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Pablo Ángel Beltrán

Cortázar y el rompimiento de la “Gran Costumbre”

En 1967 se publicó La vuelta al día en ochenta mundos, escrito por Julio Cortázar. A lo largo
de 46 textos, el libro contiene una serie de reflexiones sobre diversos asuntos, algunas veces
de tipo filosóficas, otras cargadas de poesía y el resto sobre una que otra costumbre humana
de vivir y hacer las cosas en esa época. Es ahí, sobre las costumbres, que Julio pasa sus dedos
para transformarlas, de la misma manera que ocurre cuando se dejan líneas sobre el plano de
la arena. Desde el título del libro es evidente la propuesta transformativamente poética en el
pensamiento del autor (pensamiento cortazariano, dirían algunes) al jugar con las palabras
del título de la novela de Julio Verne -según nos dice Cortázar- después de escuchar jazz.

Entre los textos hay referencias a pensadores, escritores, pintores, músicos, películas, actrices
y hasta un tenista. Esa cantidad de personajes representan la cultura predominante de los
sesentas, y vienen siendo los principales en esa vuelta al día. Aquí y allá se les menciona
alrededor de sucesos noticiosos o cotidianos, manteniendo entre ellos una relación alquímica,
en donde las formas típicas adquiridas a partir de tradiciones conflictivas que le dan forma a
las tendencias humanas se encuentran afectadas por una visión quebrantadora de lo
establecido; el resultado es una enorme nube que, al ser alcanzada por una flecha que acaba
de lanzar un hombre tendido en el césped, se vuelve de piedra y cae sobre la ciudad,
obviamente destruyéndola.

Los relatos del libro parecen mantener una tensión en las tres dimensiones del tiempo. Son
tensos hacia el pasado por volver sobre el pensamiento de filósofos y escritores del siglo XIX
y más atrás. También son tensos con el presente, ya que se escriben inmersos en los
movimientos del mundo de aquella época, movimientos que provienen de otros movimientos,
tradiciones, maneras en que las personas son envueltas –en lugar de desenvolverse- por
dinámicas impuestas socialmente; aquello que Cortázar llama “la Gran Costumbre”. Y son
tensos hacia el futuro, bajo un sentido dialéctico, porque exponen constantemente dichas
flechas petrificadoras, o la vuelta de la vuelta, o sea las maneras en que la realidad misma es
la inspiración creadora de ochenta o más mundos por los cuales nos sea posible transitar a
nuestras maneras. Siguiendo esa idea, inspirada por la puerta que me encierra en la
habitación, y a la cual le corresponde la culpa de este ensayo, la capacidad creadora de la que
nos habla Cortázar se propone romper con la uniformidad actual y perpetuada para ubicarnos
más allá de las condiciones materiales a las que supuestamente estamos dados a responder.
Así se lee en un pedazo del libro cuando habla sobre el aumento de la criminalidad infantil
en Estados Unidos:

Mientras se viva así, en la Gran Costumbre,


mientras la historia siga su cópula con la Historia,
mientras el tiempo sea hijo del Tiempo
y preservemos las podridas efemérides
y los podridos héroes de desfile,
las caras serán sombra,
las cruces serán Cristo,
y la luz el amorgo kilowatio, y el amor
revancha y no leopardo.

Ese llamado a la reconfiguración de la mente hacia la creación de nuevas formas sobre todo
aquello que constituye el universo y desde lo cual se media el comportamiento humano, se
hace desde una perspectiva absurdista de la realidad en la que se hallan suficientes motivos
para despertar, si se quiere, un sentido de la existencia que rompa con las exigencias de la
civilización impuesta. Su invitación es a la búsqueda del intersticio interno para mirar por él
“el jardín donde los árboles tienen frutos que son, por supuesto, piedras preciosas”.

Al leer este libro, el sentimiento de lo absurdo se extiende desde 1967 hasta ahora, incluso
desde antes de 1967. Y es que de qué manera se consigue terminar un ensayo sobre un
libro que malabarea con ochenta mundos, sin mirar por los propios bordes en donde se
aprecia la plenitud de ser nada en medio de todo. Yo también hago antropologías de
bolsillo, por instantes me siento atropellado por las imágenes del mundo. A dónde sea que
mire, desde cualquier ángulo, sus figuras me evocan un pésimo sentido del humor e ironía
sobre el comportamiento risible de mis coetáneos. Me atropella una forma horrible de
percibir cierto entumecimiento moral. Veo de frente la ridícula y absurda vida cotidiana y
me enfrento ante la abundante pretensión de la vida actual. La banalidad, el aburrimiento
y la falta de serenidad de este tiempo al que me hallo atado, me son retratados ante los ojos.
Simplemente perseguir con la mirada lo colorido y extravagante logra hacerme sentir
inquieto por no encontrar en sus retratos más que pena sobre el producto de la felicidad;
qué aburrido. La globalización, el confort, la celebración, la tradición o el patriotismo
tienen apariencia de sana cotidianidad colectiva, pero, no cercano a eso, su contenido es
tóxico y nocivo colectivamente. La lectura de las formas del mundo es relativamente
rápida, incluso antes de conocer sus justificaciones, y eso es por la simpleza y la
familiaridad de tales formas, para nada desconocidas debido a la sobreexplotación que las
masas han hecho con ellas. Me angustia que el mundo me sea familiar: la familiaridad es
frágil y de poco fiar; los lazos más fuertes entre los humanos superan toda imposición
familiar.

El absurdo ritmo del mundo expresa una desarmonía fundamental, una incompatibilidad.
En efecto, confunde por su carácter paradójico e incongruente, tal como varias veces se
consigue observar en cualquier grupo de punkeros, solo por dar un ejemplo e intentar
fastidiarlos: el contraste entre una serie de tradiciones y símbolos uniformados, y la
presencia inevitable de estampas ideológicas aparentemente libertarias, raya con lo irónico
y casi hasta la decepción. O también al merodear en el mestizaje de estos pueblos vacíos:
lo que se supone han de ser imágenes que evoquen identidad folclórica, en últimas,
latinoamericana, termina siendo una triste lección de desapego por esas tradiciones y, en
últimas, por el latinoamericanismo, o sea, la urgencia del orgullo regionalista justificado
en historias seleccionadas. Cuando para Cortázar Argentina estaba poblada de queridos y
estimados, para nosotros Colombia está poblada de mamertos, tibios y gente de bien. Ese
tridente nos pincha.
No nos hemos desacostumbrado a la “Gran Costumbre”. La conservación de la cultura de
la copialina archi-arrivística es la lucha necia contra el inevitable fin de todas las cosas; es
la crema antiarrugas sobre el devenir de la historia. Antropólogos, sociólogos y humanistas
intelectuales en general: si creen en la conservación cultural, aprendan de los gobernantes,
que ellos han sabido conservar la autoridad y el poder a lo largo de toda la historia.

El deseo del orden se ve quebrantado e inalcanzable por la colisión con el silencio


indiferente del mundo. Es difícilmente inevitable no mantener el vínculo entre nosotros,
ese silencio y el orden. De pronto de esa estúpida manera surge el comportamiento humano
de lo normativo y lo satisfactorio, pero cae en ridículos clichés sistemáticos, repitiendo la
satisfacción y el placer como principales objetivos de su existencia. Así percibo que lo veía
Cortázar en los escritores que se vestían de azul y asistían a conversatorios sobre los juegos
florales en Curuzú Cuaitiá. Yo lo percibo en la farra, que retrata a personas bailando y
celebrando el impulso irresistible de hacerlo bajo los efectos de cualquier droga, rodeados
de bebidas alcohólicas y la típica atmósfera de discoteca fluorescentemente luminosa: todo
lo necesario para una noche inolvidable con amigos famas. Apenas entro a ver qué sucede
en aquella casa repleta de gente, y de la cual sale mucho ruido, se palidece el baile, o se
oscurece, por más que los colores sobresalten. Estando allí se materializan los visajes de la
vida en las contorsiones que hacen las caras de los festivos. Una mujer lucha contra un
abusador, antes de luchar contra la náusea. Un tipo tiene la ilusión de encontrar y hacer
contacto con lo más oscuro de sí al beber una botella en solitario, mientras otros ostentan sus
pintas y sus ojos de porcelana.

Para algunes todo esto es muy chistoso. El cómo nos vemos envueltos en comportamientos
banales y mentirosos, presentados por nosotros mismos como dadores de vida. La forma en
que se ve el mundo puede en efecto producir una que otra risilla, pero al final el chiste se
vuelve aburrido por las mismas razones que lo produjeron. De las imágenes del mundo se
produce la gracia de la humanidad, presentada casi de manera homogénea y hegemónica.
Y mirándolas con esa intención es posible percibirnos con pena, con rubor, con
misericordia, pero siempre tendremos la oportunidad de quitarnos los ojos, por hojas
cambiarlos, y ser la rama un instante de un ave cantando; romper con las viejas costumbres
para mirarnos a los ojos sin salir espantados y hacerlo la última vez sin miedo a ser
olvidados.

¡Salud!

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