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Mi hermana tenía un novio por cada letra. Ahora iba en la G, pero yo estaba
convencida que aquélla era la tercera, o por lo menos la segunda vuelta que daba al
alfabeto. Claro que Guillermo no decía nada de esto, y la visitaba casi a diario,
llevándole siempre un regalo. Detalle que yo encontraba ridículo y sobre todo inútil,
considerando la enorme cantidad de osos de peluche que mi hermana simplemente
aventaba en su clóset, para quedarse solamente con el oso del novio en turno. De
cualquier manera, lo que más me impresionaba de ella era que todos sus novios, sin
excepción, parecian recién salidos de las páginas de "Mujercitas", y yo, que me sabia
casi de memoria los pasajes borrascosos y apasionados de Catherine y Heathcliff,
veía a todo ese desfile de jovenes pálidos y educados con verdadera repulsión. Yo
soñaba con amores tormentosos, exacerbados, capaces de resistir incluso hasta la
muerte, de manera que los romances breves de mi hermana me parecían una
trivialización abominable del amor.
Guillermo era alto, pálido y dueño de un tic nervioso que, cuando se sentaba,
le hacía mover la pierna incontrolablemante. Fumaba un Raleigh tras otro y estaba
convencido que el Valiant verde que su papá le prestaba sábados y domingos le
confería un atractivo irresistible. Y por si todo esto no bastara para desilusionar a
cualquiera, planeaba además estudiar administración de empresas, lo cual era
suficiente para producirme verdadera ictericia (palabra de la que no estoy muy
segura de su significado, pero que me parecía lo necesariamente rotunda como para
expresar mi más genuino horror). Sin embargo, la razón por la cual el novio de mi
hermana me parecía tan desconsolador se debía a su total predictibilidad: Guillermo
era pronosticable hasta en sus detalles más mínimos.
De lunes a viernes visitaba a mi hermana. Llegaba a casa siempre después de
las cuatro, conversaba momentáneamente con la abuela, saludaba de beso a mi
hermana y luego ambos se sentaban en la sala, tomados de la mano mientras
escuchaban el mismo disco de los Lettermen una y otra vez. Y nunca, al acabar la
grabación, Guillermo dejaba de comentar lo mal que se oían los discos en nuestro
destartalado aparato (un viejo Garrard que mi abuelo había desechado en una de sus
innumerables mudanzas, y que mi hermano rescató a pesar de las objeciones del
abuelo, que insistía en tirarlo a la basura y regalarnos uno nuevo. Pero
acostumbrados como estábamos a que las promesas que vinieran por el lado paterno
estaban hechas para seguir siendo promesas y nunca realidades, Pabló se empeñó
en quedarse con ese aparato, diciéndole al abuelo que ya lo tiraríamos cuando
llegara el nuevo...)
Además, entre las cuatro y las siete, hora en que mamá regresaba a casa,
Guillermo aventuraba uno que otro beso, aún a pesar de mi presencia. Esto sucedía
entre semana, porque los sábados y domingos se posesionaba de los mismos
atributos que el valiant verde que su papá le prestaba, y entonces llegaba a casa
presuroso, rugiente, ansioso de salir con mi hermana. Durante estas salidas sus
arranques amorosos no se conformaban con uno que otro beso repartido a lo largo
de la tarde. Esta era la causa principal que me hacía implorarle a mamá, con una
desesperación nada fingida, que no me obligara a acompañarlos; pero sus
resoluciones eran irrevocables y desde el momento que nací ella dispuso que yo sería
chaperón de mi hermana hasta el momento mismo de su boda...Así, pues, sábados y
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domingos, me veía forzada a subir en el valiant verde del papá de Guillermo, hecho
que me causaba un sentimiento de profunda derrota, porque no podía decirle a
mamá que mi presencia era, además de no grata, inútil, ya que tanto mi hermana
como Guillermo actuaban como si estuvieran solos; y yo pasaba las horas mirando
por la ventanilla del auto, maldiciendo mi suerte implorando a San Judas Tadeo, que
era el abogado de las causas perdidas según mi abuela, que me hiciera crecer aprisa
para poder librarme de semejantes imposiciones.
equivalía a ocupar el puesto más alto en la jerarquía. Lugar que compartían aquellas
cuyas mamás y hermanas también habían estado en el colegio; seguían las que
destacaban debido al dinero de sus papás; y el lugar menos importante era
precisamente el que ocupabamos mis amigas y yo, el de las nuevas, las recién
llegadas sin antecedentes distintivos. Ni modo, decíamos y siempre estábamos
juntas, en el salón, en el patio, en el auditorio y en la iglesia, a la que había que
asistir obligatoriamente todos los primeros viernes de mes.
Un domingo, aburrido como todos los domingos, la mañana apenas entrando, mis
amigas del colegio en Cuernavaca, las tiendas cerradas, la gente durmiendo hasta
tarde en sus casas, los automóviles estacionados, una que otra señora caminando
rápido para llegar a misa y yo asomada a una de las ventanas del edificio Condesa,
vi llegar al novio de mi hermana. Inicié una de mis plegarias inútiles a San Judas
Tadeo y pedí que la aburrición del domingo contagiara a Guillermo y que él prefiriera
quedarse en casa a salir en uno de esos paseos que yo odiaba tanto y a los que
siempre era obligada a asistir. Naturalmente no se me concedió, así que mientras los
tres subíamos al valiant verde yo pensaba si debía encomendarme a otro santo más
milagroso y olvidarme de San Judas, ya que éste indudablemente debía su fama de
abogado de las causas perdidas al hecho de que jamás las cumplía. El plan de
Guillermo para sobrevivir el domingo consistía en ir al zoológico de Chapultepec y
presenciar un espectáculo muy emocionante según él: ver a los leones en el
momento justo en que les daban de comer. Mi hermana me tenía tan absolutamente
dominada, bajo amenazas tales como decirle a mi mamá que me sabía de memoria
partes enteras de "Cumbres Borrascosas" (libro que me habían prohibido leer hasta
que cumpliera quince años), que no me atreví a mostrar el menor menosprecio a las
disposiciones de Guillermo. Así pues, tomamos la avenida Reforma y pronto
estuvimos frente al bosque.
Llegamos a Chapultepec y todavía no abrían las puertas del zoológico.
Esperamos afuera mientras veíamos llegar más gente. Algunas jóvenes, muy
orgullosas de su pelo largo, rizado con permanente, y sus aretes enormes, soltaban
la risa al retratarse con sus novios y recibir una postal donde aparecían enmarcados
en un corazón con la virgen de Guadalupe atrás. Las fotos me parecían tan graciosas
que le sugerí a mi hermana que se tomara una con Guillermo. La mirada que me
dirigieron fue tan reprobatoria que decidí, ya que éramos tan diferentes, permanecer
muda ante ellos. Cuando al fin abrieron las puertas del zoológico, Guillermo nos hizo
correr entre las jaulas para llegar a tiempo de ver comer a los leones. Estos se
paseaban nerviosos de un lado a otro de su estrecho confinamiento: ellos, que
estaban echos para correr en espacios abiertos, infinitos...Un empleado del zoológico
entró a la jaula y dejó caer algunos trozos de carne. Apenas lo vieron los leones,
arrinconados en ese momento tras una fuerte malla de alambre, empezaron a rugir,
ansiosos, desesperados, tratándo inútilmente de desgarrar el acero que los separaba
de su alimento. Empecé a llorar, todo me parecía tan horrible, la estrechez de las
jaulas, el cautiverio de los animales, su hambre feroz, sus instintos mutilados... que
corrí, no quería presenciar nada de eso y corrí. Salí del zoológico y me senté en el
cofre del auto. A los pocos minutos vi que Guillermo y mi hermana también salían,
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Por las noches, aprovechando que todos veíamos "Simplemente María" en el cuarto
de mamá (incluido Pablo, que frente a sus amigos negaba rotundamente ver
telenovelas), mi hermana y Guillermo sostenían interminables conversaciones
telefónicas. Cuando esa noche sonó el teléfono la única que se movió fue mi
hermana, sabíamos que en el momento justo en que aparecían en la pantalla los
nombres de Saby Kamalich y Ricardo Blume, Guillermo marcaba nuestro número. La
vi dirigirse a la sala y calculé que para cuando regresara ya habrían pasado por lo
menos cuatro tandas de anuncios, lo cual equivalía a casi media hora de
conversación. Sin embargo, para mi sorpresa regresó casi inmediatamente. La
miramos, se sentó como se sentaba siempre que estaba enojada, los brazos
cruzados y la mirada fija. El teléfono sonó de nuevo y ella se levantó para regresar
casi instantáneamente. Yo me moría de ganas de preguntar qué estaba pasando,
pero se veía tan furiosa que no me atreví.
-¿Está descompuesto el teléfono? -preguntó mi mamá cuando el timbre se
escuchó por tercera vez.
-No...Es Guillermo... -dijo mi hermana y salió rápidamente.
Esta vez se tardó un poco más hablando, pero ni remotamente tanto como
tardaba otras veces. Cuando entró de nuevo a la habitación, ya todos estábamos
más interesados en saber si el teléfono volvería a sonar que en ver la telnovela.
-Uno, dos, tres, cuatro... -empezó a contar Pablo-, Guillermo ya ha de haber
marcado el 25; cinco, seis, siete...ya ha de ir en el 89...
Mi mamá hizo ademán de callarlo cuando el teléfono sonó. Pablo se rió
divertido, mi hermana le dirigió miradas furiosas.
-¿Qué pasa? -preguntó mamá en un tono ya demasiado serio.
-No sé -contestó mi hermana fastidiada-, terminé con Guillermo y el no lo
quiere aceptar.
-¿Terminaste con Guillermo? -pregunté radiante, demasiado feliz como para
disimularlo.
Sí -dijo, mientras el teléfono sonaba una y otra vez.
-Yo contesto y le digo que no quieres hablar con él -se ofreció Pablo, dispuesto
a asumir su papel de hermano mayor.
-No, no vas a contestar tú -lo frenó mamá-. Este es un problema de Guillermo
y tu hermana, deja que lo resuelvan. Contesta tú -dijo dirigiéndose a ella-, y arregla
las cosas de una vez. No quiero que el teléfono vuelva a sonar.
Mi hermana salió y todos nos quedamos viendo. A nadie se le ocurría ya
pensar en la telenovela. La abuela empezó con uno de sus discursos.
-Pero terminar con Guillermo, tan buen muchacho...¿En qué estará pensando
esa niña? Tan educado que es, tan atento... Ni crea que se va a encontrar otro así,
de ésos hay pocos.
-Alabado sea Dios... -se me ocurrió decir, parodiando una de las frases
predilectas de la abuela. Ella estaba a punto de regañarme cuando entro mi hermana
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verdaderamente molesta.
-Mamá -dijo- la próxima vez que marque Guillermo, por favor habla tú con él.
No entiende que ya no quiero ser su novia. Dice que si lo corto, va a suicidarse...
Mamá salió de la habitación junto con mi hermana y la abuela. Yo quería
seguirlas, pero mamá pidió que me quedara donde estaba. Pablo no parecía
afectado, únicamente dijo que Guillermo era un payaso y siguió viendo la televisión.
Yo, en cambio, sentía una culpa enorme... Siempre había menospreciado a
Guillermo, lo había considerado demasiado formal y tieso, incapaz de un acto
espontáneo, predecible hasta la aburrición total y ahora él, por el amor de mi
hermana, iba a convertirme en una especie de Heathcliff... Y ella, nunca lo hubiera
sospehado en otra Catherine... Empecé a ver a Guillermo con otros ojos, ahora lo
admiraba por ser capaz de experimentar una pasión verdadera. Sentí remordimiento
por haberlo tratado tan mal. ¿Cómo hacerselo saber? Ya era demasiado tarde...
Tuvieron que calmarme, imaginaba a Guillermo tendido en su cama, muerto
junto al frasco de píldoras que había ingerido, en su mano una carta para mi
hermana... La abuela me preparó un té de tila, mientras Pablo, mamá y mi hermana
me aseguraban que él jamás haría una cosa así. Sin embargo, yo estaba convencida
de lo contrario, estaba segura que pronto el papá de Guillermo llamaría para darnos
la noticia de su muerte.
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