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Alessandra Luiselli

Los novios de mi hermana

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Mi hermana tenía un novio por cada letra. Ahora iba en la G, pero yo estaba
convencida que aquélla era la tercera, o por lo menos la segunda vuelta que daba al
alfabeto. Claro que Guillermo no decía nada de esto, y la visitaba casi a diario,
llevándole siempre un regalo. Detalle que yo encontraba ridículo y sobre todo inútil,
considerando la enorme cantidad de osos de peluche que mi hermana simplemente
aventaba en su clóset, para quedarse solamente con el oso del novio en turno. De
cualquier manera, lo que más me impresionaba de ella era que todos sus novios, sin
excepción, parecian recién salidos de las páginas de "Mujercitas", y yo, que me sabia
casi de memoria los pasajes borrascosos y apasionados de Catherine y Heathcliff,
veía a todo ese desfile de jovenes pálidos y educados con verdadera repulsión. Yo
soñaba con amores tormentosos, exacerbados, capaces de resistir incluso hasta la
muerte, de manera que los romances breves de mi hermana me parecían una
trivialización abominable del amor.
Guillermo era alto, pálido y dueño de un tic nervioso que, cuando se sentaba,
le hacía mover la pierna incontrolablemante. Fumaba un Raleigh tras otro y estaba
convencido que el Valiant verde que su papá le prestaba sábados y domingos le
confería un atractivo irresistible. Y por si todo esto no bastara para desilusionar a
cualquiera, planeaba además estudiar administración de empresas, lo cual era
suficiente para producirme verdadera ictericia (palabra de la que no estoy muy
segura de su significado, pero que me parecía lo necesariamente rotunda como para
expresar mi más genuino horror). Sin embargo, la razón por la cual el novio de mi
hermana me parecía tan desconsolador se debía a su total predictibilidad: Guillermo
era pronosticable hasta en sus detalles más mínimos.
De lunes a viernes visitaba a mi hermana. Llegaba a casa siempre después de
las cuatro, conversaba momentáneamente con la abuela, saludaba de beso a mi
hermana y luego ambos se sentaban en la sala, tomados de la mano mientras
escuchaban el mismo disco de los Lettermen una y otra vez. Y nunca, al acabar la
grabación, Guillermo dejaba de comentar lo mal que se oían los discos en nuestro
destartalado aparato (un viejo Garrard que mi abuelo había desechado en una de sus
innumerables mudanzas, y que mi hermano rescató a pesar de las objeciones del
abuelo, que insistía en tirarlo a la basura y regalarnos uno nuevo. Pero
acostumbrados como estábamos a que las promesas que vinieran por el lado paterno
estaban hechas para seguir siendo promesas y nunca realidades, Pabló se empeñó
en quedarse con ese aparato, diciéndole al abuelo que ya lo tiraríamos cuando
llegara el nuevo...)
Además, entre las cuatro y las siete, hora en que mamá regresaba a casa,
Guillermo aventuraba uno que otro beso, aún a pesar de mi presencia. Esto sucedía
entre semana, porque los sábados y domingos se posesionaba de los mismos
atributos que el valiant verde que su papá le prestaba, y entonces llegaba a casa
presuroso, rugiente, ansioso de salir con mi hermana. Durante estas salidas sus
arranques amorosos no se conformaban con uno que otro beso repartido a lo largo
de la tarde. Esta era la causa principal que me hacía implorarle a mamá, con una
desesperación nada fingida, que no me obligara a acompañarlos; pero sus
resoluciones eran irrevocables y desde el momento que nací ella dispuso que yo sería
chaperón de mi hermana hasta el momento mismo de su boda...Así, pues, sábados y
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domingos, me veía forzada a subir en el valiant verde del papá de Guillermo, hecho
que me causaba un sentimiento de profunda derrota, porque no podía decirle a
mamá que mi presencia era, además de no grata, inútil, ya que tanto mi hermana
como Guillermo actuaban como si estuvieran solos; y yo pasaba las horas mirando
por la ventanilla del auto, maldiciendo mi suerte implorando a San Judas Tadeo, que
era el abogado de las causas perdidas según mi abuela, que me hiciera crecer aprisa
para poder librarme de semejantes imposiciones.

En medio de estos ruegos, entré finalmente a Secundaria. Estaba tan decepcionada


del fracaso de mi amistad con Natasha, que ni siquiera discutí cuando mamá me
inscribió en otra escuela de monjas, y no en el colegio laico donde quería estudiar.
Llegué el primer día llena de espanto y sintiéndome ridícula con el uniforme: había
pertenecido a una prima y me quedaba bastante grande y flojo por todos lados,
aunque mi mamá trataba de animarme diciendo que yo había empezado a crecer y
que pronto lo llenaría perfectamente. Esa mañana, mientras examinaba los rostros
de mis compañeras tratando de adivinar quienes serían mis amigas, la pasé
equivocandome, no podía recordar a tiempo que a estas monjas, que eran francesas
al igual que el colegio, no había que decirles sister, como en la otra escuela, sino
madame...
-Oye -me llamó entonces una de las alumnas; más tarde supe que se llamaba
Raquel- ¿tú entiendes por qué quieren que les digamos madame? Son monjas, ¿no?
entonces deberíamos decirles mademoiselle. Yo creo que les gusta hacerse las
ilusiones...
Las dos reímos al mismo tiempo, tratando siempre de ocultarnos de las
miradas de las monjas que, como en el otro colegio, no permitían un solo soplo de
vida entre sus pupilas. Cuando salimos a recreo, un enorme patio de cemento con
canchas de volley ball y basket ball trazadas en el piso, nos alcanzó otra de nuestras
compañeras, había pasado la mañana entera tratando de ajustarse la boina del
uniforme, una boina demasiado grande para su cabeza.
-¿Ustedes también son nuevas?
-Sí...¿Por qué lo preguntas? -quiso saber Raquel.
-Por nada...es que yo también soy nueva. Me llamo Carmen -dijo con una voz
ronca a la que pronto habríamos de acostumbrarnos-. ¿De qué escuela vienen?
-Yo del Margarita de Escocia -dijo Raquel.
-Yo del Helena Helihy Hall -contesté.
-¡Qué horror! - comentó Carmen con su voz grave y su acento catalán-.
Escuelas de mojas, como ésta. Yo estaba en el Madrid, ahí no había monjas,
madames o espantajos de ésos. Además, era mixto, no que aquí... Pero nos
mudamos a Polanco, y mi papá me inscribió en este colegio, que es el más cercano a
nuestra casa. Ni modo.
Y ese "ni modo" fue justamente lo que nos unió a las tres. Ese era el
sentimiento que compartíamos intensamente, el que oponíamos frente a las monjas,
frente a los maestros, frente a las tutoras de grupo, y frente a las demás alumnas,
que gozaban de la preferencia de las monjas por el hecho de haber sido educadas
por ellas desde la primaria. Y esto, en el absurdo sistema de valores de la escuela,
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equivalía a ocupar el puesto más alto en la jerarquía. Lugar que compartían aquellas
cuyas mamás y hermanas también habían estado en el colegio; seguían las que
destacaban debido al dinero de sus papás; y el lugar menos importante era
precisamente el que ocupabamos mis amigas y yo, el de las nuevas, las recién
llegadas sin antecedentes distintivos. Ni modo, decíamos y siempre estábamos
juntas, en el salón, en el patio, en el auditorio y en la iglesia, a la que había que
asistir obligatoriamente todos los primeros viernes de mes.

Un domingo, aburrido como todos los domingos, la mañana apenas entrando, mis
amigas del colegio en Cuernavaca, las tiendas cerradas, la gente durmiendo hasta
tarde en sus casas, los automóviles estacionados, una que otra señora caminando
rápido para llegar a misa y yo asomada a una de las ventanas del edificio Condesa,
vi llegar al novio de mi hermana. Inicié una de mis plegarias inútiles a San Judas
Tadeo y pedí que la aburrición del domingo contagiara a Guillermo y que él prefiriera
quedarse en casa a salir en uno de esos paseos que yo odiaba tanto y a los que
siempre era obligada a asistir. Naturalmente no se me concedió, así que mientras los
tres subíamos al valiant verde yo pensaba si debía encomendarme a otro santo más
milagroso y olvidarme de San Judas, ya que éste indudablemente debía su fama de
abogado de las causas perdidas al hecho de que jamás las cumplía. El plan de
Guillermo para sobrevivir el domingo consistía en ir al zoológico de Chapultepec y
presenciar un espectáculo muy emocionante según él: ver a los leones en el
momento justo en que les daban de comer. Mi hermana me tenía tan absolutamente
dominada, bajo amenazas tales como decirle a mi mamá que me sabía de memoria
partes enteras de "Cumbres Borrascosas" (libro que me habían prohibido leer hasta
que cumpliera quince años), que no me atreví a mostrar el menor menosprecio a las
disposiciones de Guillermo. Así pues, tomamos la avenida Reforma y pronto
estuvimos frente al bosque.
Llegamos a Chapultepec y todavía no abrían las puertas del zoológico.
Esperamos afuera mientras veíamos llegar más gente. Algunas jóvenes, muy
orgullosas de su pelo largo, rizado con permanente, y sus aretes enormes, soltaban
la risa al retratarse con sus novios y recibir una postal donde aparecían enmarcados
en un corazón con la virgen de Guadalupe atrás. Las fotos me parecían tan graciosas
que le sugerí a mi hermana que se tomara una con Guillermo. La mirada que me
dirigieron fue tan reprobatoria que decidí, ya que éramos tan diferentes, permanecer
muda ante ellos. Cuando al fin abrieron las puertas del zoológico, Guillermo nos hizo
correr entre las jaulas para llegar a tiempo de ver comer a los leones. Estos se
paseaban nerviosos de un lado a otro de su estrecho confinamiento: ellos, que
estaban echos para correr en espacios abiertos, infinitos...Un empleado del zoológico
entró a la jaula y dejó caer algunos trozos de carne. Apenas lo vieron los leones,
arrinconados en ese momento tras una fuerte malla de alambre, empezaron a rugir,
ansiosos, desesperados, tratándo inútilmente de desgarrar el acero que los separaba
de su alimento. Empecé a llorar, todo me parecía tan horrible, la estrechez de las
jaulas, el cautiverio de los animales, su hambre feroz, sus instintos mutilados... que
corrí, no quería presenciar nada de eso y corrí. Salí del zoológico y me senté en el
cofre del auto. A los pocos minutos vi que Guillermo y mi hermana también salían,
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era obvio que me buscaban. Me escondí, no quería verlos ni que me preguntaran


nada. se alejaron buscándome, gritando mi nombre cada vez más enojados. Caminé
tras ellos, siempre escondida. Detenían a la gente y le preguntaban por mí. Después
de un rato desistieron y subieron al coche. Claro, Guillermo era tan predecible que
esperaba que los demás actuaran con su misma lógica. Tarde o temprano yo debía
regresar al coche. Di media vuelta y decidí caminar hasta mi casa. No me
importaban los regaños seguros de mamá y la abuela, como tampoco caminar sola
por toda la avenida Reforma. Cuando llegué, la abuela estaba llorando, mi hermana
les había avisado por teléfono que no me encontraban. Mamá me miró y, a diferencia
de la abuela que no cesaba de recriminar "mi ingratitud", sólo me preguntó si estaba
bien. Dije que sí y me encerré en el cuarto que compartía con mi hermana. Temía su
llegada, su coraje, que seguramente desquitaría imponiendo la ley del hielo (no
hablandome durate dos o tres días) y sin embargo, a pesar de todo ello, me alegraba
pensar en el desconcierto total de Guillermo.

En el colegio, luego de infructuosos esfuerzos por pertenecer al coro y al grupo de


danza, Raquel, Carmen y yo ingresamos al taller de teatro. No debido a nuestras
dotes histriónicas, sino a que en el coro solo habían aceptado a Raquel (Carmen y yo
ni siquiera pudimos distinguir una nota re de un sol) y en danza no nos aceptaron a
ninguna de las tres (confundimos el zapateado del huapango con el del flamenco).
Entonces entramos a teatro, donde podíamos estar juntas ya que el grupo contaba
con pocas alumnas y por lo tanto no exigían ninguna prueba. La clase era divertida y
el profesor, que no disimulaba su odio por las monjas, dejaba fumar a las más
grandes mientras ensayábamos una pastorela que presentaríamos en el festival
navideño. Nosotras tres, que no estábamos muy interesadas en participar, fuimos
elegidas como los pastores que se postrarían frente al ángel que anunciaba el
nacimiento del niño dios. Durante los ensayos, Raquel, Carmen y yo, que éramos
simples comparsas, nos sentábamos en la última fila del auditorio y cuando las
demás empezaban su representación en el foro, nosotros sacábamos de entre la ropa
los libros que nos estaba prohibido leer. Así fuimos enterandonos de cosas tan
importantes como los siete minutos y otros datos que obtuvimos gracias a las
novelas que Raquel, principalmente, robaba a su mamá.

Despues del funesto domingo en Chapultepec, Guillermo y yo dificilmente nos


saludábamos, pero mamá, a pesar de lo sucedido, seguía empeñada en que los
acompañara cada vez que salían. Mi desesperación iba en aumento, ya que debido a
mi obligación de salir con ellos, no me estaba permitido pasar el fin de semana en
Cuernavaca, donde mis dos amigas tenían casa y donde siempre me invitaban. Claro
que mamá alegaba que no le gustaba dejarme salir a carretera por ser demasiado
peligroso. De manera que mientras Raquel y Carmen nadaban y tomaban el sol, yo
no tenía más remedio que subir en el valiant verde de papá de Guillermo e ir al
Bonanza de Insurgentes Sur, donde la actividad principal, además de comer papas a
la francesa remojadas en catsup, era presumir ante los demás el coche que cada
quién traía. Y mientras el novio de mi hermana hablaba con sus amigos de caballos
de fuerza y otros conceptos incomprensibles, y ella y sus amigas se revisaban
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disimulada pero concienzudamente la ropa, mi único interés consistía en tratar de


borrarme en el asiento trasero, escondiéndome detras de alguno de los libros que
Raquel me prestaba.

Por las noches, aprovechando que todos veíamos "Simplemente María" en el cuarto
de mamá (incluido Pablo, que frente a sus amigos negaba rotundamente ver
telenovelas), mi hermana y Guillermo sostenían interminables conversaciones
telefónicas. Cuando esa noche sonó el teléfono la única que se movió fue mi
hermana, sabíamos que en el momento justo en que aparecían en la pantalla los
nombres de Saby Kamalich y Ricardo Blume, Guillermo marcaba nuestro número. La
vi dirigirse a la sala y calculé que para cuando regresara ya habrían pasado por lo
menos cuatro tandas de anuncios, lo cual equivalía a casi media hora de
conversación. Sin embargo, para mi sorpresa regresó casi inmediatamente. La
miramos, se sentó como se sentaba siempre que estaba enojada, los brazos
cruzados y la mirada fija. El teléfono sonó de nuevo y ella se levantó para regresar
casi instantáneamente. Yo me moría de ganas de preguntar qué estaba pasando,
pero se veía tan furiosa que no me atreví.
-¿Está descompuesto el teléfono? -preguntó mi mamá cuando el timbre se
escuchó por tercera vez.
-No...Es Guillermo... -dijo mi hermana y salió rápidamente.
Esta vez se tardó un poco más hablando, pero ni remotamente tanto como
tardaba otras veces. Cuando entró de nuevo a la habitación, ya todos estábamos
más interesados en saber si el teléfono volvería a sonar que en ver la telnovela.
-Uno, dos, tres, cuatro... -empezó a contar Pablo-, Guillermo ya ha de haber
marcado el 25; cinco, seis, siete...ya ha de ir en el 89...
Mi mamá hizo ademán de callarlo cuando el teléfono sonó. Pablo se rió
divertido, mi hermana le dirigió miradas furiosas.
-¿Qué pasa? -preguntó mamá en un tono ya demasiado serio.
-No sé -contestó mi hermana fastidiada-, terminé con Guillermo y el no lo
quiere aceptar.
-¿Terminaste con Guillermo? -pregunté radiante, demasiado feliz como para
disimularlo.
Sí -dijo, mientras el teléfono sonaba una y otra vez.
-Yo contesto y le digo que no quieres hablar con él -se ofreció Pablo, dispuesto
a asumir su papel de hermano mayor.
-No, no vas a contestar tú -lo frenó mamá-. Este es un problema de Guillermo
y tu hermana, deja que lo resuelvan. Contesta tú -dijo dirigiéndose a ella-, y arregla
las cosas de una vez. No quiero que el teléfono vuelva a sonar.
Mi hermana salió y todos nos quedamos viendo. A nadie se le ocurría ya
pensar en la telenovela. La abuela empezó con uno de sus discursos.
-Pero terminar con Guillermo, tan buen muchacho...¿En qué estará pensando
esa niña? Tan educado que es, tan atento... Ni crea que se va a encontrar otro así,
de ésos hay pocos.
-Alabado sea Dios... -se me ocurrió decir, parodiando una de las frases
predilectas de la abuela. Ella estaba a punto de regañarme cuando entro mi hermana
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verdaderamente molesta.
-Mamá -dijo- la próxima vez que marque Guillermo, por favor habla tú con él.
No entiende que ya no quiero ser su novia. Dice que si lo corto, va a suicidarse...
Mamá salió de la habitación junto con mi hermana y la abuela. Yo quería
seguirlas, pero mamá pidió que me quedara donde estaba. Pablo no parecía
afectado, únicamente dijo que Guillermo era un payaso y siguió viendo la televisión.
Yo, en cambio, sentía una culpa enorme... Siempre había menospreciado a
Guillermo, lo había considerado demasiado formal y tieso, incapaz de un acto
espontáneo, predecible hasta la aburrición total y ahora él, por el amor de mi
hermana, iba a convertirme en una especie de Heathcliff... Y ella, nunca lo hubiera
sospehado en otra Catherine... Empecé a ver a Guillermo con otros ojos, ahora lo
admiraba por ser capaz de experimentar una pasión verdadera. Sentí remordimiento
por haberlo tratado tan mal. ¿Cómo hacerselo saber? Ya era demasiado tarde...
Tuvieron que calmarme, imaginaba a Guillermo tendido en su cama, muerto
junto al frasco de píldoras que había ingerido, en su mano una carta para mi
hermana... La abuela me preparó un té de tila, mientras Pablo, mamá y mi hermana
me aseguraban que él jamás haría una cosa así. Sin embargo, yo estaba convencida
de lo contrario, estaba segura que pronto el papá de Guillermo llamaría para darnos
la noticia de su muerte.

Cuando a la mañana siguiente al subir en el camión de la escuela, vi a Raquel, sentí


un alivio enorme. Ella comprendería, a diferencia de todos los miembros de mi
familia, que Guillermo si sería capaz de suicidarse por el amor de mi hermana. Trate
de contarle todo lo ocurrido la noche anterior, pero como el reglamento del colegio
también tambien prohibía que habláramos en el camion, Raquel no entendía muy
bien lo que tratabamos de decir mediante gestos y hablando casi inaudiblamente.
Desistí de la plática cuando me di cuenta que la cuidadora nos miraba
sospehosamente desde su espejo retrovisor. Pensé entonces en escribirle un recado,
pero como el asunto era demasiado largo, me resigné a esperar hasta que
llegáramos al colegio. Raquel, sin embargo, ya estaba demasiado interaesada con lo
poco que había captado y no estaba dispuesta a esperar. Empezó a hacerme señales
para que continuara, sin fijarse en que la cuidadora la miraba atentamente.
-Señorita Mendez Priego...
-Sí... -contestó Raquel nerviosa. La cuidadora nunca hablaba con nadie más
que para regañar.
-Por favor, empiece usted con las oraciones .
-¿Yo, madame?
-Sí, usted. Empiece.
Y Raquel, luego de hacer un gesto, se levantó e inició las oraciones.
Rezábamos tres padres nuestros y tres aves marías cuando la ultima alumna a la
que había que recoger subía al camión. Yo era casi la última del recorrido, de
manera que los rezos comenzaban casi cuando acababa de subir, momento que
Raquel y yo aprovechábamos para platicar. La cuidadora lo sabía, por eso
últimamente nos escogía para rezar. Habia que decir la primera mitad de sus
oraciones y luego las demás completaban el rezo. Raque y yo evitábamos mirarnos
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cuando alguna de nosotras era la encargada de rezar, ya que difícilmente podíamos


controlar la risa.
-Virgen santísima de Guadalupe... -decía Raquel sin verme.
-Libranos de todo accidente... -contestábamos las demás a coro.
Apenas nos bajamos del camión, que se estacionaba dentro de la escuela,
Raquel me pidió que le explicara todo otra vez. Faltaban menos de cinco minutos
para que sonara la campana, luego de lo cual tendríamos que esperar hasta el recreo
para poder hablar. Cuando apuradamene le conté de Guillermo y sus telefonemas
llegó Carmen. Ella vivía muy cerca de la escuela, de manera que casi siempre llegaba
pocos segundos antes de entrar a clases. La pusimos al tanto de lo que hablábamos
y cuando ya estaba a punto de decirles lo del suicidio, sonó la campana. Tuvimos que
formar filas, con los brazos cruzados atras, tal y como lo pedía el reglamento, y oír el
discurso que todas las mañanas nos lanzaba la directora.
-¿Qué paso luego? -insistia Raquel, formada detrás de mí.
-Entonces Guillermo le dijo que si lo cortaba, se suicidaría -contesté sin girar
la cabeza.
-¿Qué dijiste? No te oí.
-Luego te cuento -contesté, tratando de que la monja que nos cuidaba no se
diera cuenta de que hablábamos. Si lo notaba, acumularímos un reporte mas, y el
reglamento señalaba que las alumnas que acumularan tres reportes serían
castigadas con un día de expulsión. Raquel, Carmen y yo íbamos por ya en el
segundo reporte.
-No seas payasa...¿Qué pasó entonces?
-¿Otra vez platicando? -espetó junto a nosotras madame Bernardina.
-No, madame -contestó Raquel-, no estábamos platicando.
-¿No? Pues yo las oí...
-Sí, pero no estabamos platicando, madame. Sólo pregunté qué hora era,
nada más.
-Que casualidad...Tú siempre quieres saber la hora, ¿verdad?
-Es que no tengo reloj, madame...
-Será por eso... -contestó madame Bernardina antes de alejarse. era
imposible escapar a su vigilancia, lo sabíamos. Por eso, mediante un acuerdo tácito,
reprimimos nuestra conversación. La vida, dentro de la escuela, jamás fluía
libremente.

Durante el recreo, sentadas en la banca que siempre ocupábamos y provistas de


Patos Pascuales de limón y palomitas rociadas con chamoy, resumí lo sucedido entre
Guillermo y mi hermana. Ellas, al igual que mi familia, no creían que Guillermo
intentara de verdad suicidarse. No entendía su escepticismo, me parecía
perfectamente creíble que existiera alguien que prefiriera morir antes que renunciar
al amor.
-Eso sólo pasa en las películas -comentó Carmen.
-O en los libros- remató Raquel.
Parecian tan convencidas de sus argumentos, que fingí estar de acuerdo con
ellas. Sin embargo, me resistía a creer que Guillermo sólo estuviera presionando a
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mi hermana. No podía ser, el amor no podía recurrir a semejantes métodos.


Las horas transcurrierron demasiado lentas, y cuando al fin estuve sentada en
el camión de la escuela,de regreso a casa, el camino me pareció más largo que de
costumbre; como si la avenida Mariano Escobedo se hubiera alargado y alargado
mientras yo estaba en el colegio. Apenas llegué, le pregunté a mi hermana si habia
sabido algo de Guillermo.
-Sí -me dijo- acabo de hablar con él.
-¿Cómo está? -pregunte ansiosa.
-Muy bien... Me habló para decirme que hoy vendría por los discos que me
prestó y por su anillo. Pero ¿por que estás tan preocupada? Te dije que Guillermo no
haría nada malo. Ya no te preocupes... -dijo mi hermana, tratando de calmarme.
Pero yo no estaba preocupada por Guillermo, estaba preocupada porque de
pronto pensé que las personas que más me gustaban vivían sólo en los libros, tal y
como me había dicho de Raquel.

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