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El caballero Charles

[Cuento - Texto completo.]


Humberto Arenal

—Ah, aquellos sí que eran tiempos mejores —dijo el hombre—, ¿verdad, doña Clarita? Entonces todo era distinto. Como decía la hermana del
caballero Charles… ¿Cómo era aquello…? ¿Eh, doña Clarita? No recuerdo bien…
—¿Eh…?
—Lo que decía la hermana del caballero Charles… Aquello de la opu… ¿Opu qué?
La mujer estaba tendida en la cama con los ojos cerrados, casi sin oír lo que decía el hombre. Los párpados le temblaban imperceptiblemente.
Entonces los entreabrió un poco.
—¡Qué opulencia y qué riqueza! —dijo espaciando las palabras con cierto fastidio y enseguida contrajo los ojos. Con una mano se aseguró de que
la bata de casa estaba bien cerrada y con la otra buscó un pañuelo. Después siguió oyendo la música del radio que tenía a su lado.
—Usted sabe lo que yo digo. ¿Eh, doña Clarita? El difunto Charles, que en paz descanse, ese hombre sí que sabía vivir… Qué hombre tan… ¡Qué
trajes aquellos! Dril cien, sí señor, dril cien del mejor… —eleva la cabeza y rememora— ¿Se acuerda de La viuda alegre cantada nada menos que
por doña Esperanza Iris? ¿Se acuerda, doña Clarita? Yo me acuerdo bien. En el escenario era toda una dama, una princesa doña Esperanza.
¿Verdad, doña Clarita?
—No tanto —dijo la mujer, abriendo los ojos por un instante. Volvió a cerrarlos y siguió escuchando la música. También sintió el gato de la vecina
ronroneando por el pasillo. Había llegado a identificar todos los sonidos de la casa.
Hacía algunos años que Jacinto venía a verla todos los domingos por la mañana y decía las mismas cosas. Al principio le había servido de
compañía, ahora le resultaba cargante. Después de un rato se marchaba. Había sido chofer de Charles durante veinte o treinta años; hasta su
muerte.
—Yo apenas si salgo. Vengo a verla a usted. Y voy al cementerio a llevarle flores a mi madre —que en gloria esté— y al caballero Charles, y más
nada. ¿Para qué?
Se quedó en silencio un instante. La mujer sintió cuando la gata entró en el cuarto; siempre se echaba debajo de la mesa a esperar la comida que
ella le daba todos los días.
—¿Se acuerda cuando Caruso cantó en La Habana?
La mujer asintió con la cabeza.
—Todavía me acuerdo. Lo veo clarito, clarito. Usted tenía aquel vestido rojo que tanto le gustaba al caballero Charles. Dicen que para entonces
Caruso había perdido condiciones. ¿Qué cree usted, doña Clarita?
“Me lo ha preguntado tantas veces que no puedo recordarlas.” Le contestó que entonces Caruso conservaba todas sus facultades.
—Envidias de la gente… envidias de la gente. Había un jardinero gallego allá en la casa del caballero Charles, que decía que Lázaro era mejor
cantante que Caruso. ¡Usted que los conoció a los dos; usted que estuvo en las tablas! ¿Qué cree usted, doña Clarita? —la mayoría de las
preguntas no se las contestaba, así se marchaba más pronto.
—¿Eh, doña Clarita?
La mujer se incorporó. Se miró en el espejo. Estaba gorda y por debajo del tinte del pelo asomaban las canas. Ya casi nunca se miraba. Tampoco
recordaba el día de su cumpleaños. En un tiempo vivía de recuerdos, de fechas, de momentos gratos del pasado. Ahora le importaba más el
presente, el poco presente que le quedaba.
—¿Usted estuvo en México varias veces, verdad doña Clarita?
—Ocho veces —dijo tomando el gato debajo de la mesa.
—¿Y trabajó allí, verdad doña Clarita?
Él lo sabía pero siempre se lo volvía a preguntar. Sabía detalles de su vida mejor que ella. Tenía álbumes de fotografías y recuerdos de toda su
carrera teatral que Charles había guardado y que al morir él había logrado sacar de la casa sin que la esposa del otro se diera cuenta.
—Sí, yo trabajé allí.
—¿Con doña Esperanza Iris?
—Con la Iris.
—Ay, qué suerte la suya. Yo siempre lo he pensado: usted es una mujer de suerte, de mucha suerte.
Pensó decirle: “Qué sabe usted, Jacinto”.
En un tiempo ella también creía que era una mujer de mucha suerte. Miró al hombre un instante: observaba la fotografía de Charles que estaba
sobre el escaparate. Después ella le pasó la mano por el lomo al gato que ahora comía despacio lo que le había servido. El gato la miró y se
relamió el hocico.
—Cuando usted y el caballero Charles se fueron a París y a Madrid y a todos esos lugares allá lejanos, en la Europa, yo los llevé a los muelles. Lo
recuerdo clarito. Usted parecía una reina allí en el Packard y el caballero Charles, que era lo que se llama un gentleman, un gentleman de verdad,
llevaba unos pantalones de franela blancos y un saco azul. Todo el mundo tenía que ver con ustedes. Doña Eusebia, la hermana del caballero
Charles, decía que él se parecía al príncipe de Gales. Todavía tengo en la casa la tarjeta que ustedes me mandaron desde París, con unas
palabritas en francés que me tradujo un amigo de mi hermana. Yo todo lo de ustedes lo guardo. Ese es mi tesoro… Yo pensaba el otro día…
“En París Charles me prometió que cuando regresáramos se divorciaría y nos casaríamos inmediatamente. Después no volvió a hablarme del
asunto hasta que seis meses después del regreso de Europa se lo recordé.
“—Yo sé, yo sé que te lo prometí, pero ahora vas a tener que esperar. Las cosas en casa no están muy bien. Vas a tener que esperar —dijo
entonces.”
También le explicó que su hija Alicia ya iba a cumplir quince años y que él quería ahorrarle ahora un disgusto. Iba a tener que esperar un poco. “Yo
no había pensado nunca tener un hijo con él pero desde entonces traté de convencerlo de que un hijo me serviría de compañía toda la vida. Pero
Charles siempre se opuso.”
—Usted llevaba una pamela rosa y unos impertinentes color nácar. Todo el mundo tenía que ver con ustedes.
—Ya hace mucho tiempo de eso, Jacinto.
—Para mí no —le contestó enseguida, mirándola con detenimiento por primera vez—, yo a veces pienso que no ha pasado ni un minuto —se llevó
a la frente la mano como si sintiera un agudo dolor, y se puso a mirar por la ventana que estaba a su lado, por la que se veía el mar—; mi hermana
Eloísa dice que yo sufro mucho por eso, pero yo creo que ella es la que sufre. Yo siempre tengo por lo menos mis recuerdos. Ella dice que me
olvide de todas esas cosas, que eso me hace daño, pero yo no quiero que me los quiten. A veces cierro los ojos y veo todo clarito. A veces oigo la
voz del caballero Charles como si estuviera al lado mío. ¿Se acuerda cómo se reía? Así tan alegre, tan fuerte… Qué risa la suya. Yo recuerdo todas
las conversaciones de él, las cosas que me decía. Él me decía: Jacinto, tú eres un negro muy especial; tú eres un negro distinto; tú casi eres
blanco… Qué gracioso… Eso me decía, doña Clarita. Yo todo lo recuerdo.
La mujer tomó un vestido del escaparate y entró en el baño.
Antes este hombre era parte de un esquema y ella jamás se fijó en él, ni lo analizó ni lo juzgó. Era parte inevitable y eficiente de una serie de
factores que hacían fácil su vida. Ahora le parecía otro hombre.
Salió del baño y fue al espejo. Mientras se empolvaba la cara, el hombre seguía mirando por la ventana.
—Yo empecé a trabajar con el caballero Charles en el gobierno del general Menocal —dijo sin volverse—. Cuando las famosas peleas de
conservadores y liberales. Cómo ha llovido desde entonces; sí señor. Yo entonces jugaba pelota en el antiguo Almendares. Yo le bateé una vez un
jonrón al gran Adolfo Luque.
Hizo una pausa y sonrió. Después se volvió para sentarse de nuevo en la silla:
—Me acuerdo como si fuera ahoritica mismo. Había un negrito muy refistolero que jugaba la primera base en el equipo del Marianao, él me dijo que
le habían hablado de un puesto de chofer, que si yo lo quería. Creo que trabajaba a medias un fotingo en la Plaza del Mercado de Cuatro Caminos
con un primo suyo. Y además tenía delirio de jugar en las grandes ligas y todo eso. Decía que si Luque se lo iba a llevar para el Norte, que si para
aquí, que si para allá.
La mujer se estaba peinando y lo miró por el espejo. Ahora parecía más interesada.
—Figúrese, yo estaba pasando una canina tremenda. En casa éramos ocho para comer y prácticamente lo único fijo que entraba en la casa era lo
que ganaba mi hermana Eulalia que era modista y trabajaba para el modisto Bernabeu, y lo que ganaba mi madre, que no era mucho la pobre,
lavando para afuera. Entonces este negrito amigo mío, Bebo le decían, Genovevo se llamaba, hace rato que tenía el nombre en la punta de la
lengua. Genovevo me llevó a ver al caballero Charles.
La mujer había terminado de arreglarse y tomó un bolso que había encima de la cama.
—Jacinto, yo tengo que salir a hacer unas compras, usted me va a perdonar, pero…
—Yo la acompaño, doña Clarita, yo la acompaño con mucho gusto. No faltaba más.
Ella lo miró un instante muy seria, como si fuera a decirle algo importante, y por fin dijo:
—Bueno.
Salieron al pasillo.
—El caballero Charles me recibió en su despacho en la Manzana de Gómez y yo le entregué el papelito que me había dado Genovevo y él lo leyó
así, serio como acostumbraba él. Y yo enseguida me dije que me gustaba aquel hombre. Y él terminó de leer el papel y…
Pasaron frente a una puerta abierta y una mujer muy gorda vestida de blanco que estaba sentada en un sillón abanicándose lentamente los miró y
dijo:
—¿Oiga, vecina, dónde va tan elegante?
—A unas compras —contestó la otra.
—…y después me dijo que empezara a trabajar el lunes. Era un sábado; un sábado o un viernes, no lo recuerdo bien.
—Oiga Fefa, yo le di a la gatica un poco de picadillo y un poco de arroz que me sobró del almuerzo.
—Gracias, vecina. ¿Y cómo ha seguido del reuma?
—Mejor, algo mejor. Creo que me voy a ir a San Diego de los Baños con una amiga mía a ver si se me acaba de quitar. He pasado unos días muy
adolorida, pero ya estoy mejor —comienza a caminar—. Hasta luego, Fefa, hasta luego.
—Adiós, vecina, que se mejore. Si ve a Julito por ahí me lo echa para acá que quiero mandar a buscar algo a la bodega.
El hombre se había separado un poco de ella y la observaba sonriente. Bajó la cabeza y dijo:
—Yo le contaba que fue un sábado o un viernes cuando conocí al caballero Charles…
—Fue un sábado, Jacinto; ya usted me lo ha contado otras veces.
El hombre parecía no oírla.
—Sacó diez pesos de la billetera y me dijo que me comprara una camisa blanca y una corbata negra y una gorra y que estuviera el lunes a las ocho
de la mañana en su casa. Así empecé con el caballero Charles. Yo nunca me olvido.
La mujer caminaba delante, sin oírlo, sin apenas percatarse de su presencia. Él se había puesto la gorra que hasta ahora había llevado en las
manos y trataba de alcanzarla.
“El día que le dije a Charles que estaba preñada, se quedó un rato muy serio sin decir nada y después dijo:
“—Mira, Divina, tú sabes que eso no puede ser. Yo conozco un médico que te puede hacer un curetaje. Es un amigo mío de toda la vida y es un
buen médico. Vive aquí cerca en la calle de San Lázaro. Yo te voy a llevar esta misma semana para que te examine. No te ocupes.
“Le pedí varias veces que me dejara tener el hijo, traté de explicarle que yo no tenía nada, que me dejara por lo menos tener el hijo.
“—Déjate de esas tonterías, Divina —dijo él— tú sabes que eso no es posible. Tú me tienes a mí, y tú tienes tu carrera artística. A ti no te falta
nada. No compliques las cosas. A ti no te falta lo que se llama nada.”
Ella se fue a llorar a su cuarto y él le tocó varias veces la puerta y ella no le contestó y por fin él se marchó. Al día siguiente vino y le dijo que ya
había arreglado todo con su amigo el médico y que al día siguiente por la tarde lo irían a ver.
—Yo al principio me ponía un poco nervioso con él. Era un hombre que inspiraba tanto respeto. Yo lo veía con los abogados y con toda aquella
gente de dinero de los ingenios y veía con el respeto que lo trataban. El caballero Charles era una persona de pocas palabras, pero cuando hablaba
inspiraba mucho respeto. Todo el mundo lo oía.
Ella estaba mirando unas frutas y el vendedor se acercó.
—¿Cómo está señora, cómo sigue de su reuma? —le preguntó.
—Mejorcita, gracias. Estos mameyes… ¿a cómo son?
—Estos a 25 y estos otros a 40. También tengo aquí unos zapotes preciosos —se agachó y sacó un cesto de debajo del carro—. Están dulcecitos
como almíbar, señora.
—El día que enterramos a mi pobre madre —dijo Jacinto—, el caballero me llamó y me dijo que no me ocupara de nada que él iba a correr con
todos los gastos del entierro. Sin contar el dinero que me había dado para las medicinas por adelantado y que después no me quiso cobrar. Y
además la corona que mandó. Era la mejor de todas, doña Clarita. La mejor.
Ella tomó uno de los mameyes, se lo dio al vendedor y comenzó a tantear los zapotes.
—Él siempre me dio muy buenos consejos. A él le debo no haberme enredado con aquella viuda que tuve de mujer. Un día yo le conté el asunto y
él me oyó todo el cuento y me dijo: “Mira, Jacinto, ¿para qué te vas a buscar una viuda con hijos? Búscate una muchacha jovencita igual que tú si
quieres casarte y no te compliques la vida con una viuda que además es mayor que tú. Además, tú estás bien así como estás. No te compliques la
vida”.” Eso me dijo el caballero Charles. Él era un hombre muy bueno. ¿Verdad, doña Clarita?
“Íbamos en la cubierta del Santa Rosa. Un amigo de Charles que era agente teatral me había conseguido un buen contrato para trabajar en
Colombia. A Charles le gustaba que yo cantara. Yo creo que lo estimulaba, que lo ponía en contacto con un mundo que a él siempre le había
atraído. Una vez me dijo que su ilusión hubiera sido ser actor. Habíamos planificado el viaje durante varios meses. Charles tenía unos negocios en
Colombia y los había tomado como excusa para irse conmigo. Siempre que yo trabajaba fuera de La Habana le gustaba acompañarme, si era
posible, para ver quiénes trabajaban conmigo, seleccionar conmigo la música que iba a cantar y hasta aprobar el vestuario que iba a usar. Él decía
que no me podía dejar sola porque a mí me faltaba malicia y sentido práctico para tratar con esa gente que él decía a veces era inmoral y astuta. A
mí me gustaba ver la aurora. Nos levantábamos muy temprano y nos íbamos a la proa del barco a ver salir el sol. Lo hacíamos casi a diario.
Charles me tomaba del brazo y nos quedábamos allí casi sin hablar. Eran momentos de gran placer que nunca olvidaré. Una mañana mientras
estábamos allí, Charles vio un matrimonio amigo de su mujer y de él paseando por la cubierta del barco. No nos vieron pero Charles, por
precaución, no se dejó ver más en público conmigo. Me sentí humillada. Él siempre decía lo mismo: lo más importante en la vida es guardar las
apariencias.”
Doña Fefa había vivido veinte años al lado de doña Clarita. En verdad no eran amigas, pero siempre se habían respetado y sentido un afecto
mutuo. Doña Fefa era viuda. Su marido había trabajado cuarenta años como tenedor de libros. Nunca tuvieron hijos. Una mañana amaneció muerto
a su lado. Ahora solo hablaba de él cuando iba al cementerio una vez al mes. Siempre lo llamaba “el pobre Faustino”. Doña Fefa tenía una gata y
un canario a los que hablaba el día entero. Ella afirmaba enfáticamente que ambos entendían todo lo que ella les decía. A veces doña Clarita llegó
a pensar que esto era algo más que una tontería, como afirmaban los otros vecinos de la casa.
Doña Fefa estaba preocupada por doña Clarita. La pobre estaba tan sola. Últimamente la veía muy pálida y la sentía durante la noche caminando
por el cuarto y ya no la oía cantar como antes, que siempre entonaba partes de zarzuelas y operetas. Ella, que siempre se había conservado tan
joven, de pronto había envejecido visiblemente. El rostro se le había endurecido, decía la gente. Hacía tiempo que quería decirle todas estas cosas,
pero doña Clarita era una mujer tan hermética y tan fuerte que ella temía una respuesta intempestiva.
Doña Fefa estaba pensando todas estas cosas y pasándose un cepillo por su pelo largo y canoso, cuando pasó frente a su puerta doña Clarita con
Jacinto.
—Oiga, vecina —le dijo—, he estado pensando en una medicina que tomaba el pobre Faustino para el reuma y que a usted seguramente la va a
asentar.
Doña Clarita se detuvo un instante y Jacinto le sonrió a la mujer.
—Yo estoy tomando unas píldoras y creo que si me voy a dar unos baños a San Diego se me pasará.
—Yo le voy a buscar un pomito que tengo por ahí guardado para que las pruebe, vecina. A ver si le asientan.
Le contestó que estaba bien y siguió caminando para su habitación.
Mientras ella pelaba unas papas y después cuando se fue detrás del parabán para ponerse una bata, Jacinto decía:
—Yo a veces me pongo a pensar… no sé… ¿Usted cree en el más allá, doña Clarita?
Ella se encogió de hombros para decir que no sabía.
—No sé, Jacinto, eso a veces me da miedo.
—Yo antes no creía en esas cosas porque pensaba que eran cosa de brujería, y esas cosas atrasan, pero un amigo mío muy inteligente me dio los
libros de ese científico que se llama Alan Kardec, y además conocí hace algún tiempo a la hermana Blanca Rosa, una médium que vive por allá por
Mantilla, y la verdad que he tenido muy buenas pruebas. ¿Usted sabe que yo he hablado con el espíritu de mi madre, que en paz descanse?
Ella lo miró un instante y después le dijo que no.
—Mire, yo nunca hablo estas cosas con nadie, pero yo siempre he pensado que usted es como de mi familia, y perdone el atrevimiento, yo le digo
que yo he hablado con mi madre. Para mí ha sido un gran consuelo. ¿Usted sabe una cosa, doña Clarita?, yo creo que usted debía ir a verla.
—Yo, ¿para qué?
—Pues, a mí me parece que sería bueno para usted ver si se comunica con el caballero Charles… Usted está aquí tan solita todo el tiempo… Sería
un gran consuelo. ¿No cree usted?
Ella estaba quitándose la bata detrás del parabán y se quedó un instante pensando lo que iba a contestarle.
—Yo no creo en esas cosas, Jacinto.
—Hay que tener una fe, doña Clarita, la fe salva.
No le contestó. Cuando salió, Jacinto se le quedó mirando muy serio y no le dijo nada. Parecía contrariado. Ella fue a la cama y se tendió con gran
cuidado.
—Jacinto —le dijo y él miró con atención— el domingo que viene yo no voy a estar aquí, así que no venga. Voy a darme unos baños a San Diego.
—Entonces será el otro domingo, doña Clarita. Que la pase bien por allá.
—No, el otro domingo todavía no estaré aquí. Mejor es que me llame por teléfono.
Jacinto se quedó mirando al suelo haciendo unos guiños, como hacía siempre que estaba nervioso.
—Está bien, doña Clarita; yo la llamo. Está bien —se puso de pie—: yo creo que ahora me voy yendo. Mi hermana me pelea si no estoy para el
almuerzo.
Ella sonrió.
—Bueno, hasta luego, doña Clarita. Que se mejore de sus males. Hasta luego.
—Adiós, Jacinto.
Lo vio irse y después cerró los ojos. Sintió a doña Fefa meciéndose lentamente en el sillón, el motor del tanque de agua, un radio lejano, una pila
que goteaba, el burbujear del agua en que se cocían las papas, el aire batiendo las cortinas de la ventana. Abrió los ojos un instante y miró el
retrato de Charles. Volvió a cerrarlos enseguida.
FIN

Humberto Arenal
Humberto Arenal (La Habana, 15 de enero de 1926 - id. 26 de enero de 2012) fue
un novelista, escritor, literato, guionista, cronista, periodista, actor y dramaturgo cubano.12
Exiliado en Estados Unidos desde 1948 durante la dictadura de Batista, fue redactor en El diario de
Nueva York y la revista Visión.3 Regresó desde Nueva York a Cuba en 1959 a petición de Fidel
Castro. Durante los primeros años, escribió con frecuencia en el semanario Lunes de Revolución,
dirigido en aquellos momentos por Guillermo Cabrera Infante. Junto a Tomás Gutiérrez Alea y José
Hernández, elaboró el guion de la película, Historias de la revolución, publicó la novela El sol a
plomo,1 dirigió el Teatro Lírico Nacional de Cuba y fue uno de los fundadores de la Unión de
Escritores y Artistas de Cuba.23 La división posterior de los intelectuales que apoyaron la revolución
cubana respecto a su posición más o menos crítica con el gobierno, dejó a Arenal al margen
del oficialismo de la época. No obstante, no quiso abandonar Cuba y mantuvo la amistad con todos
sus compañeros, sufrieran o no represalias como le ocurría a él. Pasó de la primera fila a encontrar
un lugar discreto en las letras, lo que le permitió trabajar en el Instituto Superior de Arte de La
Habana, donde volcó sus conocimientos en la enseñanza. Aunque vetado para publicar, siguió
escribiendo. En 2007,2 el ministro de Cultura, Abel Prieto, reconoció su figura como autor al
concederle el Premio Nacional de Literatura de Cuba, el más alto galardón de las letras cubanas.1
La siesta del martes
[Cuento - Texto completo.]
Gabriel García Márquez

El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo
y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón.
En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos
espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las
terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor.
—Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña trató de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por óxido.
Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó
el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en
papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.
La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los
párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada
contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de
la gente acostumbrada a la pobreza.
A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso
silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a
acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La
niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.
Cuando volvió al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de
la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo
igual a los anteriores, solo que en este había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro
lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.
La mujer dejó de comer.
—Ponte los zapatos —dijo.
La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el
último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.
—Péinate —dijo.
El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la
niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.
—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre
todo, no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos
vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso
martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y
miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.
No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, solo estaba abierto el salón de billar. El pueblo
flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la
presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se
cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Solo permanecían abiertos el
hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre
el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes
almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta en plena calle.
Buscando siempre la protección de los almendros la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa
cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No
se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: «¿Quién es?». La
mujer trató de ver a través de la red metálica.
—Necesito al padre —dijo.
—Ahora está durmiendo.
—Es urgente —insistió la mujer.
Su voz tenía una tenacidad reposada.
La puerta se entreabrió sin ruido y apareció una mujer madura y regordeta, de cutis muy pálido y cabellos color de hierro. Los ojos parecían
demasiado pequeños detrás de los gruesos cristales de los lentes.
—Sigan —dijo, y acabó de abrir la puerta.
Entraron en una sala impregnada de un viejo olor de flores. La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se
sentaran. La niña lo hizo, pero su madre permaneció de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. No se percibía ningún ruido detrás
del ventilador eléctrico.
La mujer de la casa apareció en la puerta del fondo.
—Dice que vuelvan después de las tres —dijo en voz muy baja—. Se acostó hace cinco minutos.
—El tren se va a las tres y media —dijo la mujer.
Fue una réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonrió por primera vez.
—Bueno —dijo.
Cuando la puerta del fondo volvió a cerrarse la mujer se sentó junto a su hija. La angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado
de una baranda de madera que dividía la habitación, había una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete de hule, y encima de la mesa una máquina
de escribir primitiva junto a un vaso con flores. Detrás estaban los archivos parroquiales. Se notaba que era un despacho arreglado por una mujer
soltera.
La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo. Solo cuando se los puso pareció evidente que
era hermano de la mujer que había abierto la puerta.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó.
—Las llaves del cementerio —dijo la mujer.
La niña estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el escaño. El sacerdote la miró, después miró a la mujer y después, a
través de la red metálica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.
—Con este calor —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol.
La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de
palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
—¿Qué tumba van a visitar? —preguntó.
—La de Carlos Centeno —dijo la mujer.
—¿Quién?
—Carlos Centeno —repitió la mujer.
El padre siguió sin entender.
—Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.
El sacerdote la escrutó. Ella lo miró fijamente, con un dominio reposado, y el padre se ruborizó. Bajó la cabeza para escribir. A medida que llenaba
la hoja pedía a la mujer los datos de su identidad, y ella respondía sin vacilación, con detalles precisos, como si estuviera leyendo. El padre empezó
a sudar. La niña se desabotonó la trabilla del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apoyó en el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho.
Todo había empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria
que vivía en una casa llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle.
Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la
sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por 28 años de soledad,
localizó en la imaginación no solo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos, cerró los
ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que
el murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Después percibió un golpecito metálico en el andén de cemento y una voz muy baja, apacible, pero
terriblemente fatigada: «Ay, mi madre». El hombre que amaneció muerto frente a la casa, con la nariz despedazada, vestía una franela a rayas de
colores, un pantalón ordinario con una soga en lugar de cinturón, y estaba descalzo. Nadie lo conocía en el pueblo.
—De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de escribir.
—Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el único varón.
El sacerdote volvió al armario. Colgadas de un clavo en el interior de la puerta había dos llaves grandes y oxidadas, como la niña imaginaba y como
imaginaba la madre cuando era niña y como debió imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran las llaves de san Pedro. Las descolgó, las
puso en el cuaderno abierto sobre la baranda y mostró con el índice un lugar en la página escrita, mirando a la mujer.
—Firme aquí.
La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y
observó atentamente a su madre.
El párroco suspiró.
—¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La mujer contestó cuando acabó de firmar.
—Era un hombre muy bueno.
El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La
mujer continuó inalterable:
—Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba
hasta tres días en la cama postrado por los golpes.
—Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.
—Así es —confirmó la mujer—. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.
—La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.
Pero lo dijo sin mucha convicción, en parte porque la experiencia lo había vuelto un poco escéptico, y en parte por el calor. Les recomendó que se
protegieran la cabeza para evitar la insolación. Les indicó bostezando y ya casi completamente dormido, cómo debían hacer para encontrar la
tumba de Carlos Centeno. Al regreso no tenían que tocar. Debían meter la llave por debajo de la puerta, y poner allí mismo, si tenían, una limosna
para la Iglesia. La mujer escuchó las explicaciones con atención, pero dio las gracias sin sonreír.
Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red
metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. A esa hora, de ordinario, no había nadie en la
calle. Ahora no solo estaban los niños. Había grupos bajo los almendros. El padre examinó la calle distorsionada por la reverberación, y entonces
comprendió. Suavemente volvió a cerrar la puerta.
—Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer.
Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en
silencio.
—¿Qué fue? —preguntó él.
—La gente se ha dado cuenta.
—Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.
—Es lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.
La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y
empezó a moverse hacia la puerta. La niña la siguió.
—Esperen a que baje el sol —dijo el padre.
—Se van a derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les presto una sombrilla.
—Gracias —replicó la mujer—. Así vamos bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.
FIN

Gabriel García Márquez


Gabriel José García Márquez (Aracataca, Magdalena, 6 de marzo de 1927–Ciudad de
México, México, 17 de abril de 2014)nota 12 (  escuchar) fue un escritor y periodista colombiano.
Reconocido principalmente por sus novelas y cuentos, también escribió narrativa de no
ficción, discursos, reportajes, críticas cinematográficas y memorias. Fue conocido como Gabo, y
familiarmente y por sus amigos como Gabito.
En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura3 «por sus novelas e historias cortas, en las que lo
fantástico y lo real se combinan en un mundo ricamente compuesto de imaginación, lo que refleja la
vida y los conflictos de un continente».45
Está relacionado de manera inherente con el realismo mágico y su obra más conocida, la
novela Cien años de soledad, es considerada una de las más representativas de este movimiento
literario, e incluso se considera que por el éxito de la novela es que tal término se aplica a la
literatura surgida a partir de los años 1960 en América Latina.67 En 2007 la Real Academia
Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española publicaron una edición popular
conmemorativa de esta obra, por considerarla parte de los grandes clásicos hispánicos de todos los
tiempos.8Fue famoso tanto por su genialidad como escritor como por su postura política.9Su amistad
con el líder cubano Fidel Castro fue bastante conocida en el mundo literario y político.10
La fiesta de las balas
[Cuento - Texto completo.]

Martín Luis Guzmán


Atento a cuanto se decía de Villa¹ y el villismo, y a cuanto veía a mi alrededor, a menudo me preguntaba yo en Ciudad Juárez qué hazañas serían
las que pintaban más a fondo la División del Norte: si las que se suponían estrictamente históricas, o las que se calificaban de legendarias; si las
que se contaban como algo visto dentro de la más escueta realidad, o las que traían ya tangibles, con el toque de la exaltación poética, las
revelaciones esenciales. Y siempre eran las proezas de este segundo orden las que se me antojaban más verídicas, las que, a mi juicio, eran más
dignas de hacer Historia.
Porque ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro —y Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se
reflejaban infinitamente entre sí— que en el relato que ponía a aquel ante mis ojos, después de una de las últimas batallas, entregado a consumar,
con fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte, las terribles órdenes de Villa? Verlo así era como sentir en el alma el roce de una
tremenda realidad cuya impresión se conservaba para siempre.
Aquella batalla, fecunda en todo, había terminado dejando en manos de Villa no menos de quinientos prisioneros. Villa mandó separarlos en dos
grupos: de una parte los voluntarios orozquistas a quienes llamaban “colorados”; de la otra, los federales. Y como se sentía ya bastante fuerte para
actos de grandeza, resolvió hacer un escarmiento con los prisioneros del primer grupo, mientras se mostraba benigno con los otros. A los colorados
se les pasaría por las armas antes de que oscureciese; a los federales se les daría a elegir entre unirse a las tropas revolucionarias o bien irse a
sus casas mediante la promesa de no volver a hacer armas contra los constitucionalistas.
Fierro, como era de esperar, fue el encargado de la ejecución, a la cual dedicó desde luego la eficaz diligencia que tan buen camino le auguraba ya
en el ánimo de Villa, o de “su jefe”, según él decía.
Declinaba la tarde. La gente revolucionaria, tras de levantar el campo, iba reconcentrándose lentamente en torno del humilde pueblecito que había
sido objetivo de la acción. Frío y tenaz, el viento de la llanura chihuahuense empezaba a despegar del suelo y apretaba los grupos de jinetes y de
infantes: unos y otros se acogían al socaire de las casas. Pero Fierro —a quien nunca detuvo nada ni nadie— no iba a rehuir un airecillo fresco que
a lo sumo barruntaba la helada de la noche. Hizo cabalgar a su caballo de anca corta, contra cuyo pelo oscuro, cano por el polvo de la batalla,
rozaba el borde del sarape gris. Iba así al paso. El viento le daba de lleno en la cara, más él no trataba de eludirlo clavando la barbilla en el pecho ni
levantando los pliegues del embozo. Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto, bien puestos los pies en los estribos y elegantemente dobladas
las piernas entre los arreos de campaña sujetos a los tientos de la montura. Nadie lo veía, salvo la desolación del llano y uno que otro soldado que
pasaba a distancia. Pero él, acaso inconscientemente, arrendaba de modo que el animal hiciera piernas como para lucirse en un paseo. Fierro se
sentía feliz: lo embargaba el placer de la victoria —de la victoria, en la cual nunca creía hasta consumarse la completa derrota del enemigo—, y su
alegría interior le afloraba en sensaciones físicas que tornaban grato el hostigo del viento y el andar del caballo después de quince horas de no
apearse. Sentía como caricia la luz del sol —sol un tanto desvaído, sol prematuramente envuelto en fulgores encendidos y tormentosos.
Llegó al corral donde tenían encerrados, como rebaño de reses, a los trescientos prisioneros colorados condenados a morir, y se detuvo un instante
a mirar por sobre las tablas de la cerca. Vistos desde allí, aquellos trescientos huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios.
Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas
vigorosas y flexibles. Fierro consideró de una sola ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su valor militar —y en su valer— y sintió una
pulsación rara, un estremecimiento que le bajaba desde el corazón, o desde la frente hasta el índice de la mano derecha. Sin quererlo ni sentirlo, la
palma de esa mano fue a posársele en las cachas de la pistola.
“Batalla, esta”, pensó.
Indiferentes a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los prisioneros no se fijaban en él. A ellos no les preocupaban más que la molestia de
estar montando una guardia fatigosa —guardia incomprensible después de la excitación del combate— y que les exigía tener lista la carabina, cuya
culata apoyaban en el muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero parecía apartarse, los soldados apuntaban con aire resuelto y, de ser
preciso, hacían fuego. Una onda rizaba entonces el perímetro informe de la masa de prisioneros, los cuales se replegaban para evitar el tiro. La
bala pasaba de largo o derribaba a alguno.
Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a descorrer las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros
echó pie a tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se
puso luego a observar despacio la disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos hasta una de las cercas, sin soltar la brida,
la cual trabó entre dos tablas, para dejar sujeto el caballo. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en los bolsillos de la chaqueta, y
atravesó el corral a poca distancia de los prisioneros.
Los corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y callejones angostos. Del que ocupaban los colorados, Fierro pasó, deslizando
el cuerpo entre las trancas de la puerta, al de en medio; en seguida, al otro. Allí se detuvo. Su figura grande y hermosa, irradiaba un aura extraña,
algo superior, algo prestigioso y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El sarape había venido resbalándole del cuerpo hasta quedar
pendiente apenas de los hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero, gris y ancho de ala, se teñía de rosa al
recibir de soslayo la luz poniente del sol. Vuelto de espaldas, los prisioneros lo veían desde lejos, a través de las cercas. Sus piernas formaban
compás hercúleo y destellaban; el cuero de sus mitasas brillaba en la luz del atardecer.
A unos cien metros, por la parte exterior a los corrales, estaba el jefe de la tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que
se acercara. El oficial cabalgó hasta el sitio de la valla más próximo a Fierro. Este caminó hacia él. Hablaron. Por momentos, conforme hablaban,
Fierro fue señalando diversos puntos del corral donde se encontraba y del corral contiguo. Después describió, moviendo la mano, una serie de
evoluciones que repitió el oficial como con ánimo de entender mejor. Fierro insistió dos o tres veces en una maniobra al parecer muy importante, y
el oficial entonces, seguro de las órdenes recibidas, partió al galope hacia donde estaban los prisioneros.
Entonces tornó Fierro al centro del corral, y otra vez se mantuvo atentó a estudiar la disposición de las cercas y cuanto las rodeaba. De los tres
corrales, aquel era el más amplio, y según parecía, el primero en orden —el primero con relación al pueblo—. Tenía, en dos de sus lados, sendas
puertas hacia el campo: puertas de trancas más estropeadas —por mayor uso— que las de los corrales posteriores, pero de maderos más fuertes.
En otro lado se abría la puerta que daba al corral inmediato. Y el lado último, en fin, no era una simple valla de madera, sino tapia de adobes, de no
menos de tres metros de altura. La tapia mediría como sesenta metros de largo, de los cuales veinte servían de fondo a un cobertizo o pesebre,
cuyo tejado bajaba de la barda y se asentaba, de una parte, en los postes, prolongados, del extremo de una de las cercas que lindaban con el
campo, y de la otra, en una pared, también de adobe, que salía perpendicularmente de la tapia y avanzaba cosa de quince metros hacia los medios
del corral. De esta suerte, entre el cobertizo y la valla del corral próximo venía a quedar un espacio cerrado en dos de sus lados por paredes
macizas. En aquel rincón el viento de la tarde amontonaba la basura y hacia sonar con ritmo anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un
cubo de hierro. Del brocal del pozo se elevaban dos palos secos, toscos, terminados en horquetas, sobre los cuales se atravesaba otro más, y
desde este pendía la cadena de una garrucha, que también sonaba movida por el viento. En lo más alto de una de las horquetas, un pájaro grande
—inmóvil, blanquecino— se confundía con las puntas del palo seco.
Fierro se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista sobre la quieta figura del pájaro y, como si la presencia de este encajara a
pelo en sus reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de postura, ni de gesto, sacó la pistola lentamente. El cañón del arma, largo y pulido, se
transformó en dedo de rosa a la luz poniente del sol. Poco a poco el gran dedo fue enderezándose hasta señalar en dirección del pájaro. Sonó el
disparo —seco y diminuto en la inmensidad de la tarde— y el animal cayó al suelo. Fierro volvió la pistola a la funda.
En aquel instante un soldado, trepando a la cerca, saltó dentro del corral. Era el asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que
necesitó varios segundos para erguirse otra vez. Al fin lo hizo y caminó hacia donde estaba su amo. Fierro le preguntó, sin volver la cara:
—¿Qué hubo con esos? Si no vienen luego va a faltar tiempo.
—Parece que ya vienen ahí —contestó el asistente.
—Entonces, tú ponte allí de una vez. A ver, ¿qué pistola traes?
—La que usted me dio, mi jefe. La “mitigüeson”.
—Sácala pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros dices que tienes?
—Unas quince docenas, con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros hallaron hartos, yo no.
—¿Quince docenas?… Te dije el otro día que si seguías vendiendo el parque para emborracharte iba a meterte una bala en la barriga.
—No, mi jefe.
—No mi jefe ¿qué?
—Que me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque.
—Pues cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponte vivo, para que me salga bien esta ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien
esto que te voy a decir: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los colorados, te acuesto con ellos.
—¡Ah, qué mi Jefe!
—Como lo oyes.
El asistente extendió su frazada sobre el suelo y vació en ella las cajas de cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer uno a
uno los tiros que traía en las cananas de la cintura. Quería hacerlo tan de prisa, que se tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso, los dedos se le
embrollaban.
—¡Ah, qué mi jefe! —seguía pensando para sí.
Mientras tanto, del otro lado de la cerca que limitaba el segundo corral fueron apareciendo algunos soldados de la escolta. Montados a caballo,
medio busto les sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se distribuyeron a lo largo de las dos cercas restantes.
Fierro y su asistente eran los únicos que estaban dentro del primero de los tres corrales: Fierro, con una pistola en la mano y el sarape caído a los
pies; el asistente, en cuclillas, ordenando sobre su frazada las filas de cartuchos.
El jefe de la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el corral contiguo y dijo:
—Ya tengo listos los primeros diez. ¿Te los suelto?
Fierro respondió:
—Sí, pero antes entéralos bien del asunto: en cuanto asomen por la puerta yo empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten quedan
libres. Si alguno no quiere entrar, tú métele bala.
Volvió el oficial por donde había venido, y Fierro, pistola en mano, se mantuvo alerta, fijos los ojos en el estrecho espacio por donde los prisioneros
iban a irrumpir. Se había situado lo bastante próximo a la valla divisoria para que, al hacer fuego, las balas no alcanzaran a los colorados que
todavía estuviesen del lado de ella: quería cumplir lealmente lo prometido. Pero su proximidad a las tablas no era tanta que los prisioneros, así que
empezase la ejecución, no descubrieran, en el acto mismo de trasponer la puerta, la pistola que les apuntaría a veinte pasos. A espaldas de Fierro
el sol poniente convertía el cielo en luminaria roja. El viento seguía soplando.
En el corral donde estaban los prisioneros creció el rumor de voces —voces que los silbos del viento destrozaban, voces como de vaqueros que
arrearan ganado—. Era difícil la maniobra de hacer pasar del corral último al corral de en medio a los trescientos hombres condenados a morir en
masa; el suplicio que los amenazaba hacía encresparse su muchedumbre con sacudidas de organismo histérico. Se oía gritar a la gente de la
escolta, y, de minuto en minuto, los disparos de carabina recogían las voces, que sonaban en la oquedad de la tarde como chasquido en la punta
de un latigazo.
De los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio un grupo de soldados segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. Echaban
los caballos sobre los presos para obligarlos a andar; les apoyaban contra la carne las bocas de las carabinas.
—¡Traidores! ¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan! ¡Eche usted p’alla, traidor!
Y así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban Fierro y su asistente. Allí la resistencia de los colorados se acentuó; pero el
golpe de los caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro peligro, por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de
distancia, sino a veinte pasos.
Tan pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los saludó con extraña frase —frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de
esperanza:
—¡Ándenles, hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador!
Ellos brincaban como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los
soldados dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a escape hacía la tapia: loca carrera que a ellos les parecería como de sueño. Al ver
el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la bala de Fierro lo alcanzó el primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno a uno fueron cayendo
—Fierro disparó ocho veces en menos de seis segundos—, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que, por un extraño capricho de este
momento, separaban de la región de la vida la región de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de estar vivos; los soldados, desde su sitio,
tiraron para rematarlos.
Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las pistolas de Fierro —dos suyas, la otra de su ordenanza— se turnaban en la mano
homicida con ritmo infalible. Cada una disparaba seis veces —seis veces sin apuntar, seis veces al descubrir— y caía después encima de la
frazada. El asistente hacia saltar los casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía hacia Fierro la pistola, el cual
la tomaba casi al soltar la otra. Los dedos del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin vida a los prisioneros; pero él no
levantaba los ojos para ver a los que caían: toda su conciencia parecía concentrarse en la pistola que tenía entre las manos y en los tiros, de
reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Dos sensaciones le ocupaban lo hondo de su ser: el peso frío de los cartuchos que iba metiendo en
los orificios del cilindro y el contacto de la epidermis, lisa y cálida, del arma. Arriba, por sobre su cabeza, se sucedían los disparos con que su jefe
se entregaba al deleite de hacer blanco.
El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —fuga de la muerte en una sinfonía espantosa donde la pasión de matar y el
ansia inagotable de vivir— duró cerca de dos horas.
Ni un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre blancos móviles y humanos, blancos que daban brincos y traspiés entre charcos
de sangre y cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin más emoción que la de errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de la
trayectoria por obra del viento y de un disparo a otro la corregía.
Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la puerta; la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del
brocal del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer, heridos, por la boca del hoyo. Casi todos se precipitaban hacia la pared
de adobes y trataban de escalarla trepando por los montones de cuerpos entrelazados, calientes, húmedos, humeantes: la bala los paralizaba
también. Algunos lograban clavar las uñas en la barda, hecha de paja y tierra, pero sus manos, agitadas por intensa ansiedad de vida, se tornaban
de pronto en manos moribundas.
Hubo un momento en que la ejecución en masa llegó a envolverse en un clamor tumultuario donde descollaban los chasquidos secos de los
disparos, opacados por la inmensa voz del viento. De un lado de la cerca gritaban los que huían de morir y al cabo morían; de otro, los que se
defendían del empuje de los jinetes y pugnaban por romper el cerco que los estrechaba hasta la puerta terrible. Y al griterío de unos y otros se
sumaban las voces de los soldados distribuidos en el contorno de las cercas. Estos habían ido enardeciéndose con el alboroto de los disparos, con
la destreza de Fierro y con los lamentos y el accionar frenético de los que morían. Saludaban con exclamaciones de regocijo la voltereta de los
cuerpos al caer; vociferaban, gesticulaban; histéricos, reían a carcajadas al hacer fuego sobre los montones de carne humana donde advertían el
menor indicio de vida.
El postrer pelotón de los ajusticiados no fue de diez víctimas, sino de doce. Los doce salieron al corral de la muerte atropellándose entre sí,
procurando cada uno cubrirse con el grupo de los demás, a quien trataban de adelantarse en la horrible carrera. Para avanzar hacían corcovas
sobre los cadáveres hacinados, pero la bala no erraba por eso: con precisión siniestra iba tocándolos uno tras otro y los dejaba a medio camino de
la tapia —abiertos de brazos y de piernas— abrazados al montón de sus hermanos inmóviles. Sin embargo, uno de ellos, el último que quedaba
con vida, logró llegar hasta la barda misma y salvarla… El fuego cesó de repente y el tropel de soldados se agolpó en el ángulo del corral inmediato
para ver al fugitivo…
Pardeaba la tarde. La mirada de los soldados tardó en acostumbrarse al parpadeo interferente de las dos luces. De pronto no vieron nada. Luego,
allá lejos, en la inmensidad de la llanura ya medio en sombra, fue cobrando precisión un punto móvil, un cuerpo que corría. Tanto se doblaba el
cuerpo al correr, que por momentos se le hubiera confundido con algo rastreante a flor de suelo…
Un soldado levantó el rifle para hacer blanco:
—Se ve mal —dijo y disparó.
La detonación se perdió en el viento del crepúsculo. El punto siguió su carrera…
Fierro no se había movido de su sitio. Rendido el brazo, largo tiempo lo tuvo suelto hacia el suelo. Luego notó que le dolía el índice y levantó la
mano hasta los ojos: en la semioscuridad comprobó que el dedo se le había hinchado ligeramente; se lo oprimió con blandura entre los dedos y la
palma de la otra mano. Y así se mantuvo: largamente entregado todo él a la dulzura de un masaje moroso. Por fin, se inclinó para recoger del suelo
el sarape, del cual se había desembarazado desde los preliminares de la ejecución. Se lo echó sobre los hombros y caminó para acogerse al
socaire del cobertizo. A los pocos pasos se detuvo y dijo al asistente:
—Así que acabes, tráete los caballos.
Y siguió andando.
El asistente juntaba los cartuchos quemados. En el corral contiguo los soldados de la escolta desmontaban, hablaban, canturreaban. El asistente
los escuchaba en silencio y sin levantar la cabeza. Después se irguió con lentitud. Cogió la frazada por las cuatro puntas y se la echó a la espalda;
los casquillos vacíos sonaron dentro con sordo cascabeleo.
Había anochecido. Brillaban algunas estrellas. Brillaban las lucecitas de los cigarros al otro lado de las tablas de la cerca. El asistente rompió a
andar con paso débil y fue, medio a tientas, hasta el último de los corrales, de donde regresó a poco trayendo de la brida los dos caballos —el de su
amo y el suyo— y, sobre uno de los hombros, la mochila de campaña.
Se acercó al pesebre. Sentado sobre una piedra Fierro fumaba en la oscuridad. En las juntas de las tablas silbaba el viento.
—Desensilla y tiéndeme la cama —ordenó Fierro—; ya no aguanto el cansancio.
—¿Aquí, en este corral, mi jefe? ¿Aquí?
—Sí, aquí.¿Por qué no?
Hizo el asistente como le ordenaban. Desensilló y tendió las mantas sobre la paja, arreglando con el maletín y la montura una especie de cabezal.
Minutos después de tenderse allí, Fierro se quedó dormido.
El asistente encendió su linterna, dio grano a los animales y dispuso lo necesario para que pasaran bien la noche. Luego apagó la luz, se envolvió
en su frazada de nuevo, se hincó de rodillas y se persignó. En seguida volvió a tenderse en la paja…
Pasaron seis, siete horas. Había caído el viento. El silencio de la noche se empapaba en luz de luna. De tarde en tarde sonaba próximo el
estornudo de algún caballo. Brillaba el claro lunar en la abollada superficie del cubo del pozo y hacía sombras precisas al tropezar con todos los
objetos; con todos, menos con los montones de cadáveres. Estos se hacinaban, enormes en medio de tanta quietud, como cerros fantásticos,
cerros de formas confusas, incomprensibles.
El azul plata de la noche se derramaba sobre los muertos con la más pura limpidez de la luz. Pero insensiblemente aquella luz de noche fue
convirtiéndose en voz, voz también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta: era una voz apenas perceptible, apagada, doliente, moribunda, pero
clara en su tenue contorno como las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los montones de cadáveres la voz
parecía susurrar:
—Ay… Ay…
Luego calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser solo luz. Mas la voz se oyó de nuevo:
—Ay… Ay…
Fríos e inertes desde hacía horas, los cuerpos apilados en el corral seguían inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una masa
eterna. Pero la voz tornó:
—Ay… Ay… Ay…
Y este último “ay” llegó hasta el sitio donde Fierro dormía e hizo que la conciencia del asistente pasara del olvido del sueño a la sensación de oír. El
asistente recordó entonces la ejecución de los trescientos prisioneros, y el solo recuerdo lo dejó quieto sobre la paja, entreabiertos los ojos y todo él
pendiente del lamento de la voz, pendiente con las potencias íntegras de su alma…
—Ay… Por favor…
Fierro se agitó en su cama…
—Por favor… agua…
Fierro despertó y prestó oído…
—Por favor… agua…
Entonces Fierro alargó un pie hasta su asistente.
—¡Eh, tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua.
—¿Mi jefe?
—¡Que te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está quejando! ¡A ver si me deja dormir!
—¿Un tiro a quién, mi jefe?
—A ese que pide agua, ¡imbécil! ¿No entiendes?
—Agua, por favor —repetía la voz.
El asistente sacó la pistola de debajo de la montura y, empuñándola, se levantó y salió del pesebre en busca de los cadáveres. Temblaba de miedo
y de frío. Uno como mareo del alma lo embargaba.
A la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos tocaba estaban yertos. Se detuvo sin saber qué hacer. Luego disparó sobre el punto de donde parecía
venir la voz; la voz se oyó de nuevo. El asistente tornó a disparar: se apagó la voz.
La luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del pesebre dormía Fierro.
FIN
Martín Luis Guzmán
Martín Luis Guzmán Franco (Chihuahua, 6 de octubre de 1887 - Ciudad de México, 22 de diciembre de 1976) fue
un escritor, periodista y diplomático mexicano al que se le considera, junto a Mariano Azuela, Nellie Campobello, pionero
de la novela revolucionaria, un género inspirado en las experiencias de la Revolución mexicana de 1910, la cual observó
siguiendo a las tropas del general Francisco Villa. Y posteriormente desde su exilio en los Estados Unidos y España, las
de los Generales Adolfo de la Huerta y Francisco R. Serrano. Fundó periódicos, revistas semanales y compañías de
publicidad. En 1958, fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura de México.

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