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—Ah, aquellos sí que eran tiempos mejores —dijo el hombre—, ¿verdad, doña Clarita? Entonces todo era distinto. Como decía la hermana del
caballero Charles… ¿Cómo era aquello…? ¿Eh, doña Clarita? No recuerdo bien…
—¿Eh…?
—Lo que decía la hermana del caballero Charles… Aquello de la opu… ¿Opu qué?
La mujer estaba tendida en la cama con los ojos cerrados, casi sin oír lo que decía el hombre. Los párpados le temblaban imperceptiblemente.
Entonces los entreabrió un poco.
—¡Qué opulencia y qué riqueza! —dijo espaciando las palabras con cierto fastidio y enseguida contrajo los ojos. Con una mano se aseguró de que
la bata de casa estaba bien cerrada y con la otra buscó un pañuelo. Después siguió oyendo la música del radio que tenía a su lado.
—Usted sabe lo que yo digo. ¿Eh, doña Clarita? El difunto Charles, que en paz descanse, ese hombre sí que sabía vivir… Qué hombre tan… ¡Qué
trajes aquellos! Dril cien, sí señor, dril cien del mejor… —eleva la cabeza y rememora— ¿Se acuerda de La viuda alegre cantada nada menos que
por doña Esperanza Iris? ¿Se acuerda, doña Clarita? Yo me acuerdo bien. En el escenario era toda una dama, una princesa doña Esperanza.
¿Verdad, doña Clarita?
—No tanto —dijo la mujer, abriendo los ojos por un instante. Volvió a cerrarlos y siguió escuchando la música. También sintió el gato de la vecina
ronroneando por el pasillo. Había llegado a identificar todos los sonidos de la casa.
Hacía algunos años que Jacinto venía a verla todos los domingos por la mañana y decía las mismas cosas. Al principio le había servido de
compañía, ahora le resultaba cargante. Después de un rato se marchaba. Había sido chofer de Charles durante veinte o treinta años; hasta su
muerte.
—Yo apenas si salgo. Vengo a verla a usted. Y voy al cementerio a llevarle flores a mi madre —que en gloria esté— y al caballero Charles, y más
nada. ¿Para qué?
Se quedó en silencio un instante. La mujer sintió cuando la gata entró en el cuarto; siempre se echaba debajo de la mesa a esperar la comida que
ella le daba todos los días.
—¿Se acuerda cuando Caruso cantó en La Habana?
La mujer asintió con la cabeza.
—Todavía me acuerdo. Lo veo clarito, clarito. Usted tenía aquel vestido rojo que tanto le gustaba al caballero Charles. Dicen que para entonces
Caruso había perdido condiciones. ¿Qué cree usted, doña Clarita?
“Me lo ha preguntado tantas veces que no puedo recordarlas.” Le contestó que entonces Caruso conservaba todas sus facultades.
—Envidias de la gente… envidias de la gente. Había un jardinero gallego allá en la casa del caballero Charles, que decía que Lázaro era mejor
cantante que Caruso. ¡Usted que los conoció a los dos; usted que estuvo en las tablas! ¿Qué cree usted, doña Clarita? —la mayoría de las
preguntas no se las contestaba, así se marchaba más pronto.
—¿Eh, doña Clarita?
La mujer se incorporó. Se miró en el espejo. Estaba gorda y por debajo del tinte del pelo asomaban las canas. Ya casi nunca se miraba. Tampoco
recordaba el día de su cumpleaños. En un tiempo vivía de recuerdos, de fechas, de momentos gratos del pasado. Ahora le importaba más el
presente, el poco presente que le quedaba.
—¿Usted estuvo en México varias veces, verdad doña Clarita?
—Ocho veces —dijo tomando el gato debajo de la mesa.
—¿Y trabajó allí, verdad doña Clarita?
Él lo sabía pero siempre se lo volvía a preguntar. Sabía detalles de su vida mejor que ella. Tenía álbumes de fotografías y recuerdos de toda su
carrera teatral que Charles había guardado y que al morir él había logrado sacar de la casa sin que la esposa del otro se diera cuenta.
—Sí, yo trabajé allí.
—¿Con doña Esperanza Iris?
—Con la Iris.
—Ay, qué suerte la suya. Yo siempre lo he pensado: usted es una mujer de suerte, de mucha suerte.
Pensó decirle: “Qué sabe usted, Jacinto”.
En un tiempo ella también creía que era una mujer de mucha suerte. Miró al hombre un instante: observaba la fotografía de Charles que estaba
sobre el escaparate. Después ella le pasó la mano por el lomo al gato que ahora comía despacio lo que le había servido. El gato la miró y se
relamió el hocico.
—Cuando usted y el caballero Charles se fueron a París y a Madrid y a todos esos lugares allá lejanos, en la Europa, yo los llevé a los muelles. Lo
recuerdo clarito. Usted parecía una reina allí en el Packard y el caballero Charles, que era lo que se llama un gentleman, un gentleman de verdad,
llevaba unos pantalones de franela blancos y un saco azul. Todo el mundo tenía que ver con ustedes. Doña Eusebia, la hermana del caballero
Charles, decía que él se parecía al príncipe de Gales. Todavía tengo en la casa la tarjeta que ustedes me mandaron desde París, con unas
palabritas en francés que me tradujo un amigo de mi hermana. Yo todo lo de ustedes lo guardo. Ese es mi tesoro… Yo pensaba el otro día…
“En París Charles me prometió que cuando regresáramos se divorciaría y nos casaríamos inmediatamente. Después no volvió a hablarme del
asunto hasta que seis meses después del regreso de Europa se lo recordé.
“—Yo sé, yo sé que te lo prometí, pero ahora vas a tener que esperar. Las cosas en casa no están muy bien. Vas a tener que esperar —dijo
entonces.”
También le explicó que su hija Alicia ya iba a cumplir quince años y que él quería ahorrarle ahora un disgusto. Iba a tener que esperar un poco. “Yo
no había pensado nunca tener un hijo con él pero desde entonces traté de convencerlo de que un hijo me serviría de compañía toda la vida. Pero
Charles siempre se opuso.”
—Usted llevaba una pamela rosa y unos impertinentes color nácar. Todo el mundo tenía que ver con ustedes.
—Ya hace mucho tiempo de eso, Jacinto.
—Para mí no —le contestó enseguida, mirándola con detenimiento por primera vez—, yo a veces pienso que no ha pasado ni un minuto —se llevó
a la frente la mano como si sintiera un agudo dolor, y se puso a mirar por la ventana que estaba a su lado, por la que se veía el mar—; mi hermana
Eloísa dice que yo sufro mucho por eso, pero yo creo que ella es la que sufre. Yo siempre tengo por lo menos mis recuerdos. Ella dice que me
olvide de todas esas cosas, que eso me hace daño, pero yo no quiero que me los quiten. A veces cierro los ojos y veo todo clarito. A veces oigo la
voz del caballero Charles como si estuviera al lado mío. ¿Se acuerda cómo se reía? Así tan alegre, tan fuerte… Qué risa la suya. Yo recuerdo todas
las conversaciones de él, las cosas que me decía. Él me decía: Jacinto, tú eres un negro muy especial; tú eres un negro distinto; tú casi eres
blanco… Qué gracioso… Eso me decía, doña Clarita. Yo todo lo recuerdo.
La mujer tomó un vestido del escaparate y entró en el baño.
Antes este hombre era parte de un esquema y ella jamás se fijó en él, ni lo analizó ni lo juzgó. Era parte inevitable y eficiente de una serie de
factores que hacían fácil su vida. Ahora le parecía otro hombre.
Salió del baño y fue al espejo. Mientras se empolvaba la cara, el hombre seguía mirando por la ventana.
—Yo empecé a trabajar con el caballero Charles en el gobierno del general Menocal —dijo sin volverse—. Cuando las famosas peleas de
conservadores y liberales. Cómo ha llovido desde entonces; sí señor. Yo entonces jugaba pelota en el antiguo Almendares. Yo le bateé una vez un
jonrón al gran Adolfo Luque.
Hizo una pausa y sonrió. Después se volvió para sentarse de nuevo en la silla:
—Me acuerdo como si fuera ahoritica mismo. Había un negrito muy refistolero que jugaba la primera base en el equipo del Marianao, él me dijo que
le habían hablado de un puesto de chofer, que si yo lo quería. Creo que trabajaba a medias un fotingo en la Plaza del Mercado de Cuatro Caminos
con un primo suyo. Y además tenía delirio de jugar en las grandes ligas y todo eso. Decía que si Luque se lo iba a llevar para el Norte, que si para
aquí, que si para allá.
La mujer se estaba peinando y lo miró por el espejo. Ahora parecía más interesada.
—Figúrese, yo estaba pasando una canina tremenda. En casa éramos ocho para comer y prácticamente lo único fijo que entraba en la casa era lo
que ganaba mi hermana Eulalia que era modista y trabajaba para el modisto Bernabeu, y lo que ganaba mi madre, que no era mucho la pobre,
lavando para afuera. Entonces este negrito amigo mío, Bebo le decían, Genovevo se llamaba, hace rato que tenía el nombre en la punta de la
lengua. Genovevo me llevó a ver al caballero Charles.
La mujer había terminado de arreglarse y tomó un bolso que había encima de la cama.
—Jacinto, yo tengo que salir a hacer unas compras, usted me va a perdonar, pero…
—Yo la acompaño, doña Clarita, yo la acompaño con mucho gusto. No faltaba más.
Ella lo miró un instante muy seria, como si fuera a decirle algo importante, y por fin dijo:
—Bueno.
Salieron al pasillo.
—El caballero Charles me recibió en su despacho en la Manzana de Gómez y yo le entregué el papelito que me había dado Genovevo y él lo leyó
así, serio como acostumbraba él. Y yo enseguida me dije que me gustaba aquel hombre. Y él terminó de leer el papel y…
Pasaron frente a una puerta abierta y una mujer muy gorda vestida de blanco que estaba sentada en un sillón abanicándose lentamente los miró y
dijo:
—¿Oiga, vecina, dónde va tan elegante?
—A unas compras —contestó la otra.
—…y después me dijo que empezara a trabajar el lunes. Era un sábado; un sábado o un viernes, no lo recuerdo bien.
—Oiga Fefa, yo le di a la gatica un poco de picadillo y un poco de arroz que me sobró del almuerzo.
—Gracias, vecina. ¿Y cómo ha seguido del reuma?
—Mejor, algo mejor. Creo que me voy a ir a San Diego de los Baños con una amiga mía a ver si se me acaba de quitar. He pasado unos días muy
adolorida, pero ya estoy mejor —comienza a caminar—. Hasta luego, Fefa, hasta luego.
—Adiós, vecina, que se mejore. Si ve a Julito por ahí me lo echa para acá que quiero mandar a buscar algo a la bodega.
El hombre se había separado un poco de ella y la observaba sonriente. Bajó la cabeza y dijo:
—Yo le contaba que fue un sábado o un viernes cuando conocí al caballero Charles…
—Fue un sábado, Jacinto; ya usted me lo ha contado otras veces.
El hombre parecía no oírla.
—Sacó diez pesos de la billetera y me dijo que me comprara una camisa blanca y una corbata negra y una gorra y que estuviera el lunes a las ocho
de la mañana en su casa. Así empecé con el caballero Charles. Yo nunca me olvido.
La mujer caminaba delante, sin oírlo, sin apenas percatarse de su presencia. Él se había puesto la gorra que hasta ahora había llevado en las
manos y trataba de alcanzarla.
“El día que le dije a Charles que estaba preñada, se quedó un rato muy serio sin decir nada y después dijo:
“—Mira, Divina, tú sabes que eso no puede ser. Yo conozco un médico que te puede hacer un curetaje. Es un amigo mío de toda la vida y es un
buen médico. Vive aquí cerca en la calle de San Lázaro. Yo te voy a llevar esta misma semana para que te examine. No te ocupes.
“Le pedí varias veces que me dejara tener el hijo, traté de explicarle que yo no tenía nada, que me dejara por lo menos tener el hijo.
“—Déjate de esas tonterías, Divina —dijo él— tú sabes que eso no es posible. Tú me tienes a mí, y tú tienes tu carrera artística. A ti no te falta
nada. No compliques las cosas. A ti no te falta lo que se llama nada.”
Ella se fue a llorar a su cuarto y él le tocó varias veces la puerta y ella no le contestó y por fin él se marchó. Al día siguiente vino y le dijo que ya
había arreglado todo con su amigo el médico y que al día siguiente por la tarde lo irían a ver.
—Yo al principio me ponía un poco nervioso con él. Era un hombre que inspiraba tanto respeto. Yo lo veía con los abogados y con toda aquella
gente de dinero de los ingenios y veía con el respeto que lo trataban. El caballero Charles era una persona de pocas palabras, pero cuando hablaba
inspiraba mucho respeto. Todo el mundo lo oía.
Ella estaba mirando unas frutas y el vendedor se acercó.
—¿Cómo está señora, cómo sigue de su reuma? —le preguntó.
—Mejorcita, gracias. Estos mameyes… ¿a cómo son?
—Estos a 25 y estos otros a 40. También tengo aquí unos zapotes preciosos —se agachó y sacó un cesto de debajo del carro—. Están dulcecitos
como almíbar, señora.
—El día que enterramos a mi pobre madre —dijo Jacinto—, el caballero me llamó y me dijo que no me ocupara de nada que él iba a correr con
todos los gastos del entierro. Sin contar el dinero que me había dado para las medicinas por adelantado y que después no me quiso cobrar. Y
además la corona que mandó. Era la mejor de todas, doña Clarita. La mejor.
Ella tomó uno de los mameyes, se lo dio al vendedor y comenzó a tantear los zapotes.
—Él siempre me dio muy buenos consejos. A él le debo no haberme enredado con aquella viuda que tuve de mujer. Un día yo le conté el asunto y
él me oyó todo el cuento y me dijo: “Mira, Jacinto, ¿para qué te vas a buscar una viuda con hijos? Búscate una muchacha jovencita igual que tú si
quieres casarte y no te compliques la vida con una viuda que además es mayor que tú. Además, tú estás bien así como estás. No te compliques la
vida”.” Eso me dijo el caballero Charles. Él era un hombre muy bueno. ¿Verdad, doña Clarita?
“Íbamos en la cubierta del Santa Rosa. Un amigo de Charles que era agente teatral me había conseguido un buen contrato para trabajar en
Colombia. A Charles le gustaba que yo cantara. Yo creo que lo estimulaba, que lo ponía en contacto con un mundo que a él siempre le había
atraído. Una vez me dijo que su ilusión hubiera sido ser actor. Habíamos planificado el viaje durante varios meses. Charles tenía unos negocios en
Colombia y los había tomado como excusa para irse conmigo. Siempre que yo trabajaba fuera de La Habana le gustaba acompañarme, si era
posible, para ver quiénes trabajaban conmigo, seleccionar conmigo la música que iba a cantar y hasta aprobar el vestuario que iba a usar. Él decía
que no me podía dejar sola porque a mí me faltaba malicia y sentido práctico para tratar con esa gente que él decía a veces era inmoral y astuta. A
mí me gustaba ver la aurora. Nos levantábamos muy temprano y nos íbamos a la proa del barco a ver salir el sol. Lo hacíamos casi a diario.
Charles me tomaba del brazo y nos quedábamos allí casi sin hablar. Eran momentos de gran placer que nunca olvidaré. Una mañana mientras
estábamos allí, Charles vio un matrimonio amigo de su mujer y de él paseando por la cubierta del barco. No nos vieron pero Charles, por
precaución, no se dejó ver más en público conmigo. Me sentí humillada. Él siempre decía lo mismo: lo más importante en la vida es guardar las
apariencias.”
Doña Fefa había vivido veinte años al lado de doña Clarita. En verdad no eran amigas, pero siempre se habían respetado y sentido un afecto
mutuo. Doña Fefa era viuda. Su marido había trabajado cuarenta años como tenedor de libros. Nunca tuvieron hijos. Una mañana amaneció muerto
a su lado. Ahora solo hablaba de él cuando iba al cementerio una vez al mes. Siempre lo llamaba “el pobre Faustino”. Doña Fefa tenía una gata y
un canario a los que hablaba el día entero. Ella afirmaba enfáticamente que ambos entendían todo lo que ella les decía. A veces doña Clarita llegó
a pensar que esto era algo más que una tontería, como afirmaban los otros vecinos de la casa.
Doña Fefa estaba preocupada por doña Clarita. La pobre estaba tan sola. Últimamente la veía muy pálida y la sentía durante la noche caminando
por el cuarto y ya no la oía cantar como antes, que siempre entonaba partes de zarzuelas y operetas. Ella, que siempre se había conservado tan
joven, de pronto había envejecido visiblemente. El rostro se le había endurecido, decía la gente. Hacía tiempo que quería decirle todas estas cosas,
pero doña Clarita era una mujer tan hermética y tan fuerte que ella temía una respuesta intempestiva.
Doña Fefa estaba pensando todas estas cosas y pasándose un cepillo por su pelo largo y canoso, cuando pasó frente a su puerta doña Clarita con
Jacinto.
—Oiga, vecina —le dijo—, he estado pensando en una medicina que tomaba el pobre Faustino para el reuma y que a usted seguramente la va a
asentar.
Doña Clarita se detuvo un instante y Jacinto le sonrió a la mujer.
—Yo estoy tomando unas píldoras y creo que si me voy a dar unos baños a San Diego se me pasará.
—Yo le voy a buscar un pomito que tengo por ahí guardado para que las pruebe, vecina. A ver si le asientan.
Le contestó que estaba bien y siguió caminando para su habitación.
Mientras ella pelaba unas papas y después cuando se fue detrás del parabán para ponerse una bata, Jacinto decía:
—Yo a veces me pongo a pensar… no sé… ¿Usted cree en el más allá, doña Clarita?
Ella se encogió de hombros para decir que no sabía.
—No sé, Jacinto, eso a veces me da miedo.
—Yo antes no creía en esas cosas porque pensaba que eran cosa de brujería, y esas cosas atrasan, pero un amigo mío muy inteligente me dio los
libros de ese científico que se llama Alan Kardec, y además conocí hace algún tiempo a la hermana Blanca Rosa, una médium que vive por allá por
Mantilla, y la verdad que he tenido muy buenas pruebas. ¿Usted sabe que yo he hablado con el espíritu de mi madre, que en paz descanse?
Ella lo miró un instante y después le dijo que no.
—Mire, yo nunca hablo estas cosas con nadie, pero yo siempre he pensado que usted es como de mi familia, y perdone el atrevimiento, yo le digo
que yo he hablado con mi madre. Para mí ha sido un gran consuelo. ¿Usted sabe una cosa, doña Clarita?, yo creo que usted debía ir a verla.
—Yo, ¿para qué?
—Pues, a mí me parece que sería bueno para usted ver si se comunica con el caballero Charles… Usted está aquí tan solita todo el tiempo… Sería
un gran consuelo. ¿No cree usted?
Ella estaba quitándose la bata detrás del parabán y se quedó un instante pensando lo que iba a contestarle.
—Yo no creo en esas cosas, Jacinto.
—Hay que tener una fe, doña Clarita, la fe salva.
No le contestó. Cuando salió, Jacinto se le quedó mirando muy serio y no le dijo nada. Parecía contrariado. Ella fue a la cama y se tendió con gran
cuidado.
—Jacinto —le dijo y él miró con atención— el domingo que viene yo no voy a estar aquí, así que no venga. Voy a darme unos baños a San Diego.
—Entonces será el otro domingo, doña Clarita. Que la pase bien por allá.
—No, el otro domingo todavía no estaré aquí. Mejor es que me llame por teléfono.
Jacinto se quedó mirando al suelo haciendo unos guiños, como hacía siempre que estaba nervioso.
—Está bien, doña Clarita; yo la llamo. Está bien —se puso de pie—: yo creo que ahora me voy yendo. Mi hermana me pelea si no estoy para el
almuerzo.
Ella sonrió.
—Bueno, hasta luego, doña Clarita. Que se mejore de sus males. Hasta luego.
—Adiós, Jacinto.
Lo vio irse y después cerró los ojos. Sintió a doña Fefa meciéndose lentamente en el sillón, el motor del tanque de agua, un radio lejano, una pila
que goteaba, el burbujear del agua en que se cocían las papas, el aire batiendo las cortinas de la ventana. Abrió los ojos un instante y miró el
retrato de Charles. Volvió a cerrarlos enseguida.
FIN
Humberto Arenal
Humberto Arenal (La Habana, 15 de enero de 1926 - id. 26 de enero de 2012) fue
un novelista, escritor, literato, guionista, cronista, periodista, actor y dramaturgo cubano.12
Exiliado en Estados Unidos desde 1948 durante la dictadura de Batista, fue redactor en El diario de
Nueva York y la revista Visión.3 Regresó desde Nueva York a Cuba en 1959 a petición de Fidel
Castro. Durante los primeros años, escribió con frecuencia en el semanario Lunes de Revolución,
dirigido en aquellos momentos por Guillermo Cabrera Infante. Junto a Tomás Gutiérrez Alea y José
Hernández, elaboró el guion de la película, Historias de la revolución, publicó la novela El sol a
plomo,1 dirigió el Teatro Lírico Nacional de Cuba y fue uno de los fundadores de la Unión de
Escritores y Artistas de Cuba.23 La división posterior de los intelectuales que apoyaron la revolución
cubana respecto a su posición más o menos crítica con el gobierno, dejó a Arenal al margen
del oficialismo de la época. No obstante, no quiso abandonar Cuba y mantuvo la amistad con todos
sus compañeros, sufrieran o no represalias como le ocurría a él. Pasó de la primera fila a encontrar
un lugar discreto en las letras, lo que le permitió trabajar en el Instituto Superior de Arte de La
Habana, donde volcó sus conocimientos en la enseñanza. Aunque vetado para publicar, siguió
escribiendo. En 2007,2 el ministro de Cultura, Abel Prieto, reconoció su figura como autor al
concederle el Premio Nacional de Literatura de Cuba, el más alto galardón de las letras cubanas.1
La siesta del martes
[Cuento - Texto completo.]
Gabriel García Márquez
El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo
y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón.
En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos
espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las
terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor.
—Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña trató de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por óxido.
Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó
el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en
papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.
La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los
párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada
contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de
la gente acostumbrada a la pobreza.
A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso
silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a
acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La
niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.
Cuando volvió al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de
la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo
igual a los anteriores, solo que en este había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro
lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.
La mujer dejó de comer.
—Ponte los zapatos —dijo.
La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el
último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.
—Péinate —dijo.
El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la
niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.
—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre
todo, no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos
vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso
martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y
miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.
No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, solo estaba abierto el salón de billar. El pueblo
flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la
presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se
cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Solo permanecían abiertos el
hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre
el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes
almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta en plena calle.
Buscando siempre la protección de los almendros la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa
cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No
se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: «¿Quién es?». La
mujer trató de ver a través de la red metálica.
—Necesito al padre —dijo.
—Ahora está durmiendo.
—Es urgente —insistió la mujer.
Su voz tenía una tenacidad reposada.
La puerta se entreabrió sin ruido y apareció una mujer madura y regordeta, de cutis muy pálido y cabellos color de hierro. Los ojos parecían
demasiado pequeños detrás de los gruesos cristales de los lentes.
—Sigan —dijo, y acabó de abrir la puerta.
Entraron en una sala impregnada de un viejo olor de flores. La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se
sentaran. La niña lo hizo, pero su madre permaneció de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. No se percibía ningún ruido detrás
del ventilador eléctrico.
La mujer de la casa apareció en la puerta del fondo.
—Dice que vuelvan después de las tres —dijo en voz muy baja—. Se acostó hace cinco minutos.
—El tren se va a las tres y media —dijo la mujer.
Fue una réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonrió por primera vez.
—Bueno —dijo.
Cuando la puerta del fondo volvió a cerrarse la mujer se sentó junto a su hija. La angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado
de una baranda de madera que dividía la habitación, había una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete de hule, y encima de la mesa una máquina
de escribir primitiva junto a un vaso con flores. Detrás estaban los archivos parroquiales. Se notaba que era un despacho arreglado por una mujer
soltera.
La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo. Solo cuando se los puso pareció evidente que
era hermano de la mujer que había abierto la puerta.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó.
—Las llaves del cementerio —dijo la mujer.
La niña estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el escaño. El sacerdote la miró, después miró a la mujer y después, a
través de la red metálica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.
—Con este calor —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol.
La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de
palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
—¿Qué tumba van a visitar? —preguntó.
—La de Carlos Centeno —dijo la mujer.
—¿Quién?
—Carlos Centeno —repitió la mujer.
El padre siguió sin entender.
—Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.
El sacerdote la escrutó. Ella lo miró fijamente, con un dominio reposado, y el padre se ruborizó. Bajó la cabeza para escribir. A medida que llenaba
la hoja pedía a la mujer los datos de su identidad, y ella respondía sin vacilación, con detalles precisos, como si estuviera leyendo. El padre empezó
a sudar. La niña se desabotonó la trabilla del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apoyó en el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho.
Todo había empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria
que vivía en una casa llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle.
Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la
sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por 28 años de soledad,
localizó en la imaginación no solo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos, cerró los
ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que
el murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Después percibió un golpecito metálico en el andén de cemento y una voz muy baja, apacible, pero
terriblemente fatigada: «Ay, mi madre». El hombre que amaneció muerto frente a la casa, con la nariz despedazada, vestía una franela a rayas de
colores, un pantalón ordinario con una soga en lugar de cinturón, y estaba descalzo. Nadie lo conocía en el pueblo.
—De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de escribir.
—Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el único varón.
El sacerdote volvió al armario. Colgadas de un clavo en el interior de la puerta había dos llaves grandes y oxidadas, como la niña imaginaba y como
imaginaba la madre cuando era niña y como debió imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran las llaves de san Pedro. Las descolgó, las
puso en el cuaderno abierto sobre la baranda y mostró con el índice un lugar en la página escrita, mirando a la mujer.
—Firme aquí.
La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y
observó atentamente a su madre.
El párroco suspiró.
—¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La mujer contestó cuando acabó de firmar.
—Era un hombre muy bueno.
El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La
mujer continuó inalterable:
—Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba
hasta tres días en la cama postrado por los golpes.
—Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.
—Así es —confirmó la mujer—. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.
—La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.
Pero lo dijo sin mucha convicción, en parte porque la experiencia lo había vuelto un poco escéptico, y en parte por el calor. Les recomendó que se
protegieran la cabeza para evitar la insolación. Les indicó bostezando y ya casi completamente dormido, cómo debían hacer para encontrar la
tumba de Carlos Centeno. Al regreso no tenían que tocar. Debían meter la llave por debajo de la puerta, y poner allí mismo, si tenían, una limosna
para la Iglesia. La mujer escuchó las explicaciones con atención, pero dio las gracias sin sonreír.
Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red
metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. A esa hora, de ordinario, no había nadie en la
calle. Ahora no solo estaban los niños. Había grupos bajo los almendros. El padre examinó la calle distorsionada por la reverberación, y entonces
comprendió. Suavemente volvió a cerrar la puerta.
—Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer.
Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en
silencio.
—¿Qué fue? —preguntó él.
—La gente se ha dado cuenta.
—Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.
—Es lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.
La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y
empezó a moverse hacia la puerta. La niña la siguió.
—Esperen a que baje el sol —dijo el padre.
—Se van a derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les presto una sombrilla.
—Gracias —replicó la mujer—. Así vamos bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.
FIN