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‘El arquero y la luna’

Cuentan que un día, el mejor arquero del mundo, recibió la visita de un joven que
deseaba convertirse en un arquero tan bueno como él.
– Maestro- le dijo- ¿Qué puedo hacer para convertirme en el mejor arquero del
mundo?
El hombre, ya mayor, le dijo:
– En el momento en el que consigas llegar a la luna con una de tus flechas, te
habrás convertido en el mejor arquero del planeta, ya que todos se asombrarán
ante tal logro.
El joven arquero agachó la cabeza y asintió, aunque un poco preocupado…
¿cómo conseguiría llegar con una de sus flechas hasta tan lejos? Sin embargo,
lejos de asimilar su derrota, el joven arquero comenzó a practicar con su arco
cada noche.
Disparaba desde lo alto de una colina a la luna cada día. A la luna llena, crecida o
menguante. Todos le observaban entre obnubilados y burlones. Comenzaron a
llamarle ‘el loco de la luna’.
Pero él no se rendía, y seguía cada
noche disparando a la luna. Años
después, regresó a la casa del
maestro y le dijo:
– Lo intenté, Maestro, pero ninguna
de mis flechas consiguió llegar a la
luna… he fracasado.
Pero el anciano le respondió:
– Ahora sí, ahora te convertiste en
el mejor arquero del mundo. Prueba tu destreza a la luz del día y comprobarás que
eres imbatible.
Y fue entonces cuando el arquero se dio cuenta de que efectivamente, su esfuerzo
y perseverancia, su práctica constante en medio de la noche, le habían convertido
sin darse cuenta en el arquero con mayor precisión de todo el planeta.
‘El águila y el caracol’,
Descansaba tranquila un águila en la cima
de una montaña sobre su nido cuando vio
asomar cerca del risco las antenas de un
caracol. Asombrada, esperó a que el animal llegara junto a ella y le dijo
asombrada:
– Pero caracol, ¿cómo con ese andar tan lento subiste a visitarme hasta tan
arriba?
Y el caracol, sin sorprenderse demasiado, contestó:
– Señora águila, pues subí a fuerza de arrastrarme.
Moraleja: «Por muy difícil que parezca, todo se puede lograr con esfuerzo»
‘El helecho y el bambú’,
Un humilde carpintero, Kishiro, vivía feliz con su trabajo y su familia. Tenía una
mujer y dos hijos y las cosas no le iban
nada mal. Pero el negocio entró en una
mala racha y el hombre comenzó a
ganar mucho menos dinero.
Empezaron los problemas
económicos y luego éstos se
trasladaron a la familia. Hasta el punto,
que Kishiro entró en una depresión. No
era capaz de ver la salida. Lo intentó
todo, cambió la forma de su negocio,
pero no había manera… las cosas seguían sin funcionar.
Desesperado, Kishiro atravesó el bosque en busca de ayuda, la de un anciano
sabio que vivía en una humilde casa de madera. Allí, el anciano escuchó muy
atento las lamentaciones y problemas de Kishiro, con un té caliente entre las
manos. Cuando Kishiro terminó de hablar, el sabio se levantó y le pidió que le
siguiera a la parte trasera de la casa.
‘El tesoro del huerto’,
Había una vez un viejo campesino llamado
Cosme, que tenía tres hijos muyyyy holgazanes.
Cosme era muy trabajador y todos los días se
levantaba muy temprano para trabajar la tierra y dar
de comer a los animales.
Pero sus hijos no querían ayudar en nada. Dormían
hasta las 12 de la mañana, y por más que el pobre
Cosme intentaba que hicieran algo, no había
manera.
– ¡Venga, holgazanes!– decía cada día Cosme-
¿Quién me ayuda con el trigo? ¿Y con las gallinas?
Pero nada, por más que lo repetía, una y otra vez, ninguno de sus tres hijos se
levantaba a ayudar.
Pasaban los días y Cosme se preocupaba cada vez más. ¿Qué futuro les
esperaba a sus hijos si no eran capaces de trabajar el campo, que era lo único
que tenían? ¿Cómo saldrían adelante en un futuro cuando él ya no estuviera allí?
Los días siguieron pasando y llegó la época de la siembra. Él ya era mayor y no
podía remover todas las hectáreas de tierra él solo para  sembrar el campo, no le
daría tiempo. Y si no conseguía sembrar las semillas, no germinarían y no tendría
cereales ni patatas, ni pimientos…

Había una vez una niña a la que le encantaba comer cerezas. Le gustaba su color
rojo, su forma de corazón y, sobre todo, su dulce y a la vez ácido sabor.
El Hueso de Cereza
Un día, mientras comía cerezas, le dieron una mala noticia.
Y se puso tan triste y se asustó tanto que se le olvidó
escupir el hueso de la cereza y… ¡se lo tragó! pero con tan
mala suerte que se le quedó atascado en mitad de la
garganta.
El hueso no le impedía comer, ni respirar, ni hablar… pero
cuando alguien le daba una mala noticia, entonces éste
parecía crecer y crecer en su garganta, tanto que no podía
ni tragar saliva. Y pasaba un largo rato intentándolo pero
no iba ni para dentro ni para fuera.
A veces, cuando la noticia le ponía muy triste, el hueso se
hinchaba tanto que le dolía muchísimo la garganta y se ponía hasta colorada.
Otras veces, cuando algo le asustaba mucho, el hueso subía de arriba abajo a lo
largo de su garganta haciéndole toser e incluso vomitar.
Estaba claro que el hueso de cereza era un auténtico estorbo pero los años
pasaron y la niña se acostumbró a vivir con él, ahí, en su garganta. Aprendió a
evitar a toda costa las situaciones tristes o que le daban miedo para así evitar que
el hueso se hinchase o se moviese.
Hasta que un día, uno de esos días grises que no para de llover, se resbaló en el
mojado pavimento de la calle y ¡zas! cayó bruscamente al suelo dándose un fuerte
golpe en el pecho…sintió mucho miedo y comenzó a llorar sin parar. Entonces,
cuando comenzó a incorporarse de su aparatosa caída, pudo ver ahí, en el suelo,
el pequeño hueso de cereza que tanto tiempo le había acompañado. Se quedó
sentada en el suelo, miró a su alrededor y comenzó a reír sin parar.

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