Está en la página 1de 6

Compartir este momento, como cada nuevo 24 de marzo, entiendo que debe

permitirnos a todos (sin ningún tipo de distinción) una profunda reflexión.

Una reflexión que nos permita comprender la magnitud de esta tragedia, la


magnitud de HECHOS que son de difícil comprensión desde cualquier escala
humana y humanitaria.

Tenemos una cifra que es un indicador del alcance terrorismo de Estado,


como lo son los 30 mil desaparecidos, los más de 550 Centros Clandestinos
de Detención, algunos creados antes del golpe militar. Como lo son también
los más de 1.000 represores y genocidas condenados desde la recuperación
de la democracia. Como también lo es tener Madres que aún buscan a sus
hijos, Abuelas que siguen recuperando y encontrando nietos, hijos y familias
que siguen su vida con una herida abierta…

La madrugada de aquel miércoles 24 de marzo de 1976 la Junta Militar


conformada por los comandantes de las tres armas: Ejército, Marina y
Aeronáutica, interrumpía el mandato constitucional de la entonces presidenta
María Estela Martínez de Perón y daba inicio, así, al sexto gobierno de facto
en la corta historia democrática de nuestro país.

En una de sus primeras acciones, la Junta Militar de Videla, Massera y Agosti,


sin pelos en la lengua, afirmaba asumir la conducción del Estado como parte
de “una decisión por la Patria”, “en cumplimiento de una obligación
irrenunciable”, buscando la “recuperación del ser nacional” y convocando al
conjunto de la población a ser parte de esta nueva etapa en la que había “un
puesto de lucha para cada ciudadano”.

La búsqueda de “orden” se comenzó a instrumentar con un feroz


disciplinamiento en un contexto de creciente movilización social y política. Los
militares se proponían llevar adelante un “Proceso de Reorganización
Nacional” que abarcaba al conjunto de la sociedad en el plano político,
económico, social y cultural.

Entre sus primeras medidas, la Junta instaló el Estado de sitio; consideró


objetivos militares a todos los lugares de trabajo y producción; removió los
poderes ejecutivos y legislativos, nacionales y provinciales; cesó en sus
funciones a todas las autoridades federales y provinciales como así también a
las municipales y las Cortes de Justicia nacionales y provinciales; declaró en
comisión a todos los jueces; suspendió la actividad de los partidos políticos,
intervino los sindicatos y las confederaciones obreras y empresarias; prohibió
el derecho a huelga; anuló los convenios colectivos de trabajo; instaló la pena
de muerte para los delitos de orden público e impuso una férrea censura de
prensa, entre otras medidas.

Como sabemos, este proyecto de disciplinamiento y “reorganización” de la


sociedad durante la dictadura no sólo se concentró en la persecución, la
represión y la desaparición de los cuerpos.

Ese accionar represivo también implicó la desaparición de los bienes


culturales y simbólicos. Porque así como la dictadura creó y mantuvo
operativos cientos de centros clandestinos de detención para alcanzar el
exterminio de sus detractores y de cualquier amenaza, en paralelo, llevó
adelante una política cultural de alcance nacional. Este proyecto comprendía
una verdadera estrategia de control, censura, represión y silenciamiento a la
producción cultural, educativa y comunicacional.

De hecho, en el Comunicado N° 19 del mismo 24 de marzo de 1976 había


quedado plasmada la intención de controlar y suprimir la libertad de
expresión. “La pena de reclusión por tiempo indeterminado quedaba
establecida para todo aquel que, por cualquier medio, “difundiere, divulgare o
propagare comunicados o imágenes provenientes o atribuidas a asociaciones
ilícitas o personas o grupos notoriamente dedicados a actividades
subversivas o al terrorismo” era una de las advertencias que se
complementaba con los consejos de la Secretaría de Prensa y Difusión sobre
QUÉ decir y CÓMO decirlo.

No debemos pasar por alto que en el ejercicio del poder, las tres armas se
repartieron el control de los distintos canales de TV, las radios estatales y que
en pos de cumplir con sus objetivos en la denominada “lucha antisubversiva”
la dictadura se encargó de perseguir a algunos medios, incluso, llegó intervir,
expropiar y clausurar diarios y revistas cuando no podía prosperar la
“cooperación” que sí de hizo efectiva entre el periodismo, los principales
medios del país y el gobierno militar. Según datos de la Unión de
Trabajadores de Prensa de Buenos Aires (UTPBA) 80 trabajadores de prensa
fueron desaparecidos.

Para que tomemos dimensión de este ataque represivo sobre la cultura,


rápidamente, podemos citar:
No solo la prohibición y/o censura de libros, incluso libros infantiles. También
la destrucción material y quema de libros: como las llevadas adelante en el
Regimiento de Infantería Aerotransportada 14 del Comando del Tercer
Cuerpo del Ejército; o los 80 mil libros de la Biblioteca Constancio Vigil
incinerados en 1977 por la policía de Santa Fe; o las 24 toneladas de la
colección del Centro Editor de América Latina o la desaparición de 90 mil
libros de la Editorial EUDEBA.

La persecución y desaparición de escritores, periodistas e intelectuales como


Héctor Germán Oesterheld, Rodolfo Walsh, Francisco Urondo, Haroldo Conti,
Roberto Santoro, Miguel Ángel Bustos, Susana Lugones. Y otros tantos
empujados al exilio o encarcelados: Antonio Di Benedetto, Ismael y David
Viñas, Osvaldo Bayer, Nicolás Casullo, Juan Gelman, Leonidas Lamborghini,
entre otros.

Hoy conmemoramos un nuevo Día por la Memoria, la Verdad y la Justicia.


Hoy, como integrantes de esta comunidad educativa, como estudiantes y
educadores, tenemos el desafío de revisar este pasado y no mantenernos
indiferentes.

En lo que hace al terreno de la cultura y la comunicación, tenemos la


oportunidad de ayudar a construir desde nuestras propias miradas una
interpretación mayor de mucho de lo ocurrido hace ya 46 años. Esa puede
resultar una tarea fundamental en pos de construir una escuela más inclusiva,
más abierta, donde quepan las nuevas formas de expresión de los jóvenes.
Una escuela más participativa, una escuela que sea una oportunidad para
construir un espacio de encuentro, un espacio de intercambio y valoración de
lo que hacemos, lo que nos gusta, lo que decimos de nosotros, lo que nos
define y nos fortalece para forjar una identidad común como pueblo.

***
La alumna …………………………. comparte con nosotros la lectura de
un fragmento de la novela “La casa de los conejos”, escrita por Laura
Alcoba.

Se trata de la historia autobiográfica de una niña que a los siete años, y


tras el golpe de estado en Argentina, se vio obligada a vivir en la
clandestinidad mientras su padre montonero estaba preso.

FRAGMENTO:

Del altillo secreto que hay en el cielorraso no voy a decir nada,


prometido. Ni a los hombres que pueden venir y hacer preguntas, ni
siquiera a los abuelos.

Mi padre y mi madre esconden ahí arriba periódicos y armas, pero yo no


debo decir nada. La gente no sabe que a nosotros, sólo a nosotros, nos
han forzado a entrar en guerra. No lo entenderían. No por el momento,
al menos.

Mamá me contó de un niño que había visto el escondite que sus padres
camuflaban detrás de un cuadro. Pero los padres se habían olvidado de
explicarle hasta qué punto es importante callar. Era un niño muy
pequeño, que apenas sabía hablar. Seguramente, habrían creído que
no era necesario, que él no podía decir nada a nadie o que, de todas
maneras, no podría comprender sus advertencias.

Cuando los hombres de la policía llegaron a la casa, revolvieron todo, y


no encontraron nada. Ni una sola arma, ni el periódico de la
organización, ni siquiera un libro prohibido. ¡Y eso que hay muchos,
muchísimos libros en su lista...! Nada de lo que veían en aquella casa
podía considerarse “subversivo”. Y es que a nadie de aquella “patota” se
le había ocurrido, claro, mirar detrás del cuadro.

Cuando ya estaban por salir, casi en el umbral de la puerta de calle, uno


de ellos volvió sobre sus pasos. De pronto se había dado cuenta de que
durante toda la requisa, el niño aquel, ese bebé que sabía apenas unas
pocas palabras, había señalado el cuadro con el dedo, diciendo a media
lengua ¡Ahí! ¡Ahí! El hombre descolgó el cuadro. Todos están presos
ahora, por culpa del niño que apenas sabía hablar.

Pero mi caso, claro, es totalmente diferente. Yo ya soy grande, tengo


siete años pero todo el mundo dice que hablo y razono como una
persona mayor. Los hace reír que sepa el nombre de Firmenich, el jefe
de los Montoneros, e incluso la letra de la marcha de la Juventud
Peronista, de memoria. A mí ya me explicaron todo. Yo he comprendido
y voy a obedecer. No voy a decir nada. Ni aunque vengan también a
casa y me hagan daño. Ni aunque me retuerzan el brazo o me quemen
con la plancha. Ni aunque me claven clavitos en las rodillas. Yo, yo he
comprendido hasta qué punto callar es importante.

[...]

Hay tanta gente en la Plaza Moreno, frente a la casa de mi abuela.

Gente que pasea, un hombre que lee el diario en un banco, novios que
se han tendido sobre el césped para abrazarse y acariciarse como si
tuvieran todo el tiempo del mundo, y, por supuesto, muchos niños.

Lo mismo da: nosotros continuamos alertas. Vamos a casa de Carlitos,


mi abuela y yo, cuando ya casi es de noche. Nos detenemos varias
veces por el camino, para ver si alguien nos sigue. No es más que una
cuestión de rutina.

Casi siempre, soy yo la que se vuelve a mirar hacia atrás. Resulta más
natural que un niño pare, dé media vuelta y desande sus propios pasos;
en un adulto, en cambio, este comportamiento podría considerarse
sospechoso, signo de una inquietud que nos pondría en peligro de
llamar la atención. Por mi parte, aprendí a disimular estos actos de
prudencia bajo la apariencia de un juego. Me adelanto encadenando
tres saltitos, luego entrechoco las palmas y me doy vuelta de pronto,
saltando con los pies juntos. Entre la casa de mi abuela y la de su
hermano Carlitos, tengo tiempo de hacerlo unas diez veces,
comprobando, así, que nadie nos ha descubierto y nos persigue.
Si algo me resulta sospechoso, se lo digo al adulto que me acompaña.
Entonces nos paramos frente a alguna vidriera, o fingimos habernos
equivocado de camino, tratando de entender de qué se trata.

Hoy, las cosas no son como habitualmente. Mi abuela me comunica que


mi madre acaba de llamar por teléfono. Esta noche no iremos a casa de
Carlitos. Mi padre ha caído preso una vez más. Deberé quedarme en
casa de mis abuelos hasta que mi madre dé noticias. Ella dijo que
volvería a llamar, sí. Pero ¿cuándo?

También podría gustarte