La nueva normalidad tendrá teatro. La subsistencia está asegurada, es algo fatal, inevitable. Quedarán pedaleando en el aire, sí, muchos espacios, criterios y personas fundamentales de las artes escénicas que no pudieron pasar esta crisis, una crisis de la que nadie tenía memoria a pesar de dedicarnos en esta geografía a un arte que desde siempre ha vivido en crisis. Quedarán, también, vetustas muchas aproximaciones de la crítica en la que buscamos diques de contención que limiten si hubo o no teatro durante la pandemia, lo mismo nuestros procesos lúdicos que poco aportaron durante el desguace material de nuestras tablas. La crisis nos atravesó de una forma concreta, sólida como nunca y nosotros, críticos, nos disolvimos en el aire. Dimos, sí, clases y encuentros virtuales para hablar de algo que sucedía en otro tiempo o en otro lugar, tuvimos encuentros por zoom para hablar de un referente más esquivo que nunca y en fin, ahí estuvimos, apocalípticos e integrados encontramos que, en definitiva, el teatro avanzó haciendo lo que sabe hacer. La crítica estuvo mejor preparada que nunca: ya habíamos tomado la precaución de obtener el sustento por fuera del teatro concreto antes de que sucediese la pandemia. La pauperización ya nos había vuelto hábiles, incluso para este escenario, lo mismo que la mayoría de los actores nacionales que rara vez viven de la actuación. El teatro, decía Ure, no le interesa a casi nadie.
El teatro es anterior a sí mismo, a su profesionalización, a sus formas
establecidas. Está llamado, también, a seguir más allá de nosotros. Como sea, habrá teatro y debiéramos, quizás, pensar qué queremos hacer como críticos ante esto. ¿Han cambiado las prácticas? ¿Qué podemos empezar a vislumbrar de la experiencia de movilizar un cuerpo cubierto de microorganismos potencialmente dañinos para encontrarse con otros y asumir, juntos, ese riesgo? Fuera de convivios, tecnovivios, obras teatrales por teléfono, por WhatsApp, por plataformas de videoconferencias, mediadas por un link, con la posibilidad de ponerles pausa, con barbijos en escena, con cámara en mano, con proclamas callejeras, con teatros que devinieron viveros, con modos híbridos, con obras filmadas con profesionalismo cinematográfico en teatros oficiales, con subidas de funciones viejas a Youtube, en fin, la época ha sido pródiga en alternativas que pudieron ilusionarnos y ahora parece empezar a soplar un aliento capaz de despeinarnos, la certeza de que, en una de esas, a pesar de todo esto nada va a cambiar tanto en las prácticas de producir y consumir teatro. Quizás sí haya posibilidades para las poéticas.
La vacuna es una solución técnica al problema de la pandemia. Por
supuesto, la resolución tiene la lógica de un parche. El teatro buscó, también, soluciones técnicas en forma de protocolos y formatos. Estos nuevos procedimientos no son tema menor, la historia demuestra que la solución técnica habilita a menudo nuevas poéticas. En el teatro griego, la machina introducía al deus para resolver una situación trágica. Ahí va Medea, huyendo en su carro alado. ¿Tendríamos la obra de Eurípides sin esa grúa o su imaginación fue moldeada, también, por la posibilidad de poner en escena ese mecanismo? La Commedia dell’Arte necesitó armarse en la calle y esa posibilidad del escenario que era donde transcurría la vida habilitó un nuevo tipo de corporalidad y de urgencia en el actor. ¿Hay algo de esto en lo que acaba de pasar? ¿Surge un nuevo imaginario que exige soluciones estéticas? Hay, sí, una posibilidad de trabajo colaborativo a distancia que antes requería una infraestructura pesada, de largas planificaciones, de transportar cuerpos en micros y aviones, de congresos, de clases, etcétera, ahora parecen estar todo eso al alcance de un clic y, además de esa posibilidad -que ya existía- está la gimnasia concreta de llevarla a cabo, de comunicarse, formarse y producir obra de esta forma. Las consecuencias de estas prácticas todavía están por verse, la idea del teatro que viene está, como siempre, en suspenso. Las marcas del presente rara vez se pueden apreciar en el presente.
Y después, claro, está la materialidad concreta. En el último número
de la revista El Picadero del Instituto Nacional del Teatro, Javier Swedzky reflexiona: “Hacer teatro para mí ahora es buscar dinero para bolsones de comida, ayudar en pedidos de subvenciones mínimas y excepcionales que no llegan a un salario, participar de encuentros y discusiones para fortalecer espacios colectivos, colaborar en la difusión de formaciones y de experiencias por las redes, pensar en una futura presencialidad.” Las movidas de Artistas Solidarios y otras pusieron la subsistencia material de las personas que se dedican a las artes escénicas en primer lugar: operativos tangibles para problemas tangibles. ¿Es eso también teatro? Difícil saberlo, pero esos salvatajes parecen haber sido de las manifestaciones más legítimas e interesantes, cuando el teatro abandonó las salas y fue a abarcar problemas concretos. El teatro se alberga, más que nada, en los cuerpos de quienes lo realizan. Luis de Tavira afirmó que “el teatro es el teatro porque, si todo es teatro, entonces nada es teatro”. La condición material objetiva y de encuentro en presencia fue, históricamente, lo que definió el acontecimiento teatral y lo que le otorgó, también, su distinción con respecto a otras artes. La resolución de cómo sigue el teatro, sin dudas, será práctica y no vendrá del grado de sutileza del pensamiento abstracto o del dibujo ingenioso que se vuelve meme. Insistir con lo tangible no es, considero, empresa inútil en este momento. La profecía de Engels y Marx según la cual todo lo sólido se disolvería en el aire se cumplió incluso mucho más allá de lo que ellos pudieron imaginar, pensemos en construcciones como la familia o la sexualidad. Hay un riesgo de desintegración de la vida propia y de la vida comunitaria cuando uno pasa ya una enorme cantidad del tiempo mediado por una pantalla. Contra eso, el teatro ofrece un reducto de resistencia en el cual con elementos materiales consigue crear una realidad distinta que se comparte con otros. Esa pesadez, artesanía y condición de encuentro del teatro se pone en discusión en un tiempo donde la corporalidad es problemática. Quizás se disuelva también, se pegue a otras prácticas, tome elementos que lo hagan irreconocible, etéreo, streameable. Asistimos, así, a los esfuerzos que se originan en la búsqueda de contactar con un otro. Pero no debiéramos olvidar que en el camino hay seres y espacios físicos concretos. *** Fuimos al teatro. Anunciaron que volvía el teatro de la vieja normalidad y, claro, fuimos, ¿qué íbamos a hacer? Un poco en estado zombie, volvimos a las salas atraídos con la promesa de ver cualquier cosa, sin una curaduría demasiado exquisita. Lo que había para ver, era digno de verse. Tras largos meses sin teatro, volvimos a las salas. Ahí fuimos, por la vuelta. En los últimos estertores del 2020 terrible, fuimos a ver lo que había y lo que había era del circuito comercial. Lo primero que vi fue cuando me mandaron a cubrir El acompañamiento. La pieza de Gorostiza, otrora faro de resistencia en tiempos de Teatro Abierto. Protagonizada y dirigida por Luis Brandoni, con David di Napoli como el acompañamiento en cuestión. Los tiempos habían convertido una obra que tenía todo el aspecto de ser algo elegíaco en una pieza de furiosa actualidad política. Y fueron los políticos los que primero volvieron al teatro, la primera función estuvo plagada de invitados de ese ámbito y, según parece, se vendieron también cuatro entradas. Cuatro personas intercambiaron dinero por expectación tras ocho meses de salas cerradas. Siempre ha habido un protocolo para el ingreso a las obras de teatro. El pasillo, el hall de entrada o lo que sea que delimite el espacio entre el escenario y la calle siempre ha sido un lugar fundamental para pensar la inmersión de un mundo en otro. A partir de allí existe una prefiguración estética de lo que se verá. Las grandes e iluminadas salas de estar del comercial anticipan fastuosas multitudes, ostentan disponibilidad espacial, un acceso tranquilo y cómodo hasta la butaca que aquí se ve interrumpido por nuevas disposiciones. Tenemos que firmar una declaración con nuestros datos. Nos apuntan con una pistola en la muñeca, un paso extraño que promete medirnos la temperatura más allá de que el resultado sean cifras indisimulablemente aleatorias. Nos embadurnan con alcohol en gel. Nos dan el programa en una bolsa transparente o lo ofrecen con código QR. Los acomodadores cuidan que no haya a diestra o siniestra, adelante ni atrás, otro espectador. La diagonal, parece, no conlleva el mismo riesgo. El mensaje que da el teatro antes de empezar es ahora novedoso, nos dice que debemos mantener nuestro barbijo puesto y que a la salida tendremos que irnos según lo que determine el personal especialmente entrenado para esto. El aforo ha sido reducido no ya por el desinterés natural que tiene el pueblo por su teatro sino por un tercero implícito en todo esto: el virus. El teatro sabe bien del pacto de doble interlocución: un personaje A le dice algo a un personaje B pero su destinatario real es el espectador, C. En todas nuestras acciones de este período de recién vueltos al teatro está ese fantasma que nos recorre. Todo lo que se dice empieza a ser leído en esa clave. El acompañamiento, sin ir más lejos, la tenaz resistencia de un hombre a salir de su escueta habitación resuena distinto en tiempos pandémicos. ¿Cuál es el virus que lo ha dejado ahí metido? Las habladurías de sus amigos, claro, pero, ¿cómo resuena eso ahora? *** Cuento cabezas antes de empezar la función. Somos menos de cuarenta y debemos ser casi todos invitados. El espacio entre nosotros impide formar ese clima de inteligencia colectiva que es el público, esa sabiduría que existe solo en común. Seguimos siendo individuos que buscamos ver la función y, al mismo tiempo y más que nada, esquivar el virus. Somos pocos. Empieza la función. Ahí sube el telón y sale Brandoni al ruedo, hombre de multitudes reducido a esa noche y ese público. Yo he visto funciones del comercial con pocos espectadores, siempre es un poco raro. En el independiente uno se ha acostumbrado. Los actores populares, esos que saben jugar con la energía de los espectadores y crear clima de fiesta compartida se ven aquí distintos. Y además el Brandoni concreto, su condición política, sus posturas frente a la cuarentena y demás, juegan fuerte. Pero él no hace nada para enfatizar eso. Está en función de la obra, soportando el peso enorme de la casi vacía platea y hay algo conmovedor en verlo. Más allá de que la obra es conocida, esa muestra de oficio en pugna con la realidad es apasionante. Los chistes no terminan de entrar bien, ni siquiera se le ha brindado el baño de aplausos del comienzo con el que el público del comercial suele recibir a los actores consagrados. Hasta que, en un momento, el personaje de Brandoni, Tuco, dice que va a ponerse un nombre artístico, que como cantante de tangos va a llamarse Carlos Bolívar. Y es ahí cuando uno de los espectadores, en alguna de las diagonales permitidas, dice en voz alta y audible “bolivariano”. Y ahí nos reímos. Ahí somos público. Eso que no pueden captar las cámaras, el sinsentido del momento en el que Brandoni, Simón Bolivar, Hugo Chávez y la pandemia hacen una mezcla rarísima que nos hace entender que estamos compartiendo algo que solo existe en ese momento y en ese lugar. Ese chiste solo existió en presencia. Explicado no es gracioso y, sin embargo, eso pasó. Fuimos público. Cuando despertemos, el teatro seguirá allí.