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Desde mi infancia misma, el solo nombre de los reyes holgazanes y de los

mayordomos de palacio me causaba tristeza cuando se pronunciaba en mi presencia.


Pero hay que imaginarse el estado de las cosas: unas agitaciones terribles por todo el
reino antes y después de mi mayoría de edad; una guerra exterior, en la que tales
turbulencias domésticas habían hecho perder a Francia mil y mil ventajas; un príncipe
de mi sangre y que llevaba un gran nombre, a la cabeza de los enemigos; muchas
cábalas en el Estado; los parlamentos en posesión todavía y con el gusto de una
autoridad usurpada; en mi corte muy poca fidelidad sin interés, y con ello mis súbditos
más sumisos en apariencia, la mitad a mi cargo y la otra mitad más de temer para mí
que los más rebeldes; un ministro [Mazarino] restablecido a pesar de tantas facciones,
muy hábil, muy diestro, que me amaba y a quien yo amaba, que me había prestado
grandes servicios, pero cuyos pensamientos y maneras eran naturalmente muy distintos
de los míos, al que yo no podía sin embargo contradecir ni quitarle la menor parte de su
crédito sin suscitar quizá de nuevo contra él, por esta imaginaria aunque falsa desgracia,
las mismas tempestades que tanto trabajo había costado calmar; yo mismo, bastante
joven todavía, mayor realmente que los demás reyes, cuyas mayorías de edad han
adelantado las leyes del Estado para evitar mayores males, pero no de aquella en que los
simples particulares comienzan a gobernar libremente sus negocios; y que no conocía
enteramente más que la magnitud de la carga sin haber podido hasta entonces conocer
bien mis propias fuerzas; prefería, sin duda, en mi corazón, a toda cosa y a la vida
misma, una alta reputación si la podía adquirir, pero comprendía al mismo tiempo que
mis primeros pasos o echarían sus cimientos, o me harían perder para siempre hasta la
esperanza, y me encontraba de esta suerte apremiado y retrasado casi por igual en mi
designio por un solo deseo de gloria.
No dejaba, sin embargo, de probar mis fuerzas en secreto y sin confidente,
razonando solo y para mi mismo sobre todos los hechos que se presentaban, lleno de
esperanza y de alegría cuando descubría en ocasiones que mis primeros pensamientos
eran aquellos a que llegaban al fin los hombres hábiles y consumados, y persuadido en
el fondo de que había sido puesto y conservado sobre el trono con una pasión tan grande
de obrar bien privándome de encontrar los medios. En fin, habiendo transcurrido
algunos años de este modo, la paz general, mi matrimonio, la mayor firmeza de mi
autoridad y la muerte del cardenal Mazarino, me obligaron a no diferir más lo que
deseaba y temía a la vez desde hacía tiempo.

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Comencé a pasear la mirada por todas las diversas partes del Estado, y no con
ojos indiferentes, sino con ojos de amo, sensiblemente impresionado de no ver una que
no me invitara y me apremiara a poner en ella la mano; pero observando con cuidado lo
que la razón y la disposición de las cosas me podían permitir.

Luis XIV, Memorias

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