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La leyenda del Holandés Errante: el

capitán que condenó a su barco a


navegar por la eternidad a través de
los mares del mundo
Por: Rodrigo Ayala Cárdenas -   12 de diciembre,
2017
 
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De pronto, el hombre apretó con fuerza el objeto hasta hacerse daño
en las manos y comenzó a hablar con ira en su gesto y en su voz:
«¿Es que acaso me estás castigando por haberle dado mi alma a tu
rival? ¿Ésta es tu manera de retarme, castigarme y humillarme para
demostrarme que eres superior a mí y que debo someterme a tu
voluntad cuando lo único que quiero es regresar a casa? ¡Déjame
seguir mi camino, déjanos en paz a mis hombres y a mí que tengo el
derecho de hacer tratos con quien mi espíritu lo desee!».

Van der Decken corrió hacia la puerta del camarote, la abrió y subió
corriendo las escaleras que llevaban hasta la cubierta. El estruendo de
los rayos cayendo en el mar, la tempestad cada vez arreciendo más,
las olas inundando su embarcación que apenas se mantenía a flote y
sus hombres pereciendo arrastrados por el agua, llenaron su campo
visual. Corrió hacia la zona del timón y, apuntando hacia el cielo con el
crucifijo de plata, exclamó: «¡Tú no podrás detenerme, soy el amo de
los mares e incluso el mismo diablo me tiene miedo! ¡Maldito sean los
dos! ¡Par de cobardes! ¡Ambos se inclinan a mis pies cuando mi
embarcación pasa por los océanos del mundo! ¡Ninguna tempestad,
dios o demonio podrán frenarme!»

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Decían que el diablo le había dado al capitán pirata holandés Hendrick van der
Decken la facultad de hacer que su barco fuera la nave más veloz de todos los mares,
después de que el hombre le vendiera su alma una noche de luna llena. Ningún barco
podía viajar más rápido que el navío del temerario capitán: rompía las olas y quebraba
los vientos más furiosos para tocar puerto en cuestión de horas o pocos días.

Los marineros que viajaban con Van der Decken le respetaban y temían al mismo
tiempo, pero les agradaba navegar con él porque era justo en la repartición de ganancias
y tesoros. Además, le gustaba llevarlos a los prostíbulos del Caribe y otros exóticos
lugares donde había mujeres de piel morena y cabellos rizados a las que les gustaban
los piratas.

La última conquista del holandés y sus marinos habían sido las lejanas Indias
Orientales, a las que acudieron para adquirir especias, sedas y tintes que revenderían a
precios más altos en su natal Holanda. Después de dos días en las que el mar había
estado iracundo e impidiendo el avance comúnmente rápido de Van der Decken y sus
hombres, que se dirigían de regreso a Europa, el capitán ordenó que su barco tomara
rumbo hacia el Cabo de Buena Esperanza, en Sudáfrica, para tomar un descanso ante las
turbulentas aguas que les frenaban extrañamente el paso.

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Sin embargo, al llegar a esta parte de África, los marineros se percataron que el mar
estaba mucho más furioso. Las olas azotaban el barco y amenazaban con volcarlo, las
velas se estaban rasgando ante la acción del viento y los mástiles se quebraban con la
pegada del mar y los vendavales. Van der Decken y sus hombres, verdaderos lobos de
mar, fuertes, tatuados, tuertos, con la piel quemada por el sol y con algunos miembros
amputados, que llevaban cerca de 30 años o más haciendo un viaje tras otro en
altamar, jamás se habían enfrentado a una tormenta tan furiosa. 

Algunos decían que era el castigo de Poseidón, otros que eran los demonios pálidos de
los mares que estaban causando ese fenómeno para reclamar los tesoros y las vidas de
cada uno de ellos. Otros afirmaban con terror en la mirada que el diablo los había ido a
buscar para reclamar sus almas, tal y como lo había hecho con la de su capitán, quien en
aquellos momentos se mantenía recluido en su camarote fumando o bebiendo. Aquellos
hombres, a la vez que temibles, eran también supersticiosos de las viejas leyendas
piratas que habían escuchado desde su niñez. En cubierta, reinaba un miedo cada vez
más creciente.

Mientras tanto, en su camarote, Van der Decken meditaba acerca de la razón por la que
el mar le estaba jugando en contra en aquellos momentos. ¿Es que no había cedido al
Maligno lo más preciado que todo hombre tiene a cambio de que su poder jamás fuera
quebrado por ningún enemigo ni elemento de la naturaleza? El capitán se levantó de su
mesa, misma que se tambaleaba a cada embate de las olas, y cogió un crucifijo de plata
que colgaba encima de su cama. Había sido un regalo de su esposa antes de que zarpara
de Holanda rumbo a su ultima misión.

De pronto, el hombre apretó con fuerza el objeto hasta hacerse daño


en las manos y comenzó a hablar con ira en su gesto y en su voz:
«¿Es que acaso me estás castigando por haberle dado mi alma a tu
rival? ¿Ésta es tu manera de retarme, castigarme y humillarme para
demostrarme que eres superior a mí y que debo someterme a tu
voluntad cuando lo único que quiero es regresar a casa? ¡Déjame
seguir mi camino, déjanos en paz a mis hombres y a mí que tengo el
derecho de hacer tratos con quien mi espíritu lo desee!».

Van der Decken corrió hacia la puerta del camarote, la abrió y subió
corriendo las escaleras que llevaban hasta la cubierta. El estruendo de
los rayos cayendo en el mar, la tempestad cada vez arreciendo más,
las olas inundando su embarcación que apenas se mantenía a flote y
sus hombres pereciendo arrastrados por el agua, llenaron su campo
visual. Corrió hacia la zona del timón y, apuntando hacia el cielo con el
crucifijo de plata, exclamó: «¡Tú no podrás detenerme, soy el amo de
los mares e incluso el mismo diablo me tiene miedo! ¡Maldito sean los
dos! ¡Par de cobardes! ¡Ambos se inclinan a mis pies cuando mi
embarcación pasa por los océanos del mundo! ¡Ninguna tempestad,
dios o demonio podrán frenarme!»

Acto seguido, lanzó la cruz al mar, mientras de su garganta salía una


carcajada de burla hacia aquel dios que no iba a frenar su camino
hacia Holanda y la conquista de la tormenta. Cuando dirigió su vista
hacia la parte inferior de la embarcación se dio cuenta que varias
decenas de aquellos piratas que llevaba consigo en cada misión lo
miraban con miedo casi reverencial.

Van der Decken también fue consciente de que las aguas se habían
calmado y que los vientos disminuían su intensidad. Arriba, un brillante
sol comenzaba a despuntar después de haber permanecido oculto
durante varios días. En altamar se respiraba una sensación de
absoluta calma. Una algarabía inundó la embarcación y Van der
Decken sonrió al saberse vencedor en la batalla contra un dios que no
era tan poderoso como muchos le habían dicho. El holandés y su
tripulación continuaron con su viaje hacia Holanda sin mayores
sobresaltos.
Una madrugada, cuando la embarcación holandesa
navegaba en completa calma y a buena velocidad
hacia su país de origen (tocarían puerto al
amanecer), Van der Decken, escuchó una voz en
sueños: «Como resultado de tu soberbia, estás
condenado a navegar los océanos por la eternidad
con una tripulación fantasmagórica de hombres
muertos que traerán la desgracia a todos los que
vean su nave espectral, la cual nunca llegará a
puerto ni conocerá el descanso. Además, para ti y
tus hombres, no habrá bebida no comida».

El capitán abrió los ojos cuando su segundo de a bordo lo fue a


despertar para notificarle que, tal como lo tenían previsto, el puerto de
su amada Holanda se hallaba a la vista. Ambos salieron para ser
testigos de la dichosa noticia, pero conforme más se acercaban, el
puerto más parecía alejarse. El barco viajaba a excelente velocidad y
el cielo estaba despejado por competo. Van der Decken veía el puerto
frente a su ojos de manera clara, pero éste se alejaba de manera
caprichosa. «Nunca llegará a puerto ni conocerá el descanso», las
palabras resonaban en la mente del holandés que había desafiado a
Dios y comenzó a sentir una angustia creciente.

Las horas pasaban, y la embarcación no lograba llegar a su objetivo.


Cuando cayeron el atardecer y después la noche completa, los
hombres gritaban de miedo, indignación y consternación. Algunos se
habían arrojado al agua como un acto desesperado por llegar al
puerto, pero perecieron ahogados o fueron rescatados en botes. Van
der Decken sabía a la perfección que la condena en sus contra se
estaba cumpliendo.

Los años pasaron y se convirtieron en décadas, éstas en centurias y


después en siglos. Los marineros de Van der Decken murieron poco a
poco, al igual que su capitán, quien fue bautizado por los piratas que
se cruzaban con su barco como “El Holandés Errante”, el hombre
que nunca puede tocar puerto y que vaga por los mares del mundo de
manera triste y melancólica con una tripulación que ya es puro
despojo y muerte. Todos tienen sed, hambre, necesidad de tocar el
cuerpo de una mujer y de sentir un suelo firme bajo sus pies. Cuando
un barco se topa con esta nave condenada sólo la observa durante
algunos minutos antes de que vire su curso y se pierda en la bruma
del océano. 

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