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Jesús de Nazaret (VI): la divinización

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9 de diciembre de 2019

Jesús de Nazaret (1977). Imagen: ITC Films / RAI Radiotelevisione Italiana

(Viene de la quinta parte)

Los cobardes, los descreídos, los abominables, los asesinos, los lascivos, los magos, los
idólatras y los embusteros, todos ellos irán a un lago que arde con fuego y azufre. Esa será
su segunda muerte. (Libro del Apocalipsis).

La salvación

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En el Imperio romano, como en todas las naciones del mundo antiguo, la vida del
ciudadano humilde era muy dura. Las recompensas al trabajo, la honradez y la bondad
eran escasas. Muchos hombres y mujeres debían de sentir honda indefensión ante una
existencia miserable cuyas circunstancias no podían controlar, indefensión agravada por
la mentalidad politeísta que describía un universo amoral donde no importaba el destino
de un ser humano anónimo. No es que los romanos no creyesen en la existencia de dioses
bondadosos; los había, pero no eran los únicos dioses en los que creían. También había
dioses caprichosos e incluso malvados, así como demonios y demiurgos. En las esferas
celestes se libraba una guerra entre fuerzas divinas que no tenía en cuenta los intereses
del ser humano, cuya posición en la escala de la dignidad estaba solo por encima de la
posición de los animales. Todo esto aplastaba la autoestima de los sufridos habitantes de
la Tierra, quienes sentían una desesperada necesidad de protección.

Las religiones politeístas del antiguo Mediterráneo no eran mecanismos para la salvación
eterna, sino herramientas de autodefensa para la vida cotidiana. Se basaban en la
constante negociación: mediante ofrendas, sacrificios y ceremonias, las personas pedían
favores a los dioses esperando que estos se molestasen en responder otorgándoles cierto
grado de protección frente a los males del mundo. Ofrendas concretas para pedir favores
concretos. El ateísmo era casi inexistente y se daba por hecho que las divinidades, aunque
invisibles, no eran distantes y se ocupaban de manera activa en el funcionamiento de todo
lo que el universo contenía: el clima, los ciclos agrícolas, los nacimientos, la salud, etc.

Esta visión utilitaria de los dioses facilitaba cierto tipo de apertura religiosa pues cada
persona, en función de sus necesidades concretas, tenía derecho a elegir a qué dioses
realizar ofrendas. Los romanos del siglo I rezaban a los grandes dioses del panteón
olímpico, pero también a pequeñas divinidades locales y familiares, incluso a otras
procedentes de religiones extranjeras. Cualquier divinidad era válida si se le podía pedir
algo. El culto activo, el acto de realizar ofrendas y sacrificios, constituía el motor de la vida
religiosa. En el Imperio también formaba parte de la vida pública y política, aunque la
fusión entre religión y Estado era sobre todo ceremonial. En Roma, y en los politeísmos
en general, no había creencias homogéneas ni dogmas firmes. Tampoco había una
moralidad religiosa inmutables, pues la moral provenía sobre todo de la ética secular y de
conceptos cívicos y terrenales.

El judaísmo del siglo I era otro tipo de religión. Se suele hacer énfasis en su carácter
monoteísta como principal peculiaridad, aunque esto es una media verdad. Podría decirse
que el judaísmo era de carácter henoteísta, una monolatría; esto es, una religión en la que
se rendía culto a un único dios (Yahvé), pero donde se concedía la posibilidad de que
pudiesen existir otros dioses. El judaísmo prohibía adorar a otros dioses que no fuesen
Yahvé, pero no existía una posición única sobre la existencia o inexistencia de esos otros
dioses. Esto se debía a la preponderancia del cumplimiento de las leyes mosaicas, de la
moral, sobre la fe. El judaísmo, al contrario que los politeísmos, sí era una religión
dogmática y contenía un sólido cuerpo de normas morales de origen divino. Aunque los
israelitas realizaban sacrificios y ofrendas, no correspondían a un proceso de negociación,
sino al cumplimiento de un pacto que habían firmado con Yahvé. Un pacto con un
objetivo concreto: el establecimiento de un reino paradisíaco en Israel. Las leyes

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mosaicas, comunicadas por Yahvé a su pueblo elegido, conformaban la moral porque eran
la parte del trato que los israelitas debían cumplir para aspirar a ese prometido reino. Los
judíos debían cumplir aquellas leyes para hacerse merecedores del cumplimiento de las
profecías sobre el Reino de Dios. Nada de esto concernía a quienes no eran judíos, que
podían interesarse por estas cosas, pero no participar en ellas. Hasta que apareció Pablo
de Tarso en escena.

La buena noticia

Según la tradición, Pablo de Tarso se dedicaba a la confección de tiendas y artículos de


cuero. Si no fue esa su profesión, debió de ser una muy similar, artesanal o comercial, que
le permitía ponerse a trabajar por cuenta propia en cada ciudad a la que iba para predicar.
Se establecía con su negocio, como él mismo decía en sus cartas, para no suponerles una
carga a sus seguidores.

Pablo empezó a viajar por diversas ciudades del Imperio propagando la noticia de que el
dios de los judíos, Yahvé, acababa de intervenir de manera espectacular en los asuntos
terrestres. Había sucedido en aquella misma generación, en Palestina. Un enviado de
Yahvé, llamado Jesús de Nazaret, había prometido acoger en el futuro reino de Israel a
todos los que creyesen en su mensaje. A todos, no solo a los judíos. Esto contradecía lo
que defendían los seguidores originales de Jesús, pero estos se encontraban relativamente
aislados en Palestina y no tenían influencia sobre las afirmaciones que Pablo realizaba en
otros puntos del Imperio. Pablo insistía en que Jesús había obrado el mayor de los
milagros: regresar de la muerte. Sus seguidores habían encontrado vacío su sepulcro y
después Jesús se les había aparecido en visiones. El propio Pablo aseguraba haber visto a
Jesús resucitado también. Dado su celo misionero, es muy posible que de verdad creyese
haberlo visto.

Pablo no siempre tenía éxito. Trabajo debía de costarle hacer nuevos conversos.
Encontraba especiales dificultades a la hora de intentar convencer a los judíos en las
sinagogas porque, como vimos en partes anteriores, para los judíos carecía de sentido la
idea de un mesías crucificado. Solo los judíos que pertenecían al círculo más cercano de
Jesús y aquellos que como Pablo no fueron cercanos, pero sí tuvieron visiones, creían en
el carácter mesiánico de Jesús. Entre los gentiles Pablo consiguió más adhesiones. No
muchas, pero las suficientes como para crear pequeñas comunidades que perduraron y
prosperaron. El motivo de la conversión era simple: quien creía en las palabras de Pablo,
creía que la resurrección demostraba que Jesús era el enviado de un dios muy poderoso,
lo cual podía llamar la atención de cualquier romano. La gente no resucita. Y el balance de
poder, la comparación entre lo que unos dioses podían hacer y otros no, era un elemento
importante a la hora de decidir a cuáles rendir culto. Además, como los romanos paganos
no compartían la idea preconcebida que los judíos tenían sobre lo que debía ser el Mesías
—esto es, un rey triunfante—, pudieron aceptar que dicho Mesías hubiese sido crucificado.
Cierto, era una muerte vergonzosa a ojos de un romano, pero los propios romanos podían
entender que alguien con la pretensión de ser el «futuro rey de Israel» acabase clavado en
unos maderos. Así, los judíos centraban la mirada en la crucifixión y eso los volvía
escépticos hacia el mesianismo de Jesús; los paganos, en cambio, centraban la mirada en

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la resurrección como demostración de poder del dios que lo había enviado a la Tierra. Eso
explica la rápida implantación del cristianismo en pequeñas comunidades grecorromanas
y su posterior expansión, progresiva pero imparable, por todo el Imperio.

Jesús de Nazaret (1977). Imagen: ITC Films / RAI Radiotelevisione Italiana.

Los primeros seguidores de Jesús, incluido Pablo, no pensaban que Jesús ofrecía una
salvación que tendría lugar después de la muerte. La muerte es incierta y nadie sabía lo
que hay después. El mensaje de Jesús había sido otro: la salvación de sus seguidores iba a
ser un suceso físico y no exclusivamente espiritual. El Reino de Dios sería un reino
paradisíaco, pero terrenal, donde los justos vivirían por siempre. Según Jesús, iba a
suceder en aquella misma generación. Así pues, Jesús había resucitado, pero sus
seguidores no necesitarían resucitar porque nunca llegarían a morir. Esta idea no fue
desmentida por los primeros Evangelios, escritos cuando aún cabía la posibilidad de que
quedasen vivos algunos de los primeros discípulos de Jesús. En esos textos se recoge esta
idea cuando se narra que Jesús les dice a sus discípulos «no conoceréis la muerte antes de
que se cumplan estas cosas». En la década de los setenta del siglo I, la Parusía o segunda y
definitiva venida del Mesías era una esperanza todavía inmediata y tangible, algo que
debía suceder en pocos años. La perspectiva de librarse de la muerte y ser recompensado
con una vida plena y feliz en el reconstituido reino de Israel, el «Reino de Dios», se
convertía en un gran aliciente para reconocer a Jesús como un verdadero profeta. Y Pablo,
el apóstol o «mensajero» a quien conocían los grecorromanos, aseguraba que ese
reconocimiento de Jesús como enviado de Dios era requisito suficiente para formar parte
de su reino. No hacía falta ser judío ni cumplir con las leyes mosaicas.

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La segunda venida de Jesús, sin embargo, no se produjo. Las primeras generaciones de
seguidores empezaron a morir y el Mesías no había retornado para impedirlo: la promesa
de que «no conoceréis la muerte» había sido incumplida. Para los nuevos conversos, sin
embargo, esto no fue un problema insalvable. Su idea de un «Reino de Dios» era mucho
más flexible que la idea que habían tenido los cristianos judíos. Encontraban fácil
concebir una salvación posterior a la muerte. Los creyentes ya no habitarían un reino de
Israel paradisíaco y terrenal, sino otro reino igual de paradisíaco, o más, pero espiritual y
situado en alguna dimensión celestial. La modificación de la promesa contradecía el
mensaje evangélico original, pero no de manera flagrante. En el fondo, se seguía
prometiendo una vida eterna y feliz; eso era lo importante.

Otro aliciente para la conversión de paganos grecorromanos era el orden y armonía de la


teología judeocristiana tal y como era expresada en bellos escritos que no encontraban
parangón en las religiones politeístas. También, y sobre todo, un sistema moral con el que
manejarse en la vida cotidiana. Esto era algo que solo había ofrecido el judaísmo —al que
los romanos no podían convertirse con facilidad, como ya explicamos—, pero que no
estaba presente en las religiones politeístas, donde la confusión cosmogónica y teológica
impedía la formulación de preceptos duraderos. La moral romana era, sobre todo, una
ética cívica y terrenal. Pero a finales del siglo I ya estaba muy extendida la opinión de que
el Imperio había perdido su integridad moral. En el recuerdo permanecían los ecos de la
Roma de los inicios, cuando la ciudad había heredado valores sencillos y honestos propios
del entorno agrario. Esta nostalgia de un pasado más decente circulaba desde los
estertores de la República, pero fue agudizada en el siglo I por la inestabilidad política y el
negro historial de algunos emperadores. Hoy los historiadores afirman que no todo lo que
se contaba sobre aquellos emperadores tenía por qué ser cierto, pero muchos romanos de
entonces sí creían las peores habladurías. De Tiberio se decía que en su retiro se había
entregado a toda clase de aberraciones sexuales, incluidas prácticas sadomasoquistas y
pederastia. De Calígula se decía que practicaba el incesto, cometía asesinatos y otras
cosas terribles, algunas de las cuales, para colmo, resultaron innegables incluso para sus
antiguos partidarios porque ellos mismos habían sido testigos de ellas. Ambos
emperadores habían muerto asesinados. Otros emperadores se suicidaron o fueron
depuestos mediante la fuerza, como Nerón. La incertidumbre política se sumaba a la
incertidumbre vital.

La figura de Jesús, aunque todavía generaba un culto minoritario, ofrecía una salida.
Primero, ofrecía la posibilidad de adoptar ese sistema moral que los romanos siempre
habían visto como superior, el judío, pero sin la necesidad de circuncidarse ni de cumplir
sus más fastidiosas normas. De hecho, y siguiendo el ejemplo de Pablo, los cristianos
podían despojar al judaísmo de todo aquello que no les gustaba para adaptarlo a su propia
mentalidad. El neojudaísmo de Pablo se convirtió en pseudojudaísmo y más tarde en una
secta tan diferenciada ya no podía ser considerada una secta judía. El título de Mesías, el
«ungido», fue traducido al término griego equivalente Χριστός (Xristós) y después al latín
Christus. Los seguidores de Jesús el Cristo empezaron a ser conocidos como «cristianos»,
cuyo significado literal es «seguidores del Mesías».

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Como contrapartida a este abandono de ciertas leyes judías, se empezó a endurecer un
aspecto: el del castigo. Los judíos no creían en el infierno o, más bien, albergaban
conceptos difusos sobre un inframundo común para justos y pecadores, el Sheol, o sobre
una especie de purgatorio punitivo, el Gehena. Pero no eran elementos centrales de su
religión, pues no existía una idea unitaria sobre la otra vida. No era el castigo tras la
muerte lo que más les preocupaba, sino el castigo en vida, pues en la Biblia hebrea Dios
suele aplicar su castigo en la esfera terrenal (incluyendo, cosa no desdeñable, los propios
castigos religiosos aplicados por las autoridades). Jesús no había insistido en los castigos
terrenales. Los cristianos, no obstante, tardaron poco en idear castigos aterradores y
eternos en el infierno. Si la salvación se había vuelto fácil, pues bastaba la fe, también fácil
se volvería la condenación eterna ganada por la falta de fe. El concepto de infierno se
haría más sólido al mismo tiempo que otro concepto nuevo: la idea de que Jesús era Dios.

De Jesús el hombre a Jesús el dios

Jesús de Nazaret (1977). Imagen: ITC Films / RAI Radiotelevisione Italiana.

En el mundo antiguo no existía una frontera clara entre lo humano y lo divino, no había
un abismo abrupto, sino toda una escala de diferentes gradaciones de divinidad. Un ser
podía ser divino en su totalidad, divino a medias, o ser humano con unas trazas de
divinidad.

Había dioses inaccesibles, inmateriales o misteriosos, pero lo divino también podía


manifestarse en dioses intermedios, ángeles, demiurgos, demonios y espíritus de toda
índole. Algunos seres divinos descendían a la esfera terrenal; era la encarnación que les
permitía cumplir determinadas misiones o satisfacer ciertos caprichos. Si, por ejemplo, un
dios se encaprichaba de una mujer humana y se encarnaba en cuerpo terrenal para

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mantener relaciones sexuales con ella, el hijo engendrado por ambos sería un semidiós a
medio camino entre lo humano y lo divino. Un semidiós también podía nacer de una
madre virgen a la que un ser divino hubiese impregnado sin acto sexual, mito que se le
aplicaría a Jesús en los Evangelios de Mateo y Lucas.

El proceso inverso a la encarnación era la exaltación. Un ser humano era elevado a la


categoría de dios en atención a circunstancias o cualidades extraordinarias. Se podía
divinizar a reyes, faraones y emperadores, así como a profetas y otros personajes
importantes. Otras personas podían ser exaltadas debido a su inteligencia, su sabiduría,
su valentía, su belleza o alguna otra cualidad. Todo esto variaba según culturas y épocas,
pero la ausencia de una frontera delimitada entre lo humano y lo divino era común en
todas las mitologías, incluso en la israelita. El que un individuo humano tuviese una
faceta divina no lo convertía siempre en el equivalente de un dios. Sí le concedía una
dignidad superior o poderes extraordinarios. El Mesías que esperaban los judíos no era
una encarnación de Yahvé, sino un enviado humano cuya faceta divina podía manifestarse
en su visión profética y la capacidad para realizar actos prodigiosos. De hecho, en el siglo I
no solamente esperaban los judíos que el Mesías fuese humano, sino que debía descender
de una estirpe humana concreta que se remontaba mil años hasta el rey David. Por
supuesto, también se esperaba que su parte divina lo hiciese capaz de cumplir con las
grandiosas profecías bíblicas; esa parte divina se la concedería Yahvé a modo de arma o
herramienta para cumplir sus fines. Pero el Mesías no era Dios, esa idea no hubiese tenido
sentido para los judíos.

Los cristianos grecorromanos se basaban en las escrituras de la Biblia judía, pero las
interpretaban de otra manera, ayudados por la creciente circulación de textos nuevos que
reinterpretaban esa mitología judía desde una perspectiva más acorde con su mentalidad.
Eso sí, los cristianos todavía no concebían usar la cruz como símbolo, porque hubiese sido
como usar una bala para rendir homenaje a Martin Luther King. La cruz solo tenía
sentido como símbolo conceptual en los textos teológicos, pero no como signo visible que
emplear en la vida cotidiana, donde se hubiese considerado una exhibición de muy mal
gusto (la cruz como símbolo visible solo se haría omnipresente después de que el imperio
aboliese la crucifixión). Los cristianos primitivos preferían otras maneras de referirse a
Jesús. Como el famoso pez, pues es sabido que la palabra «pez» en griego, ΙΧΘΥΣ, servía
como anagrama de Ἰησοῦς Χριστός Θεοῦ Υἱός Σωτήρ, «Jesús el Mesías, hijo de Dios y
salvador». Esto no se hacía al principio, por cierto, como una manera de ocultarse porque
el cristianismo estuviese proscrito, pues las persecuciones generalizadas tardarían tiempo
en llegar.

La rápida divinización de Jesús tenía sentido en el mundo grecorromano. Se hacía


continuamente con personas ilustres. Aunque no todos los cristianos lo divinizaban por
igual, división que se percibe en los cuatro Evangelios que contiene el Nuevo Testamento.
En Marcos, Jesús es un Mesías humano, aunque dotado por Yahvé con capacidades
sobrenaturales (capacidades procedentes de la divinidad y por tanto, en cierto modo,
rasgos de divinidad en sí mismas). En Mateo y Lucas, Jesús es más parecido a un
semidiós, incluyendo la virginidad de su madre y otros prodigios relacionados con el
nacimiento. En Juan, Jesús es ya una encarnación divina con todas las letras. Estos

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cuatro Evangelios fueron escritos en el transcurso de una o dos décadas, lo cual da idea de
la rapidez con que cambiaban las ideas según eran interpretadas por cada comunidad o
autor. Hubo otros Evangelios y textos cristianos que se quedaron fuera del Nuevo
Testamento, pero que ofrecían versiones muy diferentes del grado de divinidad atribuible
a Jesús.

Al final, cuando la Iglesia se centralizó, se impuso la versión de que Jesús era una
encarnación de Yahvé, pero hubo muchas otras ideas que tuvieron popularidad en épocas
y regiones concretas. Los debates (como los que tuvieron lugar en el Concilio de Nicea
sobre si Jesús estaba subordinado a Dios o si era un igual a Dios o si era Dios mismo)
fueron cerrados con el tiempo más por efecto de ejercicios de autoridad que de una
verdadera demostración incontestable en el campo de la teología. La idea victoriosa fue la
de que Jesús es un igual a Dios y no un subordinado de Dios. Quienes discrepaban, como
los arrianistas o los marcionitas, tenían sus buenos motivos para no estar de acuerdo. Por
ejemplo, el concepto de la Trinidad era tan incomprensible que muchos cristianos lo
rechazaban de manera abierta por considerarlo absurdo. La mera identificación de Jesús
con Yahvé presentaba muchos problemas de índole lógica e intelectual. Por eso, aunque la
divinización de Jesús comenzó de manera temprana, durante siglos hubo muchos
cristianos que no quedaron convencidos por lo que hoy consideramos la ortodoxia. Hasta
que los discrepantes fueron perseguidos como herejes, esas herejías fueron, de hecho, la
ortodoxia en determinados ámbitos geográficos y temporales.

La idea de que Jesús fuese Dios era discutida, pero poderosa desde el punto de vista
mitológico. En especial porque los cristianos empezaron no solo a abandonar el culto a
otros dioses, sino a convertir la fe, la creencia en Jesús, en una virtud principal. Como tal
virtud principal, esa creencia en Jesús no solo condujo a su identificación con Dios, sino
que empezó a requerir exclusividad, llevando al rechazo de la noción de que pudiese haber
otros dioses. Sin embargo, como sucedía en el judaísmo, el cristianismo tenía (y aún
tiene) mucho de henoteísmo. Figuras como los ángeles, los santos o la propia Virgen
María se encuentran en estadios intermedios de la escala de divinidad y la barrera
infranqueable entre lo divino y lo humano existía más en la mente de los cristianos que en
sus prácticas religiosas. Aún hoy se le ofrecen sacrificios a santos y vírgenes para pedir
favores o la intercesión ante Dios, reconociendo que esas figuras ocupan un lugar
intermedio entre la esfera humana y el Dios supremo, pero habiéndoles retirado la
divinidad más de manera nominal que conceptual. Incluso Satanás es un ente que, en lo
funcional, pertenece a la esfera divina, aunque de manera nominal no se lo considere una
divinidad. El monoteísmo cristiano es, como poco, ambiguo. Y el obstáculo para que el
cristianismo admitiese ser una monolatría plagada de divinidades intermedias era la
concepción del universo como una monarquía absoluta. Si Jesús-Dios reinaba sobre toda
la Creación, nada podía escapar a sus designios. Todos los mecanismos de lo natural y lo
sobrenatural, antes repartidos entre un sinnúmero de dioses que los manejaban según
intereses dispares, estaban ahora bajo el mando único de Jesús-Dios. Las contradicciones,
como la creencia en elementos angelicales o diabólicos que ejercían sus propias acciones
sobre partes del universo, eran resueltas con piruetas teológicas o simplemente
nominales.

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La divinización de Jesús también condujo a una visión más esclerótica y dogmática de su
biografía. Jesús ya no podía compartir los pecados e imperfecciones propias de los seres
humanos. Cabe aclarar que no es cierto que se ocultasen supuestos hechos biográficos
como que Jesús estuviese casado o tuviese hijos, ya que no hay rastro de esos hechos ni
siquiera en la tradición más temprana. Pero sí pasó a considerarse blasfema, por ejemplo,
la mera insinuación de que Jesús hubiese podido tener una vida sexual o por lo menos un
interés en el sexo como se le presupone a casi cualquier persona. Un Jesús divinizado
debía estar libre de todo pecado, incluyendo el pecado original. Se asumió una biografía
tradicional que era una combinación de los cuatro Evangelios canonizados —pese a que
estos se contradicen entre sí numerosas veces— y ciertas presunciones teológicas. La
figura de Jesús, tan distinta según el Evangelio que se lea (en especial si se compara
Marcos con Juan), fue reinventada según las necesidades de cada época y grupo concreto.
Durante más de mil quinientos años, el análisis de los textos evangélicos se limitó a lo
teológico. Esos textos no serían tratados desde una perspectiva histórica y crítica hasta el
siglo XVIII, cuando se empezó a pensar que quizá la información tradicional sobre Jesús
no era fiable. Este enfoque, claro, había sido impensable durante los largos siglos en que
nadie podía osar poner en duda la ortodoxia de Jesús como Dios.

(Continuará)

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