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¿Por qué Alejandro Magno fue el primer monarca universal?

GUERRA Y DIPLOMACIA

La unidad territorial del imperio del famoso macedonio desapareció a su muerte, pero había
ideado una fórmula de gobierno que muchos iban a querer copiar en el futuro

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Reconstrucción de mediados del siglo XIX del cortejo fúnebre de Alejandro Magno. Terceros

Julián Elliot

09/10/2019 12:45Actualizado a 31/12/2021 12:49

Los dominios de Alejandro se extendían por tres continentes. En Europa poseía Macedonia, Grecia
y Tracia. En África, la Cirenaica y Egipto. Asia también le pertenecía, desde la Jonia helena, en el
oeste, hasta el Punjab, en el norte de India. Pero este imperio universal se desmoronó nada más
morir el conquistador.

Los generales que lo sucedieron, los diádocos, lo despedazaron como una jauría. Sin embargo, con
sus prolongadas guerras solo modificaron el mapa político, no el patrimonio alejandrino. La huella
de este se mantuvo durante tres siglos pese a la breve existencia de su artífice.

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Únicamente el ascenso de Roma como potencia hegemónica internacional cerró este capítulo
cosmopolita de la Antigüedad. Y aun así, la ciudad de los césares no acabó con el legado de
Alejandro, sino que le dio un nuevo impulso. Permitió su supervivencia al integrarlo en el seno de
su propia síntesis cultural.

Los sucesores

Todavía estaba caliente el cadáver de Alejandro Magno cuando en Babilonia, la ciudad de su


muerte, se convocó una cumbre de estado. El monarca no había nombrado heredero, por lo que
sus lugartenientes, en la tradición macedonia de los colegios electorales, se dispusieron a decidir
su sucesor. Cada general tenía una postura respecto a cómo resolver la crisis.
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Carro ceremonial con los restos de Alejandro Magno

Ya se vio en este primer consejo que las discrepancias, inamovibles, acabarían zanjándose por las
armas. Lo que siguió fue una orgía de sangre. Batallas campales, asesinatos palaciegos, secuestros,
intrigas. Un caos profundo y mucha muerte. Cayeron inocentes como Alejandro IV, el hijo de
Roxana, de trece años, la propia Roxana y también Olimpíade, la madre del rey guerrero.

Al frente de las monarquías estaban los diádocos, fieles amigos de Alejandro, y también enemigos
recalcitrantes

No corrió mejor suerte la otra viuda de Alejandro Magno, Estatira, la última princesa aqueménida
y una de las primeras víctimas del caos sucesorio. Cuando acabó el conflicto, la familia del
soberano había sido exterminada. No quedaba nadie del linaje de Alejandro. Cinco reinos habían
surgido de su gran imperio.

Al frente de estas monarquías estaban los diádocos, los sucesores, viejos y fieles amigos de
Alejandro, como Ptolomeo en Egipto, pero también enemigos recalcitrantes, como el rencoroso
Casandro. Este se adueñó de Macedonia sin importar que fuera el asesino de Olimpíade, de
Roxana, del pequeño Alejandro IV y tal vez incluso de su padre, el legendario conquistador.

El rey del mundo

Pero la división política alteró la forma del Imperio, no su esencia. Alejandro había sentado un
precedente: llevó a la práctica el concepto de una monarquía universal. Tuvo antecesores en ello,
muy recientes: los emperadores persas de la dinastía aqueménida. Sin embargo, nadie salvo el
Magno había unido Oriente y Occidente bajo un mismo cetro.

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Busto de Alejandro Magno. Dominio público

Fue el único rey del mundo hasta la irrupción de Augusto en Roma tres siglos después. Detrás de
este ambicioso proyecto había una base filosófica. No de su tutor Aristóteles, que consideraba
bárbaro todo lo que no fuera griego, sino de Platón y Empédocles, defensores respectivos de un
gobierno sustentado en la virtud de los más aptos y de una ley común para la humanidad.
Al principio de la conquista, Alejandro delegaba funciones en sus compañeros macedonios. Pero
una vez asegurada la ocupación de Persia –el núcleo duro de su poder– comenzó a designar o a
mantener en altos cargos a administradores locales, siempre que fueran leales y trabajaran con
rectitud y eficiencia.

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Alejandro Magno en la batalla contra los persas en Granico, en la que se enfrentó a Memnón de
Rodas.

Era el modelo aqueménida: a la cabeza de la pirámide el rey de reyes, luego sus allegados –en el
caso de Alejandro, los más capaces, no la aristocracia– y después una amplia red burocrática de
procedencia diversa: macedonia, helena, irania, mesopotámica, egipcia, india...

En pos de la unidad

Esta participación de las naciones sometidas en el gobierno no gustó nada entre los griegos
tradicionalistas, xenófobos. Tampoco les agradó que Alejandro adoptara costumbres orientales,
como la postración ante su persona, o que mezclara en su atuendo macedónico elementos de la
realeza persa, como la diadema y la túnica de rayas blancas. No comprendían el genio diplomático
de un hombre adelantado a su tiempo.

Algunas historias eran urdidas, con espíritu difamatorio, en Pella, Atenas y demás avisperos de sus
adversarios

El hijo de Filipo ya no regía sobre un país periférico de la Hélade, sino sobre el conjunto del mundo
conocido. La máxima expresión de su avanzada política de fusión fueron las llamadas bodas de
Susa, celebradas en 324 a. C. En ellas, Alejandro contrajo matrimonio con Estatira, la hija del
último soberano aqueménida, y casó a la hermana de esta, Dripetis, con Hefestión, su mano
derecha.

Hizo lo mismo con sus decenas de comandantes y las nobles persas, así como con miles de
veteranos macedonios y sus novias de campaña. Buscaba propiciar un entendimiento intercultural
para su trono universal, y qué mejor símbolo de concordia que unas nupcias colectivas.

La mitificación del héroe


Acontecimientos espectaculares como este, la difusión de sus hazañas bélicas o la fama de su
generosidad fomentaron el nacimiento de innumerables leyendas sobre Alejandro. Proliferaban a
su paso espontáneamente, como las que terminarían convirtiéndolo en el protagonista de
aventuras sobrehumanas en los folclores asiático, africano y europeo.

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Roxana y su hijo Alejandro IV de Macedonia serían asesinados años después de la muerte del
Magno. Terceros

Otras historias eran urdidas a conciencia, con erudición y espíritu difamatorio, en Pella, Atenas y
demás avisperos de sus adversarios. Estas últimas perfilaron la decadente caricatura que aún hoy
asoma en ciertos textos: el tirano engreído, pendenciero y borrachín.

Ambas mitologías, la admirativa y la despectiva, constituyen otro aspecto del legado alejandrino,
el literario. Un tema recurrente de este, la apoteosis del héroe (históricamente la presunta
deificación en el santuario desértico de Siwa en 331 a. C.), también incidió en la posteridad. En el
terreno político, confirió a Alejandro una autoridad total sobre pueblos favorables a la divinidad
del soberano, como el egipcio o, en menor grado, el persa.

El culto a los césares romanos, la influencia de Carlomagno sobre la Iglesia o las monarquías
absolutistas ya en la Edad Moderna tuvieron un referente de prestigio en esta faceta del gran
macedonio.

Un nombre de piedra

Otro modo en que perduró la impronta de Alejandro fue a través de la fundación de ciudades. La
carne se corrompe, la piedra, menos. A sabiendas de ello, el hijo de Filipo, ansioso de fama
imperecedera, sembró decenas de centros urbanos desde el Nilo hasta al Indo. Plutarco calculó
unos setenta.

Casi todos los asentamientos que estableció llevaban el nombre de Alejandría, forma eficaz de
inmortalizarse

Fueran tantos o no, el rey del mundo fue uno de los mandatarios de la Antigüedad más dinámicos
en este sentido. Casi todos los asentamientos que estableció –además de mejorar otros
existentes– recibieron el nombre de Alejandría. Era una manera sencilla y eficaz de inmortalizarse.

La Alejandría más importante fue la de Egipto, célebre por su biblioteca y su faro, pero también
recuerdan al monarca la Iskenderun de Turquía o la Kandahar de Afganistán, entre otras. Son las
arcaicas Alejandrías de Issos y de Aracosia. Sus apelativos actuales derivan de Iskandar, Alejandro
en persa y en árabe.

Helenismo, síntesis universal

Estas ciudades nuevas y las de fundación anterior, unidas en un mismo dominio, fueron los
principales focos de irradiación del fenómeno conocido como helenismo. El señorío de Alejandro
abarcaba las civilizaciones griega, persa, mesopotámica, fenicia, hebrea y egipcia, entre otras.

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