibe
Bell, la de un nuevo capitalismo que exige una ética ascética en el
ámbito de la producción, pero, al mismo tiempo, estimula una
ética del hedonismo sin límite en ámbito del consumo. La solu-
ción de Bell, para Dubiel, no es acertada. Porque no es admisible
la recuperación de la época dorada de la racionalidad burguesa,
porque no está tan claro que fuera un momento de obediencia
incuestionable frente al Estado. Y tampoco lo es que nuestra épo-
ca actual sea un imperio de la oscuridad cultural, y una «feria de
las vanidades» y culto a lo trivial. Eso es como decir que la socie-
dad capitalista-industrial ya había alcanzado el cénit de todo de-
sarrollo civilizatorio moderno. Y que hay una distinción entre
la buena cultura, «vieja», «moderna» y «burguesa», y una mala,
«nueva», «posmoderna» y «posburguesa».
El problema, para Dubiel, es que lo «nuevo» y lo «viejo» se
percibe de manera muy selectiva: «los espacios de autodetermina-
ción de la llamada era “posburguesa” se ocultan del mismo modo
que se encubren las partes desintegrantes y destructoras de la cul-
tura de la racionalidad burguesa» (1993: 38). Pero la «nueva cul-
tura», lo que ha hecho, según Dubiel, ha consistido en una mayor
exigencia de derechos y de libertad individual, y dichas posiciones
morales no solo se encuentran en el campo de la estética, sino
también en el democratización. Porque lo importante de esa cul-
tura subversiva, como la denomina Bell, es que recupera, como se

5
En la que tiene también que ver la educación permisiva, según Bell.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 63

ha dicho, los principios de autorregulación individual y social que


surgieron del humanismo secular de la ilustración. Dubiel explica
esta situación aludiendo a una cita de Michael Walzer6: «el hedo-
nismo consumista, la posición estratégica, es decir, dirigida por
intereses, frente a la comunidad política, el culto del individuo y
el descontento permanente frente al estatus, no significa el fin de
los valores burgueses, sino solamente el triunfo masificado».
Lo que hoy lamentan los neoconservadores como Bell, viene
a decir Dubiel, no es el fin de la racionalidad burguesa como tal,
sino el fin de las condiciones históricas que hacían posible su
funcionamiento. La cuestión es vislumbrar sobre qué bases ha-
bría que reconstruir el papel del individuo, sobre el autoritarismo
o sobre la autorrealización política. Porque «el dominio político
depende de la disposición de los ciudadanos para consentir de-
mocráticamente» (1993: 43). Es decir, la vitalidad de las tradicio-
nes culturales ya no está determinada por su ciego grado de acep-
tación, sino por la aportación reflexiva de individuos capaces de
criticar. Dubiel defiende visiblemente una democracia participa-
tiva, una democracia que ofrezca la posibilidad de participar en el
proceso de orientación normativa de la política.
En ese contexto, la cultura se convierte en el campo de batalla
de los grupos sociales por obtener medidas de racionalidad para
la organización social. He ahí la salida a la disyuntiva que abren
pensadores como Bell, al dejar en segundo plano el dilema «tota-
litarismo» versus «democracia liberal», dando lugar a otro debate,
«democracia elitista» versus «democracia participativa». De ahí
nace, sentencia Dubiel, el miedo de Bell a la ingobernabilidad
por un «exceso de democracia», el que hace peligrar la existencia
de sociedades liberales.
Por eso, Dubiel ve positivo las respuestas ciudadanas a com-
portamientos no convencionales y el rápido crecimiento de acti-
vidades políticas referidas a iniciativas ciudadanas y nuevos mo-
vimientos sociales. En esta mentalidad de protesta, Dubiel percibe
una petición de mayor participación. Lo cual está en consonan-
cia con el principio de autodeterminación política. Ese principio
6
Cita extraía de su artículo Nervous Liberal, publicado en The New York
Review of Books, 1979, pág. 11.

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que, según Dubiel, dejó en un segundo plano Shumpeter al no


diferenciar entre derechos de libertad económica y derechos po-
líticos, y percibir a la democracia como una componenda referi-
da al mercado de instituciones políticas de cara a imponer los
intereses del capital, homologando a los ciudadanos a «consumi-
dores» de decisiones políticas, olvidando, además, las múltiples
formas de diferencia sociocultural y desigualdad económica que,
sin duda, influyen sobre el comportamiento político.
La equiparación del proceso de formación de la voluntad po-
lítica en el comportamiento de consumidor sacrifica la sustancia
normativa de la comprensión de la legitimidad del antiautorita-
rismo. Bell, de ese modo, limita, como Shumpeter, la esfera polí-
tica. Y como este, hace que un modelo descriptivo se convierta en
un modelo normativo. Vemos por tanto, en la percepción de Du-
biel, que Bell propugna una democracia que se convierte en un
mecanismo de autoridad social y no una forma de vida político-
cultural. Punto este culminante para comprender la crítica de
Bell al Estado del bienestar.

3.1.1. Discusión sobre el Estado del bienestar

Para Dubiel, la realidad política del Estado del bienestar del


capitalismo tardío no se produce en las luchas de distribución eco-
nómica, sino en la igualdad de derechos políticos y el reconoci-
miento social de la singularidad de determinados grupos. Dubiel
ya advierte que los conceptos teoréticos y los parámetros empíricos
han llegado a ser inservibles. El concepto de clase, por ejemplo, al
menos en su forma tradicional, ha perdido plausibilidad.
También reconoce diversas tensiones del Estado del bienestar:

1. El campo de intervención estatal está creciendo sobre la


esfera privada, sin que haya un mayor crecimiento de po-
sibilidades de participación y control democrático.
2. La regla de la mayoría democrática únicamente tiene vali-
dez en el marco de dominio político. Y hoy existe una
masa creciente de decisiones que se sustraen de la posibi-
lidad de control democrático.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 65

3. La complejidad, extensión y, sobre todo, las consecuen-


cias irreversibles de las decisiones limitan la validez de la
regla de las mayorías. Por dicho motivo ve Dubiel lógica
la reacción de ciudadanos; porque lo que está en discusión
en la obra de Bell es que esos ciudadanos disidentes serían
objeto de vigilancia y represión. Sin embargo, Dubiel
piensa en el reforzamiento de la formación política y el
afianzamiento de la libertad científicocultural.

3.1.2. Críticas al Estado del bienestar

Saliéndonos ya de Dubiel, es posible criticar al Estado del


bienestar sin romper con sus principios básicos. En concreto, nos
parecen muy certeras la reflexiones que realiza Adela Cortina en
el capítulo III de su libro Ciudadanos del mundo y que lleva como
título «Ciudadanía social: Del Estado del bienestar al Estado de
justicia».
Trataremos seguidamente de sintetizar las ideas fundamen-
tales.
En primer lugar, y después de que Cortina señale que el lla-
mado «Estado del bienestar» es la figura que mejor ha encarnado
el Estado social, no deja de tener sus problemas surgidos de su
propia configuración.
Y la evolución del Estado del bienestar cobra resonancia a
través de cuatro aspectos que nos recuerda Cortina (1997: 69):

1. Intervención del Estado en los mecanismos del mercado


para proteger a determinados grupos de un mercado deja-
do a sus reglas.
2. Política de pleno empleo, imprescindible porque los in-
gresos de los ciudadanos se perciben a través del trabajo
productivo o de la aportación de capital.
3. Institucionalización de sistemas de protección, para cu-
brir las necesidades que difícilmente pueden satisfacer sa-
larios normales.
4. Institucionalización de ayudas para los que no pueden es-
tar en el mercado de trabajo.

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Pero más allá de estas características, con el tiempo se ha de-


sarrollado una evolución al convertirse el gobierno en gestor en
vez de proveedor, como el que se produce poco después de la II
Guerra Mundial, es decir, el paso a la creación de un megaestado
que pueda realizar todas las tareas sociales. Por ahí estaría tam-
bién la crítica de Bell, sobre todo por el perfil de un Estado fiscal,
es decir, la consideración de que no hay límites presupuestarios
que un Gobierno puede gastar7.
En cierta medida, la mejor manera de mantener viva la llama
del Estado del bienestar es descubrir sus aspectos fallidos, los que
se producen por su propia evolución o por la de la sociedad, para
corregirlos. Por un lado, aparece el asunto de la globalización,
una situación que ha provocado que se derrumben algunos de los
pilares sobre los que se sustentaba, ya que el Estado nacional se ha
quedado demasiado pequeño para resolver problemas que re-
quieren soluciones globales. Otro punto que alcanza aspectos
nucleares de la sociedad es el derrumbe real del pleno empleo,
imposible en tiempos de paro estructural (un tema al que le de-
dicaremos un apartado en la parte final del trabajo).
Por otro lado, y en esto creemos que Bell diría alguna cosa,
estaría la percepción de que dicho macroestado ha ayudado a per-
filar una ciudadanía pasiva. Y es cierto que los neoliberales hacen
mucho hincapié en ello por el tema de la competitividad, pero si
recordamos el sueño marxista de justicia, podemos entrever de
nuevo que consistía en que cada persona percibiera según sus nece-
sidades, pero que trabajara según sus capacidades. «La cultura del
subsidiado —como dice Cortina— y del parásito ha de sustituirse
por la de la responsabilidad y la cooperación, y el “bienestar” pasi-
vo por el “bienhacer” activo» (1998)8. Pero esto no significa volver
a plantear la democracia elitista como hacen los neoconservadores.
O, más concreto, Bell hablaría de la necesidad de retornar a
un Estado liberal, sobre las bases de la iniciativa y la competencia.
Un retorno que solo sería regresivo en relación con conquistas
sociales irrenunciables. Por ello, podemos señalar que si bien el

7
Esta consideración está bien estudiada en el libro La sociedad poscapitalis-
ta, de Peter F. Drucker, citado por Adela Cortina.
8
Artículo «Ciudadanía social», publicado en El País (01-08-1998).

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Estado del bienestar ha degenerado en megaestado, los mínimos


de justicia que pretende defender el Estado social de derecho
constituyen una exigencia ética.
Así pues, el Estado social de derecho tiene el presupuesto de
defender los derechos humanos, al menos de las dos primeras gene-
raciones, con lo que se presenta como una exigencia ética de justi-
cia. Porque la justicia, fundamento de un Estado social de derecho
no es lo mismo que el bienestar. «La primera debe procurarla un
Estado que se pretenda legítimo; el segundo, han de agenciárselo
los ciudadanos por su cuenta y riesgo» (Cortina, 1997: 75).
Por otro lado, otra crítica que se percibe es que la solidaridad
no se puede institucionalizar, pero ello no significa retornar al
liberalismo salvaje, sino potenciar a la sociedad civil, porque solo
una sociedad civil solidaria hace posible realmente un Estado so-
cial de derecho. Todo ello, como dice Cortina, exige revisar de
nuevo los términos de «Estado» y «sociedad civil», conceptos que
son móviles y no fijos.
Cualquier Estado de derecho que hoy quiere pretenderse
legítimo debe asegurar universalmente los mínimos de justicia, y
no intentar arrebatar a los ciudadanos su opción por la solidari-
dad; satisfacer los derechos básicos de la segunda generación, y
no centrarse en el bienestar. En esta dirección, Cortina ofrece
otra explicación de peso: el bienestar sensible es un ideal de la
imaginación y no de la razón. Y ningún Estado imaginable sería
capaz de satisfacer tales deseos porque son infinitos. En esto esta-
ría de acuerdo Bell, pero su problema es que busca modelos an-
teriores, en vez de seguir adelante, es decir, no percatarse de que
no hay que confundir la justicia, que es un ideal de la razón, con
el bienestar, que lo es de la imaginación. Y que el bienestar debie-
ra costeárselo cada quien, mientras que

la satisfacción de los derechos básicos es una responsabilidad


social de justicia, y no puede quedar exclusivamente en manos
privadas, sino que sigue haciendo indispensable un nuevo Es-
tado social de derecho —un Estado de justicia, no de bienes-
tar— alérgico al megateatro, alérgico al «electoralismo», y
consciente de que debe establecer una nuevas relaciones con la
sociedad (1997: 87).

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68 Ana Noguera y Enrique Herreras

Como conclusión podemos ya decir que, a partir de algunas


críticas necesarias al Estado de bienestar, se puede llegar a un
puerto más seguro, a un Estado de derecho en el que se garanti-
cen los derechos básicos y los bienes sociales, al mismo tiempo
que posibilita el pluralismo.

3.1.3. La dicotomía liberalismo y socialismo

Si hemos hablado de Estado de bienestar, no podemos dejar


de hacerlo sobre la dicotomía liberalismo-socialismo. Porque
una de las contradicciones culturales y políticas que sigue en
marcha en nuestro tiempo es dicha dicotomía, ya que, a pesar de
algún intento de romper esta disyuntiva, sigue presente el uso
de estos términos del siglo xix.
Si bien la visión del socialismo en Las contradicciones... es más
bien negativa, porque sigue pensando en los desastres del «socialis-
mo real», en un prólogo a una nueva edición ya señala que las con-
tradicciones morales (y económicas) del marxismo han sido supe-
radas, y que solo nos quedan las contradicciones culturales del ca-
pitalismo. Pero también explica una definición que no queda clara
en la primera edición al señalar: «Me defino como socialdemócrata
en economía, liberal en política, y conservador en cultura».
Esta separación no conduce a explicar algunas cuestiones que
ayudan a romper los límites entre un planteamiento y otro.

3.1.3.1. «Tradición igualitaria y liberalismo»

Marx criticó a los economistas de su tiempo ya que, según el


autor de El capital, estos suponían que las condiciones de pro-
ducción del capitalismo se podían atribuir a todas las formas de
economía. La cuestión es clara: dichos economistas partían del
propio interés y afán de lucro como características naturales
del hombre. A partir de ahí, Marx dejó claro que el capitalismo
es producto histórico y, como tal, podía ser sustituido. Otra crí-
tica tiene que ver con la consideración de que las relaciones pura-
mente económicas pudieran tratarse en abstracto (Siurana, 2011:

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 69

265). En este sentido, Marx denuncia que «la economía política


no conoce al trabajador parado, al hombre de trabajo, en la medida
en que se encuentra fuera de la relación laboral» (1985: 124). En
consecuencia, estos conceptos erróneos hacen que los economistas
traten a los trabajadores como «costes» para el capitalista.
No obstante, es importante percatarse de que el materialismo9
tenía para Marx, aunque no quisiera hablar de ello directamente, un
sentido ético. En efecto, sus temas de investigación tenían un tras-
fondo moral: alienación, explotación, liberación, plusvalía, valor del
trabajo, etc. O como subraya Vargas Machuca (1992) siguiendo con
este modo de entender el socialismo, el marxismo más lúcido, el que
no ha sido todavía dado por desaparecido, consciente de que ha
perdido su vínculo privilegiado con lo racional, se ha esforzado por
recuperar su inspiración originaria como proyecto moral.
Desde esa perspectiva podemos recuperar —aparte de consi-
derar a Marx como un clásico, es evidente— la percepción mar-
xista de que la política es superficial si deja sin tocar la fuente de
la desigualdad. El problema llega con la solución de abolir la
propiedad privada, un cambio imprescindible (para Marx) en el
camino para romper con toda la estructura de desigualdad. Aquí
aparece el renombrado tema de la plusvalía que, según algunos
intérpretes como B. Crick (1994), se entiende mejor como críti-
ca moral de la teoría de los salarios del libre mercado que como
una explicación científica.
A raíz de lo dicho, es frecuente olvidar que hubo otro con-
cepto de socialismo que partía de unas premisas diferentes. Se
trata del denominado «socialismo utópico»10, cuyo fin era paliar
las injusticias y desigualdades. Por ejemplo, Saint-Simon enten-
día que todo lo que hicieran los gobiernos debía tender a mejorar
la situación moral y material de los que trabajaban, y terminar
con la pobreza y las guerras.

9
Marx se dejó convencer por Feuerbach de que las ideas hegelianas como
el «Espíritu absoluto» o el «Espíritu de la Época» eran solo imaginarias, y que
las verdaderas fuerzas motivadoras de la historia de una sociedad son sus con-
diciones materiales.
10
En realidad, a Marx, desde una perspectiva actual, lo podemos conside-
rar como «utópico» a raíz de demandas como la «desaparición del Estado».

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70 Ana Noguera y Enrique Herreras

Si bien en estos pensadores primaron valores como la solida-


ridad, la filantropía y el amor fraternal, abrieron algunos caminos
en lo referente a la unión de empresa y justicia; por lo que los
socialistas utópicos nos ayudan a percibir algunos planteamien-
tos básicos para comprender algunos de los cambios que se están
produciendo en el ámbito económico. Uno de ellos, y relaciona-
do con aquel socialismo, podría ser el que surge a raíz de la teoría
de Christian Felber (2012), uno de los impulsores del concepto de
«economía del bien común», la cual está sirviendo de modelo
para determinadas formas de entender el cooperativismo.
El hecho es que, en cierta medida, la tradición igualitaria, en
el seno de la civilización capitalista, ha sido parasitaria del libera-
lismo, es decir, su condición hermenéutica ha sido básicamente
reactiva en relación con las deficiencias del pensamiento liberal.
Recordemos que la tradición igualitaria aparece en la cultura ilus-
trada como un ideal de protesta e intención emancipadora.
El desarrollo histórico de esta tradición es la de la crítica de
las diversas formas de dominación y explotación del capitalismo,
así como el desarrollo de proyectos alternativos, lo que hoy se
continúa denominando cambio de sistema. En realidad, no ha
sido tanto la pasión por el igualitarismo nivelador como el recha-
zo de las desigualdades que se consideran injustas y remediables.
La tesis que defendemos es que la idea de justicia que ha pro-
mocionado la tradición igualitaria favorece a concepciones de lo
justo más claras que aquellas por las que, por lo común, han
transitado la ideología liberal (salvo excepciones, como la plan-
teada por Rawls, como veremos). Pero difícilmente podemos re-
basar el horizonte ético-político del liberalismo.
Dicho esto hace falta dar el paso, como dice Adela Cortina
(1993: 34), de quitar el artículo determinado «el» cuando habla-
mos de liberalismo. Porque no debemos olvidar que hay diversos
liberalismos. Por ejemplo, el liberalismo originario filosófico tra-
ta de llegar a mínimos morales comunes que surgen para limitar
el poder del Estado y desde las que posibilitar la convivencia po-
lítica de distintos conceptos de vida. El presupuesto básico del
liberalismo identifica la moral con el principio de autonomía
personal (la idea kantiana de que cada persona sea capaz de dar
leyes a sí misma, fundamento de la libertad jurídico-política) y el

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 71

horizonte de la autorrealización, en un sentido bien diferente al


que señala Bell. Su telos no es otro que el de poder proyectar la
propia vida según se quiera (la libertad de los modernos).
Por ello, en el liberalismo político existe la necesidad de un Esta-
do para garantizar un orden mínimamente justo. Para Locke, Mon-
tesquieu o Constant, el liberalismo representó la supremacía de la ley,
y la libertad era la libertad política y no el principio del libre comer-
cio o la ley de la supervivencia de los mejor dotados. Era, en fin, un
límite del poder absoluto. Sin embargo, para la tradición igualitaria,
la ordenación política basada solo en el derecho y la autoridad no
representa una concepción de la justicia aceptable.
Si repasamos dicha tradición igualitaria, podemos atisbar dos
concepciones de justicia:

1. Marxismo ortodoxo. La teoría de la justicia marxista, como


se señala en la Crítica del programa de Gotha, es una combinación
del principio de necesidades —«cada cual según sus capacidades,
a cada cual según sus necesidades»— y del principio de contribu-
ción —«a cada cual según su trabajo».
En virtud del cual la asignación de recursos y la distribución
de oportunidades se establecen entre los individuos de acuerdo
con la posición de cada uno en el espacio necesidades-contribu-
ción. Pero no solo se trata de reparto de ventajas y desventajas,
sino también un proyecto de organización alternativo de la vida
social. Una utopía social que precisa que la naturaleza tienda por
sí misma a desarrollar sus propias potencialidades, y no un con-
texto de escasez, sino de abundancia. El problema no es su perfil,
sino que parezca que es realizable, incluso predecible, pero final-
mente se muestra tan utópico como un proyecto capitalista ideal-
mente concebido.
Ocurre como en el dictum de Rousseau, la dictadura buena,
la que señala que la felicidad de los hombres requiere forzarles a
ser libres y virtuosos. Un afán de justificación total de la moral
que parte de la idea de que no puede haber conflicto entre liber-
tad y virtud.
El inconveniente estriba en que lo moralmente deseable debe
de conjuntarse con lo técnicamente realizable, como ha repetido
en diversas ocasiones Adela Cortina.

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72 Ana Noguera y Enrique Herreras

2. Socialismo democrático. La razón última en virtud de la


cual en la tradición igualitaria se asignan determinados conteni-
dos a una teoría de la justicia radica en el postulado de la autono-
mía de la persona, en los derechos del principio de autorrealiza-
ción de los individuos.
Eso supone que el denominado socialismo democrático se
identifique con el núcleo básico del liberalismo moral. Su parti-
cularidad estriba en la necesidad de políticas de compensación y
de redistribución. No se trata de una nivelación, sino de que los
humanos por su condición de tales sean iguales en algún aspecto
que se considere éticamente relevante, independientemente de su
suerte, incluso, a veces, de sus méritos. En ese sentido son funda-
mentales los derechos de segunda generación, los que toma en
consideración el llamado Estado del bienestar.
A fin de cuentas, el llamado «compromiso socialdemócrata»
hizo posible un capitalismo más humano, resultado de una polí-
tica socialista liberal en sentido pragmático. De todos modos,
habría que diferenciar, como hace Diego Gracia, la exigencia mo-
ral de justicia con la basada en la «utilidad pública», es decir, la
que inspiró la versión keynesiana del señalado Estado del bienes-
tar. Desde esta perspectiva, los «derechos» implicados en la no-
ción de justicia dependen de lo «económicamente útil» (Gracia,
1989: 258). Por ello, al cambiar el contexto económico favorable
al consumismo, las presuntas exigencias de justicia dejaron de
serlo, simplemente porque no siempre eran tales, sino que, en
muchas ocasiones, no eran más que una mera expresión de la
utilidad económica.
Si la historia del movimiento obrero es la historia del esfuerzo
constante por contrarrestar algunas de las desventajas del diferen-
cial del poder entre empleados y empleadores, como respuesta a
ello el Estado ha introducido una variedad de políticas que incre-
mentan el salario social, amplían los bienes públicos, refuerzan
los derechos democráticos y alterna la balanza de los sectores pú-
blico y privado.
Como ya vimos, son muchos los factores que en los últimos
años han puesto en crisis este modelo de sociedad. Recojo, de los
ya señalados, el último de ellos: el Estado del bienestar, que dio
cobijo a la ciudadanía social, entra en crisis con el fenómeno de

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 73

la globalización, ya que uno de sus pilares sobre el que se susten-


taba el Estado nacional se queda pequeño para resolver proble-
mas que requieren soluciones globales.
No obstante, las ideas socialdemócratas continúan pendien-
tes en general de las políticas públicas, esto es, se siguen susten-
tando ideas del pasado. La socialdemocracia sigue considerando
al modelo económico predominante como injusto y sin posibili-
dad de cambio, por lo que el Estado debe de seguir regulándolo.
Pues su eje sigue siendo redistribuir la riqueza a través de políticas
públicas, siguiendo las perspectivas de Claus Offe (1990) o de Da-
vid Held (1991).
Ante esta posición, no debemos obviar la percepción de que
es constatable que el neoliberalismo está triunfando, frente a la
socialdemocracia, en muchos campos de acción. Y ello va unido
al creciente peso de la economía financiera globalizada. Además,
como constatan X. C. Arias y A. Costas (2011), también buena
parte de los políticos socialdemócratas ha creído en los últimos
años que la economía de mercado en sentido mecanicista había
alcanzado un estado de perenne estabilidad. De facto, en los últi-
mos años, cuando un partido definido como socialdemócrata
llega al poder, apuesta, sí, por políticas sociales, pero lo más fre-
cuente es que haya aceptado la visión económica neoliberal como
única posible. Pero, si es la única economía posible, difícilmente
se puede reformar y, al mismo tiempo, la globalización hace,
como ya se ha dicho, que los Estados no sean tan fuertes como en
otras épocas.
Un hecho que tiene que ver con muchas y variadas circuns-
tancias, pero también con romper con la tradición socialista, es
decir, con no seguir indagando los síntomas (los nuevos sínto-
mas) para encontrar renovadas soluciones.
A consecuencia de esta situación, vemos necesario, en un
momento en que los Estados han perdido buena parte de su po-
der, encontrar nuevos caminos que vayan más allá de las siempre
necesarias políticas públicas.
Si la socialdemocracia no encuentra otros caminos teóricos,
en el actual predominio de una visión pragmática y falsamente
realista, lo que puede acontecer es que también se olviden los
principios, el motor ético o aspiración a una sociedad justa. Y lo

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74 Ana Noguera y Enrique Herreras

que es peor todavía, la pérdida del prestigio social de «lo pú-


blico».
La izquierda necesita, como bien dice J. Keane, a la democra-
cia para poder cumplir sus viejas promesas de mayor igualdad y
solidaridad con libertad. Y más todavía, después de muchos fra-
casos para alcanzar estas promesas, su camino es, sin duda, la
profundización de la democracia, lo cual significa alterar sus mé-
todos, los programas y la imagen pública. La izquierda, así, se
convierte en sinónimo de la lucha democrática por una mayor
democracia (1992: 61).
Y más aún, si se quiere seguir manteniendo un punto de co-
herencia marxista (comprender el mundo para transformarlo), el
actual pensamiento socialdemócrata no debiera perder de vista
el filón de reflexión y de realidad práctica que se ha abierto a raíz
de los nuevos modos de entender la economía.
Más allá de perfilar esta discusión como conjuntos disjuntos,
creemos conveniente intentar recoger lo mejor de cada tradición
para fundirlas, como ha señalado Adela Cortina. En efecto, la ca-
tedrática de Ética lanzó una pregunta bien descriptiva en su libro
Democracia radical y éticas aplicadas (1993): «Bueno, pero ¿qué es
el socialismo?». En ella se percibía la necesidad de una izquierda sin
dogmas y un socialismo procedimental.
Dentro de esas descripciones, se trataba de dar cuenta de una
concepción moral que alumbrara los procedimientos que debe
seguir una comunidad política para llegar a normas justas. De ahí
que el socialismo debiera reducir antiguas pretensiones de llegar
a ser una cosmovisión, para diseñar aquellos procedimientos que
puedan encarnar al modo socialista valores de autonomía, igual-
dad y solidaridad.
Venía a decir Cortina, entre otras cosas, que la actual re-
flexión socialista no puede vivir ajena a nuevas relecturas tanto de
la tradición liberal como de la igualitaria, dentro de lo que se
denomina «hibridismo». O lo que es lo mismo, en los últimos
años vivimos tiempos de mixtura, tiempos de economía mixta
(mezcla de mercado libre e intervención), de filosofía mixta (ni
razón pura, ni pura experiencia). Se reconozca más o menos, ha
pasado el tiempo de tener ciertas claves a priori del mundo y de
la historia.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 75

Un cambio que ha repercutido en las categorías centrales del


materialismo histórico:
La división de clases no da cuenta de los distintos grupos
de interés; la abolición de la propiedad privada no es condi-
ción suficiente ni necesaria de una sociedad más justa; el paro
estructural obliga a revisar la concepción del hombre como
trabajador productivo; a la promesa de una sociedad de la
abundancia, nacida del progreso técnico, acompaña la amena-
za de la destrucción total; las ideas no dirigen la historia, pero
tampoco la estructura económica (...); la moral no es el motor
único del socialismo, pero sin ella no hay motivos para preten-
der una sociedad más justa... (Cortina, 1990: 274).

Pero, también, el liberalismo de los orígenes ha visto refuta-


dos sus dogmas iniciales, basados en la comprensión del hombre
como un individuo posesivo11 que nada debe a la sociedad de sus
capacidades, y es legítimo propietario del producto de su trabajo
y tiene en la propiedad el más firme apoyo de su libertad.
Esta posición cuenta también con planteamientos que nos
confirman esta percepción. Es el caso del marxismo analítico12 y
de la teoría de la justicia de J. Rawls. Porque lo que más nos inte-
resa de estas menciones es que ambos han roto, en los últimos
años, con prejuicios que parecían inamovibles, tanto el del cam-
po liberal como el del marxismo clásico. Y curiosamente, el plantea-
miento de algunos pensadores incluidos en el llamado marxismo
analítico evidencia la influencia de Rawls, sobre todo en la nece-
sidad de plantear una teoría de la justicia.
Recordemos que Marx siempre consideró la justicia como
una construcción ideológica burguesa diseñada para justificar la
explotación haciendo referencia a la reciprocidad establecida so-
bre la base de un vago contrato social.
El marxismo analítico, conformado por autores como John
Elster y Gerard Cohen, entre otros, asume la necesidad de poner

11
Un tema bien tratado por C. B. Macpherson,, en su libro La teoría polí-
tica del individualismo posesivo, Barcelona, Fontanella.
12
Para conocer este tema es interesante la tesis de Ana Noguera: El marxis-
mo analítico en el pensamiento de Jon Elster, Universidad de Valencia, 1996.

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76 Ana Noguera y Enrique Herreras

en duda muchos de los planteamientos del marxismo clásico que


parecían inamovibles, e indaga sobre qué teorías siguen siendo
válidas del marxismo y cuáles no.
Asuntos tales como el individualismo metodológico pro-
puesto por Elster, o la discusión de Elster y Cohen sobre la expli-
cación funcional y la teoría de juegos, aunque decepcionan, sig-
nificaron unos cambios de aire a los planteamientos ortodoxos.
A ello se añade el replanteamiento de la teoría económica, perfi-
lando el llamado «socialismo de mercado», que, aunque surgido de
buenas intenciones, se queda pobre en fundamentos comparado
con el desarrollo de la ética económica, como veremos después.
El marxismo analítico se inscribe en un conjunto de refor-
mulaciones, como las sugerentes especulaciones sobre la explota-
ción, la revolución, la ideología, las clases sociales, o la igualdad
(un asunto poco considerado por el marxismo clásico), temas
que forman parte de un esfuerzo por desentrañar conceptos des-
de un nuevo análisis metodológico.
Y en el otro caso, Rawls, aunque proveniente de la tradición
liberal, llega a subrayar que la sociedad se entiende como una
empresa cooperativa que permite obtener ventajas mutuas para
sus miembros, y que en ella conviven tanto una identidad de in-
tereses como el conflicto.
Dicho esto, retomamos la teoría de Adela Cortina, para aca-
bar con la definición de socialismo democrático liberal, que no es
otra cosa que decir que tanto el liberalismo como el socialismo
han realizado aportaciones ya irrenunciables, de suerte que un
híbrido resultante del cruzamiento de sus mejores cualidades
constituirá la propuesta racional.
Una constatación de ello consiste en que si comparamos al-
gunas de las líneas liberales, como la de Rawls y Dworkin, y el
socialismo democrático, se perfila la disolución del viejo conflic-
to para abrirse nuevas sendas de reflexión.
El resultado de la ruptura de estos bloques consiste, para
Cortina, en adoptar lo mejor de tres tradiciones:

1. La tradición democrática-participativa de origen aristoté-


lico, donde la libertad está fundada en la igualdad de to-
dos los ciudadanos para hablar en la asamblea y ante la ley.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 77

2. La tradición liberal, que defiende las libertades de los in-


dividuos haciendo necesario el marco legal propio de un
Estado de derecho.
3. La tradición socialista, que intenta lograr una sociedad
emancipada donde la igualdad no se entiende como igua-
litarismo, sino como ausencia de dominación. El socialis-
mo, en fin, debiera entenderse como una «profundización
en la democracia», pero esto no significa extender la de-
mocracia representativa a todos los ámbitos de la vida so-
cial, sino fomentar la participación, pues de este modo se
desarrolla la autonomía de los individuos, que es la raíz
última de la democracia.

Por lo tanto, concluye Cortina, no cabe renuncia de ningu-


na de las señaladas tradiciones, para nuevos pasos, como la de-
finición de una «democracia radical», un concepto que nos per-
mite seguir hablando de socialismo, sin olvidar otro concepto
fundamental hoy en día: el liberalismo igualitario. Lo más inte-
resante es la aspiración a una democacia radical que va unida a
una moral cívica13 y a los distintos ámbitos de las «éticas apli-
cadas».

3.2. Del hogar público al «consenso superpuesto»


de Rawls

Una vez aclarado el tema del Estado del bienestar, y después


de hacer una incursión en la dicotomía liberalismo-socialismo,
será preciso también hacer algo parecido con el término de «ho-
gar público». Porque, aunque admitimos muchos aspectos posi-
tivos y sugerentes de dicho «hogar público», nos parece mucho
más consistente el «consenso superpuesto» que señala Rawls en
su libro Liberalismo político (2004).

13
Una moral cívica se desarrolla dentro de unos mínimos compartidos
entre ciudadanos que tienen distintas concepciones del hombre y distintos
ideales de buena vida.

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78 Ana Noguera y Enrique Herreras

No obstante, antes de seguir, habrá que recordar, aunque de


manera muy sintética, algunas ideas básicas de su reconocida
«teoría de la justicia». Y una de las ideas nucleares que planteaba
Rawls en este reconocidísimo libro es que las instituciones básicas
de la sociedad deben de ser, sobre todo, justas. Y si no lo son,
estas deben de reformarse. Esto le llevó a plantear algunas de las
ideas más ingeniosas que se han escrito en las últimas décadas en
el campo de la filosofía política, como son la «posición original»
y el «velo de la ignorancia». Mecanismo que se refiere a un con-
trato hipotético cuyo objetivo era el establecimiento de ciertos
principios básicos de justicia. Unos principios que se plasman no
para resolver casos particulares, sino para aplicarse dentro de una
«estructura básica de sociedad».
Vale la pena reconocer los principios en cuestión:

1. Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema


más extenso de libertades básicas iguales que sea compati-
ble con un esquema semejante de libertades para los
demás.
2. Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser
conformadas de modo tal que, a la vez, a) se espere razo-
nable que sean ventajosas para todos, b) se vinculen a em-
pleos y cargos asequibles para todos.

Por el primero, habrá que percatarse de que Rawls no estaría


haciendo referencia a todo tipo de libertades, sino a las libertades
civiles y propias de las democracias modernas. El segundo impli-
ca una superación de la idea de justicia distributiva corriente en
sociedades modernas. Por ello, las mayores ventajas de los más
beneficiados por la lotería natural son justificables solo si ellas
forman parte de un esquema que mejora las expectativas de los
miembros menos aventajados de la sociedad.
A esta determinación, Habermas apunta una crítica que es
conveniente, al menos, destacarla. Ya que, si bien la teoría de
Rawls puede considerarse constructivista, su inconveniente es,
según Habermas, que en la situación propuesta se tiene en
cuenta a sujetos egoístas, por lo que no queda aclarada cuál es

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 79

la razón práctica. Y una ética de corte kantiana debería dar res-


puesta a si es posible una racionalidad práctica. Porque para
Habermas, la teoría de Rawls no podría dar lugar a unos prin-
cipios de justicia provenientes del ciudadano corriente, sino
únicamente del filósofo moral. Eso quiere decir que, según el
punto de vista de esta teoría, es excesivamente voluntarista,
porque aunque en ella se aspira a una ética cognoscitiva, se
iguala la verdad práctica a la verdad teórica, y no es lo mismo la
verdad que la corrección.
Lo que subraya Habermas es que no hay diálogo entre los
individuos en la posición original, y por eso mismo los indivi-
duos no pueden universalizar ni reconstruir una razón práctica.
No olvidemos que si Rawls es un constructivista de tipo kantia-
no, la ética dialógica pretende ser reconstructivista. Es decir, el
constructo de Habermas trata de reconstruir la competencia que
tienen los individuos, o lo que es lo mismo, se parte de que los
sujetos son competentes comunicativamente.
La ética discursiva, por tanto, pretende ser superior a la posi-
ción de Rawls, ya que esta no es contractualista en absoluto, pues
reconoce que el individuo ya está dentro desde siempre en ese
«pacto».
Más allá de esta discusión, queremos destacar la idea de Rawls
de que las sociedades modernas han ido cambiando hasta conver-
tirse en sociedades multiculturales, porque lo que le preocupa a
Rawls es la estabilidad, al reconocer que su teoría de justicia ori-
ginal no termina de ser neutral frente a las diversas concepciones
de bien existentes.
Por este camino llega a un «consenso superpuesto», destinado
a hacer posible que concepciones razonables y opuestas conflu-
yan en acuerdos básicos. El consenso superpuesto es el que se
produce entre personas egoístas razonables que solo aceptan doc-
trinas razonables.
Vemos, por tanto, que dicho consenso superpuesto tiene una
amplitud de miras superior al «hogar público» de Bell, aunque
persigan en el fondo algo parecido: buscar un modo de estabili-
dad de la sociedad. Pero el problema de Bell es que piensa que
esto debiera de imponerse, y no dejarlo a la razonabilidad de los
ciudadanos.

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80 Ana Noguera y Enrique Herreras

3.3. Los tres ámbitos: Cultura, economía y política

A continuación nos introduciremos en la relación entre cul-


tura, economía y política, pero desde otra perspectiva que no
aparece en la reflexión de Bell.

3.3.1. Nuevas consideraciones de la cultura, a raíz


de la llamada posmodernidad

Bell percibe14 que el modernismo de hoy y, por supuesto, la


idea misma de la modernidad, son atacados por dos movimien-
tos sumamente discordantes. Uno es la corriente del «posmoder-
nismo» en la cultura, y otro «la revuelta en contra del modernis-
mo» de los grupos fundamentalistas y religiosos. El primero ataca
la idea de la cultura misma. El segundo, rechaza el experimenta-
lismo y el racionalismo (la médula del liberalismo) que hay en el
fondo de la idea de modernidad.
Analizando lo primero, podemos considerar que Bell alcanza
a ver los problemas que pueden ocasionarse en el ámbito de la
cultura. Porque ya percibe su negatividad desde la perspectiva de
la democratización del modernismo (exceso de democracia, otra
vez). Y la falta de la pérdida de un «canon» en el arte que lo com-
para con el hecho de dejar de establecer límites o frenos morales,
visto eso como una falla del liberalismo.
El problema es que Bell, si bien acierta en la sintomatología,
no termina de comprender, según nuestro punto de vista, el
movimiento posmoderno, el cual posee un nexo de unión entre
el arte y la filosofía con el asunto cultural en sentido genérico.
En consecuencia se hace necesario ofrecer otras perspectivas
que subyacen en el pensamiento posmoderno, porque es algo
más que el resultado de revueltas estudiantiles, o de artistas ra-
dicales. Tampoco se trata solo de hedonismo y de consumo,

14
Posdata a la nueva edición de Las contradicciones culturales del capitalis-
mo, escrito en 1990.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 81

aunque estos últimos puntos están muy unidos a dicho pensa-


miento.
Veamos algunos aspectos que parecen necesarios para com-
prender el fenómeno. En este sentido es interesante ver la re-
flexión que realiza Habermas al respecto. Porque, para el filó-
sofo alemán, frente a los ideales modernos de unidad, reconci-
liación y armonía universal (unificar y reconciliar lo múltiple),
la posmodernidad magnifica la dispersión y la descentraliza-
ción, lo indeterminado y lo plural. La posmodernidad sería así
el abandono de los ideales de la Ilustración. No obstante, las
ideas modernas (el pensamiento débil que dice Vattimo) han
cerrado a la teoría de la acción, limitando la filosofía a un inte-
rés meramente estético. Por ello, Habermas coloca a los pensa-
dores posmodernos dentro del ámbito del pensamiento
neoconservador. Paradójicamente, desde el punto de vista ha-
bermasiano, el movimiento posmoderno estaría en el mismo
horizonte que Bell.
Porque, desde Habermas, hablar de neoconservadurismo
conduce a tres versiones diferentes del mismo. 1. Jóvenes con-
servadores y cultura posmoderna, que se halla representado por
pensadores como Derrida, Foucault, Lyotard...; 2. Viejos con-
servadores, es decir, quienes quieren regresar a estadios premo-
dernos, como McIntyre; y 3. Neoconservadores, en los que esta-
ría Bell, aunque con sus particularidades, como ya vimos. Cen-
trándonos en los llamados «jóvenes conservadores», Habermas
señala algunas cuestiones que, en cierta manera, son similares a
las que hace Bell. No en balde, para Habermas, los jóvenes con-
servadores viven la experiencia del arte moderno y descubren
con ello el descentramiento del sujeto que se libera de todos los
imperativos de la utilidad. Y dicha experiencia llegará a romper
poco a poco el mundo moderno y crear un antimodernismo
irreconciliable.
Pero no debemos olvidar los precedentes para llegar a este
puerto. Recordemos que Bell hablaba de la radicalización de la
modernidad. Pero este asunto es más complejo que la aportación
del arte moderno. O, mejor dicho, el arte moderno brota de
una serie de aspectos tanto de índole artístico como sociales y
filosóficos.

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82 Ana Noguera y Enrique Herreras

Albretch Welmer nos propone una explicación más com-


pleta al apreciar diversos asuntos que fueron conformando la
posmodernidad. Y lo expresa a raíz de diversas críticas a la mo-
dernidad, ahora ya no vista en sentido artístico y cultural sino
filosófico.
En primer lugar, Welmer habla de una pérdida de confianza
en la razón, para después pasar a la crítica psicológica, la que hace
que Freud desenmascare al sujeto y a su razón (1993: 57). Dos
aspectos que se unen a lo ya señalado en referencia a la Escuela de
Fráncfort, es decir, a la crítica de la razón instrumental.
A ello se une otra crítica efectuada en términos de filosofía
del lenguaje (los juegos de lenguajes que refiere Wittgenstein), y
que tiene que ver con la aversión de la posmodernidad de toda
fundamentación. Se entiende, desde la perspectiva posmoderna
dicha fundamentación, como un conjunto de intentos dogmáti-
cos y totalizantes para abarcar la verdad de una vez por todas.
Para Vattimo, por ejemplo, la filosofía es un camino progresivo
donde se superan las fundamentaciones anteriores. Porque si re-
cogemos la herencia de Nietzsche y Heidegger, podemos consta-
tar que no tratan de superar críticamente la modernidad buscan-
do un fundamento nuevo. En realidad, lo posmoderno consiste
en no buscar ya más fundamentos.
Además, los posmodernos se posicionan en contra de todo
intento de sistematización y totalización. Así, rechazan la preten-
sión sistemática como centro en la teoría del conocimiento de los
grandes pensadores. Es decir, la pretensión de que la razón llegase
a todos los ámbitos. Una imposibilidad, según los pensadores
posmodernos. Por ello, la cultura posmoderna apuesta por lo
fragmentario.
Una idea que queda bien explícita en Lyotard en su conocida
obra La condición posmoderna (1986) y el no menos conocido
discurso sobre el fin de los grandes relatos y de las grandes causas.
Si la modernidad acudía a los grandes relatos para legitimarse y
legitimar su saber, la posmodernidad se caracterizará por derrum-
bar los metarrelatos. Si en la modernidad, la moral pretende con-
jugar los intereses particulares con los intereses universales, en la
posmodernidad esto no es posible, ni deseable. Más bien reivin-
dica el disenso como procedimiento innovador.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 83

La historia de la filosofía, según esta consideración, se ha ba-


sado en metarrelatos, y contenía causas tales como las de emanci-
pación, igualdad, etc. Con esta nueva propuesta, se reafirman los
movimientos sociales (feminismo, ecologismo...) que critican
ciertos puntos del sistema pero no los rechazan en su totalidad.
Para Bell, estos movimientos, nacidos, como hemos visto, desde
el liberalismo, pudieran ser perjudiciales para el propio liberalis-
mo, pero no explica en ningún momento estos aspectos tan fun-
damentales para comprender la posmodernidad.
Porque la posmodernidad también tiene una base filosófica,
si bien ya no se quiere hablar de utopías, sí de pequeñas causas.
Pero, como ya advertía Bell, su unión con el consumo es una idea
básica. Lyotard, a este respecto, llega a decir que el saber ahora es
mercancía15, un hecho que proviene, entre otras cuestiones, por-
que se ha producido un cambio de las preguntas cardinales de la
filosofía. En vez de ¿es esto verdad?, se pasaría a ¿para qué sirve
esto? O, incluso, ¿se puede vender? El temor de Bell, en cierta
medida, se hace realidad. Su problema es que el análisis del fe-
nómeno propone un antídoto bastante endeble, o simplemente
se produce a modo de un cambio de rumbo, el que teóricamen-
te se ha perdido con la señalada posmodernidad.
A Bell, por tanto, le falta una mayor reflexión sobre su per-
cepción de la realidad social, porque dicha situación tiene una
explicación bastante coherente —otra cosa es estar de acuerdo
con la misma— como es el hecho de la necesidad de sustituir los
grandes relatos narrativos o científicos por la multiplicación de
las verdades parciales concretadas en mínimos discursos valida-
dos solo parcialmente y por un tiempo finito. Pero Bell, en vez de
criticar esto, lo único que ampara es un regreso al pasado, un
viejo metarrelato.
El saber posmoderno agudiza la sensibilidad para las dife-
rencias y fortalece nuestra capacidad para tolerar lo inconmen-
surable. En efecto, la diferencia se impone como dato en las so-
ciedades contemporáneas, y lo filosóficamente, que en la tradi-
ción metafísica dominante no había sido sino un concepto
15
Es evidente que este pensamiento es más complejo, pero solo elegimos
lo que nos interesa para el discurso.

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subordinado al de identidad, adquiere en la filosofía de la pos-


modernidad consistencia ontológica propia (Aragües, 2012:
65). La diferencia es la articulación del espacio y el tiempo, lle-
gará a decir Derrida.

3.3.2. El arte posmoderno

Si bien Bell percibe acertadamente que el posmodernismo es


la democracia del modernismo, ya que borra la distinción entre
el gran arte y la cultura de masas, y rechaza por elitista la idea de
un «canon», lo discutible es el poder que le otorga a dicho arte.
Puede que la vanguardia repercutiera en la sociedad, aunque
siempre se quedara en ámbitos elitistas —la vanguardia no ha
sido nunca popular—, por ello nuestra percepción es que el arte
posmoderno no ha realizado el papel de influencia a la sociedad,
sino que más bien se ha diluido en la atmósfera consumista. En
todo caso, es una parte de las muchas que se juntan para dar lugar
a un tipo de sociedad. El arte no ha influenciado a la sociedad
más que al contrario. Puede que en su inicio, cuando los artistas
posmodernos todavía tenían como base la crítica a la moderni-
dad, tuviera una potencialidad social y cultural, pero después ha
perdido fuerza, dado que con el tiempo se han perdido las ideas
rectoras concretas, y con ellas un número inconmensurable de
posibilidades expresivas.
Ante este panorama, hay quien piensa que debiéramos regre-
sar al pasado y restaurar antiguos valores (Bell), y también quien
propugna lo contrario, es decir, aceptar el actual eclecticismo y
vivir con tranquilidad el abandono del tono disciplinario de las
vanguardias, como es el caso de Gilles Lipovetsky.
En efecto, el pensador francés insiste en subrayar que la edad
de la posmodernidad y de la posvanguardia ha firmado el final de
la edad moderna y la utopía de una perfección inaccesible. La
época actual es, según Lipovetsky, para el individualismo y
la afirmación de una libertad que deja que cada uno juzgue y valo-
re a su gusto.
Y esto acontece porque la vanguardia ha llegado al final, se ha
estancado en la repetición y ha sustituido la invención por la pura

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 85

y simple infracción. Una situación que no es grave para Lipovetsky,


ya que este agotamiento no significa que los artistas hayan perdi-
do la imaginación, ni que las obras más interesantes se hayan
desplazado, lo que ocurre es que los artistas ya no buscan la in-
vención de lenguajes en ruptura, sino más bien creaciones «sub-
jetivas», artesanales y hasta obsesivas, pero abandonando la bús-
queda pura de lo nuevo.
Esta situación le hace pensar a Lipovetsky que la cultura pos-
moderna se produce cuando lo novedoso ya no suscita indigna-
ción. La razón que aduce es que el posmodernismo libera al arte
del marco disciplinario-vanguardista, y aboga por la coexistencia
pacífica de estilos, en una sociedad en que las ideologías puras
duras ya no entran, donde el individuo es flotante y tolerante.
Y dicha tolerancia solo puede llegar a una percepción del arte en
la que el eclecticismo sea la tendencia natural de una cultura libre
en sus elecciones.
Una mirada menos positiva la ofrece Athur Danto a raíz de
un artículo polémico con el hegeliano título El fin del arte.
Es evidente que Danto, con esa rotunda afirmación, no quie-
re decir que haya desaparecido el arte —la ciudades siguen llenas
de museos, de teatros, etc.—, pero sí que nos plantea un dile-
ma de gran calado. Porque, en lo que denomina etapa poshistóri-
ca del arte (que coincide, de alguna manera, con el fin de las
vanguardias), subraya que este parece haber perdido actualmente
toda dirección histórica.
Danto le otorga a las vanguardias los últimos pasos de dicha
historia, porque, por encima de las variantes de los «ismos», los
imperativos del arte eran en realidad imperativos históricos: ha-
bía que configurar con cada «ismo» un período histórico-artís-
tico. Los manifiestos vanguardistas estuvieron en general com-
prometidos por el establecimiento de un nuevo tipo de orden
en el arte. El éxito consistía en producir una innovación acep-
tada.
Además, el filósofo analítico afirma que este final surge cuan-
do los objetos se hacen cada vez menos reconocibles y acaban
desapareciendo por completo en el expresionismo abstracto. Se
refiere Danto a la supeditación de la «expresión» y la exclusión de
«representación» en la definición del arte.

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86 Ana Noguera y Enrique Herreras

En cierta medida, Danto le otorga a las vanguardias los últi-


mos pasos de dicha historia, porque, por encima de las variantes
de los «ismos», los imperativos del arte eran en realidad imperati-
vos históricos: había que configurar con cada «ismo» un período
histórico-artístico.
Tanto es así que los manifiestos vanguardistas estuvieron en
general comprometidos por el establecimiento de un nuevo tipo
de orden en el arte. Porque, según Danto, en cada movimiento
vanguardista se decía: «el arte es esencialmente X, y todo lo que
no sea X no es —o no es esencialmente— arte» (1999: 53). Su-
cintamente, en cada manifiesto aparece un esfuerzo por definir
filosóficamente el arte.
Porque sin dicha definición, aunque sea muy abierta, difícil-
mente podremos criticar el señalado modo hegemónico de en-
tender el arte, ese «todo vale» que expresa Danto al hablar de nues-
tra época posvanguardista.
Lo más interesante para destacar es que, una vez se han
disuelto las vanguardias, nos encontramos en un período pos-
histórico, porque el arte se ha convertido en una especie de
juego. Ha llegado la era del pluralismo, que, para Danto, sig-
nifica algo así como «ya no importa lo que hagas» (1985: 54),
y hoy puedes ser un artista abstracto por la mañana, un realista
fotográfico por la tarde y un minimalista mínimo por la noche.
El eje es que la representación se ha trasmutado en expresión. Sin
embargo, el que los artistas expresen sentimientos no deja de
ser más que un hecho, y no puede ser la esencia del arte. Como
sigue diciendo Danto, «el éxito de la teoría expresiva del arte es
al mismo tiempo el fracaso de la teoría expresiva del arte»
(1985: 50).
En consecuencia, es discutible la teoría de Bell, porque si
bien es cierto que la contracultura se posicionó como antibur-
guesa, su fin no era el hedonismo, sino, precisamente, una crítica
al modelo burgués. La contracultura todavía contiene ingredien-
tes vanguardistas, es decir, seguía con los grandes relatos. Porque
eran grandes relatos tantos los que producía el surrealismo como
diversos movimientos artísticos, tanto los que defendía una filo-
sofía nihilista (teatro del absurdo) como los que apostaban por
una consideración brechtiana. El arte de la contracultura de los

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años 60 del siglo pasado es un compendio de la vanguardia y sus


visiones «fuertes» sobre el arte. Es cierto que son corrientes antin-
telectuales, pero tomando al intelectualismo de otra manera. Es
cierto también que tratan de perder la racionalidad burguesa,
pero para defender nuevos modelos racionales. El hedonismo lle-
gó después, cuando el arte se «debilita», cuando en vez de contra-
ponerse al capitalismo, se adapta a él; el arte es subsumido por el
mercado.

3.4. Hedonismo, narcisismo y consumo

De igual manera que es necesario actualizar el pensamiento


de Bell, y también hace falta enderezarlo en algunos aspectos,
será preciso ver también otros matices del hedonismo que apunta
el filósofo norteamericano.
Y para ello, tendremos que volver a la Escuela de Fráncfort,
en concreto a la teoría de Marcuse, quien, en su análisis de las
sociedades industriales avanzadas del mundo occidental, observa
situaciones muy diferentes de las que percibe Bell, al no ver ries-
gos en la participación, sino en los rasgos totalitarios que se es-
conden bajo su apariencia democrática y liberal. También critica
el modelo soviético de socialismo, pero más que vislumbrar con-
tradicciones del capitalismo, observa sus formas represoras, argu-
mentando que la sociedad industrial avanzada crea falsas necesi-
dades, las cuales coronarían al individuo en un sistema de pro-
ducción y consumo.
Para Marcuse, dicho consumo no es una contradicción del
sistema, sino el propio sistema. Un sistema basado en el indivi-
dualismo, que se presenta como autosuficiente y prepotente, un
hombre unidimensional que carece de una dimensión capaz de
exigir y de gozar cualquier progreso de su espíritu. Para él, la au-
tonomía y la espontaneidad no tienen sentido en su mundo pre-
fabricado de prejuicios y de opiniones preconcebidas. Como dice
Marcuse, en la introducción de El hombre unidimensional (1967),
lo que es falso no es el materialismo de esta forma de vida, sino la
falta de libertad y la represión que encubre: reificación total en el
fetichismo total de la mercancía. Esa cultura ha desarrollado la

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riqueza social hasta el punto en el que las renuncias y cargas im-


puestas a los individuos aparecen más y más innecesarias, irracio-
nales. Aparece así el concepto de «plusrepresión», represión exce-
dente que el sistema ejerce sobre la subjetividad. Bajo las condi-
ciones de un creciente nivel de vida, la disconformidad con el
sistema aparece como socialmente inútil. Las conquistas de la
ciencia y de la técnica han hecho teórica y socialmente posible la
contención de las necesidades afirmativas, agresivas. El sistema,
quiere decir Marcuse, puede manipular las necesidades de modo
que su satisfacción sea lo que el sistema precisa para seguir fun-
cionando.
Desde esta perspectiva, la crítica al hedonismo adquiere otros
caminos a los señalados por Bell. En primer lugar, Marcuse aboga
por el hedonismo frente al idealismo ascético. Sin embargo, en su
elucubración distingue dos tipos de hedonismo. Para la corriente
cirenaica, la satisfacción de necesidades está vinculada al senti-
miento de ciertos placeres, por lo que la felicidad consistiría,
justamente, en sentir tales placeres. No obstante, subraya Marcu-
se, este hedonismo se convierte en justificador de la situación
material en la medida en que no distingue entre intereses verda-
deros y falsos. Pero su mayor problema estriba en que el hedonis-
mo no funciona como crítico del orden establecido, sino como
una ideología justificadora de dicho orden.
El hedonismo epicúreo, como afirma Cortina en su estudio
sobre La Escuela de Fráncfort (2008), acepta la clasificación de
placeres, pero confirma la estructura de la sociedad existente, en
la medida en que se considera a la sensibilidad como fuente de
felicidad, y desconfía de la espontaneidad de la razón en este
tema.
Estos dos modos de entender el hedonismo coincidirán con
el sentido que percibe Bell, por eso lo ve totalmente negativo. Sin
embargo, Marcuse da un paso más, y no se queda en el punto de
la mera descripción, como hace Bell. Marcuse introduce estos
dos modelos para pronunciarse a favor de un hedonismo trans-
formado, «que no actúa como legitimador del orden existente, al
modo de hedonismo cirenaico, ni tampoco considera únicamen-
te la sensibilidad pasiva como fuente de felicidad» (Cortina,
2008: 140).

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 89

La cuestión es que la felicidad tiene que ser objetiva y no


puede depender de una lotería exterior, ya que en una sociedad
transformada, también las necesidades de placer se verán trans-
formadas.
Todavía podemos ver más perfiles sobre el asunto tratado,
como, por ejemplo, retomar a Lipovetsky y recordar su teoría sobre
el «paradigma individualista», que, según el pensador francés, ha
influido de modo tan notorio como polémico en la interpretación
actual del sentido «posmoderno», e incluso «hipermoderno».
Lipovetsky ha tenido un buen olfato para comprender nues-
tro mundo. En este sentido, es curiosa la valoración que hace
con respecto al momento en que, según él, el capitalismo pro-
ductivista cede su lugar a un capitalismo consumista y se produ-
ce una desustancialización de los valores e ideales de la figura
antropológica moderna del homo oeconomicus, que se sustituye
por la posmoderna del homo psicologicus, esto es, el tránsito de
un individualismo «competitivo, moralista y revolucionario» a
un individualismo «hedonista, narcisista e intimista». El «indi-
vidualismo narcisista» sería la figura ético-antropológica domi-
nante en la sociedad posmoderna, como bien explicita J. M.
Ros (2010).
Dicha transformación individualista, para Lipovetsky, se
debe a la acción combinada de dos factores:

1. Proceso de personalización.
2. El dispositivo de la forma moda que extiende, mediante
su lógica basada en lo efímero, la seducción y la diferen-
ciación.

La ruptura de la socialización disciplinaria, la voluntad uni-


versalista es sustituida por la afirmación individualista y el
cumplimiento del deber social por el de la liberación personal.
Una situación que, para Lipovestky, no está exento de nuevas
paradojas.
Si Edipo ha sido interpretado como símbolo de la condición
humana de todos los tiempos, y si Prometeo, Fausto o Sísifo lo
son del hombre moderno, Narciso retrata modélicamente, según
nuestro autor, al contemporáneo «individuo posmoderno».

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90 Ana Noguera y Enrique Herreras

Y más aún, como sigue diciendo Ros, Narciso no encuentra


con claridad un espejo donde mirarse y anda como «flotante» a la
búsqueda de un sí mismo o punto de referencia en el que poder
reconocerse. «No se vota, pero se exige votar; nadie se interesa
por los programas políticos, pero se exige que existan partidos; no
se leen los periódicos, ni libros, pero se exige libertad de expre-
sión» (Lipovetsky, 1992: 130). Sea cual sea su despolitización, el
homo psicologicus no es indiferente a la democracia, concluye Li-
povetsky.
Sin entrar en valoraciones de estas posiciones tan rotundas, la
paradoja, siguiendo con Ros, quizás lo más relevante del neoindi-
vidualismo en la sociedad de consumo, es que la configuración
de una vida privada más personalizada e independiente se corres-
ponde con un aumento del control burocrático sobre los valores,
costumbres y modos de vida de los individuos.

3.4.1. De la sociedad líquida al cyborg

Siguiendo el camino de explicar nuestro tiempo, es intere-


sante parar en el concepto «modernidad líquida» propuesto por
el sociólogo Zygmunt Bauman. Un término utilizado, en primer
lugar, para examinar los atributos de la sociedad capitalista, dan-
do cuenta de qué ha permanecido con el tiempo, y lo que ha
cambiado. Por tanto, esta figura tiene que ver con el cambio y la
transitoriedad. Bauman no ofrece teorías y sistema definidos,
sino que se centra en alumbrar las contradicciones que persisten,
es decir, las tensiones no solo sociales, sino también existenciales
que siguen caracterizando nuestras sociedades.
La finalidad, en sí, es definir el estado fluido y volátil de la
actual sociedad, sin valores demasiado sólidos, en la que la ver-
tiginosa rapidez de los cambios ha conformado incertidumbre y
debilitado los vínculos humanos. La cuestión es que, para Bau-
man, la modernidad sólida ha llegado a su fin, se ha hecho líqui-
da, es decir, fluyen los vínculos entre las elecciones individuales
y las acciones colectivas. A fin de cuentas, los líquidos se despla-
zan con facilidad, se desbordan, salpican, gotean, inundan... La
pregunta, como señala J. M. Aragüés, ya no se dirige a los me-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 91

dios para lograr fines predeterminados, sino a los fines mismos,


lo cual cuestiona constantemente nuestras vidas (2012: 63). La
sociedad líquida es un tiempo sin certezas. No solo es eso, es
también el momento de la desregulación, de la flexibilización,
de la liberalización de todos los mercados, pero también de la
carencia de pautas estables. En este caso, lo público también se
diluye, quedando la responsabilidad sobre los hombros del indi-
viduo, quien debe reflexionar sobre los cambios radicales que se
producen en ámbitos como la idea de emancipación, de indivi-
dualidad, de trabajo o de comunidad. Todo ello se convierte en
un espejismo. La cuestión es que estos «grandes relatos» son vi-
vos muertos, a los cuales no se sabe muy bien cómo tratar, o
bien se intenta su resurrección, o quizás lo mejor es darles una
sepultura decente.
En síntesis, se genera desvinculación al mismo tiempo que se
debilitan los sistemas de seguridad que protegían al individuo y
la renuncia de planificación a largo plazo. Nuestra era es, por
tanto, la del cortoplacismo.
Lo que antes eran nexos potentes ahora se han convertido en
lazos provisionales y frágiles.
Otra metáfora que habla de nuestro presente, del abandono
de la antigua categoría de totalidad para dar paso a la nueva
categoría de la complejidad, es la de cyborg, planteada por Don-
na Haraway. Precisamente, con este término se propone la au-
tora oponerse a las políticas que necesitan un núcleo duro, un
sujeto constituido previo para poder activar sus reflexiones y
acciones políticas. El cyborg es un organismo cibernético, un
híbrido de máquina y organismo, lo que permite pensar en otro
tipo de política, diferente a la del sujeto político tradicional. Los
sujetos cyborg, que son híbridos, rompen con las dualidades tra-
dicionales: yo/otro, mente/cuerpo, hombre/mujer, civilizado/
primitivo, realidad/apariencia, total/parcial, verdad/ilusión, Dios/
hombre...
Más allá de estos aspectos que solo quieren presentar este
tema, habría que remarcar la evidente tendencia a la coexistencia
del cuerpo máquina. Pero lo que interesa subrayar, como hace
Aragües, es que nuestra cotidianeidad está poblada de aparatos
tecnológicos, prótesis que nos ponen en contacto con la realidad.

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Así pues, «el ciborg contemporáneo resulta ya inseparable de sus


prótesis tecnológicas y del universo de prácticas y valores que
llevan aparejados» (2012: 208).
De todos modos, aunque atraen mucho los ensayos que in-
tentan comprender el presente, a veces se tiende a perfilar una
idea genérica que quiere asumir la totalidad de la realidad, y
suele olvidarse que dicha realidad es más diversa de lo que apa-
renta. Por dicho motivo, también es frecuente que echemos en
falta las propuestas alternativas y algún tipo de normatividad
para criticar dicha realidad en aras a buscar orientaciones que
nos conduzcan a nuevos cambios. Bell sí que buscó soluciones,
aunque muchas fueran erróneas según nuestro punto de vista.
Porque la legitimidad de una crítica (las descripciones suelen
tener un tono crítico, por mucho que se busque neutralidad)
está en perfilar nuevas metas, o al menos poseer una brújula,
una orientación.

3.4.2. La superación de la posmodernidad

Hoy se atisba una parte del mundo del arte que empieza a no
estar a gusto dentro del concepto posmoderno. Con el tiempo ve-
mos, aunque de manera muy escondida dentro de la magnitud de
la aparentemente libertad del arte, una tendencia que se encuentra
en el origen de la estética misma y que le atribuye el deber especí-
fico de formular un juicio de valor, de hacer una valoración, de dar
un juicio crítico. Sería importante recuperar la estética como una
reflexión sobre el valor, como una teoría del valorar. O más aún, la
necesidad de rehabilitar una estética que se ha enfrentado con los
grandes problemas de la vida individual y colectiva, que se ha pre-
guntado por el sentido de la existencia, y se ha sentido implicada
en los interrogantes propios de la vida cotidiana.
Además, ha aportado variadas cuestiones en el orden cognos-
citivo, sobre todo en lo que se refiere a la realidad. Porque, dicho
de manera esquemática, no se ha cumplido la promesa posmo-
derna de hablar de la realidad de manera no dogmática, y más
bien, ha predominado en el arte un abandono de la realidad más
allá de percepciones subjetivas e íntimas.

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Ocurre algo parecido con los pequeños relatos, porque más


que relatos, en las manifestaciones artísticas de las últimas déca-
das han predominado los no relatos, o, en todo caso, los híbridos
sin demasiada claridad más allá de determinadas percepciones
escépticas. Pero una cosa es la preponderancia de una opción, y
otra que todo el conjunto haya sido así. Porque tanto en el cam-
po del pensamiento como en la actividad artística han persistido
las excepciones.
Desde una perspectiva diferente, el profesor de teoría cultural
Terry Eagleton señala que la deconstrucción —otro de los térmi-
nos de la posmodernidad— no ha considerado la realidad social
como una realidad cerrada, determinada y opresiva, sino como un
trémulo y sutil tejido de indecibilidad que se extiende cada vez más
hasta el horizonte. El problema, subraya Eagleton, no es que la
teoría literaria aparte los ojos de la realidad social, sino el hecho de
que, irónicamente, los aparte en nombre de la crítica de las ideo-
logías. ¿Por qué el pluralismo —se pregunta Eagleton— se ha
convertido en un valor necesariamente bueno? ¿Acaso el pluralis-
mo es un valor para cualquier grupo social? Y ¿por qué el signifi-
cado de ideas como «verdad» o «razón» se ven tan problemáticas?
Eagleton, en realidad, trata de resistir a la progresiva estetiza-
ción de la política (como ya advertía Benjamin) en el mundo
posmoderno con una repolitización de la estética que, no obstan-
te, no despacha dogmáticamente el modelo artístico como un
simple velo supraestructural, o como una práctica al servicio de
intereses ideológicos.
A ello habría que añadir la necesidad de volver a situar al ser
humano (y no a su simulacro) como verdadero protagonista del
arte. Una actividad creativa que regrese, ya sin dogmatismos, a
estar implicado en todos los debates fundamentales, sociales y
políticos abiertos. Lo cual no significa dejar en la cuneta las for-
mas, las poéticas, sino también recuperar la posible acción de
estas en la sociedad.
La tarea es buscar alternativas al dogmatismo sin caer en el
vacío, en la ausencia de criterios. Porque ni los valores son inter-
cambiables, ni el valor del arte tiene que ver con el valor del
mercado, en el que se cae en última instancia cuando faltan
criterios.

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94 Ana Noguera y Enrique Herreras

Estamos, por tanto, apostando por una definición de arte


que haga rejuvenecer, que recupere palabras que parecían tan pe-
didas para siempre, como compromiso, creación, revelación, etc.,
y que ahora se vuelven a pegar desde una concepción pluralista.
Después de lo dicho, se puede decir que si bien son ciertas
algunas consideraciones de Bell, su problema es que se siente
perdido ante la formulación del arte posmoderno. Por ello, no
debiéramos quedarnos perdidos en un «todo vale», sino intentar
seguir instando al arte a reencontrase con un renovada defini-
ción que, lejos de los marcos disciplinarios, se avenga a un plu-
ralismo.
Como complemento a estas deducciones, nos interesa incidir
en que, si bien es habitual concebir la definición con el hecho de
determinar y fijar, o dicho de otro modo, de objetivar lo defini-
do, eso forma parte de una tradición dualista que distingue entre
el sujeto que conoce (y define) y el objeto a conocer. A diferencia
de esta posición objetivista, pero también de la contraria, está la
relativista16, lo importante es ir a buscar los recursos culturales y
conceptuales de que disponemos. En este sentido, una definición
no sería el nombre que da la medida de lo que define, y mucho
menos alcanzar un único pensamiento correcto, sino más bien
un simple punto de apoyo para comenzar el diálogo o intercam-
bio con otros nombres posibles de aquello a lo que nos queremos
aproximar con nuestra definición propia.
Es importante realizar el esfuerzo, frente a un pensamiento
relajado, de definir el arte; del mismo modo que plantear una
teoría de la recepción.
El propio Danto publica el mismo año de su fallecimiento
una obra titulada Qué es el arte, con la intención de mostrar las
propiedades que constituyen el sentido universal del arte. En él
explica que muchos de los autores contemporáneos que reflexio-
nan sobre el concepto de arte tienen una posición antiesencialista
del arte, por lo que ahora Danto, en cambio, se declara «esencia-
lista». En sí, defiende que la esencia del arte se encuentra en tres
criterios esenciales: el significado, la materialización y la interpre-

16
Pluralismo no es relativismo, sino la defensa de diversas posiciones.

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tación del espectador. Pero más allá de seguir indagando lo que


quiere decir con ello, lo importante es la idea de encontrar lo
común. Lo común social, podemos ampliar a raíz de la búsqueda
de Bell de una búsqueda para superar la escisiones del lenguaje
cultural que han provocado la falta de un centro. Bell, de nuevo,
acierta en la sintomatología, pero no en la medicación.
En fin, recojamos las velas y volvamos a reflexionar, comen-
zando con una pregunta: ¿es cierto que la vanguardia ha desapa-
recido, que vivimos una etapa poshistórica? ¿Podemos contar
con un planteamiento «fuerte» de arte (frente al «pensamiento
débil») sin romper con una visión pluralista? Un planteamiento
que rompa también con la crítica del mero gusto, a la que no
queda más remedio que asumir si damos por sentado el fin del
arte, es decir, de la imposibilidad de tener herramientas para
valorar más allá de la visión subjetiva. Si el arte es hoy un pasti-
che de formas o mera decoración, ¿la crítica de arte puede seguir
teniendo razón de ser?
Esta percepción nos conduce directamente de nuevo a Ha-
bermas y sus reconocidas críticas hacia la posmodernidad. En
efecto, el filósofo y sociólogo alemán sigue sin dar por perdido el
proyecto de la modernidad, o, en todo caso, lo único que hay que
hacer es reorientarlo. Por ello, propone una razón comunicativa
frente a razón centrada en el sujeto. De ahí su reconocida teoría
de la acción comunicativa que conlleva una nueva teoría de la
racionalidad.
Para Habermas, el pensamiento posmoderno disuelve la uni-
dad de la razón en las diferencias, sin embargo, defiende un mí-
nimo de unidad racional que exige la pluralidad de las formas de
vida. Porque para mantener el pluralismo se precisa de un míni-
mo de unidad racional que permita la diversidad y desautorice,
por irracional, la violencia no argumentativa. Si se toma en cuen-
ta la diversidad, sin hacerlo con un mínimo de racionalidad, lo
que ocurre es que triunfa un poder fáctico. Desde esta perspecti-
va nace la denominada ética dialógica que considera que la mo-
dernidad es un proyecto incompleto, ya que los ideales de la Re-
volución francesa todavía tienen que realizarse.
Este concepto ético se posiciona a favor de una moral uni-
versalista, pero considerando dicha universalización a partir de

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96 Ana Noguera y Enrique Herreras

unos mínimos formales comunes, y no materiales. Porque uni-


versalismo no significa homogeneización, sino tratar de susten-
tar un mínimo de obligatoriedad para dar lugar también a un
pluralismo, que no es otra cosa que compartir unos mínimos de
justicia.
La ética dialógica mantiene un mínimo de unidad e incondi-
cionalidad necesaria para superar argumentativamente el hecho
de lo vigente o lo socialmente dado. Al fin y al cabo, el significa-
do último de la ética discursiva tiene que ver con alcanzar un
principio ético que reclama la participación dialógica de todos
los afectados por una norma a la hora de decidir acerca de su
corrección. Mínimos formales, no materiales, nos referimos, para
perfilar algún tipo de normatividad que no esté reñida con una
visión plural, en el sentido que otorga Habermas a este térmi-
no. Porque no se trata de tatuar una definición, sino un marco
de referencia contrafáctico. La cuestión es distinguir vigencia de
validez.

3.4.3. Análisis del consumo

Otro tema que queda abierto en el planteamiento de Bell es


el del consumo y su percepción negativa del mismo. Bien es cier-
to que la sociedad de consumo ha multiplicado hasta el infinito
las elecciones irrelevantes y ha reducido a la nada la producción
de alternativas; y no solo eso, la construcción de la subjetividad
se transforma en un sujeto construido por elecciones irrelevantes,
carente de cualquier proyecto alternativo. Pero buscar alternati-
vas, puntos de fuga, no significa negar el consumo o más bien,
como se ha dicho, buscar solo lo negativo del mismo, porque
con esa posición no salimos de un concepto del consumo muy
tópico, sin matizaciones. En este sentido, le ocurre algo parecido
a muchas teorías socialistas, que también lo ven desde la negati-
vidad, dando lugar a una mirada bastante estrecha. Porque no se
trata de no criticar el consumo, o su defensa, pero siempre que
haya comprendido el fenómeno en su sentido amplio. O que no
se confunda consumo con «consumismo».

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 97

Para explicitar esta idea, recogemos de nuevo la teoría de


Adela Cortina, quien la ha estudiado con gran perspicacia en su
ensayo Por una ética del consumo (2002).
Lo más sorprendente de este libro es la visión del consumo
desde el punto de vista ético. Ese acto, el de consumir, tan habi-
tual en nuestra sociedad, ha contado con estudios sociológicos,
psicológicos, económicos y hasta ecológicos, pero pocas veces se
ha visto con el microscopio del punto de vista ético como acción
moral.
Se han apuntado opciones como la de los detractores acérri-
mos, quienes aconsejan a sus semejantes que se abstengan de
consumir, que se salgan de la rueda. O como la de otros muchos
que se sienten bien, muy bien en esa rueda.
La cuestión es que en las sociedades avanzadas y en las que no
(la diferencia es el nivel adquisitivo), el ser consumidor es serlo y
no un deber ser. Tal es así que el deber se produce cuando uno
pierde el sentido del ser y se deja llevar. Porque no es lo mismo ir
a comprar que ir de compras, como muy bien puntualiza Cortina.
Si no hay más remedio que consumir, ya va siendo hora de pre-
guntarse si nuestra forma de consumo es la que elegimos libre-
mente. O más allá, si es justa en la distribución de los bienes.
Habría, pues, según Cortina, que comprender los aspectos
funcionales, es decir, económicos del consumo. Hay que consu-
mir, diría un economista, porque, de lo contrario, los mecanis-
mos económicos no funcionan.
El terreno al que nos conduce Cortina es el de tomar con-
ciencia de este acto cotidiano e imprescindible para la vida. To-
mar conciencia que el «ser consumidor» no significa estar a la
intemperie de quienes marcan las leyes del consumo. Es cierto
que la mercadotecnia tiene un grandísimo poder; es cierto que
los mecanismos de venta pueden hacer esclavos a los ciudadanos,
pero también que los especialistas en marketing muchas veces no
aciertan. No es fácil la tarea, porque no siempre se acierta con el
deseo del ser humano. La conclusión es que a pesar del predomi-
nio de lo que Galbraith denominaba sociedad de la opulencia, los
consumidores ni son absolutamente libres ni indefectible mani-
pulados, sino sujetos con una autonomía condicionada. Esta
puede ser aumentada o encogida.

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98 Ana Noguera y Enrique Herreras

En fin, no nos creamos tanto la preeminencia del marketing,


no siempre se da con el secreto humano. Y es que las gentes tene-
mos nuestras motivaciones y nuestros deseos: tenemos un in-
menso poder en nuestras manos, subraya Cortina.
En esta postura se percibe, por tanto, una percepción muy
diferente a la de Bell, que ve el consumismo, creado por el propio
sistema capitalista, como una contradicción del mismo. La con-
tradicción es el consumismo, que rompe con la libertad. Porque
el consumo, en sí, no es una negatividad completa, incluso si se
mira de una manera determinada y dominante, no es malo por
naturaleza, sino cómo se utiliza. Si lo utilizamos bien podemos,
incluso, cambiar el rumbo de la producción, y hasta de la globa-
lización. El dilema está en que, para que eso acontezca, son los
propios ciudadanos los que debieran adentrarse en el mundo de
sus motivaciones, saber si se adquieren productos por emular a
los otros, por compensación de alguna decepción, o por no ser
reconocido (pieza básica de la cultura democrática). Cortina pro-
pone, en suma, la acción de una palabra: empoderamiento. Es
decir, poder de los ciudadanos para decidir por sí mismos, que
tomen conciencia de su inmenso poder.
Y esa es una respuesta muy diferente a la de Bell, que en
todo momento teme la participación del ciudadano. No se tra-
ta, pues, de demonizar el consumo ni de subirlo a los altares del
pluralismo, sino de conocerlo mejor. Y en la forma actual de
consumir, se queja Cortina, el de quienes tienen capacidad ad-
quisitiva y de quienes carecen hasta de lo más básico, no parece
que conduzca hacia una humanidad más libre, solidaria, justa y
felicitante.

3.5. La hegemonía de la economía.


Los nuevos retos de la ética

En los años 60 y 70 del siglo xx surge en los países de tradi-


ción occidental lo que vino a llamarse «ética aplicada». A los tres
giros sufridos por la filosofía en el siglo pasado (lingüístico, her-
menéutico y pragmático) se sumaba un cuarto: «el giro aplica-
do», en el campo de la filosofía moral.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 99

Para perfilar una ética aplicada, en primer lugar hay que


recordar a Karl Otto Apel y, en especial cuando habla de la
parte A y la parte B de la ética. La parte A se refiere al nivel de
fundamentación, y la parte B, a la aplicación condicionada por
el contexto y las consecuencias.
La ética no solo debe fundamentar, sino que sus saberes y
principios deben encarnarse en la vida social y personal. Se orien-
ta por la responsabilidad, porque una cosa es descubrir el princi-
pio ético ideal y otra intentar aplicarlo a los casos concretos.
El obrar de la ética es un tipo de saber de los que pretenden
orientar la acción. Consecuentemente, la ética aplicada tiene por
objeto, como su nombre indica, aplicar los resultados obtenidos en
la parte de la fundamentación a los distintos ámbitos de la vida
social: a la política, a la economía, a la empresa, a la medicina, a la
ecología, etc. Porque si al fundamentar hemos descubierto unos
principios éticos, la tarea siguiente consistirá en averiguar cómo
pueden orientar dichos principios a los distintos tipos de actividad.
Sin embargo, esto no basta, porque la aplicación no puede
consistir simplemente en tomar unos principios generales y apli-
carlos a todos los campos como si cada uno de ellos no tuviera su
especificidad. Como si la actividad empresarial fuera igual a la
docente o a la sanitaria, y ninguna de ellas aportara por sí misma
ningún tipo de exigencias morales y valores morales. Por eso, la
tarea de la ética aplicada no consiste solo en la aplicación de los
principios generales, sino en averiguar a la vez cuáles son los bie-
nes internos que cada una de estas actividades debe proporcionar
a la sociedad, qué metas debe perseguir cada una de ellas, y qué
valores y hábitos es preciso incorporar para alcanzarlas.
También una ética aplicada, como señala Adela Cortina, en
su libro Ética aplicada y democracia radical (1993) tiene que tener
en cuenta la moral cívica de la sociedad en la que se desarrolla, y
que ya reconoce determinados valores y derechos como compar-
tidos por ella.
Por otro lado, las éticas aplicadas forman parte irrenunciable
del saber práctico en las sociedades pluralistas a comienzos del
tercer milenio. Son una nueva forma de saber, una nueva forma
de reflexionar sobre los problemas morales y de proponer reco-
mendaciones para la acción.

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100 Ana Noguera y Enrique Herreras

Son las sociedades moralmente pluralistas las que han exigi-


do su nacimiento y actuación; son ellas las que necesitan este sa-
ber interdisciplinar, como también precisan su presencia activa
en la vida pública. Es el imperativo de la realidad social.
Dado el hilo de nuestro trabajo, nos adentramos seguida-
mente en los dilemas de la economía económica, a la que sigue la
ética de la empresa, como partes fundamentales para la mejora de
la sociedad más allá de la acción política, la cual también está
muy necesitada de una ética aplicada. Las sociedades precisan de
las buenas prácticas de las corporaciones y de los profesionales.
En consecuencia, estamos hablando de una melodía común
que suena en cada campo con sus particularidades.

3.5.1. El meollo de la ética económica

Como sintetiza Jesús Conill, la ética económica se refiere, o


bien a todo el campo en general de las relaciones entre economía
y ética, o bien específicamente a la reflexión ética sobre los siste-
mas económicos, en concreto la posible conexión entre la demo-
cracia y el sistema capitalista (2004: 17).
El papel de la ética es reorientar la actividad económica hacia
su propio fin. He ahí el nuevo camino iniciado, el camino nece-
sario para volver a criticar a la visión económica dominante.
Ni el derecho ni la política ni las organizaciones internacio-
nales, gubernamentales o no gubernamentales, garantizan la
creación de una comunidad internacional. Por ello, según Conill
(2004), la economía ética puede fomentar una comunidad a par-
tir de estructuras ya existentes.
No cabe duda de que vivimos bajo el signo del imperialismo
económico que se encarna en los procesos de globalización. Y sin
embargo, más que éxito, estamos asistiendo a una crisis, y no
desde una perspectiva solo de técnica económica, sino porque
cada vez es más evidente que la praxis económica dominante ha
demostrado su fracaso como paradigma para resolver los proble-
mas más graves de la humanidad.
De ahí nace la necesidad de buscar una posible transforma-
ción ética. Pero no desde una perspectiva ajena, porque, como se

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 101

ha dicho, la ética aplicada no quiere imponer deberes, sino orien-


tar la acción. Por ello, la mejor crítica al concepto económico será
la que podamos hacer desde dentro, desde reflexionar sobre lo
que es verdaderamente la economía y sus bienes internos.
En esta línea se inscribe la «ética aplicada a la economía» que
investigan las posibles formas de conexión entre democracia y el
sistema capitalista. O también la reflexión ética en torno a los
distintos sistemas económicos globalmente considerados (capita-
lismo, socialismo, etc.).
Y en el centro del debate se percibe la percepción de un en-
frentamiento irreconciliable entre dos valores: la eficiencia (como
valor propio de la economía) y la equidad o justicia (como valor
propio de la moral). En efecto, porque uno de los retos más im-
portantes y significativos del mundo actual consiste en hacer
compatible el mecanismo de mercado y las exigencias de justicia.
Desde una mirada tanto liberal como socialdemócrata se de-
bería también de reconstruir el principio básico de la economía y
del mercado, su finalidad intrínseca, su sentido y racionalidad, el
tipo de bien que aporta a la vida social. Y en ese camino, vislum-
brar que en los últimos años han surgido diferentes teorías que
demandan reorientar la actividad económica por parámetros mo-
rales como justicia, responsabilidad y solidaridad. Porque creer
en la economía solo como técnica, libre de valores, es una simpli-
ficación de la realidad.
Por ello, más que hablar de un cambio de sistema, habría que
profundizar en una revisión crítica, ya que la economía no es una
ciencia mecanicista, sino social e histórica. De igual modo, ha-
bría que hacer una revisión de sus conceptos nucleares, como la
teoría del equilibrio general y la teoría de la elección racional.
Porque es momento de romper con un mito: los mecanismos
basados en incentivos egoístas no siempre producen mejores re-
sultados.
Motivos que piden ampliar los márgenes de la «racionalidad
económica», como dice P. Calvo (2012), ya que la movilidad eco-
nómica surge desde la heterogeneidad en las interacciones entre
agentes económicos.
Y esto se produce con el objetivo de buscar nuevos sentidos
de economía en el siglo xxi, esto es, adentrarse a una reflexión en

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102 Ana Noguera y Enrique Herreras

profundidad sobre presupuestos que amplíen dicha racionalidad.


Presupuestos en los que la novedosa teoría del economista Amar-
tya Sen tiene mucho que decir.

3.5.2. La teoría de las capacidades de Amartya Sen

Uno de los puntos básicos para comprender la aportación de


Amartya Sen está en su postura de no negar un principio básico
de la economía de mercado, como es el autointerés, pero deján-
dolo en su espacio, lejos de la totalidad habitual. No obstante, el
objetivo para el premio Nobel de Economía es ampliar los már-
genes del homo oeconomicus, rompiendo por tanto la homogenei-
dad motivacional y comportamental del agente económico. Los
acuerdos, los sentimientos, los juicios morales no son ajenos a la
racionalidad económica como muchas veces se cree.
De ahí que la ética de la racionalidad se articule en Sen alre-
dedor de dos ideas básicas: mostrar la ingenuidad de una raciona-
lidad fundamentada en las preferencias del homo oeconomicus, y
acometer una profunda revisión de la teoría smithiana, para recu-
perar el carácter propio, mucho más real y enriquecedor de la
economía (Pedrajas, 2006: 106).
Porque es cierto, para Sen, que las empresas necesitan apo-
yarse en mecanismos propios de la economía, como las institu-
ciones, la eficacia, la maximización del beneficio, la competencia,
pero también sobre recursos morales, la reputación y la reciprocidad17.
No quiere decir que el enfoque ético deba ser improductivo, sino
que puede, incluso, hacerse más productiva prestando una aten-
ción mayor y más explícita a las consideraciones éticas que con-
forman el comportamiento y el juicio humano. O, como el pro-
pio Sen señala: «No intento desechar lo que se ha logrado, sino,
claramente, pedir más» (1989: 29).

17
El tema de la reciprocidad está muy bien trazado en Racionalidad econó-
mica: aspectos éticos de la reciprocidad, Tesis doctoral de Patrici Calvo, leída en
la Universitat Jaume I de Castelló, en junio de 2012. Este trabajo nos ha ayu-
dado a perfilar algunos temas nucleares de este capítulo. Así como el libro de
Jesús Conill, Horizontes de economía ética (véase la bibliografía).

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 103

En este contexto, habrá que admitir que la teoría socialdemó-


crata, aunque de manera crítica, muchas veces no ha ido más allá
de la consideración de la economía de mercado como propul-
sora de un ser humano que solo tiene la pretensión de buscar
establecer relaciones con los demás agentes para optimizar el
bienestar personal. Este planeamiento no es más que un reduc-
cionismo que se ha cosido al capitalismo, siendo una perspectiva
que no tiene que ver con sus orígenes. Porque, según Sen, algu-
nas cosas que en un primer momento se consideraban como vi-
cio, o como ánimo de lucro, llega un momento que comienzan a
ser consideradas como naturales.
Y una de las propuestas originales de Sen es su recuperación
de las figuras de Aristóteles y A. Smith, que se han convertido,
desde su mirada, en piezas fundamentales para comprender la
actual situación relacionada con la economía.

3.5.2.1. «La economía ético-política en Aristóteles


y Adam Smith»

En Aristóteles, recordemos, la economía está relacionada con


la buena administración de los bienes. Y se rige por el canon
de la razón y la naturaleza al servicio del bien de la comunidad.
Pero lo más interesante, para nuestros días, es la distinción que
hace entre economía y chrematistica, es decir, el arte productivo o
de adquisición de riqueza.
Para Aristóteles hay dos tipos de arte adquisitivo: la econo-
mía, por un lado, procura los recursos almacenados necesarios
para la vida y útiles para la comunidad civil o doméstica; y, por
tanto, su riqueza está limitada al vivir bien. Y, por otro, para la
chrematistica no hay límite para la riqueza y la propiedad.
El primer arte tiene un carácter natural y el segundo no.
Alcanzando espacios genéricos, la naturaleza (phisis), la razón
(logos) y la justicia de la comunidad (koinonia) son puntos de re-
ferencia ineludibles en la concepción de la economía aristotélica
(J. Conill, 2005: 86). La economía, en sí, está entrelazada en un
modo de vida.

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104 Ana Noguera y Enrique Herreras

Todo ello proviene de la percepción de que el fin último de la


vida humana es una vida política y no crematística.
No obstante, sorprende revisar a Adam Smith, el llamado
padre del capitalismo y percatarse de que el surgimiento moder-
no de la economía tuvo lugar en el seno de la filosofía práctica.
La filosofía práctica reflexiona sobre las cosas que pueden ser otra
manera, al contrario de la episteme (Aristóteles), que discurre so-
bre lo que no puede ser de otra manera. Y Smith escribió sobre
dos vertientes del sistema de la actividad económica: la organiza-
tiva (técnica) y la moral. Es decir, el orden económico y social no
se puede separar de la economía.
Así es, la economía está al servicio del bienestar dentro de un
contexto de justicia social. Su fin es aumentar la libertad y el
bienestar de los ciudadanos.
De ahí la importancia de advertir la revisión que hace Sen de
Adam Smith. Porque, según Sen, a Smith se le ha solido interpre-
tar con gran simpleza, centrándose la mirada en la célebre frase
de «el cervecero, el panadero, el carnicero...» y en la no menos
célebre «mano invisible». Pero también en Smith, nos redescubre
Sen, hay una preocupación por el despilfarro social y la pérdida
de capital que podía generar ciertos comportamientos económi-
cos estrechos de miras (P. Calvo, 2012: 50).
En realidad, Sen percibe en Smith una apuesta por el bien
común que, efectivamente, va más allá de las posibles consecuen-
cias intencionadas de la búsqueda de interés personal (Conill,
2004: 106-107). Lo importante es que, desde una visión no ses-
gada, el economista de origen hindú ve la posibilidad de la trans-
formación ética de la racionalidad económica. Porque el éxito de
los mercados no se produce en la capacidad de realizar intercam-
bios, sino en tener buenas instituciones que sustenten los dere-
chos fundamentales de los contratantes, y en las conductas éticas
permiten generar confianza para establecer las relaciones sin re-
currir a la coerción o al castigo.
Lo fundamental para comprender a Smith es advertir la es-
tructura motivacional que descubre para explicar los fenómenos
económicos. La tendencia a negociar, comerciar e intercambiar
es la consecuencia necesaria de la capacidad humana de pensar y
hablar. Porque, cuando se busca la ganancia propia, el hombre es

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 105

conducido por una mano invisible a promover un fin que no


estaba en sus intenciones.
De aquí surgen cuestiones importantes para el pensamiento
económico moderno como la conciliación de la dimensión ética
y económica. Y también aparecen diversos apartados que son
bien significativos para vislumbrar de otro modo a la economía
fuera de su manifestación hegemónica. Veamos cinco puntos que
consideramos cruciales:

1. El interés propio no es la única motivación.


2. El amor propio puede ser muchas veces un motivo virtuo-
so para actuar.
3. La simpatía es la clave moral porque por ella aprobamos y
desaprobamos las conductas de las personas.
4. No hay que confundir el interés propio y la «tendencia al
intercambio» con un vicio (Mandeville).
5. Smith tiene una visión negativa de los aventureros de la
economía. Por ello afirma que el interés propio necesita
de un orden social.

Según esta interpretación de Smith, el comercio es una insti-


tución liberadora, y la «mano invisible» no va en contra de la
virtud del ciudadano ni contra la buena legislación o el Estado.
Al fin y al cabo es una esfera más de la sociedad.
También Sen subraya que Smith empezó a introducir la idea
republicana del orden económico.
No es suficiente la mano invisible (mercado) ni la mano visi-
ble (Estado), sino que se requiere promover la mano intangible,
generando civilidad principalmente a través de lo que se suele
denominar «capital social». Porque el interés propio necesita de
un orden social.

3.5.2.2. «El proceso de separación de moral y economía»

A partir de esta percepción, si bien la economía nace insepa-


rable de la moral, hay un momento en que se diferencian estas
disciplinas. Sen explica dicha evolución a través de tres cambios:

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106 Ana Noguera y Enrique Herreras

el axiológico, el epistemológico y el institucional, cuya conver-


gencia ha producido un mismo efecto: la desvinculación de la
economía respecto a la ética (Conill, 2004: 114).

1. Axiológico. Este primer cambio se produce a partir de la


liberación de la economía respecto a la tutela moral y reli-
giosa en el contexto de las sociedades tradicionales. La
modernización produce un cambio por el que se percibe
como «natural» y moralmente justificado el afán de lucro.
Lo que antes había sido considerado como un «vicio» se
convierte en una virtud, esto es, la consideración en el
imaginario social de la figura del homo oeconomicus, es de-
cir, la consideración de las personas como individuos,
egoístas racionales, y calculadores de ventajas y benefi-
cios, y al parecer insensibles a los argumentos morales.
2. Epistemológico. A partir de ese momento predomina el
modelo de la economía mecanicista con pretensiones
científicas. Por dicho motivo se afirma que los sujetos eco-
nómicos que persiguen su propio interés forman parte de
una serie de leyes, como la de la oferta y la demanda. Esta
postura inmuniza cualquier crítica, al considerar que no
puede ser de otra manera más que desde un enfoque me-
canicista.
3. Nueva institucionalización. La modernidad conlleva la
creación de instituciones cada vez más complejas y exten-
sivas. Y esto se produce a raíz de un modelo tecnológico y
burocrático de la racionalización. La eficacia será el obje-
tivo principal, y para su logro es conveniente prescindir
de la dimensión moral.

Como podemos observar, desde estas tres líneas se ha obra-


do la radical separación entre lo económico y lo ético. Porque,
como bien dice Conill, «la institucionalización moderna ha fa-
vorecido un proceso de desresponsabilización moral de los agen-
tes individuales, a favor de los mecanismos institucionales»
(2004: 119). Y no solo se ha hecho hegemónico un concepto de
economía, sino que también se ha producido la economización
de la vida social con el predominio de la figura del homo oeco-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 107

nomicus, en el sentido aristotélico de Chcrematisticus: «El ser


humano como agente económico interpreta la realidad bajo la
perspectiva de “coste-beneficio”. ¡No hay nada gratis!» (Conill,
2004: 120).
Sen no rompe la base del sistema económico, el interés per-
sonal; pero a este le añade la «dimensión simpatética», esto es, la
sensibilidad de nuestras simpatías, presente también en el inter-
cambio. Pero todavía hay más, «la dimensión comprometida,
porque más allá del interés personal —ya sea en términos de
egoísmo o simpatía— hay ocasiones en que los individuos bus-
can satisfacer otros tipos de valores no directamente relacionados
con la maximización del interés o del bienestar personal, como
puede ser la justicia social o el bienestar de la comunidad» (Sen,
2000: 324). Los agentes económicos, y los individuos en general,
son capaces de comprometerse con aquello que consideran justo
o correcto (Sen, 2000: 314).
Para Sen, el valor primordial del mercado no consiste en con-
tribuir al crecimiento económico (valor meramente instrumen-
tal), sino a otro más profundo: servir de vehículo y mediación de
la libertad. Se trataría de lograr una libertad real y no solo liberal.
Una libertad con un poder efectivo, empoderador y no solo como
no interferencia.
En consecuencia, el distanciamiento entre economía y ética
ha empobrecido a la economía del bienestar. El fin de la econo-
mía es crear las condiciones para que las personas tengan oportu-
nidades reales de elegir libremente el tipo de vida que les gustaría
vivir.
Una teoría, pues, que lleva la reivindicación del papel de la
sociedad civil, considerada como parte fundamental en los nue-
vos modelos económicos que están rompiendo con el paradigma
del homo oeconomicus.
En última instancia, se precisa la necesidad de revitalizar una
teoría moral de las instituciones modernas (mercado, empresa,
política...) dado el peso económico crucial de la vida moderna.
Porque sigue pendiente el componente moral, es decir, el marco
que da sentido y legitimidad a la economía.
Todo eso nos conduce a señalar que la economía financiera
no es solo una técnica, sino que promueve valores que van en

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108 Ana Noguera y Enrique Herreras

detrimento de una convivencia humana de calidad. Sin embargo,


a raíz de los nuevos problemas provocados por el desarrollo de la
economía actual (globalización y agobiante competitividad), se
hace preciso de nuevo el componente moral, ya que no es una
economía abstracta lo que se opone a una política abstracta
(como antes se hablaba del «sistema»): son determinados proce-
sos de decisión institucional y colectiva los que están siendo res-
ponsables del poder e impacto que ejercen. Lo que conlleva una
certeza, según Conill: además de ganadores y perdedores, hay
responsables.
Son cada vez más las voces que señalan que la economía no
es una ciencia mecanicista, sino social e histórica. Lo cual nos
conduce, siguiendo con Conill, a la revisión también de concep-
tos nucleares, como la teoría del equilibrio general y la teoría de
la elección racional.
A ello habría que unir una afirmación de Sen: los mecanis-
mos basados en incentivos egoístas no siempre producen mejores
resultados. En esa idea estaría la imprescindible reinvención de
las instituciones mundiales.
Y no solo eso, también algunos aspectos sociales que se inclu-
yen en el conocido enfoque de las capacidades de Sen.
De esa importante teoría queremos resaltar las diferentes
fuentes de información para valorar la riqueza y la prosperidad.
No basta, para Sen, el PIB para dar cuenta de la riqueza de un
país, sino la calidad de vida y sobre todo la capacidad que tengan
los ciudadanos para conducir la propia vida.
El bienestar no solo se basa en la utilidad, hay un enfoque
fundado en la libertad, porque en la vida real hay una pluralidad
de motivaciones.
De ese modo, para Sen, el criterio de satisfacción de los de-
seos es insuficiente para evaluar el bienestar de una persona.
En resumen, hay una responsabilidad para favorecer la crea-
ción de las condiciones para que los individuos, como ya dijimos,
tengan verdaderas oportunidades de juzgar el tipo de vida que les
gustaría vivir. Una «necesidad» que no es poder adquisitivo, sino
lo que se necesite para conseguir la libertad. Tampoco Sen habla
de una libertad en abstracto, sino de una libertad substantiva.
Esto es, la capacidad para elegir la vida, que tenemos razones para

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 109

considerar valiosa. Así pues, se debieran convertir los bienes en la


capacidad de las personas para alcanzar fines, porque la riqueza
no es un bien que se busca, sino un instrumento para obtener
otro fin.
A ello se puede unir otra idea nuclear de Sen: el egoísmo uni-
versal como realidad puede ser falso, pero el egoísmo universal
como requisito de racionalidad es evidentemente absurdo.

3.5.3. La nueva política ante la globalización

Este último asunto relativo a la economía nos conduce al


tema ya anunciado de la globalización. Para abrirlo de nuevo,
habrá que hacer también un poco de historia.
Al finalizar la II Guerra Mundial se inició un ciclo político
nuevo en el que predominó en el mundo occidental la consolida-
ción de las democracias. En ello tuvieron mucho que ver las ideas
socialdemócratas que dieron lugar al denominado Estado del
bienestar. Los valores de igualdad y solidaridad, y no solo de li-
bertad, empezaron a hacer mella en la sociedad.
A partir de la caída del Muro de Berlín, se produjo un nota-
ble cambio de rumbo para alumbrar el mito del éxito económico.
Todo lo que es eficiente económicamente es bueno, y mientras
haya libertad para el dinero, lo demás es irrelevante; se empezó a
repetir como una letanía. Por otro lado, el propio concepto de
bienestar, como ya dijimos, empezó a tener problemas no solo
reales, sino también teóricos. Porque el bienestar es infinito y, en
cierta manera, se ha confundido la protección de derechos bási-
cos con la satisfacción de derechos infinitos.
Con la globalización se ha puesto en duda el Estado social,
sobre todo porque las empresas sobrepasan la capacidad legislati-
va de los estados. Por otro lado, la macroeconomía marcada por
los bancos centrales o las agencias privadas de confianza financie-
ra, limitan los márgenes económicos de las naciones. ¿Son libres
los estados en su soberanía? ¿Globalización es incompatible con
democracia?
A partir de estos considerandos, podemos hablar de un de-
safío: el de encontrar una forma política que pueda recoger la

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110 Ana Noguera y Enrique Herreras

participación ciudadana en decisiones supranacionales. La so-


ciedad civil actúa cada vez más de manera transnacional. Esto es
lógico frente a la pérdida de capacidad de decisión y control de
los estados.
Pero ¿cómo se está formando esta sociedad civil?

3.5.3.1. «La importancia de la sociedad civil»

Para seguir por este camino, es fundamental rememorar la


teoría de J. Habermas (2010) y su concepto de sociedad civil.
Recordemos que, para el filósofo alemán, la sociedad civil sería
aquella esfera de interacciones sociales no estatal y no económica,
de base voluntaria.
La respuesta a esta pregunta se puede resumir en tres puntos:
1. Hay opinión pública independiente del poder estatal; 2. Hay
un mercado libre donde los individuos se asocian libremente se-
gún sus intereses (y crean asociaciones y organizaciones); y 3. Hay
una dinámica y una tradición de asociación voluntaria (creando
asociaciones cívicas).
De todos modos, la cuestión sigue siendo cómo alentar esta
sociedad civil para que siga creciendo. Una sociedad civil que,
según Habermas, no se mueve por intereses particularistas, sino
desde asociaciones movidas por intereses universalizables, una so-
ciedad civil capaz de generar energías de solidaridad y justicia que
quiebren los recelos de un mundo egoísta y a la defensiva.
No obstante, en Habermas se vislumbra una deficiencia que
debemos subsanar, ya que si bien vincula la sociedad civil con
el diálogo y el consenso, deja fuera no solo las acciones derivadas
directamente del poder político, sino también todo lo referente al
ámbito económico. Un concepto que no admite a las organiza-
ciones empresariales como parte fundamental del esquema eco-
nómico capitalista, al considerarlas fuera de los intereses univer-
salizables. Pero, como subraya D. García Marzá,

también en las negociaciones que se dan en la empresa, en el


cálculo estratégico, así como en la búsqueda de pactos, compro-
misos y negociaciones entre los grupos de intereses, nos hace-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 111

mos preguntas acerca de su posible justicia y acerca de la mora-


lidad en la actuación de los actores implicados (2004: 41).

Desde este planteamiento, la posición de Habermas es negati-


va, porque el término «empresa» conlleva, para él, intereses priva-
dos; pero también hay otros de ámbito general, como ha demos-
trado visiblemente la ética aplicada de la empresa. Por tanto, negar
este aspecto ya es condenar otra vez a la empresa a una visión uni-
lateral, y, curiosamente, ultraliberal. Consecuentemente, siguiendo
a García Marzá, habría que dar y perfilar un paso más allá de la
definición dada por Habermas, para ofrecer «un concepto de socie-
dad civil que, sin renunciar al diálogo y al acuerdo como mecanis-
mos básicos de coordinación de la acción, sea capaz de recoger
aquellos ámbitos de acción, más o menos institucionalizados, don-
de también se mueven intereses particulares» (2004, 43).
Tendríamos que hablar de un concepto amplio de sociedad
civil que, sin renunciar al diálogo y al acuerdo como mecanismos
básicos de coordinación de la acción, sea capaz de recoger aque-
llos ámbitos de acción, más o menos institucionalizados, donde
también se mueven intereses particulares. La finalidad es destacar
la necesidad de alcanzar la legitimidad y confianza que necesitan
las diferentes instituciones de la sociedad civil, la empresa entre
ellas.
Porque ¿qué representa la empresa en un proyecto de trans-
formación hacia la justicia social?
Es bien cierto el contrapoder ilimitado de las empresas en la
globalización. Como ya hemos comentado, los Estados, incluso
los sindicatos, resisten mal el capitalismo globalizado, y por otro
lado, la macroeconomía limita el margen económico de las na-
ciones.
Sin salirnos de este argumento, podemos seguir afirmando
que el modo de actuar de muchos empresarios, y de esos merca-
dos de los que tanto se habla últimamente, siguen mereciendo
todavía muchas críticas, tomando a las empresas como fuente de
beneficios privados, de explotación y de injusticia social, pero
también lo es que cada vez hay más excepciones que rompen con
la regla. La empresa, como institución capaz de tomar decisiones,
como conjunto de relaciones humanas con una finalidad deter-

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112 Ana Noguera y Enrique Herreras

minada, tiene una dimensión moral y no solo depende de crite-


rios económicos.
Además de la tan demandada regulación de los mercados,
también es fundamental la autorregulación de las propias empre-
sas, sobre todo para su propia rentabilidad. Si es evidente su po-
der en el mundo globalizado, también lo es que son vulnerables
en su prestigio, en su confianza. Por ello, son ya muchas las em-
presas que han creado potentes equipos de comunicación o de-
fensa jurídica, incluso de marketing social.
Las empresas son responsables ante la sociedad en todas sus
dimensiones: laborales, medioambientales, internacionales, etc.
Hasta hace poco tiempo, la vida interna y la gestión de las empre-
sas pertenecían al campo más estricto de lo privado, incluso al
terreno de lo secreto. Pero hoy, su actuación es observada por
múltiples focos de interés. Medios de comunicación, ONG, con-
sumidores, Administraciones Públicas, sindicatos, y hasta los
competidores examinan el comportamiento de las empresas, su
respeto a los derechos humanos (R. Jáuregui, 2007: 16).
Si el proceso de globalización ha ampliado el papel social de
las empresas, aumentando su poder, y por tanto, su responsabi-
lidad; estas precisan no solo una nueva imagen, sino también
romper con esa eterna falta de confianza. Para ello es necesaria
una renovada cultura empresarial basada en una enriquecedora
interrelación entre empresa y sociedad. Ante esa actitud habría
que percibir la responsabilidad en sentido estricto, para que sea
un activo para la empresa y no mera cosmética. Porque, según
Adela Cortina (2006), la hoy llamada «responsabilidad social de
la empresa» (RSE) debe introducirse en la actividad económica
atendiendo a tres coordenadas desde las que se construye su sen-
tido último: como una «herramienta de gestión», como una
«medida de prudencia» y como «una exigencia de justicia». Es
decir, la necesidad de un anclaje ético que evite su instrumenta-
lización.
No se trata solo de cumplir las leyes, sino también de tomar
medidas sociales y medioambientales que las leyes no exigen. Si
las empresas quieren sobrevivir en el siglo xxi, deben evaluar su
contrato con la sociedad. De ahí, por ejemplo, el éxito de inver-
siones verdes, etcétera.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 113

La RSE constituye una forma de explicitar las condiciones


que subyacen a la pretensión de legitimidad de la empresa como
institución socioeconómica.
Pues bien, la RSE puede ser ese gran instrumento de trans-
formación, una herramienta preciosa para hacer que las empresas
colaboren en un proyecto de sociedad con valores, con dignidad
humana, con justicia, con libertad.
El beneficio económico no es separable del social y ecológico.
No se trata de filantropía, porque la empresa no puede optar por
una ética desinteresada, pero sí puede y debe hacerlo por una
ética del interés de todos los afectados por ella: clientes, trabaja-
dores, accionistas, proveedores. O, como puntualiza García Mar-
zá, «que la empresa deba ocuparse de los derechos sociales y eco-
nómicos no quiere decir que deba de hacerse responsable de
aquello que el Estado tiene dificultades para garantizar» (2004:
28). Pero sí debe de incorporase a la asunción de responsabilida-
des en la medida de su poder. El derecho es necesario pero insu-
ficiente.
En esa línea, habría que seguir insistiendo en desmontar al-
gunos malentendidos. La motivación de la empresa puede ser
privada18, pero la empresa no lo es, pues exige la implicación,
cooperación y respaldo de los diferentes grupos de intereses (Gar-
cía Marzá, 2012: 59).
Sin embargo, no nos podemos quedar ahí, ya que bien pu-
diera ser que esta cultura de transformación empresarial no vinie-
se sola, sino que de ello también tiene mucho que decir una so-
ciedad viva y vertebrada, y una opinión pública sensata y madura
que ejerce su enorme poder.
Y, por otro lado, mientras el Estado pudo intervenir en la
economía, la legitimación y justificación del quehacer de la em-
presa se diluía en su contribución a dicho Estado. Sin embargo,
la globalización rompe con dicha autonomía, como la pérdida
del control democrático de aspectos clave de una política econó-
mica dirigida a la justicia social. No obstante, el proceso de glo-

18
Nos parece sumamente interesante la visión histórica de la empresa que
ofrece Stefano Zamagni en su libro Impresa responsabile e mercatocivile, Il Mu-
lino, 2013.

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114 Ana Noguera y Enrique Herreras

balización no significa que el Estado social de derecho deba de-


saparecer.
El Estado, como defensa de los intereses colectivos, sigue
siendo fundamental. Más bien, dicho Estado debe de seguir
manteniendo sus funciones, aunque haya retrocedido su papel
como responsable único de lo público. Pero su papel no estaría
solo en regular la economía, sino en ayudar a auspiciar nuevos
modelos económicos, incluida la RSE.
En ese horizonte entra, sin duda, una renovada política deli-
berativa, o una aspiración a la deliberación que ayude a profun-
dizar en la democracia y en la fortalezca la ciudadanía solidaria.
Es así porque la sociedad civil actúa cada vez más de manera trans-
nacional. Ni la ley ni el mercado son mecanismos suficientes para
regular los comportamientos organizativos y dar solución de los
principales desafíos económicos, sociales y ambientales.
Desde esta perspectiva habría que crear una conciencia de los
intereses comunes (en una realidad supranacional los intereses ya
no están siempre dentro de las fronteras nacionales), y desde ahí
labrar una nueva soberanía, abriendo más cauces de participa-
ción para salir de la crisis de la democracia porque todavía se
apoya en la participación nacional. Pero no solo por ese motivo,
sino también porque en este nuevo contexto recobra sentido el
concepto de democracia deliberativa. Por un lado, está la idea de
que ha de haber un derecho democrático que garantice la partici-
pación de la ciudadanía en todo aquello que tenga consecuencias
en sus vidas (y eso no tiene hoy fronteras); por el otro, la necesi-
dad de una mayor deliberación en las cuestiones importantes. Se
trata de ampliar la ciudadanía y nuestro marco de participación y
decisión como ciudadanos/as, como base para afrontar el reto
democrático de la merma de soberanía de los estados. La legiti-
midad surge entonces a partir de unos valores compartidos, o,
como señala Habermas, hay un núcleo moral de orden superior
a la soberanía estatal.
Y retomando la discusión a raíz de las ideas expresadas por
Bell, debiéramos advertir de nuevo que persisten, compiten, dos
interpretaciones contrarias de la ciudadanía activa. En la tradi-
ción liberal, se percibe una comprensión individualista-instru-
mentalista del papel del ciudadano, y en la tradición republicana

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 115

de teoría del Estado, que se remonta a Aristóteles, estaríamos


hablando de una comprensión comunitarista-ética.
A raíz de esta dicotomía, la teoría del discurso asocia al pro-
ceso democrático connotaciones normativas más fuertes que el
modelo liberal, pero más débiles que el modelo republicano, ya
que toma de ambas partes para articularlos de una forma distinta
y nueva. Es lo que se denomina política deliberativa. Una visión
que, coincidiendo con el republicano, concede un puesto central
al proceso político de formación de la opinión y de la voluntad
común, pero sin entender como algo secundario la estructura-
ción en términos de Estado de derecho.
La teoría del discurso no hace depender la realización de una
política deliberativa de una ciudadanía colectivamente capaz de
acción, sino de la institucionalización de los procedimientos co-
rrespondientes. Es decir, cuenta con la intersubjetividad de orden
superior que representan procesos de entendimiento que se efec-
túan en la forma institucionalizada de deliberaciones en las cor-
poraciones parlamentarias o en la red de comunicación de los
espacios públicos.

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Segunda parte
DILEMAS ACTUALES

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Capítulo IV

La economía manda, la política obedece

Después de analizar algunos aspectos fundamentales en el de-


sarrollo de la reflexión política a partir de Bell, damos paso a
asuntos que son fundamentales pero complejos, en la actualidad
política.
Ya vimos que Daniel Bell señalaba que la economía se rige
por la eficiencia, el orden político por la igualdad, y la cultura por
la autorrealización. La discordancia entre estos tres ámbitos se
considera como la responsable de las diversas contradicciones
dentro de la sociedad.
¿Podríamos hoy mantener esta misma afirmación?
En medio de la crisis económica que Europa vive desde el 2008,
y con las contradicciones de un sistema que genera una creciente
desigualdad, es necesario revisar los conceptos de «eficiencia,
igualdad y autorrealización» que propone Bell. Parece cierto que
es la discordancia entre los ámbitos económico, político y cultu-
ral la que está generando las paradojas del nuevo siglo, pero estas
se producen en otra escala. Casi una década después de que Eu-
ropa viva una crisis económica que no cesa, y cuando los países
emergentes están deteniendo su crecimiento, no se puede mante-
ner que la economía se rige por la eficiencia, y mucho menos,

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120 Ana Noguera y Enrique Herreras

cuando la economía liberal ha demostrado ser absolutamente in-


eficiente en la atención de las personas.
Seguir midiendo la economía en términos macroeconómicos
de PIB resulta falso cuando ello se produce a costa de la vida de
muchas personas.
¿Es la política quien garantiza la igualdad? Que la igualdad
esté en el origen de la política democrática no es discutible, pero
sí lo es una afirmación tan ambigua. El siglo xxi se caracteriza por
generar la desigualdad como engranaje del propio sistema, y, aun-
que la política debería ser capaz de garantizar la igualdad de de-
rechos, nos encontramos con la paradoja de vivir en sociedades
democráticas «de iguales en derechos y responsabilidades»
pero desiguales en sus condiciones económicas y sociales. La
contradicción es mantener desde la política ambos discursos:
la igualdad política y legal que convive con la desigualdad social
como parte constitutiva del sistema.
Y, por último, tenemos la cultura como autorrealización.
Pero ¿qué significado tiene hoy en un mundo narcisista y buro-
crático, en el sentido que vimos en el pensamiento de Lipovetsky?
Recordemos, y esta es una de la bases para seguir reflexionado
sobre Bell, la cultura es la principal responsable del desarrollo del
hedonismo y de llevar a las personas en una dirección contraria a
la eficiencia económica del sistema capitalista.
Los que entendemos la «cultura como autorrealización», ve-
mos más allá de los parámetros del hedonismo consumista.
Como nos recuerda Habermas, el concepto de ciudadanía se de-
sarrolla a partir del concepto roussoniano de autodeterminación.
Con anterioridad, la «soberanía popular» había sido entendida
como una restricción o inversión de la soberanía del príncipe, la
cual descansa en un contrato entre pueblo y gobierno. En cam-
bio, Rousseau y Kant no entienden dicha soberanía como una
transferencia de poder político de arriba abajo o como un reparto
de poder político entre los partidos. De modo diferente, para
ellos, la soberanía popular significa más bien la transformación
de poder político en autolegislación (1992: 15).
Y más aún, seguramente, no sea la cultura la responsable de
lo ocurrido en la economía, sino la imperiosa necesidad de man-
tener el sistema económico la que ha modificado los parámetros

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 121

culturales19. Sí, quizás sea una afirmación de corte marxista en


vez de weberiana, pero la responsabilidad de los dirigentes políti-
cos de los años 80, al intentar expandir el capitalismo sin fronte-
ras, se encuentra también en la búsqueda de unos términos cul-
turales falaces para confundir al ciudadano: «democratizar el ca-
pitalismo», «la felicidad consumista», «el precio de ser alguien»...
El trasfondo de los caracteres culturales tiene un fuerte com-
ponente económico: el homo oeconomicus, la maximización del
beneficio, el dilema del prisionero, la elección racional, etc. ¿Qué
fue antes, el huevo o la gallina? ¿Fue necesario configurar un ethos
cultural consumista para mantener el sistema o el sistema es así
por culpa de los valores culturales? Seguramente, Bell apostará por
la segunda de las razones, pero si algo ha sido maleable en el últi-
mo tercio de la sociedad del siglo xx, probablemente, en nuestra
opinión, ha sido la cultura.
Habría que recordar el término de la «cultura de la indiferen-
cia» planteado por Josep Ramoneda, y que corresponde a una
mercantilización de la sociedad. Es decir, a la supremacía de la
economía sobre los otros dos ámbitos.
La situación de crisis no es casual: está estructurada sobre
unos valores culturales determinados. Entre ellos aparecen la ma-
nera de entender el éxito individual; la disociación entre consu-
midor/ciudadano (con la primacía de uno sobre otro); las exigen-
cias de la economía sobre la política, o la vulnerabilidad de la
democracia (considerada un estorbo). Hemos construido la pirá-
mide social en sentido inverso al que ahora necesitamos para salir
de la crisis; hemos cimentado toda nuestra sociedad sobre la eco-
nomía, maximizando el carácter económico del ser humano
como un producto también del propio mercado, sin frenar las
graves consecuencias sociales y humanas que ello tiene. El origen
de esta crisis económica tiene una honda raíz en sus valores mer-
cantilistas y egoístas, en el exceso mismo del capitalismo, en la
avaricia de ganar dinero por el dinero mismo.
Un hecho al que podríamos describir como la «torre de la
arrogancia», el título de la ya mencionada obra de X. C. Arias y
19
Ya observamos a la hora de desarrollar el tema del arte posmoderno que
este no había transformado a la sociedad, como pensaba Bell, sino al contrario.

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122 Ana Noguera y Enrique Herreras

Antón Costa. Un ensayo en el que estos catedráticos de Política


Económica nos advierten que, para comprender en toda su com-
plejidad el proceso que ha traído la actual crisis, es necesario cru-
zar la frontera de la economía para adentrarse en otras materias
sociales como la política, la sociología o la ética. Por eso señalan
lo siguiente:

Es preciso escuchar la voz de los economistas, que enfati-


zan los fallos de la regulación y de las políticas, pero también
la de otros científicos sociales y pensadores, que ponen el
acento en las causas éticas y culturales, y en las consecuencias
sociales y políticas que para la democracia pueden llegar a te-
ner una salida equivocada a la crisis (2011: 10).

Ciertamente, como siguen diciendo Arias y Costa, el equili-


brio se rompió a partir de los años 80, coincidiendo con el pro-
ceso de globalización y desregulación: la política perdió su auto-
nomía en el gobierno de la economía a favor de la hegemonía casi
absoluta de los mercados financieros desregulados, que quedaron
liberados de cualquier control público que les hiciese incorporar
consideraciones relacionadas al bienestar social en sus decisiones
de inversión (2011: 11).
Por ello, a la arrogancia del mundo de las finanzas, se unió la
arrogancia de sujetos políticos —abundantes en los bancos cen-
trales—, que fueron adoptando estilos cada vez más tecnocráti-
cos de gobierno para aplicar «políticas óptimas», con apenas res-
quicio para la duda.
A partir de aquí, podemos señalar que nuestro concepto ac-
tual del ser humano es también un concepto cultural, y hemos de
desandar lo andado, para encontrar una visión diferente.
Esta construcción de la pirámide, que ha facilitado la explo-
sión de la crisis actual, tenía unas condiciones previas: la desapa-
rición del bien común; la búsqueda de proyectos individuales y
no colectivos; la falta de interés en la participación social; el
consumismo como sustitutivo de la felicidad, y la creación de
un individuo metodológicamente individualista, con una ra-
cionalidad económica estrecha, desatendiendo su papel como
ciudadano.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 123

Esta es la contradicción que se ha dado finalmente. No ha


ocurrido, como plantea Bell, a raíz de «la discordancia entre los
tres ámbitos», sino la supremacía indiscutible de un ámbito, el
económico, sobre los otros dos, el político y el cultural, lo que ha
obligado a que estos últimos pierdan su razón de ser.
En la introducción que realiza Galbraith a su revisión de La
sociedad opulenta señala que «el sector privado de nuestra eco-
nomía ha ganado enormemente en protagonismo y recompen-
sa y, con todo ello, en opinión y fuerza en el ámbito político»
(2004: 10).
Necesitamos avanzar, además de en cantidad, en la calidad de
la democracia, porque existe una grave crisis de legitimidad debi-
do fundamentalmente a dos causas: por las decisiones que se to-
man sin ningún carácter democrático, pero que convulsionan la
vida social y política de los ciudadanos, y por la impotencia que
la ciudadanía siente en relación con el comportamiento de sus
representantes políticos.
Sin decisiones democráticas, sin valoraciones éticas, con el
único principio del «todo vale» y teniendo como única religión
el consumismo, la globalización económica ha consolidado al di-
nero como objeto de culto sagrado y único fin a conseguir. Si no
lo cambiamos, la globalización acabará devorando a los derechos
humanos.

4.1. El divorcio entre capitalismo y democracia

Si la economía está en crisis como sistema es, fundamental-


mente, porque su «elevación» en la espiral consumista no es resis-
tible con los deshechos que genera, tanto en la limitación de re-
cursos como en los expulsados del sistema social; la política no
puede continuar sin replantearse el sentido y funcionamiento de
muchas de sus instituciones.
Es bajo ese punto de vista donde surge un planteamiento de
Bell al que no le falta razón. Porque, según el filósofo, si bien
capitalismo y democracia históricamente han surgido juntos, no
hay nada que haga teórica o prácticamente necesario que ambos
estén uncidos al mismo yugo.

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124 Ana Noguera y Enrique Herreras

Norbert Bilbeny (2008) advierte que de los dos grandes mi-


tos de la política moderna occidental, Estado y mercado, solo se
mantiene firme el último. El problema del Estado no es solo de
tamaño, sino de fondo, el de la democracia, porque la política no
puede ser ignorada sin que repercuta globalmente en perjuicio de
lo público, solo la necesidad de lo público justifica la existencia
de la política.
Si algo se ha contrastado en el siglo xxi es que capitalismo y
democracia funcionan de forma separada.
El ejemplo más significativo lo tenemos en China, que com-
bina una estricta tradición cultural con un sistema político co-
munista y una economía radicalmente capitalista.
Aunque Estados Unidos sigue manteniendo el liderazgo de
primera potencia mundial, el mapamundi ha variado sustancial-
mente, arrinconando a Europa a una posición de segunda divi-
sión y con la aparición de un nuevo gigante, China, que consti-
tuye hoy, no solo la segunda potencia económica, sino también
el país con el presupuesto de defensa mayor del mundo (tras Es-
tado Unidos), dispuesta a romper su silencio haciendo valer su
nuevo papel en este siglo.
Eso no quiere decir que en Estados Unidos no pervivan algu-
nos de los problemas que Bell señaló en su libro, como la necesi-
dad de elaborar políticas sanitarias, educacionales y de bienestar
social, o la excesiva profesionalización de una sociedad tecnocrá-
tica, entre otros. Lo que habría que analizar es por qué no se ha
producido la predicción de Bell de un descenso irreversible del
poderío político y económico norteamericano en el mundo.
Estados Unidos no ha aplicado la lógica del imperio, denostada
por Bell, sino que en sus acciones políticas se ha producido un
giro, quizás imperceptible en el día a día, pero que tiene conse-
cuencias en el mantenimiento del liderazgo norteamericano,
como por ejemplo, su relación con los países asiáticos, estable-
ciendo unos cauces de entendimiento con países como Japón; su
resolución en la crisis económica del 2008, tomando medidas
expansivas y de compromiso de gasto social, frente al «austericis-
mo» europeo, al tiempo que algunas de las cabezas visibles de la
bancarrota eran llevados ante la justicia; o el desbloqueo de rela-
ciones comerciales y políticas con eternos enemigos como Cuba.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 125

Mientras tanto, Europa sí se ha visto arrastrada y difuminada


en su papel de potencia mundial. El estancamiento europeo está
llevando a la desmembración del proyecto de Unión Europea, a
la desesperación de muchos de sus ciudadanos que han dejado de
confiar en un proyecto común, a la inestabilidad del euro, a la
ruptura de una Europa a dos velocidades, a las convulsiones so-
ciales internas, y a la pérdida de lo más importante de Europa: su
alma, su proyecto de identidad de justicia, su Estado de bienestar,
su ética política.
Por contraposición, la aparición del gigante asiático, China,
seguida de la explosión demográfica e industrial de la India, con-
lleva también nuevas contradicciones al sistema. El capitalismo se
ha asentado en los países llamados «comunistas» con tal fuerza
que convive sin una regulación política; la base cultural de China
o India no es el liberalismo político de las sociedades occidentales
ni sus valores provienen de la ética calvinista o del catolicismo
recalcitrante. Estamos ante un nuevo experimento, basado en un
sistema económico sin escrúpulos, sin ética de la responsabilidad,
aplicándose a unas tradiciones milenarias, con hambre de progre-
so, con mucha desigualdad social, pero sin grandes convicciones
en los derechos occidentales.
Aunque, como ya hemos comentado, el análisis de Daniel
Bell está condicionado por la época y circunstancias en las que
vive, sí se reproducen algunos esquemas. El enemigo común y
cohesionador es el fundamentalismo islámico; perviven los dis-
turbios raciales y culturales; la juventud se encuentra deslumbra-
da entre Wall Street y Google; y Vietnam ha sido sustituida por
Afganistán e Irak.
Pero el divorcio entre capitalismo y democracia no es «una
contradicción cultural» para Bell, quizás porque sitúa a ambos en
el mismo plano sistémico, en vez de pensar que la democracia no
es tan solo un instrumento o herramienta, sino un modo de vida
que puede ser la base moral que sustente las superestructuras
como la económica o la cultural.
Hasta el presente, bien sea por la tradición marxista o bien
sea por la liberal, el sistema económico ha sido regulador de la
estructura cultural, convirtiendo a la democracia en una conse-
cuencia de la libertad de mercado y de los derechos individuales.

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126 Ana Noguera y Enrique Herreras

Ahora bien, en ningún caso se plantea que puede ser al contrario,


es decir, que sea la democracia la que fomente unos valores socia-
les que regulen la producción económica. Para ello, habría que
entender que la democracia trasciende a las reglas políticas con-
virtiéndose en un hacedor de valores morales.
Se nos ha repetido que no hay democracia sin mercado. Pero,
en un mercado global donde los oligopolios son absolutos y hay
poco espacio para la libre competencia en condiciones de igual-
dad, ¿esto es real? Da la impresión de que es al contrario: para que
la democracia funcione hay que regular al sistema económico
para permitir que crezcan las libres iniciativas; si no es así, y el
mercado campa a sus anchas, se malogra la democracia y los de-
rechos tanto individuales como sociales.
La regulación de los mercados sigue siendo una pieza impor-
tante del actual dominó mundial, pero no somos ajenos a que los
estados, en la globalización, han perdido buena parte de sus po-
sibilidades de realizar dicha regulación. Porque, mientras el Esta-
do pudo intervenir en la economía, la legitimación y justificación
del quehacer de la empresa se diluía en su contribución al Estado.
Sin embargo, la señalada globalización ha provocado la pérdida
del control democrático de aspectos clave de una política econó-
mica, pero ello no significa que el Estado social de derecho deba
desaparecer. Más bien, como ya vimos, el Estado debe seguir
manteniendo sus funciones, aunque haya retrocedido su papel
como responsable único de lo público.
En cierta manera, la globalización es un desafío, no solo en el
ámbito de lograr una gobernanza mundial, sino en el de encon-
trar una forma política que pueda recoger la participación ciuda-
dana en decisiones supranacionales. Y ello es así porque la socie-
dad civil actúa cada vez más de manera transnacional20.
Esto es lógico que acontezca frente a la ya mencionada pérdi-
da de capacidad de decisión y control de los estados. Como con-
trapartida a este hecho, habría que advertir que la economía ética

20
Habría que valorar en este sentido el movimiento del 15M, sobre todo
cuando se habla del contrapoder de las redes sociales. Para conocer las deman-
das del movimiento indignado es muy ilustrativo el libro publicado online
Democracia distribuida. Miradas desde la Universidad nómada al 15M.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 127

puede fomentar una comunidad a partir de estructuras económi-


cas mismas del mundo moderno ya que uno de los retos actuales
más importantes y significativos, como subraya Conill (2004), es
hacer compatible el mecanismo de mercado y las exigencias de
justicia. Por otro lado, estaría la potenciación de las posibilidades
de la sociedad civil, en el sentido básico, como ya expusimos, de
la existencia de otros agentes que también deben hacerse cargo
de un papel importante, porque los consumidores tienen poder
con respeto a las actuaciones de las empresas, ya que es bien sabi-
do que la pérdida de confianza puede poner en serios problemas
a una empresa.
Por tanto, aquel presagio de M. Friedman (1970), cuando
afirmaba que pocas tendencias podrán minar de una forma tan
completa los mismos fundamentos de nuestra sociedad libre
como el hecho de que los responsables de empresa acepten una
responsabilidad social en vez de intentar obtener los mayores be-
neficios posibles para sus accionistas, ha quedado no solo obsole-
to, sino contradicho por los acontecimientos. Ahí está el éxito
de las inversiones «verdes», por ejemplo. Ahí está el concepto de
responsabilidad social de la empresa, que, aunque haya habido
mucha falsedad, al menos el concepto se ha introducido en el
lenguaje actual.
Esta reflexión la corrobora Jáuregui, al señalar que «el ser so-
cialmente responsable se haya convertido en un factor de compe-
titividad es el más claro signo de uno de los mayores errores del
Sr. Friedman» (2007: 25). Un economista que, por cierto, ya
empezó a advertir21 que la doctrina de la «responsabilidad social»
implica la aceptación de la idea socialista de que los mecanismos
políticos, no los mecanismos de mercado, son el camino adecua-
do para determinar la asignación de recursos escasos para usos
alternativos. Por ello, denunciaba que la doctrina de la RSE to-
mada en serio extendería el alcance del mecanismo político para
todas las actividades humanas.

21
Es bien conocida la postura de M. Friedman al poner en duda la respon-
sabilidad de la empresa si esta va más allá del beneficio económico y cumpli-
miento legal. Uno de sus mayores argumentos es la vaguedad del significado de
este concepto.

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128 Ana Noguera y Enrique Herreras

Es cierto que la RSE responde a fuertes demandas sociales,


pero no menos cierto es que la realidad económica también exige
nuevas fórmulas de gestión que revitalicen un sistema de econo-
mía de mercado que ofrece una versión, muy deteriorada y casti-
gada por demasiados acontecimientos negativos. La actual crisis
financiera está llena de ellos. Pero ¿se ha aprendido la lección?
Para aprender la lección necesitaríamos del señalado carácter
voluntario de las empresas, pero al mismo tiempo del fomento de
la «ciudadanía económica» en la empresa y en el contexto social.
Porque la ley no basta. En este camino reaparece la discusión so-
bre la relación entre ética y beneficios, entre responsabilidad y
beneficios.
Porque hablar de RSE es determinar cómo puede mejorarse
la contribución del sector privado de la economía al fortaleci-
miento del modelo social y a la solución de los principales pro-
blemas y desafíos económicos, sociales y ambientales. Andrew
Markley subraya que las cuestiones en relación con la pobreza, la
creciente población mundial y el medio ambiente son mucho
más propensas a ser abordadas con éxito a través de la visión tra-
dicional del papel de las empresas en la sociedad acoplado a un
gobierno eficaz, a una sociedad civil dinámica y a una ciudadanía
activa.
Y en ello la sociedad civil tiene un gran protagonismo, lo cual
no quiere decir que debamos arrinconar a la política. Porque una
cosa es decir que la política lo es todo, y otra obviar su importan-
cia. La política todavía tiene mucho que decir y aportar en todo
esto. Una política que, aunque haya reducido su poder frente al
mercado, puede ayudar, debe ayudar, a fortalecer las organizacio-
nes cívicas que protagonizan aspectos fundamentales de la activi-
dad empresarial y la participación de todos aquellos sectores de la
sociedad afectados por sus actuaciones. Una política, en resumi-
das cuentas, que debiera colaborar en la elevación de la concien-
cia de los ciudadanos sobre la importancia de la RSE, y al mismo
tiempo, potenciar la actividad de control de las organizaciones de
consumidores, y de la acción pública de las ONG dedicadas a la
cooperación al desarrollo. Y viceversa, no lo olvidemos, unas or-
ganizaciones que se conviertan en un contrapoder para que estas
políticas se hagan realidad.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 129

Debiéramos, pues, abrir la ética aplicada a la economía y a la


empresa. Una ética que podría sintetizarse con la siguiente idea
lanzada por la catedrática Adela Cortina en una conferencia im-
partida en la Fundación Étnor: «Difícilmente tendremos una so-
ciedad ética si nuestras empresas no se comportan de una manera
ética». Por otro lado, podríamos decir, con Isabel Tamarit, que en
el actual mundo globalizado el sector empresarial es un motor
clave para la reducción de la pobreza (2007: 276).
Es en ese contexto donde la política también debiera fortale-
cer las expectativas de la sociedad sobre el comportamiento de las
empresas respecto a estos temas. En fin, retomando a Jáuregui,
«lo inteligente es convertir la responsabilidad social en una exi-
gencia competitiva y hacer converger la necesidad de las empresas
de mejorar su imagen corporativa con las exigencias sociales o
laborales que lo permitan» (2007: 26).
A decir verdad, una convergencia de intereses entre empresas
y sociedad puede descubrir nuevas posibilidades para mejorar el
mundo.
Observamos, por tanto, que la respuesta de Daniel Bell es
bastante endeble, sobre todo cuando dice que la contradicción
cultural se produce al abandonar el capitalismo moderno las ba-
ses morales que lo vieron nacer.
En la misma línea lo analiza Francis Fukuyama cuando plan-
tea: «¿Está el capitalismo moderno destinado a socavar su propia
base moral, y por lo tanto a provocar su propio desmoronamien-
to?» (2000: 314). Unas sociedades modernas, según Fukuyama,
que parecen destinadas a ser más ricas a nivel material, pero más
pobres a nivel moral.
En su libro La gran ruptura (2000), Fukuyama expone un
apartado titulado «¿Contradicciones culturales del capitalismo?»,
donde se basa fundamentalmente en dos planteamientos: el de
Joseph Schumpeter, quien sostiene que el capitalismo tendía a
producir una clase de élites que era hostil a las mismas fuerzas
que habían posibilitado su aparición; y en Daniel Bell para
quien, como ya hemos visto, una élite cultural se opone sin
cesar a todos los valores de la clase media y acaba por destruir la
base productiva de la sociedad de mercado que posibilita su
propia existencia.

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130 Ana Noguera y Enrique Herreras

Por otra parte, Fukuyama advierte que el capitalismo no se


ha desmoronado aún, ni tampoco se ha minado a sí mismo, por
lo que se puede aceptar que el capitalismo es a menudo una fuerza
perjudicial y destructiva que deteriora las lealtades y las obligacio-
nes tradicionales, pero también genera orden y establece normas
nuevas para sustituir las que ha destruido. Es decir, es probable,
en su opinión, que el capitalismo sea un creador neto de normas.
«El progreso del capitalismo a un tiempo mejora y perjudica la
conducta moral» (Fukuyama, 2000: 31).
Siguiendo el razonamiento de Fukuyama, la operación de
mercado y el altruismo recíproco, no siendo lo mismo, guardan
cierta relación, porque se fomentan hábitos de reciprocidad que
trascienden de la vida económica a la moral, por lo que, en mu-
chos casos, resulta difícil mantener la dicotomía entre la conduc-
ta egoísta y la moral. Para él, el problema real de las sociedades
capitalistas modernas no está en la naturaleza del intercambio
económico en sí, sino más bien en la tecnología y el cambio tec-
nológico.
El origen de la Gran Ruptura, como él dice, está en que el ca-
pitalismo es tan dinámico que modifica sin cesar las condiciones de
los intercambios que se producen en las comunidades humanas, y
que afecta tanto al intercambio económico como al moral.
Y la solución será, en su opinión, una vuelta a la tradición
religiosa, no porque la gente acepte la verdad de la revelación,
sino «porque la ausencia de comunidad y la fugacidad de los lazos
sociales del mundo secular hacen que esté sedienta de ritual y
tradición cultural» (2000: 245). Una posición coincidente con la
de Daniel Bell, quien muestra una añoranza hacia el origen del
nacimiento del capitalismo y los valores del protestantismo.
Mientras que en el ámbito político y económico la historia
parece ser progresiva y direccional, en el terreno social y moral la
historia parece ser cíclica, nos dice Fukuyama, ya que, según su
opinión, el orden social aumenta y disminuye en el transcurso de
varias generaciones.
Pero debemos insistir en otros planteamientos claramente di-
ferentes; por ejemplo, José Antonio Pérez Tapias plantea que «la
difícil comunicación entre los humanos de este abigarrado plane-
ta es nuestro problema, convertido en el drama contemporáneo

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 131

de una ciudadanía mundial» (2007: 15). Y así es, porque los va-
lores morales sobre los que deben asentarse las sociedades moder-
nas no es una vuelta a la tradición o a la religión, ni tampoco a la
confianza en que sean los intercambios económicos suficientes
por sí mismos para generar empatía recíproca, algo que podemos
comprobar en la actualidad cómo brilla por su ausencia. Si algo
falla en las relaciones, como ya hemos señalado, en el mercado y
en la política, es la confianza, valor que se convierte en impres-
cindible para recuperar la ética de un sistema; y en la necesidad
de articular la convivencia en nuestras sociedades hemos de bus-
car un principio de justicia, que es imposible de encontrar en un
modelo económico cuyo bienestar y forma de vida no es univer-
salizable al conjunto de la humanidad.
Así pues, el flanco más débil del capitalismo, y que parece
haberse convertido en parte intrínseca de su funcionamiento, es
la desigualdad que genera entre países y ciudadanos. Si esto no se
remedia, habrá que admitir que este modelo capitalista no sirve.
Para hacer frente a la dinámica suicida del capitalismo global, nos
dice Pérez Tapias, hay que replantear el futuro del Estado del
bienestar y no caminar hacia un repliegue claudicante.
Efectivamente, no hay solución en una vuelta atrás, en una
búsqueda en los orígenes de un capitalismo que nunca fue justo
sino condescendiente, porque nunca estuvo exento de problemas
ni de agravios ni de sufrimiento. «Era ridículo, en 1929 o en los
años 60, creer que el capitalismo estuviese agonizando, y es ridí-
culo creer hoy que la forma actual de su victoria constituye el
orden definitivo del mundo», afirma Claudio Magris (2001: 13).
Así es, no podemos hablar de éxito, sino más bien de un ver-
dadero círculo infernal, como subraya Fernando Vallespín:

El nuevo capitalismo ha impuesto una velocidad y unas


condiciones a la competitividad que necesariamente deja atrás
a importantes sectores sociales y a sociedades enteras. El corre-
lativo aumento de la exclusión social daña el tejido social y las
fuentes de la solidaridad tradicionales, y convierte a los indivi-
duos en mero objeto de procesos que se escapan a su control,
no en los sujetos activos que presupone la ciudadanía demo-
crática (2000: 17).

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132 Ana Noguera y Enrique Herreras

No se pueden asentar las bases morales del sistema capitalista


en una globalización económica tremendamente injusta, en una
dinámica del mercado absolutamente individualista, en la exclu-
sión y marginación de una gran parte de la ciudadanía, en una
creciente desigualdad que insulta a la razón, o en acusar a la tec-
nología y la ciencia de los cambios imparables del sistema, cuan-
do el propio sistema ha necesitado formar un homo oeconomicus
cuya convicción cultural es que todo tiene precio y no valor, in-
cluido sus propios semejantes.
¿Podemos seguir manteniendo un sistema democrático polí-
tico bajo estas condiciones económicas que sitúan a una parte de
la población fuera del sistema?
Las democracias precisan de razones, de un suelo firme, de
unos principios, pero también de mitos que ayuden a su pervi-
vencia, a la conformación de una cultura democrática, ya que, de
lo contrario, pueden quedar en un mero marco constitucional
vacío de contenido, de auténtica vida democrática22.
Fernando Rodríguez Genovés (2000) advierte que es nece-
sario preservar ciertos bienes políticos, inherentes al concepto
democrático. Bienes que podemos resumir en: la igualdad de
todos los individuos ante la ley; la aceptación del individuo
como sujeto básico de derechos así como de libertades políticas;
la existencia de un espacio social abierto, la sociedad civil; go-
biernos representativos que cumplan los mandatos y voluntad
de los ciudadanos; la concepción de una idea de ciudadanía
entendida como salvaguardia del cumplimiento de los derechos
y los deberes de los ciudadanos; el establecimiento del imperio
de la ley y de la lealtad constitucional que generen seguridad y
estabilidad en la sociedad y las instituciones; la disposición de
las estructuras del Estado con autonomía y división de poderes;
o la delimitación inequívoca de los ámbitos de lo público y lo
privado.
Siguiendo lo dicho anteriormente, parece pertinente recupe-
rar la teoría de Amartya Sen, especialmente cuando en su obra

22
Para profundizar sobre la relación entre tragedia y democracia véase el
libro La tragedia griega y los mitos democráticos, de Enrique Herreras, publicado
por Biblioteca Nueva, 2010.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 133

Bienestar, justicia y mercado afirma que lo más reprobable es «la


presunción de que el mecanismo de mercado es todo lo que ne-
cesitamos para alcanzar el bien común» (1997: 16).

4.2. ¿Quién gobernará la globalización?

La globalización ha venido para quedarse, no es una moda ni


algo remediable, es «un logro evolutivo de la sociedad moderna»,
nos dice Fernando Vallespín (2000: 31). Pero ¿estamos prepara-
dos para gobernarla?
El siglo xx fue un siglo convulso, de grandes batallas y gue-
rras, de crisis económicas dramáticas, de conflictos en derechos
humanos, que finalizó con un desencanto en el sistema democrá-
tico de representación. También fue un siglo de consensos políti-
cos, de la creación del Estado del bienestar, de la mayor época de
paz vivida en las sociedades occidentales, y de la extensión de la
democracia al mayor número de países en la historia. Un siglo de
inestabilidad, como dice Bell, pero también de logros políticos y
de estabilidad democrática. La pregunta es cómo se desarrollará
el siglo xxi; en cierto modo, los factores latentes en el inicio de
este siglo ya lo estuvieron hace cien años.
El inicio del siglo xxi se caracteriza por la desafección demo-
crática y la crisis de representatividad política; la gran crisis eco-
nómica europea del 2008 con la pérdida de puestos de trabajo y
derechos sociales; los grandes movimientos migratorios que
inundan las entradas de Europa por el Mediterráneo; el rebrote
de las identidades nacionales; el crecimiento de la ultraderecha;
los conflictos con el fundamentalismo islámico y sus consecuen-
cias de xenofobia; la dificultad de la intelectualidad por hacer oír
su voz por encima de los griteríos mediáticos; la guerra de Siria
que está enfrentando a Europa con sus propias convicciones.
Las reflexiones de Bell, en torno al nuevo conjunto de inesta-
bilidad y problemas para las economías avanzadas, como el sur-
gimiento de las corporaciones multinacionales o la internaciona-
lización del mercado de capitales, merecen una reflexión serena.
Ya que hoy nos hacemos la misma pregunta que hizo Bell hace
cuarenta años: «¿Quién establecerá los objetivos internacionales?».

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134 Ana Noguera y Enrique Herreras

Como hemos señalado anteriormente en nuestro apartado


La América inestable, Bell advertía que se podrían producir tres
alternativas: que las naciones traten de reducir su dependencia de
la economía mundial, que intenten extender «agresivamente los
controles sobre las corporaciones multinacionales», o que creen
una autoridad internacional con poderes gubernamentales. Bell
advierte que los poderes de los organismos internacionales, como
el Fondo Monetario Internacional, probablemente aumentarán.
Como efectivamente así ha sido si analizamos el papel del FMI
en la crisis europea.
Tampoco le pasó inadvertido a Bell la necesidad de adminis-
trar y gestionar los recursos a escala internacional. Existen recur-
sos comunes a todas las personas del planeta, como los océanos,
el clima y la energía. Pero, como dice Bell, «la diferencia decisiva
—y esto es lo que distingue al mundo moderno del antiguo— es
la escala» (1976: 201).
Efectivamente, ahí nos encontramos, intentado definir un
gobierno a la altura de los problemas mundiales a los que nos
enfrentamos. Por ejemplo, el cambio climático ya no es película
de ciencia ficción, sino que lo padecemos en el día a día de nues-
tros climas, provocando cada vez fenómenos meteorológicos más
extremos. La sostenibilidad ya no es un término de moda, sino
un plan de urgencia. Sin embargo, vemos cómo nuestros gobier-
nos nacionales no tienen capacidad suficiente para corregir, alte-
rar o discutir las decisiones del FMI; países como Grecia o Espa-
ña sufren en su política nacional las imposiciones más drásticas
de este y otros organismos sin poder democrático que los respal-
de. La política no está estructurada para resolver problemas inter-
nacionales: se enreda con cumbres burocráticas, o en comisiones
que no representan a todos los afectados.
Estamos creando sociedades ineficaces, donde transportamos
productos de una parte a otra de la Tierra, en lugar de producir
con los recursos propios de cada ecosistema social. Dilapidamos
energía y contaminamos de forma alarmante porque así lo re-
quiere una economía global en la que el productor busca a su
consumidor en la otra punta del planeta.
En el mismo sentido, Ignacio Ramonet y Noam Chomsky
(1995) señalan el profundo cambio que la globalización produce

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 135

en el mundo de las finanzas, que reúne las cuatro cualidades que


hacen de él un modelo perfectamente adaptado al nuevo orden
tecnológico: es inmaterial, inmediato, permanente y planetario.
Además subrayan que hoy se intercambian instantáneamente,
día y noche, datos de un extremo a otro de la Tierra. Las princi-
pales bolsas están vinculadas entre sí y funcionan en bucle, sin
interrupción.
La globalización económica no ha ido acompañada de una
globalización política, y no parece que sea posible. Quizás, un
gobierno mundial se haya convertido en un deseo irrealizable. O
en todo caso, no estamos hablando de tal deseabilidad. Veamos
por qué.
En la cuarta parte del libro El occidente escindido (2006), Ha-
bermas reflexiona sobre la vigencia, el futuro y las dificultades para
la realización del proyecto kantiano de un orden cosmopolita.
Como se recordará, Kant en su obra La paz perpetua se muestra
crítico con las guerras de agresión y, sobre todo, con el derecho de
los estados soberanos de emprenderlas, pues para él la abolición
de estas es un mandato de la razón práctica. La propuesta kan-
tiana de lograr una situación de paz duradera y definitiva supone
la consideración de derecho, no solo como instrumento para la
paz entre los estados, sino más bien como condición de posibili-
dad en tanto que concibe la paz como una paz jurídica. Es decir,
es el derecho mismo el que debe asegurar la libertad de definir un
marco jurídico que pueda ser reconocido por todos los ciudada-
nos como legítimo, lo cual supone la creación de una Constitu-
ción civil internacional que sujete a leyes a los estados bajo una
comunidad cosmopolita, bajo una república mundial23.
Un proyecto así pretende resolver los conflictos, pues dentro
de un marco político inclusivo tales guerras externas carecerían de
sentido. Más aún, pretende trasladar de nivel nacional al interna-
cional la positivación de los derechos civiles y de los derechos
humanos.
No obstante, la idea normativa de una república mundial
encuentra importantes limitaciones en su aplicación, que Kant
23
Quienes defienden esta opción apuestan por un gobierno mundial, esto
es la universalización de la actual estructura de los estados.

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136 Ana Noguera y Enrique Herreras

no obvia. Y es por ello que, a través de una propuesta de una


asociación de naciones, introduce una concepción más débil de
su proyecto cosmopolita. No se trataría ya de una república mun-
dial, concepto que deja Kant como idea regulativa, sino de una
federación de Estados, aún soberanos, que se comprometen vo-
luntariamente con el mantenimiento de la paz. Porque lo que
inquieta al filósofo de Königsberg es el temor de que un Estado
internacional acabe convirtiéndose en el dominio mundial de un
gobierno monopolizador de la violencia, una «monarquía uni-
versal», algo, por tanto, muy lejano al concepto de república kan-
tiano.
En este sentido, subraya Habermas,

el Estado federal democrático de gran formato (la república


mundial) es un modelo equivocado. Pues no existe ninguna
analogía estructural entre, por un lado, la Constitución de un
Estado soberano que puede determinar por sí mismo qué ta-
reas políticas hace suyas... (2006: 131).

A partir de esta premisa, la apuesta habermasiana es un inten-


to de mostrar las distintas posibilidades que tiene el proyecto
kantiano más allá de la creación de un república mundial, ha-
ciendo evidente —he ahí la novedad— que el Estado no es con-
dición necesaria para los órdenes constitucionales. Por ello, Ha-
bermas, desde la teoría del discurso, sitúa el núcleo de legitimi-
dad en una conjunción de procedimientos, tanto deliberativos
como representativos, a través de los cuales pueda desarrollarse
una formación democrática de la opinión y la voluntad institu-
cionalizada en el estado constitucional.
En dicho contexto, el nivel del Estado-nación resulta impres-
cindible para la creación de una Constitución supranacional legí-
tima. De ahí la importancia que otorga el filósofo alemán, y que
viene apuntando desde su ensayo Facticidad y validez, al papel de
la sociedad civil y la esfera de la opinión pública informal, capaz
de transformar su influencia en poder político generado comuni-
cativamente. Un importante marco de legitimación de un orden
cosmopolita, dado el papel que desempeñan en la formación glo-
bal de la voluntad y su eficacia a la hora de apelar a la conciencia

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 137

moral de todos los ciudadanos, más allá de los límites de sus


estados.
En realidad, Habermas ya está apuntando cómo ha de enten-
derse la democracia en contexto de unión europea y de globaliza-
ción, esto es, en un contexto supranacional.
Dicho esto, regresamos a la actualidad, donde, por una parte,
los gobiernos nacionales se resisten a perder sus propias identida-
des en pro de un gobierno de mayor dimensión. Por otra, tam-
bién se produce una paradoja preocupante, y es que, a mayor
escala, menor democracia; cuanto más alejado esté el poder del
ciudadano representado, menos lo sentirá como propio y estará
menos vigilado, debilitando las estructuras de representación po-
lítica y, por tanto, la fortaleza del sistema democrático.
Las soluciones alternativas que se plantean desde posiciones
de economías éticas o de bien común consisten en reforzar lo
local, «piensa globalmente, actúa localmente». Claramente la rea-
lidad ha impuesto una práctica contradictoria empujada por la
economía global, la actuación global, pero olvidando las conse-
cuencias de lo local.
Aunque, si la solución está en desmontar la economía global
para hacerla más manejable política y socialmente, ¿quién se res-
ponsabilizará de los recursos globales del planeta? Porque esa es la
gran incógnita en cualquiera de los modelos. No podemos seguir
consumiendo recursos ilimitadamente sin que esté amenazada
nuestra propia supervivencia, pero tampoco podemos desenten-
dernos de su distribución.
Que los Estados-nación sean capaces de organizar su propia
economía doméstica puede parecer deseable, aunque no sabemos
si viable en el esquema económico que hemos creado, pero lo que
no pueden es tener capacidad de decisión sobre sus propios re-
cursos cuando son patrimonio del conjunto. ¿Cómo proteger
bosques, selvas, glaciares,... si no existe un compromiso que tras-
pase fronteras?
Gabriel Tortella plantea la disyuntiva a la que nos enfrenta-
mos en el siglo xxi.

Cada vez son más abundantes en el Tercer Mundo las fal-


sas democracias donde, manteniendo las apariencias, se tergi-

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138 Ana Noguera y Enrique Herreras

versan las constituciones, se falsean los comicios y se amordaza


a la oposición. Por lo tanto, aunque vamos hacia una econo-
mía global, capitalista, redistributiva y terciaria, con unas bue-
nas perspectivas de crecimiento, hay grandes nubarrones que
ensombrecen el horizonte (2003: 98).

Entre los problemas que Tortella señala se encuentran las


amenazas de guerra, la superpoblación, la inestabilidad política y
la erosión inexorable de la naturaleza.
A lo que añade Zygmunt Bauman que, si para algunos la
globalización es indispensable para la felicidad, para otros es la
causa de la infelicidad; sin embargo, «la inmovilidad no es una
opción realista en un mundo de cambio permanente» (2006: 8).

4.3. La desigualdad

La desigualdad se ha convertido en el verdadero escollo del


siglo xxi.
Pero antes de entrar de lleno en este acuciante tema, no está
de más recordar algunas cuestiones de fondo sobre la igualdad
sobre las que han reflexionado diversos filósofos, como Rawls,
Sen, Cohen y Walzer.
Y antes de iniciar dicha discusión, habrá que recordar que en
la tradición liberal ha sido frecuente tratar el tema de la lotería
de la naturaleza, esos azares que provocan que las vidas de algu-
nos sean más afortunadas que otros.
Para los liberales, en su sentido radical, no corresponde que
la sociedad intervenga para intentar remediar esas circunstancias,
aunque esto dé lugar a desigualdades, ya que es peor el remedio
que la enfermedad. Por ello, buena parte de la tradición liberal
—no toda, como ya habrá quedado claro más arriba— critica la
pretensión de que el Estado intervenga demasiado en este asunto,
ya que esto puede dar lugar a la creación de una entidad omni-
presente intrusiva en la vida de cada uno. Por ahí andan algunas
críticas persistentes al Estado de derecho o del bienestar.
Para Rawls, en cambio, la naturaleza no es justa o injusta con
nosotros; lo que es justo o injusto es el modo en que el sistema

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 139

institucional procesa estos hechos de la naturaleza (Gargarella,


2010: 41).
Pero es más fácil un acuerdo sobre temas de la naturaleza
humana, como la distinción entre blancos y negros, u hombres y
mujeres, que el de las diferencias de clase. En realidad, dice Rawls,
se puede llegar a más acuerdos en los primeros temas que en los
segundos. No obstante, tanto desde la tradición socialista como
desde el liberalismo igualitario se considera que también deben
igualarse las personas en este último sentido. El problema, el di-
lema, sigue siendo encontrar una respuesta.
Rawls, a través de su renovadora teoría de la justicia ya des-
crita, subraya que los talentos han de ser considerados como
mero producto de la «lotería natural», pero el sistema institu-
cional no debe hacer cargar a los individuos con el peso de la
situación. Otro problema es diferenciar circunstancias arbitra-
rias de las elecciones. Por ejemplo, el esfuerzo es otra fuente de
desigualdad.
A partir de esta situación, Rawls, al que podemos considerar
kantiano en este sentido, habla de la posibilidad de que las perso-
nas puedan vivir autónomamente, es decir, que puedan decidir y
llevar adelante libremente el plan de vida que consideren más
atractivo.
Así pues, frente al utilitarismo, Rawls defiende una métrica
objetiva, es decir, los bienes primarios, y no subjetiva a la hora de
determinar cómo distribuir los recursos de la sociedad de modo
justo. Los bienes básicos son precisos para que cada persona pue-
da satisfacer cualquier plan de vida.
Pero no olvidemos que Rawls parte del llamado Principio de
la diferencia, que supone, como dice Gargarella, «una superación
de una idea de justicia distributiva corriente en sociedades moder-
nas: lo que cada uno obtiene es justo si ha sido asequible a los
demás» (2010: 39).
Rawls no admite la mera igualdad de oportunidades, sino
que las mayores ventajas de los más beneficiados por la lotería
natural son justificables solo si forman parte de un esquema que
mejore las expectativas de los miembros menos aventajados.
Un planteamiento que a los ojos del marxista analítico,
G. Cohen, parece insuficiente, porque, según él, para que una

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140 Ana Noguera y Enrique Herreras

sociedad se considere justa no basta, como piensa Rawls, con que


en ella se asegure la justicia de su estructura básica de las institu-
ciones principales. Cohen se pregunta por el sentido de otorgar-
les mayores beneficios a los más aventajados. Una sociedad justa
requiere, para Cohen, de un cierto ethos, ya que es necesario que
sean justas también las elecciones de los individuos que la com-
ponen.
No basta la presencia de un Estado que fija reglas justas pro-
curando mejorar en todo lo posible la situación de los individuos
más desafortunados. Por lo que, paradójicamente, las exigencias
de justicia que alcanzan a los individuos particulares, no pueden
dejar de lado en su vida cotidiana principios que pretenden hon-
rar en la vida pública.
Por dicho motivo, Cohen (2011) llega a plantearse si una
persona puede ser igualitaria y rica a la vez. Piensa en socieda-
des reales, distintivamente injustas, y en individuos concretos,
sujetos que se reivindican como igualitarios y que disfrutan a la
vez de una situación económica holgada. Unos ciudadanos que
debieran aplicar sobre sus propias vidas las normas de igualdad
que prescriben a sus gobiernos. Porque, como hemos dicho, las
exigencias de justicia no se agotan con la justicia de la «estruc-
tura básica» de una sociedad. Se refiere, claro, al concepto de
Rawls, o el modo en el que las instituciones sociales más im-
portantes distribuyen los derechos y deberes fundamentales y
determinan la división de las ventajas provenientes de la coope-
ración social.
Por su parte, Sen irrumpiría en esta disquisición sobre los
«bienes primarios». Según Sen, al concentrarse Rawls en di-
chos bienes «objetivos», no se percata del modo diferente en que
los mismos bienes pueden impactar sobre distintos individuos, y
que viven en contextos también muy distintos. Por ejemplo, una
persona en silla de ruedas necesita más recursos relacionados con
la movilidad que los que necesita una persona que puede caminar
sin dificultades.
Por dicho motivo, el enfoque de Sen, por tener una preocu-
pación central en la realización de la justicia, parece ser más ver-
sátil que la justicia rawlsiana a la hora de atender a las demandas
de justicia de las sociedades más pobres.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 141

Mientras que las críticas de Sen tienen su eje en los criterios


distributivos de la teoría de Rawls, las objeciones de Cohen radi-
can en el olvido de la aplicación de los parámetros igualitarios en
el marco de las relaciones intersubjetivas.
Tampoco el concepto de bienes primarios le parece convincen-
te a M. Walzer (1997), así como tampoco un único criterio de dis-
tribución —la imparcialidad—, ya que en las sociedades cabe
distinguir varias esferas, en cada una de las cuales es accesible un
bien distinto y tiene que regir por eso un distinto criterio de distri-
bución. Una sociedad distribuye, al menos, bienes tales como ser
miembro de ella misma, seguridad y bienestar, dinero y mercancías,
reconocimiento y poder político, y no puede decirse que el criterio
de distribución de todos ellos sea el mismo, ya que la homogeniza-
ción mata la vida. De ese modo, la aspiración sería crear una socie-
dad libre de dominación desde una idea de igualdad compleja, que
inspira distintos criterios de justicia para los distintos campos.
Y una vez vistos estos pormenores teóricos, tenemos necesi-
dad de aterrizar a las jarras de agua fría que nos tira encima la
actual realidad globalizada.
Pese a que las políticas de las sociedades desarrolladas, funda-
mentalmente del Estado del bienestar europeo, han ido encami-
nadas a corregir las desigualdades entre clases, creando una am-
plia clase media como éxito del consenso políticoeconómico, la
realidad es que la crisis económica del 2008 ha abierto una enor-
me brecha entre ciudadanos y también entre países que, de mo-
mento, parece imparable.
Porque la desigualdad actual adquiere unos matices nuevos.
Principalmente porque la desigualdad ya no es posible combatir-
la con el actual sistema capitalista, aunque este no se encuentre
en crisis; es decir, no solamente la crisis influye en la desigualdad,
sino que a mayor crecimiento económico, más desigualdad social
se produce. Por primera vez, el funcionamiento del propio siste-
ma es el que crea desigualdad.
Así, se rompen algunos mitos que acabaron siendo defendi-
dos tanto por las tesis conservadoras como socialistas, como la
imperiosa necesidad de crecer para repartir. Ahora comprobamos
que no solamente el crecimiento es un requisito para la distribu-
ción, por dos razones:

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142 Ana Noguera y Enrique Herreras

Una, porque el crecimiento no está generando reparto, sino


exclusión, creando un ejército de invisibles al sistema, es decir, de
aquellas personas (o países) que no son necesarios ni tienen nada
que aportar en una producción cada vez más tecnológica y com-
petitiva, que necesita mucha menos mano de obra para producir
más y más riqueza. Así pues, el trabajo ya no es la garantía de
dignidad, ni siquiera de supervivencia. Crecer no se ha converti-
do en un sinónimo de mejores condiciones para la mayoría. La
concentración de la riqueza se ha convertido en el escollo para las
políticas del bienestar.
Dos, porque ya no se puede hablar de crecimiento sin más.
El crecimiento sin límites ya no es posible. No se puede seguir
esquilmando los recursos naturales del planeta, ni se puede se-
guir consumiendo de forma ilimitada, porque no hay recursos
para todos los habitantes del planeta. Pero tampoco se puede
permitir, si buscamos unas políticas de distribución basadas en
la justicia, un crecimiento de riqueza incontrolado. Así que, he-
mos de introducir un nuevo concepto en las políticas del siglo xxi:
la limitación.
Podemos analizar la evolución de la desigualdad. Como dice
Galbraith,

la actitud liberal formal con respecto a la desigualdad ha


cambiado poco a lo largo de los años. Los liberales han acep-
tado parcialmente el punto de vista de la gente acomodada,
según el cual estimular una política que esquilme a los ricos
no es sino una trivialidad grotesca. Sin embargo, el rico con-
tinúa siendo, en conjunto, el antagonista natural del pobre
(2004: 93).

Y, efectivamente, la política tributaria sigue siendo una lucha


entre los intereses de ambos, aunque, cada vez más y en mayor
medida, ha ido ganando terreno en todo el espacio político (des-
de los liberales a los socialdemócratas) la trivialidad respecto a los
impuestos, sin considerar que los efectos de la distribución de la
renta son imprescindibles para una sociedad justa.
«A pesar de sus esfuerzos, los ricos se volverán más ricos y
poderosos. Pierden batallas, pero ganan las guerras» (Galbraith,

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 143

2004: 93). Como puede verse, es muy sustanciosa esta sentencia


de Galbraith escrita hace más de 50 años.
El problema actual es, como señala Zygmunt Bauman, que

los viejos ricos necesitaban a los pobres para crear y acrecentar


su riqueza. Esa dependencia mitigaba el conflicto de intereses
e impulsaba los esfuerzos, por débiles que fuesen, para ocupar-
se de ellos. Los nuevos ricos ya no los necesitan. Por fin, des-
pués de tanto tiempo, el paraíso de la libertad está al alcance
de la mano (2006: 98).

Cuando Galbraith escribió La sociedad opulenta destacó que


la desigualdad había decaído como preocupación económica y
social; esa decadencia se debía a una serie de razones, pero todas
ellas vinculadas a una producción creciente, convirtiéndose en
una alternativa de la redistribución o incluso de la reducción de
la desigualdad. Pero, en la actualidad, ya no es posible confor-
marse con el crecimiento de la producción para acallar el fenó-
meno de la desigualdad, que ha vuelto con más fuerza para con-
vertirse en la pesadilla de las políticas económicas.
Aunque, como advierte Robert Castel, la característica más
específica de la coyuntura actual no es que las desigualdades se
agravan, que efectivamente lo hacen, convirtiendo a los ricos en
más ricos y a los pobres en más pobres, sino que el aumento de
las desigualdades devalúa a los individuos que no están integra-
dos en el sistema económico y no son capaces de mantener
dignamente su supervivencia; los llamados «individuos por
defecto» son remitidos hacia formas inferiores de protección
(2010: 28).
El actual contexto económico desarrolla también una nueva
cultura social que supura también irracionalidad. Por ejemplo,
ante los fenómenos migratorios que se producen a causa de la
creciente desigualdad y como consecuencia de la pobreza. Debe-
ríamos, según entendemos, comprender que la huida de los ham-
brientos en busca de una oportunidad de supervivencia es una
decisión racional, por lo que debería ser imposible encontrar ar-
gumentos racionales que impidan la migración de las personas en
busca de seguridad vital. Y, en cambio, la política actúa de forma

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144 Ana Noguera y Enrique Herreras

irracional, elevando muros constantemente, creando peligrosas


fronteras, sancionando o persiguiendo a aquellos que escapan,
racionalmente, del hambre y la miseria. ¿Cómo justificar que la
migración es una decisión irracional? «El desafío es sobrecogedor:
se trata de negarle al prójimo el derecho a la libertad de movi-
miento que se exalta como el logro máximo del mundo globali-
zado, la garantía de su prosperidad creciente» (Zygmunt Bau-
man, 2010: 102).
En cambio, frente a la racionalidad que debería ser fruto del
propio ser humano, las reacciones culturales se centran en dos
fenómenos: la criminalización de la pobreza y la «aporofobia»24.
Este último concepto, que Adela Cortina definió acertadamente,
define un sentimiento difuso, hasta ahora poco estudiado, de re-
chazo al pobre, al que carece de salidas, al que carece de medios.
Por tanto, no solo debiéramos hablar de «xenofobia» (rechazo al
extranjero), como se repite tanta veces, sino de «aporofobia», que
no significa hostilidad al de fuera, sino a los pobres.

4.4. Necesidades producidas

Así pues, en el modo dominante de entender el capitalismo,


la producción se ha convertido en una pieza clave, al mismo
tiempo que su desarrollo ha supuesto un antídoto contra las ten-
siones sociales al convertirse en el elemento base de la pirámide
cultural del consumismo. Como en un círculo vicioso, la produc-
ción alimenta el consumo y necesitamos consumir para que la
producción no detenga el funcionamiento del sistema económi-
co. «La producción se ha convertido en el centro de una preocu-
pación que hasta ahora había sido compartida por la igualdad y
la seguridad» (Galbraith, 2004: 123).
Efectivamente, la producción ha ocupado una posición su-
prema en la economía y, como contagio, en la política. Se ha
convertido en el objetivo primordial para justificar cualquier de-

24
Este concepto une dos palabras griegas unidas: «áporos», pobre, sin sali-
das, escaso de recursos, y «fobia», temor.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 145

cisión, y nuestras necesidades, que son primordiales para garanti-


zar la producción, son artificiales, moldeadas para los bienes que
se producen.
Porque, como señalaba Keynes, las necesidades de los seres
humanos

están divididas en dos clases: las que son absolutas en el sen-


tido de que las experimentamos cualquiera que sea la situa-
ción en que se encuentren nuestros prójimos, y las que son
relativas únicamente por el hecho de que su satisfacción nos
eleva por encima y nos hace sentir superiores a nuestros pró-
jimos (2011: 365).

Para el sistema económico ha sido necesaria la implantación


de un ethos cultural, el homo oeconomicus, que valorara el éxito
personal como la conquista de necesidades inducidas por el
propio mercado. Y esta ha sido una constante desde los orígenes
del capitalismo y, sobre todo, cuando se produce la metamorfo-
sis ya señalada anteriormente, la que separa la economía de la
ética. Aunque Bell sintiera nostalgia por el calvinismo que pro-
vocó el principio del sistema, la realidad es que el crecimiento
imparable y poco racional del capitalismo es lo que ha fomen-
tado el cambio cultural del ser humano pasando de productor
a consumidor. Así lo señala también Galbraith: «Cuantas más
necesidades se satisfacen, tantas más necesidades nuevas apare-
cen» (2004: 153).
Y aquí se produce también una de las mayores injusticias del
sistema económico y su repercusión sociocultural. La sociedad
valora a los individuos por los bienes que poseen y no por el tra-
bajo que producen, pese a que la producción es el motor del sis-
tema. Porque, ¿qué ocurre cuando el individuo no produce para
el sistema?
Es interesante la respuesta de Galbraith, especialmente cuan-
do señala que cuando la gente no tiene trabajo la sociedad no
echa de menos los bienes que no llegan a ser producidos. La pér-
dida, en este caso, es marginal. «Pero la gente que no tiene traba-
jo sí echa de menos los ingresos que ya no obtiene. En este caso
el efecto no es marginal» (2004: 171).

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146 Ana Noguera y Enrique Herreras

4.5. La pobreza

Alfred Marshall, a principios del siglo xx, señaló que «el estu-
dio de las causas de la pobreza es el estudio de las causas del envi-
lecimiento de una gran parte de la humanidad» (2010). Y así es:
aunque parece que en el siglo xxi seguimos intentando resolver la
pobreza a medida que generamos más y más desigualdad.
El camino que se había escogido para combatir la pobreza
tenía luces y sombras, éxitos y fracasos, pero mantenía una línea
de avance. Según los «Objetivos del Milenio 2015», el reto nú-
mero uno llamaba a la reducción a la mitad, entre 1990 y 2015,
del porcentaje de personas cuyos ingresos fueran inferiores a 1,25
dólares al día. Y, según el estudio realizado, se ha conseguido,
reduciendo la proporción de pobres del 36 por 100 en 1990 al 15
por 100 en 2011.
Esto significa, según dichos Objetivos del Milenio, que la
cantidad de personas que viven en pobreza extrema en el mundo
se ha reducido en más de la mitad, cayendo de 1.900 millones en
1990 a 836 millones en 2015. La mayor parte del progreso ha
ocurrido a partir del año 2000. La tasa de pobreza extrema en
Asia oriental bajó de 61 por 100 en 1990 a solo un 4 por 100
en 2015. En Asia meridional el progreso es casi igual de contun-
dente: un descenso del 52 al 17 por 100 para el mismo período,
y su tasa de reducción se ha acelerado desde 2008, detalla el estu-
dio al respecto.
Las sombras de este éxito lo encontramos en el desigual pro-
greso. El África subsahariana no ha logrado el objetivo. Más del
40 por 100 de la población de esta zona del mundo todavía vive
con en menos de 1,25 dólares diarios en el año 2015 (en 1990
era el 57 por 100), indican los autores del informe. La gran ma-
yoría de las personas que vive con menos de 1,25 dólares al día
vive en dos regiones, Asia meridional y África subsahariana, y
representan casi el 80 por 100 del total de personas extremada-
mente pobres en el mundo.
Ahora bien, si estos éxitos se tuvieron fundamentalmente ha-
cia finales del siglo xix y la primera década del siglo xx, ¿podemos
afirmar que se sigue la misma trayectoria, o nos encontramos aho-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 147

ra con un retroceso grave que pone en peligro lo conquistado hasta


el momento? ¿Somos capaces de contener la pobreza extrema al
mismo tiempo que nuevas formas de pobreza surgen en las socie-
dades desarrolladas como consecuencia del nuevo capitalismo?
Regresando a Galbraith, podemos señalar que

la gente experimenta la pobreza cuando sus ingresos, a pesar


de que sean adecuados para sobrevivir, son radicalmente más
bajos que los de la comunidad. En este caso carecen de lo que
la gran comunidad considera como el mínimo necesario de
decencia (2004: 271).

Y eso es lo que está ocurriendo actualmente en las sociedades


desarrolladas. A pesar de que combatimos los mínimos de pobre-
za basados en la simple supervivencia, se generan índices de po-
breza debido a que una gran parte de la población no dispone de
recursos suficientes para vivir tal y como las sociedades han esti-
pulado. Por tanto, se produce un desfase entre lo que una perso-
na realmente tiene y lo que necesita para estar integrada en el
sistema.
Con la sociedad posindustrial y la entrada de la mujer en el
mundo laboral, la mayoría de las familias pasan a disponer de dos
ingresos, y lo que inicialmente se convierte en un progreso social
y mayor poder adquisitivo, se convierte posteriormente en un
acicate para nuevos productos de consumo y una mayor deuda
de las familias (por ejemplo, con los aumentos de los precios de
las hipotecas).
Este doble concepto de pobreza es lo que Galbraith define en
dos amplias categorías. La pobreza «caso», que la encontramos en
cada comunidad, independientemente de la prosperidad de la
sociedad y de su época, y que se relaciona por lo general con al-
guna característica de las personas que la experimentan (inadap-
tación, mala salud, problemas sociales o educativos, etc.). Y la
llamada pobreza «insular», la que se manifiesta como una isla de
pobreza, donde casi todos son pobres, y que es difícil de explicar
partiendo de la situación individual de las personas.
Como sigue diciendo Galbraith «la mayoría de la pobreza
moderna es típicamente insular» (2004: 273). Pero ¿cómo defi-

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148 Ana Noguera y Enrique Herreras

niríamos la pobreza del siglo xxi que se genera en las sociedades


desarrolladas?
Véase el caso del Estado español. Nuestro aumento creciente
de la desigualdad está llevando a miles de personas al umbral de
la pobreza, pero no se trata de personas inadaptadas por alguna
peculiaridad o características personal, sino por la falta de traba-
jo, por los problemas inducidos por la crisis económica. La estafa
de los bancos, la crisis financiera, la pérdida de miles de puestos de
trabajo, el desmantelamiento del Estado del bienestar, los recor-
tes sociales... están llevando a la marginalidad a numerosos ciuda-
danos que hace unos años estaban perfectamente adaptados, in-
cluso muchos de ellos representaban el éxito del sistema y perte-
necían a la clase media.
No es una pobreza insular cuando el país tiene condiciones
sociales adecuadas (sanidad, infraestructuras, educación, produc-
tividad, etc.) para combatir la crisis, pero tampoco es una pobre-
za caso, puesto que la situación de exclusión se produce de forma
contagiosa y provocada por la crisis del propio sistema económi-
co, y no por causas personales.
Efectivamente, aunque es cierto que la acción del Estado del
bienestar ha conseguido reducir ciertas formas antiguas, en los
países ricos persisten niveles significativos de pobreza, aparecen
nuevas expresiones de pobreza que fomentan la vulnerabilidad y
la exclusión social.
A diferencia de lo que sucede en otras sociedades, en las occi-
dentales ser pobre no entraña riesgos para la supervivencia de
forma inmediata. Las necesidades más básicas de las personas
(alimento, vestido...) no suelen estar en cuestión.
Ser pobre significa no poder desarrollar sus capacidades, sig-
nifica la exclusión social que abarca la marginalización, el aisla-
miento. En definitiva, los pobres son aquellos que se quedan atrás,
como indica la teoría rawlsiana de justicia. Hay otro enfoque que
indica que pobres son a quienes se les priva de condiciones míni-
mas para desarrollar sus habilidades y ampliar sus capacidades.
Y, como ya hemos visto, Amartya Sen ofrece una visión dife-
rente sobre la pobreza y el desarrollo, porque según el economis-
ta, no basta el dinero ni el PIB, sino la calidad de vida y sobre todo
la capacidad que tengan los ciudadanos para conducir la propia

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 149

vida. Habría, pues, que buscar otros criterios más adecuados para
medir la calidad de vida: no es igual, dice Sen, «bien estar» que
«bien ser». No obstante, Sen crítica al bienestar basado en la uti-
lidad por dos motivos:

1 Insuficiencia de la utilidad y bienestar como única fuente


de valor. De ese modo, la agencia sería el reconocimiento
y respeto de la capacidad de los ciudadanos para establecer
objetivos, compromisos, valores, etcétera.
2. El bienestar no puede basarse solo en la utilidad. Habría
que plantear un enfoque fundado en la libertad. Así, el
criterio de satisfacción de los deseos es insuficiente para
evaluar el bienestar de una persona.

Una «necesidad», desde esta perspectiva, no es solvencia o


poder adquisitivo, sino lo que se necesite para conseguir la liber-
tad. No se trata de libertad en abstracto, sino libertad substanti-
va, esto es, la capacidad para elegir, como ya dijimos, la vida que
tenemos razones para considerar valiosa. Lo cual conlleva una
conversión de bienes en la capacidad de las personas para alcan-
zar fines.
La riqueza no es un bien que se busca, sino un instrumento
para obtener otro fin. Porque la riqueza es un medio para obtener
más libertad (frente a la pobreza y la tiranía). Consecuentemente,
Sen habla de una libertad real y no solo liberal. Un poder efecti-
vo, empoderador y no solo considerado como no interferencia.
A decir verdad, el distanciamiento entre economía y ética ha em-
pobrecido a la economía del bienestar y debilitado gran parte de
la economía descriptiva y prescriptiva.
El fin de la economía es, por tanto, crear las condiciones para
que las personas tengan oportunidades reales de elegir libremente
su modo de vida.
A todo esto, y ya vislumbrando situaciones concretas, en las
sociedades industriales la falta de bienes es la que empuja a los
individuos a la marginalidad. Vemos que los nuevos factores de
pobreza se encuentran en la segmentación del mercado laboral,
los cambios demográficos (la nueva composición familiar —una
sola persona, o personas a su cargo), pobreza femenina asociada a

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150 Ana Noguera y Enrique Herreras

la viudedad o monoparentales, el envejecimiento. La nueva po-


breza afecta a mayores de 50 años sin empleo, a jóvenes que al-
canzan los 35 años con situación precaria de inestabilidad laboral,
pensionistas que deben hacer frente a la vivencia de los hijos, fa-
milias separadas con hijos, desahuciados por las condiciones fi-
nancieras, etcétera.
En todos los países ricos persisten niveles significativos de
pobreza, y, aunque el Estado del bienestar ha reducido las expre-
siones de pobreza asociadas a «viejos riesgos sociales», aparecen
nuevas formas: nuevos retos a los que se enfrenta la sociedad
como la pobreza infantil, la falta de oportunidades laborales y de
vivienda para los jóvenes o la dependencia de mayores y discapa-
citados.
Efectivamente, también ha habido un cambio en la configu-
ración de la pobreza. Como dice Jeffrey Sachs, refiriéndose a da-
tos de Estados Unidos, pero que podemos extrapolar cuando se
levanta la voz de alarma respecto a la pobreza infantil en socieda-
des desarrolladas europeas como ocurre en España:

Hoy en día, nuestros niños son el grupo más vulnerable y


asolado por la pobreza. Eso no fue siempre así. Hace medio
siglo, los ancianos eran el grupo social con la tasa de pobreza
más alta, con el 35,2 por 100 de las personas con más de 65
años viviendo en 1959 por debajo del umbral de la pobreza.
Luego vino la expansión de la Seguridad Social y la introduc-
ción de Medicare. La tasa de pobreza cayó entre los ancianos
al 25,3 por 100 en 1969, al 15,2 por 100 en 1979 al 11,4 por
100 en 1989, y al 9,7 por 100 en 2008. Sin embargo, el mo-
delo para los niños ha sido otra historia. En 1959, la tasa de
pobreza entre los niños menores de 18 años era del 27,3 por
100. La tasa cayó al 14 por 100 en 1969, pero luego comenzó
a subir a largo plazo hasta el 16,4 por 100 en 1979, al 19,6 por
100 en 1989, y al 19 por 100 en 2008. Uno de cada cinco
niños estadounidenses crece ahora en la pobreza (2012: 238).

Por ello, existe población en los países ricos con un riesgo de


vulnerabilidad económica que les sitúa en la exclusión social; son
nuevos pobres que componen una clase social marginal, una «in-
fraclase».

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 151

Estos pobres serían los que Anthony B. Atkinson definiría


como aquellas personas que encuentran dificultades para partici-
par en las actividades cotidianas de la sociedad en que viven
(1998: 27).
Dentro de este contexto, Pau y Marga Marí-Klose afirman que
en esta caracterización de pobreza se integran dos tradiciones:

1. La primera se produce sobre la privación que incide en la


exclusión social, y que «abarca un conjunto de vulnerabi-
lidades asociadas a la marginalización, el asilamiento y la
pérdida de vínculos con la sociedad» (2013: 311), enten-
diendo por pobres «aquellos que se quedan atrás». Este
sería el objeto de estudio de la teoría rawlsiana de justi-
cia, abogando para que todos los ciudadanos puedan
participar plenamente de las oportunidades que la socie-
dad ofrece.
2. La segunda, sobre la desigualdad, definiendo a los pobres
como las personas a las que su situación social les priva de
condiciones mínimas para desarrollar sus habilidades.
Este concepto de pobreza es al que se refiere Amartya Sen
con su análisis sobre las capacidades.

Resulta importante considerar, como ya señalamos, esta vi-


sión de la pobreza que aporta Sen, cuestionando la pobreza como
falta de recursos, y alertando que es la estructura de derechos de
una sociedad la que limita la capacidad de las personas para acce-
der a los bienes.
Y también, como ya hemos advertido, en las sociedades mo-
dernas y desarrolladas la pobreza se genera por la falta de acceso a
los bienes y servicios necesarios para estar integrados en una so-
ciedad. En el año 2010, la proporción de personas en situación
de pobreza relativa en los países de la UE27 era del 16,4 por 100.
Las diferencias entre países son notables, como señalan los Marí-
Klose; no solo la crisis económica es la causante del aumento de
la pobreza, sino «el resultado de la conjunción de cambios econó-
micos, sociales y políticos» (2013: 316).
Retomando a Amartya Sen, recordamos ahora cuando nos hace
reflexionar acerca del valor moral de los planes de producción que

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152 Ana Noguera y Enrique Herreras

atienden los deseos de los ricos, incluso de los productos de lujo,


mientras que quedan desatendidas las necesidades básicas (alimen-
tos, vivienda, educación o sanidad) de los pobres (1997: 15).
Por otro lado, para Thomas Piketty hay una forma nueva de
desigualdad, diferente al pasado, que estaba basada en la riqueza
heredada y las propiedades. Es decir, «la sociedad hipermeritocrá-
tica» o sociedad de las superestrellas (2014: 282).
Aunque estos dos tipos de sociedades, la basada en la propie-
dad y la de la riqueza heredada con la sociedad de los «supermana-
gers» pueden coexistir, complementándose entre sí y combinando
sus efectos, si esto sucede, el futuro podría deparar un nuevo mun-
do de la desigualdad más extrema que cualquiera que lo precedió.
No faltan noticias que nos alertan en el sentido que previene
Piketty. Así lo subraya Joaquín Estefanía, en un artículo titulado
«Desigualdad pero también pobreza» (2016), donde advierte que
la élite económica se escinde cada vez más del resto, con el resul-
tado de que actualmente 62 personas poseen la misma riqueza
que los 3.600 millones más pobres del mundo.
Desde finales de los años 70 hasta la Gran Recesión
de 2007, es la época de la revolución conservadora, la treinte-
na opulenta, tiempo de consumismo desaforado en la que
hubo un momento en el que parecía que la codicia producía
resultados. Aumentó espectacularmente la desigualdad, pero
en lo básico fue porque los ricos se escaparon, incrementaron
mucho más la renta, la riqueza y el poder que el resto. Pero ese
resto, a trancas y barrancas, siguió mejorando, y aumentaron
los efectivos de las clases medias de todo el mundo. Se vivía de
un simulacro: vosotros os lleváis la mejor tajada, pero nos pro-
porcionáis trabajo y un cierto progreso. Aumentó la desigual-
dad, pero se redujo la pobreza en el mundo.

Ahora bien, en esta tercera fase, y tal como reflejan los infor-
mes de Oxfam Internacional, así como las instituciones europeas,
se produce un crecimiento exponencial de la desigualdad y de la
pobreza, debido a que las clases medias han visto detenerse la
progresión social. En ese contexto, las personas que se sintieron
pertenecer a las clases medias forman hoy el grupo que el Banco
Mundial denomina «los vulnerables».

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 153

Para terminar con la pobreza, Jeffrey Sachs (2005) apunta


dos objetivos que se relacionan intrínsecamente: acabar con la
situación de extrema pobreza en la que se encuentra una sexta
parte de la humanidad que lucha diariamente por su superviven-
cia, y, en segundo lugar, la posibilidad de que todos los países
puedan subirse a la escalera del desarrollo, con la ayuda interna-
cional que evite barreras comerciales proteccionistas o medidas
desestabilizadoras.
Sin embargo, pese a las medidas realistas que propone Sachs
y al compromiso imprescindible de las instituciones internacio-
nales, existe una fractura entre antes de la crisis del 2008 y des-
pués. Lo que hubiera sido una demanda defendida por Europa y
las sociedades desarrolladas se ha convertido ahora en un escollo,
puesto que muchas cosas han cambiado en estos últimos años,
donde se ha dado paso a una inseguridad alarmante que repliega
los sentimientos universalistas, pero también han cambiado los
instrumentos que pueden producir bienestar, como puede ser el
concepto del trabajo.
Así es, actualmente uno de los factores que inciden en los
nuevos riesgos de pobreza tiene que ver con el cambio del con-
cepto de trabajo. Se pierde la estabilidad laboral y se extiende la
precariedad y la inestabilidad, al tiempo que se modifican las le-
gislaciones laborales fomentando un mercado de trabajo dual,
que propicia claramente la desigualdad y la exclusión a las perso-
nas que no tienen trabajo o que, incluso teniendo trabajo, ya no
tienen suficientes ingresos para vivir con las condiciones sociales
requeridas.

4.6. Un renovado concepto del trabajo

Cuando Max Weber habló del origen del capitalismo apuntó


las características culturales que hicieron posible su desarrollo en
Occidente.
Un origen basado fundamentalmente en el calvinismo como
base cultural, el liberalismo desde posiciones filosóficas, y la
maximización del beneficio como pilar de la economía, lo que
configuró la exaltación del individuo. La combinación de maxi-

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154 Ana Noguera y Enrique Herreras

mizar el interés personal con la defensa de la libertad fomentó la


Europa de los derechos, a través de la política. Sin política no
hubiera existido consenso ni acuerdo social.
La primera fase del capitalismo, la fase comercial, fue durade-
ra; arrancó con el lento declive del feudalismo, y aparecieron
personajes con nuevo poder social como el comerciante, el ban-
quero, los gremios, los profesionales, es decir, la burguesía, susti-
tuyendo los poderes de los monarcas o la nobleza. La segunda
fase, la industrial, supuso la gran expansión del capitalismo, ne-
cesitado de una enorme cantidad de mano de obra, que conllevó
dos nuevos conceptos culturales: la alienación relacionada con la
división de trabajo y la explotación, y la conversión del ciudada-
no en consumidor como instrumento imprescindible para el de-
sarrollo del sistema.
Al final del siglo pasado comienza la tercera fase del capitalis-
mo, el financiero, donde las grandes corporaciones financieras
controlan gran parte de la economía, siendo el grupo dominante,
administrando ahorros de millones de inversores, jugando con di-
nero inexistente, teniendo más poder que los propios gobiernos
nacionales, ejerciendo un poder a la sombra. Como señala Ignacio
Sotelo, en su artículo «La tercera fase del capitalismo» (2015):

En cada una de estas tres etapas de capitalismo comercial,


industrial y financiero, no desaparecen las formaciones ante-
riores, sino que conviven, supeditadas a la dominante en cada
etapa. En el industrial el comercio continúa diversificándose,
y en el financiero no desaparecen comercio, ni industria, aun-
que están sometidos al nuevo poder financiero.

Pero ahora ya no necesitamos empleo ni mano de obra para


que los especuladores o productores financieros aumenten sus
beneficios. Su función ya no es productiva; ya no es necesario
crear fábricas, ni industrias, ni comercio, sino reclutar capital
para reinvertirlo obteniendo máximos beneficios. El dinero ya no
es un instrumento de intercambio, sino el medio y el fin al mis-
mo tiempo.
Esta fase del capitalismo trae consigo una nueva revolución
en la estructura de clases debido a la modificación del mercado

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laboral. Necesita mucho menos empleo, muy especializado, di-


versificado, y sin cargas sociales ni con proyección humanística.
Se habla de la crisis de este capitalismo reconvertido; una
crisis que puede venir por el colapso de los desechos que va gene-
rando su propia existencia: la inutilidad de la mano de obra, la
falta de consumidores o los recursos limitados del planeta. Pero
en realidad, la crisis está en el modelo político y cultural, en la
crítica al sistema económico actual. Ya no hay acuerdo entre la
política y la economía; ya no hay pacto social entendido como
Estado de bienestar o Estado de justicia; ya no importan los de-
rechos ni tampoco los ciudadanos.
Así pues, nos encontramos con un cambio en el concepto del
trabajo.
Durante años, las conquistas de derechos ciudadanos y labo-
rales en Europa iban encaminadas a transformar el concepto del
trabajo, para convertirse en una herramienta, en el instrumento
de liberación, de autonomía personal y de dignidad social de los
ciudadanos. Disponer de un trabajo ha permitido, por ejemplo,
la independencia de las mujeres y la autogestión de sus decisio-
nes, o elevar el nivel de vida de países desarrollados basados en la
formación, la educación y la innovación.
Que el trabajo fuera considerado un instrumento de libertad
personal ha significado:

— Ordenar el tiempo personal, distribuyéndolo en laboral,


personal y familiar.
— Ha permitido aumentar la calidad en la atención a los
hijos, a compartir tareas familiares, a disponer de mayor
bienestar económico en las familias.
— Ha abierto una nueva dimensión personal en el tiempo
de ocio, dirigido a una mayor formación, a una atención
del cuerpo y la salud mediante el deporte, y a un descu-
brimiento del placer de disfrutar del arte y la cultura.
— Ha significado desarrollar la parte cívica de los individuos a
través de su participación democrática en otras actividades.

Pues bien, esto se ha transformado. El trabajo, en general, se


ha convertido en un fin, en un artículo de primera necesidad, en

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156 Ana Noguera y Enrique Herreras

un bien escaso difícil de repartir. Por tener un trabajo y conser-


varlo, supeditamos nuestra convivencia familiar o nuestros pro-
yectos personales. No disponer de un trabajo puede suponer la
ruina de la familia y la destrucción moral de la persona.
Para salir de la crisis, la única medida que el sistema econó-
mico parece entender es recurrir a la disminución de los costes
laborales y a la reducción de los derechos, con el fin de abaratar
la mano de obra. Aunque ello suponga una merma en el bienes-
tar de las personas y de las familias. Porque la realidad es que, con
frecuencia, cuando hablamos de economía, hablamos paralela-
mente de eficiencia, pero no de justicia; el bienestar, la felicidad,
incluso la vida de las personas se pone al servicio de una deman-
dada eficiencia económica. Pero no hablar de «justicia social» su-
pone olvidar en qué consiste la economía y al servicio de quién
está. Y ya vimos como en Adam Smith, la economía iba a la zaga
de la ética.

4.7. ¿Un nuevo capitalismo?

Antes de iniciar este apartado nos interesa recordar el libro de


Michel Albert, Capitalismo contra capitalismo (1993). Y más que
por sus resultados, por la simbología que presenta el título y algu-
nos consideraciones todavía interesantes. Albert venía a decir que
una vez destruido el Muro de Berlín, la hegemonía capitalista, su
triunfo absoluto y sin apelaciones sobre el llamado «socialismo
real» podía convertirse en peligrosa. Nos indicaba que nuestro
futuro se debatía entre esa victoria y ese peligro. Para abordar esta
cuestión, y tal vez para abrir nuevos caminos sin salir de la reali-
dad, había que proponer dos modelos de capitalismo: el modelo
«neoamericano», basado en el éxito individual, el beneficio eco-
nómico a corto plazo y su publicitación; y el modelo «renano»,
que valora el éxito colectivo, el consenso y la preocupación por el
largo plazo. De ese modo, al lado del modelo económico neoame-
ricano, hay otros que pueden ser a la vez económicamente más
eficaces y socialmente más justos (1992: 22). El caso es que Al-
bert ya nos advertía que había empezado una guerra implacable,
secreta e incluso hipócrita: el denominado «capitalismo contra

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 157

capitalismo». ¿Continúa todavía? ¿Se ha recrudecido? ¿O más


bien se ha difuminado tras el triunfo del neoliberalismo?
Veámoslo de otra manera. Hablemos más bien de una tercera
fase del capitalismo en la que encontramos unas características
particulares que conllevan también una nueva cultura social y
unas nuevas relaciones entre la producción y el trabajo:

a) Ya hemos visto que no es la producción el elemento sig-


nificativo del crecimiento del sistema, sino que se produ-
ce la paradoja entre el enorme coste que supone producir
(convenios laborales, costes medioambientales, esfuerzo,
riesgo...), frente a lo «barato» que resulta la expansión del
capital financiero o los abusos de la especulación.
b) Esto ha producido una transformación en el origen de la
riqueza. En cada etapa del capitalismo vemos cómo la ri-
queza procede de un origen diferente: la nobleza, la pro-
ducción o lo financiero. Actualmente, se aprecia que por
cada dólar que se mueve en la economía real, se mueven
300 en la financiera.
c) Se ha transformado también la naturaleza del trabajo ne-
cesario. Ya no se requiere mano de obra en cantidad, sino
especializada y de calidad. Son los intangibles. Las prin-
cipales fortunas ya no son los fabricantes de automóviles.
En la lista Forbes del 2015, entre las 20 principales for-
tunas, encontramos a Microsoft, Telecom, Amazon o
Google, y las que no tienen que ver con tecnología o co-
municación, tienen que ver con ropa como Zara, con
compras por Internet o con el juego (los casinos de Shel-
don Adelson).
d) Ya no hay límites de espacio y tiempo, se han superado
con la tecnología y la globalización. La velocidad de
transformación de los negocios es vertiginosa y su campo
de actuación o las ondas expansivas de sus éxitos o fraca-
sos afectan en cualquier parte del mundo.
e) De la misma manera que la globalización se mueve de
forma presurosa, sus efectos también tienen unas conse-
cuencias exponenciales. Véase: en 1960 el 20 por 100 de
la población mundial de los países ricos tenía 30 veces los

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158 Ana Noguera y Enrique Herreras

ingresos del 20 por 100 más pobre. En 1995 era 82 veces


más. Son muy significativos los datos que ofrece Inter-
mon Oxfam de su último informe 2015, que indica que
el 1 por 100 de los ciudadanos de Estados Unidos ha
acumulado el 95 por 100 del crecimiento económico to-
tal posterior a la crisis del 2009. España es el país más
desigual de la Unión Europea, seguido por Letonia. Y el
agravamiento de la desigualdad es muy alarmante. Basta
con observar que la riqueza de las 20 personas más ricas
de nuestro país equivale a la renta del 20 por 100 más
pobre de la población.
f) Una de las contradicciones más significativas de esta nue-
va etapa del capitalismo tiene que ver con el crecimiento
y sus efectos. Una de las defensas utilizadas en el capita-
lismo industrial ha sido que el crecimiento resultaba im-
prescindible para el reparto y el bienestar mayoritario;
pero ahora el efecto es negativo: a mayor crecimiento,
más desigualdad, pues se produce una concentración
vertiginosa de la riqueza. La desigualdad es un producto
social, y, como señala Karl Marx, fundamentalmente
económico. Pero con una característica muy especial que
no se había dado en otras épocas: nunca como hasta aho-
ra la desigualdad es un producto producido por el propio
desarrollo del sistema.
g) Trabajar ya no es suficiente ni liberador. Como hemos
visto, el trabajo ya no es lo único necesario para mante-
ner el sistema económico, pero lo que es más grave es que
trabajar ya no garantiza la supervivencia del trabajador y
su familia.
h) La economía ha perdido su razón de ser, ya no está vin-
culada con el interés del individuo, ya no sirve para la
mejora del bienestar. Tiene una lógica propia y perversa,
fuera del sistema políticosocial.
i) Desregulación no significa libertad, como se ha defendi-
do desde las tesis liberales, sino al contrario, la desregula-
ción ha permitido la concentración de poderes y la pérdi-
da de la competencia y la concurrencia. La paradoja se
produce porque un mercado mundial libre necesita regu-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 159

lación, si queremos que pueda fomentar la libertad en el


mercado, pero ¿cómo regular un sistema que ha crecido
de forma monstruosa?
j) Ya hemos visto que el individualismo y la globalización
comparten el mismo contexto y se autoalimentan. Ahora
bien, los individuos, cada vez más solitarios, menos pro-
tegidos por el Estado, y con mayor desafección ante el
sistema, necesitan reconstruir identidades. En un mundo
que cada vez es culturalmente más homogéneo, el indivi-
duo necesita identificarse.

Ante todas estas paradojas y contradicciones del nuevo capi-


talismo, solo nos queda sumarnos a las dudas planteadas por Ig-
nacio Sotelo (2015): ¿cómo sobrevivirá la población que no pue-
da integrarse en el capitalismo financiero? Es decir, ¿qué formas
de supervivencia quedan fuera del sistema?
Y ¿qué posibilidades le quedan a la democracia para sobrevi-
vir en el nuevo contexto del capitalismo financiero?

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Capítulo V

Una nueva cultura social

¿Sobre qué fundamentos morales han establecido los neocon-


servadores y liberales económicos su defensa del capitalismo?
Para el utilitarismo, el objetivo es maximizar la suma de uti-
lidades, es decir, su preocupación reside en la agregación de las
utilidades, en su suma, pero no en la distribución del bienestar
entre los individuos; además, otorga una importancia exclusiva al
bienestar incluso sacrificando los derechos de los individuos.
Bajo este parámetro podríamos entender el desarrollo del capita-
lismo y la creciente desigualdad que genera.
Algo que sería incomprensible bajo los parámetros de justicia
de John Rawls —que, no en balde, tiene como un objetivo nu-
clear su crítica al utilitarismo—, para quien la desigualdad de
ventajas socioeconómicas solo está justificada si contribuye a me-
jorar la suerte de los miembros menos favorecidos de la sociedad
(principio de diferencia), o si están vinculadas a posiciones donde
todos tenemos oportunidades equitativas de ocupar (principio de
igualdad de oportunidades). Es decir, no sería una cuestión ex-
clusivamente de «sumar».
Sin embargo, aunque el utilitarismo parece chocar con el
igualitarismo porque le resulte indiferente la distribución con tal

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162 Ana Noguera y Enrique Herreras

de que la cantidad de bienestar sea la misma, ¿podrían las tesis


utilitaristas soportar la aberración del sistema capitalista actual?
Si aceptamos la libertad de mercado tal cual, sin limitaciones
y cada vez de forma más abusiva, se produce un colapso contra
los derechos individuales, puesto que el éxito y el fracaso ya no se
pueden medir tan solo por las oportunidades ni por las capacida-
des, sino que el mayor protagonismo lo adquieren las reglas del
mercado global. Y ¿esta vulneración de derechos es aceptada por
los defensores de la economía liberal, cuando una de sus tesis
principales es la libertad sin más adjetivos ni condicionantes?
¿Por qué se ha atentado contra el Estado del bienestar de forma
tan beligerante cuando ha sido el único sistema capaz de garanti-
zar el desarrollo de los derechos individuales? Si el sistema actual,
el capitalismo financiero y global, es el sistema económico con el
que soñaban los liberales, sin apenas intromisión del Estado (ya
que este se ha convertido más en súbdito que en gobierno), y sin
reglas fijas, ya que es imposible imponer una legislación global
para una economía que se expande fuera de las fronteras naciona-
les, el resultado es penoso, no solo para los defensores de una
justicia social y de la distribución de los recursos, sino también
para quienes han defendido la libertad a toda costa, ya que resul-
ta difícil defender que el sistema económico actual garantiza la
libertad individual.
Ya vimos que las críticas al Estado del bienestar no lo son para
destruirlo, sino para mejorarlo, como Estado social de derecho.
Seguramente no tengamos sobre la mesa un sistema alterna-
tivo con una perspectiva global, aunque sí se tienen claras las in-
eficacias del sistema y los peligros a los que nos enfrentamos, pero
ni los fundamentalistas liberales ni los neoconservadores pueden
atribuirse el éxito, porque no existe éxito en un sistema abocado
al precipicio, a la inestabilidad económica permanente, a crisis
sistémicas cada vez más prematuras, al agotamiento de los recur-
sos naturales y al sufrimiento diario de millones de personas. Sin-
ceramente, esto no es un éxito. Además, como lo hemos compro-
bado con las actuaciones de los bancos que nos condujeron a la
última crisis, la no-ética no siempre es rentable.
Para Daniel Bell, esto sería efecto de la secularización de la
sociedad, ya que, en su opinión, el problema de la modernidad es

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 163

el de la ausencia de la creencia. Esta secularización de la sociedad


ha dejado un vacío que solo puede ser solucionado con una vuel-
ta a lo sagrado, como ya vimos, «a alguna concepción de la reli-
gión». Según Bell, no eran los principios clásicos de la Ilustración
los cimientos necesarios para cohesionar la sociedad.
Ya hemos planteado alternativas como el consenso de Rawls
o la ética del diálogo, pero es momento de seguir otras opciones.
Es el caso también de Ulrich Beck, quien señala que el pro-
blema profundo se encuentra en el tránsito de la primera moder-
nidad (pautas de vida colectiva, pleno empleo, Estado nacional y
asistencial) a la segunda modernidad (crisis ecológicas, indivi-
dualización, globalización, trabajo remunerado en retroceso). En
verdad, han cambiado las coordenadas aparentemente estables.
Nos enfrentamos a una «modernización reflexiva» que, según
Beck, significa «no un cambio en la sociedad, sino de la propia
sociedad, de la sociedad entera» (2000: 25).
Esta segunda modernidad supone una transformación radi-
cal con consecuencias: como se desvanece la estructura de socie-
dad de clases, se profundizan las crisis ecológicas, se abre la bre-
cha entre generaciones, la sociedad del pleno empleo ha entrado
en crisis, y la dialéctica pública de expertos y contraexpertos ge-
nera movimientos democráticos de base. «Se trata de una revolu-
ción de las consecuencias» (2000: 29).

5.1. Hijos de la Ilustración

Bell plantea que las contradicciones políticas, diferentes de


las culturales, derivan del hecho de que la sociedad liberal origi-
nalmente fue establecida en su ethos, sus leyes y sus sistemas de
recompensa para promover fines individuales; pero, seguimos
con su pensamiento, ahora se ha convertido en una economía
interdependiente que debe estipular metas colectivas. Una situa-
ción que se complica por la diversidad de grupos y subgrupos que
conforman la sociedad, a la hora de establecer los límites del tér-
mino colectividad. Cada vez más, la sociedad debe prestar aten-
ción a los derechos y reparaciones de los grupos (más que a los
individuos).

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164 Ana Noguera y Enrique Herreras

Nuestra sociedad global no convive de forma plural, sino


fragmentada. Una fragmentación que se debe a las confrontacio-
nes en la defensa de intereses de los propios colectivos, a veces
irreconciliables entre ellos. Son los colectivos (nacionales, religio-
sos, culturales) los que exigen las garantías de sus derechos, por
encima de los derechos individuales de las personas que los con-
forman, algo que atenta directamente contra los principios de las
democracias liberales.
Paradójicamente, a medida que la globalización se ha im-
puesto convirtiéndose en inevitable, se ha producido un fenóme-
no de retraimiento cultural. Las personas no han experimentado
el mismo proceso de globalización que la economía; es más, la
globalización ha sido un elemento ajeno e inhóspito. Las perso-
nas no hemos aceptado el universalismo como un grado de per-
tenencia o identidad, no hemos adoptado el mundo en su globa-
lidad como propio, haciéndonos responsables del conjunto, sino
que nos hemos refugiado en busca de un comunitarismo cultu-
ral que nos proporcionara cobijo, protección o identidad (da
igual de qué característica), renunciando incluso a nuestros pro-
pios derechos como seres humanos.
La cultura también está sufriendo su propia transformación.
Ya no equivale a progreso, desarrollo, civilidad o universalismo,
sino que tiende a la búsqueda de la identidad. La reacción frente
a la globalización ha sido la jibarización identitaria, refugiándo-
nos en nacionalismos, extremismos, fundamentalismos, o «is-
mos» de cualquier clase que nos proporcionaran una identidad
grupal. Como señala Josep Ramoneda (2010), la querella entre
liberales y comunitaristas ha determinado la modernidad y sigue
siendo nuestra batalla ideológica.
Esta no es la única contradicción que se ha producido. Como
señala Bell, la política ha perdido la capacidad de defensa de los
derechos individuales. Se ha dejado llevar en su toma de decisio-
nes por los intereses de un grupo sobre otro. La crisis económica
actual de Europa evidencia que no hay un intento de defender
derechos humanos individuales, sino intereses grupales: de unas
naciones frente a otras, de unos grupos financieros frente a traba-
jadores, de unos estamentos económicos frente a gobiernos, etc.
Incluso, los ciudadanos están sufriendo el principio más injusto

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 165

que se aplica desde la política: la socialización de pérdidas y la


privatización de los beneficios, algo que va claramente en contra
del interés individual del ciudadano, que hace frente con su be-
neficio personal a las pérdidas producidas por determinados co-
lectivos económicos.
Nuestras grandes ciudades, bajo el epígrafe de la tolerancia y
empujadas por las migraciones, han ido construyendo ciudades
con departamentos estancos, los barrios con identidad propia,
donde allí un inmigrante puede vivir dentro de su propia cultura
transportada a otro confín del planeta (véase Londres, París o
Nueva York), quizás durante todo el resto de su vida, sin necesi-
dad de integrarse en la cultura del país de acogida. Y viceversa.
Esos barrios se han convertido en guetos, que en el mejor de los
casos son atracciones turísticas, pero que se convierten en islas
dentro de la metrópoli. Y, en el peor de los casos, los barrios se
han convertido en refugio del malestar social, de la exclusión, de
la falta de entendimiento entre culturas, y de la marginación.
Ahora bien, según nuestra opinión estamos ante uno de los
problemas más serios y controvertidos de nuestro siglo xxi: ¿cómo
combinar la defensa de los derechos individuales con la división
creciente en la sociedad de colectivos, grupos e identidades?
La política democrática se va a encontrar con serios dilemas.
Por ejemplo, ¿cómo respetar la integración social de determina-
das confesiones que no amparen los derechos de igualdad de la
mujer?
A la democracia le ocurre como «a perro flaco todo son pul-
gas». Tres son los problemas fundamentales que percibimos: uno,
las limitaciones de los Estados-nación para controlar una econo-
mía global; dos, la irrupción en el sistema capitalista de potencias
emergentes como China que no tienen en su cultura las reglas
democráticas, y tres, la división de la sociedad en bloques identi-
tarios que imponen derechos colectivos a derechos individuales.
Una de las contradicciones aparentes de la mundialización
social es la rehabilitación de lo identitario, la búsqueda de la pro-
tección comunitaria frente a una globalización «monstruosa», que
genera inseguridad y desprotección. Pero este repliegue hacia lo
identitario es lo que choca con los valores básicos de la democra-
cia de respeto a los derechos individuales, así como a las manifes-

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166 Ana Noguera y Enrique Herreras

taciones y creencias propias. El problema consiste en preguntar


qué hacer con los grupos que no comparten los valores democrá-
ticos, cuya finalidad es impositiva y expansiva al conjunto de la
sociedad, sin respeto por los derechos individuales de sus miem-
bros como en el caso de las mujeres (que es lo más evidente).
Hemos de recordar la distinción que plantea Alain Touraine
(1997) entre «multiculturalismo» y «multicomunitarismo», es
decir, entre facilitar la libre interacción de las diferencias identita-
rias y la apertura a otras formas y grupos culturales, o la posición
de mantener intactas las diferencias aferrándose a su defensa e
impidiendo cualquier comunicación identitaria.
Y bajo ese parámetro, el de defender nuestros derechos, pero
entendiendo que somos interdependientes y no independientes,
es donde hemos de ubicar la configuración cultural. La indivi-
dualidad y sus derechos, por una parte, y la dependencia social,
por otra, son las caras de una misma moneda, ya que configuran
lo que significa el ser humano.
Pero este ha sido uno de los grandes errores de las teorías
conservadoras. La obsesión por «aislar» al individuo, por ensalzar
su individualidad sin un contexto, por primar una independen-
cia sin soportes sociales, como si las personas no necesitaran la
construcción de su identidad para reconocerse a sí mismos. Para
Robert Castel, «no hay individuos sin soportes y sin Estado»
(2010: 333). En este sentido ahonda Mateo Turnbough cuando
insiste en que es la interdependencia lo que caracteriza al ser hu-
mano y fomenta su desarrollo. «Así pues, el individualismo que
predomina en el contexto occidental va en contra de la indivi-
dualidad» (Turnbough, 2011: 483).
El problema es que el concepto de libertad se expresa en térmi-
nos neoliberales, lo que genera la desprotección, la inseguridad, la
falta de soporte social, la soledad, el aislamiento, y provoca, por
tanto, la búsqueda de una «cultura», sea la que sea, donde el indivi-
duo se desarrolle y se reconozca como parte de un sistema. A la
globalización le ha faltado un sistema cultural que ofreciera «segu-
ridad» para desarrollar nuestro propio concepto de «libertad». Una
libertad entre semejantes. Pero nos hemos visto homogeneizados
culturalmente y no iguales, perdidos en unas identidades modernas
vacuas que han sido incapaces de ofrecer abrigo y pertenencia.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 167

¿Podemos hablar, en la actualidad, en serio del concepto de


libertad? ¿Significa libertad el hecho de hacer lo que más benefi-
cia individualmente por el éxito económico sin mirar las conse-
cuencias devastadoras? ¿Se puede garantizar la libertad del indivi-
duo cuando no se dan garantías de ganarse la vida dignamente?
Una vez más, las tesis conservadoras que han pretendido de-
rrumbar el Estado del bienestar como sistema económico no han
contemplado la importancia de la construcción de valores cultu-
rales sociales que crearan una identidad mundial en la que los
seres humanos pudiéramos reconocernos como iguales y libres.

5.2. Europa y la paz perpetua

«Si Europa estuviera unida un solo día no habría límites para


la felicidad, la prosperidad y la gloria de las que podrían disfrutar
sus habitantes». Estas palabras fueron pronunciadas por Winston
Churchill, en su discurso de 1946 sobre la constitución de los
Estados Unidos de Europa.
Pero ¿qué representa Europa actualmente? Max Weber anali-
zó que el capitalismo solo podía haberse desarrollado en las socie-
dades occidentales de Europa debido básicamente a sus condicio-
nes culturales. En cambio, ahora comprobamos que, desde el
inicio de la crisis del 2008, Europa está perdiendo de forma pau-
latina y precipitada su peso en el mundo. Ya no es representativa,
ni demográficamente ni en crecimiento económico, pero lo que
es más grave y moralmente más reprobable es que tampoco es
líder en la defensa y mantenimiento de los derechos sociales, lo
que debilita profundamente su identidad.
Europa se ha convertido en un problema para los europeos.
La ilusión colectiva de pertenecer a un proyecto único en el que
se preservaba la identidad propia bajo un carácter universal se ha
perdido durante estos años de crisis. Nos encontramos ante la
encrucijada de repensar de nuevo Europa si queremos que siga
significando algo en el desarrollo del siglo xxi.
Lo más esencial del proyecto de la Unión Europea no era
compartir un espacio económico común, aunque posteriormen-
te fuera este el elemento más significativo y reconocible, sobre

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168 Ana Noguera y Enrique Herreras

todo, con la llegada del euro y la eliminación de las fronteras


entre los estados nacionales. Hoy tampoco es la identidad econó-
mica del proyecto europeo su liderazgo, ni internacional ni de
cohesión interna.
El ideal europeo reside en su proyecto moral. En la construc-
ción de un espacio universal, de reconocimiento de las identidades
propias, de la diversidad propia y colectica, pero fundamental-
mente en la cohesión y defensa de los Derechos Humanos. Esas
fueron las características que hicieron que Europa se convirtiera
en un ideal y un sueño para los europeos. Volviendo a la filosofía
de Enmanuel Kant, en busca de la construcción de la paz perpe-
tua, la Unión Europea representó la pieza indispensable para la
aportación de una paz duradera después de los horrores vividos
en la primera mitad del siglo xx.
Para la construcción de esa paz era necesario la democratiza-
ción de los estados nacionales, que Europa estuviera asentada
bajo parámetros de bienestar social, democracia política y justicia
universal: el origen de una comunidad supranacional.
Felipe González (2010), en referencia a estos momentos de
crisis, señala que si no existiera la Unión Europea, los líderes po-
líticos estarían intentando construir un espacio común que nos
hiciera más fuertes y eficaces para afrontarla. La paradoja, como
sigue diciendo González, es que disponemos del instrumento y
nos alejamos de él, cada vez más cargados de euroescepticismo
ciudadano y en un repliegue extraño hacia lo nacional o intergu-
bernamental.
En cambio, hoy no podemos afirmar que el proyecto euro-
peo continúe su camino.
Europa nunca consiguió unir una comunidad de intereses
económicos bajo un proyecto cultural común. Previamente al
estallido de la crisis se han ido configurando numerosos esco-
llos: los conflictos entre los Estados-nación; la inexistencia de
un sentimiento de ciudadanía europea cohesionado; la falta de
políticas globales en materias tan imprescindibles como la in-
migración o el asilo, o la defensa de la socialdemocracia y el
Estado del bienestar como el verdadero corazón del proyecto.
Hace falta, como dijimos ya, comenzar a hablar de un Estado
de justicia.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 169

La Unión Europea tuvo tantos defensores como detractores


en sus propias filas. Fue más fácil de lo que parecía desarticular
un proyecto sin cauces de participación activa, sin un espacio
público europeo compartido, sin una política comprensible a la
ciudadanía.
Hoy resulta difícil entender y defender hacia dónde va Euro-
pa. Y mucho más difícil saber quién gobierna. La eterna disputa
francoalemana parece haber caído en desuso frente a nuevos ac-
tores: la siempre agazapada Gran Bretaña que está y no está a un
mismo tiempo, o la todopoderosa Rusia con sus países satélites
como Hungría incorporados a las reglas del mercado europeo. Si
en algún momento el liderazgo lo representó Ángela Merkel con
el austericismo en una mano y la moralina económica en la otra,
esta autoridad quedó engullida ante la rebelión de los estados
impidiendo la llegada de los refugiados sirios.
La crisis económica del 2008 y el camino emprendido para
resolverla han sido las causas de desarticulación del proyecto eu-
ropeo. Pero la herida de muerte es la recibida por la incompeten-
cia ante la crisis de los refugiados sirios. Seis años después de que
se iniciara el conflicto, un año entero viendo el drama humano
en nuestros medios de comunicación, Europa reacciona asusta-
da, defensiva y egoísta ante la llegada del drama a sus puertas.
Europa queda engullida en cumbres infructuosas, en posiciones
políticas claramente xenófobas, o en vallas que se levantan ce-
rrando fronteras que atacan el incalculable valor del proyecto
moral de la Unión Europea.
Efectivamente, como afirma Sami Naïr, Europa es hoy un
desastre ético.
El principal progreso que los partidarios de una Europa
social, orgullosa de sus valores históricos de libertad, igualdad y
solidaridad, han conseguido desde el estallido de la Gran Rece-
sión de 2008, es que pueden ahora criticar el proyecto econó-
mico liberal impuesto por las élites económicas y políticas euro-
peas, sin ser tachados de «antieuropeístas». Pues el fracaso de
esta orientación es rotundo, y se paga cada día con un paro es-
tructural que golpea a más de 22 millones de personas y una
generación entera de jóvenes sacrificada sobre el altar de la aus-
teridad, con un policentrismo político que empuja a los países

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170 Ana Noguera y Enrique Herreras

europeos a optar por objetivos divergentes, y, por fin, con la


incapacidad de responder de modo unido y solidario a la crisis
de los refugiados, la más importante tragedia humanitaria que
padece Europa desde la Segunda Guerra Mundial (2016).

Sin embargo, Europa sigue teniendo las claves para recompo-


nerse. Si levantáramos la mirada de nuestro ombligo para ver la
evolución del resto de países, podríamos entender que Europa
todavía reúne los elementos para liderar un proyecto moral. Aho-
ra bien, no dispone de liderazgo político para llevarlo adelante.
Y el corazón que bombeaba sus acuerdos de bienestar, la social-
democracia, está en crisis.
La Gran Europa está muriendo dentro de las murallas que
está construyendo para protegerse.

5.3. La crisis de la cultura social

Nunca en la historia de la humanidad la evolución ha sido


tan vertiginosa, ni ha supuesto una ruptura del espacio y del
tiempo. No hay fronteras. Todo se conoce en tiempo real y en
cualquier parte del mundo.
Los efectos de la globalización económica conllevan, como ca-
ras de la misma moneda, una «mundialización» social. Ahora bien,
¿podemos explicar todas las contradicciones sociales, las variedades
y manifestaciones diversas, solamente bajo este concepto?
Según Fernando Vallespín, sería más correcto hablar de «mun-
dializaciones», «ya que es un fenómeno que ni sigue una única
lógica ni repercute por igual en las diferentes sociedades, grupos,
empresas o sectores productivos» (2000: 56). Y esta diversidad de
efectos está provocando una sensación de desamparo e inseguri-
dad, o como diría Ulrich Beck, vivimos en una «sociedad del
riesgo» que nos genera desprotección y falta de criterios morales
en nuestras actuaciones sociales. Vallespín advierte que hoy esta-
mos ante nuevos sentimientos sociales, como el de «orfandad» en
vez del clásico de la «alienación».
Nuestras sociedades viven un progresivo deterioro de los vín-
culos sociales, una creciente sensación de inseguridad social, y una

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privatización del espacio público que dificulta la cohesión social,


pero, siguiendo con el razonamiento de Vallespín, lo que no hay es
una añoranza de las comunidades «tradicionales» como sí ocurría
en el discurso neoconservador de los años 70 y 80, es decir, en la
reivindicación que planteaba el propio Daniel Bell. Lo que existe
es esa expansión del «individualismo», como representación del
capitalismo en los imperativos de la lógica del cálculo, la racionali-
dad estratégica o la competitividad en todos los ámbitos sociales, lo
que provoca desorientación, inseguridad, y, sobre todo, soledad.
Como describe Ulrich Beck, en La sociedad del riesgo (1998),
nos encontramos en una segunda modernidad, caracterizada por
la pérdida de referentes como el Estado-nación, la lucha de clases,
o el pleno empleo. Así pues, en vez de una vuelta a la tradición,
tendríamos dos opciones: un repliegue hacia el individuo-consu-
mista o «la huida hacia las seguridades identitarias fuertes» (Valle-
spín, 2000: 78).
Este repliegue en busca de una comunidad o identidad se
debe también a la crisis que vive el Estado, que, incapaz de con-
trolar la globalización, termina por replegarse en espacios regio-
nales o municipales donde puede ejercer la acción política. ¿Sig-
nifica eso que el Estado-nación ya no es válido?
Aunque hablar de «destradicionalización» no es hablar de
una sociedad sin tradiciones, sino que, como señala U. Beck en
Modernidad reflexiva (1997), lo que se ha modificado es el status
de la tradición. «La tradición, por lo tanto, es un medio de iden-
tidad. Personal o colectiva, la identidad exige significado: pero
también supone el proceso constante de recapitulación y reinter-
pretación», señala A. Giddens (1997: 104). Así pues, la tradición
proporciona un punto de apoyo a la confianza necesaria para la
construcción y continuidad de la identidad.
Siguiendo con Giddens, es muy coherente lo que dice con
respecto a que «la individualización y la globalización son dos
caras del mismo proceso de modernización reflexiva»; ahora bien,
individualización no significa derechos individuales, que es lo
que está en riesgo en el enfrentamiento entre la globalización y el
comunitarismo «corporativo». Ulrich Beck lo aclara al señalar
que «la individualización no está basada en la libre decisión de los
individuos» (1997: 29).

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Ahora bien, después de los atentados de reivindicación fun-


damentalista, ¿podemos mantener que no hay una vuelta a la
tradición, en tanto que quienes fundamentan la religión como
principio y fin de los atentados están reivindicando una vuelta a
los orígenes previos a las sociedades democráticas?
Los atentados terroristas ocurridos a partir del 11S han roto
por completo una idea occidental que parecía estable. Estas ma-
tanzas indiscriminadas tienen un alcance histórico, más allá de la
brutalidad y las pérdidas humanas, porque evidencian una nueva
vulnerabilidad.
En última instancia, si los que mueren de hambre o los que
perecen salvajemente en las guerras declaradas han sido asumidos
con una perversa normalidad es porque eran, o son, muertos pre-
visibles, muertos prestablecidos, cosa que no ocurrió en el ataque
de Nueva York, ya que estas víctimas adquirieron otra dimen-
sión. No estaban previstas para el poder.
Los civiles que han muerto en los bombardeos de Afganistán,
o en Siria, o en Palestina indignan, pero no sorprenden. Sin ir
más lejos, en el atentado en Lahore (Paquistán), donde 72 perso-
nas murieron y más de 340 resultaron heridas (la mayoría muje-
res y niños) en un atentado suicida, ha acaparado muchísima
menos información que el de Bélgica. Tampoco los refugiados en
Jordania merecen la atención mediática. En cambio, las víctimas
de Madrid, París o Bruselas rompen el escenario de la normali-
dad, y eso crea pánico y desconcierto. El mundo es otro desde el
11S, lo cual se va admitiendo a raíz de la crueldad de la repetición
de atentados que ya han alcanzado, en diversas ocasiones, al mis-
mísimo corazón de Europa.
El siglo xxi se enfrenta a un choque de culturas y sus instru-
mentos para buscar puntos de acuerdo están anquilosados o in-
utilizados. Una parte esencial, que correspondería a la democra-
cia y la política como consenso y negociación, porque han sido
subordinadas a la rentabilidad económica; otra parte, que es la
distribución del beneficio económico en un bienestar para todos
porque ha sido aniquilado por el principio de la maximización
del interés personal, llevado al extremo de forma tan obscena que
produce una desigualdad creciente y la marginación de amplias
capas de población.

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Lamentablemente, la democracia, pese a ser considerada ma-


yoritariamente como el mejor sistema que conocemos, no ofrece
la garantía de seguridad y defensa para muchos seres humanos,
que se parapetan en las trincheras del fundamentalismo religioso
para morir y matar en nombre de una causa irracional y llena de
odio.
Esta crisis de identidad cultural que caracteriza al siglo xxi se
encuentra llena de paradojas y contradicciones. Algunas las he-
mos mencionado como el papel del Estado-nación en un sistema
económico globalizado. Pero también se produce en la crisis de
los medios de comunicación.
En ese campo se está desarrollando una discusión que en
cierta medida podemos calificar como otra de las contradiccio-
nes de nuestros días. Nos referimos a la que se produce entre la
libertad de expresión y el derecho a la información. Los medios
de comunicación deberían ser un cauce para la libertad de ex-
presión de los ciudadanos y también garante del derecho a la
información, pero uno de los problemas más significativos es
que las empresas de comunicación utilizan, en general, el interés
social para consolidar y acrecentar el propio interés. Predomina,
pues, la libertad de expresión sobre el derecho a la informa-
ción25.
Para Victoria Camps, la libertad de expresión no solo tiene
límites externos, sino que está sujeta a otros límites intrínsecos
como la responsabilidad (¿las viñetas de Mahoma?), cuya cara
más visible es la ética. Camps define la responsabilidad como la
capacidad de responder de lo que uno hace ante quien tiene de-
recho a exigir unas lealtades o unos resultados.
Para el «liberalismo» —recordando a Mill— la libertad de
expresión es una condición suficiente para la manifestación de
verdad: «Basta con que las ideas se expresen libremente para que
acabe desvelándose la verdad de los hechos» (2010: 151).
La contrariedad es que, una vez dicho esto, tropezamos ense-
guida con un mercado real que no es democrático, y que el mun-

25
No se le puede pedir al ciudadano que participe en la toma de decisiones
si previamente no se le informa correctamente de lo que está en juego en cada
una de ellas.

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do actual es muy distinto del que planteó Mill, ya que «el proble-
ma deriva de la dificultad de las democracias liberales para hacer
compatible la libertad de expresión con la práctica de ciudada-
nía» (Camps, 2010: 153). Porque, añadimos, ¿acaso Berlusconi
no fue varias veces presidente del gobierno italiano con el apoyo
del poder mediático que él mismo ostentaba?
Al fin y al cabo, la democracia necesita de críticos, y los críti-
cos de la democracia. Ante las carencias de la democracia, son
muchos quienes llegan a hacer del derecho de la crítica un valor
absoluto, sin plantearse las responsabilidades de su ejercicio.
Sobre lo dicho, habría que matizar que es muy frecuente que
la apuesta del columnista sea más que por la libertad «de» opi-
nión, por la libertad de «su» opinión. Por tanto, siempre habrá
que estar atentos, y ser capaces de «criticar a los críticos», para
admirar y elogiar su actitud, pero también para descubrir plan-
teamientos demagógicos o la preponderancia de los intereses ex-
ternos a la práctica periodística. Frente al cinismo posmoderno,
debiéramos de recuperar la aspiración a lo que Kant denominaba
«buen uso público de la razón».
Retornando a Camps, queda claro que no se muestra parti-
daria de poner o fijar los límites de la libertad de expresión, aun-
que ello no quiere decir que sea ilimitada, sino que corresponde
a los ciudadanos fijarlos en cada momento:
Los límites a la libertad de expresión impuestos por la
Constitución son límites poco precisos. Y esperamos que nun-
ca dejen de serlo. Deben quedar ambiguos e indeterminados.
Pues al profesional de los medios, al empresario y, en menor
medida, pero también, a los receptores del mensaje mediático,
les corresponde indicar dónde deben ponerse las fronteras de
lo permisible y de lo inaceptable (1995: 132).

Camps, después de señalar que la palabra clave en la que ha


desembocado el reclamo de la ética es autorregulación, subraya
que exigir más ética en los medios no significa exigir más leyes,
sino más control sobre uno mismo.
Pues ni las leyes pueden preverlo todo ni es bueno que lo
hagan en una sociedad que se considera democráticamente ma-
dura.

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Parece asumido que la libertad puede ser peligrosa, pero si


se ejerce sin responsabilidad, además de dañina es no construc-
tiva. La quiebra de la responsabilidad aparece cuando entra en
juego el interés económico, que en el caso de las actuales em-
presas de comunicación es uno de sus intereses primordiales
(1995: 53).
En ese sentido, Camps apuesta por un sistema de «corregula-
ción» que eleve a pública la ética individual, respete la autonomía
profesional, genere un adecuado equilibrio entre legislación y re-
gulación y no deje en manos exclusivamente de las empresas pe-
riodísticas los límites éticos que se deben aplicar a la información.
Y, además, considera que esta corregulación o ‘regulación mixta’
sería un sistema de autorregulación y no de heterorregulación o
regulación externa.
Es importante percatarse de estos considerandos, ya que,
como señala Adela Cortina,

una actividad mediática legítima debe tener en cuenta al regu-


larse a cuantos son afectados por esa actividad, y establecer
aquellas normas que esos afectados querrían como participantes
en un discurso práctico. Lo cual requiere, como serpiente que se
muerde la cola, la existencia de un espacio público en el que
los ciudadanos puedan expresarse libremente (1998: 47).

Siguiendo con Camps, es preciso «elevar a pública» la ética


individual, porque a diferencia del derecho, que se materializa
en una legislación de la que nadie queda excluido, la ética apa-
rece como un asunto individual, que apela a la conciencia de
cada cual y que incluso puede contradecir al derecho y criti-
carlo.
Pero advierte también que la autorregulación no es un
concepto puramente ético o filosófico, ya que es también una
idea jurídica, y recuerda que el Consejo de Europa apuesta por
aceptar una diversidad creciente en las formas de autorregula-
ción.
En consecuencia, dado que uno de los signos definitorios de
la democracia es, en palabras de V. Camps, la transparencia de lo
público, es inimaginable cualquier desarrollo democrático sin el

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buen hacer, interiorizado sensata y autónomamente, de los pro-


fesionales de los medios.
Y por ahí aparecen nuevas contradicciones, como el hecho de
que estamos permanentemente informados, es decir, en el mismo
instante que ocurre un suceso en cualquier punto del mundo,
podemos tener las noticias en tiempo real; en cambio, los medios
de comunicación están en crisis.
Los medios de comunicación están viviendo unos cambios
que se relacionan, sobre todo, con el ámbito empresarial. Además
se percibe una crisis provocada por una saturación del mercado,
por la alianza del sistema informativo con poderes económicos y
políticos, y por el desarrollo tecnológico.
Los periodistas se enfrentan hoy a múltiples desafíos: un
cambio rápido acontecido y por acontecer en la dinámica pro-
ductiva de las empresas de comunicación social, con una implan-
tación de continuos avances tecnológicos. Dicho cambio, en el
ámbito empresarial, está mudando el sentido del periodismo, ya
que si tradicionalmente lo que este lleva en su génesis es ser un
cauce para la libertad de expresión de los ciudadanos y garante
del derecho a la información, el problema actual es que las em-
presas de comunicación utilizan, en general, el interés social para
consolidar y acrecentar el propio interés.
Formulado de una manera general, los medios no solo distri-
buyen mercancías, sino que también difunden todo tipo de ideas.
El discurso periodístico predominante no respeta la realidad,
y más bien trata de influir en ella, cuando no directamente de
fabricarla. En general se habla de dos cambios: empresarializa-
ción y espectacularidad de la información.
Además, como afirmaba Ryszand Kapusciniski (2003): «la
verdad ya no es importante, la lucha ideológica tampoco, lo que
importa es el espectáculo».
Cuando se habla de «cuarto poder» es para referirse a que
estas empresas son un poder fáctico o no formal frente a los po-
deres institucionales clásicos, el ejecutivo, el legislativo y el judi-
cial. Por ello, se empieza a hablar también de «primer poder»,
para remarcar que el poder real reside actualmente en el capital.
La prensa escrita está en crisis por cuestiones de rentabilidad
económica y por la irrupción de Internet. Pero más grave es la

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crisis del periodista que no encuentra medios donde desarrollar


su tarea de investigación y porque la competencia de aficionados,
ciudadanos, organizaciones, asociaciones, etc., que comunican
continuamente a través de la red y la tecnología sus opiniones,
informes y documentos hace que la ciudadanía tenga una diver-
sidad y amplitud de información mayor de la que se ha tenido
nunca; se pueden contrastar opiniones y versiones diferentes, se
puede escuchar lo que cualquiera piensa —esté preparado o
no—, para emitir un juicio sobre un tema especializado. La co-
municación se ha convertido en un maremágnum donde lo
profesional se mezcla con la cháchara, a veces con dificultades de
distinguirlo.
¿Estamos por tanto más informados? No podemos negar que
tenemos más información que nunca, pero generalmente leemos
la superficie de las noticias.
Nuestras formas de comunicarnos, de informarnos, de rela-
cionarnos han cambiado sorprendentemente y de forma vertigi-
nosa. Como señala Moisés Naím, en su artículo «El mundo en
números»,
en 2010, Facebook tenía 600 millones de usuarios activos al
mes. Hoy, en 2016, 1.600 millones de personas lo utilizan
mensualmente. YouTube recibía 24 horas de vídeos cada mi-
nuto, mientras que el año pasado recibió 400 horas al minuto.
En eBay se vendían seis trajes por minuto en 2010 y ahora se
venden 90, en tanto que el número de viajeros que se alojaron
en habitaciones y casas ofrecidas a través de Airbnb saltó de
47.000 a 17 millones. Los artículos disponibles en Wikipedia
aumentaron en 20 millones (de 17 a 37) (2016).

En cambio, nos encontramos ante otra crisis, la del periodis-


ta, ese profesional de investigación dispuesto a llegar hasta el úl-
timo rincón de la noticia, a contrastar datos, a buscar fuentes, a
valorar la información; es también una crisis del conocimiento.
Una de las paradojas de nuestro tiempo: hemos de aprender de
nuevo a leer.
¿Acaso no hay pensamiento alternativo a lo que ocurre? ¿Aca-
so no hay quien diga que no vamos por la vía correcta? ¿Acaso
nadie escribe, habla o piensa?

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178 Ana Noguera y Enrique Herreras

Esa es otra de las preocupantes contradicciones del siglo xxi.


El siglo del conocimiento, de la tecnología, de la ciencia, del des-
cubrimiento de las ondas gravitacionales, de hacer realidad los
sueños del ser humano, pero incapaz de sumar todo ese conoci-
miento que flota y que protesta, pero que nunca ha sido tan poco
considerado como en la actualidad. No es cierto que no haya
avisos y advertencias; no es cierto que no haya propuestas alter-
nativas; no es cierto que no haya ciencia al servicio del bienestar.
Pero la incapacidad no es hoy un problema de conocimiento sino
de ejecución.
La globalización económica y sus consecuencias conllevan un
aumento de los problemas globales, problemas que trascienden
nuestras fronteras nacionales, ante las que los Estados-nación no
están preparados para abordar, pero tampoco a nivel mundial
existe una gobernanza, como ya quedó claro anteriormente. No
es solo eso, es también la fractura de la mundialización.
¿Se puede ser responsable solo de lo local, de nuestra proxi-
midad, cuando los problemas saltan fronteras y salen de las pan-
tallas del televisor? ¿A quién corresponde el cuidado de los océa-
nos, o de los glaciares, o la tala de las selvas?
Solo hemos de echar un vistazo a los graves acontecimientos
que han ocurrido desde que se inició este siglo para darnos cuen-
ta de la vulnerabilidad de nuestro sistema político, nuestra demo-
cracia, nuestros derechos sociales e incluso morales, y la fragili-
dad de nosotros mismos ante un mundo que cada vez se hace
más pequeño en la magnitud de los problemas, y en cambio se
nos hace cada vez más incomprensible en sus soluciones.
Desde el atentado del World Trade Center se expande el ma-
yor enemigo del terrorismo internacional, con distintos sucesos
sangrientos y diferentes manifestaciones contra la civilización,
desde las matanzas de grupos como Boko Haram hasta la des-
trucción de las grandes obras de arte.
La primavera árabe está desembocando en una búsqueda ha-
cia el pasado identitario de muchos países musulmanes. Algu-
nos con unas consecuencias dramáticas como la guerra de Siria;
sus refugiados son hoy el problema de Europa, que se ve abso-
lutamente bloqueada ante tal situación. No solo los necesitados
cruzan el mar sino que también saltan concertinas ante la mira-

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da impotente de los políticos y la indiferencia del sistema eco-


nómico.
El cambio climático ya es una realidad que se acentúa más
rápidamente que las negociaciones en busca de solución.
O la caída de Lehman Brothers inició una crisis mundial en
la que Europa está hoy inmersa y que evidencia el contagio en la
economía global.
Nuestro mundo ha cambiado. Las claves para comprender el
mundo en el que vivimos no pueden ser las mismas con las que
hemos analizado los siglos anteriores ni siquiera el siglo xx.
Como apunta Daniel Inneratity, hemos globalizado hasta el
sufrimiento.

Las guerras ya no son lo que eran. Estamos perplejos ante


conflictos bélicos y acciones terroristas que no sabemos bien
cómo entender y menos aún de qué manera combatir. Los
atentados del terrorismo yihadista, la misma naturaleza del
autodenominado Estado islámico, tienen unas propiedades
que no cuadran con las viejas categorías bélicas. Los nuevos
conflictos tienen muy poco que ver con las guerras de nuestra
historia: se llevan a cabo sin estados, sin ejércitos, fuera de
toda lógica territorial. Por eso los clásicos instrumentos milita-
res pierden buena parte de su eficacia en estos nuevos conflic-
tos. Nos enfrentamos a adversarios que no tienen ni territorio,
ni Gobierno, ni fronteras, ni diplomáticos, ni asiento en el
Consejo de Seguridad, ni verdaderas razones para negociar...
Podríamos decir que las guerras son un asunto cada vez más
social que militar (2016).

Para entender qué está pasando en este nuevo contexto tan


frágil y vulnerable, hay que revisar tres conceptos, como apunta
Innerarity, que son los que hemos mencionado una y otra vez a
lo largo de este trabajo: la desintegración social, el contagio que
caracteriza a un mundo interdependiente y el carácter global de
la desigualdad. El problema es que, por así decirlo, el sufrimiento
se internacionaliza a más velocidad que nuestra capacidad de in-
tegrar a ese mundo institucionalmente. Los problemas nos afec-
tan a todos porque vivimos en una «mundialización», porque
somos interdependientes y estamos permanentemente conecta-

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dos, en el que ya no podemos ignorarnos ni prescindir de lo que


ocurra en la otra parte del mundo.
Europa levanta vallas para frenar el aire, el contagio, el sufri-
miento, la desigualdad, como si pudiera ofrecer así seguridad en
un mundo donde la violencia ya no conoce fronteras, como no
las conocen las enfermedades que cada vez se extienden de forma
más rápida de un lugar a otro, o la contaminación que hace cada
vez más pequeño y frágil nuestro planeta.
Al igual que pensadores visionarios como Saint-Simon o
Marx advirtieron de los conflictos sociales que se avecinaban, hoy
hay que volver a analizar los parámetros de la cuestión social,
cuya dimensión en estos momentos no se resuelve en el interior
de los Estados-nación de los siglos xix y xx, sino que su desafío
no conoce fronteras territoriales.
Sobre todo, ¿a quién corresponde el cuidado de los más des-
protegidos, de los que sufren las inclemencias y consecuencias de
una situación económica globalizada?
Dice Daniel Bell que el Estado «es demasiado pequeño para
abordar los grandes problemas de la vida y demasiado grande
para los pequeños» (1997: 224).

5.4. La sociedad de la incertidumbre

Quizás tengamos que aprender a convivir en una sociedad


mucho más compleja, lejos de las certezas de antaño. Un poder
sin rostro y compartido, el colapso planetario, el confuso diálogo
entre conocimiento especializado y democracia política, la difi-
cultad de gobernar la globalización, la inseguridad permanente
ante las crisis de todo tipo, son contradicciones de un nuevo pa-
radigma social basado en la incertidumbre. Siguiendo con Daniel
Innerarity, «nuestro principal desafío es la gobernanza del riesgo,
que no es la renuncia a regularlo ni la ilusión de que pudiéramos
eliminarlo completamente».
Nunca en la historia de la humanidad hemos dispuesto de
tanto conocimiento científico y tecnológico, al mismo tiempo
que vivimos sumidos en constantes incertezas, sin ser capaces de
realizar previsiones a medio plazo ni de configurar una concep-

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ción social global como antaño hicieron pensadores como Saint-


Simón, Marx o Weber.
Confiamos en el trabajo de los especialistas científicos y téc-
nicos para ofrecer soluciones a problemas que nos colapsan, sin
querer ser conscientes de que la responsabilidad científica no
puede suplantar a la política en la toma democrática de decisión
ni en la distribución de recursos ante intereses continuamente
opuestos. Porque los grandes avances científicos que proceden de
un saber acumulativo no tienen correlación con las disciplinas
humanas como la ética, donde nuestro conocimiento tropieza
una y otra vez ante las mismas incógnitas de nuestra propia su-
pervivencia.
Pero esta incertidumbre no se produce solamente por la com-
plejidad social, que es un factor característico de esta época, sino
también por la desprotección que sentimos las personas en esta
nueva piel social.
Se ha consolidado una «sociedad de los individuos» que ha
roto los vínculos colectivos y la protección social que emanaba
del periodo del Estado del bienestar, lo que ha generado una per-
manente sensación de inseguridad, produciendo la conocida «so-
ciedad del riesgo» que define Ulrich Beck, sin considerar que las
personas no somos independientes, sino «interdependientes».
Hemos pasado sin transición ni preparación de una sociedad con
red social, con protección, donde las personas éramos capaces de
organizar nuestro «futuro», a una sociedad de maximización del
individualismo, impregnada por la cultura neoliberal, donde la
libertad equivale a independencia individual, y aquellos que vi-
ven pendientes de la subvención o el subsidio, de la protección
social, son desechados por el sistema. Pero hemos de entender
que la individualidad y la dependencia social no son dos extre-
mos, sino que forman parte de la configuración de la ciudadanía;
no hay libertad sin seguridad, como no hay individualidad sin
vínculos sociales.
Ahora bien, como explica Robert Castel, «los individuos es-
tán desigualmente respaldados para ser individuos» (2010: 305),
y ese individualismo que predomina en nuestras sociedades, fru-
to de la visión neoliberal y exponente del capitalismo actual, va
en contra de la propia individualidad, ya que resulta imposible

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ejercer la propia autonomía, por lo que también afecta al conjun-


to de la sociedad.
La desregulación del trabajo, la pérdida de las protecciones
sociales, el debilitamiento del Estado del bienestar, son cambios
estructurales que se han ido produciendo estos últimos años,
afectando a la cohesión social y, por tanto, a la posibilidad de
afrontar retos de interés general. Si el Estado del bienestar se sus-
tentaba sobre la piedra angular del pleno empleo para conseguir
la autonomía individual dentro del colectivo social, vuelve a ser
hoy el concepto de «trabajo» lo que está en entredicho y lo que
está provocando esta sociedad de incertidumbre.
Porque esta exaltación de la autosuficiencia del individuo
llega al extremo de individuos tan provistos de recursos y de
bienes que olvidan hasta que viven en sociedad. Señala Castel
que podríamos hablar de dos tipos de personas: «individuos
por exceso», que son los instalados en la cultura de su subjeti-
vidad, provistos de toda clase de bienes, e «individuos por de-
fecto», aquellos que carecen de los recursos necesarios para dis-
poner de un mínimo de independencia social, y que son recha-
zados, como fracasados, por la sociedad (2010-27). ¿Estos
«individuos por defecto» son tratados como individuos de ple-
no derecho? Robert Castel responde con rotundidad que no.
En su opinión, se les hace sentir claramente que no pertenecen
al régimen común, son «estigmatizados», devaluados por no
estar integrados en el sistema del empleo, y vivir de las protec-
ciones sociales.
La desregularización de la sociedad, la maximización indivi-
dualista del «sálvese quien pueda», es la que ha consolidado esa
«sociedad de la incertidumbre».
Esta denuncia que Castel realiza de la actual sociedad france-
sa es coincidente con la «demonización» de la clase trabajadora
que Owen Jones denunciaba de la sociedad británica. No habla-
mos por tanto de unas condiciones particulares, sino que, efecti-
vamente, la cultura neoliberal se ha instalado en el corazón de
Europa, extendiendo su pedagogía, y creando la actual sociedad
de incertidumbre, instalada permanentemente sobre un polvo-
rín de inseguridad, miedo, angustia y reacción social.

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5.5. La política del «No nos representan»

¿Vivimos un proceso de nihilismo nietzscheano, como sugie-


re Bell, o más bien, un escepticismo racional al que todavía le
quedan recursos para la acción? Porque el escepticismo sugiere
desconfianza, no inacción, y así lo hemos visto cuando en mo-
mentos críticos el escepticismo se ha convertido en indignación,
en votación, en manifestación, en protesta social, paradójica-
mente tan colectiva como desorganizada, lo que ha pillado sin
análisis ni respuesta a la política.
La política vive momentos difíciles en el siglo xxi. Tanto «por
arriba» como «por abajo», las estructuras políticas no están cum-
pliendo con su papel: por una parte, el grito de «no nos represen-
tan» ha llevado a los partidos políticos del siglo xxi a un replan-
teamiento conceptual; por otra parte, no hay política global ni
parece posible que se configure con características democráticas,
que puedan imponer sus reglas a la economía global.
Porque no es cierto que toda la capacidad la tenga la política,
como Bell plantea. No todo el poder recae en unas manos identifi-
cables. Ya no es fácil como antaño reconocer el rostro de quién man-
da. Estamos ante un haz de intereses contrapuestos, donde los pode-
res son ambiguos, están divididos, o, lo que es peor, están ocultos.
El poder democrático que representa la política es hoy uno
más, y ni siquiera el más poderoso. Nuestro sistema actual de
poder está representado en la complejidad social.
El poder es una red, entrelazado en organizaciones, corpora-
ciones, colectivos, grupos; no hay poder individual más allá del
simple voto ciudadano, pero ni siquiera la democracia es hoy el
sistema de mayor peso, aunque sea el más identificable.
Por tanto, si Bell plantea que la política es quien tiene la ma-
yor capacidad, habrá que redefinir quién hace política y si todos
los intereses son igualmente legítimos. Pero si entendemos que
«la política es la representación de los ciudadanos», tal y como la
concebimos desde la modernidad, este es un poder limitado, no
inútil, pero no el único ni el más potente.
En la época de financiación de la economía que vivimos nos
encontramos con una sucesión de crisis económicas cada vez más

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frecuentes y profundas. Hay quienes ven en ello una crisis del


sistema capitalista: la muerte del sistema, como pronosticaría
Karl Marx. Pero hay quienes piensan que no es el capitalismo el
que está en crisis, sino, como dice Joaquín Estefanía, «es la crítica al
capitalismo la que lo está» (2000). O, como advierte George Soros
(1998), uno de los grandes defectos del sistema capitalista global es
que ha permitido que el mecanismo del mercado y el afán de lu-
cro penetren en esferas de actividad que no le son propias.
Y todos tienen parte de razón. Si el sistema capitalista sigue
creciendo de forma exponencial, provocando crisis financieras y
económicas prematuras, y arrasando con los recursos del planeta
sin control, probablemente no pueda sobrevivir eternamente,
pero, por otra parte, y ante las evidencias de ineficacia e injusticia
del sistema, no aparece una solución geopolítica que ofrezca una
alternativa económica.
Es más, sabemos que una sociedad sin valores sociales no
puede sobrevivir; incluso en estos momentos de crisis, se busca la
protección de los núcleos sociales más esenciales como la familia
para combatir los escollos que provoca la incertidumbre y la in-
seguridad; en cambio, la sociedad global no consigue reconocerse
en unos valores universales para mantenerse unida, sino que pri-
ma la competitividad económica o la confrontación cultural
como gérmenes de desafección de una sociedad mundial, homo-
génea pero impropia.
Como salida o solución ante el bloqueo político nos dirigi-
mos hacia los especialistas, hacia los científicos y tecnócratas.
Confiamos en que serán ellos los que buscarán soluciones cuan-
do la contaminación sea tan elevada que haga irrespirables las ciu-
dades, o que los recursos limitados deban ser sustituidos por otra
fuente de energía, o cuando el cambio climático provoque crisis
sucesivas en la producción de alimentos. No queremos ver solu-
ciones a largo plazo porque nos incomodan en nuestro presente,
y por eso, preferimos confiar a la tecnología y la ciencia la solu-
ción a nuestros problemas globales, como si el conocimiento fue-
ra neutro, sin ideología, sin posicionamiento, como si existiera
siempre un punto medio que fuera neutral, o como si las conse-
cuencias de nuestros dilemas se resolvieran sin nuestro com-
promiso.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 185

Quizás sea este el dilema más esencial de nuestro tiempo


actual: la expansión del sistema económico financiero lleva al
propio colapso del sistema, pero no sabemos salir del círculo.
¿Los nuevos tiempos económicos requieren nuevas democra-
cias?
Ya lo advertía Victoria Camps en el título de un libro que
coordinó, Democracia sin ciudadanos.
La llamada desafección ciudadana, la falta de credibilidad
que tiene la política, los comportamientos incívicos en las
concentraciones urbanas, la decreciente participación en
las contiendas electorales, la ausencia de una auténtica delibe-
ración sobre las decisiones públicas, la reincidencia en la co-
rrupción, son muestras claras de que la escisión entre indivi-
duo y sociedad, entre interés particular y bien común, adquie-
re hoy características peculiares (2010: 11).

De todos modos, la propia Camps destacó en una entrevista


que si hubiera percibido que llegaría el movimiento del 15M, tal
vez habría cambiado el título del libro. En efecto, lo que España
vivió en mayo del 2011 con dicho movimiento supuso un antes
y un después en la concepción de la representación política. Mu-
chos señalan que supuso una «Segunda Transición». Se quebró el
bipartidismo y aparecieron nuevos partidos políticos, tanto en la
derecha como en la izquierda ideológica, nuevas formas de orga-
nización política, y una de las cosas más significativas fueron los
nuevos movimientos sociales en torno a problemas provocados
por la crisis económica. Los movimientos clásicos que conduje-
ron a los derechos políticos como el feminismo, el sindicalismo o
el pacifismo fueron sustituidos por la Plataforma de Afectados
por las Hipotecas, las mareas de colores, los yayoflautas, Anon-
ymous, Juventud sin Futuro o movimientos de defensa del terri-
torio.
También las nuevas tecnologías sirvieron de nueva forma de
comunicación a través de las redes produciendo un doble movi-
miento asambleario, el que se daba de facto, reunidos en torno a
una plaza, y el que se daba a través de las redes, opinando y vo-
tando. Sobre todo, las redes fueron el inicio de la comunicación;
un espacio público completamente nuevo, no utilizado todavía

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186 Ana Noguera y Enrique Herreras

en política, y muy alejado de la estructura física de los partidos


tradicionales.
Tan grande fue el impacto y la sorpresa que causó ver de re-
pente las plazas y calles llenas de ciudadanía reclamando dere-
chos, queriendo opinar, criticando al sistema y reprochando a los
políticos su pasividad, que, de inmediato, se generó todo un
mundo publicitario donde empresas y negocios vieron un nuevo
cliente con nuevas necesidades. El sistema económico fue ágil
para mimetizarse con las nuevas demandas.
Los medios de comunicación tradicionales, además de poder
transformarse desde sus propias iniciativas voluntarias, también
pueden verse empujados a actuar en dicha dirección por presio-
nes ejercidas desde medios de comunicación alternativos basa-
dos, en parte, sobre las nuevas tecnologías.
Ramón Feenstra y Andreu Casero han estudiado bien este
fenómeno a raíz del 15M, un movimiento que constituye, como
ellos dicen, un claro ejemplo de producción de noticias a través
del uso de las redes sociales y la web 2.0. En sí, dicho movimien-
to generó nuevas noticias al margen de las élites periodísticas y
políticas, que se lograron introducir en las agendas de los medios
convencionales (2012: 130).
Lo significativo es que, como vislumbran Feenstra y Casero,
se ha producido una transformación en el contexto informati-
vo. Es decir, un nuevo ambiente provocado por el aumento de
números de actores que intervienen en la producción de noti-
cias y los cambios en el flujo informativo (2012: 130). Unos
flujos que, siguiendo con estos autores, se concentran en cuatro
aspectos esenciales: la aceleración de difusión de noticias; el au-
mento de flexibilidad en su distribución a través de múltiples
plataformas; la abundancia comunicativa con la consiguiente
fragmentación de la audiencia, y la explosión global de la infor-
mación, dentro de una gran rapidez en la circulación de noti-
cias. Hay quienes hablan ya de un periodismo de guardia inser-
to en Internet.
Lo cierto es que lo vivido causó una revolución en España y
un asombro mundial. El 15M era un movimiento espontáneo,
ciudadano, democrático, reivindicativo, y novedoso. Varios años
después, hay quien puede pensar que se ha diluido; el hecho de

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 187

que existan representantes políticos y nuevos partidos que tienen


su origen en aquellos movimientos ha debilitado la voz social y le
ha hecho perder frescura, pero al mismo tiempo ha modificado el
panorama político. La consecuencia de la debilidad del biparti-
dismo y la nueva etapa de gobiernos de coalición es, sin ninguna
duda, fruto de aquellos tiempos.
Este movimiento democrático surge con cinco programas de
acción que son, resumidamente: no rescatar a los bancos; educa-
ción y sanidad públicas, gratuitas y de calidad; reparto del traba-
jo y salario digno; derecho a una vivienda digna; y fiscalidad
distributiva y justa. En definitiva, reivindicaciones clásicas que
pertenecen a los colectivos sindicales, socialistas, feministas...,
aquellos en los que se ha fundamentado la base del Estado del
bienestar, y que la crisis económica y la Europa liberal han ido
debilitando.
Evidentemente, el movimiento surge no solo por la crisis
económica y sus consecuencias, sino por la crisis política, por la
falta de sintonía con los partidos políticos sobre todo, con la iz-
quierda que se ve abrumada ante las recetas impuestas de austeri-
dad y recortes y es incapaz de plantar cara al sistema.
Como señala Javier Toret,

esto es todo un cambio de paradigma para las generaciones


nativas digitales y para las personas que crecieron con Inter-
net. Vinculado a esto, la crisis de la hegemonía de las formas
políticas de la modernidad y de la cultura de la izquierda ba-
sada en el razonamiento secuencial, lógico y unidireccional se
ven sacudidas y puestas en entredicho por un mundo de inte-
ractividad de multiplicación de los mensajes, canales y, sobre
todo, por un cerebro que ya no es pasivo, sino interactivo en
la selección y producción de datos (2011).

Pero todo ello —el nuevo fenómeno reivindicativo, la nueva


forma de comunicarse, los nuevos partidos políticos— configura
un profundo cambio cultural que afectó al lenguaje con la rede-
finición de conceptos, a la aparición de una juventud preparada
y globalizada, a un concepto diferente del trabajo, o a una nueva
organización del movimiento colectivo llamado 2.0.

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188 Ana Noguera y Enrique Herreras

5.6. La pérdida del espacio público:


Un nuevo espacio colectivo

Decía Alexis de Tocqueville, en su estudio Sobre la democracia


en América, que no puede ser casualidad que el país más demo-
crático del mundo sea precisamente aquel cuyos ciudadanos do-
minan el arte de perseguir unos fines comunes, tendentes al bien
común.
Para volver a diseñar un Estado del bienestar (denominado,
como ya se ha repetido, de justicia), una sociedad cohesionada, una
política que defienda el bien común, hemos de analizar también las
transformaciones que se han producido en el espacio físico, las que
imposibilitan que las personas actuemos como ciudadanos y que
nos dirigen de forma autómata a recrearnos en nuestro reducido
papel de consumidores, buscando ante todo la individualidad.
El espacio también es un valor esencial para la participación,
y el urbanismo no es imparcial. La ciudad es el crisol de la parti-
cipación, la cuna, el sustrato natural; en este sentido, la ciudad
compacta fomenta la participación y la ciudad difusa lo dificulta.
La propia sociedad ha generado diferentes obstáculos que dificul-
tan la posibilidad de participar; son obstáculos económicos (falta
de financiación), políticos (desinterés del poder), legales (legisla-
ción insuficiente) y sociales (falta de práctica y debilidad de los
movimientos sociales, incluyendo la falta de tiempo).
A estas circunstancias, hay que añadir que la ciudad en la
actualidad se ve amenazada por un triple proceso negativo con-
trario a la participación: la fragmentación (que separa unas áreas
de otras incomunicando a los individuos y promoviendo las in-
compatibilidades), la disolución (que supone la ocupación indis-
criminada del territorio generando áreas dispersas que dificultan
las relaciones) y la privatización (que genera espacios acotados y
privados en los que se desarrollan las actividades tradicionalmen-
te colectivas fomentando las diferencias sociales). Este triple pro-
ceso genera insostenibilidad social y aísla no solo a los individuos
entre sí, sino también a los elegidos por los electores.
Por otra parte, en el mundo actual globalizado y dentro de las
contradicciones en las que nos encontramos, el espacio físico pa-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 189

rece haberse encogido. Todos estamos permanentemente en mo-


vimiento, no solo viajando, cambiando de lugar, dispersando
las familias tradicionales cuando los hijos emigran en busca de
trabajo, sino también aunque permanezcamos quietos en el sofá
de casa o ante la pantalla del ordenador, desde donde somos
capaces de conectar con la otra parte del mundo o viajar a cual-
quier otro lugar que ya nos resulta conocido. La distancia parece
no importar.
¿Cuál es el espacio colectivo que corresponde a la nueva so-
ciedad global?
Señala Zygmunt Bauman que los centros comerciales están
construidos de manera tal que mantienen a la gente en movi-
miento, mirando alrededor, entretenida constantemente, pero les
imposibilita detenerse, mirar, conversar, pensar, debatir, reflexio-
nar. La transformación cultural sobre nuestro concepto de «ciu-
dadanía» ha conllevado también la pérdida del espacio público.
«Un territorio despojado de espacio público brinda escasas opor-
tunidades para debatir normas, confrontar valores, debatir y ne-
gociar» (Bauman, 2006: 37).
Los Estados-nación han convertido el territorio, el espacio,
en uno de los objetivos principales de su poder; la reorganización
del territorio ha sido una batalla del estado moderno, que, al
tiempo que se ostentaba poder, se regulaba la convivencia huma-
na bajo unas condiciones de certeza y de confianza, la seguridad
de saber a quién pertenecer y con quién convivir.
La paradoja de vivir en un mundo global (donde la movili-
dad está en función del trabajo o de las posibilidades de supervi-
vencia, donde además los núcleos urbanos se han convertido en
espacios homogéneos, lógicos, funcionales, que han ido perdien-
do los espacios colectivos, públicos y compartidos por espacios
cedidos al mercado y al consumo) está generando una fuerte con-
tradicción, porque la inseguridad atraviesa las fronteras, lo que
provoca la conversión del territorio en una «cárcel» de protec-
ción, rechazando al diferente, desconfiando del forastero, sepa-
rando al extranjero. Como advierte Bauman, «las personas mo-
ralmente maduras son seres humanos que aprenden a «desear lo
desconocido», a sentirse incompletos sin una cierta anarquía en
sus vidas, que saben amar la alteridad a su alrededor» (2006: 64).

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190 Ana Noguera y Enrique Herreras

Esta necesidad de territorializar el poder y la convivencia ali-


menta la cultura comunitarista, buscando «estar entre los nues-
tros», una paradoja que se superpone a la sociedad global, sin
espacio conocido, y a la nueva cultura tecnológica de los jóvenes,
cuya comunicación virtual se produce más allá de los límites del
territorio.
Como apunta Daniel Innerarity, «sin espacio público, en
sentido estricto, el poder es entendido como dominación; el Es-
tado como instancia de los controles sociales; y la opinión públi-
ca como lugar de las manipulaciones mediáticas». Efectivamente,
así nuestra esfera pública queda reducida a un conjunto de «es-
pectáculos de aclamación» (2006).
Sin embargo, la internacionalización del capital, la búsqueda
por parte de las empresas de mano de obra en cualquier parte del
planeta, el uso de recursos naturales globales, el trasiego de pro-
ductos de un lugar a otro, abre una brecha que convierte a los
territorios urbanos en espacios de fronteras y no de convivencia.
Vivimos en un mundo donde el capital no tiene domicilio esta-
blecido y los movimientos financieros están fueran del control de
los gobiernos nacionales.
La globalización ha traído un nuevo desorden mundial. Y,
frente a ella, no podemos caminar en busca de un reduccionismo
territorial, sino que necesitamos «universalizarnos».
Dice Bauman que la universalización, parte constitutiva del
discurso moderno, ha caído en desuso, pero era capaz de trans-
mitir la esperanza, la intención y resolución de crear el orden. Un
orden universal.
La recuperación de la universalización como concepto civili-
zatorio para dar una respuesta a la globalización puede devolver
su sentido a la política, recuperar el contenido del concepto «ciu-
dadanía», y encontrar de nuevo un espacio público global que a
todos nos pertenece fuera de las condiciones del mercado.
A la definición de ese nuevo «espacio público global» o «espa-
cio colectivo» están contribuyendo, sin duda alguna, las redes
sociales.
Lo ocurrido en España el 15M del 2011 fue un inicio, pero
no un final. Fue un germen latente, producto de la crisis, de la
desconfianza, de la indignación, del hartazgo, de la desesperanza,

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 191

de la falta de sintonía con la política clásica, del cinismo econó-


mico, de la corrupción. En definitiva, fue un grito social.
En otras épocas, este grito colectivo se articulaba en estructu-
ras corporativas como sindicatos o partidos de clase, con una je-
rarquía organizativa, con unos espacios físicos de reunión, con
un medio de propaganda y comunicación basado en octavillas,
revistas, mítines. Sin embargo, el «corporativismo clásico» ha en-
trado en crisis debido a la propia crisis de confianza en el sistema
que se ha llevado por delante también a los instrumentos de re-
presentación de la ciudadanía, tanto políticos como sociocultura-
les, pero también la crisis se ha debido a una nueva forma de
comunicarse, a una generación cuya delimitación del espacio y
del tiempo ha cambiado profundamente.
En distintos lugares del planeta se han producido fenómenos
de protesta estructurados de forma similar: una comunicación de
masas a través de la red, se «comparte» acción y decisión de forma
rápida y económica, se comunica con personas a las que se desco-
noce o nunca habrá un encuentro físico, pero cuyos «lazos» de
relación son claramente virtuales, aunque no por ello dejan de ser
potentes.
Aparece una nueva forma de activismo social que nace de
una nueva sociedad tecnológica. Son nuevos movimientos socia-
les, no estructurados en función de una organización con regla-
mentos y direcciones jerárquicas, no necesitan espacios físicos
permanentes, ni estar inscritos o ser «militantes» de una organi-
zación. Son movimientos flexibles, creados para la ocasión, uni-
dos en torno a temas específicos y concretos, claramente trans-
versales.
No solo es la protesta social la que se articula de una forma
nueva, sino también todo un mundo cultural y social que ad-
quiere un poder alternativo al «oficial». Por ejemplo en la cultura.
La música o la literatura han encontrado en las redes una nueva
forma de difusión del trabajo creativo, fuera de los parámetros
clásicos y excluyentes del mercado.
Aparece, por tanto, una nueva profesión con capacidad de
ejercer el poder: no es el maestro, o el político, o el científico.
Como señala Manuel Castells: «¿Quién ostenta entonces el poder
en la sociedad red? Los programadores con capacidad para progra-

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192 Ana Noguera y Enrique Herreras

mar cada una de las redes principales de las que depende la vida
de la gente (...) y los conmutadores que conectan diferentes redes»
(2012: 26). Y si el poder se ejerce mediante la programación y la
conexión de redes, entonces, como señala Castells, el contrapo-
der se activa mediante la «reprogramación» de redes en torno a
intereses y valores alternativos.
El inconveniente es que, junto a las múltiples ventajas que
abre el ciberespacio y los cambios en el periodismo tradicional, a
diferencia de los medios tradicionales que trasmiten una infor-
mación identificable, aquí la responsabilidad se difumina ple-
namente.
El desarrollo supersónico de las redes sociales contiene aspec-
tos muy positivos, porque están multiplicando la capacidad de
opinar de mucha gente, abriendo espacios alternativos. Pero tam-
bién las nuevas tecnologías están produciendo una especie de
descentralización, interactividad e individualismo (Castells,
1997, 390). Además, un problema es que en la red se desdibujan
los posibles intereses que están detrás, entre otras cosas porque no
tiene todavía leyes propias. He ahí una más de las contradiccio-
nes del siglo xxi.
El desafío es para el receptor que se ve inmerso en una abru-
madora cantidad de información que la Red aporta, y en una si-
tuación en la que el mensaje se vuelve incontrolable y la respon-
sabilidad del emisor se diluye. El papel del ciudadano, del sujeto
moral, adquiere relevancia para poder orientarse y seleccionar en
la frondosidad del ciberespacio.
Pero el tema es mucho más amplio, ya que, como dijimos al
tratar el fenómeno del 15M, la comunicación social, el activismo
ciudadano, la protesta y la reivindicación han encontrado en las
redes un nuevo espacio colectivo; en ella se crean comunidades
con perfiles sociales claramente diferentes a las tradiciones, aun-
que las motivaciones son las mismas de siempre: la lucha contra
la injusticia o la opresión.

El espacio público de los movimientos sociales se constru-


ye como espacio híbrido entre las redes sociales de Internet y
el espacio urbano ocupado: conectando el ciberespacio y el
espacio urbano en una interacción incesante y constituyendo

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 193

tecnológica y culturalmente comunidades instantáneas de


prácticas transformadoras (Castells, 2012: 28).

Podemos observar las coincidencias y características comunes


de esta nueva forma de comunicación y expresión ciudadana,
tanto en el fondo de la protesta (las causas) como en la forma (el
movimiento social), en lo ocurrido en 2011 en España, en la re-
volución egipcia, en la conocida «primavera árabe» que recorrió
Túnez, Yemen, Libia, Marruecos, Baréin o la maltrecha Siria, o
en el movimiento Occupy Wall Street.
El origen del movimiento social sigue siendo el mismo a tra-
vés de la historia de la humanidad: el cambio social. Sus causas
son las injusticias, el deterioro del bienestar, la opresión, la falta
de confianza en las instituciones, la indignación. Pero su for-
ma de expresión es la que ha cambiado adaptándose a una «glo-
balización», combinando el contexto concreto y la expansión
global producida por un contagio viral, reflexionando en una
comunidad «virtual». En opinión de Castells, en el trasfondo de
este proceso de cambio social está la transformación cultural
de nuestras sociedades.

5.7. ¿Globalizar o descentralizar?

Tenemos la evidencia del cambio en la naturaleza del poder.


El poder ha perdido su rostro. En cualquier época histórica, el
poder tenía su representación social: reyes, nobles, militares, dic-
tadores, presidentes... Pero hoy nadie ostenta en exclusiva el po-
der; el poder no tiene un solo rostro.
¿Quién manda? Nos enfrentamos a un puzle de confronta-
ciones, de intereses, de dilemas, donde ya no tenemos un poder
unidireccional, sino que habrá que aprender a convivir con el
equilibrio de los poderes, donde el triunfo de los más vulnerables
es conseguir que el juego no termine en una suma cero.
La complejidad actual deja en situación de debilidad a la po-
lítica, quien por su naturaleza debería ser quien ejerciera el poder
y, en cambio, se ve reducida en la mayoría de los casos a ejercer
de árbitro. Como señala Fernando Vallespín,

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194 Ana Noguera y Enrique Herreras

el éxito de la acción del Estado pasa necesariamente por una


«desjerarquización» de las relaciones entre Estado y sociedad;
rompe con la idea del Estado como conformador de su pro-
pia soberanía y coordinador jerárquico, que da paso a uno
mucho más fungible, donde la dirección política ha de inte-
ractuar necesariamente con la propia autorregulación social
(2000: 137).

Los Estados-nación están perdiendo poder verticalmente


(hacia abajo, hacia las regiones y entes locales; hacia arriba, hacia
las instituciones internacionales), a la vez que horizontalmente
(hacia las empresas y el mercado).
En definitiva, la política es una instancia más, y no la única,
que ostenta el poder. Una nueva paradoja que se produce en la
globalización: la multifragmentación del poder.
Pero esta nueva forma de ejercer el poder conlleva también
un replanteamiento de las estructuras políticas que conocemos:
los Estados-nación o el funcionamiento de los partidos políticos.
Al igual que otros elementos sociales que sufren las presiones de
la globalización y la técnica, como pueden ser los medios de co-
municación, que pierden su forma tradicional, aunque deben
recuperar su fondo para sobrevivir, la política ve cómo languide-
cen instrumentos nacidos en la sociedad industrial, como los sin-
dicatos o los partidos militantes para transformarse en otros
agentes sociales, como las organizaciones no gubernamentales o
los movimientos asamblearios.
No obstante, consideramos que la opinión pública, como ya
habrá quedado claro con anterioridad, es un punto básico a la
hora de hablar de las democracias actuales. Actualmente pode-
mos vislumbrar la importancia que se le está dando a la sociedad
civil desde distintos ámbitos, incluso se habla de una democracia
cosmopolita a partir de la opinión pública.
La sociedad libre precisa una esfera de opinión pública, autó-
noma con respecto al Estado, dispuesta a deliberar sobre los pro-
blemas comunes.
El también llamado «sector social» es aquel en el que se reali-
zan actividades sin ánimo de lucro, que tienen como meta acre-
centar de forma desinteresada la calidad de vida.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 195

En la sociedad civil hay asociaciones que llevan la solidaridad a


su rango universalista, empeñándose en defender a los débiles, sen-
tando las bases de una sociedad civil cosmopolita. Son pioneras, se
suelen adelantar al derecho internacional y a la política mundial.
Pero a todos les sectores les compete asumir su cuota de res-
ponsabilidad pública. Desde la consolidación inevitable del fenó-
meno de la globalización, muchas son las preguntas que se suce-
den sin encontrar todavía una respuesta clara, entre ellas, ¿puede
el Estado-nación seguir desarrollando las mismas funciones que
en el capitalismo industrial? ¿Cuál es el equilibrio entre mercado
y democracia?
La paradoja se produce entre las fuerzas transnacionales y la
nación. Son estas fuerzas las que erosionan al estado excluyéndo-
lo de las acciones económicas que se escapan a su control.
Hay quienes piensan, como Eric Hobswam, que el Estado-
nación sigue siendo la herramienta más adecuada para garantizar
el bienestar social y distribuir la riqueza acumulada, pero no pa-
rece que esa sea la lógica actual.
Según Zygmun Bauman

el proceso de extinción de los Estados nacionales que está en


curso se encuentra rodeado por una aureola de catástrofe na-
tural. No se comprenden plenamente sus causas; aunque se las
conoce, no se pueden prever con exactitud, y aunque se las pre-
vea, de ninguna manera se pueden impedir (2002: 78).

O, como piensa Stiglitz (2002), la globalización actual no


funciona por el modo que ha sido gestionada; las instituciones
económicas internacionales como el FMI, el Banco Mundial y la
OMC han fijado las reglas del juego favoreciendo los intereses de
los países industrializados, más avanzados, y, dentro de estos paí-
ses, a los intereses particulares. Por lo que sugiere un cambio en
la gobernanza para que la globalización funcione.
Evidentemente tiene razón en afirmar que la globalización
no funciona, que tal y como se gestiona destruye los recursos
naturales, margina y condena a millones de personas, y provoca
la constante inestabilidad del sistema económico y social, pero la
cuestión no es cambiar la gobernanza, sino bajo qué forma.

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196 Ana Noguera y Enrique Herreras

Durante la configuración de la globalización económica, las


acciones políticas han ido encaminadas a una globalización polí-
tica. La lógica reivindicación ha sido la de crear un gobierno glo-
bal, pero a medida que pasa el tiempo, la política actúa de forma
más descoordinada, desorientada y con menos vinculación res-
pecto a sus ciudadanos.
Según Oskar Lafontaine (2015), seguramente estamos an-
dando en dirección contraria, pues «democracia y descentraliza-
ción se requieren mutuamente. Cuanto mayor sea la unión, será
más opaca, más lejana y menos controlable también. El principio
de subsidiariedad es y permanece como la piedra angular de cual-
quier orden de sociedad democrática».
¿Debemos caminar hacia una «globalización» política?
Para Zygmunt Bauman «ser local en un mundo globalizado
es una señal de penuria y degradación social» (2006: 9). No en
balde, en su opinión, las desventajas de la existencia localizada se
acentúan, ya que los espacios públicos se hallan fuera de su alcan-
ce, perdiendo las localidades su capacidad de influencia e inter-
cambio, porque los procesos globalizadores incluyen una segre-
gación, separación y marginación social progresiva.
Sin embargo, Ulrich Beck mantiene que nos enfrentamos a
una paradoja más de esta segunda modernidad: la proximidad
social y la distancia geográfica.

Se puede vivir en un único y mismo lugar como si se vi-


viera en distintas galaxias, mientras que los continentes se fun-
den en un único espacio social y consiguientemente los huma-
nos podemos vivir juntos, como vecinos, por encima y más
allá de las distancias (2000: 36).

Una paradoja que, según Beck, se formula en desintegración


local junto a integración global.
De cualquier forma, hay que elegir un camino que devuelva
a la política su presencia, que recupere su papel, al menos en la
parte que le corresponde en esta nueva estructura social, pero, so-
bre todo, que se libere del sometimiento al poder económico.
Puesto que si la política sigue sometida, se rompe el equilibrio de-
mocrático y, como señala Josep Ramoneda (1999), al individuo

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 197

que se le retira del espacio público es un individuo mutilado que


acumula indefensión y pierde presencia. La ciudadanía es mucho
más que el individualismo, no solo es la representación de los
derechos, sino también una forma de socialización, de conexión
con los demás. Porque recuperar la política tiene un sentido más
profundo: acabar con el proceso de reducción del hombre a su
valor económico.
Ahí tenemos otra gran paradoja de esta etapa del capitalismo,
la recuperación de la política significa el control de la economía
en una época en la que el sistema económico ha roto todas las
regulaciones. Todo ello sin olvidar, como ya vimos, que también
es importante que la economía se autorregule de alguna manera,
muchas veces por su propio beneficio a raíz de la confianza; e
igual manera la participación de una sociedad civil que defienda
intereses generalizables, para convertirse en otro poder de con-
trol, a la política y a la economía. Por ello es tan importante el
desarrollo de una opinión pública.
Retomando la necesidad de la regulación, de forma similar
Diego López Garrido (1998) afirma que los vectores de fuerza a
los que nos enfrentamos son, por una parte, una globalización
incontenible de los procesos sociales, culturales y económicos a
través de la revolución tecnológica y, por otro lado, la imperiosa
necesidad de salvaguardar los valores universales de la libertad, la
igualdad y la solidaridad.
Estos valores universales deben ser protegidos por la política,
pero, si esta se debilita, ¿quién los defenderá? ¿Será suficiente con
una ciudadanía organizada en colectivos de la señalada sociedad
civil? Evidentemente es una parte esencial, una ciudadanía orga-
nizada y movilizada a través de colectivos, que se convierten en
una parte del poder. Pero no es suficiente para luchar contra una
globalización que provoca también la aparición de fenómenos
nuevos profundamente amenazantes, como las mafias interna-
cionales o la corrupción fuera de las fronteras nacionales.
Si no lo hacemos, si no recuperamos la política, aunque sea
en la parte que ahora le corresponde, pero, sobre todo, sabiendo
cuál es la razón de su esencia, ocurrirá lo que ya advirtió Alexis de
Tocqueville: que el despotismo no puede estar más seguro de su
continuidad que cuando consigue separar a los seres humanos

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unos de otros. Solo que el despotismo contemporáneo es eco-


nómico.
Esta es otra de las contradicciones: la globalización es una
amenaza para el universalismo.
Como advierte Anthony Giddens, la sociedad tradicional es
un final, pero también es un comienzo, ya que estamos ante un
universo social genuinamente nuevo. «Se trata de una sociedad
global no en el sentido de una sociedad mundial, sino en el sen-
tido de una sociedad de espacio definido» (1997: 136).

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Capítulo VI

El hogar público: ¿el Estado del bienestar?

Daniel Bell plantea la exigencia de la sociedad hacia el Estado


sin considerar los límites de los recursos públicos, o también la
«compra de voluntades» que por parte de la política se produce
utilizando el hogar público como un mercado de compra de vo-
tos. Uno de los elementos de crítica al Estado del bienestar, como
ya adelantamos con anterioridad, ha sido precisamente la ilimita-
da oferta y demanda de deseos, reconvertidos en «dudosas nece-
sidades», que ha convertido a la estructura pública en difícil de
sostener.
Ahora bien, la crisis del hogar público no se ha producido
por la creciente satisfacción de los deseos, sino por el aprovecha-
miento de los intereses particulares, que han visto en lo público
un campo abierto a una insaciable voracidad de negocio. En las
últimas décadas hemos visto cómo corporaciones privadas han
asaltado la decisión política, han manipulado la voluntad colecti-
va y han utilizado las necesidades sociales para el beneficio y ne-
gocio privado. Así, bienes que pertenecen al hogar público como
escuelas, hospitales, residencias, están en manos privadas, dificul-
tando de este modo el acceso al conjunto de la sociedad y distor-
sionando el territorio del llamado «hogar público».

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200 Ana Noguera y Enrique Herreras

Para garantizar «el hogar público», el papel del Estado es fun-


damental. Ahora bien, el dilema se produce cuando el hogar pú-
blico debe satisfacer necesidades públicas al tiempo que se con-
vierte en la realización de los deseos privados y grupales. Esta
paradoja solo se financia mediante la capacidad fiscal del Estado,
a la que Bell pone objeciones por sus límites.
Compartiendo el razonamiento de Bell, la evolución del ho-
gar público y del papel del Estado-nación no ha sido exactamen-
te así. Pues hoy vemos que la balanza «necesidades públicas versus
deseos privados y grupales» está desequilibrada a favor, lamenta-
blemente, de los deseos privados y grupales. Son las multinacio-
nales, corporaciones o entidades de poder económico, quienes
están señalando la dirección política de las decisiones económi-
cas. Los Estados-nación han ido empequeñeciendo su papel, per-
diendo capacidad de gobierno.
Según Bell, el hogar público pasará por verdaderas crisis en
todas las sociedades, pues sus dilemas se producen entre los vicios
privados y los intereses públicos. Su solución era lograr un acuer-
do consensual sobre los problemas normativos de la justicia dis-
tributiva, sobre el equilibrio que debe hallarse entre el crecimien-
to y el consumo social.
Ya observamos que es más interesante la teoría de Rawls,
pero hay que reconocer con Bell que la sobrecarga de proble-
mas, la tendencia creciente de gastos estatales, y la falta de equi-
librio entre crecimiento y consumo social, se han producido en
las últimas décadas del Estado del bienestar. Además de lo se-
ñalado anteriormente, podemos decir que hay quienes augura-
ban que dicho modelo social y político moriría de éxito. Lo
cierto es que, antes de estallar la crisis económica, ya se hablaba
de un Estado del bienestar insostenible, y de la necesidad de
repensarlo de nuevo, sin renunciar a los principios que lo cons-
tituyeron. Pero nuevos factores aparecieron encima de la mesa,
como factores demográficos (la salud y la calidad de vida, la
inmigración, las pensiones), factores presupuestarios (consumo
versus productividad), factores sociológicos (la extensión de las
clases medias y nuevas demandas sociales), factores burocráti-
cos (ineficiencia, falta de organización y rentabilidad, grupos
de intereses).

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 201

De todo ello no hubo tiempo de hablar porque, irónicamen-


te, la crisis económica del 2008 acabó con el problema del gasto
social, anulándolo de raíz: rebajas de pensiones, pérdida de dere-
chos sociales y laborales, reducción de presupuestos, recortes
drásticos de bienestar social y cultural, etcétera.
Paradójicamente, el Estado del bienestar se está desmante-
lando, no por cuestiones políticas, sino para «salvar a la eco-
nomía».
Estamos viviendo algo que vaticinó Bell en relación al endio-
samiento en que se ha convertido el crecimiento económico,
como la solución al gasto social, la distribución o el éxito político.
Así ha sido durante años en los que los gobiernos utilizaban el
crecimiento económico como la fórmula necesaria para la justicia
distributiva.
Pero, una vez más, la crisis económica ha eliminado el ca-
rácter sociológico que pudiera colapsar el sistema. De hecho,
ahora las contradicciones culturales se producen de otra forma
bien distinta: ya no hay suficiente trabajo para repartir, ni tra-
bajar es suficiente para vivir; el austericismo de Merkel, más
propio de las tesis puritanas de Bell, no está funcionando frente
a las medidas expansionistas que Estados Unidos ha llevado ade-
lante.
Los enfrentamientos sociales no se están produciendo entre
la clase media y la clase trabajadora, sino que la brecha de la des-
igualdad está provocada por la concentración del capital por la
especulación y los movimientos financieros. La «desaparición» de
la clase media se produce por su expulsión del sistema laboral. El
trabajo, más bien la falta de trabajo, es un punto que Bell no
analizó como una contradicción del sistema.
Lo que sí señala con rotundo acierto es la cuestión «cultu-
ral» que ha desembocado en la grave crisis actual, y que tiene su
origen, como dice Bell, en el cambio de modelo de consumo
del capitalismo, basado en contraer deuda, y que ha llevado a
una inseguridad e inestabilidad política y personal difícil de
controlar.
No parece que se esté atajando el problema por parte de las
sociedades occidentales, y mucho menos por parte de Europa,
quien debería estar hablando, no solo de distribución (que ya

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202 Ana Noguera y Enrique Herreras

no es exclusivamente la clave), sino de limitación (limitación


de ganancias, de riqueza, de beneficios, de movimientos de ca-
pital).
¿Y cuál es la filosofía del hogar público en el siglo xxi? El es-
pacio público está pervertido entre la privatización de los bienes,
la socialización de las pérdidas, y la falta de conciencia de que lo
público es propiedad de todos. El Estado se ha convertido en un
ente ajeno a nosotros mismos, y no somos conscientes de que son
nuestros impuestos los que sufragan el gasto, ni tampoco somos
responsables en las demandas.
Seguramente Bell tenía razón cuando decía que se demanda
al hogar público la satisfacción de los deseos privados, de unas
demandas que van más allá de las propias necesidades.
La exaltación del individualismo ha desembocado en una maxi-
mización del interés personal y en el totalitarismo del ethos econó-
mico. Tanto es así, que se ha producido una paradoja dramática: al
considerar al ser humano exclusivamente en su faceta economicista,
se le trata por tanto como una mercancía más, así su precio (que no
su valor, como diría Kant) depende también del mercado.
Lo cierto es que hoy el principio de la sociedad capitalista li-
beral no está siendo la igualdad, ya que vemos la creciente des-
igualdad que produce el sistema, y, sobre todo, una gran contra-
dicción: por primera vez, los hijos vivirán peor que sus padres en
Europa, la cuna de la llamada sociedad democrática.
Ahora mismo, con el grado de desigualdad galopante, no se
puede hablar solo de distribución, sino también habría que ha-
blar de limitación, con todo el debate ético que esto genera. Re-
tomando a Amartya Sen, podemos ya afirmar que todo sistema
económico exige una conducta ética, y el capitalismo no es una
excepción.

6.1. Evolución ideológica sobre


el Estado del bienestar

El Estado del bienestar ha sido uno de los mayores logros de


los estados modernos, y especialmente de la Unión Europea,
convirtiéndose en el corazón de la política y los derechos euro-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 203

peos. Con el objetivo de buscar la equidad entre las personas y la


cohesión social, el Estado del bienestar ha sido capaz de proteger
a los ciudadanos cuando se encuentran en situaciones de riesgo o
vulnerabilidad (como la enfermedad, el desempleo, la vejez, la
infancia o la falta de conocimientos).
Aunque su auge estuvo en la segunda mitad del siglo xx, y
aún sigue presente en los países más desarrollados, el Estado del
bienestar ha sido objeto de críticas voraces, poniendo en cuestión
su eficacia y, a raíz de la crisis del 2008, ha sufrido tantos recortes
que pone en peligro su funcionamiento.
No es casual que en la década de los 70/80, cuando se inicia
el cambio económico basado en una liberalización del mercado y
un empequeñecimiento del papel del Estado bajo la batuta de la
ideología neoconservadora, se produzcan los mayores ataques
contra los años de esplendor del EB.
En consecuencia, además de todo lo dicho sobre el Estado,
incluyendo las crisis de su propia evolución, podemos añadir que
ha habido un plan para modificar la estructura económica y re-
ducir así la influencia de la política social.
A la postre, los preámbulos de la actual crisis del 2008 se
gestaron en los años 70/80. Y para que la ciudadanía aceptara
pasiva y silenciada las modificaciones de la estructura socioeco-
nómica fue necesario modificar también los valores culturales,
exaltando el individualismo en busca de la maximización del in-
terés personal y económico, premiando la riqueza, fomentando
el aislamiento social, y exaltando el consumismo como nueva
religión civil.
Esta involución del Estado del bienestar se produjo porque se
logró cambiar el sistema de valores de las democracias liberales.
Como ya señalamos al hablar de la crisis de dicho modelo, aquellos
valores que fomentaron y sustentaron dicho Estado fueron modifi-
cándose, siendo la causa del debilitamiento del sistema y de la des-
afección de los ciudadanos con el propio sistema políticosocial.
En definitiva, se trataba de reconvertir la sociedad en un mer-
cado donde todo tiene precio.
A finales del 2010, Josep Ramoneda publicaba su libro Con-
tra la indiferencia, donde advertía del mal de las democracias
actuales: el totalitarismo de la indiferencia.

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204 Ana Noguera y Enrique Herreras

El resultado final es que desaparece la noción de bien co-


mún y la propia política es un bien de consumo más. (...) Se
buscan proyectos individuales, no colectivos. (...) Cada cual
piensa estrictamente en sí mismo y en su entorno inmediato.
... En el trasfondo de la cultura de la indiferencia está por en-
cima de todo, la mercantilización absoluta de la sociedad.

¿Qué mínimos debíamos aceptar para considerarnos ciuda-


danos? ¿Qué tipo de individuo se desarrolla en una cultura del
consumo? El individuo debía crearse «a medida» de las necesida-
des del sistema.
Para que se produjera un individuo hedonista y consumista,
no solamente debían existir las bases económicas del sistema que
lo propiciaran, sino también las condiciones políticas y sociales
para que se desarrollara, es decir, el individuo no solo debía «que-
rer» consumir, sino «poder hacerlo».
Igualdad de oportunidades, justicia y solidaridad social fue-
ron las motivaciones morales que construyeron el armazón polí-
tico del Estado de bienestar. Ahora bien, a medida que se con-
quistaban logros sociales, se obtenía mayor felicidad individual
desprovista de moralidad y cohesión social. ¿Por qué? Entre otras
razones, porque la base del éxito del Estado del bienestar que se
apoya sobre la economía se realiza sobre la demanda del consu-
mismo como motor de producción, lo que ha ido reconvirtiendo
la ética de la justicia social por la ética del consumo.
La estabilidad social basada en el consumo individual ha
multiplicado de forma exponencial los beneficios monetarios,
pero ha producido también la mayor y más rápida transforma-
ción moral del individuo en solo una generación. En el cénit de
mayor éxito económico, antes de la actual crisis financiera espe-
culativa que está haciendo temblar los cimientos de Europa y la
solidez de sus valores y cultura moral, nosotros, la ciudadanía,
habríamos experimentado una transformación ética de primer
orden.
El Estado del bienestar fue desdibujándose políticamente,
atraído por los cantos de sirena del consumo ilimitado y de la
riqueza social basada en nuevos productos «de primera necesi-
dad» que sustituían los derechos. Así comenzó a crearse un

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 205

ciudadano/a pasivo, poco defensor de causas sociales, cuya felici-


dad la obtenía alargando la mano hasta el escaparate, que con-
fundió necesidades con deseos. ¿Dónde está el límite entre la ne-
cesidad y el deseo, entre el bienestar y el lujo, entre la justicia y el
hedonismo?
En definitiva, confundimos bienestar con consumo y des-
arrollo con crecimiento, poniendo en juego no solo la integridad
moral de la conducta colectiva, sino la posibilidad del planeta de
resistir esa presión consumista depredadora que destruye ecosis-
temas sin pestañear. Hay tres elementos que han contribuido a
este consumismo enloquecido: la publicidad que crea el deseo de
consumir, la venta a crédito que dan los medios, y la caducidad
acelerada y programada de los productos que renueva nuestras
necesidades ficticias.
El agotamiento del proyecto moral del Estado del bienestar
es como «morir de éxito»; el individuo ha encontrado su máxima
felicidad en la combinación de derechos y mercado, sin preocu-
parse de los desequilibrios que han podido producirse. Cuando
no existe un proyecto social de motivación moral, hay individua-
lidad. Hemos confundido la elección con la libertad.
Como ya afirmamos en las páginas anteriores, hemos pasa-
do de una ciudadanía social activa que logró la conquista del
Estado del bienestar a una ciudanía social pasiva que practica «el
derecho a tener derechos», promoviendo una cultura del indivi-
dualismo de los derechos, pero incapaz de fomentar en la vida
cotidiana una cultura de la responsabilidad. Esta cultura solo se
fomenta si entendemos que existen vínculos entre todos los se-
res humanos; no se trata de predicamentos o de moralina, sino
de las relaciones que unen a las personas en un mundo único y
global.
Para que se produjera un individuo hedonista y consumista,
no solamente deberían existir las bases económicas del sistema
que lo propiciaran, sino también las condiciones políticas y socia-
les para que se desarrollara, es decir, el individuo debería «poder
consumir» y también «querer hacerlo».

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206 Ana Noguera y Enrique Herreras

6.2. El Estado del bienestar:


el triunfo de la política

En los momentos actuales en los que la política aparece deva-


luada a los ojos de la ciudadanía, porque parece incapaz de con-
trolar la voracidad de la economía financiera, y se somete a las
exigencias de un mercado continuamente insatisfecho, y que no
le importa el sufrimiento de las personas en su cuenta de benefi-
cios, hay que mirar hacia atrás para recordar que hubo un mo-
mento en que era la política quien llevaba las riendas del creci-
miento.
Antonio García Santesmases lo recuerda en su análisis sobre
el Estado del bienestar:
Es un momento histórico que ahora añoramos a la vista
de los resultados del neoliberalismo; un momento en el que se
produce un gran pacto histórico entre el capital y los trabaja-
dores, entre los empresarios y los sindicatos. Un gran pacto
auspiciado por distintas fuerzas políticas. Por liberales progre-
sistas, por socialdemócratas, por conservadores compasivos,
por comunistas antifascistas, y socialcristianos. Todas estas
fuerzas consideran que el Estado liberal no podía volver des-
pués de la Segunda Guerra Mundial, no se podía volver a la
desigualdad social de los años 20, ni a la existencia de las dos
naciones dentro de la misma nación. Había que cambiar. Era
imprescindible, por ello, lograr un acuerdo que permitiera ga-
rantizar el pleno empleo, y era imprescindible lograr que los
trabajadores accedieran a la condición de ciudadanos garanti-
zando el derecho a la salud, el derecho a la educación, la co-
bertura de desempleo, la regulación del mercado de trabajo y
el poder de los sindicatos (2011)26.

Para que este consenso políticosocial se produjera necesitába-


mos unos valores de consenso, búsqueda de igualdad de oportu-

26
Ponencia «El cambio del sistema productivo y el cambio de sistema de
valores» presentada en el curso Crisis y Estado de Bienestar. Nuevas respuestas
socialdemócratas, Valencia, Universidad Internacional Menéndez Pelayo, 2011.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 207

nidades y la convicción de que el crecimiento económico tenía la


finalidad de atender las necesidades y el bienestar colectivo.
Pero no todos estaban de acuerdo en esta visión y las políticas
neoliberales fueron fuertemente críticas desde el principio. Por
otra parte, desde las posiciones de la izquierda política también se
advirtió de los peligros que podía comportar una sociedad consu-
mista sin conciencia sobre las consecuencias del consumo ilimi-
tado, o la necesidad de fomentar unos valores que combatieran la
apatía ciudadana y el creciente individualismo. No obstante, y
como pregunta Antonio G. Santesmases,

tampoco podemos olvidar que aquellos valores igualitarios,


redistributivos, optimistas, solo se daban en Europa occiden-
tal. ¿Podría sobrevivir ese modelo social sin atender a los pro-
blemas de la sociedad internacional? ¿No era acaso imprescin-
dible un diálogo norte-sur? ¿Podía perpetuarse aquel modelo
de crecimiento económico sin tener en cuenta las consecuen-
cias ecológicas? ¿Era posible mantener la solidaridad y seguir
fomentando el consumismo?

6.3. El Estado del bienestar,


un obstáculo o una solución
Una vez vistos distintos temas relacionados con el Estado del
bienestar, habría que insistir en una reflexión sobre el mismo.
Nuestra tesis, finalmente, es que, para desarrollar la cultura hedo-
nista y mercantilista era necesario debilitar los cimientos del
bienestar y, para ello, los neoconservadores desarrollaron tres crí-
ticas:

— Es caro, ineficaz e ingobernable.


— Impide el crecimiento económico.
— Mina la independencia personal y el afán de superación.

Lamentablemente, el Estado del bienestar no ha conseguido


una universalización de su proyecto, ni tampoco su implantación
ha sido homogénea, aparte de algunos aspectos intrínsecos que
entraron en crisis, como ya vimos.

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208 Ana Noguera y Enrique Herreras

En los momentos económicos de mayor esplendor, y de ma-


yor paz social, es cuando comenzó su debilitamiento. Hoy, con la
crisis en las espaldas de los ciudadanos, resulta difícil reforzar un
Estado de bienestar que no disponga de suficientes recursos ni
para su mantenimiento ni para su ampliación.
Además, a dicho modelo social se le presentan nuevos desa-
fíos. Entre ellos, los dos desafíos actuales más importantes son la
globalización y los «nuevos riesgos sociales», producto de los
cambios económicos y sociales asociados «con la transición a una
sociedad posindustrial» (Taylor-Gooby, 2004: 3), como la incor-
poración de la mujer al mundo laboral, el incremento de perso-
nas mayores, el desempleo precario o la privatización de los ser-
vicios públicos.
Como supere el Estado de justicia el zarpazo de la crisis del
2008 dependerá de las acciones políticas, aunque de momento, y
en contra de toda lógica para salvaguardar a la ciudadanía de una
situación de pobreza y desigualdad, se han aplicado los mayores
recortes de su historia.
Para apostar por un Estado de justicia como motor de cohe-
sión social y logro reivindicativo de la Unión Europea, habría que
modificar los criterios de tratamiento de la crisis, reinventar las
instituciones económicas europeas para adaptarlas al servicio del
bienestar colectivo y propiciar un nuevo pacto sociopolítico.
Ahora bien, ¿bajo qué criterios determinamos que una institu-
ción es justa y sirve a los intereses del bienestar general? El criterio
utilitarista es el que ha triunfado en nuestras sociedades modernas,
destacando como más justo aquella sociedad que produzca mayor
utilidad global, resultado de sumar las utilidades individuales. Pero
Amartya Sen ve en el utilitarismo una visión reduccionista de in-
terpretar la justicia social, ya que asume exclusivamente la idea de
maximización del interés individual, olvidando las ideas de liber-
tad y de igualdad que son consustanciales a la justicia. Como expli-
ca Damián Salcedo en el prólogo a la obra de Sen,

la idea de justicia igualitaria que él quería defender necesitaba


algo más que rechazar la condición de ordenación por suma.
Así comenzó a sostener que lo que hace imposible una consi-
deración adecuada del problema distributivo reside en la pro-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 209

pia conceptualización del bienestar como utilidad —la condi-


ción bienestarista (1997: 20).

Para Sen, no es adecuado considerar la utilidad como un va-


lor en sí mismo, como si se tratara de una clase de estado mental
relacionado con el placer, la felicidad o la satisfacción, porque
desear o tener felicidad o estar satisfecho no significa lo mismo
que valorar un modo de vida. Los bienes son valiosos como me-
dios para otros fines, por lo que lo importante no es lo que uno
posea, sino el tipo de vida que uno lleva. Es evidente que la cali-
dad de vida de una persona depende de su capacidad de elección,
por lo que hablamos del concepto de libertad, desde dos puntos
de vista: uno, personal, que es el poder elegir el modo de vida que
uno quiere, y dos, estructural, las oportunidades de elección de una
persona las garantiza el sistema social.
Lo que no se puede seguir sosteniendo es un sistema econó-
mico que permite que millones de personas mueran de hambre,
no por falta de recursos, ya que la producción es más que sufi-
ciente, sino por problemas relacionados con la distribución o la
gestión. Hemos comprobado cómo el sistema económico y polí-
tico se queda mudo y ciego ante el juego del mercado que permi-
te que se hagan ricos quienes especulan con los alimentos a cam-
bio de la hambruna de millones de personas.
Siguiendo el razonamiento de Amartya Sen, no podemos
hablar de un sistema justo si no es un sistema que garantice la
libertad de las personas. Y ¿podemos afirmar que hoy se produ-
ce esa libertad? Uno de los principales obstáculos que perjudica
seriamente al Estado social de derecho es que imposibilita la
justicia social e impide la dignidad de las personas, y su au-
torrealización es el cambio que se ha producido en el concepto
de empleo.

6.4. El fin del pleno empleo

Si una de la condiciones para desarrollar el Estado del bien-


estar es el pleno empleo, ¿qué ocurre si ya no hay pleno empleo?
Además, la pérdida de empleo se debe a dos factores: uno, la glo-

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210 Ana Noguera y Enrique Herreras

balización y la revolución tecnológica; dos, la crisis económica.


Dos factores de diferente naturaleza.
El carrusel se compone de los siguientes factores: debilita-
miento del EB, creciente desigualdad, modificación de la es-
tructura laboral, globalización económica, y falta de recursos
para potenciar el bienestar. Así se cierra el círculo. El fracaso del
Estado del bienestar es una consecuencia provocada por la ideo-
logía conservadora. No se puede achacar la responsabilidad de
esta crisis; sin embargo, la crisis ha sido una excusa perfecta para
terminar de recortar el bienestar. Unos recortes que comenzaron
en los años de bonanza económica y bienestar, de corrupción y
de despilfarros, de privatización de servicios públicos y de sala-
rios incalculables para las élites de control. Y ahora, cuando las
condiciones de muchos ciudadanos son de vulnerabilidad eco-
nómica y de marginación social, los recortes le restan capacidad
de respuesta.
Como señalan Luis Moreno y Pau Marí-Klose,

aunque las políticas de protección pública gozan de una ex-


traordinaria legitimidad en la Europa del sur, se puede aca-
rrear un desgaste de este apoyo si empujan a las clases medias
a suscribir programas de protección privada. La posible fuga
de las clases medias puede restar a los Estados del bienestar del
sur de Europa un respaldo imprescindible (2013: 126).

Para el mantenimiento del Estado de justicia es imprescindi-


ble la colaboración de las clases medias a través de la política fis-
cal, de su implicación en los servicios públicos y su convicción
ideológica en la protección social y cohesionadora. Ahora bien, la
fuga de las clases medias del sostén del Estado social se produce
por dos vías: una, como hemos señalado antes, por excluir a las
clases medias de los servicios públicos, empujándoles a una con-
trapartida privada (colegios, sanidad, pensiones); dos, porque la
clase media se deshilacha por causa de la crisis, perdiendo su es-
tabilidad y sus condiciones económicas, por lo que pasan de ser
los elementos más activos del mantenimiento de dicha propuesta
política a los elementos pasivos más necesitados del sistema (des-
empleo, jubilaciones anticipadas...).

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 211

Pero el mayor problema actual es, como señala Antonio Gar-


cía Santesmases, que los valores actuales de nuestras sociedades
desarrolladas no son hegemónicos.
Estamos ante un universo emocional atravesado por los
miedos, las incertidumbres y las angustias, de los trabajadores
autóctonos que pueden ver con simpatía el laicismo, el federa-
lismo o la interculturalidad, pero no saben lo que pasará maña-
na, no tienen seguridad en el puesto de trabajo, han perdido la
confianza en el futuro y piensan que sus hijos pueden vivir peor
que ellos. El problema está en que hemos ido poniendo valores
encima de la mesa, pero las transformaciones del sistema pro-
ductivo van disminuyendo el papel de las instituciones que ha-
bían desarrollado hasta ahora esta tarea de transmitir valores
igualitarios, de compensar los excesos del capitalismo, de evitar
los peligros de un sistema productivo depredador (2011).

Nos hemos dejado manipular por el lenguaje economicista


hasta tal punto que no somos conscientes del riesgo que suponen
las palabras. Por ejemplo, hablamos con total naturalidad del
«mercado laboral», lo que indica que los seres humanos son mer-
cancías dispuestas a ser compradas y vendidas, pero el ser humano
no es una mercancía. En cambio, no solo hemos permitido que
esto ocurra en el capitalismo industrial, sino que ahora permiti-
mos que los trabajadores del mundo entren en competencia unos
con otros, acusándose de la pérdida de puestos de trabajos o dis-
puestos a rebajar condiciones laborales, incluso perder derechos,
para entrar en el mercado laboral.
De la misma forma, nuestro conocimiento, las instituciones
de la sabiduría (las universidades) se han rendido al servicio del
sistema económico. Se favorecen unas asignaturas frente a otras,
se ensalzan las habilidades o talentos que le sirven al mercado,
y se instruye para que las personas sean competitivas y pueden en-
trar en la ruleta del mercado laboral, pero no para ser sabias, crí-
ticas, o disponer de conocimiento o creatividad. La sociedad ac-
tual está dispuesta a mutilar una parte del ser humano con tal de
obtener rendimiento económico. El lenguaje determina qué es lo
prioritario: flexibilidad, competitividad, privatización, liberaliza-
ción, ajuste económico, saneamiento.

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212 Ana Noguera y Enrique Herreras

Se buscan especialistas. Pero ¿qué ocurre con quienes realizan


trabajos necesarios para que la sociedad funcione, pero que no
son reconocidos por el mercado? Y ¿qué ocurre con quienes no le
sirven al sistema económico? La marginación social ya no se pro-
duce por ser una persona inadaptada, con problemas personales
o dificultades sociales, sino que la marginación más grave provie-
ne actualmente por la exclusión del mercado laboral.
No es el trabajo, sino el saber, la principal fuente de riqueza
social. «Los trabajadores del saber», como dice Ulrich Beck, tie-
nen las aptitudes y conocimientos adecuados para convertir la
ciencia y la especialización en innovaciones generadoras de bene-
ficios, y constituyen el grupo privilegiado de la sociedad. Las teo-
rías clásicas económicas giraron en torno a la inversión de capital
y la mano de obra, pero ahora son estos «trabajadores del saber»
los que disponen de su propia herramienta, que pueden llevar a
todas partes (Drucker, 1995: 18). Sin embargo, Beck señala que
la profecía según la cual la sociedad del saber abre nuevas e inago-
tables fuentes laborales se ha visto desmentida por los hechos.
O bien se llega al paro masivo y, con ello, a la división de
la sociedad en titulares de puestos de trabajo y no titulares
de puestos de trabajo (con todos los riesgos para la democracia
que de ello se siguen), o bien hay que atreverse a volver la es-
palda a la sociedad laboral convencional para redefinir «el tra-
bajo» y «el empleo», y abrir nuevos caminos para un reordena-
miento, no solo de la organización social y empresarial del
trabajo, sino también de la sociedad, sus valores, objetivos y
biografías (2000: 51).

Durante el desarrollo del capitalismo industrial se produjo


una «desindividualización» progresiva de las relaciones de traba-
jo, es decir, según Robert Castel «un reconocimiento de la signi-
ficación colectiva del valor trabajo» (2010: 24), dejando el asala-
riado de ser un individuo aislado. Bajo este concepto, podemos
entender la profunda transformación que se ha producido con la
llegada del nuevo capitalismo posindustrial. Se ha producido el
efecto contrario: «una descolectivización», apuntalada por la pér-
dida de derechos laborales, la reforma del mercado y la pérdida
de identidad de los movimientos colectivos sindicales.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 213

Lógicamente, esta transformación del mercado laboral tiene


consecuencias sobre colectivos sociales que se han convertido en
vulnerables, como los jóvenes, los que disponen de trabajos pre-
carios, los hiperexplotados o los marginales, así como una frag-
mentación social.
Pero la transformación del escenario laboral afecta a todos los
países de una u otra forma. Por ejemplo, como señala Ulrich
Beck, la propia evolución de la situación de Alemania refleja lo
que ocurre en las situaciones occidentales (2000: 10). En los años
60, solo la décima parte de la población laboral pertenecía al
grupo de los precariamente ocupados. En los setenta, era ya la quin-
ta parte; en los ochenta, la cuarta parte, y en los noventa la terce-
ra parte. La consecuencia principal es que cuantas más relaciones
laborales se desregularizan y flexibilizan más rápidamente se
transforma la sociedad laboral en una sociedad de riesgo.
En definitiva, no estamos ante la desaparición del trabajo de
la sociedad laboral, ni tampoco del final del trabajo asalariado,
sino que estamos ante el final de la sociedad del pleno empleo.
Es decir, habitamos en una sociedad globalizada donde no
migran las personas sino los puestos de trabajo; el dinero fluye sin
fronteras, pero los trabajadores tienen limitada su movilidad por
diversas razones, como la vinculación a la familia, la diferencia
cultural, las trabas políticas, el rechazo al extranjero.
Para Robert Castel necesitamos volver a una relación más
equilibrada con el trabajo, que fomente la integración social
(2010: 153). Su apuesta es reconfigurar el sistema de protecciones,
alejarnos de la hegemonía absoluta del mercado, reestructurar el
sistema para permitir tanto la competitividad como la protección,
es decir, es necesario un requilibrio entre las fuerzas del mercado y
las protecciones sociales que reorganice el modelo social.

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Capítulo VII

El hedonismo y la ética del consumo

Una de las ideas más sugerentes y polémicas al mismo tiempo


ha sido la crítica de Bell a la moralidad de las clases medias fun-
damentada en el hedonismo.
A Bell se le acusó de conservadurismo por su defensa de la
religión como base moral del capitalismo inicial. Así es. Pero
también hay que matizar que Bell ha sido un defensor de las
aportaciones de Max Weber a la configuración del capitalismo y
a la influencia de las religiones como cultura social.
La llamada de atención que realiza Bell es la conversión del
hedonismo como modo de vida, como la justificación moral
del capitalismo, reconvirtiendo las necesidades en deseos, cuan-
do estos son psicológicos e ilimitados.
Aunque Bell fuera acusado de «conservador, retrógrado y pu-
ritano», lo cierto es que muchas de las críticas actuales al capita-
lismo de hoy se basan en la sociedad consumista, la primacía del
consumidor sobre el ciudadano, la satisfacción permanente de
deseos ilimitados, el individualismo hedonista, etcétera.
¿Qué comparación podríamos hacer hoy entre la clase burguesa
que definió Bell y la clase media creada al calor del Estado del bie-
nestar? ¿Cuál es hoy la moral que da razón al sistema económico?

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216 Ana Noguera y Enrique Herreras

7.1. El hedonismo y la clase media

La llamada «cultura de masas», es decir, consumo masivo e


información globalizada y mediatizada, ha configurado un indi-
viduo con unas peculiaridades específicas de lo que conocemos
como posmodernidad, pero alejadas de los valores necesarios
para desarrollar una sociedad participativa y democrática. Nues-
tros rasgos definitorios actuales son la generalización del ludismo
consumista, la apatía hacia lo político, el desprecio a lo público,
el culto al yo y a la propia imagen, la desafección ideológica, la
conciencia sobre la finitud de la vida, entre otras cuestiones de
índole similar.
Reconduciendo lo ya señalado por Gilles Lipovetsky (1987),
hace falta volver a pensar que estamos ante un nuevo significado
del «individualismo», que se produce cuando el capitalismo pro-
ductivista cede su lugar a un capitalismo consumista, puesto que,
como señala Juan Manuel Ros en su análisis sobre la filosofía de
Lipovetsky, se produce una desubstancialización de los valores e
ideales de la figura antropológica moderna del homo oeconomicus
y su sustitución por la posmoderna del homo psicologicus, como
ya hemos explicado en nuestro apartado 3.4.
Así, se impone una nueva moral social cuando la experiencia
del bienestar personal prima sobre cualquier otra razón. Los va-
lores permisivos, hedonistas y psicologistas han relevado a los
valores dominantes del industrialismo burgués y del protestantis-
mo cultural, básicos en el desarrollo del capitalismo, como son la
disciplina, la austeridad y el sacrificio. Estamos pues, como dice
Lipovetsky, ante un «individualismo narcisista» como figura ética
predominante en nuestras sociedades actuales.
La afirmación de la singularidad, la individualidad, la volun-
tad en la esfera privada, la autonomía y la personalización se re-
fuerzan a través de la cultura de masas, es decir, la sociedad de
consumo y la cultura de masas ofrecen el derecho a la libertad y la
elección de productos como autonomía individual y muestra de
la independencia privada, mientras que cada vez más como indi-
viduos perdemos singularidad, participación, cohesión social y
decisión democrática.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 217

Nuestra individualidad uniforme (términos opuestos) crece a


medida que nuestra ciudadanía disminuye en su dimensión so-
cial, reforzada por el hilo conductor que se persigue a toda costa
y que constituye la meta de la civilización consumista: la búsque-
da individual de la felicidad, nos dice Ros, quien advierte que

la profecía que en su día hiciera Tocqueville sobre la democra-


cia del futuro compuesta, por una parte, por poderes cada vez
más penetrantes, invisibles y paternalistamente benévolos;
y, por otra parte, de individuos cada vez más volcados sobre sí
mismos, lábiles y sin convicción, parece cumplirse en el narci-
sismo posmoderno (2010: 71).

Hay también una consecuencia de ese hedonismo en la con-


ciencia de clase. Uno de los elementos que destaca Bell es la «re-
volución de los derechos en ascenso», es decir, las expectativas
que el imaginario social ha adoptado en pro de un continuo cre-
cimiento económico y su consiguiente nivel de vida en ascenso.
Hoy vemos que una de las consecuencias de la crisis y del
aumento de la desigualdad es la desaparición de la clase media.
Como bien señala Owen Jones (2011), la desigualdad no está
generando una conciencia de clase, sino el debilitamiento de las
clases, porque nadie quiere ubicarse en la clase baja económica-
mente, pues sería admitir un descenso social.
Observamos como, por primera vez en la historia, los jóvenes
descienden en el escalón social, ocupan una posición menos pri-
vilegiada socialmente y con menores recursos económicos que
sus padres. Un descenso social para el que no estamos prepara-
dos, y al que, incluso Owen Jones señala cuando advierte del re-
chazo social que produce el pertenecer a la clase trabajadora,
como algo degradante y de nivel bajo, «la aspiración social ha
sido otro fructífero reclamo electoral, así como un medio para
minar la identidad de la clase obrera» (2011: 45).
El éxito del Estado del bienestar ha sido garantizar la exten-
sión de la clase media, un objetivo, en nuestro opinión, loable y
garante de una justicia distributiva. Pero culturalmente se ha im-
plantado como la conquista social en la que todos querían ubi-
carse, al mismo tiempo que, políticamente, no se podía defender

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218 Ana Noguera y Enrique Herreras

a la clase trabajadora (con contratos precarios o con condiciones


mínimas) sin reconocer que eso suponía un fracaso tanto colecti-
vo (del conjunto de la sociedad) como individual (de no estar en
la media social). Ni siquiera los trabajadores querían asumir su
conciencia de clase, sus problemas, su situación de vulnerabilidad
social, y la decisión de su voto no se realizaba por la defensa de
sus intereses de clase, sino por sus aspiraciones individuales.
Se ha producido una defensa a ultranza de la clase media, de
sus valores, de su estilo de vida, de su ética consumista, de su vin-
culación con el individualismo liberal, del éxito material como lo-
gro del ascenso social. Así que, debajo de la clase media, parece no
existir nada más, salvo los fracasados del sistema. Un efecto político
devastador que ha tenido una consecuencia cultural que Owen Jo-
nes ha señalado como «demonización» de la clase trabajadora.
Esto es lo que ha ocurrido, por ejemplo, en España, cuando
con la crisis del 2008 comenzó a extenderse la responsabilidad
colectiva situando el origen del problema en «vivir por encima de
las posibilidades». Se decía que la culpa estaba en todos aquellos
trabajadores o clase baja que habían «soñado» tener las mismas
riquezas y oportunidades que la clase media, rompiendo así el
sistema económico y el orden social. No ha habido una profunda
reflexión acerca de la mala gestión de los bienes públicos (tam-
bién los que forman parte del sistema social, como los bienes
económicos, la empresa y el trabajo), de la podredumbre social
construida intencionadamente para que el sistema diera más le-
che de la permitida, o de la connivencia política en la elaboración
legislativa, como las leyes y planes urbanísticos.
De la misma manera que, según señala O. Jones, «la aspiración
social se convirtió en un fructífero reclamo electoral, así como un
medio de minar la identidad de la clase obrera» (2011: 45), tam-
bién se ha convertido en el chivo expiatorio de la crisis, para res-
ponsabilizar a la clase más baja de haberse llevado por un enga-
ñoso canto de sirena que no les pertenecía.
Pero, como pregunta Owen, «con tanta confusión sobre la cla-
se social, ¿qué significa hoy ser de clase trabajadora?» (2011: 134).
En una sociedad que ya no dispone de pleno empleo y donde
la desigualdad se extrema, el trabajo se precariza y migra allí don-
de existen condiciones legislativas más flexibles o incluso ausen-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 219

cia de legislación laboral. Existen modalidades como «contratos


basura», normalmente desempeñados por jóvenes o mujeres;
muchos trabajadores han de duplicar sus jornadas laborales con
distintos empleos para poder llegar a un sueldo mínimo de sub-
sistencia, lo que genera la asociación de dos conceptos que antes
estaban excluidos entre sí, como el trabajo y la pobreza. En este
caso, aumenta una diversidad de marginalidad social provocada
por el desempleo (con la cotización), el no trabajo o el trabajo
sumergido.
Además, nuevamente se produce un retroceso de la mujer en
el mundo laboral, ocupando las mayores tasas de precarización,
menos ingresos, empleos más inestables, lo que conduce al fenóme-
no llamado «feminización de la pobreza». La mujer vuelve a ocu-
par un segundo lugar en el mundo productivo: bien ocupa la
escala laboral más baja, o bien retorna al ámbito privado, ence-
rrada en el hogar, a cubrir las obligaciones asistenciales y de pro-
tección que el Estado debería proporcionar, pero que han sido
sus principales recortes. En definitiva, en lugar del trabajo remu-
nerado convencional, aparece el trabajo «a cambio de una sonri-
sa», como diría Hannah Arendt.
Es decir, se está produciendo un fenómeno de «sustitución
del trabajo normal por el trabajo no normal» (Beck, 2000-101).

7.2. La clase media se hunde, la clase media surge

José Félix Tezanos señala, en su artículo «La transformación


de las clases medias» (2015), los cambios que han tenido lugar en
la estructura de los sistemas productivos, los efectos de la crisis
económica y la evolución de las desigualdades sociales, las cuales
están conduciendo a transformaciones significativas en los siste-
mas de estratificación social, con una nueva situación de las clases
medias que puede tener importantes efectos y consecuencias so-
ciales y políticas. Tezanos, en fin, analiza los principales factores
que influyen en tales transformaciones, tanto en el plano de la
objetividad social (deterioro de las condiciones económicas y so-
ciales), como en el de la subjetividad social (cambios en las iden-
tidades de clase), y el de la acción social (radicalización política).

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220 Ana Noguera y Enrique Herreras

Es cierto que el aumento de las desigualdades provoca tam-


bién tendencias de devertebración social y de taponamiento de
las oportunidades vitales para las nuevas generaciones, algo com-
pletamente inédito, que contribuye a difundir la sensación de
que estamos en sociedades de «ganadores y perdedores» a gran
escala, en las que no todos tienen las mismas oportunidades so-
ciales y vitales.
A consecuencia de lo dicho surge otra pregunta que realiza
Tezanos: ¿qué efectos políticos tendrá el declive de las clases me-
dias tradicionales, el aumento de las desigualdades, los proce-
sos de deterioro laboral y las tendencias de movilidad social des-
cendente?
La respuesta es que este nuevo paradigma económico y social
está afectado por cuatro grandes factores: 1) La consolidación de
mercados globales poco o nada regulados; 2) Los procesos de fi-
nanciación creciente de la economía; 3) Una revolución tecnoló-
gica que transforma las condiciones, las exigencias y la misma
naturaleza del trabajo como actividad humana; y 4) La implanta-
ción de nuevos enfoques de política económica y social, inclu-
yendo nuevas maneras de entender la funcionalidad económica y
un «nuevo ethos» del capitalismo.
En el trasfondo de la clase media, y como consecuencia de su
debilitamiento, se producen serias contradicciones, ya que los va-
lores que los padres intentan transmitir para conseguir el éxito
social, como el estudio, el valor del trabajo, o mantener la apa-
riencia de clase media, ya no son garantías de que los jóvenes
tengan posibilidades de obtener trabajo, nivel de ingresos, inte-
gración social y estatus. Esta frustración en la experiencia laboral,
el descenso del nivel de vida, la bajada de clase social, quiebran
una importante línea de transmisión de valores de padres a hi-
jos. Lo cual implica una alteración sustantiva de elementos cul-
turales que han sido algo muy importante en la realidad de las
clases medias.
Ahora bien, esta realidad social en la que nos reconocemos las
sociedades desarrolladas, especialmente europeas, no es la misma
en la que están inmersos ciudadanos de países como China, que
se ven subidos al carrusel de la tercera fase del capitalismo, con
un consumo irrefrenable y un dorado esplendor de bienestar.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 221

Según el informe sobre riqueza global elaborado por Credit


Suisse, por primera vez en la historia, y gracias al desarrollo eco-
nómico de los últimos veinte años, China posee en la actualidad
la clase media más numerosa del mundo, con 109 millones de
personas, superando en el ranking mundial al todo poderoso Es-
tados Unidos, con casi 92 millones de norteamericanos. Desde el
año 2000, más de 43 millones de chinos se han incorporado a la
categoría de clase media.
Los pronósticos económicos indican que la clase media china
sumará la cifra de 600 millones de habitantes para finales de
2020, impulsada por la rápida urbanización del país, y se conver-
tirá en la base de un crecimiento económico de entre el 7 por 100
y el 8 por 100 anual, según previsiones del Instituto Chino para
la Reforma y el Desarrollo. La clase media china crece de forma
imparable en las ciudades y pueblos. Se estima que el gigante
asiático tendrá otros 200 millones de trabajadores emigrantes
que vivirán en áreas urbanas.
No solamente está aumentando la clase media china, sino
que el dato más espectacular es el aumento de millonarios en este
país asiático. Según el informe Credit Suisse, los chinos se están
volviendo ricos a un ritmo increíble. La riqueza por cada adulto
se ha cuadruplicado a 22.500 desde el 2000. El país ahora tiene
una quinta parte de la población. En efecto, la riqueza de los
hogares del país podría continuar aumentando por encima de las
tasas de crecimiento de las economías desarrolladas, dice Credite
Suisse, al tiempo que también verá su número de millonarios
crecer un 74 por 100 hasta alcanzar 2,3 millones en 2020. Otro
informe hecho por PricewaterhouseCoopers encontró que un
nuevo multimillonario se creaba casi cada semana en China en el
primer cuarto del año.
A finales de septiembre de 2015, el China Household Finance
Survey afirmó que hay dos características a tener en cuenta: en
primer lugar, la riqueza por adulto de la clase media china es de
139.000 dólares, menor que la de los Estados Unidos (184.000
dólares) y Japón (157.000 dólares); en segundo lugar, el resultado
de la CHFS evidencia que la clase media china representa el
20,1 por 100 de la población total del país, muy por debajo del
37,7 por 100 en los Estados Unidos y el 59,5 por 100 en Japón.

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222 Ana Noguera y Enrique Herreras

Por otra parte, el 78,9 por 100 de los adultos en China todavía
no han cumplido con el criterio principal para pertenecer a la
clase media: un ingreso anual de 50.000 dólares mínimo.
Lee Jong-Wha, profesor de Economía y director del Instituto
de Investigación Asiática en Corea del Sur, cree que el rápido
crecimiento de la clase media en Asia no solo cambiará la econo-
mía de ese continente, sino que este fenómeno tendrá repercusio-
nes a nivel mundial. En la misma línea, la OCDE estima que la
clase media (definida como los hogares que gastan entre 10 y 100
dólares por persona al día) crecerá hasta los 4.900 millones de
personas en 2030 desde los 1.800 millones que alcanzaron en
2009. De esos casi 5.000 millones de personas, dos tercios residi-
rán en Asia, siendo China el país donde resida una gran parte.
Ahora bien, ¿cómo conjugamos los distintos elementos que
en sí mismos son contradictorios? Por una parte, ha disminuido
la pobreza a nivel mundial, lo que encaja con el hecho de que la
clase media se expande en las sociedades emergentes, pero, por
otra parte, la desigualdad social es el elemento definitorio de la
sociedad del siglo xxi, lo que se evidencia cuando la clase media
se difumina en las sociedades desarrolladas.
En la primera década del siglo xxi se produjo una reducción
histórica de la pobreza mundial y el número de personas que
podría ser consideradas de clase media casi se duplicó. Pero ¿esto
indica que la clase media está en auge?
Si analizamos las dos características de la clase media china
señaladas anteriormente, que la renta es mucho menor que la de
los países desarrollados y que representa tan solo un 20 por 100
de la población del país —algo que está muy por debajo de la
clase media de los países desarrollados—, observamos que aún
queda una amplia capa de población que no alcanza todavía la
clase media, y que el nivel social de esta clase media china es mu-
cho menor que la de los países desarrollados.
Es decir, estamos desarrollando una clase media mundial más
pobre, con menos ingresos, que ocupa un escalón inferior de la
pirámide social. Así se explica la gran desigualdad, porque mien-
tras los ricos aumentan extraordinariamente su riqueza, la clase
media, aunque sea mayor en número, es mucho menor en recur-
sos, dispone de menos riqueza, de menos beneficios sociales y,

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 223

sobre todo, de menos derechos. Es decir, tiene mucha menos


influencia en la estructura social que la clase media del siglo xx de
los países desarrollados.
Este es uno de los conceptos que hay que revisar: la clase
media.
De la misma forma que deberíamos plantearnos qué define
hoy a la «clase trabajadora», deberíamos analizar cuáles son los
elementos que siguen definiendo a la clase media. Seguramente,
nos llevaríamos una sorpresa al comprobar cómo se han reducido
los parámetros y exigencias que se mantenían en el Estado del
bienestar.
Si seguimos las indicaciones del Banco Mundial, en relación
al umbral que «aísla» de la pobreza y sitúa a una familia en la
clase media, nos encontramos con que muchos de esos integran-
tes de la «clase media global» son pobres o están claramente por
debajo de la franja con que se mide la clase media europea o es-
tadounidense.
Solo un 16 por 100 de la población mundial vive con 20 o más
dólares diarios, lo que es considerado por los estándares mundiales
como de ingreso «medio-alto». «La clase media global es menor de
lo que pensábamos, tiene menos de lo que pensábamos y está más
concentrada por regiones de lo que pensábamos», dijo Rakesh
Kochhar, director asociado del Pew Research Center, tras el último
estudio sobre la clase media realizado por esta institución.
Desde una perspectiva internacional, lo más importante del
estudio probablemente sea el dato de que la brecha en los niveles
de vida entre países avanzados y en desarrollo apenas si se acortó
en la primera década de este siglo. Según el estudio, en 2001, el
91 por 100 de la población mundial de alto ingreso vivía en Eu-
ropa o América del Norte, y pasó a un 87 por 100 en 2011.
Mientras tanto, solo 1 por 100 de la población de alto ingreso
vive en África, 4 por 100 en América del Sur y 8 por 100 en Asia
y el Pacífico Sur.
¿De qué renta estamos hablando cuando se menciona la «cla-
se media global»? Hay economistas que consideran el surgimien-
to de una «nueva clase consumidora mundial» de gente que gana
10 o más dólares por día. Una cifra que no corresponde a una
clase media en Estados Unidos o Alemania.

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224 Ana Noguera y Enrique Herreras

¿Estamos ante el crecimiento de la clase media mundial?


Quizás debamos ser más modestos y más pesimistas al considerar
el desarrollo de esta «gigante» clase media global, pues lo que se
está produciendo es un efecto acordeón: por una parte aumenta
la gente que, afortunadamente, sale de la pobreza y se sitúa en un
nivel de supervivencia asegurada, pero sin llegar al nivel de la
clase media, y, por otra parte, la clase media fruto del Estado del
bienestar está deshilachandose, perdiendo sus beneficios sociales
y económicos.
Unos crecen y otros descienden para quedarse en una nueva
franja, cada vez más amplia y con menos diferencias en cuanto a
derechos sociales, cuyo factor más beneficioso para el crecimien-
to lujurioso del capital es la competencia extrema en busca del
trabajo.
Se ha creado una nueva clase más vulnerable, en la que todos
tienen miedo a perder, unos lo que han conquistado y otros lo
que pueden conquistar, en la que ya no hay sentimientos de per-
tenencia a la misma clase, no hay defensa de intereses comunes,
y se entrecruzan identidades culturales muy diversas, lo que difi-
culta el entendimiento político y social de los propios compo-
nentes de esta gran «clase global». Porque lo que a unos puede
parecerles más beneficioso socialmente como la negociación co-
lectiva, los derechos sociales, la seguridad laboral, el futuro asis-
tencial o la red de bienestar, quizás ya no son las prioridades en
otros puntos del planeta, cuyo interés personal y social se centra
en el desarrollo, el consumo, el éxito económico, con poco inte-
rés en las reformas legislativas y/o democráticas.

7.3. La representación del voto político

Lo que es evidente es que la tercera etapa del capitalismo, el


capitalismo financiero, a la que se suma la globalización, fruto
también de la tecnología y la ciencia moderna, ha creado una nue-
va cultura social. Y también la necesidad de una nueva política.
No funcionan los esquemas de división social de la sociedad
industrial. Las clases ya no son tan fácilmente distinguibles en su
correlación con el voto emitido. Resulta complejo interpretar

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 225

qué vota cada quién. Las preguntas ya no son tan fáciles como en
el siglo xx: ¿los partidos socialistas son los partidos de los trabaja-
dores? ¿Qué internacionalismo representan los conservadores?
¿Cómo se entiende la fluctuación del voto que puede saltar de
una a otra posición ideológica?
Podemos observar en Europa las contradicciones que se pro-
ducen, por ejemplo, cuando barrios obreros franceses o españoles
votan masivamente a la derecha más extrema en defensa de sus
intereses personales, que ya no coinciden con los intereses de la
clase obrera nacional, sino que están condicionados por el miedo
a la llegada de «otros» que viven una situación igual o peor. Mien-
tras, es la intelectualidad acomodada de clase media la que de-
fiende los valores de las izquierdas, su lenguaje, su movimiento
histórico y la conquista de los derechos obtenidos.
El socialismo del siglo xx sabía identificar con claridad las
clases sociales y, por tanto, los ciudadanos sabían reconocerse en
esa posición de clase, con lo que el voto sí era una representación
de la clase social a la que se pertenecía.
Pero eso ha saltado por los aires. Por una parte, debido a la
complejidad individual de los roles asumidos en estas sociedades
desarrolladas; en segundo lugar, porque los propios ciudadanos
no quieren ubicarse o reconocerse en la división tradicional de
clases. Los ciudadanos buscan su voto, no por la simpatía o reco-
nocimiento de una posición colectiva como podría ocurrir antes,
sino por el miedo al estancamiento social.
Y eso es también otra de las grandes paradojas: cuando la des-
igualdad es más creciente que nunca convirtiéndose en el mayor
problema del siglo xxi, ha desaparecido la conciencia de clase.
En estos cambios de electorado, quienes no han sabido posi-
cionarse y siguen con discursos tradicionales y esquemas de la
sociedad industrial son los partidos políticos, que realizan una
política poco adaptativa y sin innovación. Todo cambia a una
velocidad vertiginosa menos las estructuras políticas. Tanto es así,
que las ideologías han acabado transformándose en clichés, como
bien señala Daniel Innerarity27.
27
Entrevista a Daniel Innerarity, Fundación Rafael Campalans, invierno
de 2009-primavera de 2010.

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226 Ana Noguera y Enrique Herreras

Habíamos pensado, quizá con gran ingenuidad, que esto


del fin de las ideologías suponía el comienzo de una política
más ecléctica, más flexible, y no. Efectivamente, ya no hay
ideologías fuertes; lo que hay son clichés fuertes, que es algo
mucho más difícil de superar. Tú ves asomar un político en la
televisión, y ya sabes perfectamente lo que va a decir. Que sea
todo predecible, todo previsible, tiene que ver no tanto con lo
ideológico como con el dominio de los clichés, de lo política-
mente correcto, de los guiones establecidos, y de los cuadros
de los que nadie se quiere salir.

Pero esta descontextualización social, esta falta de implica-


ción y empatía con nuestra clase, es fruto de ese individualismo
extremo, que regula nuestros comportamientos y da identidad a
nuestros roles.
Evidentemente, la crisis económica ha puesto en jaque la for-
taleza política, y así hemos descubierto que también nuestras de-
mocracias están en crisis. Como señala Leonardo Morlino (2009),
la crisis de la democracia es el conjunto de fenómenos de los me-
canismos típicos del régimen democrático. Hay crisis democráti-
ca cuando surgen límites y condicionamientos a la expresión de
los derechos políticos y civiles, o cuando hay limitación de la
competición política y de la posible participación porque se ha
quebrado el compromiso democrático que está en su base. Pero
también existen crisis en la democracia. Cuando las crisis se dan
dentro del sistema, es debido a: en primer lugar, parálisis del fun-
cionamiento o mal funcionamiento de algunas estructuras, me-
canismos o procesos cruciales del régimen, así como de las rela-
ciones legislativo/ejecutivas o de otras estructuras propias de cada
tipo de régimen, burocracia o magistratura; en segundo lugar,
distanciamiento o mal funcionamiento de las relaciones entre la
sociedad y los partidos, o entre grupos, partidos y estructuras del
régimen democrático, que se manifiestan en forma de demandas
expresadas por la sociedad civil y que no se traducen o no pueden
traducirse en decisiones tomadas por el régimen.
Nuestro riesgo en estos momentos es pasar de la democracia al
autoritarismo o a gobiernos populistas, cuando nuestra necesidad
política demanda pasar de una democracia de baja calidad a una de
mayor calidad para dar un salto a la democracia supranacional.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 227

Ahora bien, si no asentamos las bases de la democracia repre-


sentativa, podemos vernos en una transición peligrosa: pasar de
una democracia representativa a una democracia formalista. Po-
demos encontrarnos con democracias nacionales, que respeten su
formalismo electoral y que garanticen la participación y libertad
de sus ciudadanos, pero que no tengan poder real democrático.
Una vez los ciudadanos han ejercido libre y participativamente su
voto, han elegido su gobierno democrático, y mantienen todos
sus reglamentos y leyes que avalan el proceso y el resultado, ¿tiene
ese Gobierno democrático algún margen de maniobra y actuación
para tomar decisiones, o estará sometido a los mandatos exter-
nos, bien económicos o políticos, que se toman por poderes no
democráticos o no reconocidos en su legitimidad por la ciudadanía?
Lo que está en juego en esta crisis global de nuestras estruc-
turas políticas no es la verdadera esencia del voto individual
democrático, no es la suma de los votos democráticos, sino el
«concepto del poder democrático». ¿Tenemos poder democrático
suficiente para imponer acciones y decisiones?
Joaquín Estefanía (1998) se refiere a «la mundialización mu-
tilada» producida por la nueva globalización como principal ca-
racterística del poscapitalismo, que ha traído mayores cotas de
bienestar en muchos lugares, aunque deja al margen a amplias
zonas del planeta, como el continente africano, agravando con
ello las diferencias, y deja también una obligada cesión del poder
de los ciudadanos, sin debate previo, sobre sus economías y sus
capacidades de decisión, en beneficio de unas fuerzas indefinidas
que atienden al genérico de mercados.
¿Estamos asistiendo a lo que pesimistamente anuncia Ulrich
Beck? Lo que tenemos por delante no es el final de la política,
sino el final del final de la política.

7.4. ¿Qué es hoy la política?

Los cambios y transformaciones radicales que se están produ-


ciendo en nuestro mundo no se acompañan de los cambios polí-
ticos necesarios. Si comparamos la situación actual con cambios
sociales vividos en otras épocas —el derrumbe de la época feudal

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228 Ana Noguera y Enrique Herreras

o la sociedad capitalista, o la consolidación del Estado del bienes-


tar— fueron momentos donde la política tuvo un protagonismo
indiscutible y el liderazgo de llevar adelante la transformación de
los cambios. Hoy no es así. La política no está adaptando sus
instrumentos ni a los retos de una globalización social, ni a la
cultura tecnológica en la que ya estamos inmersos. Ni sabe con-
trolar la globalización económica ni conoce el lenguaje de la nue-
va cultura ni tampoco utiliza los instrumentos tecnológicos de la
época actual para expandir su finalidad. Tanto en el lenguaje, en
los mensajes, en las acciones, en los instrumentos y en el uso de
las herramientas tecnológicas, la política está al margen.
La política sigue ejerciendo con los viejos instrumentos del
siglo xx en una sociedad del siglo xxi, cuando lo que necesita es
otra manera de pensar, otra manera de actuar y otra manera de
comunicar.
El malestar de los ciudadanos con la política se debe a la in-
eficacia para resolver problemas, la desafección con sus represen-
tantes es objeto de la falta de autoridad, la desconfianza con el
sistema político es la debilidad de sus instrumentos para ejercer
su poder democrático. Los ciudadanos, aunque no identifiquen
los problemas, saben que la política, tal como está, no es el ins-
trumento útil para liderar las transformaciones irreversibles que
estamos viviendo. El fracaso de la política ante los nuevos cam-
bios es el divorcio que se produce con sus representados y la de-
bilidad de la democracia.
Los partidos políticos se encuentran sin respuestas globales,
incapaces de poner en marcha las ideas escritas porque los engrana-
jes están oxidados, sumidos en el somnífero de un pensamiento
único, de un agotamiento ideológico. A ello contribuye el fenó-
meno de los mensajes simples y enlatados que tienen su cierto
rédito electoral. Los partidos, instrumentos vitales de la sangre
democrática, no han sabido modificar sus estructuras adaptándo-
las a la complejidad de la sociedad actual. Ya no existe una defi-
nición de «clase» nítida y simple; los problemas globales afectan
por igual a derecha e izquierda; el electorado es volátil depen-
diendo del tema; los mítines y la vida orgánica del partido no
atraen al ciudadano; y ya no se necesita un partido de masas (con
militantes aguerridos) para llevar el mensaje puerta a puerta. Se

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 229

ha invertido la pirámide del partido político, no existen partidos


«de masas» sino de «cuadros», legítimos en la compleja sociedad
actual, pero a los que hay que exigirles una ética de la profesión.
¿Cómo confiar en el principal instrumento de representación
democrática del ciudadano cuando sus carencias son la transpa-
rencia en la toma de decisiones, la libertad de expresión y la co-
hesión en base a la convicción?
La democracia requiere práctica y una formación adquirida
con la experiencia del día a día; no se nace democrático, se hace;
abandonar la praxis democrática tiene consecuencias graves
que afectan al corazón del concepto de ciudadano. Los ciudada-
nos, además de elegir representantes, deben tomar parte activa a
través de la deliberación.
Pero, como señala Daniel Innerarity, no se trata de defectos
de las personas o incompetencias singulares, sino de un déficit
sistémico de la política, de escasa inteligencia colectiva por com-
paración con el vitalismo de otros ámbitos sociales. En su artícu-
lo «¿Qué es la gobernanza?», Innerarity señala:
Vivimos efectivamente en una sociedad descompensada:
entre la euforia tecnocientífica y el analfabetismo de valores
cívicos, entre la innovación tecnológica y la redundancia so-
cial, entre cultura crítica en el espacio de la ciencia o en el
mundo económico y un espacio político y social que apenas se
renueva. Hace tiempo que las innovaciones no proceden de
instancias políticas, sino de la inventiva que se agudiza en otros
ámbitos de la sociedad. No se concibe, sino que se repara,
desde una incapacidad crónica para comprender los cambios
sociales, anticipar los escenarios futuros y formular un proyec-
to para conseguir un orden social inteligente e inteligible.

El lugar de la política se ha vuelto borroso, difuso, impreciso


dentro del espacio global. Ulrich Beck plantea una parábola:
«¿Qué ocurriría si la UE cursara una petición de ingreso en la UE?
La respuesta es clara: sería rechazada. En efecto, la propia UE no
cumple las exigencias de democracia que impone para conseguir
el ingreso» (2000,186).
Si la política no ejerce sus funciones por anquilosada, vieja,
paralizada, ¿podrán otros ocupar su puesto?

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230 Ana Noguera y Enrique Herreras

No estamos hablando tan solo del poder, que hoy adquiere


una complejidad mayor en su estructura y que se ejerce desde
puntos diversos; no hablamos tan solo de la actividad política,
que no es exclusiva de los partidos; no hablamos tampoco de la
gestión, que puede ser compartida. Lo que está en quiebra es
la representación del espacio público, el valor de lo social, lo que
es de todos, pero no nos pertenece.

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Tercera parte
A MODO DE CONCLUSIÓN

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Capítulo VIII

Nada es nuevo, todo es diferente28

No hay recetas mágicas esperando ser rescatadas para aplicar-


las como bálsamo a los problemas que nos rodean. Está de moda
hablar del «relato» como la necesidad de construcción de nuestro
imaginario ideal, de nuestra guía, como si habláramos del mapa
para saber de dónde venimos y hacia dónde vamos. Quizás esa es
la pregunta: ¿tenemos un relato después de la posmodernidad?
Si hace 40 años Daniel Bell planteaba las contradicciones
culturales del capitalismo, Justo Zambrano se plantea cuál será el
resultado entre el híbrido que está engendrando el nuevo capita-
lismo de hoy y la cultura. Porque, según Zambrano, todavía es
prematuro prever si finalmente el capitalismo morirá autotrans-
formado en los nuevos territorios culturales en los que se adentra,
o será la cultura la que perderá toda la carga de significación que
le ha permitido lavar los sufrimientos del hombre a lo largo de la
historia (2006: 127).

28
Para este capítulo recogemos el título de una conferencia de Wolgang
Fritz Haug impartido en el Seté Congrés de Pensament dentro de los Premis
Octubre celebrado en 2001.

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234 Ana Noguera y Enrique Herreras

El capitalismo del siglo xxi se presenta como un capitalismo


transnacional de alta tecnología. Desde hace unas décadas vivi-
mos inmersos, como afirma W. Fritz Haug, en un proceso acele-
rado de lo que se ha llamado «la tercera revolución industrial»,
que está incorporada en el proceso de valoración: este decide so-
bre qué conocimientos y posibilidades se aprovechan y cuáles no.
Y las consecuencias no dejan a salvo ningún ámbito de nuestras
vidas, pero están repletas de contradicciones.
Cada vez que se ha intentado comprender o transformar el
capitalismo, este ha renacido, reconvirtiéndose (son sus famosas
siete vidas); primero fue el capitalismo comercial, luego el indus-
trial y ahora el financiero. Pero, en opinión de Zambrano, esta-
mos caminando hacia un capitalismo cultural, en el que el cono-
cimiento se ha convertido en factor central de la producción y los
iconos culturales en los principales bienes de consumo.
Ante esa nueva dialéctica entre capitalismo y cultura, ¿estamos
preparados para analizar la nueva fase en la que nos adentramos?
La construcción de un relato requiere unos puntos mínimos
de acuerdo, de consenso, sobre los que comenzar el edificio cul-
tural. Estos mínimos son, sin ninguna duda, valores, porque son
componentes inevitables del mundo humano; como nos indica
Adela Cortina, «la moral la llevamos en el cuerpo», ya que no hay
ningún ser humano que pueda situarse más allá del bien y el mal
morales, sino que todos somos inevitablemente morales. Bien sea
porque actuemos de forma moral o inmoral, o bien sea porque
nos sintamos altos o bajos de moral (desmoralizados), como se-
ñalaba Ortega, no podemos escapar al ámbito de la moralidad,
que es parte implícita del concepto de humanidad (1997: 218).
Ya decía Aranguren que toda persona humana es inevitable-
mente moral. Pues es en ese contexto donde queremos plantear
unas conclusiones; y, para ello, hemos seleccionado siete puntos
que desarrollamos a continuación.

1) Actuales contradicciones culturales

Una de las contradicciones del capitalismo burgués, como


indicó Bell, estribaba en tratar de unificar la cultura, la estructura
política y la economía en un marco común que se definía con las

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 235

palabras de Max Weber como «la ética protestante». En este sen-


tido, el orden cultural trataría, de manera simbólica, de expresar
los sentidos de la existencia humana de forma imaginativa. Re-
cordemos que su núcleo es la autorrealización.
Y ahí estaba parte del meollo expresado por Bell, al señalar que
el ámbito económico y el de la cultura conducen a las personas en
direcciones contrarias. Porque, por un lado se produce una contra-
dicción entre individuo como ciudadano (obligaciones hacia el
orden político) y como burgués (hacia el propio interés).
El resultado era, según Bell, el hedonismo como justificación
cultural del capitalismo. Recordemos que para Bell la corriente del
«posmodernismo» en la cultura quiso acabar la idea de la cultura
misma. A la postre, en filosofía, según Bell, el posmodernismo es
un ataque al «sujeto», el ego cartesiano que cimienta los términos
del discurso filosófico a partir del siglo xxi.
En la cultura, el posmodernismo es la democratización del
modernismo, ya que borra la distinción entre el gran arte y la
cultura de masas, y rechaza por elitista la idea de «canon» o juicio.
Un ejemplo se encuentra en la literatura, donde el autor «decons-
truye» el texto. Ninguna interpretación puede considerarse mejor
que ninguna otra. Y como ya advertimos, con Danto, eso condu-
ce al fin del arte.
De todos modos, por seguir con Bell, si bien la cultura se
había trivializado, lo que veía más peligroso era la revuelta contra
la modernidad, ya que la misma era la mayor amenaza a la diver-
sidad, por muy bien que se disfrazara de pluralismo. Porque
—esa es la tesis de Bell—, no establecer límites o frenos morales
ha sido una falla del liberalismo. Finalmente —y ese es el sínto-
ma—, lo que ha acontecido no es solo un ataque al modernismo
cultural, sino también al liberalismo político. Un liberalismo sin
capacidad de poner límites a la conducta licenciosa.
El problema de todo ello es si ha sido el arte el que ha perver-
tido al liberalismo o al revés, el camino seguido por el liberalismo
ha asumido en última instancia al arte. Porque más bien parece
que el arte se ha mimetizado con el liberalismo.
El resultado es que hoy vivimos en una época en la que se han
perdido las vigorosas fuerzas emotivas que han caracterizado la
modernidad, sobre todo, la nostalgia, por un lado, y la utopía por

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236 Ana Noguera y Enrique Herreras

otro; una época en la que además parece desaparecida la percep-


ción de las dimensiones temporales del pasado y del futuro. Hoy,
en efecto, parece que vivimos en un eterno presente, una especie
de «presentismo». Desde este punto de vista, en el arte, como ya
preveía Bell, queda abolida toda percepción de la diferencia, todo
se confunde y se sitúa al mismo nivel, en el que se rechaza valorar,
formular cualquier juicio crítico y solo se aprecia lo que parece
tener éxito aquí y ahora.
No es de hecho casual que, en la actualidad, y para la mayoría
de las personas, el arte forma parte de la sociedad del espectáculo.
Se podría definir dicho arte como un conjunto de las prácticas
que se ocupan de dar una imagen agradable a las personas y a las
cosas, con el fin de hacer que la vida cotidiana sea menos pesada
y frustrante. De este modo, las categorías de la apariencia y de lo
agradable han ocupado por completo el lugar de aquellas catego-
rías más comprometidas y solemnes de la belleza y del arte, que
han distinguido a la percepción de dicha actividad desde su naci-
miento.
Pero es la propia inmersión en el liberalismo y no al contra-
rio, lo que ha arrastrado directamente al arte. No obstante, toda-
vía antes de Kant y su crítica de la facultad del juicio, conviene
referirse a la cultura anglosajona del siglo xviii en la cual era fun-
damental la palabra criticism. Y por ahí aparece una de las con-
tradicciones actuales, la dificultad de hallar criterios dentro del
pluralismo. Paradójicamente, la contemporaneidad ha devenido
en la más plural de las situaciones, lo que ha permitido un flo-
recer sin precedentes ni criterios.
Y todavía más paradójico, esta situación se vive en una época
en la que se ha multiplicado el apoyo institucional a las activida-
des artísticas y culturales, en lo que se denomina política cultural
pública. Esta contradicción proviene de la Ilustración, cuando se
entendía como «lo público» algo no opuesto, pero sí distinto, a
«lo privado».
No hay que olvidar que la política cultural aparece cuando
los gobiernos comienzan a preocuparse por los ciudadanos. His-
tóricamente, tiene que ver con la hegemonía, con el intento de
hacer a los sujetos manejables y moderados. Es decir, construir
lugares más gobernables.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 237

Por lo general, en la burguesía ilustrada del siglo xviii predo-


minó un carácter paternalista por el cual el hombre es una «tabu-
la rasa» sobre el que la mano experta del educador puede grabar
sus principios morales.
Dentro de este amplio contexto, sigue siendo relevante el
empeño de esta burguesía de plantear la necesidad de las activi-
dades culturales como modo de instruir a la sociedad. Es así
como comienza a aparecer lo que después se llamaría consumidor
cultural. No obstante, habría que advertir un hecho fundamen-
tal, que tiene que ver con el planteamiento de aquellos ilustrados.
Para ellos, dicho público no está formado, es irregular en sus co-
nocimientos y, de entrada, no puede apreciar aquello que es útil
y el bien social al mismo tiempo. Por ello, lo público, las institu-
ciones públicas, debían de definir y difundir lo que es de interés
para esa sociedad desde una ideología liberal, en este caso, no solo
económica.
Así es como surge la necesidad de las instituciones públicas,
las que deben velar por el bien común, las que deben de definir y
difundir lo que es de interés para la sociedad. Pensaban los ilus-
trados que un pueblo instruido rechazaría los absolutismos y la
violencia, y tomaría la razón como bandera. Además, estaría me-
jor capacitado para elegir al mejor gobernante y haría de sus actos
un ejemplo de moral y justicia para con sus semejantes.
Todo ello queda bien definido en algunas ideas, como el ini-
cio del conocido opúsculo de Kant ¿Qué es la Ilustración?: «¡Ten
valor de servirte de tu propio entendimiento!». Al fin y al cabo, la
Ilustración proporcionaría al hombre «la salida de su autoculpa-
ble minoría de edad» (1990: 63).
No cabe duda: lo público, que es lo común, lo de todos,
cuando piensa en el interés suyo, es decir, en el «interés público»,
se da cuenta de que hay mucha ignorancia que doblegar. Igno-
rancia que se resiste a desaparecer, minoría de edad que lucha por
continuar siendo de la mayoría.
Contra esta situación, contra esta realidad, los ilustrados
creían que las artes tenían un papel importante, siempre que se
convirtieran en actos instructivos. Para llevar a cabo sus fines,
precisaban estrategias de acción, lo que hoy llamaríamos política
cultural.

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238 Ana Noguera y Enrique Herreras

Y, salvo minorías selectas, y ya previamente educadas, el gran


público manifestó su rechazo con la no asistencia al arte de «inte-
rés público» y sí a otro más de su agrado, de su gusto. Así, ese
público necesitado para resolver las diferencias de nivel cultural e
ilustrar por igual, es tomado para sus fines mercantilistas por la
burguesía industrial.
A partir de esta realidad es cuando el mercado cobra protago-
nismo, cuyo eje no es otro que el de indagar en los gustos del
público para después complacerle. Es así como el arte, con el
tiempo, pasa a ser un producto de consumo.
Partiendo de esta situación, llegará un momento en que se
terminará por entremezclar el valor de una obra de arte con el
precio de la misma, el valor de una obra por el éxito obtenido.
En grado positivo, el desarrollo mercantil reactivó al arte,
ayudó a que este dejara de ser tan minoritario, pero, al mismo
tiempo, se fue produciendo un altercado semántico, como subra-
ya P. Corral:

en nombre del «interés público» se tomó el «interés del públi-


co», que es el interés propio del mercado. Ya lo dice la publici-
dad: «Solo me mueve una preocupación, procurarle lo que us-
ted necesita». Cualquier objeto en el mercado lo es de consumo.
Lo que no se adquiera para ello es retirado, deja de existir, no es
nada, se desprecia. El consumidor-público se entiende que no
lo necesita al no ser de su interés. La cuestión principal será, por
tanto, rastrear, incluso buscar motivaciones intimistas, para
comprender el «interés del público» (2004: 173).

A partir de lo señalado hasta ahora, se evidencian dos opcio-


nes. Quienes consideran la cultura como «utilidad pública» y to-
man al individuo como un ser que está por construir y que hay
que ayudar debidamente con la herramienta de la pedagogía. O
la del mercado, la otra opción, la que piensa que el individuo
sabe lo que necesita, está conformado, terminado. Las necesida-
des que ha de atender el mercado no le «hará ser mejor», sino
«estar mejor». Para dicho mercado, el individuo es el presente. La
historia y el devenir carecen de fundamento. El propio interés es
lo únicamente válido.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 239

De una manera distinta, el interés, por ejemplo, que muestra


Lessing por el público es semejante al que un educador tiene por
su pupilo. Creía que no había que dejar en manos del capricho ni
de las bajas apetencias del público el contenido del programa
cultural.
Como afirma Chiarini, para Lessing, «el público debe estar
intelectualmente vivo y de forma activa, ya que su opinión es
requerida no bajo la forma de degustación vulgar, sino al de una
crítica consciente y, al mismo tiempo, es algo que debe ser educa-
do» (2004: 26).
Una política cultural que, tomada de modo metafórico, nos
recuerda a la definición que hace Ortega y Gasset (1994) sobre la
palabra «cultura». Para Ortega, cultura es «un movimiento nata-
torio», un bracear del hombre en el mar sin fondo de su existen-
cia con el fin de no hundirse; una tabla de salvación para la inse-
guridad radical y constitutiva de la existencia. Y la política cultu-
ral se refiere, como dicen T. Miller y G. Yúdice, «a los soportes
institucionales que canalizan tanto la creatividad específica como
los estilos colectivos de vida» (2004: 11).
La política cultural debe actuar, pues, sobre las causas que
empobrecen la demanda, proponer una corrección del origen de
los problemas. El deber de los gestores culturales públicos estriba
en buscar el modo de elevar la exigencia, de alterar las circunstan-
cias vitales con que se encuentran.
Todo ello apunta la necesidad de un espíritu crítico, pero no
por la simple mecánica falsacionista de Popper, sino para, utili-
zando el título de un artículo de Adela Cortina, «una educación
del deseo» (2001b: 61). Pero si en dicho ensayo, se percibe la
necesidad de forjar un temperamento, un carácter, un ethos como
sentido de la vida moral, en este contexto estaría también relacio-
nado con la educación del gusto o paladar estético.
Por el contrario, observamos que caminamos, en el mundo
occidental, hacia una más vaporosa definición de cultura, en es-
pecial la proveniente del poder político cada vez más adicto, en
su política cultural, al contenedor que al contenido, a la sociedad
del espectáculo y de la diversión que al reforzamiento de un ima-
ginario democrático a partir de mitos que aúnen en dicho refor-
zamiento.

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240 Ana Noguera y Enrique Herreras

Hay quien habla de paternalismo al mentar ese modo de


pensar la política cultural pública, pero hay que advertir que, sin
dejar de lado algunos razonamientos ya realizados, lo público no
proviene de lo estatal, sino que también surge de lo privado. Por
ello deberíamos estar atentos a la definición de «lo público», por-
que es bien cierto que los organismos públicos, por eso lo son,
deben de perseguir la realizacion de proyectos culturales en con-
sonancia con el interés público, pero también que ese interés
puede manifestarse claramente desde la sociedad civil.
Es perceptible, pues, pensar en públicos que tengan unas an-
tenas especiales, como decía Habermas. En esta idea entraría per-
fectamente la consideración de Nietzsche de hacer de la vida una
obra de arte. Para ello el espectador debe tener conciencia de su
condición, que, como la del ciudadano o ciudadana, se adquiere
y se construye, y depende en buena medida de un «capital cultu-
ral», de un patrimonio que se acumula, basado en la formación y
en la experiencia. Se precisa, por eso mismo, de manifestaciones
artísticas y culturales, en sentido amplio. La función pública tie-
ne que ver, por lo dicho, con dar pie a que la referida pluralidad
exista, como único modo de que también exista un público com-
petente, «conocedor».
Pero también hace falta apoyar un artista cívico29, el que
alumbre un arte que ayude a desvelar los conflictos latentes, un
arte de conocimiento que sirva para enriquecer el espíritu crítico,
e introducir racionalidad ante lo oscuro y, a la vez, ensamblar la
libertad y la creatividad del imaginario. Es decir, hace falta salir
de la percepción que tiene Bell de la autorrealización a través
del arte.
Entonces, la disposición tiene mucho que ver con el «capital
cultural» y su competencia estética, lo que equivale a decir que
los públicos se forman y se construyen, no nacen por generación
espontánea. He ahí su fuente para diseñar una política cultural
verdaderamente democrática, ya que propone la existencia de un
«público».

29
No negamos, ni mucho menos, otros caminos en el arte, pero sí que
intentamos formular el que sería alentado desde un planteamiento de política
cultural pública.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 241

Y como casi todo, finalmente acabamos en la educación.


Pero con decir puramente el término «educación» aludimos a
tantas cosas que este se queda un tanto desabrido. Las alienacio-
nes colectivas, o peor aún, el acuerdo para cometer todo tipo de
brutalidades, han necesitado con frecuencia de grandes esfuer-
zos «educadores». Las dictaduras, sin ir más lejos, han solido
educar a las masas para perpetuarse. Hay que saber, pues, para
qué se educa. No basta con discutir modelos «organizativos» de
la educación; previamente debiera persistir una cuestión deter-
minante: ¿qué clase de persona quiere hacerse con la «edu-
cación»?
Algo parecido ocurre con el término «cultura». Porque la
educación para una cultura democrática es contraria a la sumi-
sión a reglas establecidas y a la renuncia al juicio crítico. Por eso
es importante que cuando determinemos el valor educativo de la
cultura sepamos cuáles eran sus objetivos.
Así, pues, el relativismo artístico, ya anunciado por Bell, ha
llegado a un punto sin retorno del que es necesario salir desde
una recuperación del criterio. El arte ya no influye, como
apuntamos arriba, en el modelo capitalista, sino al contrario,
el neoliberalismo también ha hecho mella en el ámbito artís-
tico, así como en una parte importante de la políticas cultu-
rales.
En este contexto, los medios de comunicación (la hiperre-
productividad, por recordar a Benjamin) tienen mucho que decir
en todo esto. Un decir que solo apuntamos, porque se excede de
nuestra estructura.

2) Construir confianza

La «globalización» ha venido para quedarse. No podemos


poner freno a un proceso imparable que se sustenta sobre el des-
arrollo de las tecnologías de la información y la comunicación,
una economía sin barreras comerciales y un capital financiero
que están generando, sin ninguna duda, nuevos desafíos. Nues-
tro reto será saber gestionar la globalización y responder a los
desafíos bajo una concepción ética que dé prioridad y valor al ser
humano sobre todas las «cosas».

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242 Ana Noguera y Enrique Herreras

Cualquier proyecto que se quiere poner en marcha necesita


de aprendizaje previo. También la ética. Los valores no se impro-
visan ni se imponen. Se practican. Adquirir unos hábitos, una
forma de enfocar los problemas, tomar decisiones justas, es un
proceso. Y no parece que actualmente estemos en ese camino,
sino más bien al contrario.
Esta desviación de un comportamiento «moral», que requie-
re hábitos y formación, es lo que ha producido la falta de con-
fianza en la ciudadanía. La doble moral, el lenguaje manipulado,
la injusticia, la impunidad, la corrupción, la mentira son vicios
que han penetrado en nuestro comportamiento social y que
han causado la crisis, no solo económica, sino también moral y
política.
Decía Alexis de Tocqueville que para comprender a los pue-
blos es más importante conocer sus leyes que su geografía, y más
importante aún es conocer sus costumbres, los «hábitos de su
corazón».
El problema al que nos enfrentamos es que la «globalización»
ya tiene su racionalidad, y esta no se está desarrollando bajo una
perspectiva humanista, sino economicista. A decir verdad, como
señala Jesús Conill «la creciente tendencia a la economización de
todos los ámbitos de la vida ha instaurado la figura del homo
oeconomicus» (2003: 76). Este tipo de persona que prioriza su
faceta económica e interpreta la realidad bajo la perspectiva de
«coste-beneficio». La maximización, la elección racional, el indi-
vidualismo, el beneficio privado, son valores que han ido genera-
lizándose tanto en la vida privada como en la pública. El pensa-
miento económico se ha ido haciendo cada vez más influyente en
nuestra vida moderna, hasta transformar el modo de pensar y de
analizar las cosas, de modo que se ha impuesto «el individualismo
metodológico». En cierta medida, las teorías neoconservadoras
han tenido una gran influencia.
Efectivamente, nuestra cultura social está impregnada de un
imperialismo económico que se ha hecho autónomo, imponien-
do su primacía sobre el resto de los órdenes de la vida humana.
Y, desde esa posición omnipresente de la racionalidad económi-
ca, se intenta ofrecer, como dice Conill, una teoría económica de
la moral.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 243

¿Cómo es posible crear, por tanto, espacios de confianza des-


de una visión absolutamente economicista? ¿Cómo se pueden
establecer relaciones de diálogo y convivencia social sobre las ba-
ses de coste-beneficio?
De la praxis de una racionalidad economicista, restringida y
egoísta, individualista y maximizadora del bien privado por enci-
ma de cualquier ser humano, se deduce que la «desconfianza» se
convierte en una de las herramientas o instrumentos que mayor
rendimiento pueden producir en una sociedad basada en la con-
frontación y el individualismo. No hay análisis actual, da igual el
campo social al que nos dirijamos, que no considere la falta de
confianza como un déficit grave.
La confianza se ha convertido en la piedra angular que debe
sustentar un proyecto colectivo. Pero la pregunta básica es: ¿se pue-
de construir confianza bajo este esquema económico-cultural?
Hay quienes piensan que la complejidad de la sociedad hace
inviable que la ética pueda ofrecer soluciones, pero es ese mismo
planteamiento, «la galopante complejidad social», lo que hace
inviable que sea una visión economicista la única solución a los
problemas, porque ni todo el mundo comparte esa visión como
modelo de proyecto individual, ni tampoco socialmente la ges-
tión economicista de la organización de las personas y los recur-
sos está resultando satisfactoria, sino más bien podríamos apun-
tar a un fracaso, cuyo coste es incalculable: la vida humana.
Eso sin incidir en clarificar cuál es actualmente el sentido y
objetivo de la economía, ¿a quién representa?, ¿qué finalidad tie-
ne? Una economía que no aporta justicia como valor social, liber-
tad como búsqueda individual, y que provoca desigualdad y po-
breza, sufrimiento y dolor, no parece que sea la mejor receta para
sustentar los cimientos de una sociedad.
La supeditación de la política a las tesis maximalistas económi-
cas genera el debate de cuál es el espacio donde solucionar estas
deficiencias. Jesús Conill se suma a las posiciones de quienes de-
fienden que los mercados financieros no son tan omnipotentes,

la clave está en el espacio político, en las relaciones de poder


en cada país, entre los países y entre los ámbitos económicos,
es decir, de la voluntad política de regular o no, de qué se re-

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244 Ana Noguera y Enrique Herreras

gula y cómo, y en las prioridades, y si es posible llegar a algún


acuerdo mundial en este espacio de poder (2003: 85).

El rumbo económico debe ser reversible, es necesario descu-


brir el valor de lo político, habría que cambiar el rumbo actual,
pero, hoy por hoy, lamentablemente, las decisiones políticas no
parecen tomarse en el ámbito de la política. Como señala Ignacio
Ramonet «la globalización económica ha creado su propio Esta-
do» (2003: 99); un Estado supranacional que dispone de sus
propias instituciones, sus redes de influencia, su medios de actua-
ción, que toman decisiones políticas sin espacio político ni de-
mocrático, y cuyo objetivo no es el bienestar general de la ciudada-
nía, sino la excelencia del mercado. «Este Estado mundial es un
poder sin sociedad». El divorcio se reproduce en distintos esque-
mas: el interés de la empresa versus el interés de la comunidad, la
lógica del mercado frente a la democracia, la ley del más fuerte
frente a la justicia distributiva.
Por ese motivo, Habermas señalaba en su discurso de recep-
ción del Premio de la Paz de los Libreros Alemanes, que muchos
esperábamos el retorno de lo político bajo otra forma, y no en la
hobbesiana primitiva.
Porque ahora, según Justo Zambrano,
el capitalismo de mercado y la democracia distan, por su par-
te, de ofrecer un panorama idílico. Mientras uno se hace tram-
pas en solitario y los escándalos financieros se multiplican en
las mayores empresas del globo, rompiendo los códigos mora-
les que lo hacían socialmente viable, la otra muestra preocu-
pantes regresiones, no ya en los países que van camino de ella,
cosa explicable, sino en países donde existe desde hace largo
tiempo (2006: 12).

Aquellos que apelan la necesidad de confianza con el receta-


rio económico bajo el brazo deben observar la incompatibilidad
de ambos espacios, si no se reordenan los espacios y se exige una
dirección ética. Como diría el refrán popular, «no se puede poner
al zorro a cuidar de las gallinas». Así lo hizo constar Marc Blondel,
secretario general del sindicato francés Force, en Davos: «Los po-
deres públicos no son, en el mejor de los casos, más que un se-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 245

gundo contratista de la empresa. El mercado manda. El gobierno


gestiona» (2003: 103).
Aunque la moral puede entenderse también de otra forma.
Una moral que sigue la tradición hispánica planteada por Orte-
ga. A Ortega le irritaba el abuso del término moral, algo en lo que
también podemos caer en la actualidad, buscando coartadas éti-
cas sin voluntad de transformación radical del origen de los pro-
blemas:

Me irrita porque en su uso y abuso tradicionales se entien-


de por moral no sé qué añadido de ornamento puesto a la vida
y ser de un hombre o de un pueblo. Por eso yo prefiero que el
lector lo entienda por lo que significa, no en la contraposición
moral-inmoral, sino en el sentido que adquiere cuando de al-
guien se dice que está desmoralizado. Entonces se advierte que
la moral no es una performance suplementaria y lujosa que el
hombre añade a su ser para obtener un premio, sino que es
el ser mismo del hombre cuando está en su propio quicio y
eficacia vital. Un hombre desmoralizado es simplemente un
hombre que no está en posesión de sí mismo, que está fuera de
su radical autenticidad y por ello no vive su vida, y por ello no
crea, ni fecunda, ni hincha su destino (Cortina, 1993: 180).

¿No es acaso la desmoralización el sentimiento actual de la


ciudadanía? La desmoralización genera angustia vital, desespe-
ranza, falta de objetivos, incapacidad de un proyecto de futuro,
además de no disponer de horizonte ni de capacidad de autorrea-
lización. Si las personas se encuentran desmoralizadas ante su
proyecto de vida, si se encuentran desmoralizadas ante el rumbo
de las circunstancias y de las decisiones políticas y económicas,
¿qué confianza se espera construir?
Pero no solo hablamos de las personas, sino también de las
instituciones. Porque también está la «desafección», o el escaso
aprecio y estima que le tienen los ciudadanos a la vida política (el
«no nos representan» que decíamos) y a sus instituciones. Y sin
creencia ni apego, finalmente acaban perdiendo credibilidad y, al
final, un final más o menos largo, desaparecen. Un ejemplo, no
muy lejano, lo tenemos con la desaparición de las cajas de ahorro,
como bien nos recuerda García Marzá (2015: 95).

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246 Ana Noguera y Enrique Herreras

Porque, como sigue diciendo García Marzá, «la política no


consigue alcanzar la vitalidad y vinculación suficientes para man-
tener su credibilidad y, con ella, su sentido. Más bien produce
indiferencia, desconfianza e, incluso, cinismo» (2015: 95). No es
necesario esforzarse por buscar ejemplos, porque, desgraciada-
mente, la corrupción es un notable estigma de nuestro sistema y
una de las principales fuentes de desconfianza.
Construir confianza necesita ambas patas: creer en la poten-
cialidad de uno mismo y creer en los vínculos sociales sobre los
que realizar el proyecto común.

3) Democracia radical

La actual crisis mundial financiera y económica ha venido a


desnudarnos, no solo de nuestras protecciones, sino de nuestros
valores, y no solo a los morales que están bajo mínimos, sino
al valor del coraje. Tenemos miedo de todo y por todo: de que-
darnos sin empleo, sin pensiones, sin coberturas, sin seguridad.
Tenemos miedo del otro, del de fuera o del vecino. Desconfia-
mos de los políticos, los banqueros, los jueces, de todo aquel que
parece saber más que nosotros porque ostenta el poder; es la crisis
de la representación.
¿Cómo podemos por tanto recuperar la imprescindible re-
presentación política y social para que nuestras instituciones
vuelvan a funcionar sirviendo a los intereses para las que fueron
creadas y respondiendo al servicio de sus legítimos dueños que
son los ciudadanos?
Queremos recoger de nuevo el significado del concepto «de-
mocracia radical» desarrollado por Adela Cortina. En su ensayo
titulado precisamente Ética aplicada y democracia radical dice lo
siguiente:
El discurso sobre la democracia radical revela al menos
tres rasgos en la actitud de quienes lo mantienen: que atribu-
yen una gran importancia para la vida humana en su conjunto
a lograr una forma de organización democrática; que, dada su
importancia, les preocupa determinar teórico-prácticamente
en qué consiste una «auténtica» democracia, y, en tercer lugar,

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 247

que hacen coincidir a esta última con una democracia radical,


en cuya realización merece la pena comprometerse teórica y
prácticamente (1993: 12).

La permanente insatisfacción de la ciudadanía con la demo-


cracia representativa, o más bien, con la forma de ejercerla por los
representantes, nos está llevando a «adjetivar» la democracia en
busca de salidas más satisfactorias, ya que no hay otro sistema
político que garantice una mejor organización políticosocial.
Quizás lo que está en riesgo es el valor moral de la democracia
por su permanente incumplimiento por la democracia política,
y deberíamos recuperar su ideal como guía de acción, en el senti-
do que señalaba J. L. Aranguren y recoge Cortina: la democracia
participativa es ante todo una aspiración moral.
Lo cierto es que andamos flojos de moral. La situación de
crisis en la que nos vemos envueltos; la toma de decisiones globa-
les ajenas a la justicia social; la economía depredadora del bienes-
tar social; la debilidad de la democracia requieren una ética cívica
que guíe las decisiones que tomamos con trascendencia global
y que nos atañen a todos, pues estamos interconectados y nos
convertimos en afectados aunque no seamos conscientes de lo
que ocurre en la otra parte del mundo. «No hay democracia radi-
cal sin sujetos morales» (1993: 121).
Lo primero es partir de unos mínimos éticos, de una Ética
Mínima, que constituya unos valores compartidos que permitan
que cada quien pueda vivir según sus ideales, y que prohíba la
arbitraria injerencia del Estado o de otros ciudadanos en su plan
de felicidad. «El minimalismo ético en aquellos valores o proce-
dimientos que se pretendan universalizables es, pues, irrenuncia-
ble» (1993: 44). Pero esto exige una convicción racional, pues no
hablamos de dogmas ni de imposiciones, sino de una convicción
democrática que garantice la autonomía y dignidad de las perso-
nas. He ahí el sentido de la autorrealización y no solo la que Bell
confundía con hedonismo.
Un sentido que nos retrotrae a Habermas, quien —como nos
recuerda Cortina—, en la línea de Mead, insiste en que los indi-
viduos se socializan como miembros de una comunidad ideal de
comunicación sobre una identidad de doble aspecto: por un

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248 Ana Noguera y Enrique Herreras

lado, a través de una autonomía, porque se desenvuelven en un


marco de referencia universalista, y por otro, por la autorrealiza-
ción, es decir, que si son autónomos tienen iguales oportunidades
de desarrollarse en su subjetividad y particularidad (1993: 133).
Estamos, pues, hablando de dos dimensiones de realización
del «yo»: autonomía personal y autorrealización individual. Una
autonomía que capacita al sujeto para ser reconocido como per-
sona, sujeto de «derechos humanos» y capaz de asumir en el ám-
bito político la perspectiva de la universalidad. Un concepto muy
diferente al de Bell, porque si bien los expertos, en el ámbito
político, han de comportarse como asesores, y los políticos como
gestores, son los afectados por las decisiones quienes han de to-
mar las decisiones últimas. Lo cual está muy lejos de la visión de
Bell sobre la participación de la ciudadanía. Porque, seguimos
con Cortina, si bien la autonomía no es graduable, ningún grupo
humano adulto puede ser exceptuado de su ejercicio (1993: 141).
Para recuperar la fuerza de la democracia, su valor moral más
allá del procedimiento legal —aunque cada vez es más necesario
reforzar el sistema procedimental para garantizar la pervivencia
del sistema—, necesitamos ciudadanos críticos, formados, con-
vencidos de la importancia de la democracia como convivencia
social, defensores de los derechos al tiempo que responsables des-
de su propia individualidad, y con la convicción radical del va-
lor de cualquier otro ser humano.
Lo primero que hemos de entender es a qué nos referimos
cuando hablamos de «democracia». ¿Entendemos exclusivamente
las dos reglas por las que se rigen nuestras democracias occidenta-
les: representación y regla de mayoría? No podemos confundir «la
profundización de la democracia» con «la extensión de la regla de
mayorías» a todos los ámbitos, porque esto último no deja de ser
un procedimiento imperfecto y simple del alcance de la democra-
cia. La democracia no puede entenderse exclusivamente como un
instrumento para defender los derechos individuales, pues enton-
ces se convierte nada más que en una herramienta de contrapoder,
que actualmente parece tener la partida perdida frente a poderes
económicos, empresariales o institucionales.
Y tampoco, como señala García Marzá, «debemos dejar de
confundir democracia y política, debemos recuperar la participa-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 249

ción y frenar la colonización de la sociedad civil por parte de los


políticos, devolverlos a su lugar, que no es otro que el sistema
político» (2015: 94).
Podríamos reproducir el debate de los dos conceptos de de-
mocracia, directa o participativa y liberal o representativa, para
determinar cuál es el alcance del ejercicio democrático de los ciu-
dadanos, pero, en nuestra opinión, lo que está en cuestión actual-
mente es la concepción antropológica sobre el ser humano y su
relación con lo social.
Más allá de las cuestiones procedimentales o técnicas en de-
fensa de uno u otro concepto democrático, lo que está en juego
es el concepto de ser humano: ¿qué tipología de persona estamos
defendiendo? ¿Dónde lo ubicamos en nuestro modelo social:
como un instrumento más o como el fin de nuestras acciones?
En todo caso, realizar el ideal participativo exige, como seña-
la Cortina, cambiar el concepto de sociedad civil legado por la
herencia hegeliana, que ha puesto exclusivamente en manos del
Estado la defensa de intereses universalizables. Más bien, el papel
de Estado sería el lugar que trata de buscar el equilibrio de inte-
reses sectoriales en conflicto. Y son precisamente estos sectores
los que debieran adquirir el protagonismo.
No ver este aspecto de manera clara podría ser uno de los
motivos del actual desencanto político. Por ahí anda la percep-
ción de la corrupción política, que no es otra cosa que manejar
bienes públicos con fines privados, y la subsiguiente pérdida de
legitimidad. Además, la sociedad, y más con la crisis, está dejando
de pensar que la creación de riqueza puede favorecer a todos, del
mismo modo que el que se percibe que vivimos en una democra-
cia sin ciudadanos, es decir, con ciudadanos que solo son prota-
gonistas a la hora de depositar un voto en una urna.
El predominante concepto de realismo político no debe de
ser la guía, porque tenemos la capacidad de pensar «otra» demo-
cracia. Para ello es interesante la reflexión de García Marzá, cuan-
do nos propone una doble vía de la democracia. Por un lado,
según el catedrático de Ética, deberíamos rebajar el valor de la
representación a lo que realmente es: una técnica para la toma de
decisiones políticamente vinculantes. Porque no debemos olvi-
dar que la democracia es, en efecto, un mecanismo, pero también

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250 Ana Noguera y Enrique Herreras

es algo más, la necesidad de la participación como una exigencia


derivada de la autonomía. He ahí el otro doble, ese otro doble
que demandan los indignados, que no solo se manifestaban por
no cumplir los programas políticos, sino también por el incum-
plimiento de unos mínimos de justicia.
En este sentido, los mecanismos representativos, requieren de
un respeto, como elementos básicos de la democracia, pero sin
olvidarse de la importancia, como ya se ha dicho de la opinión
pública, desde donde surgen los problemas que debieran llegar a
las agendas políticas. Y la opinión está dentro de la tan mencio-
nada sociedad civil. Porque, ojalá esas organizaciones insertas en
dicha sociedad civil que persiguen intereses universalizables se
conviertan, como dice Habermas, en un poder (dentro de la po-
liarquía en la que vivimos), porque su objetivo es influir en el
sistema político.
En definitiva, este ha sido el debate en la desafección política
actual. Las protestas ciudadanas recogían en frases y lemas muy
concisos cuál era el fracaso del sistema: no es la representación ni
el procedimiento, sino su mal uso, lo que ha desembocado en
una ruptura entre el representado y el representante, entre el voto
democrático y su ejecución política. Debajo de los lemas del
movimiento 15M y otros similares, había un cuestionamiento
del concepto del ser humano como una mercancía más, con pre-
cio pero sin valor. «Una democracia con ciudadanos», por seguir
el concepto de Camps.
Estamos, en fin, ante un problema de concepción ética de
nosotros mismos: «No nos representan», «Error del sistema»,
«No somos mercancía de políticos y banqueros», «Lo llaman de-
mocracia y no lo es», «No somos antisistema, el sistema es anti-
nosotros», «Me gustas democracia, pero estás como ausente», «No
es una crisis, es el sistema».
Así pues, no se trata de corregir procedimientos o instrumen-
tos si no somos capaces de cambiar radicalmente la pirámide de
construcción social, porque cualquier solución será fallida si man-
tenemos la misma lógica perversa de racionalidad económica.
¿El sistema representativo democrático solo puede sustentar-
se bajo la lógica del homo oeconomicus? ¿En una democracia polí-
tica representativa no cabe otro concepto de ser humano?

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 251

Para que los procedimientos democráticos sean «valiosos» de-


ben contar con una fundamentación ético-normativa. Como se-
ñala Cortina,

el papel de la ética discursiva y de la teoría del discurso en el


ámbito político no consiste en exigir la creación de mecanis-
mos institucionales de participación directa de los ciudadanos
en las decisiones políticas, porque el mecanismo político de
representación sigue siendo el representativo (1993: 121).

La distinción del modelo de democracia fundamentado des-


de la ética discursiva es un empeño moral. El imprescindible pa-
pel de la sociedad civil es la democratización de la vida social.
Porque el protagonismo de dicha sociedad civil nada tiene que
ver con las propuestas neoliberales en este sentido, cuyo único
interés es dejar que las relaciones fundamentales de la vida co-
lectiva sean determinadas por minorías poseedoras del capital y
de los más importantes medios de producción. Tampoco pode-
mos caer de nuevo en un exceso de estatalismo, ya que dicho
Estado, como dijimos arriba, ya no se debiera confundir con
público.
Dentro de los muchos poderes que conviven en nuestra de-
mocracia, vale la pena hacerse eco de la posibilidad de un contra-
poder, ante la posibilidad de crear potentes redes de asociaciones
que se orienten por intereses universalistas, asociaciones que sus
demandas lleguen a la opinión pública. Un ejemplo gráfico es el
poder que tiene una zodiac de Greenpeace. La cuestión es ganar-
se a la opinión pública.
Unas asociaciones que se diferencian claramente de esos inte-
reses particularistas que persiguen autores como Hayek, sino al
contrario, movimientos y colectivos que generen solidaridad y
justicia. Y la izquierda todavía tiene un gran papel en este aspec-
to, pero para ello necesita no estar ajena a estos cambios, porque
de lo contrario, como así ocurre, está resistiendo mal a la triun-
fante ofensiva neoliberal (económica y cultural). El renovado
pensamiento de izquierdas precisa de nuevas respuestas, que de-
ben ir, por todo lo dicho, más allá del ámbito político. Y en ese
más allá estaría el peso de la cultura, de la conformación de un

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252 Ana Noguera y Enrique Herreras

imaginario socialdemócrata o de lo que se denomina liberalismo


igualitario (Rawls, Dworkin...).
De alguna manera funcionó, como ya señalamos, dicho ima-
ginario después de la Segunda Guerra Mundial, ya que no solo se
hicieron políticas socialdemócratas, sino que la sociedad percibió
también algunos valores que conllevan estas políticas. Un imagi-
nario que definimos siguiendo a Taylor (2006), es decir, un ima-
ginario social que no es solo un conjunto de ideas; sino más bien
lo que hace posibles las prácticas de una sociedad, lo que les da
sentido. En otras palabras, Taylor está hablando de «orden mo-
ral», que no solo supone una definición de lo que es justo, sino
un contexto que ofrece un sentido para luchar por ello y esperar
su realización (aunque sea de forma parcial). Un imaginario no se
limita al conocimiento y aceptación de una serie de normas, sino
que añade el reconocimiento de una serie de rasgos que ha-
cen que ciertas normas sean a un tiempo buenas y realizables.
Ideas que se desarrollan en lo que se denomina «opinión pública».
Pero el señalado protagonismo de la sociedad civil no signifi-
ca que debamos arrinconar a la política. Una política que, en re-
sumidas cuentas, colabora en elevar la conciencia de los ciudada-
nos al potenciar la acción pública. García Marzá advierte que
«sería un gran error por parte de la izquierda renunciar a estos
recursos de la sociedad civil para seguir centrándose solo en los
necesarios, pero insuficientes, mecanismos de regulación estatal»
(2007: 223).
Así pues, el motor, también desde la perspectiva de la izquier-
da, debiera ser: la justicia social y la profundización de la demo-
cracia. Un norte que no hay que perder, y la mejor manera de no
perderlo es volver a analizar la realidad, vislumbrar las actuales
circunstancias. En todo caso, el fin es aprovechar las nuevas cir-
cunstancias en beneficio de las viejas causas.

4) Estado de justicia

Retomamos una de las propuestas de Bell para superar las


contradicciones del capitalismo, la que señalaba que en las socie-
dades posindustriales, para sobrevivir, necesitaban que los ciuda-
danos desarrollen la virtud de la civilidad. Y en ese aspecto tiene

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 253

gran importancia la educación ciudadana, una tarea que, como nos


recuerda Victoria Camps, las sociedades democráticas liberales han
abandonado como obligación explícita y necesaria (2010: 14).
Y hablar de educación no es hablar solo de la escuela ni siquiera
de escuela y familia, porque entran de nuevo en el escenario los
medios de comunicación, ya que se han convertido, siguiendo
con Camps, en el medio de socialización más poderoso e influ-
yente. Y por ahí resurge de nuevo la dicotomía de la que habla-
mos, porque no es fácil determinar cuál es la responsabilidad de
los medios de socialización de las personas ni articular debida-
mente un derecho tan fundamental y tan protegido como la li-
bertad de expresión con la obligación del Estado de proteger
otros bienes y valores relativos a la buena imagen e intimidad de
la personas, así como a la protección de la infancia. Sin olvidar,
claro, el derecho a la información.
Un desarrollo de civilidad que es, según Bell, incompatible
con unas sociedades con escasos proyectos y valores compartidos,
amén de la desigualdad entre sus miembros. Justamente, dicha
desigualdad es la que provoca que los ciudadanos menos favore-
cidos piensen en proyectos compartidos, y, por la misma regla, a
los que ocupan los escalones más altos poco les puede interesar
mentar el bien común.
Como ya vimos, Bell aludía a la religión civil o la religión de
la ciudad, una idea que tuvo en Rousseau un buen precedente,
sobre todo cuando se refería a una fe común de los ciudadanos
que ayuden a lograr la demandada civilidad.
El camino es, como bien explica Cortina,
o bien tomar una religión trascendente y convertirla en la re-
ligión de la ciudad, o bien dar a los símbolos de la comunidad
política un halo sagrado. Es decir, dotar de un carácter sagrado
a una determinada versión de la historia, a la bandera, al him-
no, a las fiestas, al pueblo, a la raza o la etnia, incluso al equipo
de fútbol30.

30
Cita extraída del artículo de opinión «¿Religión civil o justicia social?»,
publicado en El País, 27de diciembre de 2014.

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254 Ana Noguera y Enrique Herreras

En cierta manera, Bell nos subrayaba, según Cortina, que


las personas somos animales simbólicos, y esos símbolos se
abren a las emociones para ir trenzando una voluntad común.
Pero esto puede acontecer sin tocar el tema de la desigualdad.
De ahí su problemática. Un hecho que ya advirtió, todo hay
que decirlo, Bell. Porque era consciente de que, si bien admitía
claramente la economía de mercado (para él las contradicciones
del comunismo ya estaban caducas), ello significaba que la jus-
ticia social exigía una distribución justa y equitativa, porque
dicha distribución se realiza de manera desigual. Bell veía, pues,
la necesidad de una definición de la ciudadanía («la familia pú-
blica») que le permita a los individuos participar plenamente,
tanto en el mercado como en la organización política, en cuan-
to miembros de la sociedad civil. El propio Bell admite que sin
sociedad civil el mercado se transforma en una monstruosidad
individualista.
El problema es la solución de la religión civil, porque si tene-
mos en cuenta que en nuestro hoy, como dice Cortina, el Estado
y la sociedad civil son los responsables de crear cohesión social,
no con leyendas emotivas, sino poniendo en práctica la justicia
social.
El asunto básico es que «cuando un ser humano sufre indig-
nidad, pobreza o dolor, no podemos tener certeza de nuestra ino-
cencia moral». Estas palabras de Zygmunt Baumann nos abren,
pues, un tema fundamental para seguir comprendiendo las con-
tradicciones del capitalismo en el siglo xxi.
Y la dignidad es la base en la que se sustenta la igualdad
entre las personas. Y es en esta relación entre igualdad y digni-
dad desde donde autores como Gustavo Pereira (2010) ven la
necesidad de seguir indagando sobre una teoría de la justicia.
En concreto, Pereira acude a la teoría del reconocimiento de
Axel Honneth, quien ha dado un nuevo camino e impulso a la
teoría crítica a raíz de proponer la categoría de «reconocimien-
to» como fundamental a la hora de desvelar los problemas y
demandas de justicia que se presentan en la sociedad. Las dife-
rentes luchas sociales y logros que la humanidad ha alcanzado a
partir de ellas revelan un proceso de desarrollo moral de la so-
ciedad occidental.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 255

De ahí surge el horizonte normativo, una teoría normativa


que tiene que ver con la necesidad de armonizar una melodía que
integre justicia y reconocimiento31.
Ante la crisis económica que nos envuelve en Europa y ante
el desarrollo imparable de nuevas potencias con un capitalismo
desbocado, se mira a la ética como si tuviera recetas mágicas que
aportar, como si pudiera extraer un decálogo que aplicar de for-
ma inmediata. No es así, pero sí es cierto que existe una revitali-
zación de la ética a través de las «éticas aplicadas» que afectan a
diferentes esferas de la vida social. Muchos de los conflictos a los
que nos enfrentamos en este nuevo siglo no son de capacidades,
ya que tanto la ciencia como la técnica pueden llevarnos más allá
de nuestra imaginación, sino que nos enfrentamos a conflictos
morales, problemas de distribución de recursos, de injusticias y
desigualdades, de pobres y ricos.
Igualmente, la ética representa la necesidad de cumplir cohe-
rentemente con el objetivo que las profesiones representan y con
su relación con el entorno social. Combatir la corrupción, el en-
gaño, la mentira no es solamente obligación de las leyes, sino tam-
bién del grado de permisividad social que permite que estos vi-
cios se produzcan y no se penalicen.
Los llamados «hijos de la Ilustración» nos hemos formado en
una moral individual, cuya máxima kantiana se basa en la buena
intención, en la buena voluntad, y en la acción de cada uno de
nosotros; nuestro carácter se ha forjado en una moral que se cen-
tra en los deberes individuales. Es necesario, pero no es suficiente.
Como señala Adela Cortina, en nuestros días necesitamos
también una ética que coordine las acciones individuales para
que el resultado final sea el mayor posible para todos, «lo que
importa en último término no es la buena voluntad, sino que lo
31
Dada su envergadura, en este trabajo solo apuntamos este tema invitan-
do al lector a adentrase en el mismo, en que cabe la crítica de Nancy Fraser a
Honneth al señalar que este no diferencia las esferas de redistribución y reco-
nocimiento. Honneth le responde que si la injusticia se produce por la humi-
llación y falta de respeto, el reconocimiento deba ser una «herramienta adecua-
da para desentrañar las experiencias sociales de injustica en su conjunto» (N.
Fraser y A. Honneth, 2003: 106), recordando, de paso, que los valores cultua-
les están implícitos en la constitución de la esfera económica.

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256 Ana Noguera y Enrique Herreras

bueno acontezca» (1997: 110). Necesitamos, como hemos apun-


tado arriba, una ética de las instituciones.
En definitiva, lo que hoy ha entrado en la terminología polí-
tica y social con términos tan sonoros como transparencia, bue-
nas prácticas, códigos éticos.
En una sociedad claramente estructurada en torno a una racio-
nalidad económica, donde la economía (como hemos dicho varias
veces) se ha convertido en la razón de ser de todos los ámbitos so-
ciales, cuyo poder y tentáculos se expanden por cualquier ámbito,
que supedita las decisiones políticas al resultado económico, se
hace imprescindible que exista un concepto de ética que devuelva
a la economía el porqué de su desarrollo. Si los agentes económicos
se mueven exclusivamente por la maximización del beneficio indi-
vidual y el afán de lucro, y su progreso se basa en la competencia,
no hay lugar para la moral, como podemos comprobar cada día
con el sufrimiento y sacrificio de los millones de personas para
beneficio del bien del PIB, o de la deuda externa, o del déficit.
Si nuestras sociedades están irremediablemente unidas al sis-
tema capitalista, y su piedra angular son las empresas, no pode-
mos buscar soluciones fuera del ámbito de responsabilidad que
ellas mismas tienen. Una empresa ética debe tener cuatro puntos
de referencia: las metas sociales, los mecanismos, el marco jurídi-
co-político y las exigencias de la conciencia moral crítica alcanza-
das por esa sociedad.
Como señala Domingo García Marzá, una empresa inteli-
gente debe procurar su legitimidad social y buscar la credibilidad
como instrumentos de rentabilidad, tanto empresarial como so-
cial. Cuando esto falla, la empresa es descubierta como un enga-
ño y paga las consecuencias (así lo hemos visto recientemente en
el sector del automóvil); consecuencias individuales para la em-
presa y todo su entorno, también sociales que afectan al país de
origen de la empresa, pero también consecuencias colectivas más
graves, ya que todas sus acciones han fomentado la injusticia eco-
nómica y social. «Las empresas inmorales no son auténticas em-
presas» (Cortina, 1997: 132).
No se puede avanzar en un Estado de justicia si los pilares
sobre los que se construye no responden a una ética de las insti-
tuciones. Es necesaria una ética pública porque las organizacio-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 257

nes y las instituciones no pueden comportarse de forma amoral, no


están situadas más allá del bien y del mal, sus decisiones tienen
transcendencia sobre la vida de la gente y deben por tanto actuar
con justicia y responsabilidad.
Construir un Estado de justicia sigue siendo hoy la principal
responsabilidad de los seres humanos. No podemos encogernos
de hombros ante el hecho de que exista una sociedad de ricos y
pobres como si fuera parte consustancial de nuestra naturaleza.
Hay quienes así lo piensan, que la desigualdad es irremediable.
Y ante eso nos rebelamos.
La historia no ha terminado todavía, comienza con cada in-
justicia. El hambre, la guerra, la destrucción del planeta, el des-
equilibrio económico, la desigualdad producto del sistema son
problemas universales que nos afectan a todos por igual. Nadie
está a salvo de sufrir las injusticias ni nadie debe inhibirse en la
búsqueda de soluciones.
Como advierte Adela Cortina: «que la economía sea hoy in-
capaz de alimentar a todos y cada uno de los seres humanos, que
sea impotente para darles vestido y cobijo, es un estrepitoso fra-
caso de la racionalidad económica, es irracional» (1998: 194)
Unas soluciones que tienen que ver con el modo en que en-
tendamos un tema que sigue crucial en nuestro tiempo, la fusión
de justicia y desarrollo, una cuestión unida a la globalización.
Antes de adentrarnos en este asunto es importante percatarse
de lo que señala David A. Crocker, es decir, que la dimensión
moral de la teoría es tan importante como los componentes cien-
tíficos y políticos (2003: 74). Y la pregunta básica es: ¿En qué
dirección y por qué medios debería una sociedad «desarrollarse»?
¿Cuáles siguen siendo las obligaciones de la sociedades ricas (y sus
ciudadanos)?
Para responder a estas preguntas, hay que advertir que «desa-
rrollo» debe usarse tanto descriptiva como moralmente. En sen-
tido descriptivo, el «desarrollo» se suele identificar como creci-
miento económico, industrialización y modernización resultante
de una sociedad a partir del logro de un alto producto nacional
bruto (per cápita).
Visto así podemos conformarnos, pero adentrándonos a esta
percepción descubrimos que necesitan diversas matizaciones,

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258 Ana Noguera y Enrique Herreras

porque dichas aspiraciones no pueden realizarse, como dice


Crocker, los fines y modelos tales como «crecimiento con equi-
dad», «desarrollo humano», etc. En este camino, son negativos
tanto la maximización de crecimiento, sin matices, como un igua-
litarismo autoritario en el cual las necesidades físicas se satisfacen a
expensas de las libertades políticas.
Hay muchas propuestas, pero nosotros regresamos de nuevo
a la lucidez de la propuesta de Amartya Sen, cuando habla de la
«libertad de agencia», como más abierta que la «libertad de bien-
estar».
Así pues, erradicar la pobreza lleva consigo un empodera-
miento de las personas para que sean agentes de sus vidas. In-
cluso en esta época de crisis, que puede que sea pasajera en el
primer mundo, pero interminable en el tercero. Este es un tema
que está poniendo a prueba el pensamiento y la valía política de
Occidente. Porque más parece que volvemos una y otra vez a
ese calderoniano «gran teatro del mundo», que no era otra cosa
que la invitación a la resignación e, incluso, a la celebración de
las injusticias. Pero la inmensa mayoría de los seres humanos
saben o sospechan que no es Dios el autor de la comedia, sino
un conjunto de instancias terrenales, visibles unas o invisibles
otras, instaladas en espacios de los poderes políticos o escondi-
das detrás de las siglas de impenetrables empresas multinacio-
nales, que también tienen su responsabilidad —y mucha— en
este quehacer.
Porque si, como dice Cortina (2009), acabar con la pobreza
no debería ser un simple «objetivo del milenio», sino un «deber
ya», parece que las ideas de Sen ayudan mucho a comprender esta
inexcusable exigencia.
¿Cuál es nuestro papel, el papel de los personajes (empresas y
políticos incluidos) del «gran teatro del mundo» que, lejos de
aceptar como definitivo el drama que les es propuesto, se permi-
ten proponer historias o incitan a rebelarse contra el curso de la
representación?
Una rebelión que se une ante la percepción hegemónica del
fenómeno de la globalización. Porque, retomando a Crocker, la
ética del desarrollo se enfrenta a la difícil tarea de comprender y
evaluar éticamente la «globalización», y proponer respuestas ins-

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 259

titucionales apropiadas ante este fenómeno tan complejo y polé-


mico.
Ante una realidad de esta naturaleza no cabe oponer un sim-
ple rechazo de dicha globalización, sino que debemos trabajar
sobre esta nueva realidad para afrontar el concepto desde otros
presupuestos. Hemos de ganar el término para nuestro campo, el
de la justicia.
Lo primero que debemos hacer es identificar los tipos de glo-
balización. De manera sintética podemos hablar de tres interpreta-
ciones según Held32: 1) Hiperglobalismo, que concibe la globaliza-
ción como una nueva era global de integración económica, o dicho
de otro modo, de un mercado abierto; 2) El escepticismo que refuta
el hiperglobalismo porque, entre otros motivos, está debilitando a
los estados, y más aún, hay un mayor dominio global de los países
ricos frente a los pobres y el radicalismo de la división norte/sur; y
3) El transformacionista insiste en que la globalización no es una
cosa meramente económica, sino varios procesos con diversas con-
secuencias. En este concepto se enfatiza que el globalismo debe ser
civilizado y democrático, ya que el predominante en la actualidad
dificulta el desarrollo humano y comunitario.
Así pues, creemos que los desafíos de la globalización expan-
den, antes que estrechar, la agenda de la ética del desarrollo.

5) Una ética del consumo

Señala Justo Zambrano que las éticas que sirvieron para jus-
tificar el capital y el trabajo han dado lugar a la estética del con-
sumo. «El ciudadano de nuestros días es por encima de todo un
consumidor. Las pautas sociales del consumo definen, más que
ningún otro parámetro, las sociedad actual» (2006, 39).
Las reglas del juego social han cambiado al modificar nuestro
rol principal convirtiéndonos en consumidores, lo que ha altera-
do nuestra percepción vital, porque el consumo conlleva la bús-
queda incesante e insatisfecha del placer por encima de cualquier
sentido de responsabilidad. También, el consumo incide en la
32
Citado por Crocker del libro D. Held, A. MacGrew, D. Goldblatt y J.
Perraton (eds.), Global Transformations, Stanford University Press, 1999.

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260 Ana Noguera y Enrique Herreras

maximización del individualismo, ya que el consumo es una ta-


rea individual, que no requiere de negociaciones colectivas ni de
solidaridad de clase.
No es un problema exclusivamente económico, sino cultural.
El consumo es mucho más que «comprar»; es relacionarse con
otros, buscar la autosatisfacción, una forma de medir el éxito,
una comunicación social, y una comparación frente a los otros.
Consumir se ha convertido en la razón de ser.
La acción de consumir, la acción de comprar, se ha converti-
do en gratificante por sí misma. Como ya advertíamos más arriba
siguiendo a Cortina, «la distinción entre producción y acción se
diluye, la diferencia entre consumir para y consumir por consumir»
(2002: 88). El consumo y la compra han entrado en el recinto de
las actividades que valen por sí mismas; no hay una obligación en
comprar, sino un deseo, y este deseo se convierte en la configura-
ción de un nuevo estilo de vida.
En este siglo xxi vemos que el motor del consumo sigue sien-
do el rey. Para las nuevas primeras potencias como el caso de
China, el consumo es hoy el objetivo y fin de sus ciudadanos;
incluso para la Europa en recesión, incapaz de levantar la mirada
desde la crisis del 2008, el consumo vuelve a ser el trampolín. El
capitalismo de mercado y la sociedad basada en el consumo se
expanden de forma rápida e imparable.
Sin embargo, como señala el propio Zambrano, la lógica del
consumo es la de la diferencia y la elección, mientras que la lógi-
ca del Estado del bienestar es la igualdad y la cohesión. Y, aunque
puedan parecer términos complementarios, lo cierto es que los
valores que producen son diferentes.
Cualquier ser humano es consumidor hasta en la más ele-
mental de las situaciones. Consumir no es la esencia del ser hu-
mano, sino un rasgo común a todos los seres vivos. Ahora bien,
como señala Adela Cortina, «lo que les distingue es la forma de
consumir, no el hecho mismo de hacerlo» (2002: 31). Efectiva-
mente, el mismo acto de consumo pertenece al reino de la liber-
tad. Sin embargo, cuando hacemos ejercicio de nuestra «libertad»
de consumo, no somos conscientes de cuánto pertenece a nuestra
decisión personal y cuánto a la imposición del sistema económi-
co y sus valores culturales.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 261

La espiral consumista pone en peligro nuestra civilización,


tanto nuestro espacio físico, nuestro mundo, como la herramien-
ta principal de nuestra supervivencia, que es lo social. Por una
parte, hay una tozuda realidad que no queremos ver y de la que
no queremos hacernos responsables, que es la limitación de los
recursos. Consumimos sin ser responsables de las consecuencias
de nuestras acciones, intencionadas o no, para el ecosistema, para
el Tercer Mundo y para las generaciones futuras. Para satisfacer
las necesidades de un número cada vez mayor de consumidores,
que consumen productos con una obsolescencia cada vez más
corta, no tenemos suficiente con los recursos de nuestro planeta.
La sostenibilidad no es ya un concepto de moda o de progreso
ecológico, es una llamada de urgencia.
Por otra parte, un estilo de vida basado principalmente en exa-
cerbar el deseo, en alimentar la necesidad compulsiva de comprar
para ser alguien, para fomentar autoestima y éxito, para conseguir
la felicidad, nos lleva a una permanente insatisfacción al no poder
comprarlo todo, convirtiendo los bienes de consumo en algo siem-
pre inalcanzable. Los deseos no tienen límites, son infinitos.
Daniel Bell, como ya dijimos, señalaba como una de las cau-
sas de las crisis en las sociedades posindustriales al hedonismo, «la
idea del placer como modo de vida», que traspasó más allá del
concepto productivo, convirtiéndose en la justificación cultural
del capitalismo. El bienestar social no puede basarse en la satis-
facción inmediata de los deseos, sino en el cumplimiento de la
justicia, que garantiza las necesidades.
Consumimos en busca de algo, de un fin que sigue siendo la
felicidad. Lo que hemos de averiguar es si la forma en que esta-
mos consumiendo, el consumo ilimitado e irresponsable, nos
dirige hacia nuestro fin o cada vez nos aleja más de él y del pleno
sentido de lo que significa «ser humano».

6) Ciudadanos del mundo

Kant señalaba que cada ser humano es un ser autónomo,


capaz de darse a sí mismo esas leyes que como humano le especi-
fican y que por eso valen para toda la humanidad. ¿Podría esta
máxima configurar una ciudadanía del mundo?

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262 Ana Noguera y Enrique Herreras

Lo cierto es que nos encontramos en un escenario político


lleno de conflictos nacionales y confrontaciones religiosas. Vivi-
mos inmersos en problemas locales que se expanden globalmente.
Los valores humanos universales, en su concepción práctica, los
derechos humanos, no han encontrado una defensa a ultranza
por parte de todos los seres humanos. Dice Justo Zambrano,
«donde hubo ideología, hoy hay identidad. Estamos más cerca de
Nietzsche que de Kant» (2006: 13).
Advierte Samuel Huntington, en su obra El choque de civili-
zaciones (1997), que los conflictos del futuro serán culturales,
tendrán lugar entre diferentes conceptos de civilización, serán pro-
blemas identificados con la fe y la familia, la sangre y las creencias.
De todos modos, habría que comprender lo que quiere decir
Huntington, un autor citado en todo el mundo a partir del 11S.
En primer lugar, este profesor de Ciencias Políticas interpre-
ta la política global como una suma de interacciones entre los
distintos Estados y grupos procedentes de civilizaciones diferen-
tes. Pero, según nuestra percepción, su planteamiento es en ex-
ceso pragmático al carecer de una visión del proceso histórico.
Más bien habla de paradigmas puntuales, como lo fue la Guerra
Fría. Porque si bien en el mundo actual seguimos hablando de
nosotros y ellos33, habría que interrogarse sobre los orígenes cul-
turales de esa intemporal condena al otro. De lo contrario admi-
timos sin más que el mundo está condenado a repetir esta dico-
tomía, obviando que el ser humano es capaz de discernir los
conflictos y tratar de corregirlos. Huntington más bien señala
que «choque de civilizaciones» es un concepto que aparece ante
un conflicto entre las tres culturas y civilizaciones nacidas en el
Mediterráneo —judaísmo, cristianismo e islam— y su incom-
patibilidad.
Para no desbordar el marco de este trabajo, nuestro interés
estriba en preguntarse hasta qué punto estas interpretaciones ex-
tremas son el resultado de un proceso cultural, en la medida que,
dentro de cada civilización existen no solo distintas culturas ads-
critas a distintos espacios sociales y geográficos, sino también una
33
Ya habló de ello Esquilo con su obra Los persas, pero, curiosamente,
desde la perspectiva del otro.

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 263

dualidad fundamental: la cultura del entendimiento y la cultura


del enfrentamiento.
No se trata de ser ingenuos, sino de conocer el dinamismo de
la historia. El problema es preguntarse «cómo nos han contado la
historia», porque en toda práctica política existe siempre un pen-
samiento y, por consiguiente, que el examen de esa práctica, de
los hechos concretos, solicita el juicio crítico sobre el pensamien-
to que lo alimenta.
Las tres civilizaciones poseen una complejidad y una riqueza
que no cabe eliminar en función de decisiones políticas alimen-
tadas por una de sus interpretaciones.
Efectivamente, nunca hemos estado tan comunicados como
hasta ahora, nunca hemos conocido lo que ocurre en cualquier
otra parte del mundo como ahora, nunca la intransigencia de las
creencias podía afectarnos de forma tan cercana, sin embargo,
nuestros abismos culturales parecen infranqueables, mientras
que nuestras armas solo pueden basarse en la razón universal y en
el ideal democrático.
¿Es, como señalaba Daniel Bell, el individualismo hedonista
el gran peligro para conformar una colectividad solidaria que de-
fienda el bien común?
La llegada de la crisis ha despertado al ciudadano de su apa-
tía, generando una indignación colectiva y una empatía por la
defensa de lo social. Pero ¿sabemos encontrar los elementos co-
munes que nos unen a todos, independientemente de nuestras
identidades, nacionalidades o creencias?
La economía y el consumo nos están homogeneizando, pero
no universalizando. Tampoco es el derecho el que, a base de re-
glamentación, está reforzando la unidad de todos los seres huma-
nos. Retornando a Cortina, podemos decir que la cohesión ha de
llevarse adelante a través del ejercicio de la virtud moral de la ci-
vilidad; «pero la civilidad no nace ni se desarrolla si no se produ-
ce una sintonía entre los dos actores sociales que entran en juego,
entre la sociedad correspondiente y cada uno de sus miembros»
(1997: 25).
Un concepto pleno de ciudadanía integra un status legal (un
conjunto de derechos), un status moral (un conjunto de respon-
sabilidades) y también una identidad, por lo que una persona se

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264 Ana Noguera y Enrique Herreras

sabe y siente perteneciente a una sociedad, como señala Adela


Cortina. Evidentemente, no todos partimos de un mismo senti-
do de «ciudadanía», debido a nuestras desigualdades económicas
y/o diferencias culturales.
El problema de la identidad se enfrenta a contradicciones,
como la defensa de los derechos individuales y la defensa también
de los derechos colectivos, cada vez más presentes en las socieda-
des complejas en las que vivimos; o si todas las culturas son
igualmente respetables o están en función de los derechos huma-
nos. No podemos quedarnos neutrales ante las imposiciones cul-
turales que atacan los derechos personales, como tampoco pode-
mos pretender que una única cultura sea la solución a la com-
prensión global de la diversidad cultural.
Nuestro reto, hoy como ayer, consiste en expandir el univer-
salismo como base de la igualdad de todos los seres humanos al
tiempo que respetamos lo diferente con sensibilidad e inteligen-
cia como riqueza cultural, no por diferente, sino por respeto a la
convivencia.
Construir una ciudadanía global abre un mundo de parado-
jas y contradicciones de difícil solución: la búsqueda de la identi-
dad personal, la libre elección de las creencias, la dignidad de las
culturas para ser respetadas, la no imposición del colectivo sobre
el individuo, la autonomía de un proyecto de vida, ¿desde dónde
determinar la cultura que humaniza y la que deshumaniza?
¿Cómo articular desde una sociedad pluralista los valores básicos
y comunes?
Podemos construir los cimientos con una «ética de míni-
mos» para los valores comúnmente compartidos, y «ética máxi-
ma» para los distintos proyectos completos de vida feliz. Ese es
el reto de las sociedades pluralistas: articular los mínimos que
son la base de la justicia, exigibles a todos los grupos, y los máxi-
mos o cuestiones de vida buena que representan las ofertas de
felicidad, y que pueden dotar de significado el concepto de ciu-
dadanía.
Cada sociedad, cada grupo, cada persona crea sus propios
valores, pero esto no quiere decir que sean incuestionables, que
no avancen, que no progresen en busca de la aceptación justa y
deseable de sus miembros. Pero los valores no son pura subjeti-

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vidad proveniente exclusivamente del individualismo de una


sociedad de mercado, donde acabamos confundiendo «valor y
precio». Los valores valen realmente porque nos permiten acon-
dicionar el mundo para permitir que vivamos plenamente como
personas, como diría Xabier Zubiri; sin embargo, para garanti-
zar que cada persona pueda tener su propia autonomía de deci-
sión y búsqueda de la felicidad, se debe garantizar las bases de
justicia que así lo permitan. «Porque un mundo injusto, inso-
lidario y sin libertades, un mundo sin belleza o sin eficacia, no
reúne las condiciones mínimas de habitabilidad» (Cortina,
1997: 224)
Un mundo global como el actual no puede pensar en que los
seres humanos sean ciudadanos «nacionales» o «culturalmente
locales», cargando a cuestas sus peculiaridades, no como riquezas
o valores, sino como injusticias impuestas dependiendo del lugar
de origen. Nuestro objetivo, como ya indicó Kant, es la construc-
ción de una «ciudadanía cosmopolita».

7) La mujer en el siglo xxi

No podemos hablar de configurar una ciudadanía del mun-


do si no sentamos con claridad las bases de cuál será el papel de
la mujer en el siglo xxi. Un rol definido de forma tan sencilla
como la de ser persona.
Se decía que el siglo xxi sería el siglo de la igualdad, donde las
mujeres ya no tuvieran necesidad de reivindicar la igualdad de
derechos y el respeto a su condición de «ser humana». Pero, la-
mentablemente, los datos nos demuestran que los valores domi-
nantes del patriarcado, el absurdo mantenimiento de una des-
igualdad injustificable y el silencio cómplice ante la violencia de
género se mantienen, e incluso proliferan en toda suerte de et-
nias, sociedades y territorios, convirtiendo las agresiones en una
asignatura pendiente.
Es innegable que las mujeres han avanzado muchísimo gra-
cias a los movimientos feministas, a las reivindicaciones y a polí-
ticas progresistas que han ido modificando nuestra cultura social.
Pero también es cierto que las mujeres disfrutan de una «igualdad
por decreto», que no ha penetrado todavía modificando la cultu-

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266 Ana Noguera y Enrique Herreras

ra patriarcal, reproduciéndose los prejuicios. Además, siguen


existiendo grandes diferencias entre las mujeres de Occidente con
las mujeres de otros lugares del planeta como África o Asia.
Algunas de las causas que afectan a la mujer son tan antiguas
como lo es el propio problema de desigualdad, y otras causas se
acentúan debido a la nueva condición de globalización.
La llamada «feminización de la pobreza» se produce por la
mayor incidencia de la crisis económica sobre las mujeres; los
recortes al Estado del bienestar que devuelven a la mujer al ám-
bito privado para ejercer con las obligaciones de cuidado y aten-
ción sobre la población más vulnerable como niños, mayores y
dependientes, que debería realizar el Estado, como garante de la
protección de todos sus ciudadanos, independientemente del
sexo o condición social; la violencia de género, un problema que
no termina y parece que no entiende de clase social, cultural o
económica, ni tampoco de continentes o religiones; la explota-
ción de la mujer, su uso como objeto sexual y la proliferación de
mafias internacionales que abusan y explotan a la mujer por su
condición de género; los matrimonios concertados con niñas
que se producen en algunos países como práctica común, por
ejemplo en la India.
Cada día nos despertamos con noticias sobre la violación de
los derechos de la mujer, desde las mujeres del Medio Oriente o
África que viven encerradas en sus burkas, que son secuestradas y
utilizadas como objetos sexuales, o en el curso de negociaciones
políticoreligiosas, (como las atrocidades cometidas por Boko Ha-
ram), las ablaciones rituales, las muertes por lapidación, o las
«desaparecidas» en México o Guatemala, son algunos de los miles
de casos.
Pero la realidad nos golpea al lado de nuestra casa, en nuestra
propia vecindad, en nuestros municipios.
Un informe realizado por el Consell Valencià de Cultura, or-
ganismo asesor de la Generalitat Valenciana, en febrero del 2015,
señala que:

una de cada tres personas de sexo femenino, es decir, una de


cada seis habitantes del planeta, sufre violencia de género. 133
millones han sufrido algún tipo de mutilación genital; una de

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cada 10 niñas ha sido sometida a coitos forzados. El caso de


los matrimonios de niñas merece una mención especial. Más
de 700 millones de mujeres se casaron siendo menores; un
tercio, aproximadamente 250 millones, lo hicieron con me-
nos de 15 años. Esas niñas son obligadas al matrimonio me-
diante acuerdos o negociaciones entre adultos, sin ningún
respeto a los Derechos de la Infancia, consagrados en la Decla-
ración de Ginebra sobre los Derechos del Niño de 1924, y la
Convención sobre los Derechos del Niño de 1989.

La violencia contra la mujer se ejerce tanto fuera del matri-


monio como dentro. En 2012, la mitad de las asesinadas en el
mundo en 2012 lo fueron a manos de sus maridos.
No pensemos que este es un fenómeno exclusivo de otros
países o de países menos desarrollados. Los estudios realizados
por el CIS en el estado español ponen de manifiesto que cada año
más de 600.000 mujeres sufren maltrato, y más de 2 millones
han sido víctimas de violencia de género alguna vez a lo largo de
su vida. Aproximadamente, cada año muere una mujer a la sema-
na por causas relacionadas con la violencia de género.
Además de la violencia física, del asesinato, de la explotación
y abuso del cuerpo de la mujer, la discriminación se produce
también de otras formas. Por ejemplo, las mujeres solo disponen
del 1 por 100 de la riqueza del mundo. Su tasa de actividad con-
tinúa muy por debajo de la de los hombres. Cobran un 20 por
100 menos que la media salarial de estos por realizar el mismo
trabajo y sus relaciones laborales están presididas por la precarie-
dad y la temporalidad.
La falta de visibilidad social sigue siendo una constante, pese
a la gran cantidad de legislación existente. Da igual el ámbito al
que nos refiramos —económico, científico, cultural, político—,
la presencia de la mujer en los primeros puestos de responsabili-
dad, en las tomas de decisión y de poder, sigue siendo testimonial
y queda reducida a una presencia menor.
No podemos seguir adelante analizando una ciudadanía cos-
mopolita, una democracia radical, un estado de justicia, si previa-
mente no reflexionamos sobre la ausencia de igualdad en la prác-
tica entre el hombre y la mujer.

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268 Ana Noguera y Enrique Herreras

Sigue siendo la única diferencia que sigue perpetuándose a lo


largo de la historia de la humanidad, reproduciéndose una y otra
vez los mismos esquemas culturales.
La discriminación contra la mujer se ha producido a lo largo
de todos los pensamientos filosóficos, da igual su origen o proce-
dencia, se ha extendido en todas las culturas, perpetuándose los
mismos roles, y se ha defendido en todas las religiones. Pero no
es una cuestión de antaño que ya esté superada, sino que segui-
mos observando, a veces con gran virulencia, cómo se justifican
las diferencias sociales entre el hombre y la mujer, justificando, a
veces de manera bochornosa, la necesaria desigualdad social,
puesto que en muchas culturas o religiones se sigue defendiendo
que la mujer sigue siendo inferior al hombre.
No es, por tanto, una contradicción cultural del capitalismo
exclusivamente, pero sí es cierto que el sistema económico nece-
sita de esta desigualdad social para sustentar el crecimiento y el
éxito. Lo comprobamos cuando, en momentos de crisis econó-
mica, la mujer queda excluida del círculo laboral para así elimi-
nar «excedente de mano de obra», mientras que en momentos de
guerras, la mujer es incorporada al sistema productivo en plena
sustitución de los hombres que luchan y mueren en absurdas
batallas. El capitalismo hace una instrumentalización y utiliza-
ción del rol de la mujer en función de sus intereses.
En efecto, el capitalismo de corte neoliberal ha utilizado la
desigualdad social de la mujer como un componente más de su
beneficio económico. Y así seguirá siendo en esta nueva fase del
capitalismo globalizado.
Lo que ocurre es que la mujer en el siglo xxi tiene mucho que
decir ante los tres problemas principales a los que nos enfrenta-
mos como seres humanos:
La desigualdad. Ya hemos señalado en reiteradas ocasiones a
lo largo del trabajo que la desigualdad será el problema principal
del siglo xxi. Por lo que no parece que la mujer esté exenta de
sufrir una doble desigualdad: la producida por el sistema y la
producida culturalmente por su condición de género.
Los recursos del planeta. En una situación donde nuestro pla-
neta Tierra está permanentemente amenazado por la explota-
ción de sus recursos naturales y los efectos producidos por el

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Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo xxi 269

cambio climático como consecuencia de las acciones humanas,


la mujer se enfrenta a la llamada «feminización de la pobreza»,
debido a la hambruna, la inseguridad alimentaria, su propia lon-
gevidad, etcétera.
Los derechos individuales versus derechos colectivos. El mundo,
cada vez más globalizado en la economía y la tecnología, se en-
frenta al dilema de los derechos colectivos: defensa de las religio-
nes, de las identidades, de los derechos de los pueblos, de los na-
cionalismos. Identidades en las que la mujer también se ve reco-
nocida y busca su paraguas de protección cultural, pero que, en
muchas ocasiones, en esos derechos colectivos se difuminan o
desaparecen los derechos individuales, predominando estructu-
ras sociales y culturales claramente patriarcales.
En definitiva, la discriminación de la mujer, la ausencia de
igualdad en la práctica, suponen un flagrante incumplimiento
de los derechos humanos, algo que se vislumbra con claridad en
cualquier acepción, menos sorprendentemente en lo relativo a la
mujer, que sigue siendo una asignatura pendiente históricamente.

Punto final

Después del camino recorrido, parece necesario recordar los


orígenes del trabajo. El título y el contenido del libro de Daniel
Bell nos sedujeron para introducirnos en un reto, encontrar, rela-
tar y buscar salidas a las «contradicciones culturales del capitalis-
mo en el siglo xxi». Es posible que muchos aspectos hayan que-
dado fuera, pero el intento ha sido buscar, además de responder
a las sugerencias, preguntas y asuntos que se planteó con gran
esmero Bell, tratar algunos aspectos nucleares que tienen que ver
con nuestro presente y próximo futuro.
En este sentido, la discusión entre neoconservadurismo y teo-
ría crítica era fundamental para comprender nuestras contradiccio-
nes actuales. También hemos considerado necesario ayudarnos con
el desarrollo de la filosofía política de personalidades como Rawls,
Habermas, Sen o Adela Cortina, por citar algunos nombres básicos
en el presente ensayo. Con esta base pudimos seguidamente abor-
dar temas acuciantes de nuestro tiempo, como la crisis del Estado

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270 Ana Noguera y Enrique Herreras

del bienestar; el divorcio entre capitalismo y democracia, o las con-


tradicciones de la globalización. O asuntos más concretos como el
hedonismo, el consumo, la desigualdad, la representación en las
actuales democracias o la necesidad de un nuevo concepto del tra-
bajo.
Pero es especialmente reseñable la reformulación de una «de-
mocracia radical», en la que se incluye el papel de la sociedad
civil y el desarrollo de las éticas aplicadas, que no significa otra
cosa que dar el protagonismo a la vida cotidiana. Porque, como
dice J. Keane, «si bien es cierto que solo un Estado puede crear
una sociedad civil democrática, no lo es menos que solo una
sociedad civil democrática puede mantener un Estado democrá-
tico» (1992: 51).
En todo caso, como señala Cortina, «el problema de la
democracia no es tanto la toma de decisiones como el querer
común» (1993: 104). Pero no a costa de encontrar una noción
compartida de bien común, sino desde una sociedad pluralis-
ta, con distintas concepciones de vida buena. No una demo-
cracia substancial, sino una «democracia procedimental» en la
que tengan relevancia las energías morales de la sociedad civil,
de las redes de asociaciones que se orienten por intereses uni-
versalizables.
En fin, hemos llegado al siglo xxi. El siglo donde la imagina-
ción ya no tiene fronteras porque nuestros avances científicos y
técnicos son imparables. Nunca hubiéramos imaginado la pro-
yección meteórica que la humanidad ha experimentado en estos
últimos 200 años; la investigación, la ciencia, la técnica son la
construcción de las fantasías del ser humano.
Pero no estamos seguros de al servicio de qué o de quiénes
está todo ese progreso: ¿de los afectados? Estamos en situación de
erradicar el hambre, minimizar el impacto de nuestras activida-
des sobre el medio, agilizar la circulación de la información, ope-
rar a un enfermo entre varios cirujanos situados a miles de kiló-
metros unos de otros; sin embargo, los seres humanos no «crece-
mos» moralmente a la velocidad imaginada.
No estamos en el mundo de Einstein o de Leonardo da Vin-
ci, pero en cambio sí seguimos con las mismas discusiones mora-
les de Kant o Hobbes, de Rousseau o Tocqueville; seguimos bajo

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los mismos dilemas de egoísmo versus altruismo, individuo versus


sociedad, privado versus público. Es más, hay ocasiones en las que
parece que el ideario de la razón moderna e ilustrada a favor de la
autonomía y la moral haya retrocedido, o incluso se cuestione
como imposible de alcanzar. Hasta los derechos humanos hay
que defenderlos de forma vehemente cada día, pues se pone en
cuestión su permanencia frente a la voracidad económica, argu-
mentando incluso la amenaza que impide superar la crisis por
culpa de los derechos.
¿Dónde estamos ahora? En Europa, nos hemos perdido en
mitad de una crisis financiera y especulativa, en un pulso entre el
mercado y la política, entre los estados y los especuladores, entre
la crisis de los refugiados, entre el «sálvese quien pueda» o el futu-
ro de la razón. La inmediatez con la que la crisis nos golpea cada
día impide que se tomen medidas con alcance a medio y largo
plazo que permitan reconstruir la situación, mientras que el capi-
talismo sigue una espiral ascendente y devoradora.
El problema es que «los enemigos» están dentro de casa. Des-
de que se inició el año 2017, no ganamos para sobresaltos: el as-
censo de Donald Trump a la Casa Blanca, con sus peculiares for-
mas de hacer política, su discurso exacerbado, su intención de
crear medidas proteccionistas, y la exclusión de los más necesita-
dos del sistema desde los inmigrantes a los trabajadores sin recur-
sos; la votación del Brexit en Gran Bretaña, que abre un boquete
en la Unión Europea, que debe replantearse la separación defini-
tiva de uno de los actores principales desde la II Guerra Mundial,
y que supone retrotraer la consolidación de la UE a caminar a dos
o tres velocidades, mientras la insatisfacción ciudadana crece; el
aumento de la ultraderecha en Europa, consecuencia de esta in-
satisfacción y del miedo social en el que vivimos, y que ha conso-
lidado a los partidos xenófobos y racistas en Países Bajos o en
Francia; como contrapartida, la caída histórica del socialismo eu-
ropeo a niveles nunca vistos, y que deja sin líderes ni sólida orga-
nización al pensamiento que ha sido fundamental en la construc-
ción de la Europa de la segunda mitad del siglo xx.
Con este panorama preocupante, los líderes de la Unión Eu-
ropea comienzan a debatir sobre «los excesos de este nuevo capi-
talismo», al que definen con tres rasgos: globalización, hiperfi-

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nanciarización y desigualdad. Seguramente, se abre este debate


porque le han visto «las orejas al lobo» y los peligros están dema-
siado cerca. Pero lo paradójico, la nueva contradicción que hay
que sumar, es que son aquellos que aplicaron el recetario neolibe-
ral que ha provocado esta honda crisis y sus consecuencias cultu-
rales, los que pretenden innovar las soluciones. Un ejercicio de
«gatopardismo». De los productores de la desigualdad social, la
desregulación económica, el austericismo sin humanidad, se nos
propone ahora el control de la globalización. Es esa élite europea
que ha dirigido al margen de las democracias nacionales, de las
protestas ciudadanas, del dolor de los ciudadanos, quienes pre-
tenden aportar ahora sus recetas. Son los mismos círculos de po-
der. Pero no están todos los protagonistas que fueron decisivos en
el consenso del Estado de Bienestar; no están los trabajadores
representados sólidamente por sus organizaciones sindicales, ni
tampoco está la socialdemocracia con un recetario económico
keynesiano.
Vivimos con estupor esta época donde lo nuevo no acaba de
nacer ni lo viejo acaba de morir.
Nos sentimos perplejos sin ver salidas y dando tumbos por-
que no podemos discernir el futuro próximo, y eso nos genera
sensación de miedo, de desprotección y nos inmoviliza.
Por una parte, fijamos nuestra esperanza en los grandes avan-
ces científicos y técnicos que resultan apoteósicos, y, en los mo-
mentos álgidos, pensamos que de ahí surgirán las soluciones para
nuestro planeta y nuestra propia supervivencia. Por otra parte,
nos desmoralizamos cuando vemos las acciones políticas y socia-
les de este nuevo siglo; un rumbo realmente preocupante, que
roza lo catastrófico, y que nos retrotrae a conflictos humanos ya
vividos.
También nosotros vivimos en una permanente contradicción
de sentimientos, entre la esperanza y la desesperación.
Es seguro que necesitamos una lectura moral de todo lo que
estamos viviendo, rebuscar en el baúl del pensamiento racional
por qué hacemos las cosas y qué objetivo social pretendemos
conseguir. Y una vez retomemos el hilo de nuestro progreso mo-
ral como seres humanos, estaremos obligados a ser consecuentes
con los principios adoptados. Y quizás este sea uno de los puntos

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más difíciles de nuestra existencia: la coherencia. Conseguir que


lo individual y lo colectivo nos produzca satisfacción al mismo
tiempo significa renunciar a la jerarquía de valores que hemos
adoptado. Para eso resulta imprescindible que la sociedad, en su
conjunto, se rebele; deje de proteger al egoísta, al machista, al
especulador, reprenda al que viola los principios colectivos y no
vea como modelo a seguir a aquel que triunfa pasando por enci-
ma de los derechos ajenos.
Si no lo hacemos, seguiremos confundiendo conceptos tan
importantes como la libertad con la exigencia, la felicidad con
el consumismo, la tolerancia con la indiferencia, la política
con la demagogia, el triunfo con el dinero. Y seguiremos enco-
giéndonos de hombros ante las aberraciones que se producen
en nuestras sociedades actuales, esperando que sean engullidas
por el desagüe. Mientras individualmente no nos molesten de-
masiado, socialmente poco nos importa. El problema es que
no solo somos individuos, sino que, para nuestro bien o des-
gracia, somos seres sociales, productos sociales, unidos a la so-
ciedad en la que vivimos y vivirán nuestros herederos. Pode-
mos ayudar a construirla mejor o podemos sufrirla como un
caparazón que llevemos a cuestas, salvo que para el caracol o la
tortuga su caparazón no es algo pesado e inhóspito que arras-
trar, sino un lugar de protección donde habitar. Es necesario
que la voluntad política y la acción social se encuentren nue-
vamente.
Decía Kant en La paz perpetua que hasta un pueblo de demo-
nios querría instaurar un Estado de derecho, con tal de que tuvie-
ran inteligencia. ¿Tenemos tal inteligencia? Una inteligencia que
nos permita preferir la paz a la guerra, la cooperación al conflicto,
la solidaridad a la barbarie, la justicia a la injusticia.
Lamentablemente da la impresión de que sí abundan los de-
monios. Sin más calificativos. Afortunadamente, también existen
muchas personas capaces de vivir responsablemente, preocupa-
das por su entorno, comprometidas con el «otro», dispuestas des-
de su propia individualidad y a través de organizaciones a canali-
zar la solidaridad.
El siglo xxi es el siglo de los dilemas morales.

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