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mpli. También fueron monjes
Detalle del folio 146r. Manuscrito NAF 15940 (siglo XIV). Speculum historiale. Biblioteca
Nacional de Francia, departamento de manuscritos.
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FFeebbrreerroo ddee 22002200
Consejo de redacción
ISSN 2603-8714
Todos los artículos publicados en Cuadernos templarios son únicamente propiedad del autor.
Deseoso de dar a conocer todos los documentos que durante gran parte de su
vida fue encontrando en las muchas visitas realizadas a un sinfín de archivos
históricos, Antonio Galera decidió desde hace un tiempo, y debido a su ya
avanzada edad, dejar de escribir para las editoriales con las que siempre ha
trabajado, dedicando sus años futuros a escribir para aquellas personas que
han sido, en algún momento de su vida, lectores asiduos u ocasionales de su
extensa obra.
Debido a esta decisión, todas estas obras, que serán de edición limitada, podrán
adquirirse solamente desde la Web del autor (https://www.agalera.es), obras
entre las que se incluirá una Cronología Histórica de la Orden del Templo, una
extensa obra editada en nada menos que cinco tomos que está llamada a ser una
de las publicaciones de cabecera con respecto a la historia de la Orden del
Temple.
Desde que se comenzó a escribir sobre esta Orden, siempre se nos ha dado a
conocer su parte militar, pero pocas veces, por no decir ninguna, su parte
religiosa o monacal.
Tal vez al llegar a este punto sea lógico que te hagas la siguiente pregunta: ¿por
qué monjes y guerreros?
Desde la época más remota que históricamente se conoce, los monjes estaban
obligados a combinar su diaria inclinación religiosa con el duro trabajo manual.
San Benito, al crear su Regla, sigue esa tradición por creer que un monje ha de
saber un oficio para mejor servir a sus Hermanos y a sus semejantes, y ser un
piadoso monje para rezar por los pecados de la Humanidad y por el
entendimiento de todos los hombres del mundo. De ahí que una de las cosas
más importantes que San Benito dejara escrita en su Regla, o por lo menos lo
que todos recordamos habiéndola convertido incluso en una frase hecha, sea lo
del «ora et labora», es decir, reza y trabaja.
Detalle del folio 66v del manuscrito Latín 9448. Graduel de l'abbaye de Prüm (975-1000). Biblioteca
Nacional de Francia. San Benito difundiendo la regla.
El oficio de los monjes del Templo fue ser guerreros. Soldados que luchaban
contra los enemigos de Cristo para mejor servir a su Iglesia y a sus semejantes.
Para nadie es un secreto que la Orden del Cister era devota observante de la
Regla de San Benito. Así, pues, no es extraño que la Orden del Templo,
habiendo sido impulsada y en todo momento respaldada y ayudada por San
Bernardo, centrase su vida monacal en la misma Regla que enseñaba y
profesaba su bienhechor.
Ceremonia monacal.
Esta doble dependencia que los de la Orden del Templo obtuvieron en el
Concilio de Troyes, condicionó a sus miembros a tener que celebrar dos
ceremonias: la de investidura como caballero, y la de aceptación de los tres
votos religiosos. La primera, la de investidura como caballero, no la vamos a
dar a conocer porque es demasiado popular. Daremos a conocer la de
aceptación de los tres votos para ser monjes, con cuanta prodigalidad nuestro
saber nos permita.
―Elegimos con la ayuda de Dios a este monje presente para el orden religioso. Si alguno
tiene que decir alguna cosa en su contra, que se adelante por el amor de Dios, y que lo
diga; pero que recuerde su condición.
Después, el obispo callaba. Con ello solo pretendía que los presentes tuviesen
tiempo para reflexionar y recordar.
―Debéis
éis pensar cuán grande es el grado a que ascendéis en la Iglesia. Un monje debe
servir a Dios y trabajar para engrandecer la Orden y servir a sus semejantes. Los
monjes ocupan el puesto de los antiguos levitas; son la tribu y herencia del Señor; deben
de
guardar y llevar el tabernáculo, es decir, defender la Iglesia contra sus enemigos, tanto
visible como invisibles, y adornarla con su valor y ejemplo. Están obligados a una gran
pureza, a participar del cuerpo y sangre de Nuestro Señor, y a vivir el Evangelio.
Ev
―Nosotros
Nosotros acabamos de examinar su vida cuanto nos ha sido posible: Vos Señor,Se que
veis el secreto de los
os corazones, podéis purificarle y darle lo que le falta.
―Recibid el Espíritu
íritu Santo para tener fuerza de resistir al diablo y a sus tentaciones.
Una vez ordenados, se les entregaba todas las piezas que constituían el hábito
completo.
Llegados a este punto, ha de surgir en vosotros otra pregunta: ¿por qué tenían
que poseer uniforme de soldado y hábito de monje?
Los hábitos eran del mismo color que los uniformes. El mismo color que vestían
los cistercienses. Solamente había una pequeña diferencia, y esta era que el
hábito religioso del caballero profeso era totalmente blanco, mientras que, a los
hábitos de los suboficiales, soldados, escuderos y fámulos, se le añadía una capa
negra. Hay que tener en cuenta que estos últimos no estaban considerados
como monjes, sino como legos.
Mandamos que el vestido sea de un solo color, y concedemos a los caballeros en todo
tiempo vestimenta blanca, pues ya que llevan vida negra y tenebrosa, se reconcilien
con su Creador por la blanca ¿Qué es la blancura sino una entera castidad? La castidad
es seguridad del pensamiento y santidad del cuerpo, y si un soldado no perseverase
casto, no podría ver a Dios ni gozar de su descanso, afirmándolo así san Pablo:” Seguid
la paz con todos, y la castidad, sin la cual no se verá a Dios”. Y este vestido de
superfluidad y arrogancia, debe carecer en vuestra estimación. Así lo mandamos a
todos tener para que con suavidad pueda vestirse y desnudarse, calzarse y descalzarse.
El procurador de este ministerio, con vigilante cuidado procure que dichos vestidos no
estén ni cortos ni largos, sino que guarden la mesura del que lo viste y usa. Y cuando
reciban uno nuevo, entreguen puntualmente el viejo para guardarlo en el cuarto, y que
el Hermano a quien toca ese ministerio determine si han de ser para los novicios o para
los pobres.
Folio 9v del manuscrito Ms. W.132, La Regla de los Caballeros Templarios. The Walters Art Museum.
De la calidad del vestido y de su modo.
Detalle del sepulcro del infante Felipe de Castilla en la iglesia la Iglesia de Santa María la Blanca de
Villalcázar de Sirga. Templarios vistiendo hábito y manto blanco.
De esta forma, los caballeros, los suboficiales, los caballeros y los escuderos —
vestidos con un holgado hábito—, estaban más cómodos y podían servir a Dios
como monjes o legos, con la misma fe y con el mismo espíritu como antes lo
habían hecho como soldados en el campo de batalla.
Contradecimos firmemente esto que sucedía en la casa del Señor y entre los soldados
del Templo, y lo mandamos quitar del todo, como si hubiese sido un particular vicio.
Tenían en otro tiempo los fámulos, sirvientes y armígeros vestidos blancos, de donde
vinieron insoportables daños, porque de las partes ultramarinas se levantaron ciertos
Hermanos casados, y otros diciendo que eran caballeros, no siendo cierto. De aquí
resultaron tantos daños, tantas injurias a esta Orden Militar, que causaron mucho
escándalo. Y así hemos decidido que los dichos fámulos del Templo lleven desde ahora
vestidos negros.
Capítulo XXI de la Regla de la Orden del Temple: Que los fámulos no traigan vestimenta
blanca ni capa. La verdadera historia de la Orden del Temple de Jerusalén a la luz de la
documentación histórica. Antonio Galera Gracia. Editorial EDAF, año 2007.
Detalle del folio 25r del Libro del Acedrex, Dados e Tablas. Alfonso X el Sabio. Biblioteca del
Monasterio de El Escorial. Dos templarios visitendo manto blanco.
En esta reflexión, escrita por alguien que estamos seguros hará ya mucho
tiempo estará morando en las gozosas llanuras celestes de Nuestro Señor,
parece concentrarse y resumirse todo el ideal de entrega a Dios. Es como una
ardiente proclamación y una dichosa consumación de todos los esfuerzos
monacales y militares, de todas las aspiraciones de la vida interior, de toda la
gracia y la gloria del monje templario alargando las horas profundas de la
noche, como Jesús lo hizo, incluso sudando sangre, antes de enfrentarse a la
muerte.
Capítulo II de la Regla de la Orden del Temple: Que digan las oraciones dominicales, si
no pudieran asistir a oír el Oficio Divino. La verdadera historia de la Orden del Temple
de Jerusalén a la luz de la documentación histórica. Antonio Galera Gracia. Editorial
EDAF, año 2007.
Detalle del folio 48v del manuscrito Français Français 14969. Bestiario Divino. Guillaume le Clerc (siglo
XIII). Biblioteca Nacional de Francia. Monjes orando.
Folio 1v del manuscrito Ms. W.132, La Regla de los Caballeros Templarios. The Walters Art Museum.
De cómo se ha de oír el oficio divino.
El silencio.
El silencio de los monjes templarios no era un imperativo legal, sino una
consecuencia obligada de la vida de recogimiento que todo monje debía
observar.
Durante las horas del silencio, el monje templario no tenía prohibido hablar,
sino que debía de guardar silencio. Por razones de necesidad, y siempre
autorizados por sus superiores, podía comunicarse con otros Hermanos si la
importancia del caso lo requería.
Se trataba del silencio que era capaz de favorecer el crecimiento espiritual, ese
silencio que deja oír otro tipo de voces dentro de lo más hondo del ser.
Capítulo XVII de la Regla de la Orden del Temple: Que concluidas Completas se guarde
silencio. La verdadera historia de la Orden del Temple de Jerusalén a la luz de la
documentación histórica. Antonio Galera Gracia. Editorial EDAF, año 2007.
Hermanos, conviene orar con el afecto que el alma y cuerpo pidieren, o sentado, o en
pie, pero con suma reverencia y no con clamores, porque unos no turben a otros. Así lo
mandamos de común consejo.
Capítulo LX de la Regla de la Orden del Temple: Con qué silencio deben orar. La
verdadera historia de la Orden del Temple de Jerusalén a la luz de la documentación
histórica. Antonio Galera Gracia. Editorial EDAF, año 2007.
Los solitarios.
Para saber cuál fue la aparición de estos creyentes, conocidos posteriormente
como monjes, vamos a dar una breve explicación histórica que espero que a
todos guste. Lo primero que debemos decir es que la acepción de la palabra
monje significa «solitario».
San Jerónimo (340-420), al hablar de estos solitarios hombres, dice que existían
en aquellos tiempos tres clases de monjes: los Cenobitas, que hacían vida en
común, siempre bajo la supervisión de un superior; los Anacoretas, que
habitaban en los desiertos; y los Sarabaítas, que vivían en grupos de dos o tres.
Es sabido que hay cuatro clases de monjes. La primera es la de los cenobitas, esto es, la
de aquellos que vivimos en un monasterio y que militamos bajo una Regla y un abad.
de otros, y son capaces de luchar con solo su mano y su brazo, y con el auxilio de Dios,
contra los vicios de la carne y de los pensamientos.
La tercera, es una pésima clase de monjes: la de los sarabaítas. Éstos no han sido
probados como oro en el crisol por regla alguna en el magisterio de la experiencia, sino
que, blandos como plomo, guardan en sus obras fidelidad al mundo, y mienten a Dios
con su tonsura. Viven de dos en dos o de tres en tres, o también solos, sin pastor,
reunidos, no en los apriscos del Señor sino en los suyos propios. Su ley es la satisfacción
de sus gustos: llaman santo a lo que se les ocurre o eligen, y consideran ilícito lo que no
les gusta.
De la misérrima vida de todos éstos, es mejor callar que hablar. Dejándolos, pues, de
lado, vamos a organizar, con la ayuda del Señor, el fortísimo linaje de los cenobitas.
Detalle del folio 33v del manuscrito Français 400. Letanías (Siglo XIV). Biblioteca Nacional de Francia.
San Jerónimo.
El papa Alejandro II, viendo que la Iglesia perdía crédito y, por supuesto
dinero, comenzó a hacer proselitismo entre los ermitaños que vivían en lugares
solitario, en cuevas o en montañas, y publicó una bula en la cual recordaba a
todos los obispos y arzobispos de la Europa cristiana que debían de cumplir lo
que en el Concilio de Calcedonia se había dispuesto, esto era lo siguiente:
...que nadie en parte alguna edifique o instale un monasterio, ermita o casa de oración
sin el consentimiento del obispo de la ciudad; que los monjes de cada ciudad y de cada
región estén sometidos a su obispo, que no anden libres; que amen el recogimiento, se
dediquen al ayuno y a la plegaria; residan en los lugares que les han sido asignados; no
dificulten ni se ocupen de los asuntos eclesiásticos o seculares, abandonando su
monasterio, a no ser que el obispo del lugar se lo permita por algún motivo urgente...
Como eran aplicados y obedientes, comenzaron a ser muy útiles a los obispos.
Y tal como ya había sido establecido en el concilio de Calcedonia estuvieran los
monjes sometidos enteramente a los obispos, sin cuyo permiso no podían
En aquel tiempo no tenían los monjes otra forma de alimentarse que con su
propio trabajo; pero tuvieron que dedicar muchas más horas del día al duro
trabajo. El obispo les hacia distribuir entre el pueblo algunas limosnas, sobre
todo entre los más necesitados.
Detalle del folio 114r del manuscrito Français 9760. Historia monachorum (siglo XIV). Biblioteca
Nacional de Francia. Monjes cosechando.
Había, no obstante, gran diferencia entre los primeros monjes que moraban en
Europa antes de San Benito, y los que después de él vinieron. Los primeros eran
simplemente monjes, sin estar asistidos de ninguna orden particular. Bastaba
ser monje para ser recibido como tal en todos los monasterios cuando se
caminaba.
Habiendo decaído en Francia la disciplina entre los monjes que allí moraban,
San Odón, con el fervoroso deseo de fortalecerla, impuso la Regla de San
Benito, para que fuese seguida por todos los monjes de la casa de Cluny.
Pero como la Regla de San Benito era tan dura y difícil de cumplir, los monjes
de Cluny relajaron su obediencia, y dejaron de cumplir con sus preceptos.
Viendo San Roberto que no había forma de convencer a los monjes de Cluny
para que volvieran a cumplir al pie de la letra la Regla, abandonó el convento
de los monjes negros y comenzó los trámites para organizar una nueva
congregación que sería contraria en todo a la anterior. Fundó la Orden del
Cister, y como los monjes de Cluny vestían el hábito negro, decidió que en esta
se llevaría el hábito blanco.
La rivalidad que existía entre los monjes del Cister y los de Cluny era
manifiesta en aquellos tiempos. Para nadie es hoy un secreto, tal como hemos
escrito anteriormente, que san Roberto había fundado en el año 1098 la Orden
del Cister, con el propósito de restablecer en su totalidad el espíritu de la Regla
de san Benito, que los frailes de Cluny habían postergado por comodidad.
Desde entonces, los monjes negros no perdían ocasión para desacreditar a los
monjes blancos y ponerlos en evidencia.
Detalle del folio 123v del manuscrito Latin 18014. Horae ad usum Parisiensem (Siglo XIV). Biblioteca
Nacional de Francia. La oriación del monje.
Este problema se acentuó todavía más cuando Bernardo fue nombrado abad. Al
carecer el santo de pelos en la lengua, como vulgarmente se dice, comenzó a
censurar en sus escritos la vida de relajación, de refinamiento y de buenas
comidas que los del Cluny empleaban en su vida cotidiana, más propia de
personajes burgueses que de monjes que estaban sujetos al voto de la pobreza.
Los de Cluny, tal vez para menoscabar la fama que día a día iba cosechando el
abad Bernardo, no solamente en Francia, sino en toda la Europa Cristiana,
hablaron con Roberto, el sobrino de Bernardo, y le convencieron para que
dejase el Cister —donde
donde llevaba una vida miserable—,, y que ingresara en la
orden de los cluniacenses.
Si los de Cluny habían urdido esta maniobra para herir al abad Bernardo, lo
consiguieron. El alma del santo quedó tan mortalmente herida, que este
episodio le costó padecer una larga y dolorosa enfermedad. Una enfermedad
que fue descrita como dolencia del alma y no del cuerpo...
Todo
do el dolor que este acto produjo en el ánimo de Bernardo queda reflejado en
una larga carta que este le envió a su sobrino; carta que damos a conocer
completa para que el lector pueda ver cómo en cada una de sus frases hay
dolor, reproche y amargura. La medida
edida del amor es amar sin medida —decía san
Agustín—,, pero a veces, aunque nuestra medida de amar sea amar sin medida,
tal vez fuese bueno depositar todo nuestro amor en las personas que nos
rodean, pero no depositar en ellos toda nuestra confianza porque,
porque más tarde o
más temprano, podemos salir doloridos y defraudados.
Detalle del folio 206v del manuscrito Français 311. Speculum historiale. Vincent de Beauvais.
Biblioteca Nacional de Francia. San Bernardo escribiendo sus cartas y sermones.
Amadísimo hijo Roberto: He esperado hasta el límite de lo posible, confiando que quizá
la bondad de Dios se dignara visitar tu alma por sí mismo y la mía por ti. Quiero decir,
que él infundiera en ti la saludable compunción y en mí la gran alegría de tu salvación.
Pero ya que hasta ahora me he sentido defraudado en mi espera, no puedo encubrir
más mi dolor, ni reprimir mi ansiedad, ni disimular mi tristeza. Por eso, incluso contra
todo procedimiento jurídico, yo el herido siento la necesidad de llamar al que me ha
herido y a requerir desdeñado al que me ha despreciado, humillándome a satisfacer la
ofensa de mis ofensores implorando además a quien debía implorarme.
Claro que el dolor excesivo no delibera ni se ruboriza; no consulta con la razón, ni teme
el menoscabo de la propia dignidad, ni se atiene a la ley, ni condesciende con la
sensatez; hace caso omiso de la moderación y de los procedimientos. Ante todo, busca
cómo podría librarse de este sufrimiento o cómo podría gozar de lo que carece. Podrás
replicarme: yo no herí a nadie ni a nadie desprecié. Al contrario; yo he sido el herido y
el despreciado de mil maneras. Me he limitado a huir de mi malhechor. ¿A quién pude
injuriar huyendo de las injurias? ¿Acaso no es mejor alejarse del hostigador que vivir
aguantándolo? ¿No es preferible huir del que te hiere antes de herirlo?
Es cierto que la culpa de tu marcha fue mía. Porque fui muy severo con un tierno
adolescente; traté con dureza inhumana a un joven. De hecho, esta era la causa de tus
murmuraciones contra mí, que yo recuerdo, cuando aún vivías con nosotros. Y por esta
misma razón, según me han dicho, sigues todavía desprestigiándome. No te lo imputo.
Porque yo podría excusarme y explicarte que era necesario atajar las pasiones de tu
adolescencia lasciva y encauzar la edad difícil en sus comienzos con una disciplina dura
y áspera, como dice la Escritura: Da unos palos a tu hijo y lo librarás de la muerte. Y en
otro lugar: El Señor castiga a los que ama y da azotes al hijo que reconoce por suyo. Y
esto otro: Son preferibles los golpes del amigo a los besos del enemigo.
Pero, como he dicho, vamos a reconocer que la culpa de tu partida es mía; no nos
entretengamos en discutir quién perpetró el delito, porque así retrasaríamos la
enmienda. A pesar de ello, si no perdonas al arrepentido, si no eres indulgente con el
confeso, comenzaría a recaer sobre ti la culpa. Pude sobrepasarme contigo en algunas
cosas, pero ciertamente no por mala voluntad. Y si sospechas que en el futuro me
portaría contigo de la misma forma, debes saber que yo no soy el que era, porque tú
tampoco serás el que fuiste. Tú has cambiado y también me encontrarás a mí
transformado; puedes estar seguro de que aquel maestro al que temías será para ti un
compañero que te abraza…
Sea que marcharas por mi culpa, como tú crees y yo lo reconozco; o por la tuya, como
muchos piensan, aunque yo no te lo echo en cara; sea por mi causa o por la tuya, como
más bien creo, si ahora te resistes a volver, tú serás ya el único inexcusable. ¿Quieres
liberarte de toda culpa? Vuelve. Si tú reconoces la tuya, te perdono; perdóname tú
también, porque reconozco la mía. De lo contrario, o eres demasiado indulgente
contigo, porque reconoces la culpa y la encubres, o demasiado cruel conmigo, porque
me niegas el perdón cuando te presento mis excusas.
Pero si rehúsas volver, busca otra excusa con la que puedas halagar falsamente tu
conciencia, pues en adelante no tienes por qué temer mis rigurosas exigencias.
Tampoco te aterrorizarás pensando que a tu regreso seré terrible contigo, porque
todavía estás ausente y tengo mi corazón totalmente abatido, traspasadas de dolor mis
entrañas. Te muestro mi humildad, te prometo mi amor, ¿y todavía temes? Ven
animoso a donde te llama la humildad y te arrastra el amor. Acércate seguro,
tranquilizado con estas garantías. Si huiste del intransigente, retorna al apacible; que te
arrastre la ternura de aquel cuya severidad te desterró. Mira, hijo, cómo deseo
dirigirte, no con un espíritu que te esclavice y te lleve otra vez al temor, sino espíritu
filial y puedas exclamar seguro: Abba, Padre. La causa de este mi dolor tan intenso no
me induce a amenazarte, sino a acariciarte, a suplicarte, no a espantarte.
Quizá otro lo intentaría de otra manera. Efectivamente, ¿no te habría echado en cara tu
culpa para aterrarte? ¿No te habría acusado por el incumplimiento de tus votos para
abrirte un expediente? ¿No te acusaría de desobediencia, no te tacharía de apostasía,
porque cambiaste la túnica por la pelliza, las legumbres por otros manjares más
suculentos y la pobreza por las riquezas? Pero yo conozco tu modo de ser, más
propenso a doblegarse ante el amor que a dejarse llevar por la coacción del temor.
Además, ¿qué necesidad hay de aguijonear por dos veces al dócil, atemorizar al
vacilante, avergonzar con saña al confuso, cuya maestra es su razón, cuya conciencia es
su castigo, cuyo pudor instintivo es el criterio de su conducta?
El primer superior envió a un prior relevante, con trazas aparentes de oveja, pero en
realidad era un lobo feroz. Burlados los pastores creyendo que era una oveja, ¡qué
dolor!, dejaron solos a los lobos y al cordero. Y éste no huyó, porque también creyó
que era una oveja. ¿Qué más? Lo atrae hacia sí, lo acaricia, lo lisonjea y, predicando un
evangelio nuevo, le recomienda la embriaguez y condena la sobriedad, le hace ver que
la pobreza voluntaria es una vida mísera y llama locura al ayuno, a las vigilias, al silencio
y al trabajo manual. A su vez, califica como contemplación la ociosidad y considera
como una discreción la voracidad, charlatanería, curiosidad y demás intemperancias. Y
le va sugiriendo: ¿desde cuándo se deleita Dios con nuestros sufrimientos? ¿Dónde
prescribe la Escritura que uno se mate a sí mismo? ¿Qué clase de religión es esa que
ordena cavar la tierra, talar los bosques y acarrear estiércol? ¿Acaso no ha dicho la
verdad?: ¡misericordia quiero y no sacrificio! ¡No quiero la muerte del pecador, sino
que se convierta en vida! ¡Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la
misericordia! ¿Para qué creó Dios los alimentos si no es lícito comerlos? ¿Para qué nos
dio el cuerpo si no podemos alimentarlo? Y el que es malo para sí mismo, ¿con quién
será bueno? Además, el que es tacaño consigo, ¿con quién será generoso? Nadie, en su
sano juicio, ha odiado nunca a su propio cuerpo.
Además, interceden por él en Roma. Urgen a la autoridad apostólica, y para que acceda
el Papa alegan que de niño fue ofrecido al monasterio. No hubo quien lo desmintiese,
porque no se esperó a la impugnación, y el juicio fue parcial, con manifiesto atropello
de los ausentes. Quedó como justa la injusticia, perdieron la causa sus víctimas y el reo
fue absuelto sin satisfacción alguna. La sentencia exclusivamente absolutoria queda
confirmada por un privilegio cruel, que, una vez conseguido, le afianza al que fluctuaba
en su mal aconsejado cambio de estabilidad, disipando toda vacilación. El contenido de
los documentos, la sentencia del juicio, la determinación de todo el proceso decide que
pueden retenerlo los que se lo llevaron, deben callarse los que se quedaron sin él y, en
consecuencia, que se pierda un alma por la que murió Cristo; simplemente porque así
se les antoja a los cluniacenses. Se emite una profesión sobre la otra, se promete lo
que no se va a cumplir, se contrae un compromiso que no se observará y, rompiendo la
primera alianza, se comete un sacrilegio con la segunda, y se comete un gravísimo
pecado.
Sí, vendrá; ya llegará el que juzgue de nuevo los juicios injustos y anule los juramentos
ilícitos; el que hace justicia a los oprimidos; y sentenciará según derecho a favor de los
pobres y acusará con rectitud en defensa de los sencillos. Vendrá ciertamente el que en
el salmo amenaza por medio del Profeta diciendo: Cuando elija la ocasión juzgaré las
justicias. ¿Qué hará con los juicios injustos el que juzgará hasta los más justos? Vendrá,
insisto, llegará el día del juicio, en el que pesarán más los corazones que las palabras
sagaces y las conciencias rectas más que las bolsas llenas, porque entonces no le
engañarán al juez las palabras ni lo doblegarán los sobornos. Señor Jesús, apelo a tu
tribunal; me reservo para tu juicio; a ti te encomiendo mi causa, Señor Dios de los
Ejércitos, tú juzgas rectamente, sondeas las entrañas y el corazón; tú no puedes
engañarte, ni permites que te engañen; tú sabes quién busca lo suyo y quién se afana
por lo suyo. Tú conoces mi continua y entrañable solicitud hacia él en todas sus
constantes pruebas, cuántas veces he llamado a tu bondad gimiendo por él, cómo me
abrasaba, me atormentaba y me afligía ante cada uno de sus tropiezos, inquietudes y
sufrimientos. Ahora temo que todo haya sido inútil. Pues sé por experiencia que,
tratándose de un adolescente apasionado e insolente por sí mismo, le perjudican sus
sentidos y a su espíritu esas concesiones de la comodidad y esas seducciones de la
gloria. Por eso, juez mío, Señor Jesús, emane de tu rostro la sentencia, miren tus ojos la
rectitud.
Miren y juzguen qué debe prevalecer: el voto del padre hacia su hijo, o el capricho del
hijo, sobre todo una vez que el hijo está comprometido con algo superior. Vea también
tu siervo y legislador nuestro, Benito, que está más acorde con su Regla: lo que
hicieron con el niño sin enterarse él, o lo que después hizo a sabiendas en su sano
juicio, cuando tuvo edad suficiente para decidirse por sí mismo. Aunque, obviamente,
aquello fue una promesa, no una oblación. Porque si sus padres formularon la petición
prescrita por la Regla, ni se envolvieron sus manos con los manteles del altar, junto con
la misma petición, para ofrecerlo de este modo ante los testigos.
Se refieren también a las tierras que, según ellos, entregaron con él en su favor. Pero si
lo recibieron con las tierras, ¿por qué no lo retuvieron con ellas? ¿O es que valoraban
más el don que el fruto, las tierras de su alma? Si estaba ofrecido al monasterio, ¿qué
buscaba en el mundo? ¿Por qué dejaban a disposición del diablo al que debía ser
educado por Dios? ¿Por qué apareció la oveja de Cristo expuesta a la dentellada del
lobo? Porque tú eres testigo, Roberto, que llegaste al Cister no procedente de Cluny,
sino desde el mundo. Buscaste, pediste, llamaste; pero por tu tierna edad, y a pesar de
tu resistencia, se te admitió la entrada durante dos años. Tuviste paciencia para esperar
ese tiempo y, sin vacilación alguna, rogándolo mucho y con muchas lágrimas, si
recuerdas, pediste al fin la misericordia tan esperada y conseguiste el ingreso que tanto
habías añorado. Después fuiste probado durante un año según la Regla, viviste con
perseverancia y sumisión; acabado el año, profesaste libremente, y dejando tu ropa de
seglar, te vestiste por primera vez el hábito religioso.
¡Ah, niño insensato! ¿Quién te ha encandilado para incumplir los votos que
pronunciaron tus labios? ¿Acaso no será tu boca la que te salve o la que te condene?
¿Por qué te preocupas del voto de tus padres y olvidas el tuyo? ¿Han de juzgarte por tu
compromiso o por el suyo? Te pedirán cuentas de los votos de tus labios, no de los
suyos. ¿Por qué puedes halagarte en vano con el indulto apostólico, si tu conciencia
está atada por la palabra divina? El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no
vale para el reino de Dios. O es que quienes te dicen: bien, bien, ¿te harán ver que eso
no es mirar atrás? Hijito mío, si intentan engañarte los pervertidos no accedas. No
creas a cualquier espíritu. Sean muchos los que te saludan, pero consejero, uno entre
mil. Elude toda ocasión, desprecia lisonja, cierra los oídos a la adulación, examínate a ti
mismo, porque tú te conoces mejor que ningún otro. Vigila tu corazón, descubre tu
intención, pide consejo a la verdad. Que te responda tu conciencia por qué te alejaste,
por qué abandonaste tu Orden, los Hermanos, el lugar, y a mí, que soy tu allegado en la
carne y mucho más en el espíritu. Si lo hiciste para vivir más austeramente, con mayor
integridad y perfección, puedes estar seguro de que no miraste hacia atrás; gloríate
más bien en el Apóstol diciendo: Olvidando lo que queda atrás y lanzándome a lo que
está delante, corro hacia el premio de la gloria. Pero si es al revés, no seas soberbio y
ándate con cuidado, porque, permíteme que te lo diga, todo lo superfluo que te
concedas de más en el comer y vestir, en la conversación innecesaria, o como un
holgazán caprichoso y fisgón, equivale a mirar atrás, prevaricar y apostatar de la
promesa que cumpliste viviendo con nosotros.
Y eso lo digo, hijo mío, no para avergonzarte, sino para llamarte la atención como a un
hijo amadísimo. Pues aunque tengas muchos tutores en Cristo, no tienes muchos
padres. Y si me lo concedes, yo te he engendrado para la religión con mi palabra y con
mi ejemplo. Te alimenté después con leche; eras todavía un niño y no podías comer
otra cosa; pero si hubieses esperado a crecer, también te habría dado pan. ¡Qué
prematura e intempestivamente te destetaste! Temo que todo lo que fomenté con las
caricias, reanimé con las exhortaciones, consolidé con las oraciones, esté a punto de
desvirtuarse, se extinga, desaparezca y deba deplorar tanta desgracia, no por el fracaso
de un esfuerzo inútil, sino por el desastre infeliz de un hijo que se condena.
Pero ¿qué ventaja o necesidad tuya les movió a nuestros amigos para urdir esto contra
nosotros? Sus manos están llenas de sangre, su espada me traspasó el corazón, sus
dientes son lanzas y flechas, su lengua es una espada afilada. Contra mí deberían haber
arremetido, si en alguna ocasión les hubiese ofendido por algo, de lo cual no soy
consciente. Pero curiosamente han rebasado conmigo la ley del talión, pues nunca fui
capaz de ofenderles tanto como ahora me han hecho sufrir ellos. Si digo la verdad, no
es que me han arrancado un hueso de mis huesos o carne de mi carne; me han robado
el gozo de mi corazón, el fruto de mi espíritu, la diadema de mi esperanza y, según creo
sentirlo, la mitad de mi alma. ¿Y para qué? Quizá compadecidos de ti se indignaron de
que un ciego condujese a otro ciego, y te pusieron bajo su dirección para que no
perecieses en pos de mí.
¡Qué amor tan funesto! ¡Qué amistad tan cruel! ¡Amaron tanto tu salvación, que
complicaron la mía! ¿No podían salvarte a ti sino perdiéndome yo? Y ojalá te salven sin
mí. Ojalá muriese yo con tal de que vivas tú. Pero no. ¿Qué asegura más la salvación: la
ropa acicalada y una comida opulenta o la alimentación sobria y el vestido sencillo? Si
santifican las pellizas finas y abrigadas, los tejidos delicados y costosos, los guantes
largos y las capuchas amplias, los abrigos de piel y las estameñas suaves, ¿qué hago yo
que no te sigo?
No. Todo esto sirve de alivio para enfermos; pero no son armas para combatientes. Los
que visten trajes delicados, ahí los tenéis, en la corte de los reyes. El vino y sus
derivados, el mosto y la vida muelle sirven al cuerpo, no al espíritu. Los guisos no
engordan el alma, sino el cuerpo. Muchos hermanos nuestros sirvieron a Dios en
Egipto largo tiempo sin comer pescado. La pimienta, el perejil, el comino, la salvia y
otras muchas especies para salsas agradan al paladar, pero excitan la lujuria. ¿Y tú me
garantizas con esto la seguridad? ¿Puedes pasar así con tranquilidad la adolescencia?
Al que vive con prudencia y sobriedad le basta la sal, y su único condimento es el
Pero dirás: ¿qué puede hacer el que ya no resiste más? Cierto. Sé que eres delicado y
que una vez acostumbrado a estas cosas no eres capaz de soportar otras más duras. ¿Y
si pudieras conseguir soportarlas? ¿Me preguntas cómo? Decídete, arremángate, evita
el ocio, esfuérzate, muévete, ocupa tus manos, haz algo, y pronto sentirás que lo único
que te apetece es matar el hambre y no agasajar el paladar. Porque el ejercicio
devuelve el sabor a muchas cosas que lo perdieron por la pereza. Después de trabajar
tomarás con ganas muchos alimentos que rechazas en tu ociosidad. Porque la
desocupación engendra desgana, el trabajo hambre, y el hambre, misteriosamente,
vuelve dulce lo que el aburrimiento hace insípido. Las legumbres, las habas, la pasta de
harina, y el pan de cebada hastían al indolente, pero son las delicias del trabajador.
Una muchedumbre armada rodea tu casa, ¿y duermes? Ya escalan los muros, derriban
la cerca, irrumpen por el postigo. Si te sorprenden solo, ¿te crees más seguro acaso
que acompañado, desnudo en el lecho que armado en el campo? Desperézate,
empuña las armas y retorna hacia tus compañeros a quienes abandonaste en tu fuga.
De este modo, el mismo temor que te separó de ellos te volverá a unir. ¿Por qué
rehúsas el peso y la incomodidad de las armas, remilgado combatiente? Cuando
amenaza el adversario y vuelan las saetas no pesa el escudo ni se sienten la coraza y el
casco. Al que pasa de repente de la sombra al sol, de la ociosidad al trabajo, le resulta
pesado todo lo que empieza; pero cuando comienza a desasirse de lo anterior y se
acomoda lentamente a lo nuevo, el hábito elimina la dificultad y se vuelve fácil lo que
antes parecía imposible. También los más aguerridos soldados, al escuchar las
trompetas, suelen temblar antes del combate; pero cuando se inicia la batalla,
aumenta su valor con la esperanza de vencer
vencer y el temor de ser derrotados.
¿Por qué tiemblas tú, protegido con la unanimidad de tus Hermanos armados, si los
ángeles caminan junto a ti, si va por delante Cristo como caudillo de la guerra, diciendo
a los suyos para animarlos a vencer: ánimo que yo he he vencido al mundo? Si Cristo está
a nuestro favor, ¿quién podrá estar en contra? Puedes luchar seguro cuando estás
cierto de la victoria. ¡Qué seguridad luchar por Cristo y con Cristo! Ni herido en ella, ni
derrumbado, ni pisoteado, ni muerto mil veces, si si fuera posible, dejarías de vencer:
basta no huir. Lo único que puede echar a perder la victoria es la fuga. Huyendo puedes
perderla; muriendo, no; feliz si mueres luchando, porque muerto, te coronarán al
punto. Pero ay de ti si, declinando la batalla, pierdes
pierdes a la vez la victoria y el premio.
Ojalá, hijo amadísimo, lo evite aquel que en el juicio hará recaer sobre ti una
condenación más grave, debido a esta carta mía, si al final ve que no has sacado de ella
enmienda alguna.
Escríbenos…
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ISSN 2603-8714