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Prácticas Profesionalizantes

Prof: Bisbal Omar


Apuntes de Cátedra

Sistemas

Resumen
Un sistema es un conjunto de partes interrelacionadas que percibimos como un todo.
Esta sistemicidad surge como una característica abstracta de las interrelaciones que
percibimos cuando interactuamos con sus partes. Por lo tanto, un sistema, en sentido
estricto, no corresponde a algo que está allá y afuera, independiente de quien lo describe.
Existen diferentes tipos de sistemas. Aun cuando todos los sistemas dependen del
observador, algunos de ellos están arraigados en realidades compartidas que nos
permiten describirlos como si tuvieran una realidad ontológica per se; otros son
herramientas intelectuales (epistemológicas) que nos permiten comprender situaciones
existentes y nos dan la posibilidad de explorar otras nuevas. En este orden de ideas,
decimos que experimentamos y hablamos acerca de sistemas pero no nos topamos con
ellos allá afuera. Por el contrario, los traemos a colación (es decir empiezan a existir)
cuando los nombramos. Los sistemas permiten encadenar eventos en el tiempo, lo que
nos ayuda a observar totalidades en términos espaciales y temporales; esto nos facilita
ver los patrones de sus relaciones y los procesos que conforman. En pocas palabras, los
sistemas nos ayudan a evitar una fragmentación innecesaria en nuestras apreciaciones.
Desde una perspectiva ética, el pensamiento de sistemas nos permite hacer la conexión
entre eventos distantes y observar las consecuencias no obvias y no intencionales de
nuestras acciones.
Etimológicamente, sistema es una palabra cuya raíz griega significa un todo organizado
(del latín systēma, y del griego σύστημα). Esta raíz sugiere que, originalmente, la palabra
se usó para indicar un proceso de integración o adición de cosas para producir una
especie de síntesis. Sin embargo, su uso corriente es mucho más amplio. Se ha
convertido en una palabra de moda que se usa para referirse de forma abreviada a todo
conjunto de cosas relacionadas que tienen un propósito. En efecto, el Diccionario de la
Real Academia Española lo define como el «conjunto de cosas relacionadas entre sí
ordenadamente; conjunto de reglas o principios sobre una materia racionalmente
enlazados entre sí». Por esta razón, es común escuchar que la gente se refiera al
«sistema inmunológico» del ser humano, al «sistema de gestión documental» de una
empresa, al «sistema de frenos» de un automóvil, al «sistema nacional de prisiones» o al
«sistema nacional de salud» de un país, entre otros.
Todos estos ejemplos se refieren a cosas o partes que trabajan juntas como un todo.
Es importante destacar que con la manera como normalmente hablamos de un sistema
implicamos una especie de objetividad de este. Estamos habituados a hablar de un
«sistema de prisiones» de la misma manera en que hablamos de un auto; es decir, como
un objeto que todos pueden observar, tocar o patear. Creemos, sin embargo, que esta
forma común de referirse a un sistema debe ser revisada.
Comenzaremos esta revisión planteando que un sistema es un conjunto de partes
interrelacionadas que experimentamos como un todo. Mientras seamos capaces de
observar y toparnos con estas partes, su sistemicidad surge de sus relaciones, las cuales
son abstractas. Por lo tanto, un sistema no es una cosa que existe allá afuera
independiente de quien la percibe, lo que tampoco implica que solo sea el producto de
nuestra imaginación. Algunos están bien fundamentados en realidades compartidas que
nos permiten describirlos como si tuviesen una realidad ontológica per se, otros son
dispositivos intelectuales (epistemológicos) que nos permiten describir situaciones
actuales desde cierta perspectiva y posiblemente explorar algunas nuevas. En síntesis,
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experimentamos y hablamos de sistemas, pero no nos topamos con ellos allá afuera. Les
damos nombres y al hacerlo les proporcionamos existencia.
Esto se aplica a todos los ejemplos mencionados anteriormente. Para comenzar,
cuando nombramos un sistema elegimos arbitrariamente sus partes y relaciones de
acuerdo con un propósito que le asignamos. Un automóvil, por ejemplo, tiene muchas
partes que son necesarias para permitirle a un conductor su conducción. Al hablar de un
«sistema de frenos», seleccionamos algunas partes que consideramos como las más
estrechamente relacionadas con la acción de detener el automóvil. Desde luego, estamos
dejando por fuera de este sistema muchas otras partes del automóvil. Podemos aplicar un
razonamiento similar a los otros ejemplos mencionados, porque al nombrar algo como un
sistema estamos seleccionando sus partes y relaciones de acuerdo con un propósito.
Estas partes pueden ser imaginarias, físicas, biológicas o de cualquier naturaleza. En
cierto sentido, y volviendo a su etimología, nombrar un sistema implica llevar a cabo un
proceso de síntesis.
Pero darle nombre a un sistema implica también distinguirlo de su entorno o, en otras
palabras, separar de su entorno sus partes y relaciones, y precisar, al mismo tiempo, cuál
es su borde (Spencer-Brown, 1969). Por lo tanto, antes de avanzar en nuestro análisis
sobre sistemas, parece indispensable explorar, con más detalle, el proceso de hacer
distinciones.
Decimos que hacer una distinción es, en términos generales, una operación cognitiva
básica, por medio de la cual llegamos a conocer (o a distinguir) el mundo que nos rodea.
Cualquier distinción que hagamos está compuesta de tres elementos diferentes que
surgen y coexisten al mismo tiempo: el interior, el exterior y el borde. Por ejemplo, si
dibujamos un círculo sobre un pedazo de papel, estamos haciendo una distinción; de
manera similar, si señalamos un automóvil, también estamos haciendo una distinción. En
cualquier caso, una distinción se establece tan pronto terminamos de precisar
completamente su borde: el círculo se distingue tan pronto cerramos su circunferencia, no
antes; un automóvil se distingue en cuanto reconocemos y hacemos claro el borde
definido por el montón de metales y otros materiales que decimos que lo constituyen, y
una empresa se distingue por su gente y las relaciones que hay entre ellas, lo que
también define un borde un poco más abstracto. En todo caso, este borde permite separar
su interior, donde se encuentran quienes están incluidos por las relaciones, del exterior,
conformado por aquellos que estas relaciones excluyen. Operacionalmente esto permite
darle sentido a la idea de pertenencia a una organización.
Una vez que hacemos una distinción, somos libres para referirnos a cualquiera de las
dos partes que el borde separa. Generalmente hacemos esto asignándole un nombre a
cada parte. Por ejemplo, podemos llamar a la parte externa de una distinción, su entorno.
Sin embargo, es muy importante diferenciar entre una distinción y el nombre que le
asignamos. Esta diferencia es similar a la que, en álgebra, existe entre el rótulo que le
ponemos a una variable y su valor: mientras el primero corresponde al nombre, el
segundo corresponde a la distinción en sí misma. Notemos que el nombre le está
adscribiendo (tácita o explícitamente) un propósito a la distinción.
Hacer distinciones es una operación cognitiva básica, por lo tanto, tiene sentido
preguntarse qué clase de distinciones podemos hacer. Para aproximarnos a una posible
respuesta, es importante notar que el espacio de todas las posibles distinciones que
podemos hacer está limitado por la estructura biológica que compartimos como seres
humanos. Esta estructura determina el tipo de interacciones que podemos mantener en
cualquier dominio específico de acción. Por ejemplo, en el dominio de nuestra audición, la
estructura de nuestro oído interno y medio determina los estímulos que pueden
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desencadenar una reacción de las partes relacionadas con nuestro sistema nervioso.
Nuestro martillo y tímpano solo reaccionan a ondas sonoras que varían entre 20 Hz y 20
000 Hz. Fuera de estos límites, nuestro nervio auditivo no será efectivo. Por otra parte,
mientras que un perro puede oír el sonido producido por el silbato de entrenamiento de su
amo (que está fuera de estos límites), su amo no podrá oír (es decir, distinguir) este
sonido. Este punto es válido para todas las distinciones que podemos hacer mediante
nuestros otros sentidos. Por lo tanto, es claro que nuestra constitución biológica como
seres vivos está directamente conectada con nuestra capacidad para hacer distinciones.
El anterior análisis sugiere que estamos en condiciones de ampliar el número de
distinciones que podemos hacer en un dominio de acción particular si usamos
herramientas de observación que nos permitan aumentar el rango de nuestras posibles
interacciones en ese dominio. Por ejemplo, si usamos un radiotelescopio, podemos
distinguir algunos cuerpos celestes que seríamos incapaces de distinguir a simple vista.
De manera similar, un médico, usando un escáner, puede distinguir algunas partes de un
cuerpo que de otra manera sería incapaz de observar. Más adelante volveremos sobre
este punto.
En términos generales, estamos planteando que los estímulos externos pueden
desencadenar, pero no determinar, una distinción en un momento particular. En su lugar,
decimos que las distinciones que hacemos están determinadas por la estructura biológica
que tengamos en ese momento en particular. Esta es una consecuencia de la
determinación estructural que caracteriza nuestro sistema nervioso (Maturana y Varela,
1992). Sin embargo, debido a la plasticidad de este sistema, su estructura puede sufrir
cambios como resultado de cada interacción con su entorno. En otras palabras, un
estímulo externo no solo puede desencadenar una distinción, sino también un cambio en
la estructura de nuestro sistema nervioso, de tal manera que nuestra capacidad para
hacer distinciones posteriores puede modificarse. Por ejemplo, consideremos el caso
extremo en el que oímos (es decir, distinguimos) un sonido de muy alta frecuencia que
causa algún daño en nuestro tímpano. Este estímulo, en particular, no solo desencadenó
una distinción, sino que además produjo un cambio en nuestra estructura biológica, de
manera que nuestra capacidad para distinguir más sonidos puede haberse afectado.
Investigaciones en biología han demostrado que cambios, que no son tan extremos en
nuestro sistema nervioso, ocurren todo el tiempo como resultado de nuestras
interacciones con el entorno (Maturana y Varela, 1992). La historia de todos estos
cambios estructurales se conoce como ontogenia.
Este hecho tiene una consecuencia extremadamente importante para el proceso de
hacer distinciones, puesto que, en la medida en que todos tenemos diferentes ontogenias,
nunca haremos exactamente las mismas distinciones que los demás. En efecto, aun
suponiendo que dos personas reciban el mismo tipo de estímulos en un momento dado,
debido a que seguramente cada uno ha pasado por diferentes ontogenias, la estructura
de sus sistemas nerviosos será diferente y, por lo tanto, podrán reaccionar a cada
estímulo de una manera ligeramente diferente. Uno podría preguntarse: ¿cómo es posible
que, aunque biológicamente no podamos hacer exactamente las mismas distinciones, aun
así seamos capaces de comunicarnos con los demás de una manera coordinada? Más
aun, ¿cómo es que parecemos observar un mundo lleno de regularidades sobre las
cuales todos estamos de acuerdo?
Las respuestas a estas preguntas constituyen el centro de las bases epistemológicas
de las ideas y conceptos desarrollados en este libro. Primero, debemos notar que sin
importar cuán diferente pueda ser el proceso de hacer distinciones de persona a persona,
este se encuentra arraigado en nuestra biología y todos compartimos una estructura
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biológica similar, ya que todos pertenecemos al mismo tipo de mamíferos. En segundo


lugar, y principalmente en relación con las personas y sus entornos que encontramos en
nuestro diario vivir, hemos sido criados en tradiciones (es decir, culturas) que han
establecido criterios predominantes (es decir, comunes) para hacer distinciones que
usualmente seguimos. Por lo tanto, vivimos en un mundo de regularidades compartidas
que no podemos alterar por capricho. Pero es importante reconocer, que este «mundo
compartido» es el resultado de un proceso en marcha de acuerdos culturales y no de una
realidad ontológica que existe allá afuera. Más adelante volveremos sobre este punto, por
ahora continuemos explorando las consecuencias de haber seguido distintas ontogenias
en el proceso de hacer distinciones.
Precisamente en este sentido decimos que las distinciones que hacemos están
profundamente arraigadas en lo que somos en un momento particular (es decir, el estado
actual de nuestra ontogenia). Estas distinciones se encuentran enraizadas en nuestra
biología particular y en nuestra historia personal. Cualquier distinción, por lo tanto, está
intrínsecamente relacionada con un observador particular que experimenta la distinción.
En efecto, notemos que cuando hacemos una distinción, no solo la estamos revelando,
sino que también estamos poniendo en evidencia nuestras propias capacidades
cognitivas, nuestras emociones y nuestras intenciones. Parece algo paradójico que
nosotros, como seres humanos, nos distingamos precisamente distinguiendo lo que no
somos, es decir, el mundo que nos rodea (Varela, 1975, p. 22). Cuando decimos, por
ejemplo, que una prisión es un lugar en el que los reclusos están encerrados para
protegernos (como sociedad) de sus fechorías, no solo estamos distinguiendo un sistema
de prisión, sino que a la vez estamos revelando nuestros propios puntos de vista acerca
de la represión criminal.
Se ha demostrado experimentalmente la estrecha relación que hay entre nuestras
emociones y las distinciones que hacemos (Clore y Storbeck, 2006). En uno de estos
experimentos, se les pidió a distintas personas que caminaban por un parque que dijeran,
usando sus manos, cuán empinado era un cerro que estaban a punto de escalar. Antes de
hacer la pregunta, a algunos se les invitó a escuchar una pieza de Mozart, mientras que
otros escucharon parte de una sinfonía de Mahler. El resultado del experimento fue que
los que escucharon a Mahler observaron el cerro mucho más empinado que los que
escucharon a Mozart. Aquí, la música se usó como un medio para influir sobre el estado
emocional de los sujetos. En otro experimento, se les pidió a las personas que
describieran con sus manos cuán empinado era un camino en bajada, que estaba delante
de ellos. A algunos se les pidió acercarse al borde del camino usando un par de patines.
Estos sujetos observaron el camino mucho más inclinado que los que llevaban zapatillas
corrientes de goma. En este caso, el temor fue el estado emocional que influyó en la
distinción que hicieron (en este caso, el grado de inclinación del camino). Experimentos
similares con niños, mucho más sensibles que los adultos, también han demostrado cómo
las emociones tienen un papel importante en las distinciones que hacen en la escuela
(Maturana y Verden-Zoeller, 1993).
«Todo lo que se dice, lo dice un observador a otro observador que puede ser él o ella»
(Maturana, 1988, p. 27). Esta es una afirmación que sintetiza nuestro análisis sobre hacer
distinciones. Recalca el papel del observador en el proceso de hacer distinciones, pero
evita caer en el solipsismo. Específicamente, debería ser claro ahora que, al hacer una
distinción, tanto el objeto como el observador se constituyen entre sí simultáneamente. No
hay prevalencia ni del objeto distinguido ni del observador que hace la distinción. La
antigua afirmación objetivista de que «las propiedades del observador no deben ser parte
de la descripción de sus observaciones» se reemplaza por otra muy diferente: «la
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descripción de las observaciones revela las propiedades del observador» (von Foerster,
1984). De esta manera, nos apartamos de las epistemologías comunes, tanto objetivistas
como subjetivistas, para dirigirnos hacia un enfoque más constructivista; una objetividad
entre paréntesis (Maturana, 1988).
Volvamos ahora sobre el proceso de crear acuerdos culturales. Cuando una comunidad
de observadores comparte un conjunto de distinciones en un dominio de acción particular
y las incorpora en sus prácticas recurrentes para coordinar sus acciones en ese dominio,
estas distinciones aparecerán para ellos como objetivas, como si tuvieran una realidad
ontológica per se. Sin embargo, esto es así solo en ese dominio de acción de esa
comunidad de observadores en particular; esos son los límites de la objetividad entre
paréntesis.
Al movernos fuera de estos límites, esta aparente realidad ontológica puede comenzar
a desvanecerse. Un interesante ejemplo de esta situación lo provee la popular película de
Hollywood Los dioses deben estar locos, en la cual una botella de Coca Cola es arrojada
accidentalmente desde un avión y llega a las manos de los habitantes de una tribu aislada
en Botswana (Uys, 1980). Para la mayoría de nosotros es obvio lo que es una botella de
Coca Cola y —por lo tanto— para qué se usa, aun cuando no la hayamos probado. Esta
certeza apunta a su estatus ontológico como un algo objetivo en nuestra cultura. Sin
embargo, para esa comunidad africana en particular, este objeto (es decir, una distinción
sin un nombre) pasó de ser una herramienta útil para romper nueces a ser un arma
mortal. Por lo tanto, el estatus ontológico de la «botella de Coca Cola» (nótese el uso de
las comillas aquí) no es intrínseco a este objeto; en vez de esto, la comunidad construye y
acuerda tácita o explícitamente este estatus. Finalmente, lo que ese objeto será para esa
comunidad dependerá de las prácticas compartidas que desarrollen (si lo hacen) para
coordinar sus acciones con él.
Aquellas distinciones que están enraizadas en conversaciones recurrentes y en la
coordinación de acciones producen significados compartidos para una comunidad. Están
profundamente arraigadas en la historia y cultura de esa comunidad en particular, y, por lo
tanto, sustentan sus puntos de vista tácitos sobre su mundo. Nótese que estas
distinciones tienen un estatus ontológico distinto de aquellas que un observador trae a
colación en la forma de nuevas ideas intuitivas sobre el mundo, pero que carecen de este
arraigo. Mientras que las primeras son útiles para apoyar la coordinación de acciones de
las personas en un dominio de acción particular; las segundas son útiles para abrir
nuevas posibilidades, y, por lo tanto, para crear nuevos dominios de acción. Más adelante
volveremos sobre este punto.
Pero volvamos a considerar la definición de un sistema, usando todos los elementos
que hemos examinado hasta ahora. Decimos que un sistema es una distinción que revela
un conjunto de partes relacionadas no linealmente que exhiben clausura. De esta manera,
los sistemas son una clase particular de distinciones, y, por lo tanto, todo lo que hemos
dicho acerca de hacer distinciones se aplica también al proceso de nombrar sistemas.
Para ser más precisos: decimos que un sistema es una distinción, pero no toda distinción
es un sistema.
Para que una distinción pertenezca al conjunto de los sistemas es necesario que
podamos reconocer dos condiciones: debemos observar interacciones no lineales entre
sus partes y debemos observar clausura. A continuación ahondaremos brevemente en
estas condiciones. Con respecto a la primera condición, es importante mencionar que lo
que hace que el mundo sea impredecible es precisamente que las interacciones entre las
partes no se suman de manera simple. Estas interacciones no son lineales, y no están
determinadas por relaciones de causa-efecto. De hecho, la no linealidad de las
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interacciones entre las partes del sistema es responsable de sus propiedades


emergentes, es decir, propiedades que no son observables en ninguna de las partes del
sistema tomadas de manera aislada. Esto es, precisamente, lo que hace de un sistema un
todo distinto al simple agrupamiento de sus partes. Una manera popular para describir
esto es decir que el todo es mayor1 que la suma de sus partes o que observamos sinergia
en un sistema. Esto coincide con la definición de sistema del diccionario de la Real
Academia Española como un conjunto de partes que «trabajan juntas como un todo». De
esta forma, las propiedades emergentes son intrínsecas a los sistemas que observamos.
Los desarrollos recientes de las teorías del caos y complejidad reconocen esta no
linealidad de las interacciones en la constitución de un sistema observable:

La conjunción de unos pocos eventos pequeños puede producir un gran efecto si sus impactos se
multiplican en vez de sumarse. El efecto total de los eventos puede ser impredecible si sus
consecuencias se difunden desigualmente a través de patrones de interacción dentro del sistema. En
esos casos, los eventos corrientes pueden cambiar drásticamente las probabilidades de muchos
eventos futuros (Axelrod y Cohen, 1999, p. 14).

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