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 SALIRSE DE LUGAR 
 
                                                                                                 Romper el apagado aburrimiento del orden ( W. Benjamin) 
 
                                                                                                Creo que todavía intento, metafóricamente
hablando,                     comprender el infinito. Por eso escribo como escribo: no una simple historia de la A a la Z,
sino siempre un presentimiento, una suposición.                                                                                                 Gerbrand
Bakker (Holanda) 
 
 
 
Siempre me resultó muy difícil comprender el infinito, sólo por momentos un
sobresalto, un olor, un roce de piel, me animan a confiar en que tal vez no esté tan
lejos. 
 
Sal  
El mar, como un león exhausto, se despereza sobre la playa. Las garras espumosas,
cumplido ya su destino de furia, se retiran lentamente y en su regreso acarician los
pies bien plantados sobre la orilla húmeda. Los recorren y cuandolos descubren
desprevenidos, desgranan en mil pedazosla solidez de la arena que los sostiene. 
Un instante de sobresalto y ya no hay piso, el equilibrio y la seguridad en vilo
trastabillan y obligan a una acrobacia inesperada. Sólo incertidumbre, un espanto de
agua en celo, de tierra firme muy lejos, de cielo y nube inadvertidos, de un sofocado
pedido de auxilio. 
Hasta que un golpe de ola, como el relámpago de una bruja ancestral, arremete con la
sal de su alquimia y conjura las dudas. Ese único toque basta para hacer estallar las
barreras del orden, salirse de lugar y dejarse llevar. Tal vez presentir el infinito. 
 
Cedrón 
Tal vez recordar a Proust y sus magdalenas no sea necesario para recobrar el tono del
amor en el aroma del cedrón. Juntar el amor con el sabor de unjarro de té aparece
como una tarea sencilla, y lo sería, si el espaciode tiempo que media entre aquella
sobremesacotidiana y estas hojas perfumadas no transformara las sensaciones y los
recuerdos. Está la misma mesa pero no las manos, esas del pase mágico desde la pava
encorvada a la tetera elegante hasta terminar en la panza de un tazón de loza donde
una bombilla abollada desentona con la porcelana anterior y más aún con la azucarera
de plata. 
Ceremonia repetida más allá de la estética o quizás en medio de un estilo de vida más
popular que singular, más rural que citadino, con una exquisitezque excedía los
formulismos y enriquecía la cercanía de los cuerpos. El tazón recorría una por una las
manos y tal vez su fama de digestivo y relajante fuese lo de menos en ese viaje y su
poder mágico de proteger de engaños quizás  fuera desconocido, sólo contaba
esemodo particular de juntar,  de juntarse en los relatos, en la nostalgia,en el humor o
en  alguna confidencia  inesperada.    
Hay quienes llaman hierba luisa al cedrón, otros le atribuyen el poder de recuperar
cosas perdidas, yo, solamente quisiera rescatar  en ese olor dulce, aquel gesto simple y
confiado, tan apegado a la niñez, de compartir un solo jarro cargado con la
espontaneidad  propia del sentimiento. 
 
Laurel 
Podía ser un sábado o un domingo, bastaba con abrir la puerta de calle y respirar el
aroma inconfundible de la salsa para ” la pasta”;  esa mezcla deliciosa de tomates,
cebolla,  ajíes, con el toque del ajo, la pizca  final de orégano y la hojita de laurel. Era la
mixtura de una sencilla receta familiar transmitida de una generación a otra, pasando
de la olla de lata deformada por la de barro, guardiana de sabores, hasta llegar al acero
inoxidable de las épocas prósperas. Aunque,  el remate sabroso  lo daba  esa mano
inquieta que  picaba, molía y jugaba con las tapas enlozadas, la cuchara de madera y la
vieja cuchilla heredada. 
En medio del trajín culinario la pava y el mate animaban  ese preámbulo amoroso
previo a la mesa ancha y generosa, mientras los platos y los cubiertos se alineaban
prolijos buscando un nombre para cada lugar, respetando  la cabecera ya que
siempre  asomaban algunos mandatos familiares. 
Las sillas del comedor se completaban con las del resto de la casa y hasta la
banqueta  del piano hacía su aparición por las dudas; el pan tibio iniciaba la ceremonia
corriendo  de una punta a la otra  del mantel blanco inmaculado y las
copas  se  llenaban animando la charla. El protagonismo se repartía entre las
anécdotas,  alguna discusión política y el retruque acalorado de una opinión,  frase
pícara o irónica que sobrevolara ese  modo singular de gestionar los afectos. 
Y así, simplemente,  transcurría el encuentro, como si ese estar fuese uno más y la
memoria presente fuera un hecho natural cuyo valor el tiempo se encargaría de
enriquecer y las ausencias lograrían rescatar. 
Era una forma propia de compartir  modos de pensar y de sentir, gestos, miradas,
complicidades, tal vez algún secreto o cuentas pendientes como en cualquier
familia.  Primaba un desparpajo divertido que desconocía, sin culpa ni críticas,  ciertos
códigos  de corrección social, con el orgullo de la pertenencia a una comunidad de
celebraciones placenteras lejos de las etiquetas y los protocolos. 
Y, en medio del alboroto creciente, la fuente rebosante poco a poco iba quedando
vacía, sólo el laurel relucía en el fondo como  testigo silencioso de una historia común
de vidas tan bulliciosas como imborrables.  
Y allí quedaba solitario, como eludiendo la tradición de señalar a quien debía lavar
todos los platos. 
 
Caracolas 
Un poco más de cien kilómetros separaban Santiago de una de las tres casasdonde
viviera Neruda y allí estaba como había pedido: "Compañeros, enterradme en Isla
Negra, frente al mar que conozco". Un mar bravío que podía verse romper contra las
rocas a través de las ventanas y especialmente desde la cama del dormitorio o desde la
madera de algún viejo barco arrastrada por las olas y  transformada en escritorio. 
Por fuera,  la inmensa estrella de palos sosteniendo una campana parecía dar la
bienvenida y al entrar,comenzaba un “tour “ que, de no ser por la intriga especial que
me generabaesa casa, me hubiese resultado molesto. 
En principio,algo de asombro en los mascarones de proa del comedor que parecían
abalanzarse sobre nuestras cabezas o cortarnos el paso para que admiremos su belleza
y los rastros del sol y el viento en el color ajado de sus pinturas. Luego las colecciones
de frascos, caracolas, botellas y pequeñeces encantadoras que hablaban de una
sensibilidad particular poco conocida para algunos. 
Por último su cuarto, su cama, los zapatos, un cepillo, sus objetos habituales. Y aquí me
detengo porque al entrar en esa habitación un escalofríome hizo sentir como una
profanadora,  una intrusa irreverente violando la intimidad, cruzando un límite
inesperado y doloroso. Sí, me dolía esa exposición y me costaba cada vez más
encontrar elpunto de comunión con el poeta, con el político, con el amante, tanta vida
privada y tanta historia personal descarnada, abierta a los ojos fisgones de turistas en
vacaciones. 
Traté de seguir hasta la biblioteca, que por cierto era bastante grande, dondelos
estantes de madera curiosamente estaban vacíos. Para acceder había que pasar por un
pequeño espacio, una especie de comedor diario cuyo piso estaba totalmente cubierto
de caracolas. Sin dudar, me saqué las sandalias y empecé a caminar descalza a la vez
que masajeaba las plantas de mis pies con esas salientes redondeadas y suaves. Cerré
los ojos, intentérelajarme con el sonido del mar y recién ahí pude conectar con el alma
de esa casa, con las fantasías y las pesadillas de su dueño, los poemas de amor de mi
adolescencia y tal vez el llanto silencioso del once de septiembre. 
  
Cafecito 
Me faltaban leer las tres últimas páginas de una novela y presintiendo un desenlace
amargo tuve ganas de encararlo con un cafecito en la plaza Dorrego, mi patio al sol.
Crucé los adoquines, libro en mano y, antes de subir a la vereda ya escuché el sonido
Piazzolla que, a pesar de ser cotidiano y casi familiar, nunca dejaba de estremecerme. 
En el centro, solo, con chaleco negro y sombrero el bandoneonista, visitante diario del
lugar, regalaba Libertango como si fuese posible no detenerse y sentarse a escuchar.
Lo saludé con un gesto y busqué una mesa bajo el árbol centenario siguiendo el ritmo
con mis dedos, mis pies y creo que con todos mis músculos. Bailar con el pensamiento
suena algo extraño y a veces el cuerpo busca su modo,  encuentra  esa  coyuntura que
oculta antiguas sensaciones vitalesy juega con ellas sin pedir permiso. 
Y así solté mis frenos, dejébailotear a mis sentimientos,permití que cierta nostalgia se
sentara a mi lado yendulzara mi café. No pude evitar que – paradójicamente- ese aire
de libertad me acorralara hasta el fin de la exhibición, aun cuando el sombrero todavía
recorría  todas las mesas en busca de una amable contribución.  
Por fin, con el pocillo de café vacío, el vasito de agua por la mitad y los amaretis
tentando a las palomas, intenté abrir las hojas allí donde el señalador asomaba. Sin
embargo- ¡ Todavía me conmovíaaquella música y los viejos fantasmas retozaban a mi
alrededor!-  
Definitivamente, ya no podría leer ytampoco quería saber, entonces saqué la
marca,cerré el libro y decidí, sin más, que  inventaría  mi propio epílogo, un final
abierto y disonante, todo un desafío, como el de aquellos  tangos felices en su
rebeldía.   
Antes de abandonar la plaza pasé por el puesto de usados y regalé mi novela a la
dueña, vieja conocida del barrio que sólo devolvió mi sonrisa. 
Busqué el sol y atravesé la calle, iba tan liviana que ni las palomasnotaron mi paso. 
 

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