Está en la página 1de 144

IDENTIDAD COMPARTIDA

Rafael Baralt Lovera


ÍNDICE

Capítulo I Despertar

Capítulo II Legado agridulce

Capítulo III Su imagen reflejada

Capítulo IV Ética comprometida

Capítulo V Un íntimo descubrimiento

Capítulo VI La prisión no solo es mental

Capítulo VII Sí hay algo, después de todo

Capítulo VIII Oportuna catástrofe

Capítulo IX Identidad compartida

Capítulo X Lo intuía, mas no lo imaginaba

Capítulo XI Paranoia en ambas direcciones

Capítulo XII Un puente como testigo

Pág: 1
AGRADECIMIENTOS

A Joaquín Pereira, por su guía a los inicios de este proyecto durante el Taller de
Escritura Creativa que dicta en la Casa Uslar Pietri.

A Armando Rojas Guardia, por hacerme cuestionar (sin él saberlo) mi técnica


narrativa gracias a su poesía.

A Alberto Márquez, por el excelente trabajo preliminar de corrección y el ánimo


que me enfundaron sus palabras sobre el manuscrito.

A Andrés Adolfo Ruiz, por la receptividad en el momento preciso y espíritu de


colaboración.

A Richard Rey, por su ayuda desinteresada y acertadísimas sugerencias.

A mis editores: Beatriz Rozados y Rubén Puente Rozados, de Ediciones B; por su


confianza, apoyo y buen proceder para hacer realidad este libro.

A Virginia Baralt Lovera, porque desde la distancia, siempre me ha alentado a


seguir escribiendo.

A mi familia, quienes me leen y motivan con su afecto.

Y muy especialmente a mi buen amigo Gustavo Löbig, por su solidaridad durante


todas las etapas de la realización de esta novela, su ojo crítico y sabios consejos
literarios.

Pág: 2
A mi madre, cómplice de mis más impetuosas ideas.
A mi padre, cuya vida seguirá latiendo en la mía.

Pág: 3
«La libertad es la posibilidad de aislamiento»
(Fernando Pessoa, Libro del desasosiego)

«Ignoro de qué sustancia extraordinaria está confeccionada la identidad,


pero es un tejido discontinuo que zurcimos a fuerza de voluntad y de memoria»
(Rosa Montero, La hija del caníbal)

«La única visión del mundo era una visión del mundo que no precisaba
visión del mundo»
(Haruki Murakami, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo)

Pág: 4
Capítulo I
Despertar

Su reloj biológico indicaba con precisión absoluta que era hora de levantarse. Al
hacerlo, el contacto de sus pies con el piso encendió de modo automático las
luces de neón de la habitación. Era el comienzo de otro día, sistemáticamente
planificado por un protocolo. Pese a su extrema inteligencia, no tenía conciencia
de que su cuerpo no le pertenecía, ni de que su vida era el resultado de una
experimentación genética. Tampoco sabía que este podría ser el último amanecer
que vieran sus ojos, y no por las causas normales que suelen anteceder a la
muerte, sino por la consecuencia de una arbitrariedad humana: una sentencia
absurda también desconocida por él. Su única realidad era la que encerraban los
muros de aquella estructura, semejante a una confortable prisión en su interior,
mientras que la fachada mostraba una moderna pirámide invertida de cinco pisos
e imponentes ventanales que reflejaban el lado oeste del Embarcadero Center.

Como todos los días desde su niñez, cumplía con una serie de actividades
prestablecidas, que incluían ejercicio físico, mental y esparcimiento. Las horas de
las comidas eran invariables, atendiendo una dieta estricta y balanceada que
permitiera un buen desarrollo corporal. A sus veintisiete años ya poseía una
extraordinaria condición atlética como consecuencia de su entrenamiento casi
militar. Sin embargo, la mayor parte del tiempo estaba confinado a su habitación:
un espacioso ambiente de piso de falso parqué, cama individual con colchón
ortopédico, sillón de gamuza beige y reposapiés ajustable, escritorio modular con
su respectiva silla ergonómica, un estante lleno de libros didácticos y una
computadora de tecnología holográfica.

El techo estaba conformado por láminas corrugadas de cielo raso, sostenidas por
el típico armazón metálico colgante. Las paredes, lisas y blanquísimas, estaban
desprovistas de ventanas y objetos decorativos; excepto por un reloj electrónico y
un afiche con un dibujo abstracto que, colgado, no aportaba ni un ápice a la falta

Pág: 5
de calidez. El nivel óptimo de oxígeno y la temperatura estaban regulados, entre
veinte y veinticuatro grados centígrados, dependiendo del calor corporal de su
único ocupante. Una persona común estaría segura de encontrarse en un
consultorio médico, quizá en el despacho de un psiquiatra obsesionado con el
orden y la pulcritud. Cualquier connotación sería atribuible a ese frío recinto,
cualquiera menos llamarle hogar.

Al lado de su cama, sobre una rinconera, se hallaba una lámpara cilíndrica forrada
con una tela que alguna vez vistió alegres estampados amarillos. Andrew prefería
aquel tono desteñido; sin duda, más cálido y amigable. Condenado a la asiduidad,
apagaba la cruda iluminación ionizada dejando encendida la tenue luminiscencia
para sentirse acompañado, acaso menos observado. Los párpados actuaban
como una cortina aislante, con la nuca reposando en sus dedos entrelazados:
imaginar era su ejercicio primordial. Desde luego, él también contaba con una
historia, aunque esta fuera prefabricada, construida y reconstruida por otros para
adaptarla a las exigencias de su fértil intelecto. Haciendo uso de su derecho a
pensar, dejaba colar ideas que le ayudaran a sustentar las hipótesis sobre su
aislamiento. Por momentos, parecía dilucidar una respuesta, una explicación
plausible que pronto era desechada por la falta de coherencia. Lo cierto es que no
había forma de validar, contrastar o concluir con pleno convencimiento. Entonces,
volvía al núcleo de sus pensamientos más demandantes. Era menester recurrir a
imágenes fijadas en su memoria, como las escuetas ilustraciones de sus libros de
autoenseñanza o los pocos escritos que asomaban alguna vaga descripción del
mundo exterior, logrando solo especular sobre la apariencia de la corteza
terrestre. Era así como Andrew gastaba las horas: alimentándose de disertaciones
internas, buscándole un sentido a su propia existencia. Las referencias con las
que contaba eran insuficientes para hacerse un mapa, una guía para descifrar un
pasado que justificara su monótono presente o una clave para comprender esa
inefable masa insustancial llamada futuro. Volvía, una y otra vez, a encontrarse en
el mismo punto de un perpetuo círculo. Al final, cada noche, su cuerpo agotado
por el trabajo cerebral terminaba perdiéndose por un intrincado laberinto onírico.

Pág: 6
Ese día se preparaba mentalmente para sus rutinarias ocupaciones, las cuales
eran reprogramadas cada semestre. Los jueves a las diez tenía una partida
matutina de ajedrez con su amigo Hank; a las tres, entrenamiento físico por dos
horas, seguido de un merecido descanso en el solárium. Pero las seis de la tarde
era el momento más esperado por él: durante noventa minutos compartiría con
Lena, su psicóloga desde los veintitrés años, y a quien él consideraba su única
amiga real, además de confidente.

A decir verdad, Andrew creció creyendo que era un ser afortunado, un salvador; el
elegido para cumplir un importante cometido que le sería develado en el momento
oportuno. Con ello, sus cuidadores explicaban la rígida vigilancia hacia él. En
consecuencia, se le generaban más interrogantes: ¿cuándo llegaría ese día?,
¿qué clase de misión excepcional debía llevar a cabo y con cuál propósito?,
¿cómo se puede concebir un acto trascendente desde el más hermético de los
encierros? Contra todo pronóstico, Andrew no albergaba sentimientos de
superioridad ni actitudes prepotentes. Al contrario, el afecto humano punteaba su
distorsionada escala de valores.

A las diez en punto tomó el control remoto y encendió la computadora, acercó la


silla delante del escritorio, y se sentó frente al holograma en forma de tabla de
mando cuya imagen se plasmaba a un metro del holoproyector. Con su dedo
índice tocó el botón virtual <Chess>, de inmediato apareció un mensaje:
¿Reanudar la partida del día 02/02/2045 con Hank?; asintiendo con la cabeza tocó
<Sí>. La acción transfiguró la imagen en rasgos antropomórficos.

–Vaya, Andrew, sí que te has tomado tiempo en hacer esta jugada –reclamó
Hank, que por alguna razón brillaba más de lo usual.

–Hola, Hank, tuve que suspender el juego anterior. Lo sabes, me pasé de la hora
permitida. Ya verás, con esta jugada terminaremos muy pronto –decía, al tiempo

Pág: 7
que con su dedo iba deslizando el alfil rojo sobre la mesa proyectada en horizontal
a la altura de su estómago.

Sí, por razones más técnicas que estéticas se prescindía del color negro. Por ello,
el principal desarrollador de juegos tradicionales bajo plataforma holográfica
diseñó las piezas rivales en color rojo lava y verde cromo, sobre un tablero
tridimensional en blanco y gris plomo. Para Andrew, cada movimiento obedecía a
un artilugio aprendido de manual práctico. El rey, la reina, alfiles y peones, no
representaban ningún arquetipo conocido, mucho menos le atribuía una
connotación bélica. El conocimiento del mundo exterior era tan limitado, mejor
dicho, estaba tan desvirtuado, que hacía uso de estrategias sin entender el
verdadero significado del término guerra.

–Grandiosa jugada, amigo, ¿a ver qué te parece esta otra? –sonó el holograma
que semejaba un hombre de unos treinta años con camisa azul extrabrillante.

–Hank, me asombras, no quisiera creer que estés dejándome ganar. Voy a tener
que incrementar el nivel de dificultad. Es obvio que en tres jugadas consecutivas
ganaré la partida. Mejor dejémoslo hasta aquí. Veré si puedo ir al gimnasio ahora
y así pasar más tiempo en el solárium. Hasta el próximo jueves. Para la siguiente
partida te subiré dos niveles y así estaremos a la par. Adiós –señaló sonriente,
apagó el holoproyector y se dirigió hasta la puerta de su habitación. Fue inútil
forcejar con la manilla, simplemente no era hora de salir.

Fuera del cuarto, a la izquierda, se encontraba un pasillo de unos veinte metros


con otras habitaciones. Hacia la derecha, un corto recorrido permitía llegar al
gimnasio, y pasando este, un patio al aire libre de unos setenta metros cuadrados
de piso de cemento estriado, rodeado de muros de concreto armado y red
electrificada en el tope. El uso de esta área descubierta, conocida como solárium,
estaba supeditado a un régimen premio/castigo con tiempos prefijados de
recreación solar. Al fondo de la terraza, en una esquina, un semicírculo de grama

Pág: 8
artificial cercaba con recelo al único ornamento con vida propia: un pino silvestre
con una elevación superior a la del cerco amurallado. Cualquiera hubiese dicho
que se trataba del resultado de una mutación vegetal o un engendro de la ciencia
aplicada a la botánica, pero la verdad es que era un genuino sobreviviente. El
perenne árbol, sostenido por un tronco áspero y robusto, ostentaba numerosas
ramas de brotes cortos y frondosos que se resistían a la inclemencia del clima.
Cada tarde, antes de volver a su dormitorio, Andrew frotaba las puntiagudas hojas
con la yema de sus dedos para impregnarse de aquel misterioso olor boscoso. Lo
hacía como un ritual desde que descubrió el delicioso aroma que despedían y que
de alguna forma lo transportaba a parajes naturales que construía con su
imaginación. En el centro, en plena exposición, estaba su lugar favorito: un banco
de roble de dos puestos, desde donde contemplaba el único umbral con la
desconocida bóveda celeste.

El acceso a todas las áreas estaba controlado y solo podía hacerse a las horas
establecidas. Él odiaba esas limitaciones, y aunque estaba acostumbrado a ello,
no terminaba de entender tales impedimentos. En una ocasión, mientras se
ejercitaba, creyó ver por el espejo del gimnasio a un individuo que vestía camiseta
y short blanco como los de él. Le pareció extraño, pues las personas de su
peculiar hábitat usaban batas verdes. Lo que sea que haya sido, lo tomó
desprevenido. Fue como una ráfaga blanca cruzando el pasillo en un ángulo visual
obstaculizado. El tiempo fue muy corto para detallar la fugaz figura humana. No
solo la vestimenta idéntica captó su atención, también detectó una similitud
demasiado afín: sus cabezas, ambas rapadas. El hecho pasó sin esclarecerse.
Andrew no recibió una explicación, ninguna que lo lograra satisfacer. Pero él
estaba seguro de haber visto lo que vio. Con el tiempo, el incidente se fue
olvidando. ¿Cómo revelar un fallo en el sistema de seguridad a quien se supone
preso del mismo?

Cerca de la media tarde, luego de su impostergable bebida hipercalórica, se


destrabó la cerradura y pudo dirigirse al gimnasio donde el entrenamiento era

Pág: 9
conducido por un entrenador virtual. En todos los rincones del centro se hallaban
cámaras ocultas, inclusive el espejo del baño escondía un complejo circuito para
detectar irregularidades orgánicas a través del iris, en especial cuando se
rasuraba la barba o pasaba la afeitadora inalámbrica por su cabeza para mantener
a raya el crecimiento del cabello (no más de tres milímetros de largo). Para
complementar el cuadro de asedio, llevaba puesto un brazalete amarillo de
plástico flexible que encubría un chip rastreador. Sería imposible enumerar la
cantidad de veces que Andrew fue analizado en anónimo. Dondequiera que se
encontrara, su condición era registrada; la palabra intimidad era una irónica utopía.

Eran las seis menos cuarto de esa inusual tarde despejada de polución; el
atardecer en su esplendor reflejaba luz ámbar en los tupidos cúmulos. Hacía calor,
sin viento; no era una vista habitual la que se dejaba observar en medio del único
pedazo de cielo circundado por los altos muros del patio. Desde el centro, sentado
sobre el roble labrado y con la mirada puesta en el delimitado firmamento,
reflexionaba: «Hoy es un día extraño, el color del cielo se parece al de una
naranja. Respiro aire caliente, como si el piso emanara vapor. No oigo cantar al
pájaro del árbol, hoy no vino, ¿a dónde habrá ido? Tampoco volví a ver al ave
gigante cruzando el cielo, era tan brillante, tan metálico y ruidoso. Y si esto es
todo, ¿o no lo es? Aquí nada cambia, solo mi cuerpo ha crecido junto a las ganas
de traspasar estas cuatro paredes inmensas. Siento que me aplastan y me hundo
entre ellas. Esa puerta me devuelve al encierro, que no es tan diferente a este
hueco sin techo. Ahí atrás, arriba, una parte de mi edificio está cubierto de espejos
constantes. En la punta se ve el reflejo de otro edificio, ¿será la esquina superior?;
parece más alto que este, ¿cuántos como yo vivirán allá? Me han dicho que
afuera solo existe el peligro, que está prohibido para mí y por eso debo
permanecer en este lugar protegido. Quisiera conocer ese peligro, tomar ese
riesgo, ¿podré verlo, olerlo, tocarlo? Esto carece de lógica: vivir aquí por siempre,
¿qué sentido tiene? Lena me pide que tenga paciencia, que aleje estos
pensamientos de mi mente… ¿Cómo dejar de hacerme preguntas? Oigo voces,
cornetas, ruidos desde afuera, a lo lejos. Sé que hay algo más, tengo que verlo,

Pág: 10
huir de esto. No debo ser el único, ¿de dónde provengo en realidad?, ¿para qué
me rescataron cuando era niño?, ¿por qué no alcanzo a recordarlo? Me esfuerzo
tanto. Y ese cielo tan anaranjado, apenas logro divisar una parte de él. Quisiera
volver a sentir esas gotas en mi cara, esas gotas frías que caen cuando arriba es
gris. Y los focos de luz distante, ¿qué función cumplen allá a lo lejos?, ¿por qué se
hacen visibles durante la noche? Debo averiguarlo, pero ¿cómo?, aquí nadie
responde mis preguntas. Hasta Hank queda en silencio cuando le pregunto sobre
lo que hay afuera, tampoco ella logra sosegar esta sed de…»

Se acercaba el ocaso y el calor se hacía más intenso en contraste con la retirada


del riguroso sol. De pronto, comenzó a sentirse mareado. Se puso de pie tratando
de reencontrar el equilibrio con sus brazos extendidos y las manos en señal de
alerta. El gran abeto sacudía sus ramas dejando caer algunos piñones secos.
Asustado, corrió de un lado a otro tambaleándose. Intentó volver a la seguridad
relativa del edificio. Varios trozos de vidrio, como letales guillotinas a merced de la
gravedad, explotaron pulverizándose en el piso de cemento muy cerca de él.
Quedó paralizado por medio segundo. Se devolvió, no existía otra entrada, o
salida (al menos todavía). Buscó refugio bajo el tablón de roble que segundos
antes le servía de asiento. Desde las entrañas de la tierra se escuchaban las
placas luchando por liberar su energía desde el cercano epicentro, un quejido
geológico cuyas ondas iban aumentando en intensidad. Era el advenimiento
esperado, una tórrida coincidencia; un presagio de libertad. Ese día Andrew
conocería lo que se ocultaba detrás de aquellos muros de sólido hormigón.

Capítulo II
Legado agridulce

El acto de graduación de ese año, en la Universidad de California en Berkeley,


tuvo como novedad que su orador fue un notable exalumno, exalcalde y activista
de la comunidad, quien ofreció un efusivo discurso para los presentes esa

Pág: 11
espléndida mañana de agosto. La tarima al aire libre contaba con un pódium
central y gigantografías laterales con elegantes letras: «Berkeley Law 2017
Graduation». Los graduandos sentados al frente daban la espalda a sus familiares
que, desde atrás, vitoreaban orgullosos. Las inspiradoras palabras del orador
dejaron una atmósfera de entusiasmo que se fue desvaneciendo con el latoso acto
de nombramiento individual para la entrega de diplomas como abogados de la UC
Berkeley. Solo Josh, a sus casi veintidós años, se encontraba mentalmente
ausente de la euforia del momento. Era uno de los alumnos más jóvenes de la
escuela de Leyes, pero su alto coeficiente intelectual y la dedicación exhaustiva a
sus estudios le permitieron graduarse Cum laude. Si bien no era el chico más
popular, tenía un atractivo y carisma especial, de esos que nunca pasan
desapercibidos.

El señor Peterson, un exitoso empresario de San Francisco y progenitor de Josh,


se encargó de darle lo indispensable para que su estadía en Berkeley fuera lo más
cómoda y productiva. A Josh no le faltaba nada, a excepción del afecto de su
propio padre. Desde niño se sintió culpable por la muerte de su madre, quien
falleciera a consecuencia de un delicado cuadro hemorrágico que se aceleró con
el embarazo y posterior parto, convirtiendo a Josh de forma indefectible en
primogénito y único hijo de la fracturada familia. Descubrió su fascinación por la
lectura a muy corta edad. A los doce años ya había leído Moby Dick dos veces: se
extasiaba con la epopeya vivida por los tripulantes del ballenero Pequod, la
personalidad enigmática del capitán Ahab y la tenaz persecución al enorme
cachalote blanco, descrita de manera magistral en los capítulos finales. Luego, fue
alternando sus libros de secundaria con obras más sofisticadas de literatura
clásica y filosofía. Siguiendo los pasos de sus ancestros se inclinó hacia la
abogacía, lo cual fue aceptado con beneplácito por su padre, quien vio el talento
de su hijo desarrollarse cada día.

Josh viajaba cada sábado desde Berkeley a su casa en la ciudad, donde se sentía
a gusto entre sus preciados libros y los recuerdos de niñez. Aunque la relación con

Pág: 12
su padre no se caracterizaba por ser muy amorosa, gustaba de conversar con él
sobre lo ético y moral, así como sobre cualquier otro tema relacionado con el
mundo de las leyes y los derechos humanos. Josh lo veía como el modelo a
seguir: competitivo, perseverante y justo; a pesar del halo de intriga que cubría a
aquel personaje. Josh presentía que su papá tenía otros negocios que se negaba
a divulgar. Ciertos indicios delataban una actitud de ocultamiento, hasta llegó a
pensar que se trataba de algún lío de faldas. Por encima de todo manifestaba un
profundo respeto hacia él, más por la autoridad paternal que por amor
legítimamente ganado.

Ese último año de su carrera fue muy difícil debido a la progresiva enfermedad del
señor Peterson. El cáncer se había extendido por su cuerpo y las esperanzas eran
escasas. Josh solo pedía que aún tuviera vida el día de su graduación y viera
consumado su gran logro.

Sentado con su toga y birrete volteaba con insistencia, como si en medio de la


gente lograra verlo. «Quizá se sintió mejor y pudo venir», se decía, aunque estaba
consciente de que era algo imposible por las complicaciones de salud del único
familiar que había invitado a aquel trascendental evento. Se preguntaba con
obstinación por qué la vida tenía que ser tan injusta para algunos. «La justicia, sí,
definitivamente es ciega», decía en voz baja, «pero esta es la justicia de los
hombres, ¿existirá la justicia divina?». Sus pensamientos lo mantenían abstraído
del entorno, hasta que escuchó a lo lejos un nombre: ¡Josh Peterson! Todos se
pusieron de pie para aplaudir al estudiante más insigne de la promoción. Josh se
paró de su asiento, subió los cinco escalones y avanzó hasta la punta del amplio
mesón. A lo largo de este se encontraban sus profesores y demás autoridades.
Mientras recibía sus acreditaciones volteó con desesperanza hacia el público en
un último intento por verlo. La emoción producida por el reconocimiento y la
ausencia de la persona más significativa de su vida hicieron mella en sus
lacrimales, que terminaron por derramar el contenido que a duras penas podía
retener. El triunfo lo compartía en silencio con su padre.

Pág: 13
Al culminar la ceremonia, atravesó la ciudad rozando el límite máximo de
velocidad permitido en las vías entre Berkeley y San Francisco. El móvil anunciaba
el último mensaje recibido del hospital: «Debe venir lo más pronto posible, su
padre está agonizando. Habitación 126». Al arribar al UCSF Medical Center dejó
el carro en el área de urgencias, no estaba dispuesto a perder tiempo. Enfilado
hacia la habitación, entró por el vestíbulo apartando a la gente aglomerada en los
ascensores. Subió de dos en dos los peldaños de la escalera hasta el segundo
piso y corrió por el pasillo hasta alcanzar la puerta numerada. Adentro, su padre,
rodeado de tubos y aparatos médicos, era atendido por una enfermera. Jadeante
por la carrera, pidió estar a solas con el moribundo cuya respiración era tan
acelerada como la de Josh. Tomó la débil mano con la de él, acariciando con la
otra la frente arrugada y sudorosa. Era mucho lo que había cambiado aquel
portentoso hombre de negocios, a punto de rendirse ante la mayor de las luchas.
Una red de delgados vasos sanguíneos cubría los párpados entreabiertos
oscureciendo las hundidas cavidades oculares. La extrema delgadez lo hacía lucir
anciano sin haber alcanzado la longevidad. Las inhalaciones eran profundas y
sonoras. En franco deterioro, cada exhalación arrastraba consigo ecos de un
amenazador desfallecimiento. Por primera vez Josh lo supo vulnerable, vencido,
sumido en la derrota.

–Lo logré, papá. Me gradué con honores en Berkeley. Ya soy abogado, como tú.

Como tú querías quiso decir Josh, pero se contuvo antes de insinuar el reproche.
¿Tenía sentido recriminarle los años perdidos de universidad para complacerlo? Y
fue allí, en ese instante, cuando rememoró aquel atardecer con su padre. Años
atrás viajaron a la costa oeste de México. Fueron las únicas vacaciones que
disfrutaron juntos. Una playa desértica delineaba el camino de padre e hijo
tomados de la mano. Era una escena repetida por generaciones en la rama
paterna, un rito de evocación filial llevado a cabo por sus ascendientes en dúos
análogos a los que esa tarde deambulaban por Punta Ixtapa. La sombra dejada a

Pág: 14
sus espaldas daba cuenta de la gran diferencia de estaturas. Ambos se quitaron
las sandalias y anduvieron al ras de la orilla bañada por olas silenciosas y
serenas. La arena era gruesa y con restos infinitos de conchas marinas. El hombre
le pidió al niño que cerraran los ojos y se dejaran guiar tan solo por los sonidos y
el viento humedecido rociando sus caras. Lo hicieron, aferrados a la seguridad de
sus manos, sintiendo la brisa tibia colmar sus pulmones, entregados al prodigio de
tenerse el uno al otro. Josh no supo interpretar aquella excelsa sensación de flotar
en el aire, como suspendido en una dimensión enrarecida y familiar; luego sabría
que había experimentado un déjà vu, el primero que registrara su consciencia. A
tientas, el niño pisó la arista filosa de una piedra recién empujada por la corriente.
Un llanto estalló en la calma. Sentados en la arena, el padre tomó el pie del hijo y
con sumo cuidado limpió la lesión con agua de mar. Lo hacía con ternura, con la
dedicación de un padre amoroso. Acto corrido, se llevó la herida sangrante a su
boca y terminó de sanearla con delicadas succiones: «Mientras esté vivo te
cuidaré, mi pequeño. Inclusive si muero, siempre velaré por ti». Josh era muy niño
para entenderlo. Solo ahora, viéndolo extinguirse, comprendía.

Tembloroso, apretó con fuerza la muñeca de su hijo. Se esforzaba por enfocar las
pupilas que nadaban en dos pozos gelatinosos. Balbuceaba, como si intentara
articular palabras. Josh intuyó que pretendía decirle algo crucial, alguna confesión
necesaria, un secreto impostergable. El joven apartó la mascarilla de oxígeno y
acercó su oído derecho a los labios resecos del enfermo. Fue en vano. La
respiración fue cesando, convirtiéndose en quejidos sin resonancia. Josh no se
apartó de su lado, tampoco lloró; no en ese momento, ni después. Cobijándolo con
los brazos, recostó su cabeza en el pecho descubierto del padre hasta percibir,
con tristeza, que ya no lo percibía.

Habían pasado tres meses desde la muerte del señor Peterson cuando Josh
comenzó a tomar control de los bienes de la herencia. Asumió diligentemente sus
funciones como socio mayoritario del segundo bufete de abogados más respetado
de San Francisco. Su juventud causó resquemor entre los antiguos socios. Era de

Pág: 15
esperarse, existían intereses de por medio, y pretensiones basadas en el mérito
para ocupar la silla de director principal. Josh no se dejó intimidar, les gustara o
no, su padre fue socio fundador y avaló en vida a su hijo para darle continuidad.
En corto tiempo logró dirigir el negocio con la ayuda de sus aliados. Asimismo,
decidió establecerse en su lujosa casa de Pacific Heights que heredó junto a la
gran fortuna. Pese a su inexperiencia, el dolor por la pérdida y las nuevas
responsabilidades, pudo sobreponerse. Descubrió en sus genes un aplomo
desconocido hasta entonces, una capacidad sorprendente para vencer
adversidades. Agradeció llevar en su sangre el temple del linaje Peterson, una
cualidad que también arrastraba pesados lastres.

La cotidianidad parecía estabilizarse en la solitaria vida de Josh. El viento helado


de aquel segundo sábado de mes anunciaba el comienzo de la Navidad. Desde la
ventana miraba las hojas secas danzando ingrávidas por la empinada calle Green.
Las noticias anunciaban cambios en el clima local, había certeza de que el
invierno duraría poco. Josh se preparaba para tomar el primer sorbo de su
humeante taza cuando una furgoneta de FedEx estacionó frente a su garaje. El
conductor se acomodó la gruesa chaqueta y subió la escalera de acceso frontal a
la elegante casa. Antes de que tocara el timbre, el dueño abrió la puerta.

–¿Señor Josh Peterson? –preguntó el mensajero temblando de frío–. Acá le dejo


esta entrega especial. Por favor, firme aquí.

El sobre de plástico impermeable envolvía uno más pequeño con una franja
diagonal azul en una de las puntas: «Remitente: Douglas Peterson / Destinatario:
Josh Peterson». La carta, fechada el 17 de marzo de 2017, estaba escrita hacía
nueve meses atrás. La ráfaga helada que entró junto con el paquete se convirtió
en un terrorífico escalofrío que recorrió cada una de sus vértebras.

«Adorado Josh, si has recibido esta carta es porque el experimento funcionó. Dejé
instrucciones precisas de entregarte este mensaje si, y solo si, la concepción era

Pág: 16
un éxito, me alegra saber que fue así. Entiendo que esta noticia cambiará la
manera como me has visto, pero no me juzgues a priori. Este es el mejor regalo
que puedo darte y sé que algún día me lo agradecerás. Ante todo te ruego que lo
guardes en la más estricta confidencialidad. Bajo ningún concepto debe ser
divulgada la información que conocerás a continuación.

Hace más de dos años participé como inversionista de una compañía de


investigación biogenética. Lo primero que llamó mi atención fue la cantidad de
proyectos que manejaban, muchos de ellos para desarrollar órganos artificiales
destinados a trasplantes. Ya entonces habían incursionado en experimentaciones
de manipulación embrionaria para generar especímenes mejorados de animales.
Cada trimestre he recibido informes de esa corporación donde me notifican de
tales progresos. A inicios de este año fui convocado a una reunión de socios,
donde nos presentaron los más recientes avances. Te debo confesar que quedé
estupefacto cuando nos mostraron la mayor novedad. Habían comenzado a
experimentar de forma exitosa con clonación animal y querían ensayar con
humanos. Para los pocos presentes fue una noticia alarmante por sus
impredecibles consecuencias. Nos dieron un tiempo para pensar si queríamos
invertir, y luego de una cerrada votación se concluyó que el proyecto debía
desarrollarse en secreto, ya que no cuenta con los permisos de sanidad ni el aval
de los organismos internacionales de defensa de los derechos humanos.

Hijo mío, mi decisión fue invertir. Estoy seguro de que es un buen negocio, una
inversión increíble. Y si esa técnica llegara a patentarse, ¿cuántos no estarían
dispuestos a vaciar sus arcas para tener un clon de sí mismos? Yo lo decidí
pensando en tu futuro, para que no padecieras los mismos problemas de salud
que me han aquejado. Los otros socios inversionistas donaron muestras de sus
tejidos para probar la veracidad del experimento. Yo no quise ser objeto de eso
porque no tenía sentido, mi enfermedad avanzaba y de nada serviría esperar a
que un ser con mi misma carga genética se desarrollara. En su defecto, opté por
enviar una porción de células madre que conservaba en el banco criogénico y que

Pág: 17
fueron tomadas al momento de tu nacimiento. Con ello desarrollarían a un ser
humano con tu mismo ADN, un cuerpo mejorado libre de enfermedades: un clon.
Si en un futuro necesitas de un trasplante de algún órgano, podrás disponer de él
sin temor a que tu organismo lo rechace, inclusive su sangre sería perfecta para
alguna transfusión. Puede sonar macabro, inhumano, pero ese es el futuro, hijo
mío. En lo sucesivo recibirás los informes trimestrales con la evolución de esa
criatura. Ojalá que nunca tengas necesidad de usarlo. Con respecto a él, no
tendrás que preocuparte, pues vivirá muy bien. He destinado un pago de por vida
para que pueda crecer y desarrollarse dentro del laboratorio que cuenta con todas
las comodidades y con sus necesidades básicas cubiertas. Josh, sabes que te
amo y confío en que sabrás entenderme. Ya no hay marcha atrás y no estaré ahí
si he de arrepentirme. Eres un Peterson, y como todos tus antecesores serás un
triunfador; además, con una larga vida. Por siempre, tu padre».

Josh no daba crédito a lo que decían esas líneas. ¿Cómo imaginar que su padre,
admirado por su sentido de justicia y de humanidad, pudo haberlo hecho cómplice
de semejante abominación? No podía entenderlo. Leyó la carta dos, tres, cuatro
veces. La sola idea le causaba náuseas, estaba en shock. Se hizo mil preguntas, y
con cada respuesta se hundía más en las profundidades de la decepción. Ese día
marcó su destino, ya nunca sería el mismo sabiendo que alguien más portaba su
identidad. En simultáneo, a pocos kilómetros, un bebé engendrado artificialmente
abría sus ojos al mundo; un mundo que conocería a medias y cuyo cuerpo tendría
que compartir con el proveedor de sus propios genes.

Capítulo III
Su imagen reflejada

Josh sabía que esa noche de fin de año no sería como las anteriores. En esta
oportunidad la pasaría solo, sin la compañía de su prometida, quien había tomado
un vuelo para estar con su familia en Chicago. Sus amigos más cercanos tampoco
estaban disponibles esa víspera de año nuevo, así que dispuso tomarse el día

Pág: 18
para él y descansar en su confortable casa. Ni siquiera en la intimidad de su hogar
dejaba de vestirse con la distinción de un refinado ejecutivo. A sus cuarenta y dos
años había alcanzado un alto reconocimiento público, apareciendo inclusive en la
portada de la revista Time como personalidad destacada en el mundo de los
negocios del año en curso. Peterson Associated se convirtió en el primer bufete de
abogados de la ciudad de San Francisco con él a su mando. En realidad, tanta
fama y notoriedad resultaban abrumadoras para un hombre reservado y de
conversación lacónica como Josh. Solía evitar entrevistas y huía del acoso de
reporteros. Lo del Time fue una excepción que no obedecía a su ego, sino a un
intercambio comercial para dar publicidad a la revista y al bufete.

Sentado en su sillón reclinable, con el masajeador activado, reflexionaba: «Creo


que ya es hora de que piense un poco más en mí. Ha sido excesivo el tiempo
invertido en el trabajo. Me he olvidado de vivir, de disfrutar lo que tengo. Es cierto,
me gusta lo que hago, pero no puedo permitirme otro rompimiento afectivo por
falta de dedicación. Con Ingrid tiene que ser diferente, ella no se merece un
desplante de mi parte», suspiró, «debo cambiar, me tomaré unos días para
meditar sobre lo que haré con mi vida». Estiró los brazos arremangándose la
camisa y se dirigió a la biblioteca. Allí tomó papel y bolígrafo para hacer una lista
de sus próximas acciones. Si bien disponía de su nanocomputadora de
interpretación de voz para tal fin, él prefería hacerlo de la forma tradicional con su
puño y letra. En la esquina del escritorio reposaba el sobre con el informe
trimestral más reciente, era indescriptible el desagrado que le producía. Lo agarró
con la yema de los dedos y lo guardó –sin abrir– en la tercera gaveta, donde
estaban los demás sobres, todavía cerrados desde hacía dos décadas.

Antes de comenzar a tomar los apuntes en su libreta personal se sirvió una copa
de coñac. Fue bebiendo pequeños sorbos hasta alcanzar indefectiblemente ese
estado de relajamiento que pocas veces se permitía. Sus pensamientos se fueron
profundizando, inducidos por el efecto flemático del alcohol. Recordaba su niñez y
la época de adolescencia. Su mente viajó hasta el instante en que recibió aquella

Pág: 19
carta de su padre, ese día que le cambió la vida y que quiso dejar en el olvido.
Durante esos años trató de evitar reencontrarse con el sufrimiento de aquel legado
indeseado, pero cada trimestre recibía el recordatorio de que era una realidad
ineludible con la cual tenía que convivir. Se sirvió una cuarta copa, esta produjo un
efecto desinhibidor que lo ayudó a liberarse un poco de su represión: «Es inútil,
¿hasta cuándo voy a seguir evadiendo ese hecho atormentante? De nada sirve
que siga haciéndome la vista gorda. ¡Tengo un clon, por todos los cielos! En este
momento debe tener veinte años. ¿Se parecerá a mí cuando tenía esa edad?,
¿cómo vivirá? Y estas cartas, ¿por qué nunca me atreví a leerlas?, ¿a quién estoy
engañando con este encubrimiento? Es suficiente, ya debo afrontarlo». Con firme
determinación abrió la gaveta y tomó el legajo de sobres, los esparció a lo largo
del escritorio, y los ordenó cronológicamente; ochenta en total. Tomó el primero y
lo abrió. Dentro había una hoja en blanco. Sin entenderlo, tomó el segundo y
encontró otra hoja sin el más mínimo rastro de impresión. Repitió la operación con
todas las cartas obteniendo el mismo resultado; su expectación crecía más y más
a medida que encontraba simples papeles sin información alguna. «¿Qué clase de
broma es esta?» Por fuera todos los sobres tenían el distintivo azul e indicaban
«Para: Josh Peterson»; las únicas palabras legibles en aquellos enigmáticos
envoltorios. En un brusco movimiento se llevó la copa a su boca y tomó el resto
del licor de un solo trago. Agarró con fiereza el último sobre, el que recién había
recibido esa misma tarde. Sus manos temblaban mientras rompía uno de los
extremos. Esta vez la tinta negra resaltaba sobre la blancura de la hoja interna
pudiendo leer su contenido sin omitir detalle.

Fecha: Diciembre 31, 2037


Biogenetics Research, Co.
305 Battery St
San Francisco, CA
A/A: Sr. Josh Peterson

Pág: 20
Ref.: Informe Nº 80 – Trimestre: 4/2037
Expediente: Sujeto C-005

–CONFIDENCIAL–

Generalidades:

• Edad cronológica: 20 años y 30 días


• Peso y estatura: 75 kg / 1,77 m
• Sexo: M
• Condición física: Excelente
• Desarrollo cognoscitivo: Aceptable
• Desempeño físico: El sujeto C-005 ha respondido satisfactoriamente al
entrenamiento físico sin presentar cuadros de fatiga.
• Capacidad pulmonar: Superior.
• Hematología: Los exámenes muestran valores dentro de los rangos
normales.
• Química sanguínea: Breve elevación de los niveles de glucosa por dieta
hipercalórica. Se reducirán las dosis de azúcar en las comidas para nivelar
los valores de glicemia.
• Sistema inmune: Estable
• Visión: 20/20.
• Conducta: Disciplinada y de comportamiento apacible.

Comentarios adicionales: C-005 se ha adaptado con normalidad al aislamiento.


Muestra gran interés en aprender y se le ha provisto de una computadora con
conectividad monitoreada para juegos en línea con fines didácticos. El desarrollo
físico ha sido normal y actualmente posee una inmejorable resistencia motora.
Desde su nacimiento no ha presentado enfermedades.

Pág: 21
Dr. B. Hershon (Directo: 415 5350015)
Printed with DesInk

Quedó impactado ante la revelación del estado de salud de aquel desconocido. Un


extraño que llevaba su propio genotipo en cada parte de su cuerpo. Se preguntaba
una y otra vez cómo había podido evadir la existencia de aquel ser. Muy en el
fondo quería saberlo. Su represión no era más que una forma de venganza hacia
su padre, un severo castigo autoimpuesto. Pero descubrir que su clon seguía vivo
con las condiciones físicas descritas en el informe, le despertó una enorme
curiosidad. Como nunca, sintió una urgente necesidad de conocerlo, de verlo.

Entendió, además, por qué algunas cartas estaban desprovistas de escritura. El


DesInk era una tinta especial que desaparece a las setenta y dos horas de su
impresión, y era muy utilizada en comunicaciones que necesitaban ser destruidas
para proteger su contenido y mantener la confidencialidad. Los correos
electrónicos estaban en desuso puesto que los hackers habían ganado mucho
terreno. Los sistemas de seguridad no podían evitar la cantidad de piratas
informáticos y el espionaje virtual era una profesión muy bien pagada. Esta
situación hizo que el sistema de correo postal volviera a tener auge a pesar de los
adelantos tecnológicos.

Para entonces, Biogenetics Research era una empresa reconocida en el ámbito


científico y su sede principal quedaba en la misma ciudad de San Francisco. Josh
había pasado muchas veces por el edificio situado frente a Embarcadero Center.
¿Cómo imaginar que esa era la misma corporación a la que su padre hizo
referencia en su carta póstuma? La decisión estaba tomada: cuanto antes tenía
que conocerlo. Era paradójico que después de tantos años negándose el permiso
de saber el contenido de esas comunicaciones tuviera que esperar unos días más
para realizar una simple llamada telefónica. Fueron unos días largos, colmados de
nerviosismo. Finalmente, pudo entablar comunicación con quien firmaba el informe
y logró concertar una cita.

Pág: 22
Eran las dos y cuarenta de la tarde del tercer día laboral del año 2038. Llegó
veinte minutos antes y se anunció en la recepción del lujoso edificio piramidal.
Mientras esperaba ser atendido detalló cada rincón del extenso perímetro interno.
Los pisos brillaban como marfil recién pulido y la iluminación era exagerada, como
si no hubiera nada que esconder. El techo, visto desde adentro, era una inmensa
cúpula estilo gótico con luces indirectas para resaltar los relieves esculpidos a
mano. Una pantalla en la pared de fondo proyectaba cortos informativos sobre
Biogenetics y había un olor agradable de asepsia floral en el ambiente.

–Señor Peterson, nos honra con su presencia. Soy el doctor Hershon, mucho
gusto –dijo aproximándose y extendiendo su mano.

–El placer es mío, doctor Hershon, agradezco que me haya recibido.

–Vayamos a mi oficina, seguramente tendrá muchas preguntas –indicó el hombre


de unos sesenta y cinco años, pelo grisáceo y bata verdusca impecable.

Ambos se dirigieron hacia la entrada de las oficinas pasando por el módulo de


acceso. Josh ubicó su dedo índice sobre el detector y este envió una señal a la
pequeña pantalla con sus credenciales: foto, nombre, edad y número de seguro
social. El doctor hizo lo mismo activando la puerta que se abrió de forma
instantánea.

Biogenetics comenzó operaciones a principios del año 2008, enfocándose en el


desarrollo de la ingeniería genética. Para ese entonces, la experimentación con
células madre estaba en su apogeo, una circunstancia por demás conveniente. En
poco tiempo logró hacerse un nombre, convirtiéndose en referencia mundial en
esa rama de la ciencia. Para 2012 contaba con los mejores especialistas en
clonación, con el doctor Bob Hershon a la cabeza. Pero en 2014 la empresa fue
objeto de una demanda sin precedentes por parte de organismos conservadores.

Pág: 23
El siguiente extracto resume –en palabras de su fundador, el doctor Zachary
Nielsen– lo sucedido desde su particular visión: «Esta decisión es un revés en el
progreso científico de nuestra era. Los beneficios obtenidos con la tecnología del
ADN están a la vista. Basta con ver las mejoras en el sector industrial: cultivos y
alimentos, esto sin mencionar los avances en el campo de la medicina. Ahora
pretenden vetarnos por llevar a un nivel más alto nuestros experimentos que solo
buscan optimizar la calidad de vida del planeta. La modificación genética en
humanos ya es una realidad, a mi juicio, imparable. Imaginen la cantidad de
enfermedades que se podrían evitar, las vidas que podríamos salvar. La oveja
Dolly fue apenas el comienzo. ¿Dejaremos que otras naciones tomen la
delantera?» Nielsen no tardó en etiquetar a sus detractores como «idealistas
pacatos» y «moralistas de segunda». No obstante el duro golpe económico,
Biogenetics no cerró sus puertas. Aprovechando el renombre dentro del medio, los
directivos decidieron atender otro mercado en crecimiento, el cual no les era del
todo ajeno: la biomecánica. El reinicio de Biogenetics Research –ahora con un
ligero cambio de nombre– tuvo sus tropiezos, un declive temporal que se vio
subsanado en corto plazo por la calidad de los materiales empleados y los
productos ofrecidos. Cientos de pedidos eran procesados mensualmente para
atender la creciente demanda de órganos artificiales, prótesis e implantes
patentados por la empresa. Su reputación era reconocida en todo el mundo por
sus logros científicos; muchos de los cuales habían salvado la vida de miles de
personas o mejorado sus condiciones de discapacidad. Incursionaron en el mundo
de la biónica aplicada a prótesis humanas: piernas, brazos y manos robóticas para
sustituir miembros amputados. Durante ese período de bonanza, nadie sospechó
que siguieran desarrollando técnicas de clonación en humanos. El ambicioso
Hershon se encargó de dirigir ese proyecto y encaminarlo hacia un gran comercio
clandestino que alcanzó talla mundial. Cuando se supo del éxito del primer clon
humano comenzaron a llegar solicitudes de distintas personalidades: magnates,
empresarios, artistas, políticos, inclusive gobernantes en los que destacaba la
mandataria de un país suramericano con planes sucesorales. Hershon actuaba
por cuenta propia, con autonomía; gozaba de privilegios que sobrepasaban el

Pág: 24
ámbito de la junta directiva de Biogenetics. Se encargaba personalmente de
escoger a los interesados, los estudiaba, y rechazaba a quienes pudieran
representar algún peligro. Contaba con su propia partida presupuestaria y
administraba los ingresos de la creciente inversión. Zachary Nielsen era la cara
visible de la empresa, el encargado del próspero negocio legal; Bob Hershon era
la contraparte, el lado oculto que generaba igual cantidad de millones al patrimonio
financiero.

La planta baja era ocupada por el área administrativa. Las oficinas estaban
descubiertas, seccionadas en cubículos con divisores de vidrio templado. Los
empleados vestían elegantes uniformes de un color sobrio que, por contraste,
hacía resaltar los carnets de identificación. Josh persiguió a Hershon por los fríos
pasillos. El doctor caminaba con rapidez, a pesar del acentuado cojeo que hacía
de su andar una especie de accidentado baile. Tomaron un ascensor hasta el
tercer piso, y a unos pocos pasos entraron a una gran oficina.

Hershon provenía de una familia inmigrante de Alemania. Ya en su pubertad


demostraba poseer un liderazgo avasallador, de esos que logran atraer multitudes.
Siempre fue un estudiante sobresaliente y su comprensión analítica era superior al
promedio. Pero su auténtica pasión era el deporte. A sus diecisiete años le dijo a
su madre que dejaría los estudios para dedicarse al atletismo y representar a su
país en las próximas olimpiadas. Ciertamente, poseía excelentes marcas en
competencias intercolegiales y había batido récord en salto alto. En uno de esos
días de gloria, sus compañeros quisieron jugarle una broma, en parte motivados
por la envidia. Sin que se diera cuenta, dos de ellos sustituyeron la ligera barra
transversal por un tubo de acero del mismo grosor. No conformes con ello, lo
pegaron de ambos lados fijándolo a una altura de 1,82 metros. Llevaron al joven
Hershon al campo y lo incitaron a saltar desafiándolo a superar su marca.
Ignorando el peligro, alardeó que no solo superaría su propio récord, sino que lo
haría con un grado extra de dificultad: un salto de frente al estilo de rodillo ventral.
Corrió y se impulsó con fuerza, pero no fue suficiente para pasar la barra falsa.

Pág: 25
Suspendido en el aire, supo que no lo lograría. El desastre era inevitable. La
rodilla derecha impactó contra el tubo fracturando la rótula. Sus días de deportista
habían terminado.

–Tome asiento, señor Peterson, póngase cómodo. ¿Le molesta el frío? Me gusta
trabajar así, con la temperatura a punto de congelación. El calor me pone de mal
humor, por eso evito estar en la calle por mucho tiempo. Insisto, si quiere puedo
regular el termostato a su gusto.

Y no era una exageración, cuando entraron a esa oficina Josh sintió como si
hubiesen abierto la escotilla de un trasatlántico en pleno viaje invernal por la
Antártida. ¿Cómo alguien podía trabajar bajo esas condiciones? Antes de
responderle fue interrumpido por otra pregunta.

–¿Puedo ofrecerle algo de tomar? Acabo de preparar un café que es una delicia,
originario de Centroamérica. Lo mandé a traer desde una plantación donde aún lo
cultivan a la manera tradicional, sin químicos añadidos. Además, estas máquinas
de ahora para preparar expresos son una maravilla, todo el sabor de un buen café
en una sola cápsula.

En una situación normal, Josh hubiese aceptado; de hecho, aceptado más de una
taza. El café era su perdición, uno de esos simples placeres que se permitía
degustar. Pero a la vez conocía sus reacciones por el exceso. Si aceptaba sería la
quinta porción de cafeína en lo que iba del día y la que sin duda detonaría su
ansiedad.

–No, gracias, estoy bien así. Como comprenderá, quise venir en persona para
conocer las instalaciones. Debo ser garante de las inversiones que dejó mi padre y
que ahora son mi responsabilidad –mintió Josh siguiendo el plan diseñado para
lograr persuadir a Hershon de su única intención: conocer al sujeto identificado
como C-005.

Pág: 26
–Tuve el privilegio de conocer a su padre, un hombre sumamente culto y con una
visión aguda para los negocios. En aquel momento nuestra compañía estaba
arrancando y contaba con los mejores profesionales en el campo de investigación
biogenética. En lo que a mí respecta, le estoy muy agradecido por habernos
financiado, en especial su aporte al proyecto Salamandra.

–Sí, en efecto me habló de ello –aseveró Josh intuyendo que se trataba del mismo
proyecto de clonación humana.

–Como habrá podido observar en nuestros informes trimestrales, el sujeto de su


propiedad goza de buena salud. Debo confesarle que tuvimos algunas pérdidas,
ya que algunos embriones no llegaron a desarrollarse. Sin embargo, el índice de
éxito ha crecido en los últimos años debido al perfeccionamiento de la técnica.
Cada vez son más los que están dispuestos a invertir para contar con un donante
en vida. Obviamente, el proyecto se sigue manteniendo bajo total confidencialidad.

–Hay algo que no entiendo: ¿cómo hacen para que el propietario, si cabe el
término, utilice las partes u órganos del sujeto donante y seguir manteniéndolo
vivo? –preguntó Josh con una frialdad que jamás pensó podía simular.

–Eso depende, muchos de nuestros clientes prefieren utilizar los órganos


sintéticos que también ofrecemos y así mantenerlos con vida para algo más
prioritario. Tuvimos un caso muy complejo en el que nos vimos en la obligación de
trasplantar el hígado y el páncreas del sujeto a su dueño. Lastimosamente,
perdimos una vida para salvar a otra de una muerte segura. De eso se trata: de
poder disponer de órganos, tejidos o sangre sin complicaciones. Usted sabe, Josh.
¿Puedo llamarlo Josh? Hoy en día la ciencia ha avanzado, aunque hay
enfermedades que siguen siendo incurables –afirmaba con vehemencia y
naturalidad.

Pág: 27
Josh sintió repulsión y unas ganas enormes de vomitar. Sin hacerse notar, tragó
su propio buche ácido. No podía permitirse tal ligereza delante de Hershon.
Mientras escuchaba no dejaba de sorprenderse por lo inhumano del discurso,
como si se tratara de un mercader de órganos humanos. Debía sobreponerse y
seguir adelante con su táctica persuasiva.

–Entiendo, Hershon, sé bien de qué se trata todo esto.

–¿Y qué lo trae por aquí? ¿Desea hacer uso de su sujeto? Será un placer ayudar
a uno de nuestros mejores inversionistas.

–Precisamente, amigo Hershon, ¿puedo llamarle así también? He venido a


conocer mi mercancía. Como comprenderá, no es lo mismo leer informes a ver
con estos ojos el estado de mi clon. Eso es lo que me trae por acá. Ahora no
tengo necesidad de utilizarlo, solo quiero ver el resultado de mi inversión familiar.

–Amigo Josh, nuestras cláusulas establecen que no debe haber contacto entre el
sujeto donante y su propietario, ya que ello es contraproducente para ambas
partes. Sin embargo, veo que no estoy tratando con cualquiera. Usted ha
heredado el mismo carácter de su padre y creo que podría afrontarlo sin
problemas. Además, en su honor y en agradecimiento puedo manejar una
excepción. Pero debo advertirle que no habrá contacto físico, únicamente a través
de las cámaras. Vamos, sígame por acá.

Ambos se levantaron y emprendieron la marcha por una red de pasadizos


internos. Josh ni siquiera notó cuando ingresaron al área de acceso restringido.
Allí, en uno de los cruces, toparon de frente con un hombre que venía distraído;
podía intuirse que se trataba de algún otro médico por la similitud de las batas.
Tenía una estatura descomunal y la cabeza no correspondía con el tamaño del
cuerpo. Josh apenas tuvo tiempo de apartarse. El gigante tropezó el hombro de
Josh. El golpe hizo que el extraño saliera de su aturdimiento. Por unos instantes

Pág: 28
cruzaron miradas. Josh hubiese podido jurar que el grandulón con bata creyó
haber visto al mismo Lucifer. La expresión de miedo era inenarrable. Josh también
se asustó. Hershon lo tomó por el brazo y prosiguieron por el pasillo. Fue una
situación, por decir lo menos, embarazosa. Un cartel resaltaba en la parte superior
de una puerta rotativa: «Sala de monitoreo [Solo personal autorizado]». El doctor
hizo señas a la cámara lateral y activó con su dedo la apertura. El cuarto tenía
varios monitores en línea y dos empleados sentados en un mesón a lo largo del
circuito, a quienes Hershon ordenó que se retiraran. Las imágenes mostraban a
varios individuos, todos muy jóvenes, vestidos de blanco y haciendo actividades
diversas.

–Desde aquí monitoreamos a cada uno de los clones. En este centro albergamos
a diez. Hay muchos más en las otras sucursales. Por favor, tome asiento, Josh,
esto puede causarle algo de impresión. Aquí vamos –dijo mientras digitaba unos
códigos en uno de los teclados.

Hershon tomó el mando central y reprogramó la intensidad lumínica de la sala


para una mejor apreciación. Los diez terminales, en perfecta sincronía, emitieron
la imagen de un hombre joven en distintos ángulos. El muchacho estaba sentado
en un sofá con un libro en la mano. Parecía relajado, inclusive lucía complacido.
De un tirón dejó el libro a un lado y se incorporó. Quedó de pie, sin moverse por
unos instantes, con la mirada perdida. La imagen ultranítida permitía ver cada
detalle: desde el color acaramelado de sus ojos hasta los lacios vellos de las
pantorrillas. El chico, ignorante de la observación, dio una vuelta y emprendió un
recorrido, trazando un espiral imaginario en el suelo, como si se tratara de una
ceremonia aborigen alrededor de un fuego sagrado. Circulaba por la habitación
evitando tropezarse y ajustándose al espacio limitado. Hershon lo seguía con las
cámaras ocultas intentando un acercamiento de su cara. En la parte inferior de las
pantallas titilaba una señal en color rojo: «Sujeto C-005».

–¿Qué está haciendo? –preguntó Josh boquiabierto.

Pág: 29
–No tengo la menor idea. A lo mejor está jugando. Ya que no tienen con quién
hacerlo, inventan juegos para distraerse. Me pregunto si para ellos el tiempo pasa
más lento que para nosotros –carraspeó–. Es el cautiverio, amigo Josh. El hombre
siempre busca mantener su mente ocupada para no volverse loco.

Dentro de Josh, el momento transcurría como la pausa entre dos acordes de


hiriente resonancia. Más que una imagen, era el destello de un espejo detenido en
el tiempo, un pasado viviendo en un cruel presente; un chico que le hizo recordar
a ese otro que hacía veinte años se graduó con honores en Berkeley. Aquel era
una reproducción exacta, la encarnación de su propio ser: su otro yo.

Capítulo IV
Ética comprometida

Siento vergüenza de mí mismo, y más aún, de ser un superviviente. El refugio


donde me encuentro hizo su parte aislándome y protegiéndome de la aniquilación.
Yo hubiese preferido morir junto a mis hermanos. Cualquier otra condición sería
más digna a esta insoportable soledad. Las provisiones se agotan rápidamente en
esta cueva hecha para mantenerse por corto tiempo. No hago otra cosa sino
caminar en círculos dentro de este minúsculo espacio. Atormenta el ruido del
motor de diésel a punto de extinguirse por falta de combustible. Falla la
electricidad. De seguir así, deberé exponerme a la radiación para conseguir
alimento. Desconozco el estado del exterior, apenas puedo imaginar la desolación
reinante afuera: bosques carbonizados, el mar embravecido, ríos sin cauces
arrastrando cuerpos desmembrados y quemados, ¿habrá oscuridad o luz
fulminante? Solo unos pocos afortunados pudieron costearse alguna de esas
esferas chinas de alta tecnología capaces de soportar tsunamis, diluvios, o
terremotos. ¿Tendrían la misma resistencia ante el fuego y las altas temperaturas?
Quizás sus ocupantes se encuentren calcinados en su interior. Los bunkers

Pág: 30
acondicionados eran otra opción: grandes estructuras recubiertas de material
ultrarresistente. Dudo de su eficacia, dada la intensidad de la catástrofe. Los
refugios subterráneos eran más económicos y con más probabilidades. Doy fe de
ello. Pero el fin de nuestra especie ya había empezado antes del pronóstico
astronómico, cuando comenzó el comercio de refugios en todo el mundo. La
premura del evento no permitió la construcción masiva de ellos. Ahí se inició el
pandemónium, al pelearse por los cupos reducidos. La gente entregó fortunas
para proteger a sus familias. ¿De qué sirve todo ese dinero ahora? Otros optaron
por construir sus propias guaridas en los patios de sus casas, ¿habrán logrado
salvarse? Yo no tenía suficiente dinero. Estaba dispuesto a suicidarme como mis
amigos más cercanos. Hicimos una gran fogata en lo alto de Mount Vernon con
mucho licor y comida. Allí veríamos el fin, tomados de la mano y rezando por
nuestra salvación. Ese era el plan; ellos lo harían, yo no. Había perdido a mi
esposa tiempo atrás. Gasté todos nuestros ahorros tratando sus complicaciones
después del accidente automovilístico. Ya no tenía nada, ni siquiera la fe en Dios.
¿Qué clase de ser supremo permitiría tanta saña y sufrimiento? La oscuridad
permitía ver la estela de fuego acercándose amenazante sobre la Tierra. Si todo
salía bien, la gran roca estelar sería desintegrada en la estratósfera. Muchos
dudábamos sobre la efectividad del procedimiento. La colisión estaba pautada
para las 02:13 a. m. Antes de eso, ya habíamos bebido lo suficiente como para
recordar ridículas oraciones. Y fue ahí, cerca de la hora pronosticada, cuando
emergió nuestro instinto primitivo. Los padres cobijaron a sus niños como si con
sus brazos pudieran protegerlos del infierno. Los esposos besaban a sus esposas
y los amantes mostraban sus repugnantes muestras de cariño. Lo reconozco, me
transformé. De alguna forma perdí el control. Tomé el arma y bajé por la montaña.
El cielo había aclarado en un tono mortecino, augurio de extinción. Los perros,
abandonados a su suerte, aullaban delirantes simulando a sus antepasados lobos.
Escuché disparos cercanos. Desenfundé mi pistola y busqué la procedencia de las
detonaciones. Un hombre sacaba los cuerpos sin vida del refugio de mis vecinos;
eran ellos, los únicos en usar una retroexcavadora y cavar su propia caverna.
Crucé mirada con el asesino. Me apuntó. Yo fui más rápido. Bolas de fuego

Pág: 31
desprendían del cielo, el calor ya no provenía de las alturas sino de los incendios
formados alrededor. Si no aprovechaba la ocasión sería demasiado tarde. El
refugio estaba disponible. Entré, cerré la tapa de acero y bajé las escaleras.
Después, el estruendo, el calor, el humo colándose a través de aberturas
imperceptibles. Y aquí estoy, sediento y con enormes llagas en la piel. No aguanto
convivir con mi propio excremento. Por eso me avergüenzo, por haber sido tan
débil ante la muerte. Han pasado seis días desde el cataclismo cósmico. Los
misiles atómicos no alcanzaron el objetivo de destruir el asteroide antes del
impacto. No sé si haya alguien escuchándome. Hablo por una radio de baja
frecuencia y este es un mensaje de auxilio. Debo salir. El oxígeno es escaso. Se
apaga el generador.

Texto N° 1 – Después del apocalipsis.

Cuando Andrew leyó aquel relato entró en un profundo estado de conmoción. Fue
un período difícil en el que su comportamiento varió abismalmente. Se negaba a
acatar órdenes, a comer y a ejercitarse. Por las noches la actividad neuronal
aumentaba causando alteraciones en el ritmo cardíaco. La falta de descanso
debilitó sus fuerzas. Era obvio que pasaba por un episodio depresivo. El
diagnóstico era preocupante, alarmante; un cuadro fuera de lo normal para un
joven de veinte años, ya sea en esta o en cualquier otra condición. En contra del
protocolo, fue necesario aplicar fármacos para tratarlo. Esto hizo que Hershon
tomara cartas en el asunto.

Y es que Andrew nunca antes había sufrido cambios de conducta tan


considerables. Ni siquiera de bebé, cuando fue sacado de su cálida incubadora y
trasladado a la fría sala de neonatos. En ese entonces, el mismo Hershon se
encargaba de contratar a las mujeres que daban sus vientres en alquiler. Las
elegidas, la mayoría en estatus ilegal, recibían cuantiosas sumas por sus úteros (y
su silencio). Una vez que culminaba el proceso de modificación genética in vitro, la

Pág: 32
célula fecundada era transferida a un útero sano con la finalidad de que anidara y
lograra desarrollarse hasta el nacimiento. El origen, raza o etnia de la portadora
era irrelevante, con tal de que gozara de buena salud y estuviera dispuesta a
ceñirse al plan de embarazo seguro diseñado por Biogenetics. También debía
acatar una cláusula inapelable del contrato: entregar el recién nacido al momento
del parto. Tal fue el caso de Andrew, quien jamás supo que provenía del vientre de
una joven armenia, refugiada de guerra, con enormes necesidades económicas.
Hershon, obsesionado con cuidar hasta el más mínimo detalle, delegó en su
asistente –el doctor Pellegrini– todo lo relativo al cuidado de los infantes.

El doctor Camilo Pellegrini, o simplemente Camilo (así le gustaba que lo


llamasen), fue discípulo de Hershon en la facultad de Medicina. De mente
distraída y trato huidizo, tenía facciones casi opuestas a su mentor: labios
perfilados, nariz chata y ojos de Buda sonriente; su cara formaba un círculo exacto
armonizando con sus cachetes redondos y rozagantes, similar a una torta de
chantillí decorada con dos rodajas de remolacha. Su estatura de Pie Grande
contrastaba con su cara amable. Lo cierto es que Camilo tenía un grave problema
de autoestima, quién sabe si por las burlas cuando niño debido a su aspecto, o por
el penetrante olor de su sudor –entre rancio y agrio– que se exacerbaba con
estímulos insospechados (cosas de la química corporal, pues). Podría decirse que
disfrutaba de su carrera como médico pediatra; para él: una profesión lucrativa y
menos sacrificada que otras. Pero su pasión, la verdadera, era de otra índole.

Las funciones de Pellegrini dentro del proyecto iban más allá de los rutinarios
chequeos médicos. Andrew fue su primer conejillo de Indias: el primer bebé clon
de cuerpecillo perfecto que examinó, evaluó y analizó. A partir del año dos del
nacimiento de Andrew tuvo que ingeniárselas para distribuir su tiempo entre los
nuevos clones recién llegados al laboratorio. En un inicio, el protocolo de
aislamiento contemplaba la restricción casi total de contacto humano con el
propósito de evitar una posible animadversión a la soledad, pero en poco tiempo
admitieron que era muy problemático mantener a un niño en tales condiciones de

Pág: 33
incomunicación. Y no es que Hershon o Pellegrini lo consideraran inhumano,
simplemente no era conveniente. Para domesticarlo era necesario enseñarle a
acatar órdenes. Fue así como comenzó el programa de educación limitada. Esta
incluía la enseñanza del lenguaje y matemáticas simples, con un incremento
controlado de complejidad en la medida que las edades avanzaban. A los doce
años Andrew ya era capaz de resolver cálculos de aritmética, álgebra, geometría y
trigonometría con la ayuda de un programa computarizado de autodesempeño.
Por razones obvias no se incluía el estudio de materias que dieran indicios del
mundo exterior: historia, geografía, física o química. Camilo estuvo a su lado, más
como guía que como doctor.

Todo parecía marchar bien con Camilo haciendo las veces de tutor –si es que tal
término tenía sentido– de los imberbes clonoides. Hershon se inmiscuía poco en
los asuntos de crianza infantil, le interesaba más el buen estado físico de los
clones que cualquier otra nimiedad relacionada con la educación de los mismos.
«¡Más disciplina y menos complacencia!», solía exigirle a Camilo, quien ya
evidenciaba agotamiento. Fue entonces cuando llegaron los problemas: en uno de
los chequeos matinales, Camilo detectó fluido seminal en la ropa interior de
Andrew, un indicativo claro de la pubertad. ¿Con qué soñaba Andrew si no existía
ningún estímulo externo que despertara su sexualidad? Camilo se horrorizó de
solo imaginarlo.

Y no era lo único con lo que tenía que lidiar: eran las preguntas de Andrew –
lógicas y bien formuladas, propias de un ser pensante con capacidad para
argumentar– las que lo hacían transpirar. Se percibía en el aire el olor avinagrado
de la grasosa frente de Camilo. «¿Qué me está pasando?, ¿Camilo, por qué tengo
esas visiones mientras duermo?» Un día le contó uno de esos sueños, le dijo que
se veía caminando por un lugar extraño con mucha agua alrededor: «Eran
millones de vasos de agua derramada a mis pies». También le dijo que no iba
solo, alguien lo sujetaba de la mano, «tengo ese sueño casi todas las noches,
Camilo, ¿por qué?» El doctor atribuyó esas visiones a una imaginación precoz, o

Pág: 34
tal vez, a alucinaciones de un cerebro clónico. ¿Alguna manifestación de memoria
celular? Tuvo, pues, que acudir a mentiras, argucias y artilugios para calmar la
ansiedad del chico. Los otros clones no le daban tantos dolores de cabeza. Le
obsequió un viejo MP3 player para probar con música antiestrés y clásicos
instrumentales. Con ello logró mejoras parciales en el temperamento de Andrew,
quien parecía complacido con sus audífonos y sumergido en un éxtasis
trascendental. Luego, sin la autorización de Hershon, le fue proporcionando
lecturas, extractos de libros y cuentos simples, con la condición de que los
mantuviera ocultos. Andrew demandaba más y más material para leer. Camilo
dosificaba las entregas e inventaba excusas incongruentes. En honor a la verdad,
Camilo Pellegrini no era competente ni para ayudarse a sí mismo. Las
consecuencias de aquellos paliativos eran de esperarse: más preguntas y
cuestionamientos por parte de Andrew, quien ya manifestaba síntomas de
rebeldía. Camilo estaba cometiendo errores, actos negligentes, un daño
irreversible en la atormentada psiquis de Andrew. Llegó al punto de no saber cómo
actuar, su especialidad médica no abarcaba el estudio de la mente. Jamás
imaginó el impacto que causaría aquel relato en el chico que ya contaba con
veinte años. Si bien el jovencito desconocía muchas de las palabras utilizadas en
ese texto, podía intuir sus significados; y eso empeoró el desorden psíquico. La
depresión de Andrew hizo que todo el equipo del proyecto se volcara contra las
técnicas empleadas por Camilo. Hershon intervino aplicando cambios drásticos en
las rutinas de los clones y en la frecuencia de las visitas médicas. Redobló,
además, la vigilancia en las habitaciones y áreas comunes del laboratorio.
Supervisaba con sus propios ojos las sesiones de Camilo. El desconfiado Hershon
se empeñó en hacerle la vida imposible a su exdiscípulo. Debía obrar con astucia:
el pediatra sabía demasiado. Era preferible una renuncia a un despido.

Camilo acababa de hacer su ronda habitual por las diez habitaciones. Ese día no
le dirigió la palabra a nadie. Su frente, espalda y axilas exudaban con más
potencia el acostumbrado hedor nauseabundo. Lento y taciturno, transitaba por los
pasillos del laboratorio cual veleta sin rumbo. Lo último que registraron las

Pág: 35
cámaras fue el momento en que tropezó con Hershon y el visitante. Encontrarse
frente a frente con el Andrew adulto fue, tal vez, la gota que rebosó el vaso. Luego
de eso, nunca más se volvió a saber de él.

El reloj del tablero marcaba las 18:35, plena hora pico. Apenas habían transcurrido
cincuenta minutos desde que Josh subió a su carro y una hora desde que salió del
edificio de Biogenetics. Por una parte se sentía satisfecho por haber ejecutado con
éxito el plan de ver a su clon; por la otra, se arrepentía profundamente de haberlo
hecho. Cuando se despidió de Hershon creyó haber sido convincente, lo hizo con
un enérgico apretón de mano agradeciendo las consideraciones y atenciones
dispensadas hacia él. Escoltado por el doctor, salió por la entrada principal
pasando por un lado del detector de metales. Josh notó un ligero temblor en su
mandíbula que trató de controlar apretando los dientes. Al bajar por la escalera
hacia la calle cayó en cuenta de lo arriesgado de esa visita. Liberó la mordida y
percibió de nuevo el temblor, ahora con más agudeza. Allí tomó una decisión: esa
sería la primera y última vez que pisaría esas frías instalaciones.

Las vías hacia el aeropuerto internacional de San Francisco estaban colapsadas.


Curiosamente, la contaminación ambiental no era por el exceso de vehículos, sino
por el efecto residual invernadero que hizo cambiar la atmósfera de la metrópoli.
Atrás habían quedado los días de agradable frío para dar paso a un insólito clima
denominado Trópico de las Rocallosas, en honor a los ya extintos picos nevados.
La interestatal 380 estaba atestada de pequeños torpedos eléctricos similares a
escarabajos tornasolados, en su mayoría modelos de dos puestos y diminuto
maletero. Los vehículos a gasolina se consideraban un lujo. El petróleo se estaba
convirtiendo en una fuente de energía muy preciada debido a su eventual
desaparición. Buena parte de los motores operaban con baterías Bat-Gen,
capaces de generar electricidad a partir de agua y melanina sintetizada, evitando
la emisión de gases tóxicos. El V-Coop era el modelo más oneroso y funcional,
venía en colores brillantes –plateado y dorado– mezclados con elementos

Pág: 36
reflectantes de rayos solares. Solo algunos privilegiados fueron acreedores de la
edición especial del año, que incorporaba un microprocesador central con
comandos de voz y piloto automático. Esta versión se reconocía por una luz verde
intermitente en la punta de la antena exterior, distinguiéndolos en la noche
citadina.

De acuerdo a la computadora móvil, la hora de llegada serían las 20:05, justo a


tiempo para esperar el vuelo procedente de Chicago. Josh iba con sus brazos
cruzados en modo de autoconducción. La luminaria superior llamaba la atención
de los conductores que volteaban con disimulada envidia. Usualmente disfrutaba
viendo la expresión de los otros mientras conducía su último modelo, pero en esta
ocasión estaba tan absorto en sus pensamientos que ni se percataba de lo que
sucedía alrededor. La reciente visita a Biogenetics había causado estragos en su
conciencia; era imposible sacarse de la mente aquellas imágenes del sujeto C-
005. Tenía la incómoda sensación de haber visto a un animal acorralado e
indefenso andando en círculos alrededor de una jaula. Tampoco lograba entender
cómo podía existir gente dispuesta a pagar por algo tan perverso como tener
réplicas de sí mismos, a no ser que fuera por una patológica egolatría. En fin, no
era una tarea sencilla asimilarlo.

Una voz sintetizada lo hizo salir de su ensimismamiento: «Valor recalculado de


llegada = 20:49, accidente en la vía». Josh vio estropeada la sorpresa que
deseaba darle a Ingrid y optó por avisar que iba camino al aeropuerto. No podía
hacer más nada, solo volver a cruzar sus brazos y echar el respaldo hacia atrás
dejando que los controles lo llevaran hasta su destino. Inevitablemente volvieron
los pensamientos, esta vez con más contundencia: «Esto es inaudito, ni siquiera
me pasa por la mente que algún día pueda utilizar parte del cuerpo de ese
muchacho; él es inocente de toda esta barbarie y de ninguna manera seré
partícipe de ese plan maquiavélico. Prefiero vivir como cualquier otra persona y
disponer de lo que me pueda ofrecer la ciencia o la medicina. Nunca permitiría que
le quitaran un órgano a otro ser vivo sin su consentimiento. Es que no me cabe en

Pág: 37
la cabeza, todo es tan retorcido. Además, ¿cómo pueden llamarlo C-005? No
quiero ni pensar en el trato inhumano que le estarán dando. Odio reconocer que
ambos somos víctimas de ese deseo absurdo de mi padre. Me pregunto si lo hizo
de forma deliberada; es inconcebible que no haya previsto las consecuencias. ¿Es
que no imaginó el daño que ocasionaría?»

«Si tan solo pudiera drenar tanta pena, esta rabia por la manera como le están
coartando la vida a otro ser humano. Es tan triste saber que ese joven desconoce
su verdadero origen. ¿Qué pasará por su mente?, ¿pensará como yo? Somos
como dos gotas de agua: su cara, sus ojos, hasta el mismo quiebre de mentón.
Pero, claro, ¡ese muchacho podría ser mi hijo! Nada más parecido a ello. Tiene
algo más que mi sangre, lleva mi propio ADN. Soy veinte años mayor que él; es
decir, tiene el tiempo cronológico posible para que yo fuese su padre. Es como si
me hubiese reencontrado con un hijo perdido, una descendencia recién
descubierta. Es lamentable que no pueda entablar una conversación con él o
hacerle saber que estará encerrado de por vida. ¡No! No voy a permitir que esto
me siga afectando. ¿Para qué demonios abrí esos sobres? Era mejor dejarlo en el
pasado y no darme por enterado.»

Y había más cosas que le mortificaban de esa visita: «Ese gigantón que salió de la
nada y tropezó conmigo, debe ser algún empleado del laboratorio, ¿por qué
reaccionaría de ese modo al verme? Los ojos parecían salirse de sus órbitas. ¡Uff,
ese hedor, todavía lo tengo pegado a la ropa! Hay cada loco en el mundo… pero,
¿qué habrá querido decir Hershon con eso de heredar el mismo carácter de papá?
Si fue una actuación la mía, ¿quiere decir entonces que mi padre tenía la sangre
así de fría? Cada vez me convenzo más de lo poco que lo conocía. Me niego a
creer que haya algo de su personalidad perversa en mí. Y Hershon, ese viejo sí
que es desconcertante; yo que he tratado con tantas tipologías humanas, que he
presenciado de cerca la maldad con cantidad de criminales, nunca creí que
nuestra especie fuese capaz de cometer actos tan abominables. Ese viejo zorro

Pág: 38
no es de fiar, hay algo intrigante en él. Definitivamente me deja una mala espina,
una sensación de desconfianza que no logro explicar…»

Los carteles de la autopista anunciaban la cercanía al aeropuerto, lo cual fue


detectado por la computadora del V-Coop: «Tiempo de llegada a terminal T3 = 12
minutos». Josh tomó una bocanada de aire y siguió con su disertación interna:
«Tampoco puedo denunciarlos porque ello me pondría en riesgo, de alguna forma
soy cómplice de toda esta inmundicia. Lo más conveniente es que me vuelva a
alejar y prosiga con mi vida. Debo enfocarme en construir mi futuro, en lo que haré
a partir de ahora. No puedo seguir pendiente de ese sujeto, ni de Hershon, ni de
Biogenetics. Maldigo la hora en que mi padre me vinculó con esa mafia. No hay
más remedio. Haré cuenta de que se trata de un familiar lejano con el cual tengo
negado todo tipo de contacto. Será mejor así, en lo posible me mantendré al
margen. Además, está Ingrid; no quiero imaginar cómo lo tomaría. Ella es mi
futuro ahora y no debe saber nada de esto.»

Centelleaban las 20:50 cuando ya estaba estacionándose en el parking del gran


aeropuerto. Con paso firme y apresurado bajó por las escaleras mecánicas hasta
la sala de llegada de vuelos locales. A lo lejos divisaba a la venus rubia en las
mullidas butacas de cuero negro. Embelesado, se fue acercando con galanteo.
Detalló cada uno de sus movimientos. Su pierna cruzada se columpiaba sobre la
otra y los finos dedos de su mano parecían tocar alguna melodía de piano sobre
su equipaje. Sus ojos claros se encontraron con los de él mientras se levantaba
del sillón. La expresión de Josh reflejaba lo que ella anhelaba desde hacía tiempo,
su intuición femenina lo supo desde que sus miradas se acoplaron. Esa noche
celebrarían el fin de un prolongado compromiso para dar el gran paso a la unión
conyugal. Una vida desconocida solo para él, pues serían las terceras nupcias
para ella. Era justo lo que Josh necesitaba: un pretexto idóneo, un escape
ordinario con el cual librarse de su tormento. Creyó que dedicándose a formar su
propia familia se mantendría ocupado y, eventualmente, olvidaría lo que hoy lo
acongojaba. Y es que Josh volvía a equivocarse: ¿cuánta prórroga se le puede

Pág: 39
conceder a una herencia de sangre sin que sea reclamada? Al menos se daría
una tregua, al menos –por un tiempo– su conciencia descansaría.

Capítulo V
Un íntimo descubrimiento

–Mucho gusto, mi nombre es Bob Hershon. Doctor Hershon –dijo reteniendo la


delicada mano ajena–. Estoy realmente impresionado por su currículum. Para ser
tan joven posee bastante experiencia. Su tesis de grado fue sobre Cátedra
Bioética y obtuvo un Doctorado en Neurociencia. Además, ha trabajado como
terapeuta en reconocidas instituciones. Le adelanto, doctora Kamprad, que posee
el perfil que estoy buscando.

–El placer es mío, doctor Hershon. Siempre he visto a Biogenetics como una
institución modelo y a la vanguardia en tecnología médica. Para mí sería un
orgullo poder prestarle mis servicios.

–Gracias por lo que me corresponde. También veo que vivió en Los Ángeles, ¡qué
ciudad de locos! Hizo bien en mudarse a San Francisco.

–Me gusta esta ciudad, comparada con Los Ángeles es un paraíso –dijo la mujer
relajando un poco los hombros.

–Comienzo a ver similitudes entre nosotros, doctora. Ahora dígame, ¿qué la


motivó a convertirse en psicóloga?

–¿Por dónde quiere que comience? –sonrió obligada–, podría pasar horas
dándole argumentos que terminarían por aburrirle. Solo le diré que mi vocación
sobrepasa los simples tratados sobre el tema. Investigar sobre el comportamiento
del hombre es mi pasión, lo ha sido desde que tengo uso de razón. A propósito de

Pág: 40
ello, no termino de entender para qué necesita a una especialista en conducta
humana en esta empresa.

–Es obvia su apreciación –aseguró mientras le detallaba sus rasgos–. ¡Ya sé!
¡Claro! ¿Cómo no me fijé antes? Acabo de darme cuenta. Su cara me recuerda a
una de mis artistas favoritas de juventud: Tori Amos, no hay duda alguna de su
parecido. ¿Sabe de quién le hablo? La misma de Crucify y Concertina. Ya no
existen cantantes ni compositores como los de esa época.

La imprevista interrupción de Hershon desconcertó a la entrevistada, quien ya


comenzaba a darse cuenta de la clase de personaje que tenía enfrente. Ella,
yendo más allá, pensó que podía tratarse de una táctica para ganar su confianza,
de forzar una empatía que no terminaba de cuajar. No le pareció apropiado el
comentario dada la circunstancia, pero tampoco mostró desagrado.

–Por favor discúlpeme, no viene al caso. Mi imaginación voló por unos momentos
–carraspeó Hershon retomando su tono equilibrado–. Pues, no parece tener
relación la psicología con órganos artificiales para trasplantes. Pronto verá que sí
la hay, y mucha. Ahora bien, veo que nació en Suecia, ¿qué la hizo venir a este
país?

–Al graduarme en la preparatoria mis padres me enviaron a Norteamérica para


aprender inglés. Yo decidí quedarme y estudiar acá. Con mucho esfuerzo he
alcanzado algunas de mis metas, pero no creo que revista mayor relevancia que
conozca los detalles. En todo caso, me interesa conocer el motivo por el cual me
llamaron para esta entrevista –dijo marcando distancia.

–Pues bien, doctora Kamprad, previo a tomar la decisión de llamarla, hice una
investigación y encontré que usted formó parte de un proyecto que fue clausurado
hace un año por el gobierno de los Estados Unidos; algo referente a conducta en
simios con alteraciones embrionarias, ¿correcto? Según mis averiguaciones

Pág: 41
lograron algunos avances que no pudieron continuar. Lo importante es que usted
mantuvo total discreción, y la lealtad es un requisito sine qua non para este
puesto. Por otra parte, debo decirle que usted vino referida por mi buen amigo y
colega Bryan Larson, quien ahora se encuentra en Londres.

–Soy toda oídos, doctor Hershon –expresó con un fugaz rubor en sus mejillas
porcelana.

–Más que oídos, doctora, le dejo para que lea este informe que contiene
información precisa y necesaria sobre el asunto en cuestión. Luego usted me dirá
si le interesa integrarse a nuestro equipo. La dejaré por un momento para que lo
lea con calma. Volveré en treinta minutos –dijo levantándose de su silla y
haciéndole entrega de una carpeta de tapa dura. La carátula indicaba claramente:
Proyecto Salamandra.

Antes de dejar la oficina echó una ojeada a su teléfono móvil para asegurarse de
que la cámara, en el compartimiento delantero del mouse, ofrecía una visual
completa del rostro de la mujer. Y así era, nadie podría creer que la carcasa
ocultaba un sofisticado equipo filmador que enviaba videos en línea al dispositivo
de Hershon. Permitía, además, maniobrabilidad remota de los ángulos de
filmación, así como acercamientos de alta resolución; todo controlado por el
software del móvil. Fue de ese modo como pudo detallar todas las expresiones
faciales de la doctora. En close up, trató de identificar el color exacto de los ojos:
una combinación de verde lima con vetas azuladas que se intensificaban en la
circunferencia y hacia el centro en terminaciones ámbar. Daba la impresión de ver
a una nebulosa en expansión luchando por no ser absorbida por un fulgurante
agujero negro. Una visible dilatación en las pupilas fue el indicativo que Hershon
esperaba: había interés en el proyecto. Aprovechó la ocasión para escrutarle el
rostro, deteniéndose en los labios rojos y carnosos. Debía controlarse, esa mujer
podría enloquecerlo. Al volver, la encontró parada de espaldas junto al amplio
ventanal. El reflejo del sol sobre la fachada del edificio frontal resplandecía

Pág: 42
haciéndole delinear la sensual figura. Vestía una falda negra ajustada hasta las
rodillas, zapatos altos del mismo color y una blusa blanca bordada que hacía
resaltar su melena pelirroja en atrevida caída sobre los hombros.

–Y bien, doctora, ¿pudo leer el documento completo?, ¿encuentra interesante el


proyecto? No dude en preguntarme lo que quiera. ¿Necesita más tiempo para
tomar una decisión? No lo medite mucho, usted sería una pionera en esto. ¡Ah,
por cierto, qué maleducado he sido!, ¿puedo ofrecerle algo de tomar?

Fueron tantas las preguntas a la vez que quedó muda al intentar responderlas por
orden de prioridad. Un acto reflejo la hizo reaccionar frotando sus manos
frenéticamente.

–Lo siento, cómo no me di cuenta, ¿es el frío verdad? Tengo este mal hábito de
trabajar con el aire acondicionado a una temperatura, cómo decirlo, ¿helada? Este
clima mantiene activas mis neuronas.

Hasta entonces ella solo tenía referencias superficiales de su interlocutor: la del


científico destacado, el genio reconocido; toda una eminencia en su campo; pero
desconocía el grado de psicopatía que suele acompañar a este tipo de
personalidades. Conocía bien esos patrones de conducta, había trabajado con
ellos. No eran peligrosos mas sí de cuidado. A Hershon lo catalogó, al menos eso
creyó hacer. Para no alargar más su turno de la conversación, soltó una pregunta
que luego sería seriamente cuestionada por ella. Si bien no la comprometía, abría
una posibilidad con la cual coqueteaba.

–¿Cuál sería mi aporte en este proyecto?

–¿Debo tomarlo como un sí? Me complace saberlo –afirmó satisfecho–. Se trata


del paciente más antiguo: hoy cuenta con veintitrés años. Por lo general ha tenido
una conducta apacible, pero últimamente se muestra muy nervioso y rebelde.

Pág: 43
Hace muchísimas preguntas y nuestro personal no está autorizado para
respondérselas. Como podrá comprender, debemos mantener a este sujeto
sosegado, sin crisis de estrés. No debemos suministrarle fármacos con tanta
frecuencia para evitar adicciones; ello debilitaría su organismo y atentaría contra la
misión del proyecto y de nuestros clientes inversionistas. Debemos preservar con
vida a los diez sujetos que mantenemos acá. Su trabajo consistirá en aplicar
técnicas psicológicas para que el individuo C-005 retorne al modo sumiso de hace
unos años y logre mantenerse de esa forma en el tiempo. Si los resultados son
satisfactorios lo aplicará a los otros nueve, algunos son preadolescentes. ¿Tiene
experiencia con niños? Está de más decirle, doctora Kamprad, que sus honorarios
serán cuantiosos una vez que firme este acuerdo de confidencialidad –aseguró
Hershon extendiéndole un sobre cerrado.

–Doctor, agradezco su confianza. Pero hasta ahora no le he dicho si acepto esta


propuesta. No le voy a negar que suena tentadora, trabajar con clones humanos
de laboratorio sería un privilegio por el que muchos colegas pagarían. Debo
analizarlo bien, si me lo permite.

–¿Cuánto tiempo necesita? –preguntó Hershon como una exhalación.

–No se preocupe, no le haré esperar mucho –la doctora jugaba a su favor, ahora
ella tenía el control con la información que manejaba–. En ningún caso excederá
de una semana. Pronto tendrá respuesta, ya sea por sí o por no. Y con respecto a
la confidencialidad, no debe preocuparse. Soy una mujer de palabra.

–Puede comunicarse conmigo cuando lo desee para aclararle las dudas que se le
presenten.

–A propósito de ello, solo por curiosidad. Leí en el informe que hasta el año 2038
trabajó acá un médico pediatra que a su vez fungió como tutor de los niños. ¿Qué
pasó con él?

Pág: 44
Hershon tensó la frente y habló tratando de no traslucir nada de sí.

–Sí, claro, el doctor Pellegrini. Fue pieza clave al inicio del proyecto. Era el
encargado de velar por la salud de los neonatos y posteriores revisiones médicas
durante el desarrollo de los mismos. Todo iba bien, hasta que comenzó a tomarse
atribuciones que no le correspondían. Él mismo se buscó su destino. Hace más de
tres años de eso y los daños aún se sienten. Desde que Pellegrini tuvo la decencia
de renunciar me he venido encargando personalmente de los clones. Me cuesta
confiar en la gente que no sienta compromiso con lo que hace –cruzó los brazos y
llevó su mano derecha a la barbilla emulando a un pensador. Acto seguido, señaló
con su dedo a la doctora y siguió–. Por eso recurro a usted. Necesito la ayuda de
alguien capacitado. Usted es la persona que necesito.

Era el inicio de una nueva semana laboral, apenas cinco días desde la entrevista.
Sin anunciarse en la recepción, puso su pulgar sobre el lector dactilar de acceso a
las oficinas. Seguidamente, la minipantalla indicó: «Lunes 3 de junio 2041 / 07:55 /
I.D.: 15441214 / Nombre: Lena Kamprad / Empleada / Fecha de ingreso:
03/06/2041 / BIENVENIDA». Al entrar buscó a Hershon, quien ya la estaba
esperando.

–Me alegra verla llegar puntual, doctora, y sobre todo tan elegante.
Desafortunadamente el personal médico debe vestir la bata verde reglamentaria.
Ya sabe, una forma de distinguirnos del resto. Venga conmigo, le enseñaré su
nueva oficina.

Luego de hacer un recorrido por las instalaciones internas y culminar con las
formalidades de rigor, se dirigieron al área de acceso limitado donde operaba la
sala de monitoreo. Después de una breve explicación sobre el funcionamiento de
los controles, accedieron a la zona de máxima restricción situada en el ala sur. El

Pág: 45
diseño del edificio no daba indicios de poseer ese espacio clandestino que
contaba con dos pisos. Ambos niveles pertenecían al gran laboratorio del Proyecto
Salamandra; la zona de confinamiento en la planta baja, e investigaciones en el
sótano. A punto de entrar a la habitación que por fuera indicaba «C-005», se
detuvo para dar una leve palmada en el hombro de Hershon que caminaba
delante de ella con su habitual cojeo.

–Disculpe, doctor, leí con detenimiento el informe del sujeto y la bitácora de


acontecimientos. Sin embargo, quisiera que me aclarara algunas cosas antes de
hacer este primer contacto: ¿con cuántas personas se ha relacionado?, ¿qué
tanto sabe del mundo exterior?, ¿hasta dónde puedo llegar con la información que
le suministraré? –preguntó Lena con una expectativa que procuraba controlar.

–Doctora, solo puedo decirle que este paciente jamás podrá salir de estas
instalaciones. Es innecesario darle detalles de lo que existe allá afuera. No conoce
ninguna otra cosa más que esto. Le hemos ahorrado los pesares de vivir en una
sociedad competitiva y consumista; por consiguiente debería ser feliz en su
ignorancia –sonrió–. Pero ya usted sabe, es un individuo en su etapa inicial de
adultez que ha empezado a hacerse preguntas y eso debe manejarse con
cuidado. Confío en su criterio y profesionalismo, sé que logrará apaciguar su
temperamento –enfatizó, más bien, manipuló.

–¿Hay algo más que deba saber sobre el sujeto o acerca del proyecto? –arqueó
una de sus cejas.

Indudablemente, Lena era una mujer muy atractiva. Voluptuosa, casi exuberante
sin rayar en lo vulgar. El maquillaje discreto y la cabellera alisada le otorgaban un
aire de refinamiento; la altura se la daban sus puntiagudos tacones. A sus treinta y
cuatro años recién cumplidos había logrado alcanzar gran parte de sus sueños
profesionales. Desde muy joven sintió inclinación hacia el comportamiento
humano, desarrollándose con mayor interés por el ramo de la investigación

Pág: 46
cognitiva-conductual. No era una persona conformista y su disciplina la hizo
destacarse. Su carácter, algo esquivo, no era más que una forma de protegerse y
ocultar su timidez.

–Nada más que deba saber, doctora. Desconocemos la manera como el sujeto
estructura sus pensamientos. Lo consideramos irrelevante, siempre y cuando
usted lo mantenga controlado –tomó su carnet magnético y lo insertó en el
detector lateral de la puerta–. ¡Ah, por cierto! Casi olvido comentarle: lo he llamado
cariñosamente Andrew, así como aquel personaje humanoide de la famosa
historia de Asimov: The positronic man, el mismo que quería ser humano –sonrió
con una maníaca expresión– ¡Siempre me encantó ese nombre! –añadió–
¡Entremos de una vez!

Andrew se encontraba en la computadora de espaldas a la puerta, giró y clavó sus


ojos en los senos de la esbelta mujer. Su mirada fue tan penetrante que Lena
sintió como si su ropa se trasparentara por arte de magia, dejando expuestas sus
partes íntimas ante aquel extraño sin poder evitarlo.

Era innegable que Lena poseía una distintiva belleza nórdica. Un coctel
embriagador de provocativas pecas desparramadas en una piel sedosa y siempre
perfumada. De niña sentía vergüenza de ellas, hasta que descubrió el alcance de
su poder seductor. Vivía en una constante lucha por no ser catalogada de Barbie
cabeza hueca. Sabía el concepto absurdo que se tiene de las mujeres hermosas y
no se permitiría ser el foco de habladurías. Lo cierto es que la astucia era su
cualidad predominante. Cuando se mudó a Los Ángeles para estudiar en la
facultad, padeció las limitaciones de mantenerse con la corta remesa que le
enviaban sus padres desde Suecia. Confiada en su capacidad, se entregó en
cuerpo y alma a los estudios. Evitó involucrarse emocionalmente con las personas
de su entorno, incluyendo posibles amoríos con hombres. De tener alguna
necesidad de esa naturaleza la satisfacía con amantes ocasionales. Solo una vez
se dejó seducir de forma consciente. Fue en un período de vacaciones de verano.

Pág: 47
Lo hizo para darse el gusto de experimentar ese maravilloso prodigio que
llamaban amor; un lujo ignorado por ella. Fue así como se permitió conocer a
Pierre, un atractivo compañero del doctorado. Comenzaron a salir, cada vez con
más frecuencia e intensidad. Tenían largas charlas, de esas cuya duración se
mide por el grado de embeleso. A Lena le encantaba escuchar las historias
fantásticas que él inventaba, así como la profundidad con que abordaban ciertos
temas de interés común. Con el tiempo supo de los vicios, él mismo confesó su
debilidad. No obstante, no había nada reprochable mientras hubiese fidelidad
entre ellos. «Las adicciones pueden vencerse», solía pensar, aunque reconocía lo
fácil que era decirlo comparado con el espinoso trabajo que conlleva tratar esas
patologías. Aun así, Lena creyó estar con el hombre indicado; creyó, inclusive, que
podría salvarlo. Hasta el día que supo del embarazo, un suceso gratificante e
inesperado. Impulsada por la dicha, corrió a darle la noticia a Pierre, quien no se
reportaba desde hacía dos días. La última vez habían discutido, una ridícula
escena de celos; tal vez esa fuera la causa del alejamiento. Tocó el
intercomunicador del apartamento sin obtener respuesta. En vista de que no era
una situación usual, entró al edificio y subió por las escaleras. Con el apuro olvidó
traer su llave, por lo que recurrió a la copia escondida en el marco superior de la
puerta. Abrió la cerradura y entró ofuscada. Sus sospechas se hicieron palpables
con la más horrenda visión: Pierre yacía muerto en la alfombra por una sobredosis
de heroína. Los días siguientes fueron de entera oscuridad para ella. La depresión
causó daños en el desarrollo del feto y tuvo que ser internada de emergencia en el
hospital. No solo perdió a su hombre junto a la oportunidad de redimirlo, también
la semilla que germinaba en su vientre y la posibilidad de llegar a ser madre en un
futuro. Volvió a refugiarse en sus libros científicos y estudios sobre el
comportamiento humano, ahora con más ahínco que antes. Retomó las relaciones
esporádicas, arriesgándose con sexo promiscuo y prácticas extremas. Pronto
llegarían la apatía, la autoconmiseración y un absoluto vacío. Una parte de ella
gritaba en silencio por reencontrar el rumbo perdido, por tener un motivo para
seguir adelante. Su coraza, dura como el caparazón de un exótico quelonio,
escondía la nobleza de un alma atormentada por una pérdida irrecuperable.

Pág: 48
–¡Andrew, compórtate, no mires así a la doctora! –ordenó Hershon con tono
fuerte, como si se tratara del regaño a un niño desobediente–. Su nombre es Lena
y es doctora como yo. Eso quiere decir que puedes tenerle confianza. Sabes que
estamos acá para cuidarte y protegerte del peligro reinante allá fuera. Con ella
podrás hablar de todas esas cosas que me has preguntado y de las que no sé las
respuestas –volteó hacia la colega haciendo un guiño que distaba de ser cómplice.

Si bien Lena no se sentía cómoda con los métodos usados por Biogenetics para
comercializar la clonación humana, lo tomó como un reto personal, más allá del
interés profesional de tratar con seres clónicos en cautiverio. Creía que, muy
probablemente, el futuro estaría por ese camino, aunque aún no fuese permitido
realizar tales experimentos. Su experiencia la obtuvo desempeñándose como
terapeuta de pacientes con problemas de depresión y adaptación, en su mayoría
debido a la crisis económica de principios de 2035. Posterior a ello, se dejó
seducir por la investigación científica del comportamiento humano. Esa fue la
razón por la cual aceptó trabajar en aquel proyecto de experimentación con
primates, cuyo ADN era manipulado para crear especímenes mejorados y luego
extenderlo a la raza humana. Desafortunadamente para ella, no pudo concretarse
por «transgredir convenciones morales», catalogado de «antiético» y censurado
por el bloque conservador. Cuando recibió la invitación a entrevistarse en
Biogenetics creyó que se trataría de algo diferente, quizás para ayudar a personas
con trasplantes de órganos artificiales que necesitaran apoyo psicológico, pero
nunca imaginó que consistiría en otro proyecto que, de alguna forma, tendría
relación con su línea investigativa. El hecho es que su decisión estaba tomada y
ya se encontraba ahí, parada frente a aquel joven de cuerpo atlético que la
desnudaba con el recorrido de su mirada. Por un momento no supo qué hacer y
sintió el impulso de salir corriendo. Sobrepuesta de su flaqueza, respondió con
una sutil sonrisa ante esa intimidante inspección óptica.

Pág: 49
–Hola, Andrew –se adelantó en un intento de cortar el discurso irónico de
Hershon–, me llamo Lena y quiero que seamos amigos. ¿Sabes lo que eso
significa? –se acercó y lo tomó de la mano.

El contacto de sus palmas desató un agradable hormigueo en ambos. Lena quedó


momentáneamente atrapada por ese impulso energético y experimentó, como
nunca, una poderosa atracción. Pasaron varios pensamientos mientras sostenía
su mano, pero no podía concentrarse en ninguno. Disfrutó detallando cada
manifestación de éxtasis que se reflejaba en aquel rostro varonil. Jamás había
vivido la sensación de ser deseada con tal intensidad por alguien. En este caso se
trataba de un hombre más joven que ella, no por ello menos interesante; atractivo
físicamente y con la inocencia de un ser en su estado más primitivo. Por su parte,
Andrew no entendía lo que le estaba ocurriendo; una explosión hormonal se
apoderó de su cuerpo ocasionándole una abultada erección. Era la primera vez
que veía y tocaba a una mujer, lo cual despertó su más profundo instinto animal
hasta ese momento desconocido. Los dos reconocieron sus debilidades
proyectadas en el otro, ella más que él. Lena supo que tenía un arduo trabajo por
delante, adicional a tener que lidiar con una pasión recién descubierta.

Capítulo VI
La prisión no solo es mental

A Josh le pareció buena idea llevar a su hijo a Alcatraz. Las condiciones climáticas
eran ideales para tomar el ferry ese día. Desde el muelle 39 se divisaba el islote
envuelto en una bruma espesa que le concedía un aspecto algo tenebroso y
atrayente. Por fortuna, la prisión de Alcatraz seguía siendo un lugar turístico muy
visitado y para Josh tenía un significado particular. Cerca de las tres de la tarde
caminaron hasta la venta de boletos. La fila de personas no era muy larga pero sí
algo desordenada. La gente con sus sombrillas multicolores chocaban unas con

Pág: 50
otras provocando una suerte de anarquía controlada; no llovía, solo se protegían
del candente sol.

Josh estaba fascinado con la idea de ir con su hijo de cinco años a su sitio
predilecto de la ciudad. Sabía que era muy pequeño para disfrutar las historias
sobre los conatos de escape de la isla, o simplemente para hacer el recorrido por
las celdas que se mantenían como reliquias de claustro. En realidad, era Josh
quien deseaba volver a vivir esa experiencia; para Gabriel, era indiferente.
Fisherman’s Wharf aún mantenía el encanto de su época de plenitud turística,
cuando su padre lo llevaba a comer ostras y cangrejos de temporada. Sin darse
cuenta, Josh estaba haciendo el mismo recorrido que hicieron con él siendo niño.
Tomados de la mano, subieron al ferry que los llevaría a la isla. Josh había
realizado ese tour por Alcatraz varias veces y no se cansaba de repetirlo. En esta
oportunidad el motivo era especial, ya que le contaría a su primogénito sobre Al
Capone –el recluso más famoso– y sus días en la celda de máxima seguridad;
incluso sabiendo que no lo entendería debido a su edad.

Se asombró al reconocer la embarcación de techo amarillo, la misma del primer


viaje con su padre. Para él era fácil recordarla, aunque todas eran iguales y varias
veces restauradas. En la parte interna, justo delante de la diminuta cabina del
timonel, estaba soldado un timón decorativo de madera al que le faltaban dos de
sus doce puntas. Josh nunca olvidó ese detalle que le llamó la atención, pues
imaginaba que si fuera un reloj clásico marcaría un recorrido de veinticinco
minutos, que es el tiempo de traslado que ese modelo de embarcación se toma
para llegar a la isla. Josh le enseñó el timón a Gabriel y le contó sobre ello, pero él
no entendió en lo absoluto esa tonta anécdota. Durante el trayecto, el ferry se
movió lo suficiente como para provocarle el vómito a la señora sentada a su lado.
Los zapatos de Josh quedaron salpicados de una pastosa y repugnante mezcla de
mariscos semidigeridos. La brisa era caliente como vapor de agua y hacía que las
caras de los viajeros brillaran con el reflejo del ardiente sol.

Pág: 51
Luego de desembarcar, el guía los llevó por la pendiente hasta la entrada de la
fortificada edificación. Subiendo por la ladera iban detallando los muros
resquebrajados de aquella legendaria prisión. De nuevo Josh recordó a su clon, de
alguna forma él estaba preso sin saberlo en otra Alcatraz, solo que de altísima
tecnología. Su recuerdo era recurrente. Imaginaba cómo podría estar, si seguía
pareciéndose a él. Inclusive acarició la idea de que Gabriel no quedaría solo si él
faltara. La mente lo traicionaba. En el transcurso de esos años recientes trató de
olvidarlo: una misión imposible; los informes de Biogenetics se encargaban de
recordárselo cada trimestre. Jamás tuvo el valor de desecharlos. Los sobres eran
almacenados bajo llave y sin abrir, consciente de que al hacerlo solo encontraría
hojas blancas con el tiempo.

Al llegar a la cima sintió que le faltaba el aire. Sus latidos se alteraron


produciéndole un intenso dolor en el pecho. Se lo atribuyó al calor y a la falta de
ejercicio: «Debería dejar de fumar», pensó preocupado. Meses atrás había
retomado el vicio del tabaco; desde que se acentuaron los problemas con Ingrid
comenzó a hacerlo de nuevo, ahora con más frecuencia. Necesitaba una válvula
de escape, aunque significara volverse una chimenea ambulante. Para ese año,
2044, el cigarrillo había vuelto a ser una moda entre los jóvenes, y muchos que lo
habían dejado lo retomaron. Las razones eran varias, principalmente por el éxito
del Magiclung, un compuesto efervescente que ayudaba a limpiar las paredes
pulmonares y bronquiales, evitando que los estragos de la polución represada por
el efecto invernadero devinieran en enfermedades respiratorias. Josh se hizo
adicto a esta supuesta bebida sanadora, así como del Marlboro Air, que era la
versión libre de alquitrán. No obstante, ambas novedades no eran cien por ciento
efectivas y su uso prolongado podía originar enfermedades cardíacas.

Josh llevó su mano izquierda al pecho y se detuvo antes de perder sus reservas
de aliento. Sus piernas no respondían con eficiencia a sus demandas físicas. Se
dejó caer en el piso empedrado y tomó al niño con la otra mano. Algunos
transeúntes se percataron de la situación y se acercaron a ayudarlo, pero este les

Pág: 52
hizo una señal con su cabeza indicándoles que estaba bien, que no era nada.
Reposó por unos cinco minutos, al tiempo que Gabriel lo halaba insistentemente
por el pantalón. Poco a poco se reincorporó y sintió como si sus muslos hubiesen
subido y bajado centenares de peldaños; el cansancio no era normal, así como
tampoco aquella molestia en el pecho. Tomó aire y prosiguió la marcha, intentó
sacar fuerzas para que esa primera estancia en Alcatraz fuera memorable para su
hijo, pero el sacrificio hizo que su fuerza disminuyera todavía más.

Desde hacía días venía sintiendo algunas molestias al caminar, se levantaba con
dolores en las piernas y su corazón palpitaba en exceso sin razón aparente. El
vahído sufrido en Alcatraz fue el evento más pavoroso, el que despertó todas las
alarmas. Algo le estaba sucediendo y ya era hora de hacerle frente.
Contrariamente a su dedicación por los negocios, Josh desatendía por completo
su cuerpo. La ruptura con Ingrid y su posterior pleito judicial también influyeron en
su agobiado ánimo. La convivencia con ella en los últimos meses fue –por decir lo
menos– estresante. Después del matrimonio descubrió las verdaderas intenciones
de su exmujer. Más que una estafadora, era una enferma mental. Del modo más
descarado, Ingrid pregonaba sus relaciones adúlteras con otros hombres. El
alcoholismo repotenció las crisis esquizoides que desataron violentas peleas y
discusiones que eran presenciadas por su hijo. Para Josh fue fácil conseguir la
custodia de Gabriel y una orden de alejamiento. Todo ello incidió en su descuido
físico. Había ganado exceso de peso que se reflejaba en su cintura y prominente
barriga. Acabó concertando una cita con su médico de cabecera a quien tenía
cerca de seis años sin visitar. Le siguieron varias citas, análisis, laboratorios y
sofisticados tests para darle un diagnóstico. Josh sabía que no eran usuales los
tipos de exámenes que le practicaban y eso le causó una angustia que se fue
incrementando cada día, hasta que llegó la entrevista con un médico especialista.

–Debo informarle, señor Peterson, que el diagnóstico no ha llegado a un consenso


médico, pero todo apunta a una enfermedad muy poco frecuente llamada Mal de
Lloyd. El pronóstico no es esperanzador, pues se trata de una enfermedad

Pág: 53
degenerativa del sistema muscular. Las causas tampoco están muy claras. Se
tienen muy pocas referencias médicas, solo se sabe que es a consecuencia de un
virus que ataca las células de las fibras musculares debilitándolas
progresivamente.

–¿Cómo puede ser?, ¿un virus?, ¿cómo lo adquirí? –su semblante cambiaba.

–Pudo estar alojado en su organismo desde hace meses en estado latente,


inclusive años, pero una vez que se activa comienza a destruir los músculos.

–¿Existe una cura para esto? –replicó con sus ojos casi desorbitados.

–Señor Peterson, siento decirle que no hay cura para este mal. Hay algunos
tratamientos que pueden detener el avance pero eventualmente dejan de ser
efectivos. Es una enfermedad que al comenzar a manifestarse en el organismo es
muy agresiva –afirmó el especialista bajando la mirada.

–¿Quiere decir que no hay remedio? Pues no lo acepto, debe haber algo. Tengo
una responsabilidad muy grande con mi hijo, no puedo dejarlo solo. Es que ¡no! –
gritó dando un puñetazo en el escritorio.

–Por favor, trate de calmarse. Entiendo su frustración, haremos lo que esté a


nuestro alcance para mitigar el padecimiento que esta dolencia produce, pero no
quiero darle falsas expectativas. Este mal es incurable. Incluso disponiendo de los
adelantos actuales hay enfermedades que aún son un misterio para la ciencia
médica. Esta es una de ellas.

–¿Quiere decir que cada día me pondré peor? Ya tengo dificultad para caminar y
alzar peso; las piernas me tiemblan al levantarme y se han puesto flácidas.

Pág: 54
–Esos son síntomas de distrofia muscular, la cual es irreversible. Voy a recetarle
de inmediato un tratamiento que logrará darle un poco más de calidad de vida.
Entiendo, señor Peterson, que usted vive solo con su hijo. Debe ir pensando en
contratar los servicios de un asistente de enfermería, en muy pocos meses
necesitará ayuda y atención domiciliaria.

Josh sintió un peso enorme sobre sus hombros, como si el mundo entero le
cayera encima. Pensaba en Gabriel y en el futuro que le esperaba, una
adolescencia solitaria como la que él mismo tuvo. Su fuerza vital se vino a menos
con la devastadora noticia. Intentó reponerse. A como diera lugar no permitiría que
su hijo quedara desamparado. Dejárselo a Ingrid no era una opción viable dadas
las circunstancias de su rompimiento, mucho menos permitiría que ella supiera por
lo que estaba pasando. Tomó un profundo respiro, y mientras exhalaba enfrentó la
parte más dura.

–¿Cuánto tiempo me queda, doctor?

–No podemos saberlo, Josh. Con el tratamiento que le daremos se alargará el


proceso unos ocho o diez meses, a lo sumo. No espere ningún milagro. Es
fundamental que lo tenga presente, no va a haber mejoría. Mi sugerencia es que
empiece a dejar sus cosas en orden, cuanto antes mejor. Lo lamento
sinceramente.

El camino de vuelta a casa se hizo eterno y tortuoso, así como los días
subsiguientes. De nada servía todo el dinero que poseía, los triunfos alcanzados.
La espera se convirtió en agonía, cualquier detalle le recordaba el poco tiempo
que le quedaba. Nadie más, excepto él y su médico, conocía de su gravedad, lo
cual acarreaba un peso adicional en extremo difícil de sobrellevar. La fatalidad
inminente también causó efecto en su rigidez, concediéndole un poco más de
flexibilidad ante sus determinaciones y decisiones pasadas, como la de obligarse a
creer que nada podría inmutarlo, queriendo así tapar el sol con un dedo. ¿Cómo

Pág: 55
pretender excluir de su vida a ese otro ser que nunca pudo sacar de su mente?
Era inútil seguir eludiendo esa otra realidad.

–Hasta cuándo, Josh, hasta cuándo… –se repetía insistentemente a modo de


autoflagelación–. Qué estúpido he sido. Hoy en día debe tener veintiséis años. No
puedo morir sin antes volver a verlo. Al menos debo saber cómo está. Las cartas,
las cartas –repitió, desesperado, mientras buscaba en los cajones de su
escritorio–. Aquí están, seguro las letras están borradas. ¡Maldito DesInk!, igual las
abriré todas. ¡Por Dios, Josh! ¿Por qué dejaste de ocuparte de esto?, ¿a qué
jugabas?, ¿a olvidarlo? Mira cómo has terminado: sin esposa, enfermo, a punto de
morir. Solo tienes a Gabriel –interrumpió su monólogo tratando de no ofuscarse,
tragó saliva y tomó las cartas–. Y a él, mi clon.

Josh fue ordenando las cartas amontonadas desde 2037. Repitió la misma escena
de aquella ocasión cuando decidió leerlas por primera vez. Los sobres mantenían
las mismas características externas: una franja diagonal azul en la punta superior
derecha. Pero fijó su atención en cuatro cartas cuyas franjas eran de color rojo.
Por un momento se impacientó, pensó lo peor, quizás su clon había muerto, ¿por
qué otro color en los sobres? Fue abriendo cada uno con la punta roja, todos en
blanco. La historia se repetía en similar secuencia. Tomó el último en llegar, el
más nuevo. Dos gotas de sudor cayeron hasta juntarse en sus labios palidecidos.
Sus manos comenzaron a temblar, sus piernas a flaquear. Un mensaje
insospechado, una noticia, desconcierto, ¿una esperanza?

Fecha: Septiembre 30, 2044


Biogenetics Research, Co.
305 Battery St
San Francisco, CA
A/A: Sr. Josh Peterson

Pág: 56
Ref.: Resultados finales de Trasplante Plus

–CONFIDENCIAL–
Apreciado Sr. Peterson:

Siguiendo con la serie de comunicaciones preliminares, tenemos el agrado de


informarle que realizamos las pruebas en humanos con resultados exitosos.
Finalmente hemos logrado superar las trabas que no permitían la correcta
adhesión de un cerebro huésped a una médula espinal receptora.

Nuestros colaboradores en Alemania desarrollaron una técnica para conectar y


hacer funcionar con eficiencia todas las redes neuronales de ambas partes. La
fase experimental ha concluido con un trasplante completo de cerebro a otro
cuerpo humano con resultados plenamente satisfactorios.

La recuperación del paciente sigue siendo la etapa más delicada, ya que parte de
su memoria reciente se puede ver comprometida, pero con la terapia adecuada
se lograron subsanar las lagunas mentales sin dejar secuelas de importancia. El
individuo resultante está en recuperación y estimamos poder darle de alta en las
próximas semanas.

Sabemos que este ha sido el deseo de muchos de nuestros inversionistas. Ahora


es posible volver a tener un cuerpo totalmente sano, y más joven, utilizando su
propio individuo clon sin riesgo de rechazo al trasplante. Así pues, nuestros
clientes podrán someterse a esta intervención quirúrgica que consistirá en
remover su masa cerebral y unirla al cuerpo de su organismo clon, conservando
todos los conocimientos y memoria almacenada hasta el momento de la
operación. Apenas culmine la etapa de recuperación, podrá aprovechar los
beneficios de tener un cuerpo en perfectas condiciones físicas y su cerebro
funcionando con normalidad.

Pág: 57
La fase de experimentación pudo realizarse gracias a su contribución vitalicia al
proyecto y la de nuestros clientes más destacados. En este sentido, ampliamos
nuestra gama de servicios poniendo a su alcance este gran avance de la ciencia,
exclusivo de nuestra institución. El costo de la operación de Trasplante Plus varía
de acuerdo a cada caso. Si está interesado solicite su presupuesto. Seguro
quedará complacido con el resultado de su inversión.

Aprovechamos para informarle que su clon (sujeto C-005) se encuentra en


perfecto estado de salud. Le recordamos que puede disponer de este nuevo
servicio cuando lo desee, así como el trasplante parcial de órganos del sujeto de
su propiedad.

Seguimos a su disposición. Estamos para servirle.

Dr. B. Hershon (Directo: 415 5350015)


Printed with DesInk

Capítulo VII
Sí hay algo, después de todo

El 2045 hizo su entrada precedido por una serie de eventos climatológicos


acaecidos a lo largo del año anterior. La temporada de huracanes azotó, con una
ferocidad sin antecedentes, las costas del lado este de México y Estados Unidos.
El corredor de los tornados se expandió hacia el noreste, afectando extensas
regiones de Washington, Nueva York y Virginia. En el sureste de Groenlandia se
registraron desprendimientos de glaciares que ocasionaron gigantescas olas y
estas arremetieron contra Islandia. El mar Adriático anegó los canales venecianos
convirtiendo a la Plaza San Marcos en una laguna turbia por donde ahora

Pág: 58
transitaban góndolas con turistas incrédulos. A ello se unió la inesperada erupción
del Vesubio, cuyos flujos piroclásticos arrasaron con buena parte de la población
circundante. Los fuertes sismos en Santiago de Chile y Japón se agudizaron,
trayendo como consecuencia una migración importante de habitantes de esos
territorios a lugares con mayor estabilidad sísmica.

Para muchos era una cuestión de supervivencia. La crisis económica mundial se


había agravado, y eran pocos los afortunados que se beneficiaban de los grandes
desarrollos tecnológicos, por lo que se acentuó aún más la división entre las
clases sociales en los países dominantes. Este contexto hizo que la celebración
de Navidad de 2044 pasara sin mucho ánimo. Antiguas profecías sobre el fin del
mundo volvieron a ser un tema de interés, pues era una forma fácil para desviar la
atención del único responsable de gran parte de tantos acontecimientos adversos:
el mismo hombre.

Irónicamente, Josh era uno de los privilegiados que no se vieron afectados por la
debacle financiera. Con los años, fue afianzando esa dicotómica relación
amor/odio con el dinero que suele aparecer junto a las inconformidades
personales. Habituado a una vida sin precariedades económicas, procuraba evitar
muestras de ostentación propia. El éxito profesional no era algo de lo que se
sintiera orgulloso, tal vez porque lo asumía como parte de una obligación moral del
legado Peterson. Tampoco podía decir lo mismo de su vida sentimental: una
decepción tras otra. Prefería andar bajo perfil, aunque la ropa de marca y el carro
último modelo lo delataban (en eso no escatimaba en gastos). La casa de Pacific
Heights era un asunto de distinto tenor. Solo una vez se vio tentado a venderla y
mudarse a un lugar más modesto en tamaño, pero nunca tuvo el valor suficiente.
Sentía un apego visceral por aquella casa victoriana que poco había cambiado
desde su infancia. El diseño interior consistía en una planta baja con salones bien
delimitados por puertas corredizas y pasillos estrechos para comunicar sala,
comedor, cocina, biblioteca y baño de visitas. En la planta alta estaban los
dormitorios, cuatro en total; más un cuarto de entretenimiento con un televisor

Pág: 59
UHD (ultra alta definición) y sistema de sonido cuadrafónico. En realidad, la casa
parecía más grande por fuera que por dentro; en todo caso, siempre hubo espacio
de sobra para albergar a tan reducida cantidad de ocupantes. Una decoración
anticuada competía con objetos de reciente data, todos obsequios de clientes
agradecidos por haberles salvado el pellejo en infinidad de demandas judiciales
atendidas por el bufete. De ningún modo se quiso ocupar de modernizar los
muebles, ni siquiera lo hizo durante el tiempo de convivencia con Ingrid. Pocas
veces accedió a complacerla, los gustos de ella eran demasiado estrafalarios para
él. En el fondo, ansiaba conservar intactos los recuerdos de niño, cuando su
felicidad fue plena en compañía de su padre.

Hacia el centro de la estancia principal, una chimenea parecía resistirse al paso


del tiempo. Josh no sabría recordar cuándo fue la última vez que fue usada para
dar calor (si es que alguna vez cumplió esa función). Al lado, a una altura de metro
y medio, sobresalía una robusta repisa de vidrio biselado sostenida por dos
elegantes patas de mármol tallado imitando columnas griegas. Sobre esta
descansaba una cuidadosa selección de fotografías familiares. Los portarretratos,
en su mayoría con marcos plateados, exhibían coloridas escenas del pasado y del
presente: las fotos de Josh niño se mezclaban y confundían con las de Gabriel
(cualquiera creería estar viendo al mismo infante en todas las imágenes). En el
centro –a manera de tributo y reverencia– resaltaba la foto de una mujer joven y
arrolladoramente hermosa. Los ojos almendrados, en juego con su pelo largo y
ondulado, nadaban imponentes entre la tersura de aquella tez blanca de rasgos
perfectos. Al momento de la captura del flash, la beldad posaba en algún sitio
soleado y ventoso de la bahía de San Francisco. Una bufanda roja le rodeaba el
cuello ondulándose a la par de la sedosa cabellera hacia la dirección del viento. A
juzgar por la sonrisa, podría decirse que era una mujer feliz, nunca nadie
imaginaría que en pocos meses le sobrevendría la muerte. Se trataba de Selma, la
madre de Josh. En todo este conjunto familiar había dos grandes ausentes: su
padre y su exesposa, Ingrid.

Pág: 60
Había comenzado el tratamiento, según las indicaciones médicas; sin embargo,
era significativo el progreso en su pérdida de peso y de masa muscular apenas a
tres meses del doloroso diagnóstico. Su carácter fue cambiando hasta convertirse
en una persona amargada e iracunda. El contacto social fue reducido a lo
estrictamente imprescindible: no quería que sus amigos y conocidos vieran el
cambio físico que estaba experimentando. Decidió vender sus acciones y dejó de
ejercer; ya no se sentía a gusto dirigiendo el despacho al cual dedicó toda su vida
profesional. Además, la sorpresiva noticia de Biogenetics sobre los adelantos en
trasplantes de cerebro lo había dejado demasiado perturbado. No así la relación
con su hijo, la cual permaneció invariable. Hacía lo que estaba a su alcance para
darle lo mejor de sí, tratando de disimular su situación.

Esa tarde llegó el sobre trimestral con unos días de retraso. Esta vez la franja
lateral era azul; lo abrió sin vacilar. Luego de leer su contenido con detenimiento
dobló la carta en partes iguales, elevó su mirada cansada y expresó algo que
jamás imaginó que podría articular.

–Después de todo, quién sabe si haya algo de él en mí –dijo haciendo referencia a


su difunto padre–. Ahora empiezo a entender cuáles fueron sus intenciones –su
voz era tenue pero firme, el tono frío y comedido.

Resignándose a su incipiente joroba, miraba con ojeriza los tres instrumentos


médicos puestos en fila frente a él: un bastón, una andadera y una silla de ruedas;
el uso de cada uno dependería del grado de afectación motora. El espectáculo
presencial era una completa apología al sarcasmo, una cruel sátira del destino
para cualquier hombre. No dejaba de restregarse que, sopesando su fracasado
presente y las alternativas que le quedaban, la vida le había sido ingrata. Se paró
de la poltrona y caminó despacio hasta el cuarto de Gabriel, quien dormía
plácidamente. Se dio media vuelta y se dirigió hacia el baño. Era el momento de
confrontarse con el espejo. Por primera vez pensó en su clon, no como ese ser
digno de lástima, víctima de las circunstancias, sino como aquello que siempre

Pág: 61
debió ser. Sus ojos estaban enrojecidos y el cuero cabelludo presentaba
excoriaciones debido al debilitamiento de extensas áreas de folículo piloso. Se
llevó la mano temblorosa hacia su barbilla y comenzó a rascársela con actitud
demencial. La imagen que proyectaba el espejo no era la del mismo hombre
saludable de hacía unos meses. Sus facciones eran irreconocibles, así como las
palabras que fluyeron de su boca. «Pensándolo bien, no está nada mal tener un
clon a mi disposición», masculló.

Fecha: Diciembre 31, 2044


Biogenetics Research, Co.
305 Battery St
San Francisco, CA
A/A: Sr. Josh Peterson

Ref.: Informe Nº 108 – Trimestre: 4/2044


Expediente: Sujeto C-005

–CONFIDENCIAL–

Generalidades:

• Edad cronológica: 27 años y 30 días


• Peso y estatura: 80 kg / 1,80 m
• Condición física: Atlética. Músculos superiores e inferiores bien
desarrollados.
• Desarrollo cognoscitivo: Normal.
• Desempeño físico: El sujeto se ha adaptado a los cambios incrementales
en las rutinas aeróbicas sin complicaciones.
• Capacidad pulmonar: Superior.
• Hematología y química sanguínea: Los exámenes muestran valores dentro

Pág: 62
de los rangos normales.
• Visión: 20/20.
• Conducta: El sujeto C-005 ha respondido satisfactoriamente a la terapia
conductual. Sin embargo, sigue mostrando signos ocasionales de rebeldía
atribuibles a su personalidad. En general, el comportamiento es sumiso
con eventos esporádicos de intranquilidad.

Comentarios adicionales: A la fecha, el individuo no ha padecido ninguna


enfermedad. Esto puede deberse a dos factores: la falta de exposición externa y
la manipulación genética para control de enfermedades comunes. Le recordamos
que puede disponer de nuestros servicios para efectuar trasplantes parciales o
totales cuando lo requiera, estamos para servirle.

Dr. B. Hershon (Directo: 415 5350015)


Printed with DesInk

Las gotas de lluvia pegaban con fuerza contra el vidrio templado de la ventana.
Era una tormenta eléctrica con ráfagas verticales, poco frecuentes a esa hora de
la madrugada. Y aunque el estruendo era razón suficiente para interrumpir el
descanso de cualquier mortal, no lo fue para Lena. Eran las dos y media y no
lograba conciliar el sueño. En su mente, revoloteaban las vivencias del día
mezclándose con la verdadera razón de su insomnio. En vista de lo inútil que era
quedarse en la cama, se quitó el edredón de encima y se puso en pie. Caminó
descalza cuidando de no tropezarse y encendió la luz lateral del espejo del baño.
Giró el grifo del lavamanos y lavó su cara para espabilarse sorbiendo un corto
trago de agua para alivianar la sequedad en su garganta. Mientras enfocaba la
vista en su propia imagen, volvieron los pensamientos. Ese día había tenido una
sesión de terapia que la dejó afligida. Se trataba de Angie: la única clon hembra
que mantenían en el laboratorio. La chica había desarrollado una clase
indeterminada de autismo y era un caso complicado de tratar. Si bien para

Pág: 63
Hershon era «un mal conveniente», para ella era una paciente de cuidados
especiales. Lena notó que Angie estaba actuando de manera errática dentro de su
singularidad psicológica. Fue al inspeccionarla que notó una mancha de sangre: la
primera menstruación de la etapa de desarrollo. Debía tomar acciones al respecto,
y lo hizo. Actuó como solo una madre protectora hubiese hecho con su hija.
Auguró con resignación que, aún teniendo todo en su contra, la jovencita –tarde o
temprano– se convertiría en una mujer capaz de procrear, siendo la maternidad
una virtud negada para ambas. Lena tocó su vientre y sintió como nunca antes la
vacuidad; la de su cuerpo, la de su existencia. El problema era que, ya cerca de
los cuarenta años, sentía que se le acababa el tiempo. Acercó su rostro al espejo
y detalló las finas arrugas que se marcaban a los costados de los ojos y el
entrecejo. La juventud dejaba de ser un atributo y la belleza se escapaba
inexorablemente. Desde hacía meses su vida se había convertido en un mar
insondable de renuencias, en un ir y venir sin sentido. Las cosas que antes la
motivaban fueron quedando relegadas y sustituidas por una serie de rutinarios
quehaceres que acentuaban su soledad. Era preciso un cambio, darle un vuelco al
vaso donde hoy se ahogaba. Entonces, volvió a centrarse en Andrew: en esa loca
y remota posibilidad, en la fantasía de una salvación: en la de él, en la de ella ¿Por
qué teniendo tantas opciones de conseguir a un hombre que la amara y a quien
amar, no lo hacía?, ¿por qué la felicidad le era tan escurridiza?, y lo peor: ¿cómo
ayudar a los demás si ni siquiera podía ayudarse a sí misma? Los truenos
comenzaron a cesar, y Lena sabía que ya no volvería dormir. Apagó la luz y
caminó en medio de la penumbra hasta la sala. Buscó acomodo en el mueble
grande y tanteó entre los cojines. Tomó el más lanudo y mullido –su preferido– y lo
abrazó con todas sus fuerzas. Esa noche el desvelo había ganado la batalla, pero
no tenía que ser tan amargo.

La oleada matutina en las calles daba paso a un nuevo día de trabajo. En


Biogenetics, las sesiones con Andrew seguían su ritmo de tres o más veces por
semana. No fue difícil para Lena ganarse su confianza y en corto tiempo logró
apaciguar sus cambios de humor. Ambos disfrutaban de las terapias; más que

Pág: 64
eso, eran charlas amigables con un sentido terapéutico que en ocasiones tomaban
caminos enrevesados.

–A ver, Andrew, el tema de hoy es libre, ¿sobre qué quieres que hablemos? –
preguntó Lena mientras se cubría el escote con su bata médica.

–No entiendo. Siempre que me dejas a mí escoger el tema, terminas pidiendo que
hablemos de otra cosa. Ya tú sabes lo que quiero saber –dijo con una pícara
sonrisa recorriendo el cuerpo de Lena con la vista.

–Está bien, Andrew, probemos esta vez. Prometo responderte. Además, ya tienes
edad suficiente para saber ciertas cosas –sonrió con el mismo gesto de
complicidad.

Lena conocía perfectamente las dudas de Andrew. En otras oportunidades habían


conversado sobre sexualidad, pero las explicaciones que ella podía darle no eran
del todo satisfactorias para su inagotable curiosidad.

–¿Edad suficiente? Vamos, Lena, sé que sabes demasiado pero no me lo quieres


decir. ¿Recuerdas cuando te pregunté por qué se endurece cuando estoy contigo?
–expresó tocándose la entrepierna con su mano– Esto no me pasa con el doctor
Hershon, ni con Hank, solo contigo –volvió a fijar la mirada en la sensual línea de
sus pechos que ella, inútilmente, trataba de tapar–. Sabes bien que quiero verlas,
pero no en esas fotos de revistas –añadió, aún manoseándose–. La verdad, no
entiendo. Tú dices que debemos cuidar nuestro cuerpo, que no hay nada que sea
motivo de vergüenza. Yo puedo mostrártelo todo, sin esta ropa, ¿por qué tú no?

–Andrew, por favor –Lena volteó la mirada y su frente comenzó a perlarse.

Por más experiencia que tenía con otros pacientes, se sonrojaba con facilidad
ante la sinceridad de Andrew. Sabía muy bien que sus palabras fluían desde su

Pág: 65
inocencia e ingenuidad. Ningún hombre común se atrevería a hacerle una
insinuación semejante. Solo una persona sin malicia ni desenvolvimiento social
podría emitir ese tipo de comentarios, así como formular preguntas tan íntimas de
esa forma tan natural. Sin lugar a dudas, el morbo flotaba en el aire; y la
sensualidad, de a toque. Cada vez se sentía más atraída por aquel raro
espécimen, quien ya se había transformado en todo un hombre.

–¿Ves? Te lo dije. Por lo visto nunca podré vértelas. En fin, ya que es el día de
tema libre, probemos con esta otra pregunta: me has dicho que tengo veintisiete
años, ¿cuántos más voy a vivir? Es decir, viviendo en este lugar –la pregunta era
elemental, básica, sencilla de responder para cualquier persona, pero no para un
caso de confinamiento de por vida.

–Andrew, eso nadie lo sabe. Yo tampoco sé cuánto tiempo más voy a vivir. No
deberías preocuparte, aquí estás muy bien cuidado –respondió creyendo haber
acertado.

–Eso tampoco lo comprendo. ¿Bien cuidado?, ¿pero de quién?, ¿o de qué? Sé


que hay más personas aquí. ¿Recuerdas lo que pasó en el gimnasio? Nadie me
explicó quién fue esa persona, vestida de blanco, que vi pasar detrás de mí –
Andrew comenzó a exacerbarse.

A Lena le partía el corazón no poder darle respuestas verídicas a Andrew. De


hacerlo, lo pondría en peligro y sería contraproducente. Tampoco había logrado
controlar del todo sus sentimientos hacia él. Si bien había comenzado a tratar a
otros clones varones del laboratorio, era Andrew quien la descontrolaba. Le
costaba precisar lo que él despertaba en su interior. Su sola presencia la hacía
doblegar, dejándose vencer por instintos indomables. Sentía con más intensidad el
roce de sus pechos con la ropa. Sus latidos aumentaban y la piel se erizaba con
su cercanía. Cuando no estaban juntos sentía la imperiosa necesidad de volver a
verlo, de tenerlo cerca. Fantaseaba con seducirlo de maneras inexploradas y

Pág: 66
hacerle el amor con total entrega. Por un breve instante tuvo miedo: miedo a
enamorarse, miedo a ya estar enamorada.

–Andrew, querido –respondió en tono conciliador tomándole de la mano–, debes


saber que acá vivimos varias personas y no todos nos conocemos. Créeme que
es mejor así, la vida afuera es peligrosa. Aquí estamos protegidos –mintió tratando
de ser convincente y de alejar los pensamientos lascivos que se le cruzaban.

–Lena, ¿qué hay allá afuera?

Por casi un minuto hubo un silencio pasmoso, una pausa, un corte nada
indulgente del hilo verbal que apenas lograba asirse a la línea recta de sus
miradas.

–Hay más personas como tú y como yo, pero su mundo es extremadamente hostil.
Como te comenté, aquí estamos protegidos –dijo con voz quejumbrosa. Cada vez
se sentía peor ocultándole información a Andrew.

–¿Y por qué no puedo ir a tu habitación? Eres tú quien siempre viene a la mía.
Déjame ir a la tuya algún día. Estoy seguro de que el doctor Hershon no se
opondrá –su rostro varonil contrastó con la inocente petición.

–Aquí estamos mejor, tu habitación es más grande y cómoda que la mía –


prosiguió Lena con su obligado discurso. Esta vez mezclaba mentiras con
verdades; en efecto, su habitación no quedaba dentro de ese centro de reclusión,
ni era tan amplia como ese cuarto de laboratorio.

A punto de dar por terminada la sesión, se aventuró a lanzar una pregunta que
obedecía más a un arranque emocional que a una razón terapéutica.

–Andrew, ¿sabes lo que es el amor?

Pág: 67
–No estoy seguro, creo que es un sentimiento –respondió de forma mecánica–.
Una vez me hablaste sobre eso, de las emociones básicas, cuando me enseñabas
a controlarlas. La rabia, ¿lo recuerdas? Cuando quería ir al solárium y no era la
hora, cuando pedía algo y no me lo daban, o cuando quería saber más y nadie me
daba respuestas. Antes, me lanzaba al piso y daba patadas al suelo hasta que me
dolían los tobillos. Tú me has enseñado a no inquietarme tanto. Pero el amor… –
suspiró– No lo sé, debe ser algo parecido a la alegría, como cuando sonrío al
verte entrar por esa puerta, ¿no es así?

Lena se vio presa de su propia emocionalidad. Le sobrevino un deseo insostenible


de quebrarse, de romper en un llanto que pudiese ser cobijado por los brazos de
ese ser amado. Se contuvo, apenas podía evitar que sus ojos se empañaran, su
templanza la traicionaba. Al mismo tiempo, su parte profesional luchaba por
imponerse. Sabía que había abusado de la virginidad experiencial de Andrew al
formularle esa pregunta, ¿qué otra cosa esperaba escuchar?

–Sí. Es un sentimiento. El más puro y sublime que pueda sentir un ser humano por
otro –logró soltar en un balbuceo.

–¿Y es posible también controlarlo como me has enseñado? –preguntó Andrew


ladeando un poco la cabeza–. Es que me pasa mucho. Me pasa cuando te vas y
me vuelvo a quedar solo, cuando cuento los minutos para que llegue pronto
nuestro próximo encuentro. Debe haber una manera de controlarme, ¿me
enseñas?

No lo controles, vívelo, vivámoslo, dejémonos fundir en este mutuo deseo, hubiese


querido decir Lena, pero volvió a imperar el dominio racional. Se limitó a ver su
reloj y pararse del sillón prometiendo que volverían a hablar sobre el tema. Se
despidieron con un abrazo. Lena estaba convencida de la importancia del contacto
físico; afecto que ninguno de los dos recibía de nadie más. En esta ocasión, el

Pág: 68
abrazo se extendió por un tiempo mayor al habitual. Andrew la sujetó con fuerza
por la espalda haciendo aprisionar el pecho de ella con el suyo. Durante el
apretón, posó su nariz en el cuello, justo detrás de la oreja derecha de Lena. Allí,
en el origen mismo, se deleitó con el aroma puro de femineidad que percibía a
distancia en una prolongada y potente inhalación. Lena sintió la nariz cálida de
Andrew entre su cabellera y cerró sus ojos involuntariamente. Se separaron sin
verse las caras; ella por vergüenza, él por frustración.

Lena terminó la jornada del día con el paciente C-018, un chico de dieciséis años
con una estructura ósea impresionante, como la de un jugador ruso de baloncesto.
Ariel fue el nombre escogido para él (definitivamente Hershon tenía predilección
por los nombres que comenzaban por la primera letra del abecedario). A diferencia
de Andrew, quien ya era un hombre adulto cuando lo conoció, Lena tuvo
oportunidad de presenciar el desarrollo físico de Ariel durante la pubertad y
entrada de la adolescencia. Para ella no fue fácil tratarlo en esa faceta de
turbulencia hormonal que aún seguía en evolución. Antes de partir de Biogenetics,
hizo un recorrido por el pasillo de habitaciones. Cediendo a un impulso, insertó su
carnet en el dispositivo lector del cuarto de Andrew. La puerta no abrió. Aún
movida por el repentino ímpetu, se dirigió con amplias zancadas al área de
monitoreo. Por lo general, la sala estaba ocupada por al menos uno de los
técnicos de guardia.

Los dos ingenieros en informática, Keito Matsumoto y Fred Marshall, se alternaban


en turnos diurnos y nocturnos. Eran los encargados del mantenimiento y
operatividad de la red de circuito cerrado en todas las áreas del laboratorio,
incluyendo los aposentos de claustro. También tenían bajo su responsabilidad la
emisión de reportes diarios con alertas sobre situaciones anormales o cambios
importantes de salud que fueran detectados por los sensores instalados en las
habitaciones. Alrededor de las siete de la noche, ambos coincidían en la sala para
el traspaso de guardia. Aunque pareciera inaudito, ninguno conocía a ciencia
cierta el origen de los chicos cautivos. Hershon se encargó de armar una tramoya

Pág: 69
para hacerles creer que esos individuos en observación fueron cedidos por
motivos clínicos con la autorización de sus progenitores. De algún modo, Hershon
se las había ingeniado para que prácticamente nadie –ni siquiera algunos de los
que trabajaban en el área restringida– supiera que los chicos eran clones
humanos. Lena sabía de este artificio de su jefe, pues ella –junto a un reducido
número de científicos– formaba parte del personal de confianza. La verdad es que
Lena se equivocaba: había detalles del negocio que solo eran del dominio de
Hershon.

Cuando tocó la puerta lo hizo por mera cordialidad. Su carnet le permitía acceder
a cualquier hora a la sala de monitoreo. Al entrar saludó afectuosamente a sus
compañeros de trabajo. Estos respondieron con mayor efusividad (ambos se
sentían intimidados por la presencia de la sensual doctora). Lena había
compartido más con Keito, quien trabajaba el turno de día. En varias ocasiones
habían coincidido en el comedor de empleados de Biogenetics durante la hora de
almuerzo. Si quedaba un puesto desocupado en la mesa de él, lo reservaba para
la doctora. Sus conversaciones se centraban en temas mundanos, neutrales, que
no ventilaran asuntos laborales. Él se apasionaba recordando las costumbres de
su tierra natal: la gastronomía, los rituales y la historia plagada de leyendas
orientales sobre emperadores y samuráis, muy diferentes a la cultura sueca. Pese
a las notables diferencias debido a sus orígenes, existía un nexo implícito que los
conectaba sin necesidad de mayores preámbulos.

–¿A qué debemos el honor de la visita? –alardeó Keito delante de Fred.

–Era justicia que viniera a espiarlos un rato, sé que ustedes lo hacen a diario
desde las cámaras –respondió Lena con una leve sonrisa creyendo ser graciosa,
pero el comentario solo logró que ambos hombres enrojecieran (el humor no era
precisamente el fuerte de ella)–. Solo bromeaba –dijo tratando de enmendar–, lo
que me trae por aquí, aparte de saludarlos, son razones netamente médicas.
Necesito observar el comportamiento de uno de mis pacientes.

Pág: 70
–No hay problema, doctora Kamprad –se adelantó Fred con las mejillas todavía
enrojecidas–. ¿Desea ver un día y hora específico, o una inspección en línea?

–En línea. Acabo de tener una sesión complicada y quisiera ver cómo le ha
afectado al paciente. Si no les molesta, me gustaría hacerlo con algo de
privacidad.

–Por mí no se preocupen, voy de salida –interrumpió Keito, haciendo un ademán


asiático de despedida con su maletín en mano.

–Yo aprovecharé para ir al cafetín del piso dos. Sin mi dosis diaria de cafeína no
soy nadie –dijo el noctámbulo Fred mientras contaba unas monedas en el bolsillo
del pantalón–. Estaré leyendo la prensa electrónica, ¿cuánto tiempo necesita?

–No mucho, Fred. Una media hora será suficiente. Si quieres, te aviso una vez
que termine la actividad –contestó Lena con intencionado tuteo.

–Está bien, ¿recuerda cómo es el funcionamiento de la consola? Solo debe teclear


el código de individuo y maniobrar con el monomando. Es como esos viejos
juegos electrónicos: el botón verde hace acercamientos, el azul aleja el punto
óptico, el rojo congela la imagen; y la palanca se mueve a discreción para hacer
seguimientos. El sistema alterna automáticamente de una cámara a otra si se
pierde el objetivo. Este pequeño panel lateral permite seleccionar de forma manual
las cámaras, si es requerido. Cualquier inconveniente me puede llamar y vengo
enseguida –dijo Fred dirigiéndose hacia la salida.

Lena tenía años sin hacer observaciones en línea. Cuando comenzó en ese
trabajo, las usó como una herramienta que podría serle útil para sus diagnósticos
psicológicos. «Muchos trastornos de la personalidad no son perceptibles», solía
pensar. El afán por monitorear fue disminuyendo con el tiempo, no podía evitar

Pág: 71
sentirse como una vulgar fisgona al hacerlo. Además, eran pocos los aportes que
brindaban tales invasiones a la intimidad de sus pacientes clones. Esta vez el
motivo era distinto, aunque aún no lo tenía claro. Tecleó «C005», presionó enter y
apareció proyectado el dormitorio de Andrew en el monitor principal. En realidad,
Lena no estaba segura de por qué estaba ahí sentada espiando a Andrew, ni qué
quería observar específicamente. A lo mejor se trataba de una simple curiosidad
que poco o nada tenía que ver con fines terapéuticos.

La última sesión con Ariel duró cuarenta y cinco minutos, así que calculó que
apenas había transcurrido una hora desde que se despidió de Andrew. Aún podía
sentir los dedos aprisionándole la espina dorsal y la respiración de él recorriendo
su cuello. Andrew se encontraba sin ropa a espaldas de la cámara tres. Estaba
arrodillado en el piso con las manos aferradas al apoyabrazos del sillón de
gamuza beige donde Lena estuvo sentada. Con un lento movimiento olfateaba la
tela de arriba abajo, desde el espaldar hasta el asiento, una y otra vez. Luego se
levantó y dio vuelta en un ángulo de noventa grados, dejando expuesto su perfil
desnudo. Caminó hasta el estante de libros y tomó uno de ellos. Entre las páginas
del texto de geometría extrajo lo que parecía ser una revista. Lena hizo un
acercamiento con el monomando y vislumbró el material pornográfico, ¿cómo
diablos pudo llegar a sus manos? Podía apreciarse la excitación que producía en
él. Giró y caminó hasta la cama ojeando la revista. La cámara dos se activó
permitiendo un primer plano del torso frontal, pubis y muslos; Lena no retiró la
mirada. Andrew se recostó boca abajo sin apartar la revista de sus narices. En la
medida que pasaba las páginas movía la cadera y nalgas friccionándose con el
colchón. En ningún momento Lena apartó la vista, ni siquiera sintió haber
pestañeado. De súbito pegó un brinco que hizo rodar la silla donde estaba
sentada. Era un telemensaje de Hershon. Hasta ese instante, Lena no había
prestado atención a lo acelerado que estaba su corazón. Apagó el monitor y huyó
del sitio con una extraña sensación de culpa.

Pág: 72
Con la cabeza baja y reflexionando sobre su reciente conducta, subió con
parsimonia por la escalera interna hasta la oficina de Hershon. Tocó la puerta.
Como no hubo respuesta, probó a abrirla. Adentro, como era de esperarse, el
recinto era una heladera. Supuso que estaría cerca y optó por esperarlo sentada
en una de las dos sillas frente a su escritorio. Apenas palpó la tapicería de cuero
se arrepintió de no haber traído consigo el chal de lana, siempre le ocurría que
olvidaba la afición de su jefe por el frío. Se le llegó a ocurrir que si existiera la
reencarnación, Hershon hubiese sido un pingüino en otra vida.

La oficina estaba bien iluminada. En el día con luz natural, y a medida que
oscurecía se ajustaban automáticamente los halógenos incrustados en el plafón,
manteniendo una iluminación uniforme y agradable durante la jornada. Como
todas las oficinas de Biogenetics, contaba con un dispositivo de comandos de voz,
con el cual era posible desde nivelar la temperatura hasta elegir la música de
fondo. En ese momento ambientaba un piano clásico por los imperceptibles
parlantes, Sonata en Do Menor Op 13 Nº 8 de Ludwig van Beethoven, recién
solicitada por Hershon. Sobre el largo mesón descansaban varios papeles, algo
desordenados, pero uno le llamó la atención. Se acercó con curiosidad para ver la
letra escrita a mano, pues era poco usual ese tipo de caligrafía. Lo que consiguió
leer la tomó completamente por sorpresa.

San Francisco
Jueves, 9 de febrero de 2045

Apreciado Dr. Hershon,

Sirva la presente para ratificar nuestra conversación del día de ayer. He decidido
optar por una intervención de Trasplante Plus al cuerpo del sujeto C-005 que,
según me han informado, se encuentra en excelentes condiciones físicas. En este
sentido, agradezco tomar esta comunicación como una petición formal para que
comience, a la brevedad, con los preparativos y pruebas pertinentes.

Pág: 73
Adjunto envío el formulario de solicitud. El mismo se encuentra firmado en señal
de aceptación de todas sus cláusulas. Quedo a la espera de sus indicaciones y
próximas acciones a seguir.

IMPORTANTE: insisto en la inmediatez del procedimiento.

Atentamente,

Josh Peterson

–Disculpe la espera, doctora. Ya conoce el mal genio de Nielsen, cuando llama no


se le puede decir que no –irrumpió Hershon por la puerta, pasando por un costado
del escritorio.

Lena no tuvo chance de reaccionar. Pasaron mil cosas por su cabeza mientras
sostenía el manuscrito. Cuando al fin creyó encontrar una respuesta adecuada,
quedó con la palabra en la boca.

–Pues veo que ya se me adelantó. De esto precisamente quería hablarle –dijo


Hershon, arrebatándole de las manos el papel y volviéndolo a colocar entre la pila
de documentos mientras se sentaba en su silla gerencial–. Pero antes, me
gustaría saber qué estaba haciendo en la sala de monitoreo a esta hora.

Con una mínima holgura para premeditar, comprendió que lo más conveniente era
controlar sus emociones y actuar racionalmente. Analizó las alternativas con
avidez para salir airosa y tomó el control haciendo gala de sus dotes de
persuasión.

–Doctor, como usted sabe, parte de mi trabajo es evaluar las conductas de mis
pacientes. Las últimas dos sesiones de hoy fueron extenuantes y es de mi interés

Pág: 74
monitorear las reacciones post-terapia –dijo Lena en un tono desafiante, casi
altanero. Luego, sin dar respiro, agregó–. Por cierto, ¿cómo puede explicar que en
la habitación del paciente C-005 haya material pornográfico? Esa es SU
responsabilidad –acentuó, apuntándolo con el dedo índice–. Le aclaro que no soy
puritana, mucho menos moralista, pero como psicoterapeuta debía tener
conocimiento de ello.

Hershon gruñó para sus adentros, frunció el ceño un par de segundos y lo relajó
bajando la mirada. Él tampoco se lo explicaba, aunque de inmediato lo relacionó
con alguna de las tácticas erradas de Camilo Pellegrini para calmar la precocidad
de Andrew. En cierto modo, para él, ese hallazgo carecía de importancia; solo le
irritaba haberse enterado de esa manera. Por su parte, Lena estaba complacida
por la expresión de perplejidad de su interlocutor, lo había desencajado y así sería
más fácil sacarle toda la información sobre el manuscrito. «¿Qué era un trasplante
plus?», sería su siguiente pregunta, pero Hershon volvía a sorprenderla.

–Creo que esta conversación será más corta de lo previsto. Ambos estamos
cansados, usted más que yo. Antes de que digamos algo de lo cual vayamos a
arrepentirnos, mejor dejemos esta conversa hasta aquí. La retomaremos en otro
momento. Buenas noches, doctora Kamprad.

Lena comprendió que se había excedido y lo asumió. La despedida consistió en


un agrio «buenas noches» y una rauda media vuelta. Afuera de las instalaciones,
tomó un taxi ejecutivo de la línea Embarcadero Center directo a su casa. La
unidad disponible era de la vieja flota a gasolina cuya tarifa era más elevada que
los carros eléctricos o de Bat-Gen. A Lena no pareció importarle, no estaba
dispuesta a apretujarse en un vagón del subterráneo ni con ánimos para conducir.
Sentada en el asiento trasero, revivió una a una las imprudencias que protagonizó
ese día. La siguiente vez debía ser más habilidosa para conseguir los resultados
deseados. Por otro lado, la combinación de palabras «Trasplante» y «Plus» lo
asociaba con algo sórdido, podrido; intuía que podría tratarse de un procedimiento

Pág: 75
demasiado peligroso en el que Andrew sería la víctima. Ya en el último tramo del
Bay Bridge avistó Alameda. No veía la hora de llegar a su casa, darse una ducha
e ir a la cama, previa preparación de alguna bebida tranquilizante que ayudara a
aquietar –siquiera por un mínimo instante– el martirio de tantos pensamientos
recursivos y lacerantes.

Capítulo VIII
Oportuna catástrofe

Aquel día de febrero se caracterizó por el intenso calor que se sintió en la ciudad
desde que reventó el alba. No obstante, dentro de las instalaciones de Biogenetics
el clima era casi invernal debido a la cantidad de equipos electrónicos, médicos y
biomecánicos que requerían de una temperatura en un rango entre diez y catorce
grados centígrados para su correcto mantenimiento y operatividad. Para ese
entonces se tenían en confinamiento a diez clones en el laboratorio, y Andrew era
el mayor.

Cuando Lena consultó el reloj de la computadora entendió la razón de su fatiga,


era la una de la tarde y su estómago solo había procesado dos cafés y un par de
galletas. Para el mediodía debía entregar un informe y el tiempo había pasado
volando. Conforme con la redacción del mismo, puso punto final y apagó la
pantalla. Por fortuna, el trabajo la había absorbido lo suficiente como para hacerle
olvidar temporalmente sus pesares. Al entrar al comedor del segundo piso, eligió
una bandeja doble y fue a la fila de self-service. Puso en el plato más comida de la
que podría digerir en una sentada, llenó un vaso grande con jugo de manzana y
tomó una tartaleta de fresas con crema. Comía con la vista. Tres mesas más allá
se encontraba Keito haciéndole señas. No estaba solo; Derek Boyle, jefe del
departamento de importaciones, ocupaba una de las sillas de la misma mesa.
Lena dudó por un segundo, hubiese preferido estar a solas con su amigo nipón.

Pág: 76
Boyle y Lena se conocían, más de lo que ella hubiese deseado. Un año y medio
atrás, luego de un pertinaz asedio por parte de él, Lena aceptó una invitación a
cenar. Fueron a una elegante trattoria de Fisherman’s Wharf con amplios
ventanales hacia la bahía. La velada estuvo cargada de frases cautivantes, de
esas que muestran la mejor versión de cada quien para impresionar al otro.
Comieron y bebieron vino californiano a placer. Al acabar un delicioso postre
flambeado que compartieron, Lena se dirigió al baño de damas para retocarse. En
el corto trayecto de ida y vuelta constató su nivel etílico (caminaba bien en línea
recta). Al rato de volver a la mesa comenzó a sentirse rara, justo después del
último brindis. No era una reacción típica por exceso de alcohol, más bien parecía
el efecto de algún narcótico. El pulso se le aceleró y la visión se agudizó dilatando
sus pupilas como las de una pantera en una cacería nocturna. Un hormigueo se
propagó por su cuello, escote y entrepierna. Con la libido en el umbral máximo,
dedujo que había sido drogada con algún fin (si hubiese sido una intoxicación, los
síntomas serían diferentes). En aquel ínterin, Boyle la observaba sin mostrar
signos de preocupación e insistía en que fueran a su apartamento, lo cual
reconfirmaba el temor de Lena. Como pudo, se paró del asiento ocultando el
malestar y se despidió con una excusa que rayaba en lo descortés. Boyle
permaneció inmutable ante el arrebato. La situación irregular fue notada por otros
comensales. Una pareja que salía del local se ofreció a llevarla, Lena se conformó
con que le pidieran un taxi. Ordenó al chofer que no encendiera el aire
acondicionado, necesitaba respirar aire fresco y sentirlo rozándole en la cara.
Cuando llegó a su casa ya se sentía más estable. Razonó con serenidad: quizás
había juzgado a priori. Pudo tratarse de una comida en mal estado o una fuerte
indigestión. La única forma de saberlo era con un examen toxicológico, cosa que
no estaba dispuesta a hacer. El hecho es que la duda había quedado sembrada,
al igual que la desconfianza hacia el galante Boyle. No hubo reclamos ni disculpas
posteriores, tampoco se aclaró el incidente. Hasta ese momento, cuando volvían a
compartir una mesa acompañados de un tercero que ignoraba lo sucedido.

Pág: 77
–Vaya, vaya, traes comida como para los tres en esa bandeja –sonrió Keito
acentuando sus rasgos asiáticos–. Por favor, toma asiento con nosotros. ¿Ustedes
se conocen?

–Por supuesto, ¿cómo estás, Derek? –dijo Lena con frivolidad, inyectando así una
dosis de ambivalencia en el aire–. Gracias por guardarme el puesto, Keito. Eres
siempre tan amable.

–¿Cómo está, doctora? Tiempo sin verle la cara –atinó a decir Derek Boyle,
marcando distancia. Se notaba nervioso.

Por caballerosidad, ambos hombres se quedaron en la mesa haciéndole compañía


mientras ella comía con apetito voraz. La conversación giró en torno a la caída de
la Bolsa de Nueva York y el desprendimiento de los cascos polares en el Ártico;
temas comunes y neutrales que se intercalaban con largos minutos de incómodos
silencios. Cada vez que Lena levantaba la mirada, Boyle la estaba observando.

–Si me disculpan, tengo un pedido en progreso que debo finiquitar –dijo Boyle
retirando su bandeja vacía y poniéndose de pie–, que pasen una excelente tarde.

Aprovechando un descuido visual de Keito, Boyle miró de frente a Lena


guiñándole el ojo izquierdo; luego, sacó la lengua ondulándola como una serpiente
y mordió el labio inferior, todo en un rápido movimiento. El asqueroso gesto disipó
cualquier duda en ella, el hombre era un pervertido.

–No sé si son ideas mías, pero sentí tensión entre ustedes –murmuró Keito.

–Es una larga historia, no vale la pena ni contarla –afirmó Lena con una fulminante
palidez.

Pág: 78
–Necesito hablar contigo a solas, pero no aquí. Vamos al área de fumadores, allí
no hay cámaras ni micrófonos escondidos. Tendrás que respirar mi humo –dijo
Keito con una expresión seria y circunspecta.

–Claro, vamos. Con lo nerviosa que estoy creo que hasta me fumaría un cigarrillo
contigo –dijo Lena. Tampoco estaba bromeando.

El área consistía en una extensión de platabanda al aire libre del último piso. Las
colillas eran depositadas en un cenicero de pedestal que hacía las veces de
extractor de humo. Como el sitio era a la intemperie, el calor era insoportable a
esa hora meridiana; solo los más viciosos venían a saciarse. Keito encendió un
cigarrillo y le ofreció uno a Lena. Contraviniendo sus propias reglas, lo aceptó.

–Necesitaba uno de estos.

–No sabía que fumabas.

–Es que no fumo –dijo mirando el cigarrillo entre sus dedos–. Bueno, con esto en
la mano suena bastante contradictorio, pero créeme, dejé de fumar hace mucho.

–No tienes que darme explicaciones, de cuando en cuando un cigarrillo puede


salvarte de un colapso nervioso.

–Y entonces, ¿qué querías contarme? –dijo ella abanicándose con la otra mano.

–Hasta hoy trabajo en Biogenetics.

–¿Cómo?, ¿te vas? –los ojos de Lena se abrieron acentuando sus ojeras tapadas
con maquillaje.

Pág: 79
–Sí, he decidido renunciar. Esta tarde entregaré la comunicación a mi superior.
Quería que fueras la primera en saberlo.

–¿Y por qué esa decisión tan drástica?, ¿pasó algo?

–Lo he pensado bien. Llevo más de ocho años trabajando acá. Vi crecer a esos
muchachos que mantienen encerrados. Nunca he podido acercarme a ellos por el
internamiento preventivo. Yo no creo que esos pobres chicos estén enfermos. De
ser así, tú también estarías infectada. Sé que hay algo turbio alrededor de todo
esto. No sé cómo explicarlo –suspiró profundo–. He visto cosas.

–¿Qué cosas? Keito, me estás asustando.

–Creo que aquí trafican con órganos humanos –dijo Keito con una gota de sudor
cayéndole por la ceja izquierda.

–No es lo que crees –saltó Lena, tratando de esquivar la conjetura.


Definitivamente, Keito tenía una idea tergiversada del proyecto, aunque debía
reconocer que su sospecha no era del todo infundada.

–Quizás me equivoque, pero si estoy en lo cierto, prefiero estar bien lejos de esto.
Tú deberías hacer lo mismo, Lena.

Prefirió callar, no era prudente revelar la verdad y tampoco estaba facultada para
aclarárselo. En cierto modo, sí estaba implicada. La decisión de Keito era más que
acertada, aunque el motivo difería con la realidad. Ella también se había paseado
por la viabilidad de renunciar, pero abandonar a Andrew no era una opción. Para
ese momento ambos cigarrillos se habían consumido y el sol arreciaba. Antes de
volver al confort del aire acondicionado, Keito la tomó por el hombro.

Pág: 80
–Perdona mi intromisión –tragó grueso–. Fue cierto lo que dijiste la otra vez: sí te
he espiado, tengo tiempo haciéndolo. No me preguntes por qué lo hago. He
ratificado una y otra vez lo que siempre he sabido de ti: que eres una buena
persona –volvió a tragar aflorando un sonrojo en la cara–. He visto cómo lo miras,
cómo lo tratas. Al menos hazlo por él, por Andrew. Sálvalo antes de que sea
demasiado tarde. No se le debe dar la espalda al amor cuando aparece. Estoy
seguro de que harás lo correcto.

Las palabras de Keito fueron el aliciente que necesitaba. En el buen sentido, fue
como una bofetada. Ya no había retorno posible, debía poner en orden sus ideas y
accionarlas.

Cerca de las tres de la tarde, Lena se dispuso a comenzar su sesión con el


individuo C-023, un pelirrojo de veinticinco años, clonado de un prestigioso
empresario danés. El joven, de cara pecosa y rasgos vikingos, insistía en volver al
gimnasio, pero Lena tenía instrucciones precisas de mantenerlo calmado y en
reposo. Ocho días antes le realizaron una cirugía para retirarle uno de sus riñones
que fue trasplantado a su congénere escandinavo, quien sufría una insuficiencia
renal crónica. Para Lena era inevitable sentir compasión por todos sus pacientes
clones. Sabía el destino que les esperaba. Hacía lo imposible por hacer de cada
terapia un momento para que drenaran sus emociones, frustraciones y dudas;
tomando en cuenta las limitantes que tenía. A veces pensaba que todo era inútil,
pues tarde o temprano esos chicos acabarían con amputaciones de sus
miembros; o en el peor de los casos, perderían la vida en una mesa de
operaciones.

Una idea arriesgada saltó como un chispazo del cerebro reptil de Lena: «Haré una
denuncia ante las autoridades competentes a través de una comunicación
anónima», discurrió sin analizar. Sin duda, estaba siendo incauta con ese
planteamiento: ¿Cómo suponer que esas mismas autoridades no la incriminarían
también? Su firma estaba en el contrato de aceptación de cláusulas; le gustara o

Pág: 81
no, ella estaba involucrada y era tan cómplice como Hershon o cualquier otro
asociado al proyecto. Además, ¿cómo demostrar que esos reclusos eran clones si
ni siquiera conocía a los donantes genéticos? Lena no tenía acceso a toda la
información confidencial. Las identidades de los individuos clonados era una
prerrogativa exclusiva de Hershon. Por un instante imaginó el aspecto del Andrew
original, ¿sería tan apuesto como el clon que ella conocía? «Esta es la imagen
más morbosa que he tenido en mi vida», murmuró bajando la cabeza.

Lo cierto es que Lena no podía concentrarse en el trabajo, su mente estaba


puesta en Andrew. Tenía que diseñar un plan para sacarlo de ahí. No podía
permitir que lo utilizaran para hacer un trasplante parcial o total. Por primera vez
encontró en extremo abominable lo que estaba haciendo al formar parte de tan
macabro proyecto. Se recriminaba por haber sido tan débil, por haberse dejado
arrastrar por sus sentimientos hacia Andrew, pero ya era muy tarde para
arrepentimientos.

–Lena, ¿me oyes? Llevo tiempo hablándote y ni siquiera me ves a los ojos –
reclamó el pelirrojo por la falta de atención.

–Discúlpame, es que no me siento bien hoy. ¿Podrías repetir la pregunta? –


respondió Lena, intentando ver la hora en el reloj de pared detrás del chico.

Esperaba ansiosa a que dieran las seis de la tarde para su terapia con Andrew.
Todavía no estaba segura de qué hacer, ni de cómo ayudarlo. Sus sentimientos
sesgaban hasta el más mínimo atisbo de razón que sirviera como estrategia para
planificar una huida. Por otra parte, era muy aventurado decirle que debía salir de
ahí y que su vida corría peligro. Cualquier conato de escape de ese laboratorio
podía ser monitoreado. Inclusive sus conversaciones eran escuchadas y
grabadas. Era realmente imposible salir con Andrew sin levantar sospechas y sin
ser detectados por las cámaras y controles de acceso, ahora con el agravante de
que no podía contar con la ayuda de Keito. Su cerebro no dejaba de maquinar una

Pág: 82
forma de minimizar el riesgo. Recordó que antes de la hora planificada Andrew
debería estar en el solárium, ese era el momento y lugar ideal para hablar con él
sin ser escuchados. Decidió hacerlo con supremo cuidado.

Se acercaban las seis de la tarde, Lena se enfiló hacia el patio para aprovechar
los escasos minutos antes de la sesión. En el trayecto por el pasillo fue
reconstruyendo la escena, las palabras que usaría, el modo y el tono; nada trivial
dadas las circunstancias. Para colmo, estaba exhausta; llevaba dos noches de
absoluto insomnio y unas cuantas horas acumuladas de sueño discontinuo a lo
largo de las últimas semanas. Miraba hacia abajo, guiándose por la línea recta
formada por la unión de las baldosas del piso, eso la ayudaba a concentrarse. Sin
advertirlo, la raya imaginaria se fue tornando oblicua, curva, más bien yuxtapuesta;
cual si fuera uno de esos trucos ilusionistas. Mareada, se paró en seco tratando de
entender lo que pasaba. En efecto, el suelo a sus pies estaba tambaleándose.
¿Cómo una estructura tan moderna podía estremecerse así? A Lena le causó
suspicacia, ¿será debido a bases antisísmicas obsoletas? Soltó su cuaderno de
anotaciones y prosiguió el rumbo hacia el área descubierta donde Andrew se
encontraba. Todo empezó a zarandearse alrededor. El caminar pasó a ser un acto
casi épico. Ensayó apoyándose de las paredes del angosto pasadizo. Desde
dentro de las habitaciones se oían gritos, eran sus pacientes desesperados por
saber qué estaba sucediendo. Una idea fugaz pasó por su mente sin llegar a
concretarse: se vio abriendo todas las puertas y dejándolos escapar. Pero estaba
decidida, tenía que encontrar a Andrew. Con gran dificultad llegó hasta la puerta
de entrada al gimnasio que estaba abierta. Había que atravesar el salón para salir
a la terraza. El banco mayor de pesas volcó por la gran sacudida, dejando rodar
dos grandes aros de acero. Uno de ellos tropezó el tobillo derecho de Lena. Los
objetos, pesados y ligeros, comenzaron a caer estrepitosamente mientras ella
intentaba llegar a la puerta que daba hacia afuera. Una alarma tronaba por los
altavoces y se sentía un sofocante olor a cable quemado.

Pág: 83
Una vez frente a la puerta buscó en el bolsillo de la bata su carnet para desactivar
el bloqueo magnético; no estaba, de algún modo lo había perdido con el vaivén.
Se aferró de la agarradera para evitar caerse por el balanceo que parecía
incrementarse cada segundo. Probó a alcanzar la pequeña ventanilla hasta que
pudo ver a Andrew: se encontraba echado en el piso, en posición fetal, debajo del
banco de roble. Lena propinó varios golpes a la puerta para que Andrew la
escuchara, pero el ruido de la alarma, aunado al abismal sonido del fondo de la
tierra, se lo impedían.

El techo del gimnasio colapsó en uno de los costados, produciendo una larga
fisura diagonal. Caía arenilla, de un momento a otro podía desplomarse sobre ella.
El sorpresivo temblor parecía no acabar nunca. Una de las lámparas de neón se
desprendió impactando sobre el hombro de Lena. Abatida, sin fuerzas, cayó al
piso y puso las manos sobre su cabeza para protegerse. En plena vorágine se oyó
una explosión proveniente del tablero principal. La red de suministro eléctrico de la
infraestructura sucumbió y la alarma dejó de sonar. La planta auxiliar de energía
no terminaba de arrancar, lo hacía con intermitencia. Entre el humo, la vibración y
la falta de luminosidad, apenas pudo reincorporarse para hacer un último esfuerzo
por salir. Las violentas variaciones de electricidad desconfiguraron el sistema de
control de acceso dejándolo desbloqueado. La puerta se entreabrió y Lena
consiguió escapar de la aplastante edificación. Corrió hasta Andrew y lo abrazó
por la espalda. Ambos quedaron inmóviles bajo el macizo roble que les servía
como escudo protector. Aferrados el uno al otro aguardaron hasta que la ira
telúrica se fue disipando. Lena abrió sus ojos y notó que el cielo había adquirido
un apocalíptico tono ámbar oscuro. La noche estaba por caer. Tomó a Andrew de
la mano y salieron del improvisado refugio de madera.

Las luces de emergencia iluminaban con torpeza el patio a la intemperie. Enfrente


se encontraba el edificio balanceándose. Los vidrios de la fachada trasera se
quebraron dejando expuestas las oficinas administrativas de Biogenetics. Las
estructuras del tercer y cuarto piso habían cedido, formando una especie de

Pág: 84
acordeón pandeado. Se oían gritos de personas atrapadas y salía un humo
espeso tras la puerta que, segundos antes, ella había intentado abrir.

–Lena, ¿qué ha pasado? ¿Por qué el piso se movía de esa forma? –preguntó
Andrew, turbado por su desconocimiento– ¿Qué hacemos? Mira mi casa, ya no
podemos entrar en ella –gritó conmocionado, señalando hacia la única puerta.

–Andrew, por favor, trata de calmarte. Lo importante es que estamos juntos –dijo,
buscando controlarse ella misma con sus palabras.

–¿Qué está sucediendo?

–Tenemos que salir de aquí, debe haber una forma.

El gran muro perimetral parecía intacto después de la catástrofe. Por un instante


se sintieron atrapados y asfixiados por la altísima muralla que los mantenía
prisioneros en aquel infierno. El piso de cemento se fracturó entre las juntas de
dilatación formando un rompecabezas. Una grieta colosal atravesaba el patio,
como si el terreno se hubiera desgarrado tratando de engullir el árbol de pino que
a duras penas se mantenía en pie. La hendidura cruzaba la parte inferior del muro
en uno de sus laterales. Lena se acercó para inspeccionar el área y visualizó un
potencial boquete. Con sus manos comenzó a escarbar y le pidió a Andrew que
hiciera lo mismo apartando los pedazos de cemento del piso resquebrajado. Pero
él, obviando transitoriamente el apremio, se detuvo para palpar con extrañeza el
elemento recién revelado por la abertura. Cerró el puño aprisionando una porción
de masa térrea dejando que se deslizara entre sus dedos. Estaba tibia como
arena recién mojada por una mansa ola tropical. Su piel nunca había
experimentado el contacto con ese tipo de material orgánico. Hasta entonces, no
imaginaba que el suelo podía tener texturas tan diferentes a la solidez que
conocía. De súbito, la posibilidad de escapar ilesos se apoderó de ellos. Debían
actuar rápida y coordinadamente para lograrlo. Ambos parecían saber lo que

Pág: 85
había que hacer y pusieron manos a la obra. Sus cuatro palmas cóncavas,
emulando paletas, hacían las veces de una rudimentaria máquina de excavación.
No había tiempo para reparar en fracasos. El edificio podía desplomarse tras ellos,
sepultándolos en el acto.

Una parte de la base, oculta bajo la superficie a unos treinta centímetros, quedó
descubierta tras la actividad manual. El sostén de la armadura de concreto se lo
daban las columnas intermedias asentadas en pilotes a mayor profundidad. El
surco tectónico tendría, a lo sumo, un metro por debajo de la cota del piso y
pasaba justo por la sección más vulnerable del muro. A la vista, era difícil calcular
cuán honda era la grieta recién formada. Cavaron hasta agotarse y no alcanzaban
a ver el lado opuesto. Llegaron a un punto muerto. El terreno se hizo más duro y
había que rasguñar –literalmente– para hacerse de pequeñas porciones de tierra
contenidas en las uñas ya ensangrentadas. Frustrada, Lena se sentó de frente y
atenazó la parte inferior del muro con sus dedos entumecidos, como si quisiera
arrancarlo de tajo usando la fuerza bruta.

El suelo volvió a temblar, y con ello, un renovado golpe de adrenalina se esparció


por sus venas y vasos capilares. Andrew apartó a Lena e intentó traspasar la
barrera terrosa con el puño, aplicando todo su vigor con el brazo derecho. La
maniobra resultaba incómoda, la idea era empujar apoyándose de la base del
muro y vencer el escollo.

–Hazlo con las piernas, presiona con ellas apoyándote con las manos sujetadas a
la base del muro –sugirió Lena, percatándose de que había perdido sus zapatos,
quién sabe dónde.

Y Andrew obedeció. Se puso en posición de remar, enganchándose del borde


inferior expuesto y considerando las limitaciones para flexionar ambas rodillas. De
igual modo, presionó con las extremidades arqueadas como ancas de rana lo más
fuerte que permitía el acuñado espacio. Dio resultado, uno de los pies atravesó la

Pág: 86
obstrucción; el nivel de la calle se situaba en el mismo plano topográfico, y al
parecer, el muro estaba rodeado por grama al menos en esa sección del perímetro
externo: el pequeño orificio asomaba una esperanza. Andrew pateó para
agrandarlo; luego, volvió a las manos rasgando las paredes arcillosas del estrecho
túnel. Exhausto, le cedió el turno a Lena. Por instantes se escuchaban con más
desespero los quejidos y gritos de la gente atrapada en el edificio; así como ellos,
cada quien luchaba por sobrevivir. Lena se introdujo de cabeza, boca arriba,
pasando por debajo de la base del muro hincándose en los talones. Andrew la
retuvo por los pies para darle impulso. Se arrastró y retorció cual marmota,
saliendo de una madriguera encubierta hacia la superficie. A punto de desistir por
la falta de oxígeno, su nariz encontró respiro del otro lado. Después de llenarse los
pulmones, traspasó con igual dificultad un hombro, seguido del otro; dando paso a
los brazos y el resto de su cuerpo. ¡Lo había logrado!

–¡Andrew, tienes que hacer lo mismo! –gritó dirigiendo el sonido por el hueco que
volvía a cubrirse de tierra.

Andrew volteó por última vez para observar lo que siempre conoció como su
hogar. El banco de roble permanecía regio en el mismo sitio sobre el cemento
cuarteado. Sentado en él, pasó largas horas haciéndose preguntas sobre lo que
había detrás del muro que estaba por atravesar. Ahora sentía miedo de
enfrentarse con lo prohibido.

De entre los escombros que seguían cayendo de los pisos superiores y la nube de
polvo emergió una figura humanoide proveniente del edificio en colapso.
Cualquiera hubiese pensado que se trataba del único superviviente de un tornado
categoría cinco. Para Andrew fue una aparición casi fantasmal y a la vez
sobrecogedora. El individuo estaba cubierto de arenilla, se veía andrajoso.
Caminaba dando traspiés y tenía heridas abiertas en la sien y en uno de los
brazos. Era Ariel.

Pág: 87
Comparado con Andrew, que gozaba de una excelente condición muscular, el
muchacho tenía un cuerpo espigado y menos definido. A pesar de ser mucho más
joven que Andrew, le ganaba en estatura por varios centímetros. Andrew lo miró
de arriba abajo, queriendo descifrar la intención con que se aproximaba. Ambos
estaban anonadados de verse, o más bien, de reconocerse. Andrew distinguió de
inmediato las similitudes: misma indumentaria de franela blanca y pantaloncillos
tipo mono deportivo; además, ambos llevaban el pelo al rape y la pulsera amarilla
en la muñeca izquierda. Los rasgos faciales diferían, Ariel era poco agraciado.

–¿Quién eres? –se lanzó a preguntar Andrew.

–Ariel, ¿y tú?

El tono de la voz era amigable, pese a lo lacónico. Por demás, Andrew esperaba
una respuesta que aclarara dudas específicas como: ¿de dónde saliste?, ¿por qué
vistes como yo?, ¿también vives aquí? Mantuvieron la mirada fija en el otro,
dándose un voto mutuo de confianza. Antes de que Andrew pudiera responder, se
escuchó un grito que se sobrepuso al caos circundante.

–¡Vamos, Andrew, apresúrate! –vociferaba Lena desgañitándose.

–Es la voz de Lena –dijo Ariel con sobresalto–. ¡Lena, dónde estás!

–Está del otro lado del muro, pasó por este hueco. ¡Hagámoslo también! –dijo
Andrew intentando no volver a entrar en pánico–. Prueba tú primero, yo te ayudo.

–¿Y, cómo? –preguntó Ariel arrugando el entrecejo.

–Métete de cabeza por debajo del muro, mirando hacia arriba. Yo te impulso por
los pies. Vamos, debes arrastrarte. Deprisa.

Pág: 88
–¿De cabeza? –dijo tocándose la herida craneal sangrante, mostrando signos de
dolor.

–Sí ¡Apresúrate!

–No puedo, tengo miedo de que el muro me caiga encima.

Sin mediar más palabras, Andrew lo agarró por el pecho y lo forzó a recostarse en
la zanja para ponerlo en posición, según lo indicado. La oscuridad se hacía más
densa y un humo espeso inundaba con rapidez el patio. Los gritos de auxilio se
sentían muy cerca. Al instante en que Ariel introdujo la cabeza, se presentó un
fuerte crujido: el pino cedió haciendo levantar sus gruesas raíces a los pies de
Andrew. La copa del árbol cayó sobre el tope de alambrado eléctrico produciendo
chispazos. El tronco, con sus ramas fielmente adheridas a él, rodó por el muro
frontal para fijarse en la esquina norte y formar un ángulo aproximado de
cincuenta grados con el suelo. La estructura de concreto seguía intacta.

Del susto, Ariel abortó la operación de escape por el boquete. Se incorporó de un


brinco perdiendo el equilibrio y cayó de nuevo al piso; la cabeza le daba vueltas.
Andrew lo ayudó a pararse y ambos quedaron de pie observando al gigante
vegetal derruido. Para ellos, era como presenciar la caída de un viejo amigo. Lo
que sucedió a continuación –en un lapso menor a dos minutos– quedaría alojado
en alguna zona clausurada del cerebro de Andrew, en el seno del subconsciente,
donde reposan los recuerdos más traumáticos y que son aislados por las mismas
neuronas para proteger al organismo. De hecho, toda esa experiencia con Ariel
fue borrada de su psiquis como un mecanismo de autodefensa.

Y allí estaban, absortos, ante un porvenir incierto; cada uno sosteniendo el peso
de sus limitadas vivencias, sobrellevando la inexperiencia acumulada y el miedo
natural a la indefensión. En pleno trance emocional, Ariel dio un paso adelante
encaramándose en la base del árbol. Así inició el ascenso, primero manteniendo

Pág: 89
la estabilización con brazos extendidos; luego, a cuatro patas. Pasó por entre el
ramaje afincándose en sus partes como si fueran peldaños de una inmensa
escalera inclinada; el tronco era el eje central. Subía accidentadamente, autómata,
y con visible determinación. Las ramas más débiles se partían a su paso,
desprendiendo aroma silvestre en medio de aquella atmósfera contaminada.
Trepó hasta la parte alta del tronco que reposaba retenido por la unión
perpendicular de la muralla. Andrew lo observaba desde abajo, con la boca
abierta, inmóvil; intuyendo lo que pretendía alcanzar aquel fortuito compañero con
la escalada. En la cúspide, volteó hacia abajo y miró a Andrew (podría decirse que
fue un gesto de despedida). A esa altura podía verse el anhelado mundo exterior,
solo tenía que estirar el cuello. En vez de eso, Ariel dio un salto para posar sus
pies en el borde superior del muro. La posición lo obligó a asirse de una de las
guayas del alambrado eléctrico. Y así permaneció: inerte, en cuclillas, con sus
grandes manos aferradas como garras de un ave mitológica a punto de alzar
vuelo. En algún momento sus ojos se secaron, no se sabe cuánto tiempo
contemplaron la libertad. Si Andrew hubiese tenido una referencia concreta,
seguramente lo habría comparado con una gárgola, custodiando una catedral
gótica desdibujada por las tinieblas de un lóbrego ocaso, porque así era la imagen
desde el punto focal donde él se encontraba.

A lo lejos, imponiéndose a la hegemonía del desconcierto sonoro, se escuchaba la


voz exasperada de Lena. Y Andrew resurgió de las profundidades de su
introspección.

Una réplica telúrica desató la angustia de nuevo. Andrew estiró los brazos y los
introdujo junto con su cabeza por la abertura, guiado por la voz de Lena, pero
quedó atascado a mitad del trayecto; su espalda era más ancha. Ella lo tomó de
ambas manos y jaló con todas sus fuerzas. La tierra se movía y el edificio
comenzó a derrumbarse. Él trataba de atravesar atorándose cada vez más. Casi
sin aire, buscó con sus pies hacer palanca hasta que sintió la raíz emergida del

Pág: 90
árbol caído. Se impulsó con su pierna y de un tirón venció la obstrucción.
Finalmente, se encontraba en territorio desconocido.

Las estilizadas torres del Embarcadero Center, ancladas en sus portentosos


cimientos, apuntaban al cielo en señal de omnipotencia. Andrew reconoció la
punta superior del primer rascacielos, la misma que sobresalía del opresivo
cuadrilátero de concreto que por años limitó su visión. Ahora tenía la panorámica
completa. Eran cuatro torres en fila: inmensas, desconcertantes, eternas por su
resistencia.

Lena lo tomó por la muñeca y emprendieron una vertiginosa carrera. El piso se


movía, aunque ya no tan fuerte, pero sí lo suficiente como para hacer colapsar la
pirámide invertida que terminó desplomándose de un costado.

El escenario exterior era una completa revelación para Andrew. La gente volcada
en las calles, los carros con sus luces encendidas; las edificaciones, algunas con
daños de importancia. Una exquisita sensación de osadía y miedo lo asaltaba de
forma simultánea. Entre el torbellino, su cerebro iba transformando cada nueva
escena en estímulos sensoriales que producían un indetenible flujo de adrenalina.
Descansaron por un momento para recobrar aliento y prosiguieron por la calle
Washington con trote más lento. Lena seguía cogiéndolo de la mano. Estaba
consciente de que era impactante para él todo lo que estaba ocurriendo frente a
ellos.

Al llegar a la costa buscaron el puerto de San Francisco, desde donde salen las
embarcaciones para Oakland. Lena no tenía conocimiento del grado de
devastación ocasionado por el terremoto. Lo importante era llegar a su casa en
Alameda Island, a como diera lugar. La entrada por el muelle 14 estaba atestada;
la gente se peleaba por subir al único ferry habilitado para zarpar. Después de
forcejar con la muchedumbre lograron colarse y subir por la rampa de acceso. Fue
cuestión de segundos. Tras ellos, la plataforma metálica fue removida al tiempo de

Pág: 91
levar anclas. La embarcación sobrepasaba su capacidad, pero a nadie parecía
importarle las consecuencias. El navío se hizo al mar en medio de la oscuridad de
la noche. Los pasajeros, hacinados en la parte central, comentaban que en
Oakland se había sentido menos el temblor y que el epicentro se produjo al sur de
San Francisco.

Andrew y Lena se acomodaron, entre el bullicio, en la parte trasera de estribor


apoyados de la baranda circundante. La luna iluminaba el mar, formando un
camino plateado hasta el muelle desde donde partieron. Más atrás, como
fumarolas de un gran volcán, decenas de incendios y columnas de humo
delineaban la ciudad de San Francisco. Algunas zonas tenían luz eléctrica, otras
permanecían a oscuras. Lena abrazó por la cintura a Andrew, quien examinaba
con perplejidad aquel panorama. Trataba de entender lo que significaba la palabra
«peligro», tantas veces mencionada en su cautiverio. Ella procuró calmarlo. Le dijo
que ese acontecimiento fue preciso para comenzar una vida juntos, que el amor
ayudaría a superarlo todo. Pero obvió decirle que el amor también implica
correspondencia, entrega y honestidad.

–Sí, Andrew, tengo mucho que explicarte. Ya pronto llegaremos a casa y lo sabrás
todo.

–Ni en mis sueños imaginé que esto era lo que había afuera –su ánimo había
cambiado, la euforia de sentirse libre transmutó en consternación.

–Este es el mundo real –interrumpió Lena, tratando de apaciguar la creciente


inquietud de Andrew–. Hubiese deseado que tu primer encuentro con el exterior
no fuera de esta forma tan intempestiva.

–Lena, por más que trato de entender, no puedo –dijo con voz quebrada
aguantando el llanto–. ¿Para qué me tenían encerrado?

Pág: 92
Andrew agradeció el silencio de su compañera; en realidad, no estaba preparado
para saberlo todavía. Ladeó su cabeza fijando sus ojos en la espuma generada
por las hélices en movimiento y la larga estela desleída en el agua. El olor del mar
le produjo una embriaguez casi hipnótica. Era como si las algas del lecho marino,
recién sacudidas por el fondo rocoso, hubieran liberado miles de microburbujas
que explotaban en alucinantes esencias dentro de sus fosas nasales.

–Es el mar –dijo Lena–, ¿recuerdas cuando te hablé del gran contenedor?

De nuevo, un largo silencio; él permanecía en trance. Sin intención de seguir


alimentando la confusión, sujetó con sutileza la pulsera de plástico amarillo
estirándola hasta zafarla de la muñeca de Andrew y la lanzó por la borda. Acto
seguido, lo tomó por el dorso haciendo un suave recorrido con sus dedos hasta
llegar al cuello. Se detuvo. Contempló el rostro del hombre que amaba; ella
también lloraba. En ese momento las palabras estaban de sobra, cualquier
explicación sería inadecuada dada la situación. Las luces giratorias de la
embarcación iluminaban de forma intermitente los hermosos ojos de Lena. Ahí,
frente a frente, sintieron la sensación más extraña de sus vidas. De alguna forma
uno simbolizaba la salvación del otro. Sabían que se necesitaban. Ella admiraba
su valentía, lo deseaba y lo amaba de manera sublime. Pero Andrew era un
manojo de incertidumbres, estaba indefenso y sabía que dependía de Lena.
Desde que la vio por primera vez se sintió hechizado por el cuerpo de hembra
representado en aquella atractiva mujer. En su caso, catalogar eso como amor era
precipitado. El miedo volvía a apoderarse de ambos. Era probable que Andrew
reaccionara con violencia al conocer la verdad de su condición. A lo mejor Lena
debía seguir ocultándoselo por un tiempo o simplemente callar para siempre.

–Confía en mí, nunca más te harán daño –susurró, rozando sus labios carnosos
con la oreja de Andrew.

Pág: 93
Una campanada anunció el desembarque en el muelle de Oakland. Una nueva
vida se abría paso ante ellos. Para Lena representaba el inicio de un esperado
romance, uno donde pudiera darse por completo y superar la amargura por sus
pérdidas pasadas. Para Andrew significaba otra cosa: era como volver a nacer en
un cuerpo adulto y hallarse de pronto con un mundo inédito, complejo, muy distinto
al que le inventaron. Las sorpresas estarían a la orden del día; algunas no serían
tan agradables, como el terrible propósito de su creación que no tardaría en
descubrir.

Capítulo IX
Identidad compartida

A las seis de la mañana abrió sus ojos con la precisión de un reloj suizo, solo que
esta vez ya no tenía que pararse de la cama. Veinte minutos después
comenzarían Fritz y Franz con su bulla acostumbrada, esa sí era la señal para
levantarse. Andrew puso sus pies descalzos en la alfombra y recordó aquella luz
de neón que se activaba al contacto. Estiró con pereza los brazos, aupado por un
sonoro bostezo que encubría una sonrisa. Dormitado, lavó su cara con agua tibia
observando el propio contorno reflejado en el espejo. No había vuelto a rasurarse
la cabeza. Se regodeaba del avance en el crecimiento del cabello, ahora
abundante y enroscado, del mismo largo del cuello; llevarlo de ese modo era su
mayor acto de rebeldía. Aún en penumbra, caminó hasta la cocina para quitarle la
cubierta de tela a los tockiacos: una pareja de canarios de color verde y
anaranjado, modificados genéticamente, cuyo canto era considerado uno de los
más hermosos. Si bien el hombre había intervenido mejorando la raza, se les
catalogaba como una especie genuina del mundo de las aves. Lena los adquirió
junto con la casa, pues el dueño anterior no podía hacerse cargo de ellos.

Para entonces, Andrew se había acoplado bastante bien a la vida doméstica. Uno
a uno fue superando obstáculos y aprendiendo cosas tan sencillas como

Pág: 94
prepararse un sándwich, programar la máquina de café, usar el tostador de pan,
operar el microondas, maniobrar el abrelatas, amarrarse las trenzas de los
zapatos nuevos. Hubo otras tareas que conllevaron una mayor dedicación y
paciencia, entre ellas mantener la limpieza y el orden en la casa. Cocinar seguía
siendo la labor más dificultosa para él. Dependía aún de Lena para la preparación
de platos calientes o muy elaborados. Daba gusto ver a Andrew comerse su
primera hamburguesa, un verdadero descubrimiento gastronómico. Ni hablar de
las gaseosas, embutidos, enlatados, aceitunas, cremas para untar, chocolates,
helados; todas, delicias nunca antes experimentadas por un paladar
acostumbrado a suplementos vitamínicos en cápsulas, barras energéticas para
incrementar masa muscular y porciones controladas de alimentos dietéticos. Solo
una vez intentó freír un par de huevos que quedaron carbonizados y adheridos al
sartén. De ahí en adelante mantuvo una distancia prudencial de las hornillas.

Minutos más tarde se levantó Lena, no por el canto de Fritz alardeando con Franz,
sino por el aroma a café recién hecho por Andrew. Tomó una taza del humeante
americano y se sentó en las fornidas piernas de él. A través de la ventana se
podía intuir la temperatura con los primeros rayos azotando el asfalto de la calle.
Un día corriente germinaba desde que se refugiaron hacía tres meses por el
terremoto. Ambos pasaban horas en la cama contemplándose el uno al otro y
haciendo el amor. A decir verdad, hacer el amor era el eufemismo utilizado por ella
para definir la lasciva comunión de sus zonas pélvicas. Se levantaban, comían y
volvían a la cama a revolcarse en sus cuerpos desnudos. Cada uno lo disfrutaba a
su manera. Pudor era un vocablo vetado en el dialecto creado por el roce de sus
lenguas lujuriosas y sin escrúpulos. Los dos estaban entregados a la ley de la
carne, al más básico de los instintos, como si existiese un convenio tácito de
explorar cada pliegue, cada poro de la piel ajena. Andrew no necesitaba de largos
períodos para recobrar su aliento. Había soñado tanto con tener sexo que se
sentía en el deber de recuperar el tiempo perdido. Y le era fácil, pues la ausencia
de restricciones lo mantenía en una constante excitación. Lena se complacía
enseñándole cuanto sabía sobre erotismo. Era todo para ella, como quería, como

Pág: 95
soñó tener a un hombre: sin experiencia para ser moldeado a su antojo. Los besos
se alternaban con mordidas que excedían el umbral del apetito carnívoro: todo un
intercambio animal de fluidos que no parecía alcanzar la saciedad.

Cuando les apetecía encendían el televisor 3D que, sin necesidad de lentes


específicos, transmitía una señal de ultradefinición. Andrew pasaba horas
dejándose atrapar por las fútiles historias. No sabía que Lena había bloqueado la
mayoría de los canales, dejando disponibles solo las series para adolescentes,
dibujos animados y banal entretenimiento. Pero esa artimaña, premeditada con la
mejor de las intenciones, estaba causando un efecto adverso al esperado por ella.
Con frecuencia la despertaba en plena madrugada para bombardearla con
preguntas. Las caracterizaciones fílmicas representaban una fuente vital de
información para él. Fue a través de esas transmisiones que conoció la mayoría
de obscenidades y groserías de uso coloquial. Al principio no hallaba la relación
entre tales términos escatológicos con situaciones cotidianas y personas
comunes. Se retorció de risa cuando supo que mierda podía decírsele a casi
cualquier cosa. Luego comprendería que esas palabras no siempre eran
divertidas, pues también eran utilizadas para agredir.

Había otro tipo de incógnitas que ponían a Lena los pelos de punta. Las más
elementales eran las más difíciles de esclarecer.

–¿Por qué no tengo un apellido? Todas las personas tienen uno o más de uno. Yo
solo tengo Andrew por nombre.

Por supuesto que Lena tenía una explicación: una versión temporal para
apaciguar la exaltación por el hallazgo de evidencias y salir del paso. Prefería
dosificar la información e irse por el camino menos intrincado, sacando provecho
del terreno previamente abonado por años de terapia. Con astucia felina, lograba
hacerle entender que había sido necesario ocultar «algunas realidades» para
evitarle sufrimientos. Y se lo creían. Ambos se creían la buena intención de las

Pág: 96
mentiras pasadas. Ella siguió manteniendo la historia del abandono. Manipuló con
torcidas aclaratorias para esquivar la mayor de todas. La verdad, no se sentía
preparada para afrontarlo.

–Ya lo hemos hablado, cariño, no vale la pena seguir torturándose con ello. Tus
padres te dejaron en el Centro –así le decían al lugar donde se conocieron; mejor
dicho, a las áreas delimitadas a las cuales Andrew tuvo acceso– cuando apenas
eras un bebé. No dieron explicaciones, tal vez eran muy jóvenes para hacerse
cargo de ti. Pero se aseguraron de dejar una buena provisión de dinero para que
vivieras cómodo y pudieras estudiar.

–Es que ni siquiera heredé sus apellidos… Lena, ¿sabes algo? ¡Los odio con toda
mi alma! No quiero saber de ellos. Ninguna madre abandonaría a su hijo de esa
manera. ¿Acaso dejaron instrucciones para mantenerme encerrado toda la vida?

Andrew notaba incoherencias, demasiadas en esa historia. Le costaba


desentrañar el rol que jugó Lena en semejante entramado, así como el de
Hershon, Camilo y las pocas personas con la que tuvo alguna interacción. Era
cierto, el Centro tenía sus comodidades, aunque llegó a detestar la constante
vigilancia hacia él. Allí aprendió a comunicarse, leer, escribir, asearse; al principio
con ayuda, luego por su cuenta. Nunca le faltó comida, ni juegos para el desarrollo
de su intelecto, ni tiempo para ejercitar su cuerpo. No siempre se complacían sus
caprichos, pero ¿cuál era el motivo del permanente encierro? Sabía que era un
ser especial; eso le dijeron, eso creía. Por otra parte, Lena improvisaba sobre la
marcha, le dijo que sus padres tuvieron razones de peso para tomar aquella
decisión de abandonarlo, «de entregarte» –se corregía a sí misma para mitigar la
crudeza–. «A veces los padres hacen actos de amor que no se pueden
comprender», dijo en un intento por no exasperar el resentimiento creado hacia
aquellas figuras inventadas. Lena sabía que estaba cometiendo un error que podía
costarle muy caro. Seguir tergiversando los hechos de un pasado inexistente sería
propiciar la creación de un auténtico monstruo. Cuando salía del aprieto

Pág: 97
reflexionaba acerca de las estratagemas recién elaboradas. Se mordía los labios
hasta sangrar de arrepentimiento. «Es por su bien», se repetía así misma para
hallar consuelo y justificarse. En ocasiones sintió sus lágrimas fusionarse con el
vapor de la ducha, cuando enjabonaba su cuerpo aún sensible por un reciente
orgasmo. Su egoísmo había llegado al límite de un abismo. Lo sabía, en cualquier
momento la situación podría escapársele de las manos. Llegó a considerarse
como una bestia depredadora; un ser depravado y enfermizo que postergaba un
momento difícil para continuar complaciendo sus fantasías. ¿Hasta qué punto era
por amor lo que estaba haciendo? Y cuando le dijera la verdad a Andrew, ¿la
perdonaría? No había vuelta atrás, no solo estaba creando a un monstruo, ella ya
se había convertido en uno.

Podría suponerse que un individuo promedio idealizara el concepto de libertad


después de años de prisión involuntaria. Volver a deleitarse por las
manifestaciones gratuitas de la naturaleza. Abrir los brazos de cara al cielo y
entregarse de nuevo a la brisa salada del mar, al sonido del viento agitando el
ramaje de los árboles, al olor empalagoso de las flores en plena primavera o al
canto de los pájaros cuyo vuelo simboliza el mayor de los anhelos. ¿Cómo
aplicaba esto para Andrew?, ¿podía extrañar o apreciar lo que nunca había vivido
o tenido? Para él, la libertad era una condición ansiada sin referencia previa. Por
tal razón, su proceso de adaptación a la sociedad fue gradual. Posterior al brutal
escape, cayó en un estado de desequilibrio anímico. El brusco cambio de
ambiente y el miedo al peligro lo paralizaron. Superó episodios leves de
agorafobia con la ayuda de Lena. Jamás creyó que la inmensidad de los espacios
abiertos pudiera intimidarlo. Muy pronto, su temperamento audaz fue sustituyendo
al temor, hasta vencerlo en su totalidad.

Por las tardes, cerca del ocaso, salían a caminar por la avenida principal de
Alameda. Se hizo costumbre terminar la caminata con una agotadora carrera de
vuelta a casa. Andrew se divertía con los placeres más nimios, como el aire
rozando su cara al acelerar la marcha u olfatear, a velocidad, los distintos aromas

Pág: 98
de los restaurantes a lo largo de la concurrida vía. Lena, en su afán de protegerlo,
evitaba salir a la luz del día y no permitía que él lo hiciera solo. A su vez, tenía
claro que no podía mantenerlo apartado del contacto con otras personas. Era
urgente resolver el problema de la identidad de Andrew.

La ciudad de San Francisco fue recuperándose con rapidez de los daños


materiales. Se contabilizaron 232 muertes con el sismo, una cifra menor a la
esperada. La mayoría de las víctimas murieron aplastadas por las edificaciones
más antiguas. En 2020 se promulgó una ley que exigía a los constructores aplicar
las últimas técnicas de construcción antisísmica. Sin embargo, se hizo
prácticamente inviable aplicarla a todas las edificaciones ya erigidas. Con
periodicidad se registraban temblores de baja magnitud en la bahía y con ello se
liberaba la energía acumulada en las placas tectónicas retrasando el vaticinado
gran terremoto.

Lena no había vuelto a tener noticias de Biogenetics. La imagen del edificio


haciendo implosión quedó en su memoria como el fin de una etapa de su vida,
aquella con la que comulgó al principio hasta llegar a repeler y desafiar a
posteriori. Allí, sentada en las piernas de Andrew, se sumergió por un instante en
un mar delicioso de plenitud. Atrás habían quedado el sufrimiento, la pérdida y el
recuerdo de Pierre. Encontró un paralelismo entre ese corto intervalo de felicidad
con el actual. En sus manos estuvo la posibilidad de redimir a alguien. Ahora
volvía a tenerla, ahora no volvería a fallar. Tomó una tostada de pan y la untó con
mermelada de fresa. Andrew le aproximó la taza de café y ella le retribuyó con un
beso amoroso. Comieron como dos osos luego de una larga hibernación. Sus
cuerpos exigían una ración equivalente a la energía invertida en ellos. Lena tomó
los restos de pan crujiente y los regó en la jaula de, los también hambrientos, Fritz
y Franz. De pronto, una llamada telefónica; una temible melodía. El móvil
anunciaba el reinicio de una pesadilla.

Pág: 99
–¿Doctora Kamprad? Qué alegría escucharla. Espero que la emoción sea
recíproca –parloteó con su acostumbrado sarcasmo.

–¿¡Hershon!? –preguntó con asombro modulando la voz y sabiendo la respuesta–.


Es-es-esto es increíble –tartamudeó como no lo hacía en años, desde su época de
tímida estudiante de secundaria.

Lena creyó que nunca más oiría aquella voz sombría. Rabia, miedo, asco; todo se
conjugó en ese momento de tensión. Pensó en cortar la llamada pero, ¿qué
ganaría con eso? Supuso que estaba soñando, al fin y al cabo todo era lo más
parecido a un sueño idílico desde que dejó el laboratorio. ¿Será que Hershon
sospechaba de su escape con Andrew? Tenía que averiguarlo.

–Sé que le sorprende mi llamada después de todo este tiempo –aseguró con tono
arrogante–. Como comprenderá, doctora, tenemos bastante de qué hablar. La
información que usted maneja es altamente confidencial. Me ha costado mucho
contactar al resto del personal, así que me estoy encargando de reunir, en primera
instancia, al equipo del Proyecto Salamandra.

«Salamandra». «Proyecto». La piel se le erizó al oír esas dos palabras.

–Lo comprendo, Hershon –murmuró, al tiempo que salía apresurada hacia el


cuarto de servicio buscando privacidad–, obviamente estoy sorprendida. Yo vi con
mis propios ojos cómo se desplomó el edificio luego de una explosión. Pensé que
provenía del cuarto de químicos. Por fortuna me encontraba afuera, en la calle, y
los nervios me hicieron correr lejos de allí. Desde entonces no he querido salir de
casa, ni saber nada de nadie –explicó con algo de ofuscación y sin analizar lo que
decía.

Hizo una pausa respiratoria. Sabía que estaba alterada, lo suficiente como para
delatarse.

Pág: 100
–Los noticieros no dieron mayores detalles sobre las personas desaparecidas en
nuestro edificio –precisó, haciendo entender que se sentía involucrada–. Por
cierto, ¿sobrevivieron todos los pacientes? Espero que sí –esta vez preguntaba
con sinceridad.

–Preferiría que lo habláramos en persona, pero le adelanto que algunos fueron


rescatados con vida y llevados a nuestras sucursales de Los Ángeles y Nevada –
informó aclarándose la garganta–. Le enviaré por telemensaje la dirección. Hemos
abierto una nueva oficina con la ayuda de nuestros partners. No todo se perdió
con el terremoto. Aquí la estaré esperando para conversar largamente –dijo
despidiéndose con sequedad.

Lena supo que era hora de enfrentar los hechos. Era muy posible que Hershon
desconfiara de ella, lo cual hacía necesaria su presencia para librarse de dudas.
Por otra parte, mantendría su decisión de no decirle la verdad a Andrew todavía,
no lo consideraba prudente, mucho menos ahora. Además, no encontraba el
momento adecuado para hablarle de algo tan delicado. En todo caso, aplicaba
muy bien la psicología para salir airosa de las preguntas complejas que él le
formulaba. Lena estaba consciente de algo: no desestimaba en lo absoluto la
inteligencia de Andrew.

A la mañana siguiente partió muy temprano hacia la ciudad, no sin antes advertirle
a Andrew que no saliera de casa. Lena fue ilusa con esa petición, que no fue más
que un exhorto para realizar una exploración de los alrededores, a plena luz del
día, y sin la persistente vigilancia de ella. Resuelto, se puso un jean, una chemise
verde olivo que hacía resaltar sus músculos, y los únicos zapatos deportivos que
poseía: unos Nike Space, el modelo de ese mismo año, 2045, con plantillas
exclusivas de silicona líquida que mantenían una temperatura continua en los pies;
el fabricante garantizaba total confort y «sentirse entre las nubes con cada
pisada». Estaba a sus anchas, libre, con una errónea noción de independencia.

Pág: 101
Incansable en su andar, llegó hasta la zona comercial de Alameda. Le
impresionaba ver los V-Coop y prometió algún día manejar uno.

Alameda, situada en una península llana frente a la bahía, fue siempre una ciudad
tranquila, una suerte de remanso urbano. La predominancia victoriana de sus
casas se mezclaba con lo moderno, sin perturbar el equilibrio arquitectónico. La
gente, en su mayoría clase media y trabajadora, procuraba mantener la armonía
dentro de los circuitos vecinales. Podría decirse que había una tácita camaradería
entre sus habitantes. Pero, debido a la crisis económica y a los altos precios de las
viviendas en la ciudad de San Francisco, el pequeño suburbio se fue
superpoblando y con ello la pérdida de su encanto. Pandilleros de la cercana
Oakland comenzaron a merodear en sus ruidosas motos por los alrededores de
las calles y avenidas más concurridas. Por si fuera poco, el desempleo dio pie a la
proliferación de actividades ilícitas como el comercio de drogas prohibidas y la
prostitución, la cual fue haciéndose inmanejable por las autoridades, a lo amplio
del estado de California; todo esto, aunado al cambio climático y al reciente sismo
que deterioró aún más la calidad de vida en la ya menoscabada Alameda. No así,
el corredor de la costa Shoreline Drive y Central Avenue seguían siendo un oasis
dentro del caos. Algunos pocos comercios resistieron al tiempo y a la
modernización, como la heladería Tucker’s Ice Cream o la librería Books Inc.
sobre la calle Park, donde se encontraba Andrew en ese momento.

Sus ojos no terminaban de aceptar, o más bien de procesar, lo que exhibían


aquellos estantes: miles de libros de todos los tamaños y colores; diversidad de
géneros literarios, títulos, estilos, autores, idiomas. Una mentira más era
corroborada. A Andrew no le parecía creíble aquello de un «gran incendio», uno
que destruyó todos los libros de la humanidad, según le fue dicho. Solo parte de
los que «pudieron rescatar» fueron los que él tuvo permitido leer durante su
encierro. Cuánta falsedad. Le hicieron creer tantas cosas que llegó a verse como
el ser más idiota de toda la existencia humana.

Pág: 102
–¿Busca algún título en particular? Hoy tenemos ofertas en las versiones
holográficas de los libros que ve en pantalla y dos por uno en digitales –dijo la
encargada, señalando un panel electrónico tipo marquesina detrás de ella.

La expresión de Andrew fue tal que la mujer deslizó sus anteojos por el tabique
nasal para enfocar mejor la vista. En realidad, estaba deslumbrado con la idea de
leer casi cualquier cosa: en papel, en digital, inclusive en versión holográfica; todo
a su alcance. Jamás concibió la abrumadora variedad que estaría disponible.
Andrew adoraba leer; incluso, sobre los temas didácticos que acumuló durante su
aprendizaje. Atesoraba los cuentos y novelas que le proporcionaron desde
adolescente, los supuestos «rescatados», los textos permitidos; lo estrictamente
seleccionado para no generar reacciones contraproducentes en su cautiverio.
Pero aquí estaban las obras completas. Ya no tendría que inventar los finales, ni
suponer los inicios.

La encargada de la librería, una mujer de unos setenta y cinco años, de cabello


plomizo recogido a modo de geisha y notorias cirugías estéticas, usaba anteojos
parecidos a dos grandes lupas de detective, que aumentaban conforme se
acercaban a los ojos. Sin mucho esfuerzo podía observarse el nacimiento y la
separación entre las pestañas, muy mal pintadas y escasas. Dorothy Chapman,
así decía la chapa en el bolsillo de su chaleco rosado pálido que poco ayudaba a
ocultar su obesidad, hizo un rápido escrutinio del potencial cliente frente a ella. Lo
primero fue darse cuenta de que el visitante no llevaba puesto reloj digital de
pulsera. Con ellos era posible proyectar los llamados HoloBook preview (muestras
holográficas de las diez primeras páginas de un libro). Las librerías como esa
tenían un panel computarizado para localizar el código editorial, que a su vez era
enviado por bluetooth al dispositivo de pulsera, y obtener una muestra del
contenido literario en formato holográfico.

–Joven, indago que usted es de los lectores tradicionales. Tenemos ofertas en las
secciones uno y dos, al fondo del primer pasillo –dijo, volviendo a ajustar sus

Pág: 103
lentes y empujándolos hacia dentro, formando un primer plano de los globos
oculares rodeados de pelos pintorreados.

Andrew se percató de que tenía la boca abierta. La cerró y tragó saliva. Luego de
aclararse la garganta se aventuró a hacer una pregunta que le martillaba el
cráneo.

–Pues, sí. Quisiera saber si tiene un libro llamado Después del apocalipsis.

–¿Me da, por favor, el nombre del autor?

–No lo sé. Solo leí una parte del libro, pero desconozco el autor –dijo Andrew con
un leve rubor en su cara.

Dorothy torció sus abultados labios de colágeno inyectado y tecleó con desgano
en la computadora. La mueca hizo remarcar el pellejo estirado del cachete
izquierdo hasta la sien. Andrew no le quitaba los ojos de encima, nunca había
visto a un ser tan espantoso. Se preguntaba si no había cometido una estupidez
preguntando por el libro, a lo mejor ni existía. Pero, ¿cómo olvidar aquel relato
apocalíptico que narraba la supuesta extinción de la vida en la Tierra, ese mismo
planeta que ahora exploraba sin mostrar vestigios de exterminio ni desolación? El
mundo que imaginó era diametralmente opuesto al que presenciaba.

–Qué extraño, solo me queda una versión en papel. Debe tratarse de una novela
de esas que pasan sin pena ni gloria. Aquí debe estar: sección seis, a mitad de
pasillo, estante D –dijo Dorothy meneando la cabeza como si tuviera un Parkinson
moderado.

La desproporción entre el labio superior y el inferior, las pestañas quebradizas


amplificadas, los pliegues del cuello bailando por los movimientos y el peinado en
forma de bola, hicieron que Andrew volviera a abrir su boca sin contenerse.

Pág: 104
Acucioso, buscó el sitio indicado. Un letrero en la parte superior indicaba: Sección
6 - Ciencia ficción. Andrew volvió a percibir el alza de la temperatura en su cara,
más concretamente en sus orejas; esta vez el detonante era de otra índole. Con la
cabeza ladeada, pasó la punta de sus dedos por toda la banda seis rozando los
lomos para leer los títulos. Faltando unos centímetros para terminar el recorrido lo
encontró. Era un libro negro de letras doradas del mismo espesor del pulgar. Lo
tomó con sus dos manos fijándose en el título: Después del apocalipsis /
Colección de cuentos de Camilo Pellegrini. El nombre era inconfundible y
demasiado conocido. Lo abrió pasando por alto el prólogo y el largo índice hasta
situarse en la primera página de contenido. La línea inicial del texto retumbó en su
cerebro como un eco espectral: «Siento vergüenza de mí mismo, y más aún, de
ser un superviviente…» Sus fosas nasales se expandieron formando dos círculos
perfectos. Andrew hiperventilaba, a la vez que una gota de sudor caía por su
frente. Cerró el libro con desprecio produciendo un sonido seco. Salió de la librería
como un animal en estampida, expulsando fuertes improperios que encresparon a
la voluminosa Dorothy y su moño imposible.

Anduvo por aceras y calles tratando de olvidar el incidente; no lo conseguía. ¿Con


qué malévola intención le mintieron sobre la autoría y veracidad de ese y tantos
otros relatos seleccionados, que alcanzó a leer durante su enseñanza
autodidacta? Si había alguien a quien imputarle toda la responsabilidad de su
ignorancia y confusión actual, ese era Camilo Pellegrini.

Fábricas, almacenes y tiendas colindaban con la avenida principal exhibiendo lo


mejor de sus mercancías. Obligándose a disfrutar del paseo, se detuvo en una
llamativa vidriera que sacudió su natural curiosidad; vaciló unos segundos y
terminó por entrar.

Pág: 105
–Disculpe, señor, ¿qué clase de animal es ese que tiene allá? –preguntó con
ingenuidad señalando una jaula de acrílico con un cartel mediano en la parte
superior: «No tocar».

–¿Ah? ¡Jajajaja…! –rio con desparpajo el encargado de la tienda, un hombre


regordete con pinta de chamán y ojos achinados como los antiguos mayas–
Discúlpeme usted, mi estimado amigo, es que me cuesta creer que haya gente
que no los reconozca. Venga, se lo muestro de cerca –dijo con arraigado acento
extranjero.

El hombre agarró el animal y lo puso en las manos de Andrew, quien sintió algo de
miedo al principio. Unos pocos segundos bastaron para que la tierna criatura
lograra seducirlo.

–Es un cachorro de galfgano, un híbrido puro: mitad galgo mitad afgano. Dígame
usted si no es una preciosura. Yo creo que es la raza de perro más bella que
existe, ¿no lo cree? –aseveró, sobándole la cabeza al exótico sabueso– Además,
debe aprovechar que está en oferta.

–¿En oferta? –volvió a preguntar intentando no parecer tonto.

–Pues claro, a un precio como este, es una oportunidad que nadie debe perder.
Imagínese, gozar de tan adorable compañía. Parecen nacidos el uno para el otro –
manipuló hábilmente para después añadir–, recuerde que un perro sí sabe valorar
la palabra amistad.

Andrew alzó al pequeño sabueso como a un bebé y lo colocó luego sobre su


hombro. Este comenzó a lamerle el cuello mientras movía la cola con desenfreno.
Su instinto humano le indicaba que esas eran señales de afecto y acercamiento.
De alguna forma, la situación lo ubicó en un episodio de su atípica niñez. Recordó
aquellos dibujos de cuando estuvo aprendiendo a leer, en ellos aparecía un niño

Pág: 106
paseando un perro, y al pie de la caricatura se leía: «Mi perro es mi mejor amigo».
En ese instante sintió una gran necesidad de tenerlo para él.

–Además, veo que el perro ya lo eligió a usted. Por si no lo sabía, dicen que es el
perro quien escoge a su amo y no al contrario, como se supone. Yo estoy
convencido de que es así –afirmó con seriedad.

–Pero, ¿por qué me escogió a mí? –indagó Andrew con sumo interés.

–Bueno, si supiera la respuesta no sería un necio encargado de tienda –bromeó el


chamán–. Esa es una creencia de la cual no se tiene base científica. Quienes no
creen en ello dicen que el perro simplemente siente afinidad hacia alguien por su
olor, aspecto físico y trato que le dé. Otros, como yo, preferimos creer que ellos
escogen guiados por la esencia del ser humano, como si pudieran escudriñar en el
abismo de nuestros corazones o percibir nuestras almas más allá de verlas como
auras monocromáticas; cosas del karma, pues –prosiguió obsesionado con el
tema–. Bueno, no nos pongamos filosóficos, es un hecho que el cachorro ya eligió.

–¿Y qué debo hacer para llevármelo?

Lena le había explicado de manera muy sucinta sobre los principios del sistema de
comercio y transacciones de compra venta, así como el uso del dinero. Sin
embargo, esa era la primera vez que se enfrentaba a una situación de esa índole.

–Pues muy sencillo, el precio incluye el collar y la correa. Tan solo ponga su dedo
aquí para procesar la venta –indicó el encargado colocando el DNA Detector sobre
el mostrador.

El dispositivo, análogo a un captahuella dactilar, poseía un sofisticado mecanismo


de toma aleatoria, similar a los usados para medir valores de glucosa. Funcionaba
extrayendo una muestra microscópica de tejido sin causar maltrato, la cual era

Pág: 107
procesada en ocho segundos, rastreando entre millones de registros en la base de
datos de identificación mundial. De esa forma se determinaba con precisión la
identidad de la persona por su código genético. Además de los datos del
comprador, devolvía una foto digital que era desplegada en la pantalla de la caja
registradora o en la del mismo aparato, dependiendo del modelo. El vendedor
estaba en potestad de rechazar la venta si consideraba que los rasgos faciales
mostrados no coincidían con los de la persona. El artefacto era la panacea que
puso fin al contrabando de huellas dactilares, un delito que consistía en usurpar
identidades usando marcas dactilares robadas. Esto último se lograba con la
colocación de parches dedales (láminas adheribles de silicón transparente con
impresión 3D de una huella dactilar ilegalmente obtenida de una víctima). El
avanzado sensor táctil del DNA Detector era capaz de identificar estas
falsificaciones y muchos comercios lo tenían conectado a la alarma antirrobo del
local. Por otra parte, el DNA Detector se había convertido en la herramienta
tecnológica más eficaz para evadir transacciones bancarias fraudulentas, ya que
podía hacerse la operación financiera debitando el monto de la cuenta con un alto
porcentaje de seguridad y confiabilidad. Cuando un comprador posaba su dedo en
él, podía ser identificado con exactitud, ya fuera por su huella dactilar o por su
ADN, y sin previa elección.

Andrew intuía que ese pequeño aparato era un prototipo de controlador de


acceso, ya que se asemejaba a los mismos que él utilizó por años, durante su
confinamiento, para abrir las puertas del gimnasio, del solárium o de su propia
habitación. Sintió curiosidad por saberlo y dejó deslizar su dedo sobre el lector.
Todo fue tan rápido que ni notó cuando el vendedor hizo el reconocimiento facial
en la pantalla con los datos de identidad enviados por el Banco Universal de
Identidades.

–Muy bien, aquí tiene su recibo de compra –dijo complacido, desprendiendo el


ticket del dispositivo–. Es todo suyo, disfrute de su nueva mascota. Recuerde que
estos canes híbridos requieren de mucho cuidado en el pelaje. Aquí también

Pág: 108
ofrecemos servicio de peluquería canina –persistió con su labia de hábil
comerciante para, por fin, cerrar la venta–. Será siempre un placer atenderlo,
señor Peterson, que pase un feliz día.

«¿Señor Peterson?», se preguntó Andrew al salir de la tienda con su felpuda


adquisición. Tomó el ticket de compra y leyó: Nombre del cliente: Josh Peterson.
«¿Quién diablos es?», se dijo a sí mismo sin darle mayor importancia. Cruzó la
avenida y se dirigió a otra tienda, esta era de deportes. Repitió la operación con su
dedo y de nuevo fue aprobada la transacción. Salió con una costosa raqueta de
tenis en su mano, aunque no tenía ni idea de su utilidad. La excitante serie de
eventos, sumado a los aromas de las cafeterías adyacentes, le abrieron el apetito.
Paró en la Fruna Bakery, se sentó en una de las mesas bajo el toldo parisino y
pidió un croissant y un latte. Allí sentado, con su galfgano, observaba las diversas
fisonomías de los transeúntes, la variedad de colores de piel y sus distintas
indumentarias; toda una novedad para él. Las distracciones no lograban apartarlo
de la racionalidad: ¿cómo podían cumplirse sus deseos con tan solo poner su
meñique en esos artefactos? Al pagar la consumición, solicitó hacerlo de la misma
forma conocida. Una vez más, el detector emitió un ticket de venta con el
enigmático nombre impreso.

Prestado a la aventura, siguió avenida abajo surcando los desniveles del


pavimento. El sol inclemente obligaba a usar sombrilla, un poco tarde para Andrew
quien ya presentaba síntomas de insolación. A unos metros de distancia, en
dirección contraria, venían dos prostitutas con lentes de sol y faldas
escandalosamente brillantes. Al entrecruzarse, rozaron sus hombros con los de él
y echaron a reírse. Andrew no entendió la seña, «¿será alguna broma?», pensó
sonrojado. Al ver la falta de interés, las mujeres siguieron de largo. Los olores de
los restaurantes cercanos se mezclaban con los tarantines callejeros. El tufo más
prominente provenía de un puesto de hot dogs. Las salchichas eran sancochadas
al vapor en un grasoso bowl. Ese olor despertó un recuerdo casi olvidado:
«Camilo», pronunció por segunda vez ese día. A diferencia de la primera, el tono

Pág: 109
era agridulce. De repente, una voz conocida irrumpió en la escena: «Hey, tú. Sí,
tú».

–¿Hank? –gritó atónito frente a la aparición.

Desde el fondo de una vitrina en remodelación se proyectaba la imagen


holográmica de su amigo virtual en plena acera frente a él. Antes de que pudiera
pronunciar una palabra, la imagen acometió de nuevo.

–¡Sí, tú! No te pierdas las últimas atracciones de Hologramix, tu espacio virtual.


Ahora con nuevos juegos y más niveles de dificultad. Disfruta jugando conmigo:
damas, backgammon, ajedrez, póker; tú decides. Nadie como tu amigo Hank para
una buena partida. Anda, entra y pregunta por los descuentos de temporada –
chilló la grabación desde los parlantes de la tienda de juegos electrónicos.

Andrew siempre supo que Hank era un holograma, la manifestación gráfica de un


ente que coexistía en el mundo real; en este caso: un hombre. No obstante,
significaba más que eso; era ese amigo que necesitó desde niño y el mejor regalo
que recibió durante su claustro. Una exclusividad que le fue concedida como
premio a su buen comportamiento después de superar la crisis depresiva a sus
veinte años. Con él compartió momentos alegres, todos relacionados con desafíos
intelectuales que a la vez servían de medio de escape. Hank estaba programado
para responder preguntas, una especie de sabelotodo de alta definición. Pero
Andrew desconocía que su Hank era uno de cientos de modelos en el mercado y
que además había sido manipulado para evadir preguntas comprometedoras. Por
eso, cuando fue abordado por el holograma en plena calle sintió una terrible
decepción, fue como haber sido el centro de una prolongada burla de mal gusto.

Tomó a su perro en brazos, lanzó la raqueta en un terreno baldío y apretó el paso


por la avenida de vuelta a casa. Fueron emociones demasiado intensas para su
primera excursión citadina y una gran cantidad de información por asimilar. La

Pág: 110
gente pasaba a su lado como amenazantes figurines de un teatro absurdo y soez
donde él era el protagonista. A lo lejos divisó la casa de Lena a tres calles de
distancia. La adrenalina corría a mares por sus venas. Un impulso cegador lo hizo
correr. Correr para alivianar sus nervios, correr para no pensar, correr para volver
a refugiarse. Al final, solo un nombre retumbaba en su mente: Josh Peterson.

Capítulo X
Lo intuía, mas no lo imaginaba

Pacific Heights fue una de esas zonas donde los daños se concentraron en
secciones. Algunos tramos quedaron taponados por los escombros de las casas
más endebles que cayeron, mientras que otras permanecieron indemnes, como si
la furia tectónica hubiese tenido especial misericordia al no destruir el esplendor
de las viviendas más codiciadas. Tal fue el caso de la parte alta de la calle Green.
La residencia Peterson fue una de esas que se mantuvo casi incólume, tan solo
algunas grietas en los muros del garaje y en las escaleras frontales que podían
causar un mal pálpito; en todo caso, roturas reparables.

Dentro de esta, Josh repetía su ritual de las mañanas: pararse frente al espejo y
detallar con suma precisión los cambios que iba experimentando cada día por su
avanzada enfermedad. La distrofia muscular le había causado grandes
inflamaciones en sus pantorrillas que entorpecían su andar. Sus piernas, alguna
vez macizas, se veían escurridas como la de un viejo de noventa años. Los
brazos, similares a tubos de neopreno de dos pulgadas y media, dejaban colgar su
arrugada piel donde una vez hubo bíceps y tríceps bien constituidos. Pero era en
su cara donde más se apreciaba la malformación. El estrés le había causado una
parálisis que mantenía el ojo derecho semicerrado y el labio algo más caído de
ese lado. La alopecia dejaba ver la descamación de la piel producida por los
medicamentos para controlar el dolor y avance del mal de Lloyd. Los músculos
faciales se habían consumido dejándole un aspecto cadavérico. Debido a la

Pág: 111
dificultad para leer, abandonó los libros y con ello su pasión por la lectura. Sus
piernas ya no respondían al ejercicio de subir y bajar escaleras. Entregado a la
desidia, no tuvo más remedio que improvisar un dormitorio colocando una cama
individual en la inmensa biblioteca de la planta baja. Y fue así, de la manera más
vejatoria, como los lomos de sus dilectas colecciones literarias pasaron a formar
parte del triste entorno; látigos visuales, símbolos de la decadencia de su fuerza
física. Dejó de afeitarse, de asearse y se convirtió en un verdadero ermitaño
encerrado en su lujosa casa. Incumpliendo con su promesa, envió a Gabriel a un
internado. Muy a su pesar, tomó esa decisión que terminó por destrozarlos a
ambos. ¿Podría una manera menos drástica evitar que su hijo presenciara el
progresivo deterioro?

–¿Por cuánto tiempo más tendré que presenciar esto? –se torturaba a viva voz
frente al espejo de cuerpo entero– Mi única esperanza era él. ¡Maldigo mi suerte!,
¿cómo pudo sucederme? Ese clon era mi salvación y ahora simplemente se
esfumó. Hubiese preferido no saber de su existencia para no tener que seguir
lamentando tanto infortunio.

El indicador LED de su reloj inteligente parpadeaba con rapidez. La luz era


amarilla, eso llamó su atención y lo hizo salir de su autoagresión mental.

–¿Consumos en Oakland? –caviló mientras revisaba la compra hecha en una


tienda de mascotas, más otros registros de transacciones a su nombre– Esto es
ridículo, alguien debe estar jugándome una broma pesada. Debe tratarse de un
error.

Josh descartó que se tratara de un caso de usurpación de identidad. Si bien los


delitos cibernéticos seguían ocurriendo, en esta situación se trataba de trámites in
situ, donde era requerida la presencia del comprador y cuya identificación era
rigurosamente comprobada. De ahí el éxito del DNA Detector, que permitía hacer
estas verificaciones con un 99,8% de confiabilidad. Pensó que podría tratarse de

Pág: 112
un error en la plataforma de transacciones bancarias, pero sería un evento muy
poco factible. A menos que… «Dios, ¿será posible?» Un halo de luz iluminó sus
ojos vidriosos. Volvió al espejo, esta vez no notó su rostro demacrado, ni se fijó en
sus deformidades. Por un momento dejó de sentir los incesantes dolores y una
agradable sensación recorrió su frágil osamenta.

Ya muy cerca del mediodía, Lena llegó a la dirección indicada por Hershon. Fue
inevitable hacerlo con retraso, pues las vías terrestres entre Oakland y San
Francisco pasaban por un arduo proceso de recuperación. El subterráneo
trabajaba a media marcha, pero seguía siendo la alternativa más fácil para
transportarse. Muchos pensaron que el trecho submarino había sido afectado por
el sismo, y no fue sino hasta después de numerosas inspecciones que se reabrió
al público, aunque ya no funcionaba con la misma eficiencia de otros años.

–Doctor Hershon, un gusto verlo de nuevo –dijo agitada–. Por favor discúlpeme
por llegar tarde, no creí que fuera tan rudo llegar aquí. No salía de mi casa desde
el día de la tragedia.

–Mi entrañable colega, tan hermosa y elegante como de costumbre –respondió


mirándola de arriba abajo y estrechando su mano sin querer soltarla–. No se
preocupe, esta ciudad aún está viviendo un Armagedón, pero pronto nos
recuperamos, ¿no lo cree?

–Por supuesto, Hershon, de eso no hay duda.

–Como verá, este edificio se está acondicionando para que Biogenetics vuelva a
tener el esplendor de antes. Desde luego que nuestra antigua sede de
Embarcadero será siempre recordada por su modernismo. Lo que nadie
imaginaba es que estaba construida sobre bases de una edificación de finales de
los ochenta. La verdad, no sé cómo pasó las inspecciones antisísmicas.

Pág: 113
Seguramente el antiguo dueño pagó algún soborno. La diferencia es que esta vez
trabajaremos de forma más modesta. Eso sí, con cimientos de verdad, los
auténticos sismorresistentes –hizo una pausa y prosiguió suspirando–. Fue una
verdadera lástima, todas esas pérdidas…

–¿Humanas? –interrumpió Lena.

–¡No, bueno, sí! –dejó salir su talante mercantilista–. Bueno, es que ya sabe,
tantos equipos y tan costosos. Había una fortuna en equipamiento médico y
biomecánico. Nada más en el área del proyecto teníamos millones de dólares en
equipos de alta tecnología para nuestras experimentaciones de clonación humana.
Usted lo sabe, pasó mucho tiempo ahí.

–Eso lo sé, pero contésteme por favor, la vida es lo único importante. ¿Se
salvaron mis pacientes?

–Cierto, cierto –titubeó Hershon–, sus pacientes, claro está. Dos de ellos murieron,
no hubo chance de rescatarlos. Otros siete clones sobrevivieron, algunos con
heridas graves. Como le dije, fueron trasladados a tiempo a los centros cercanos.
Todos lograron recuperarse. Por suerte, siguen siendo aptos para trasplantar.

–¿Murieron dos?, ¿quiénes? –preguntó con real interés, era obvio que les tenía
afecto a todos.

–Le confieso que soy muy malo para los nombres. De lo único que estoy seguro
es de que comienzan por «A» –miró hacia arriba–. Fueron el C-018 y C-023: el
que medía más de dos metros y el único pelirrojo, respectivamente. Al menos, de
este último, pudimos aprovechar un riñón para nuestro inversionista europeo.

Lena se percató, como nunca, del grado de frialdad de Hershon; se expresaba


respecto a esos muchachos cual si fueran simples ratas de laboratorio. Ella estaba

Pág: 114
haciendo un esfuerzo descomunal manteniendo esa conversación, pero era
indispensable. Para ayudar a Andrew habría que determinar si existía alguna
sospecha de su paradero. Sabía que Hershon le diría la verdad si era precavida.
En eso se dio cuenta de un detalle que quizás fuera intencional: Hershon solo
nombró a nueve de los diez.

–Esos pobres chicos, fue una tragedia inconmensurable –retomó con pericia la
conversación–, pero me llama la atención lo que dijo: si fueron dos decesos y
trasladaron a siete, ¿no estaría faltando uno?

–Pues, es probable que usted lo sepa, mi querida doctora.

El comentario fue capcioso. Lena sintió como sus orejas se tornaron rojo fuego.
Por suerte, su larga cabellera se las cubría convenientemente. Sus manos
comenzaron a sudar. Trató de disminuir la respiración para evitar alguna alteración
en la coloración de su tez blanca. Tenía que permanecer impávida, como si esa
pregunta no fuera con ella.

–¿Qué quiere decir con eso, Hershon? –preguntó frunciendo el ceño, fingiendo
enfado.

–No lo tome a mal. Sabemos que usted se encariñó mucho con Andrew y él con
usted. A veces fueron vistos en el solárium y ahí no alcanzaban los receptores de
audio, solo una cámara de visión general.

Y era cierto. Lena lograba escabullirse por los pasillos para conversar con Andrew
en un ambiente de relativa menor vigilancia. Lo hacía con torpe precaución, pues
era obvio que sus pasos eran monitoreados. Llegó un momento de la relación
terapeuta/paciente en que ella se sentía igual de observada y analizada, como si
ambos fueran microorganismos de un mismo cultivo examinado bajo el lente de un
microscopio.

Pág: 115
–¿Alguna vez le insinuó que quería escaparse? –inquirió con tono contundente.

–Imagino que se está burlando de mí, doctor. No me gustaría creer que usted
duda de mi ética profesional –esquivó con sorpresiva habilidad.

–Discúlpeme, doctora, no quise ofenderla. Pensé que usted podría saber algo.
Fíjese, ha sido un gran misterio la desaparición de Andrew. Asumo que escapó, ya
que su cuerpo no fue encontrado entre los escombros. Además, el cuerpo del C-
018 fue hallado intentando escapar, lo cual me hace pensar que Andrew pudo
huir, con o sin ayuda. Según los registros, el único clon que estaba en horario de
solárium era él, justo cuando inició el terremoto.

–¿Cómo pudo haber escapado con tanta seguridad que había en el centro?

–Eso lo desconozco puesto que el muro perimetral no sucumbió con el terremoto.


Tampoco las cámaras dejaron algún registro, pero lo logró –aseguró con firmeza–.
Por ello es apremiante su captura. Su mismo propietario, el señor Josh Peterson,
está seguro de que su clon está vivo. Recién recibí una llamada suya para
pedirme que unamos esfuerzos en la búsqueda, ya que sospecha que hay alguien
usurpando su identidad, y ese no podría ser más que Andrew. Tampoco es factible
dar parte a las autoridades por las razones que ya conocemos, así que esta
búsqueda será manejada con suma precaución por parte de Peterson, quien tiene
dinero de sobra para gastar en investigadores privados. De nuestra parte,
esperaremos a que aparezca el condenado. Más temprano que tarde, lo hará. No
podemos perder la oportunidad de practicar ese Trasplante Plus a nuestro más
preciado inversionista.

–¿Trasplante Plus? No estaba enterada de un procedimiento con esa connotación


–dijo Lena, recordando que esa aclaratoria estaba pendiente.

Pág: 116
–Es verdad, doctora; nunca pudimos conversar sobre ello. Estamos hablando de
trasplantes de masa cerebral activa. La unidad quirúrgica de Los Ángeles ya
cuenta con todos los implementos necesarios para hacer este tipo de
intervenciones –dijo Hershon con cierto titubeo–. Le puedo dar los detalles si se
reincorpora al proyecto.

–Doctor Hershon, eso tendría que verlo con mis propios ojos. ¿Un trasplante de
cerebro? Por favor, ¿reproducir al monstruo de Frankenstein? La ciencia nunca ha
logrado algo semejante y usted lo sabe. Existe un largo trecho entre manipular
hebras de ADN y reconectar los miles de circuitos neuronales de una masa
encefálica viva a otro cuerpo, eso lo saben hasta los estudiantes de primer año de
medicina. ¡Es un disparate! Parece que soy la única aquí que está en sus cabales.

–¿Hace falta que le recuerde la cantidad de experimentos realizados al margen de


la ley que son financiados por las mayores trasnacionales del mundo?

Lena se sintió como una auténtica cretina, su actitud incrédula no la estaba


ayudando. Ante todo debía admitir esa posibilidad, por más descabellada que
pareciera. El problema era Hershon, ya no tenía confianza en él.

–La verdad es que estoy sorprendida, Hershon. Me cuesta creer todo lo que me
ha dicho, tendría que asimilarlo –suspiró profundo para aliviar su creciente
angustia–. Dígame qué puedo hacer para asistirle en esta situación.

–Pues solo esperamos contar nuevamente con sus servicios. Esa fue la razón de
mi llamada. Por favor, no lo piense mucho. Aquí la estaremos recibiendo con el
mismo agrado. Además, su contrato sigue vigente a menos que desee cancelarlo.
Espero verla por aquí muy pronto –se despidió Hershon con un galante
movimiento, intentando volver a manosearla.

Pág: 117
El trayecto de regreso a casa se hizo infinito. La situación era más complicada de
lo que creía. Pensó en huir con Andrew a Suecia, su tierra natal, pero era riesgoso
pasar por el proceso migratorio teniendo ese problema de identidad. ¿Qué había
hecho Andrew para que levantara esas sospechas? En todo caso, era evidente
que debía actuar rápido, antes de que los captores contratados por Josh Peterson
dieran primero con él. Repasó cómo sería su conversación con Andrew, esta vez
era imperioso que supiera todo. Trataría de hacerlo de la mejor manera, a
sabiendas de que él podría reaccionar muy mal. En ese momento, apelaría a
todos sus conocimientos sobre conducta humana. Nada detendría su empuje y
determinación. Nada excepto algo inesperado.

Al abrir la puerta fue recibida por el nuevo habitante de cuatro patas que se le
abalanzó encima. Alrededor, retazos de tapicería del sofá cama de la sala estaban
esparcidos por el piso junto a cientos de bolitas de anime del relleno de los
cojines. Dio un par de pasos tratando de apartar al alegre cachorro y casi se cae al
resbalar por un gigantesco pozo amarillento de orina animal. Desde el fondo de la
habitación apareció Andrew sonriente y sin aliento de tanto jugar con su nueva
mascota por toda la casa.

–¡¿Qué te parece mi nuevo mejor amigo?!

Andrew se comportaba como un pequeñín de siete años. La ternura logró


conmoverla, dibujando una sonrisa en su cara. No quería arruinar aquella
manifestación de alegría pueril. Vinieron a su memoria las veces que habló con
Andrew sobre el sentido de la vida y la cantidad de información que tuvo que
ocultar; o en el peor de los casos, tergiversar. Por eso comprendía muy bien aquel
comportamiento. Era normal que se apasionara con los placeres más básicos,
reprimidos desde su nacimiento. Incluso así, era incongruente para ella observar a
un hombre tan inteligente, varonil y sexy actuando como niño travieso. Y es que ni
siquiera esa circunstancia podía retardar más la verdad. Era hora de enfrentarlo y
asumir las consecuencias.

Pág: 118
–Andrew, cariño, ¿de dónde sacaste a este perro? –preguntó sin sobresalto.

–Hoy fue un día increíble, Lena. Fui a la avenida grande, a las tiendas. Allí lo vi y
lo compré –respondió con inocencia a la vez que cargaba al galfgano para calmar
su efusividad.

–¿Y cómo hiciste? ¿Recuerdas que te he pedido que no salgas de casa sin mí?

–Lo sé, Lena, y no entiendo la razón. Hay todo un mundo allá afuera, pero tú
quieres que yo me quede aquí encerrado –su tono se convirtió en reclamo–. La
verdad, no lo entiendo. Además, pude hacer compras sin problemas.

– ¿Cómo hiciste esas compras? –indagó Lena, imaginando lo peor.

–Bueno, tú debes saberlo. Pones el dedo en el aparato lector y sale una hojita de
papel con los datos de la compra. Por cierto, hay algo que no entiendo –metió la
mano en el bolsillo del pantalón y sacó uno de los recibos–, aquí aparece un
nombre que no es el mío. ¿Quién es Josh Peterson?

El momento que tanto evitó, finalmente había llegado. Tomó a Andrew por el codo
y pidió que se sentaran. Antes de comenzar le rogó que la perdonara, que todo lo
que estaba por contarle se lo había ocultado por su bien, para protegerlo y como
un legítimo acto de amor. Comenzó hablándole sobre Biogenetics, le explicó las
razones que la impulsaron a trabajar en el Proyecto Salamandra. Para ella era
importante justificarse antes de dar inicio a lo que venía. Lo hizo con un tono
inusual. Su mano, posada en la de él, daba convicción a sus palabras. Poco a
poco fue desvelando las prácticas secretas que se desarrollaban en el laboratorio
y la comercialización a cargo de Hershon.

Pág: 119
El tono ocre del crepúsculo presagiaba un fogoso amanecer en remotas latitudes.
El cachorro dormía plácido en la alfombra, bajo la mesa ovalada frente a ellos.
Mientras Lena hablaba, Andrew la veía confuso, con la mirada extraviada, como si
sus retinas transitaran por los confines del vasto universo. La penumbra los arropó
y ya no podían ver con nitidez sus rostros, eran las palabras las luces del
momento. Se percibía un gran desasosiego en el ambiente, ambos sabían que ya
nada volvería a ser igual. Lena se preparó mentalmente para lo que diría. Andrew
ya lo venía presintiendo desde hacía rato.

–No sé cómo decirlo sin que suene tan espantoso, amor mío –murmuró poniendo
con suavidad su mano en la rodilla de Andrew–. Como te dije, eran diez individuos
a los que mantenían aislados dentro del edificio de Biogenetics. Estaba prohibido
que se conocieran entre sí, aunque hubo algunas fallas de seguridad que
permitieron que se toparan en los pasillos en un par de ocasiones –tomó aire con
fuerza demoledora–. Uno de esos chicos en confinamiento eras tú.

–¡¿Quieres decir entonces que soy un clon de mierda?! –escupió a la vez que
apartaba su rodilla de ella.

–Andrew, amor, sé que es traumático todo esto para ti, es entendible que…

–¡Cállate! No me vengas ahora con esas palabritas rebuscadas, guárdate tus


consuelos baratos. Ya lo veo todo claro –arremetió con fiereza encarnada–. Yo
intuía que algo no estaba bien conmigo, pero me negaba a aceptarlo. Lo que más
me cuesta creer es que hayas sido parte de ese plan, ¡de esa basura de proyecto!
Todas las mentiras que me dijiste. ¡¿Cómo carajo creerte ahora?!

Andrew tomó el control de mando y prendió las luces de la casa. Por primera vez
su cara reflejaba una furia incontenible. El rostro, recién quemado por el sol, mutó
a escarlata con sus ojos brillando como brasas. Las venas de la sien brotaron en

Pág: 120
espeluznante relieve. Por su parte, Lena miraba hacia el piso queriendo ocultar su
vergüenza.

–Por una vez en tu vida, sé sincera y dime la verdad: ¡¿Para qué fui creado, ah?!
¿Con qué intención? ¡DIME!

Para ese momento Andrew se encontraba de pie frente a ella buscando una
confrontación directa. Esperó unos segundos y dio dos pasos hacia atrás llevando
sus manos temblorosas a los lados de la cabeza en un gesto que podría
interpretarse como un acto de evasión auditiva. Luego bajó los brazos y los estiró
frontalmente en posición defensiva.

–Es que ya lo entiendo. Todo esto es una farsa, yo soy una farsa, tú eres... –calló,
contuvo la respiración por tres segundos y prosiguió– Si soy un maldito duplicado
es porque hay otro como yo, un original. ¡¿Me equivoco, Lena?! –miró hacia el
piso y tomó el recibo que recién le había mostrado– Este nombre: Josh Peterson;
este es el tipo, ¿cierto? ¡¿CIERTO?!

Lena no pudo continuar hablando. Se encorvó lentamente apartando sus rizos de


la cara, echándolos detrás de las orejas. Su semblante desencajado delataba la
evidente respuesta. Andrew no dejó que se dijera una sola palabra más. En ese
punto su capacidad de entendimiento había llegado al límite. Liberó parte de su
rabia lanzando el control remoto contra la pared. Cientos de fragmentos volaron
por la sala diseminándose en el piso. Y eso no era lo único en quedar
despedazado. La confesión fue como un zarpazo que hirió de muerte la natural
inocencia en él. A partir de entonces no se volvería a observar un gesto que
revelara rastros de candidez en Andrew.

Capítulo XI
Paranoia en ambas direcciones

Pág: 121
Los días subsiguientes a la revelación fueron de tranquilidad aparente. Andrew se
negaba a hablar y reaccionaba hoscamente ante cualquier amago de
acercamiento por parte de Lena. Pasaba los días sentado con su perro en el
porche viendo hacia el cielo. Parecía estar inmerso en una profunda e interminable
reflexión, abstraído de todo lo que le rodeaba. Su mirada se mantenía en un punto
fijo la mayoría del tiempo. Otras veces sus ojos estaban en constante movimiento
oscilatorio, como si toda la masa contenida en su cráneo estuviese trabajando en
exceso. Por las noches veía televisión hasta tarde y dormía en el sofá. Para Lena
era desesperante convivir de esa manera con el hombre que amaba. Sin embargo,
consciente del proceso que él estaba atravesando, no quiso darle más largas a lo
que faltaba por decirle. Decidió entonces ponerlo al tanto de las intenciones de
Josh Peterson de capturarlo y le advirtió que debía cuidarse de ese desquiciado.
Por más que ella lo intentaba, Andrew parecía no mostrar interés en lo que decía,
lo cual exacerbaba aún más su frustración.

Lena tenía noches sin dormir bien; por ende, el somnífero actuó con eficiencia esa
mañana, prolongando el sueño más de lo habitual. Al levantarse caminó hasta la
sala y le extrañó no ver a Andrew, tampoco había olor a café, ni canto de pájaros.
El galfgano, que para entonces seguía sin tener nombre, olfateaba nervioso la
ranura inferior de la puerta principal y emitía un quejido agudo, similar al que
hacen los cachorros cuando son arrebatados de sus madres. Despeinada y
semidesnuda se acercó hasta la cocina. Los ambarinos rayos de sol se colaban
por la ventana mimetizándose con sus rizos color zanahoria. Al lado, la jaula de
los tockiacos estaba abierta. Sobre esta había una nota escrita a mano con letras
mayúsculas, letras de ira: «FRITZ Y FRANZ NO MERECEN UN DESTINO DE
ENCIERRO COMO EL QUE PLANIFICARON PARA MÍ. EL CIELO Y LOS
ÁRBOLES SON SU VERDADERO HOGAR, AL MENOS TIENEN UNO DONDE
IR. YO BUSCARÉ EL MIO JUNTO A MI LIBERTAD. ANDREW».

Pág: 122
Encontró, además, una señal no menos inquietante sobre la mesa: la tableta
electrónica, mantenida fuera del alcance de Andrew, parpadeaba en modo stand
by. Fue un desliz imperdonable, un descuido demasiado grande, ¿cómo hizo
Andrew para quitársela? Las cosas iban de mal en peor. Al reactivarla recordó que
nunca le había puesto una clave de acceso: otra estupidez mucho mayor. La
pantalla reaccionó al tacto y mostró la última página web visitada. Era la reseña
del Time hecha a Josh Peterson en el año 2037, que mostraba una espléndida
fotografía con la típica pose de empresario y close up de su cara. Lena quedó
pasmada, el parecido con Andrew era simplemente aterrador. Si para ella fue
impactante, ¡¿cómo habría sido la reacción de Andrew al verse en el cuerpo de
otro?!

Horas antes, Andrew había partido con la alborada, sin rumbo conocido, pero
seguro de su decisión. Trajo consigo tan solo lo que llevaba puesto: sus cómodos
Nike Space, un jean oscuro y una camisa manga larga arremangada hasta los
codos. Su porte corpulento y esbelto lo favorecía; fácilmente podía confundirse
con un exitoso ejecutivo en su día libre por la ciudad. No pasaba desapercibido,
así como tampoco lo hizo Josh a sus veintisiete años. Si bien este no tuvo un
cuerpo atlético, ambos poseían idénticos rasgos fisonómicos: pómulos
prominentes, barbilla quebrada y perfilada, cejas pobladas, ojos aguamiel, mismo
patrón de vello facial y abundante pelo castaño; todo en precisa simetría y
proporción.

En su bolsillo llevaba algunas monedas y un par de billetes, suficiente efectivo


para tomar el subterráneo hasta San Francisco. Antes de abordarlo, quiso probar
con el cajero automático situado al lado de la estación West Oakland. Si ya había
podido hacer transacciones comerciales con un simple toque de su dedo, era
probable que sucediera lo mismo en un cajero de banco. Además, había visto a
Lena hacerlo en otras ocasiones. El área de ATM estaba vacía con sus cuatro
cajeros disponibles. Se aproximó a uno de ellos. La mujer cibernética en la
pantalla frontal detectó su presencia. Solicitó que ubicara su dedo en el orificio y

Pág: 123
este lo hizo sin reparar en escrúpulos. Se desplegó un menú de opciones, entre
ellas: retiro de efectivo. Seleccionó la mayor de las cantidades habilitadas y voilà.
La cibermujer, que más bien parecía una sensual croupier de Black Jack
electrónico de casino, preguntó por el parlante si deseaba realizar alguna otra
operación. Andrew vio algo interesante entre las opciones que nuevamente
aparecieron en el menú: «Actualizar dirección por comando de voz», murmuró. Sin
estar muy seguro de lo que sucedería, apretó el botón. Frente a él se desplegó la
dirección de Josh Peterson en Pacific Heights. Unos pocos segundos sirvieron
para memorizarla.

La transacción en el cajero fue de inmediato detectada por Josh, quien envió el


registro del sitio a los agentes para que procedieran con el apresamiento. Los dos
individuos eran conocidos del bufete, ambos especialistas en localizar personas
desaparecidas usando métodos poco ortodoxos y algo rudos. Josh solo sabía que
trabajaban en pareja y eran recomendados por su comprobada sagacidad. Uno de
ellos, el líder, tenía facciones de piedra, de esas que transmiten indolencia. La
calva exponía una cicatriz en forma de cruz, más similar a una esvástica que a un
crucifijo bizantino. Su compañero, menos recio en aspecto, no tenía reparos en
utilizar la fuerza bruta si algún caso lo ameritaba. Los contrató por teléfono y giró
instrucciones precisas para que la captura y entrega de su impostor se hiciera con
extremada caución. Les refirió que se trataba de un medio hermano con
problemas mentales que intentaba robarle su identidad. Los agentes, no muy
interesados en los detalles familiares, recibieron un adelanto del cuarenta por
ciento por el trabajo. Recibirían el resto del pago una vez lo pusieran frente a su
cliente con vida.

El viaje en subterráneo hasta la ciudad resultó alucinante para Andrew. Su primera


experiencia en tren ultrarrápido disparó su adrenalina. En sus manos llevaba un
pequeño mapa de San Francisco que tomó de la estación en Oakland. En la parte
de atrás del mismo se mostraban sendos anuncios publicitarios: hoteles, tours,
tiendas y restaurantes; algunos llamaron su atención. Bajó en la estación Powell,

Pág: 124
en pleno centro turístico. Al salir a la superficie percibió el calor del suburbio.
Manadas de gente caminaban por las aceras: turistas, oficinistas, estudiantes y
lugareños de diferentes edades. También se apreciaba el congestionamiento
vehicular y la contaminación sónica. A su lado, el San Francisco Shopping Center
se alzaba imponente. Su diseño exterior, de reciente restauración, seguía
manteniendo el mismo aire lujoso y conservador. El gran reloj de la fachada
marcaba las nueve y media con sus agujas doradas sobre los respectivos
números romanos. Paradójicamente, se encontraba a muy poca distancia de la
zona de Embarcadero donde, hasta hacía unos meses, estuvo recluido, desde su
nacimiento.

Anduvo con paso lánguido analizando cada detalle arquitectónico. Algunas


edificaciones pasaban todavía por el proceso de reacondicionamiento debido a los
daños sufridos. Cuadrillas de obreros estaban dedicadas a recuperar toda la zona
turística de la ciudad y devolverle su esplendor. Apenas dos días antes habían
rehabilitado una de las líneas del viejo tranvía, la ruta Powell & Hyde; las otras
seguían dañadas. Andrew se sentó en uno de los antiguos vagones por unos
minutos. Prometió, al igual que lo hizo cuando vio los V-Coops por primera vez,
que algún día pasearía en uno de ellos. Paró en una cafetería en dirección al
centro cívico y tomó un buen desayuno. Repotenciado, siguió su marcha de
descubrimiento por la espectacular urbe.

Los agentes llegaron tarde a West Oakland. No sería fácil seguirle la pista al
desconocido. La única descripción que manejaban se limitaba al parecido físico:
muy similar al de su cliente y mucho más joven. Además, el blanco perseguido
siempre tendría la ventaja, ya que contaba con el tiempo a su favor. Los agentes
indicaron por telemensaje que permanecerían en Oakland a la espera de nuevas
señales. Josh estuvo de acuerdo. No obstante, a los pocos minutos el indicador
LED titilaba de nuevo. La transacción se había realizado a una distancia
considerablemente más corta, a muy pocos kilómetros de donde Josh se
encontraba.

Pág: 125
–¡Imbéciles! –gritó Josh por su móvil–. Vuelvan ya mismo a la ciudad, el individuo
se encuentra acá.

–Cálmese, Peterson, acordamos que nos quedaríamos en esta zona para mejor
capacidad de aprehensión –se defendió el agente–. Usted mismo sugirió que
viniéramos a Oakland.

–Es verdad –dijo bajando el tono–, pero las cosas cambiaron. Les enviaré los
datos del último reporte de localización.

–Ya estamos dirigiéndonos de vuelta al subterráneo. Háganos llegar las


coordenadas a la brevedad –colgó, haciendo un gesto de enfado que acentuó su
perfil pétreo.

Los agentes llevaban consigo parches de escopolamina con dosis exactas para
producir un efecto de inhibición temporal del sistema nervioso parasimpático de su
víctima. Al contacto con la piel expuesta quedaría a merced de sus captores, al no
poder controlar sus actos a voluntad.

Josh caminaba de un lado a otro por todos los rincones de su casa. Lo hacía con
torpeza por el dolor en las piernas y la debilidad. Esperaba impaciente cualquier
novedad. Fue hasta el cuarto de víveres y tomó de la alacena una caja de
Marlboro Air para casos de emergencia. Desde que comenzó el tratamiento había
dejado de fumar, pero estaba demasiado ansioso como para negarse ese tipo de
consentimientos. La primera aspirada le produjo una tos cavernosa. «Todo va a
salir bien, todo va a salir bien», se lo repetía buscando un poco de sosiego. «A
estas alturas ese clon debe saberlo todo, seguramente buscará vengarse»,
encendió otro cigarrillo, «no se imagina con quién se está metiendo, tiene todas
las de perder el malnacido». Esta vez logró aspirar la bocanada a placer, aunque
reparó en la dificultad de mantener el cigarro en sus labios con la mitad de su boca

Pág: 126
paralizada. «Y estos infelices», murmuró haciendo referencia a los agentes
contratados, «más les vale quedar bien y que lo traigan sin maltratarlo. Lo necesito
vivo y sano. Debo avisarle a Hershon que vaya preparando todo».

Esa tarde Andrew no paró de caminar. Subía y bajaba por las coloridas calles de
Chinatown con un ánimo solo comparado con la necesidad de experimentar la
libertad. Ni en sus sueños más vívidos imaginó que el mundo fuera algo así de
maravilloso. Cada esquina deparaba una sorpresa, una nueva atracción.
Caminaba y razonaba, rememoraba y maquinaba. Se sentó en una banca de
cemento en la plaza Union Square y recordó los incontables momentos de
reflexión en el banco de roble. «Sabía que no tenía sentido», caviló, «¿cómo
pudieron negarme la posibilidad de ver todo esto?». Desde allí, una ojeada
circundante daba cuenta de edificaciones, calles, vehículos, personas, animales,
árboles, sabores y olores nuevos, aire natural y un amplio firmamento; un
ecosistema desde siempre disponible e ignorado por sus sentidos. Por contraste,
volvió al pasado y a las condiciones arbitrarias de su reclusión, fue como verse
atrapado dentro de una burbuja hermética cuyo interior ofrecía una visión
distorsionada de lo externo a ella. Un grupo de palomas se aproximaron hacia él,
atraídas por el pretzel que sostenía en la mano. Lanzó unas migajas en el piso y
prosiguió: «Una vida entera encerrado, haciéndome creer que me protegían. Vaya
que lo hicieron; preservaban mi cuerpo, mis órganos, cual si fueran repuestos de
una mercancía intercambiable. Y Lena, ¿cómo pudo prestarse para una bajeza
semejante? Al menos al principio lo hizo. Me cuesta creer en su arrepentimiento.
No puedo entenderlo. No hay excusas que valgan. Aun así, extraño su compañía,
sus caricias, sus palabras, ¿eso es a lo que ella llama amor?». Una paloma
hambrienta alzó vuelo y arrancó con sus patas la otra mitad del pan entrelazado.
«No, no puedo perdonarla. Debo alejarme de todo ese pasado. Tengo que
inventarme un nombre y una vida nueva». La noche caía sobre la tumultuosa
metrópoli haciendo resaltar las gigantescas vallas digitales con anuncios
publicitarios. Andrew tomó la bolsa más grande y metió en ella las otras compras
que realizó en el día. Caminó un poco más, uniéndose al rebaño de gente que

Pág: 127
culminaba su jornada. Ya cansado, entró a un hotel de la calle Post, uno sencillo,
de esos cuyas camas han conocido más del placer carnal que del descanso
corporal. Solicitó una habitación poniendo como condición pagar en efectivo. El
asiático de la recepción no le pidió identificación, tan solo que llenara la ficha de
registro. Puso su nombre: «Andrew». Luego lo borró y destruyó el papel. Pidió otra
ficha. Nombre: «Josh», apellido: «Peterson». «Así será mejor», murmuró
conforme.

En ese momento algo cambió en Andrew. Haberse identificado con aquel nombre
le produjo una inusitada sensación de poder, una especie de honda satisfacción
mezclada con resentimiento. Concluyó que se lo merecía; gozar de los beneficios
de esa identidad empezaba a gustarle. Al fin y al cabo, era una rareza favorable.

La llave magnética de la habitación venía inserta en un sobre identificado con el


número 005. Más que una casualidad, fue una irónica coincidencia numérica que
desató en él un desagradable cosquilleo intestinal. Pensó en devolverla, pedir un
cambio de cuarto o buscar otro hotel; pero ya había subido varios escalones. Ni
siquiera se percató del penetrante olor a humedad que despedía la roída alfombra
de la escalera. Ya en el primer piso se detuvo frente a la puerta a mitad del pasillo.
«Cero cero cinco», susurró haciendo una pausa entre cada dígito. Volvió a repetir
el conteo. Cada sílaba despertaba una cruda resonancia en el interior de su caja
craneana. Tomó un rápido suspiro y entró con actitud suspicaz. Se quitó la camisa
bañada en sudor y el resto de la ropa con rapidez. Encendió el aire acondicionado
y se metió en la ducha. Por unos quince minutos dejó que el agua fría cayera
sobre su cabeza. Mientras se secaba con la toalla observaba con detenimiento el
refrigerador del minibar. La puerta de vidrio mostraba una veintena de
provocativas latas de gaseosas, cervezas, agua, frutas y otros alimentos. Al jalar
la manija se activó una voz femenina igual de tentadora: «Los consumos del
minibar no están incluidos en el precio de la habitación, ¿desea alguno de estos
productos? Por favor ponga su huella en el lector lateral para abrir su crédito».

Pág: 128
Andrew se dejó llevar por el impulso exacerbado de la sed y el hambre, puso su
dedo en la luz roja del detector y dejó que su estómago se saciara a placer.

No habían pasado veinte minutos cuando ya se hallaba acostado y desnudo frente


al televisor. El aparato era un modelo viejo, con control remoto genérico y con la
hora local –nueve y cuarto de la noche– fija en la parte superior izquierda de la
pantalla de plasma. Tal vez por lo primitivo del mismo se le dificultó hacerlo
funcionar. Tocaron a la puerta, fueron dos golpes secos. Andrew bajó el volumen y
se acercó. Miró a través del visor a dos hombres, uno más alto que el otro,
vestidos de color oscuro. La reacción fue instintiva, aquellos tipos no estaban allí
por ninguna buena causa. Ya Lena se lo había advertido, ahora estaba ante una
situación de serio peligro. Comenzó a vestirse tratando de no hacer ruido.
Volvieron a golpear, con tres toques de nudillo más estridentes que los anteriores.
Se apresuró, tomó sus poquísimas pertenencias y se quedó paralizado por unos
segundos. Dos toques con el puño retumbaron por la estancia: ¡Abra la puerta,
somos policías! Andrew sabía que no lo eran, lo cual corroboró su sospecha. Entró
en pánico. Intentó abrir la ventana ignorando que estaba sellada. Sin vacilar
rompió el vidrio de un puñetazo. Tomó la toalla que recién utilizó para secarse y la
envolvió en su mano derecha. Con destreza fue quitando los pedazos afilados
alrededor del marco de madera barnizada. La adrenalina no lo hizo percatarse del
hilo de sangre que corría por su antebrazo. Atrás, los golpes se hacían más
estruendosos; la puerta estaba por ser derribada. Contorsionó su cuerpo y pasó
por el marco rasgándose la camisa a nivel de los omoplatos. Posó sus pies en la
delgada cornisa con los brazos extendidos formando una T y la columna vertebral
adherida al muro de la fachada. Con la vista hacia abajo, experimentó una
sensación nueva: vértigo. Atribuyó ese miedo, no a la altura, sino al daño que se
infligiría con la inevitable caída. La distancia hasta la acera era de unos tres
metros. Flexionó sus rodillas hasta perder equilibrio, infló sus pulmones y se dejó
caer confiando en su condición atlética. Un trío de mendigos notaron la escena sin
darle importancia. Andrew corrió calle abajo hasta perderse entre las sombras de
las transversales.

Pág: 129
–¡Inútiles!, ¿lo dejaron escapar? –exclamó Josh, enfurecido, por el auricular.

–El fugitivo saltó por la ventana. Lo seguimos hasta donde pudimos. Fue imposible
alcanzarlo –explicó el agente aún jadeando por la infructuosa carrera.

–¡No puedo creer que sean tan ineptos! –siguió vociferando– Hagan lo que sea,
no debe estar muy lejos. No se queden ahí parados y reanuden la persecución
ipso facto.

–Le agradezco, señor Peterson, que mida sus palabras. Nosotros somos
profesionales y sabemos lo que hacemos. Si no está conforme con nuestro trabajo
lo dejamos hasta aquí. ¡No toleraré otro insulto de su parte! –gritó el cara de
piedra.

–Este cliente es un demente –comentó a su compañero.

Andrew corrió sin saber a dónde ir. Exhausto por la estrepitosa huida, fue
disminuyendo la velocidad. Cada dos metros volteaba para saber si lo seguían. Al
cerciorarse de que no había nadie, se sentó en el brocal de la acera. Transitaban
pocos vehículos y ya no se oía el mismo ajetreo del día. Metió su mano en el
bolsillo y sintió alivio al tocar los billetes. Caminó por largo tiempo. Sus piernas
comenzaban a sucumbir por el agotamiento. Avenida Van Ness, calle Eddy, calle
Turk. Parecía que iba en círculos. Bajó hasta la calle más concurrida. Decidió
seguir las señalizaciones que decían calle Market, hasta que un último giro lo
condujo a un pequeño motel. Se escondió detrás de una fila de árboles
examinando la entrada y así asegurarse de que el lugar era seguro. El cansancio y
el sueño lo hicieron desplomarse. Se sentó recostado de un tronco, sintiéndose
protegido bajo el follaje. Sus ojos se cerraron y quedó rendido al pie del árbol.

Pág: 130
–¡Hey, señor, despierte! –gimió un hombre de rasgos afrodescendientes, a la vez
que le daba ligeros golpes en la pantorrilla con su escoba de cerdas metálicas–
Aquí no puede quedarse. Mejor levántese. Tengo que barrer la acera y recoger
todas estas hojas. Déjeme hacer mi trabajo.

Andrew despertó sobresaltado. El hombre llevaba una braga anaranjada y un


gorro, por cuyos laterales colgaban una centena de clinejas hasta el nivel del
ombligo. Advirtió que no se trataba de ninguno de los hombres que lo acecharon la
noche pasada. Al posar los talones resintió los estragos del aparatoso escape en
sus extremidades. Con detenimiento, hizo un peritaje de las partes adoloridas que
parecían despertar al unísono: raspones en las palmas de las manos, moretones
en la parte baja de las rótulas, tensión lumbar y calambres en las áreas
posteriores de los muslos. Volvió a remontarse a la caída y al golpe recibido al
impactar contra la acera húmeda y resbaladiza. La camisa rasgada, del codo a la
muñeca, presentaba una mancha de sangre seca. Dobló con cuidado la manga
izquierda y descubrió una herida larga como el rasguño de un gato. Por fortuna, la
cicatrización había hecho un buen trabajo.

Desorientado y adolorido, retomó la marcha bajo los débiles rayos del amanecer.
Pasó al lado de un grupo de mendigos que hacían cola frente a un galpón. Uno de
ellos le convidó a unirse. Le dijo, con un repulsivo aliento a licor, que ahí les darían
café y comida. Se sentó con el grupo de indigentes en plena acera y compartió
con ellos su alimento. Por primera vez desde su liberación se sentía a gusto
rodeado de tanta gente. No le importó el aspecto desaliñado ni el mal olor que
expedían, más bien agradeció la amabilidad. Uno de ellos tenía un perro grisáceo,
famélico, de cola larga y peluda que le hizo recordar con nostalgia a su galfgano:
«Debí traerlo conmigo», se recriminó, «tampoco tuve el valor de dejarlo en
libertad, al menos lo liberé de aquella jaula donde lo encontré». De cierta forma
Andrew se sentía parte de ese grupo de personas: en el abandono, a la deriva, sin
rumbo preciso pero libre. Se despidió y siguió su camino. El sol comenzaba a
arreciar. Pasó al lado de tiendas que comenzaban a abrir sus puertas. Paró frente

Pág: 131
a un edificio de oficinas con un gran espejo en la entrada. Dejó que el mismo
mostrara su imagen por unos minutos. Se vio estático, indefenso, aturdido. Dentro
de ese patético marco también se reflejaba un mural al lado opuesto de la calle, a
espaldas de Andrew. Un graffiti de letras gordas era proyectado por el espejo. La
contundencia de la palabra opacaba la desigual caligrafía callejera: «¡DiGNiDaD!»

Una chispa de raciocinio cruzó por la corteza cerebral de Andrew: «No puedo
seguir huyendo por siempre, estoy seguro de que es Peterson quien me persigue.
Lena me lo advirtió, que debía cuidarme. No dejaré que ese desgraciado me
atrape. Ahora comprendo bien las cosas, tengo su mismo ADN y es por ello que
puedo hacer transacciones como si fuera él. Por eso supo dónde estaba, sigue mi
rastro de cerca, sabe que estoy en la ciudad». Respiró hondo hasta casi reventar
sus bronquios. «No lo permitiré más. Solo uno tiene cabida aquí, en este mundo; y
no serás tú, Peterson. Quisiste jugar con fuego creándome. Ahora seré yo quien
ponga fin a todo esto».

–¿Josh? ¿Josh Peterson? Vaya sorpresa, tenía años sin saber de ti.

–¿Disculpe? –dijo Andrew de manera automática volviendo de las profundidades


de su autodeterminación.

–Soy yo, Albert Cunningham, trabajamos juntos en el caso Tampa Bay hace unos
años, cuando recién comenzaste a llevar las riendas del bufete de abogados de tu
padre –dijo el hombre de unos cincuenta años que portaba llamativos anteojos de
pasta de carey que hacían juego con su pelo excesivamente engominado.

–Ah, cierto –respondió viéndolo de arriba a abajo–, es que no te reconocía.

Andrew se sorprendió a sí mismo por la reacción tan espontánea. A esas alturas


ya no sabía si actuaba o era natural; y a decir verdad, le importaba poco o nada
saberlo. La dualidad lo estaba transformando.

Pág: 132
–Oye, te ves fenomenal, estás rejuvenecido. La ciencia antienvejecimiento hace
maravillas. Tienes que darme los datos de quién te trató, es increíble lo que hizo
contigo.

–Sí, claro, lo haré. Y si me lo permites debo marcharme ahora, me esperan. Gusto


en verte –se zafó Andrew sin dejar espacio para más indagaciones.

Salir airoso del encuentro con ese desconocido fue concluyente para la decisión
que tomaría. Sus pensamientos se alinearon, dilucidando un objetivo. Una luz
brillaba al final del túnel. Con lucidez absoluta tejió su estrategia y juró cumplir su
cometido: su única salida.

–¡Este maldito clon quiere volverme loco! –vociferó Josh al leer la última
transacción– Esto era lo que me faltaba. ¡Una pistola! ¿Cómo demonios pudo
comprar un arma? Pues yo sé también cómo defenderme. Si quieres pelea, la
tendrás.

Josh abrió la caja fuerte escondida tras los libros de la biblioteca y sacó un
revólver, le introdujo balas especiales de sedación y lo metió en el bolsillo del
pijama. Sus manos temblaban y le costaba mantenerse mucho tiempo de pie.
Tomó el teléfono celular e hizo dos llamadas.

–¡Animales, están despedidos! Ya no los necesitaré más. Váyanse al infierno… –


colgó, no sin antes terminar de vomitar su cólera contra los agentes que quedaron
sin cobrar el resto del dinero convenido.

Con la furia aún dominándolo, marcó el siguiente número.

Pág: 133
–¡Hershon! Ya pronto tendremos al individuo. Tenga todo listo para el trasplante
de cerebro, o Plus, o como se llame. Esté atento a mi llamado para que vengan a
buscar el cuerpo y comiencen el procedimiento.

«Ya veremos quién gana esta guerra que iniciaste», Josh desvariaba en su
soledad. «A mí no me vas a joder, estás vivo gracias a mis genes». Se levantó y
caminó con forzado aplomo hasta la puerta delantera. Se cercioró de que pudiera
ser abierta con un simple empujón. Volvió a sentarse frente a la entrada a esperar
si alguien aparecía. El ángulo era perfecto para un tiro certero. Pasó horas con su
pistola apuntando hacia el recibidor, hasta que desistió de la idea. La tensión le
ocasionó una irritante migraña. El atardecer abría paso a una noche calurosa y
angustiante. Aseguró puertas y ventanas, activó la alarma de la casa con su dedo
pulgar, puso el revólver a su lado sobre la mesa de noche y se recostó encima del
cobertor. Los minutos pasaban con lentitud de siglos. El más mínimo ruido lo hacía
espabilarse. Incapaz de conciliar el sueño, puso una segunda almohada en la
cervical para medio inclinarse y así aplacar la insoportable acidez estomacal. En
plena vigilia, un golpe de sensatez abofeteó su atrofiado empeño: ¿Y si todo eso
del trasplante de cerebro era un engaño minuciosamente elaborado? Cabía la
posibilidad de un fraude, una argucia de Hershon para sacarle más dinero. ¿Qué
garantía tenía de que la operación sería un éxito? El costo de la misma era
exorbitante. Si fracasaba la intervención igual se quedarían con su dinero y nadie
se enteraría… La duda carcomía la única esperanza. Al término de una hora de
discernimiento, la conclusión llegó como un dulce bálsamo reparador: «Igual lo
haré. A fin de cuentas, ya no tengo nada que perder».

El reloj digital marcaba las doce menos cuarto de la noche irradiando una vaga luz
azulada en la oscuridad de la biblioteca transformada en cuarto. De pronto, un
estallido irrumpió en la quietud, seguido de vidrios rotos cayendo al piso de
mármol. La alarma se activó, el sonido era ensordecedor. El susto le provocó una
asfixiante taquicardia. Puso la mano en su pecho y con la otra agarró el arma. Se
sentó al borde de la cama y tomó un suspiro que retuvo contando hasta tres y

Pág: 134
exhalando hasta seis. Repitió la técnica pulmonar tres veces buscando serenarse.
Tomó el bastón trípode para darle apoyo a sus famélicas piernas que a duras
penas lograron erguirse. Casi arrastrándose salió del cuarto. Al momento de pasar
por el corredor, hacia la sala, dejó de sonar la alarma. Sus nervios estaban a
punto del colapso. Prendió la luz del pasillo, desde allí observó el orificio en la
ventana. Era lo suficientemente grande como para que pasara una persona.

–Josh Peterson. Conque tú eres Josh Peterson –la voz del intruso provenía de
algún lugar oculto–. Veo que también tienes una pistola y no logras verme. En
cambio yo te puedo ver y te estoy apuntando.

–¿Qué quieres? Vamos a hablar. A negociar. Estoy seguro de que podemos llegar
a un acuerdo –pidió Josh acercándose con precaución hacia el interruptor de la
luz.

–¡No te muevas! Un paso más y te mato, ganas no me faltan. Además, sería lo


justo.

–Entonces, ¿qué quieres de mí?, ¿a qué has venido? –preguntó Josh con voz
entrecortada.

–Solo quería verte. Ver la cara del original, del que tuvo la osadía de crearme para
saciar su vanidad enferma. Tenía que verte, ¿no lo entiendes? –su voz se hacía
cada vez más grave.

–Permíteme encender la luz y me verás. Yo también quiero verte de frente para


que hablemos.

–Deja el arma en la repisa, a tu izquierda, y camina despacio hacia adelante.


Recuerda que te estoy apuntando. La luz del láser está en el medio de tu
cabezota.

Pág: 135
–Está bien, lo que tú digas –obedeció Josh dejando su revólver en el sitio
indicado–, pero no me mates. Tengo un hijo a quien cuidar. Te puedo dar dinero,
el que necesites para que comiences una vida nueva, aquí o en otro país.

–¡Cállate, desgraciado! ¿Cómo piensas que puedo creerte después de lo que has
hecho conmigo?

De golpe, la gran lámpara de cristal de Baccarat brilló como un relámpago dejando


ver los muebles antiguos que contrastaban con una variedad de objetos
modernos. Josh se tapó por un momento los ojos, mientras sus pupilas se
adaptaban a la iluminación. A su derecha, muy cerca, estaba él.

–Ahora puedes verme, infeliz –dijo Andrew, apuntando a Josh con una pistola.

Josh parpadeó tres veces tratando de enjugar sus vidriosos ojos. Detalló cada
parte del rostro de su doble frente a él: más joven, con cabello en abundancia, piel
brillante; simplemente hermoso. Era él mismo hace unos años, pero en una
versión mejorada, más cuidada e impecable. Furioso, inspeccionó aquel cuerpo
formidable, el que siempre quiso tener y cuyo deseo postergó sin cumplirlo. Por un
segundo recordó la visita a Biogenetics, cuando logró verlo a través del monitor.
En ese entonces era adolescente. La caída de sus ojos, la delineación de sus
labios, la quijada, su nariz; era él en todo su esplendor. Era como verse en un
espejo mágico, perfecto, sin dolencia alguna, con una apariencia envidiable. Un
gran escalofrío recorrió su debilitada espina dorsal.

Por su parte, Andrew reconoció mucho de él en aquel ser deforme. Advirtió la


familiaridad de sus propias facciones con las de Josh. De alguna forma, lo sentía
como a un pariente lejano, aunque sabía que estaba lejos de serlo. Fue una
verdadera sorpresa encontrarse con ese hombre, lo imaginaba diferente, más
parecido a él. Supuso que se encontraba enfermo, no le parecía normal la falta de

Pág: 136
grasa corporal y de musculatura. Era como tener a un cadáver parado enfrente,
con la epidermis ajada y las escleróticas cetrinas y arenosas. Sintió pena, pero no
la suficiente como para evitar su impulso de matarlo.

–Veo que vives bien, el lujo en esta mansión es abrumador. Tu codicia no tiene
límites.

En una brevísima porción de tiempo, Andrew reparó en las fotos sobre la repisa.
No pudo evitar echarles una mirada fugaz, haciendo foco en la principal. La tierna
mirada de la mujer con la bufanda roja le produjo un respingo. Aquellos ojos, el
color avellanado y la forma, eran de una semejanza extraordinaria a los de él
mismo.

–No sabes lo que dices. Lo que observas es parte de la herencia familiar, producto
de mi trabajo y el de mi padre. No te dejes influenciar por la suntuosidad dentro de
estas paredes. No todo su legado me ha dado bienestar. Ha sido más la carga que
he soportado que el beneficio –afirmó Josh dejando en el ambiente una ambigua
sensación de sinceridad.

–No pretendas manipularme. Es obvio que estás enfermo, ¿vas a culpar a tu


padre de la enfermedad que padeces?

–Claro que no, quiero que sepas que no has sido el único en sufrir. Mírame a mí,
soy un despojo humano con los días contados.

–¡Cállate! ¿Crees que soy idiota? Es evidente que te acostumbraste a vivir como
un rey mientras me criabas como un cerdo en ese laboratorio. ¿A qué esperabas?,
¿a verme más apetecible para disfrutar de mi cuerpo? Eres más despreciable de
lo que imaginé –increpó Andrew con expresión de asco.

Pág: 137
–No es así, en un principio pensé ayudarte. Yo no estaba de acuerdo con lo que te
estaban haciendo...

–Cada palabra te hunde más en tu propia miseria –interrumpió–. «En un


principio», qué caradura eres. Es decir, antes no, pero ahora sí porque me
necesitas para sobrevivir, ¿me equivoco?

Por unos minutos todo permaneció en silencio, ambos seres se miraron, detallaron
y admiraron. Los sentimientos en los dos eran contradictorios, pero el asombro era
el común denominador. Una gota de sudor comenzó a bajar por la frente de Josh.
Andrew siguió su recorrido con la luz roja del láser de su pistola.

El sonido de una sirena se aproximaba. Seguramente era una patrulla de policía


para indagar sobre la activación de la alarma. Andrew bajó el brazo con el que
apuntaba a Josh y volteó hacia la ventana que daba a la calle. Josh aprovechó el
descuido y tomó su arma. Andrew reaccionó abalanzándose sobre Josh. Cayeron
al piso y comenzaron a forcejear. Josh sacó energía de manera casi milagrosa,
era su vida la que estaba en juego. Por un momento sus miradas se cruzaron; por
microsegundos reconocieron su mismo color de iris. Esa fue la última vez que se
verían cara a cara. Una detonación puso fin a la lucha. La de ese momento, la de
toda una vida. Un cuerpo quedó tendido sobre el otro, como si un gemelo
anacrónico abrazara con remordimiento a su hermano, después de ocasionarle un
daño intencional e irreparable.

Capítulo XII
Un puente como testigo

Ese segundo domingo del penúltimo mes del año se distinguió por dos sucesos
inesperados. El primero se trataba de una noticia de índole mundial. Todos los
medios informativos lanzaron al unísono el resultado de la resolución. La gran

Pág: 138
mayoría se enteró apenas se divulgó por los medios digitales, otra gran parte se
fue poniendo al corriente con la prensa escrita. Al menos en la ciudad de San
Francisco se seguía imprimiendo el diario local que, después de dos lustros, volvió
a sus puestos de expendio. Es más, hubo un resurgimiento de viejas tradiciones
como la impresión de revistas, libros y periódicos. Todo ello a solicitud de la
misma gente, en un anhelo de reconciliarse con costumbres perdidas por las
innovaciones informáticas.

El Diario de la Bahía del 12 de noviembre de 2045 mostraba en letras grandes:


«Se resuelve la controversia: Sí a la clonación humana». Un párrafo acompañaba
aquel titular: «En un fallo sorprendente, la Comisión Internacional para los
Derechos Humanos y el Tribunal de Ética de las Naciones Unidas sentenciaron a
favor de la clonación en humanos para fines reproductivos. Desde hacía varios
años la comunidad científica había introducido sus argumentos para avanzar en
esta práctica que ya se realizaba en animales y plantas. Por largo tiempo fue
rechazada por ambos organismos mundiales. Sin embargo, la última solicitud fue
aprobada bajo ciertas restricciones. La decisión es una de las más polémicas de
las últimas décadas y buena parte de la población se opone a ella. Hay quienes
aseguran que la clonación en humanos se viene llevando a cabo de forma ilegal
desde hace más de treinta años, pero esto no se ha podido demostrar. Tal vez
estemos caminando entre clones o, ¿se tratará de un simple mito? En fin, a partir
de hoy queda eliminado el veto hacia este tipo de experimentación en seres
humanos. Veremos qué nos deparará el futuro…»

La noticia era comentada entre los residentes y por todo el globo terráqueo. En
paralelo, otro suceso era también la comidilla ese día en la localidad. En un giro
inadvertido, el clima obligó a que la gente desempolvara sus suéteres y abrigos.
Un frente frío vino del norte. Muchos aprovecharon para salir a caminar y llenar
sus pulmones de ese aire casi gélido que recordaba antaño. Era un evento inusual
que hizo cambiar la rutina de todos. Familias enteras se dirigieron a los parques,
otros a disfrutar la ciudad a pie. Pero ni siquiera esta ocasión fue motivo suficiente

Pág: 139
para que la gente fuera en masa al mirador del puente de San Francisco; el
famoso Golden Gate Bridge.

Ocho años atrás, como parte de los eventos del aniversario número cien del
puente, se resolvió cambiarle el color por uno muy distinto. El color seleccionado
fue una mezcla de cobalto con partículas metálicas que, combinadas, hacían un
efecto reflectante de vaga luminosidad. Se pretendió con ello darle un toque actual
al viejo puente. Como era de esperarse, ese nuevo efecto de modernidad no fue
del completo agrado de la colectividad. La población se dividió en dos bandos:
quienes apoyaban el cambio (conformado por los más vanguardistas) y quienes lo
veían como una aberración de su más insigne símbolo. La pugna duró ocho años,
hasta el día del terremoto en febrero de 2045. Finalmente se concluyó que debía
volver a pintarse en su color original. En el entretanto, y a manera de retaliación, la
gente dejó de visitar el mirador con la misma veneración de otras épocas.

No obstante, poco a poco comenzaron a llegar personas esa fresca mañana de


noviembre al montículo de grama, justo al lugar desde donde se contempla la
mejor vista. El cielo estaba despejado. Algunos estaban apostados desde
temprano en sus sillas plegables de lona y aluminio. El puente había sido pintado
en un ochenta por ciento. El color cobrizo volvía a cubrir las dos majestuosas
torres ancladas bajo el agua que soportan los cientos de cables sujetadores de la
grandiosa estructura.

Lena vino a la ciudad a pasar el día. Al igual que sus vecinos, se sintió motivada
por el sorpresivo clima. Además, acababa de recibir una inspiradora nota
electrónica de Keito desde Tokio; su amigo había sobrevivido y estaba trabajando
en un nuevo empleo en su ciudad natal. Mucho de ella había cambiado, en
especial su trato sereno y gentil. No había vuelto a ejercer como psicóloga. Su
último paciente fue ella misma y sentía que había hecho un pésimo trabajo. No
lograba superar el abandono de la persona más importante de su vida. A su vez,
se negaba el derecho a sentir decepción, mucho menos rencor. Al poco tiempo de

Pág: 140
que él se marchara optó por no buscarlo más. Creyó que era necesario, aunque
guardaba la ilusión de que algún día su amante regresara y ella lo aceptaría sin
dudarlo un segundo. Pensó que el perdón no solo estaba de parte él, también ella
debía perdonarse a sí misma para que fuese más llevadero el desconsuelo. El
duelo se hacía eterno. Perdió once kilos en el espacio de esos ocho meses sola y
su aspecto estaba algo descuidado. En contraste, sus facciones seguían
manteniendo su singular belleza. Así como sus ojos, que irradiaban ese brillo que
cautivaba a quien los mirara. Obviando su ropa ancha y desaliñada, se podía intuir
la sensualidad de sus llamativas curvas.

Bajó del carro con su perro. Lo tomó de la correa y se enfiló hacia el mirador.
Tenía años sin ir allí. En el pasado lo hacía con frecuencia, cuando se sentía
abrumada por el trabajo. Al salir de la jornada, y antes de volver a su casa, pasaba
unos minutos frente al segmento de océano represado en la gran bahía. La
ayudaba a relajarse y retomar las fuerzas para seguir adelante. Caminó unos
minutos disfrutando del aire otoñal. Una ráfaga de viento le llevó sus rizos a la
cara. Curiosamente, eran del mismo tono bermejo que el de la imponente
estructura sobre el mar. De pronto, la cuerda se le zafó de su mano. El perro, que
ya para entonces tenía un nombre, salió en una desaforada carrera hacia la
discreta multitud sentada en sus sillas multicolores. Lena lo llamaba sin que
respondiera a ninguna de sus órdenes. Corrió tras él con desesperación, era
imposible atraparlo. Trató de seguirlo con la vista. Buscó entre la gente hasta que
logró precisar su ubicación.

Un extraño presentimiento se apoderó de ella. A medida que se acercaba, su


corazón palpitaba con más fuerza. Un hombre sentado frente al mar y a espaldas
de ella jugueteaba con el galfgano. Lena apresuró el paso, a la vez que se
aceleraban sus pulsaciones. Detalló la mano que sobaba las orejas del acicalado
perro. Siguió avanzando con expectación. El color de aquella piel, las venas
marcadas, la musculatura del brazo. Era Andrew, o al menos el cuerpo de él.
Llevaba unos lentes oscuros y un gorro de lana negro que cubría la periferia de su

Pág: 141
cuero cabelludo; probablemente escondiendo su calvicie, alguna marca o cicatriz.
A lo mejor no ocultaba nada y se protegía del frío repentino.

–¡Andrew!

El hombre dejó de acariciar al perro, levantó su cara y la observó a través de los


oscuros cristales.

–¿Andrew, amor, eres tú?

Él se quitó los lentes con parsimonioso ademán exponiendo por completo su


contorno facial. Fijó sus ojos en los de ella, su expresión era difícil de describir.

–Háblame, por favor. Dime algo, sé que eres tú.

A su lado, un pequeño bolso de viajero colgaba del respaldar de su silla de


camping. Un libro sobresalía de su interior. El lomo dejaba leer el título en letras
itálicas: Moby Dick.

–¿Cómo pudiste hacerme esto? Irte de esa forma tan intempestiva, sin dejarme
saber los motivos, ni dónde ibas a estar. Si te hice algún daño, por favor,
perdóname. Este tiempo sin ti ha sido un verdadero infierno. Te lo pido,
comencemos de nuevo, nos merecemos otra oportunidad.

Se levantó con un suave movimiento para mirarla más de cerca. Apreció los
rasgos de la hermosa mujer recorriendo cada línea de sus facciones, como si sus
esferas oculares reconocieran cada poro de ese delicado cutis.

–Disculpe, señora, creo que me confunde con alguien más –respondió el hombre
con notoria cautela.

Pág: 142
El tono de aquella voz era el de Andrew, sin duda. Pero había algo anómalo en el
ritmo, en la fluidez con la que hablaba. Las palabras no parecían ser coherentes
con el destello que irradiaba su mirada.

–Mi nombre es Josh, Josh Peterson.

Lena le tomó las manos y se las llevó a la cara, en un intento desesperado de que
reconociera su boca, sus besos, el calor de su respiración. Él permanecía
impávido. Ella volvió a insistir guiándolo con sus dedos temblorosos, como cuando
le enseñó el modo exacto de seducirla, de entregarse sin mesura. Recorrieron el
borde de la quijada deslizándose por la curva baja del cuello hasta la nuca; sus
palmas sobre las de él ensayaban una torpe caricia. Él las recogió con sutileza y
cruzó los brazos.

–Discúlpeme, de verdad. Se lo repito de nuevo, me está confundiendo con otra


persona.

Lena suspiró ahogada en un trago áspero y amargo. Dos gotas cristalinas


cedieron ante la gravedad y a la inútil contención de los párpados. Sus finas
mejillas ya estaban habituadas a ese tipo de humedad salina, la misma que fluye
de las almas heridas. Detalló cada parte de él por última vez. En ese lugar, en ese
instante, lo comprendió. Cualquier posibilidad de redención dejó de existir con ese
breve diálogo. No hacía falta indagar ni pedir más.

Y así, lenta, muy lentamente, retiró sus brazos apartándose de la última


esperanza. El amor acababa para ella. En realidad, quizás nunca había
comenzado para él.
«FIN»

Pág: 143

También podría gustarte