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LOUIS BLANC

NO MÁS GIRONDINOS*

¡Que otros hoy fumen el incienso delante del pueblo que antes se fumaba ante los
reyes; que a este pueblo infeliz, cuyos prejuicios e ignorancia son el mayor crimen de sus
opresores, le digan que es infalible, que es impecable, que no puede dejar de hacer bien todo
lo que hará! Nosotros, tendríamos miedo de ultrajarlo, inclinándolo, con tal adulación, al
nivel de los monarcas para quienes los cortesanos son necesarios. Además, no se trata de
complacerlo; se trata de servirle.
Cuando, para proteger a Luis XVI de las posibilidades de un juicio solemne y serio,
los girondinos propusieron convocar al pueblo y sustituir la Convención por su decisión
directa, lo que respondió Robespierre es esto:
“Por tanto, vas a convertir todas las asambleas cantonales, todas las secciones de las ciudades
en tantas listas tormentosas, donde lucharemos a favor o en contra de la persona de Luis XVI,
a favor o en contra de la realeza; ¡porque hay mucha gente para la que hay poca distancia
entre el déspota y el despotismo! Usted me garantiza que estas discusiones serán
perfectamente pacíficas y libres de cualquier influencia peligrosa; pero aseguradme de
antemano que los malos ciudadanos, que los moderados, que los Feuillant, que los
aristócratas no encontrarán acceso allí; que ningún abogado persuasivo y astuto vendrá a
sorprender a la gente de buena fe y a compadecerse de la suerte del tirano ante los hombres
simples que no podrán prever las consecuencias políticas de una indulgencia fatal o de una
deliberación irreflexiva. Pero, ¿qué estoy diciendo? Esta misma debilidad de la Asamblea,
para no usar una expresión más fuerte, ¿no será el medio más seguro de reunir a todos los
realistas, a todos los enemigos de la libertad, sean los que sean, a recordar en las asambleas
del pueblo que habían huido en el momento en que él lo nombró, en aquellos tiempos felices
de la crisis revolucionaria que devolvió algún vigor a la libertad que expiraba?”
Luego, previendo el caso de una guerra general de lucha a muerte contra una Europa
coaligada, Robespierre agregó:
“Se acerca el tiempo en que todos los déspotas aliados o cómplices de Luis XVI deben
desplegar todas sus fuerzas contra la naciente República, y encontrarán la nación ocupada ...

*
Plus de Girondins, par Louis Blanc. Paris, Charles Joubert Éditeur, 1851.
cuestionando el Código Penal; la sorprenderán agotada, cansada de escandalosas disensiones.
Entonces, si los intrépidos amigos de la libertad, hoy perseguidos con tanta furia, aún no
están inmolados, tendrán algo mejor que hacer que discutir sobre un punto de procedimiento;
tendrán que volar a la defensa de la patria, tendrán que dejar la tribuna y el teatro de las
asambleas, convertidos en arenas de quisquillosos, a los amigos naturales de la realeza, a los
egoístas, a los cobardes y débiles, a todos los campeones del feuillantismo y la aristocracia
... Así, mientras todos los ciudadanos más valientes derramarían el resto de su sangre por la
patria, la escoria de la nación, los hombres más cobardes y más corruptos, todos los hombres
nacidos para arrastrarse y oprimir bajo un rey, todos los reptiles de la sutileza, todos los
privilegiados de antes, escondidos bajo la máscara del civismo, dueños de las asambleas
abandonadas por la virtud simple e indigente, destruirían impunemente la obra de los héroes
de la libertad, entregarían a sus mujeres e hijos a la servidumbre y solo decidiría
insolentemente los destinos del Estado!”
Adelantándose a este dilema: - o el pueblo quiere lo que es bueno, o no lo quiere;
si lo quiere, ¿cuál es el inconveniente de recurrir a él?; si no lo quiere, ¿con qué derecho
obligarlo?, seguía diciendo Robespierre:
“Para mí, no tengo ninguna duda de que el pueblo no la quiere (la condena de Luis XVI), si
con esta palabra pueblo te refieres a la mayoría de la nación, sin excluir a la porción más
numerosa, los más desafortunados y la más pura de la sociedad, aquella sobre la que pesan
todos los crímenes del egoísmo y de la tiranía; esta mayoría expresó su deseo en el momento
en que se sacudió el yugo de su antiguo rey; ella comenzó, apoyó la revolución. Esta mayoría
tiene costumbres, tiene coraje, pero no tiene delicadeza ni elocuencia. Ella derriba a los
tiranos, ¡pero a menudo los sinvergüenzas la engañan! Esta mayoría no debe fatigarse con
las asambleas continuas, en las que con demasiada frecuencia domina una intrigante minoría;
no puede estar en sus asambleas políticas, cuando está en sus talleres; no puede juzgar a Luis
XVI cuando nutre, con el sudor de su frente, a los robustos ciudadanos que da a la patria
(Aplausos desde la tribuna)”.
Y no vayamos a pretender que Robespierre sólo se opuso a la tesis de los girondinos
desde el punto de vista particular del juicio de Luis XVI; lo que le hizo, por el contrario,
considerar esta tesis como extremadamente peligrosa es que una vez aceptada, en el hecho
particular del juicio de Luis XVI, no había razón para que no se extendiera a la decisión de
todos los asuntos.
“¿No se ve, gritó, que este proyecto sólo tiende a destruir la Convención misma; que las
asambleas primarias una vez convocadas, la intriga y el feuillantismo las determinarán a
deliberar sobre TODAS LAS PROPUESTAS que puedan servir a sus pérfidos puntos de
vista; que cuestionarán hasta la proclamación de la República?” Y prosiguió en estos
términos: “Pues yo no veo en vuestro sistema sólo el proyecto de destruir la obra del pueblo
y de reunir a los enemigos que ha vencido. Si tienes un respeto tan escrupuloso por su
voluntad soberana, debes saber respetarla; cumplid la misión que os ha confiado: es burlarse
de la majestad del soberano devolverle un asunto que os ha encargado resolver prontamente.
SI EL PUEBLO TENÍA TIEMPO PARA REUNIRSE EN ASAMBLEAS PARA JUZGAR
LOS PROCESOS O PARA DECIDIR SOBRE LAS CUESTIONES DE ESTADO, no le
habrían confiado el cuidado de sus intereses. La única manera de testimoniar vuestra
fidelidad es hacer leyes justas y no darle una guerra civil”.1
Respecto a este PRETENDIDO gobierno directo del pueblo por sí mismo, es que
nos gustaría hacer la gran pregunta del momento, y detenernos allí. ¿Qué se puede decir de
más fuerte, más sensible, más llamativo e, incluso, más actual, contra el sistema que consiste
en sustituir una asamblea única de los mandatarios del pueblo por TREINTA Y SIETE MIL
pequeñas asambleas comunales, donde dominarían las influencias tan bien denunciadas por
Robespierre; donde el pueblo trabajador no tendría ni el tiempo ni los medios para ir, retenido
como está en el campo o en el taller, por la necesidad de ganarse la vida, y, sin embargo, cada
decisión tomada se presentaría engañosamente como la voluntad del pueblo? ¿Qué se puede
decir de más fuerte, más sentido, más llamativo, más actual, contra este nuevo medio de
destruir la soberanía del pueblo, localizándola, esparciéndola, destrozándola, poniéndola por
todas partes en desacuerdo con ella misma?
¡Algo extraño y doloroso en lo que pensar! Mientras los pobres, los desheredados,
los esclavos modernos, los condenados de este mundo, no fueran aceptados para elegir a sus
mandatarios, se encontraría más fácil que hubiera en la cúspide de la sociedad una fuerza
organizada en beneficio del privilegio, y ahora que se acerca la hora en que esta fuerza se
organizará para su beneficio, ¡estamos hablando de hacerla desaparecer! Y ¡aún más extraño!

1
Véase este discurso en la Histoire parlamentaire de Buchez et Roux, t. 22, p. 109, 110 y siguientes.
es en nombre de la soberanía del pueblo que venimos a proponer ... ¿qué? ¡lo que la privaría
de toda primavera, de todo vigor, de toda existencia! ¡Es bajo la invocación del sufragio
universal que nos colocamos, para pedirle que se extravíe, se condene y perezca en medio de
una confusión inconcebible!
¡Dios no quiera que ataque aquí las intenciones y los puntos de vista de los hombres
que han prestado servicios útiles a la causa de la democracia! Mi único propósito es señalar
un error; y es un deber, porque el error en esta cuestión está lleno de peligros, escondidos
bajo un exterior seductor, bajo fórmulas que tienden a engañar más que una corte consagrada
al pueblo y que comenzó por engañar a aquellos mismos que los usaron.
Además, sólo después de un examen sincero, concienzudo y profundo, decidí tomar
la pluma.
Porque, cuando surge una idea, ¿qué se debe hacer?
¿Aceptarla con prisa? es el error de los espíritus ligeros.
¿Rechazarla a priori? es el error de las inteligencias espesas.
Debe ser EXAMINADA.
Ahora, sobre lo que se ha llamado muy indebidamente - lo probaré - el gobierno
directo del pueblo por sí mismo, se han propuesto tres sistemas.2
El primero, el de M. Víctor Considerant, quiere que no haya más delegación y que
cualquier ley esté sometida a la aceptación de las 37.000 comunas de Francia.
El segundo, el de M. Rittinghausen, exige una legislación directa para el pueblo
dividido en secciones de mil ciudadanos cada una.
El tercero, el que M. Ledru-Rollin expuso en un artículo titulado: no más
presidente, no más representantes, propone, en lugar de una asamblea de representantes, una
asamblea de comisionados [commissaires] nombrados sólo para preparar la ley y dejando al
pueblo el cuidado de votarla. En este último caso, el pueblo aceptaría las leyes y la asamblea
de mandatarios emitiría los decretos.
Ante todo, veamos: de estos tres sistemas, los dos primeros, que, en el fondo,
encajan entre sí, son los únicos que derivan del principio adoptado, no - como lo mostraremos

2
Hay emitido un cuarto por M. Emile de Girardin, pero se refiere a un orden de ideas particular del autor y
convoca a una examen aparte.
- todas sus consecuencias lógicas, pero al menos una parte notable de sus consecuencias. Su
audacia es evidente. Feliz o funesto, su significado es indiscutible.
El tercero, el de M. Ledru-Rollin, carece, al contrario, de alcance, a no ser como
arma contra el socialismo; carece de lógica, y se reduciría casi a una cuestión de palabras si
no fuera por el capítulo de las peligrosas interpretaciones a las que aporta material. En efecto,
es de una importancia muy mediocre, desde que se admite una asamblea de elegidos del
pueblo, ya sea que lleven el nombre de secretarios [commis] o de representantes: pura
cuestión de gramática. En cuanto a la distinción entre leyes y decretos, además de que
siempre será muy arbitraria y puede dar lugar a interminables disputas, ¿por qué, dado el
gobierno directo del pueblo por sí mismo, el pueblo no haría decretos? ¿Y por qué su
soberanía debería limitarse a aceptar las leyes que habrían elaborado los simples
particulares? En tal pendiente, uno no puede detenerse: uno debe, o no pararse en ella, o ir
hasta el final.
Sea como fuere, vamos a discutir sucesivamente las tres tesis ofrecidas al juicio del
público, y, como nos imponemos el deber de citar de manera textual, integral, los tres
artículos de MM. Considerant, Rittinghausen y Ledru-Rollin, a nuestra vez, les pedimos a
ellos, o que no nos respondan, o que nos citen también de forma textual y en su totalidad.
Dejamos en primer lugar hablar a M. Víctor Considerant.

La Solución, o el Gobierno directo del Pueblo.


[… (el texto de Considerant aparace aquí citado in extenso)]

En primer lugar - porque lo esencial, en una discusión seria, es no utilizar más que
palabras definidas - ¿en qué sentido M. Víctor Considerant toma la palabra PUEBLO, cuando
escribe el gobierno directo del PUEBLO? ¿Se toma aquí al PUEBLO frente a la nobleza o a
la burguesía? ¿Quiere decir M. Víctor Considerant por PUEBLO el conjunto de los
ciudadanos que, no poseyendo hoy ningún capital, dependen de otros para las primeras
necesidades de la vida, y son, en consecuencia, más o menos esclavos? No, es obvio que M.
Víctor Considerant con la palabra PUEBLO significa la universalidad de los ciudadanos. De
lo contrario, ¿qué significaría su fórmula?
Ahora bien, si la sociedad es hoy lo que debía ser, lo que sin duda será algún día; si
no estuviera compuesta por una multitud de intereses contrapuestos, de voluntades
enfrentadas, de creencias que se niegan y calumnian mutuamente, de pasiones que libran una
guerra constante, furiosa, implacable; si no se dividiera en ricos y pobres; si, para decirlo
todo, formara una sola familia numerosa viviendo bajo la ley de la igualdad fraternal,
concebiría la realidad de esta fórmula de gobierno directo del pueblo por sí mismo, no solo
desde el punto de vista de los mandatarios a elegir, sino también desde el punto de vista de
las cosas por decidir. ¿Y por qué? Porque entonces el pueblo sería UNO, porque entonces su
voluntad sería UNA; porque entonces las decisiones se podrían tomar UNÁNIMAMENTE,
condición que es lógica y estrictamente necesaria para que uno pueda estar autorizado a decir:
Es el PUEBLO el que ha hablado.
¿Estamos ahí? ¿Hay una pregunta, una sola pregunta que, planteada hoy frente a
todos, tiene la más mínima posibilidad de ser resuelta UNÁNIMAMENTE por votación?
Una mayoría, por un lado, una minoría, por otro, esto es lo que implica el estado de
insolidaridad en el que vivimos; sin embargo, esto solo es cierto en preguntas no complejas,
donde todo se reduce a un sí y un no. ¡Y esto es lo que usted llamaría generosamente el
gobierno directo del pueblo por sí mismo! Yo mismo afirmo, en nombre de las pruebas y sin
temor a ser desmentido, que este es, sencillamente, el gobierno de los menos por el mayor
número.
¿Será que a sus ojos sólo la mayoría merece el nombre de PUEBLO? Pero, aun así,
su fórmula no tiene sentido, y tendría que decir: gobierno de algo que no es el pueblo, y que
es la minoría, por el pueblo, que es la mayoría.
Entonces, desde las primeras palabras, ¡toda su tesis se derriba!
Si el llamado gobierno directo del pueblo por sí mismo es solo el gobierno directo
del menor número por el mayor, queda por ver en qué título se funda el derecho del mayor
número a gobernar al menor.
¿Responderá que es sobre esta idea que el mayor número probablemente tenga
razón y vea mejor lo que conviene a todos, incluso al número más pequeño?
Pero esto es solo una SUPOSICIÓN, y la cuestión se reduce a saber en qué casos
es admisible tal SUPOSICIÓN. Entonces, en este punto, el debate abandona el campo de la
teoría para entrar en el de la práctica, y el estudio de un principio para entrar en el examen
de un hecho.
¡Bien! Abro a Montesquieu, en el capítulo que trata sobre el GOBIERNO
REPUBLICANO Y LAS LEYES RELATIVAS A LA DEMOCRACIA, y leo en él: “El
pueblo es admirable para elegir a quienes debe confiar alguna parte de su autoridad. Todo lo
que tiene que hacer es determinarse a sí mismo por cosas que no puede ignorar y por hechos
que son obvios. Sabe muy bien que un hombre ha estado a menudo en guerra, que ha habido
tal o cual éxito; por tanto, es muy capaz de elegir un general. Sabe que un juez es diligente,
que mucha gente se retira de su tribunal satisfecha con él, que no está involucrado en la
corrupción, eso le basta para elegir un magistrado. Le llamó la atención la magnificencia o
la riqueza de un ciudadano, eso le basta para elegir un alcalde. Todas estas cosas son hechos
sobre los que aprende mejor en la plaza pública que un monarca en su palacio. Pero, ¿podrá
dirigir un asunto, conocer los lugares, las ocasiones, los momentos y aprovecharlos? No, no
lo sabrá”.3
En el mismo capítulo, y para que no quede ninguna nube sobre su pensamiento,
Montesquieu vuelve a decir:
“El pueblo que tiene el poder soberano, debe hacer por sí mismo todo lo que puede
hacer bien y lo que él no puede hacer bien debe hacerlo a través de sus ministros. Sus
ministros no son suyos si no los nombra: es por tanto una máxima fundamental de este
gobierno que el pueblo nombra a sus ministros, es decir, a sus magistrados. Como los
monarcas, e incluso más que ellos, [el pueblo] necesita ser dirigido por un consejo o un
senado. Pero, para que haya confianza, debe elegir a sus miembros”.
Así, Montesquieu admite la decisión del mayor número, en un régimen
democrático, como regla suprema, pero sólo en lo que respecta a la elección de mandatarios.
Preguntemos ahora a Jean-Jacques Rousseau, el ilustre y desgraciado Jean-Jacques, cuyo
corazón ardía con un amor tan constante por el pueblo. Aquí está su respuesta:
“Las leyes son estrictamente hablando solo las condiciones de la asociación civil.
El pueblo sometido a las leyes debe ser su autor; dependen de quienes se asocian para reglar
las condiciones de la sociedad: pero ¿cómo las regularán? ¿Será de mutuo acuerdo, por una
repentina inspiración? ¿Tiene el cuerpo político un órgano para expresar sus voluntades?

3
Espíritu de las leyes, lib. II, cap. 2.
¿Quién le dará la previsión necesaria para formar los actos y publicarlos con anticipación, o
cómo se pronunciará cuando surja la necesidad? ¿Cómo podría una multitud ciega, que
muchas veces no sabe lo que quiere, porque ella quiere, porque rara vez hace lo que es bueno,
realizar por sí misma una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de legislación? El
pueblo siempre quiere el bien de sí mismo, pero no siempre lo ve por sí mismo. La voluntad
general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es iluminado. Es necesario
hacerle ver los objetos tales como son, a veces tales como deberían aparecerle, mostrarle el
buen camino que busca, garantizarle la seducción de las voluntades particulares, acercar sus
ojos a los lugares y los tiempos, para equilibrar la atracción de las ventajas presentes y
sensibles con el peligro de los males lejanos y ocultos. Los individuos ven el bien que
rechazan: el público quiere el bien que no ve. Todos tenemos igualmente necesidad de guías:
debemos obligar a algunos a conformar su voluntad a su razón, debemos enseñar a otros a
saber lo que quiere. Entonces la ilustración pública resulta de la unión del entendimiento y
de la voluntad en el cuerpo social, de ahí el concurso exacto de las partes, y finalmente la
mayor fuerza del todo. Aquí es donde surge la necesidad de un legislador”.4
¿Desafiaremos la autoridad de Montesquieu? ¿Desafiaremos la autoridad de
Rousseau? ¿Se desafiará la autoridad de Robespierre? Sea. Razonemos según la naturaleza
de las cosas.
Es verdadera, sí o no, la tesis en general:
¿Que los hombres ilustrados son menos en número que los ignorantes?
¿Las almas devotas superan en número a los corazones egoístas?
¿Los amigos del progreso son más pequeños en número que los esclavos del hábito?
¿Hay menos propagadores de ideas correctas que aquellos que difunden, admiten o
están dispuestos a admitir las ideas erróneas?
Entonces, en tesis general, demandar que el mayor número gobierne al menor, es
demandar contrariamente al interés de todos, de todos sin excepción, contrariamente al
interés del pueblo:
¡Que la ignorancia gobierne la ilustración;
Que el egoísmo gobierne la devoción;
Que la rutina gobierne el progreso;

4
Contrato social, li. II, cap. 6, De la ley.
Que el error gobierne sobre la verdad!
De ahí estas notables palabras de Jean-Jacques:
“ES CONTRA EL ORDEN NATURAL QUE LOS GRANDES NÚMEROS GOBIERNEN
Y LOS PEQUEÑOS SEAN GOBERNADOS”.5
Se objetará, quizás, que, sin embargo, es así en toda asamblea de mandatarios del
pueblo, ya que allí la mayoría hace la ley. La objeción es completamente falsa.
En una asamblea compuesta por ciudadanos que han sido elegidos como los más
ilustrados de todos, no existe, no puede existir, entre la mayoría y la minoría, esta enorme
desproporción de ciencia, inteligencia, educación, estudios, experiencia, habilidad, que
necesariamente existe dentro de una civilización imperfecta o corrupta, entre el menor y el
mayor número, tomados en masa. En toda asamblea de ciudadanos electos, y por el solo
hecho de ser elegidos, la mayoría y la minoría, en materia de competencia, son iguales, o se
supone que son válidas, y esto es lo que hace razonable, allí, esta ley de un número mayor
que, en otros lugares, ya no presenta el mismo carácter.
Pero, seguiremos objetando esta norma convencional del mayor número, ¿no
proclama usted que es muy bueno seguirla, al menos para el caso de los mandatarios a elegir?
Sí, sin duda, y Montesquieu explica muy bien por qué. Sin admitir que el mayor número es
capaz de gobernar directamente al menor, reconoce que el mayor número sobresale en la
elección de aquellos a quienes debe encomendar alguna parte de la autoridad. Si bien afirma
que el pueblo “necesita, como los monarcas, y más que ellos, ser dirigido por un consejo”6,
escribe: “Si se pudiera dudar de la capacidad natural que tiene el pueblo para discernir el
mérito, basta con echar la mirada a esta serie continua de asombrosas elecciones de los
atenienses y los romanos, que sin duda no atribuiremos al azar”.7
Iremos más lejos y reconoceremos fácilmente que hay preguntas simples,
apreciables por el corazón, cuya solución depende menos del estudio que de la inspiración,
y respecto de las cuales el sentimiento popular es a veces más seguro que la razón de los
publicistas. Reconoceremos fácilmente que una constitución, por ejemplo, debe ser sólo una
exposición de principios claros, de principios primordiales, ya profundamente arraigados en

5
Contrato social, lib. III, cap. 3, división de los Gobiernos.
6
Espíritu de la leyes, lib. II, cap. 2.
7
la conciencia pública, y cuando llegue el día en que se proclamen, se debe presentar una
constitución previa aceptación por parte de todos los ciudadanos.
Pero de lo que, en una democracia, el mayor número, como dice Montesquieu,
“debe hacer por sí mismo todo lo que pueda hacer bien”, ¿se deduce que lo que no haría bien,
él también debería hacerlo? Del hecho de que usted es perfectamente capaz de elegir al
abogado que mejor defenderá su caso, ¿se deduce que puede defenderlo mejor que nadie? Y
de su capacidad para discernir los méritos de quien puede serle útil, ¿sacará la conclusión de
que debe prescindir de sus servicios?
Así que no nos engañemos con nuestras palabras. Queremos el sufragio universal;
lo queremos más que nunca, a pesar de sus recientes errores, y con el mismo ardor de
convicción que nos animó, cuando, hace quince años, comenzamos a unir nuestra voz a
quienes proclamaban su excelencia; sólo queremos que se ejerza de forma veraz y no
irrisoria; queremos que se aplique a la solución de las cuestiones que son competencia de
todos; queremos que se aplique a la elección de los mandatarios del pueblo, es decir, a la
elección voluntaria y libre del menor número por el mayor, es decir, a la designación
solemne.
El más dedicado, para hacer lo que requiere más dedicación;
El más digno, para hacer lo que requiere la mayor virtud;
El más capaz, para hacer lo que requiere más habilidad.
Pero llevemos el sufragio universal hasta lo imposible, hasta el absurdo, con el
pretexto de hacerlo fecundo; y que, con el pretexto de abolir la autoridad, se consagre la
autoridad de la ignorancia sobre la educación, los prejuicios sobre las nuevas verdades, el
espíritu de rutina sobre el espíritu de progreso, la oscuridad sobre la luz; pero que se llegue a
llamar gobierno directo del pueblo por sí mismo a lo que es solo el gobierno directo de una
parte del pueblo por otra parte, y lo que podría ser, en tal circunstancia dada, solo el gobierno
directo de la mayoría menos uno por la minoría más uno ..., esto es lo que repugna nuestra
razón, esto es lo que rechazamos con toda la fuerza de nuestra conciencia!
Ciertamente no es que no podamos concebir el ideal de una sociedad, como una
imagen perfeccionada de esta inmensa colonia de los hermanos moravos tan famosa en la
Edad Media, una sociedad cuyos miembros se considerarían como un solo cuerpo, donde no
habría más que una voluntad relativa a la felicidad común y estaría asociada según principios
suficientemente simples, suficientemente luminosos, para hacer superfluo el mecanismo
político que hace necesario, en nuestra civilización actual, la complicación y el antagonismo
de los intereses. En una sociedad similar, que es precisamente a la que conduce el socialismo,
¿de qué sirven los criminalistas, los acusadores públicos, los jueces con túnicas color sangre,
los carceleros y los gendarmes? No habría más crímenes. ¿De qué sirven los tribunales? No
habría más juicios. ¿De qué sirve una fuerza policial siempre en movimiento y feroz? Nadie
estaría más interesado en atacar a la comunidad. Asimismo, ¿de qué sirven los publicistas
para meditar sobre ellas, las asambleas para debatirlas? ¡El principio de fraternidad humana,
entendido con el corazón y aplicado con sentido común, bastaría para todo!
Pero, ¿hemos calculado correctamente la distancia que nos separa de la realización
de este ideal glorioso y envidiable, el único en el que el gobierno directo del pueblo por sí
mismo, puede emerger naturalmente de la identidad de los puntos de vista, de la cooperación
íntima de voluntades, de la unidad absoluta de intereses? ¡Error fatal! ¡Ilusión inconcebible!
¡Lo que hoy se nos presenta tan engañosamente como el reinado del pueblo es una forma
demasiado segura de posponerlo indefinidamente!
Porque, finalmente, dejando ahí las fórmulas sonoras y vacías, dejando ahí todo
llamado a este sentimiento de orgullo colectivo, siempre fácil de perder, cuestionemos la
realidad de las cosas. ¿Es el gran día ahora en los espíritus? ¿Se han vuelto inútiles las
antorchas en el camino de la humanidad en marcha? Aparte del pueblo de las principales
ciudades, ¿el grueso de la población de Francia no está sumida en la ignorancia? ¿No viven
los habitantes del campo por millares bajo la influencia de prejuicios tan fatales como de
opinión? ¿No hay mucha gente común o, entre los concejales municipales, varios que apenas
saben leer? ¿No es la conciencia de esta triste situación en el mundo intelectual lo que lleva
a los socialistas a reclamar con tanto ardor una educación común, gratuita y obligatoria?
Ahora bien, ¿en qué consiste la revolución a realizar? Esta revolución, tal como la
está preparando el genio de nuestro siglo XIX, ¿no será la más completa, la más profunda
que haya conocido la historia? ¿Y las medidas que deben tomarse para regenerar la sociedad
de arriba a abajo sin empujarla al caos, son tan simples, tan obvias, que su sana apreciación
no requiera de estudios preliminares, ni meditaciones ni esfuerzos de inteligencia? Si, cuando
Galileo llegó a afirmar que la tierra giraba alrededor del sol, todos los habitantes del globo
hubieran sido consultados al respecto, ¿no habrían jurado todos que cada día el sol salía por
el oriente y se ponía en el occidente? Galileo, que tenía la verdad con él, ¿no habría tenido el
mayor número contra él? Ahora bien, ¿creemos que el problema que encierra el advenimiento
de la justicia, el establecimiento del derecho por el deber y la conquista de la felicidad común
no es tan difícil, tan arduo como un problema de astronomía?
Admiro que en vísperas de una revolución prodigiosa y sin precedentes, admiro que
cuando se trata de salir de un estado de la sociedad, donde todas las nociones del derecho han
sido oscurecidas durante tanto tiempo, donde todas las ideas se han distorsionado, donde la
mayoría de los hombres han chupado el error con la leche de su nodriza, han crecido en el
mal y han terminado identificándose con él, razonamos como si estuviéramos tratando con
una sociedad completamente nueva, libre de prejuicios, libre del yugo de los malos y
arraigados hábitos, dispuesta por fin a reconocer la verdad tan pronto como se presente! ...
Pero volveremos a este importante punto. Es momento de acercarnos a ver y luchar contra
los argumentos uno a uno que M. Víctor Considerant produce en apoyo de su sistema.
“No más delegación”, exclama, “es el entierro de la soberanía”.
¡Siempre palabras puestas adelante sin haber sido definidas! ¿Qué es la soberanía?
Según los diversos publicistas que han escrito sobre este tema, tanto según Hobbes
como según Jean-Jacques, según el diccionario, según el uso, la soberanía significa el poder
supremo, del que derivan todos los demás poderes. Y este poder supremo, la doctrina
democrática lo acoge como legítimo sólo en la universalidad de los ciudadanos.
Si M. Considerant no adopta esta definición, debería haber dado la suya propia.
Si la adopta, veremos que todo su argumento se derrumba.
De hecho, cuando parte de un anatema lanzado contra la delegación para concluir
con la supresión de los mandatarios del pueblo, en cuanto a la confección de las leyes, M.
Considerant no toma el cuidado de recibir del soberano el mandato de elaborar las leyes, lo
que no es en lo más mínimo substituir al soberano, es, por el contrario, cumplir sus órdenes.
Para que se produzca la sustitución denunciada por M. Considerant, si no de
derecho, al menos de hecho, es necesario:
1 ° Que los mandantes renuncien anticipadamente a cambiar las leyes establecidas por sus
mandatarios;
2 ° Que los mandatarios no estén sometidos a ningún control;
3 ° Que se les conceda la facultad de perpetuarse en su empleo;
4 ° Que no sean revocables;
5 ° Que no sean responsables.
Pero si el pueblo ordena el rechazo o el cambio de leyes que no les conviene;
Si vigila incesantemente a sus elegidos;
Si los despide, cuando no está satisfecho con ellos;
Si los castiga, cuando prevarican;
¿no es obvio que entonces se encuentra que ha delegado en ellos, no su soberanía para ser
ejercida, sino una función para ser cumplida?
Porque la soberanía es algo absoluto en esencia, ¡y es ridículo imaginar que el
soberano pueda destituirse y castigarse a sí mismo!
Entonces, ¿por qué la delegación, como dice M. Considerant, ha sido hasta ahora
“la estafa perpetua de los legitimistas del derecho nacional, los imperialistas y los orleanistas,
y el engaño perpetuo de la democracia política”?
¿Es así porque no se puede delegar razonablemente ninguna función? En ese
sentido, para una nación sería una tontería delegar en un embajador el poder de representarla
en el extranjero, y lo mejor sería que, cuando tuviera negocios en América, por ejemplo, se
mudara allí ella en masa. En verdad, el anatema pronunciado por M. Considerant contra la
delegación en tanto que delegación no es serio.
Queremos saber por qué, hasta ahora, la delegación ha sido “la estafa perpetua de
los legitimistas, los imperialistas y los orleanistas”.
Porque las verdaderas reglas de la democracia nunca se han seguido hasta ahora;
Porque la organización del sufragio universal ha fallado;
Porque no se ha puesto en marcha ningún control público;
Porque ni siquiera se ha estipulado la revocabilidad de los funcionarios electos;
Porque su responsabilidad era nula;
Porque la duración del mandato fue lo suficientemente larga como para permitirles
escapar de la acción de la opinión pública en el proceso de progreso;
Porque, finalmente, hay que decirlo, las masas todavía están comenzando su
educación en materia de sufragio universal, incluso en relación con esta capacidad de
elección que les otorga Montesquieu; lo que es un argumento más contra el sistema de M.
Considerant.
Esto es lo que no debió escapar a la sagacidad de este ensayista. Condenar una
institución únicamente por la aplicación ilógica y detestable que pudo haber recibido
pertenece sólo a los sofistas vulgares, y M. Considerant no es uno de ellos.
Dejemos que un comerciante emplee un cajero: no hay duda de que este último no
podrá correr mano a la fortuna de su amo si no está sujeto a ninguna supervisión, si su puesto
no se le puede quitar, si sus desfalcos, cuando se conocen, quedan impunes: ¿llegamos a la
conclusión de que un comerciante debe hacer todo, absolutamente todo, por sí mismo, y
nunca tener empleados?
Si este ejemplo no le parece suficientemente concluyente, tome el del ministro
plenipotenciario en las relaciones comerciales, y aplique el razonamiento al ministro
plenipotenciario.
La culpa de los autores que, en este momento, se pronuncian a favor de lo que
denominan legislación directa, proviene de que no han advertido que, en un régimen
democrático, la elaboración de las leyes es una función, que debe regirse, como todas las
demás funciones sociales, por el principio de la división del trabajo. ¡Que cada uno esté
llamado a hacer, en interés de todos, lo que más le conviene o, lo que expresa la misma idea,
de cada uno según sus facultades! Tal es la regla fundamental de cualquier buena
organización del cuerpo social, y la naturaleza nos ha proporcionado un modelo sorprendente
para ello en el cuerpo humano.
Me preguntas por qué no todo el mundo está trabajando en las leyes. A mi vez,
pregunto por qué no todos se involucrarían en interpretarlos y en prever su ejecución. Si, en
virtud del dogma de la soberanía, todos deben ser legisladores, en virtud de este dogma, todos
deben ser jueces, todos administradores; y esta consecuencia es tanto más legítimamente
deducida de su sistema cuanto que interpretar la ley es hacerla una segunda vez o rehacerla,
y que, según la forma en que se aplique, se le da la vida o la muerte. “Acepte”, dijo M.
Considerant, “una de dos cosas: o la expresión de la propia voluntad del pueblo, o cualquier
delegación de su soberanía y de personas acusadas de querer por él. En el segundo caso, el
pueblo ya no se gobierna, se lo gobierna”.
A este dilema que M. Considerant parece creer decisivo, podríamos responder:
Que M. Considerant habla aquí del pueblo como un solo hombre, que tiene una
voluntad y un cerebro para contenerla y una sola boca para expresarla, lo que no es así;
Que la dificultad es saber bien, saber siempre, cuál es la verdadera voluntad del
verdadero pueblo;
Que el último de los medios a emplear para este fin es preguntar sobre las leyes
compuestas por varios artículos que pueden combinarse de múltiples formas diferentes,
37.000 comunas, lo que, en muchos casos, como se demostrará más abajo, proporcionaría
37.000 voluntades diferentes;
Que la misión de los mandatarios del pueblo, encargados de hacer las leyes, no es
en absoluto querer por él, y que consiste, según las profundas palabras de Rousseau, en
“ENSEÑAR AL PUEBLO A SABER LO QUE QUIERE...”.
Pero hagámoslo mejor: tomemos el dilema y, para mostrar su inanidad,
aplíquemoslo al pueblo-juez, como M. Considerant la aplicó al pueblo-legislador:
Juzgar es afirmar el sentido de la ley; es declarar que el pueblo quería esto o aquello.
Ahora bien, ¿quién tiene derecho a decir lo que el pueblo quería sino él mismo?
“Aceptad, por tanto, una de dos cosas: o la expresión de la propia inteligencia del
pueblo, o una delegación cualquiera de su soberanía y de la gente encargada de comprender
por él. En el segundo caso, el pueblo ya no se gobierna, se lo gobierna”.
Y bien, ¿qué te parece? En virtud del mismo razonamiento que quiere que todo el
mundo sea legislador, ¡aquí todo el mundo juzga! ¿Y por qué no todo el mundo es
administrador? ¿Por qué no todos los ciudadanos trabajan en hacer las mismas cosas? ...
Puedo entenderte de antemano. - Debemos detenernos ante lo imposible. - ¡Que
maravilla! Así que aquí estamos, una vez más e irresistiblemente, devueltos a la cuestión de
los hechos.
¿Cómo se resuelve en el sistema de M. Considerant?
En el fondo, no sin haber sentido la terrible confusión que su sistema, lógicamente
puesto en acción, podía conducir. Por eso tiene cuidado de “conceder, para quitar todo refugio
a las imposibilidades, - estas son sus expresiones - una institución central cualquiera”.
Agrega: “La institución central funciona bajo la mirada del pueblo. Vota un proyecto de ley.
Formula una medida de administración o de gobierno”. Pero “la sanción del pueblo sigue
siendo siempre la condición sine qua non de la legalidad, la autoridad que es la única que
hace la ley”.
Sobre lo cual señalaré, en primer lugar, que aquí hay una contradicción en los
términos. Si el pueblo sanciona la ley, no la hace por ese mismo hecho; resulta que lo hemos
hecho para él, y él lo aprobó: eso es todo.
En segundo lugar, ¿M. Considerant formuló expresamente esta sanción? No; él
declara que no es “necesario que, en cada una de estas decisiones, la voluntad del pueblo
universal se manifieste por VOTO DIRECTO”. Pasado un tiempo, si no hay oposición, se
presume el consentimiento del pueblo, y eso es suficiente.
M. Considerant llegó a esperar “que, en la práctica, el mayor número de cuestiones
de segundo, tercero, cuarto orden, de mínima importancia finalmente, se resuelvan de
acuerdo con la voluntad nacional, PERO POR VOTO INDIRECTO”.
¡Y aquí es donde estaríamos de acuerdo en saludar con el pomposo nombre de
gobierno DIRECTO del pueblo por sí mismo! Y en esta presunta aceptación no formal,
veríamos una sanción más directa que la que consiste, para el pueblo, cuando sus mandatarios
han establecido malas leyes, ¡en responsabilizar a otros mandatarios de establecer mejores
leyes! Y estaríamos persuadidos de que si guardamos silencio, simplemente guardando
silencio sobre la ley, a menudo sin poder apreciarla, ¡el pueblo haría la ley!
Es cierto que, previendo este reproche de inconsistencia, M. Considerant nos
muestra las secciones que permanecen siempre abiertas, el pueblo siempre mantiene su
iniciativa, y “la iniciativa de los opositores que traen a los encuentros nacionales las grandes
cuestiones, las cuestiones de naturaleza para fascinar al país”.
¡En buena hora! Ahí está toda la novedad, ahí está todo el alcance del sistema.
Veamos cómo funciona:
Supongamos que se trata de decidir una gran cuestión. Inmediatamente, gracias a
la iniciativa de un cierto número de ciudadanos - no podemos determinar el número necesario
- para resolver esta cuestión, tantas pequeñas asambleas como comunas hay en Francia, es
decir, ¡37.000!
“¿Qué podría ser más simple? pregunta M. Considerant. Si trescientas o
cuatrocientas personas reunidas en una sección local pueden expresar su voluntad mediante
una votación sobre cualquier objeto, todo el pueblo francés puede hacerlo sin mayor
dificultad”.
De acuerdo, si la pregunta es contestada solo sí o no; de acuerdo, si solo se les llama
a los tribunales nacionales para decidir sobre la aceptación o el rechazo de una ley ya hecha.
Pero, en este caso, el pueblo no interviene como legislador, interviene sólo como crítico; no
afirma nada, confirma o niega lo que se le presenta; es su juicio el que entra en escena, no es
su voluntad; no se gobierna directamente, se limita a opinar sobre la forma en que se
gobierna – y así limitado, el sistema de M. Considerant conserva, bajo el nombre de
gerencia, la delegación que proscribe bajo el nombre de asamblea.
Le preguntaremos si se detiene en estos límites ... ¡Pero qué! ¿El pueblo se detendría
allí? ¿No diría él: “Es una burla pretender que me gobierno directamente incluso cuando mi
poder se reduce a marcar un monosílabo en una hoja de papel? Esta ley que se me presenta,
no pretendo adoptarla ni rechazarla con un sí o con un no; ¿tengo la intención de adoptarla
con tal o cual modificación, tengo la intención de cambiarla, tengo la intención de rehacerla,
tengo la intención de reemplazarla con otra que haré yo mismo?”
Sí, esto es lo que el pueblo naturalmente se vería inducido a decir, y tendría razón;
o, mejor dicho, esto es lo que dirían las 37.000 pequeñas fracciones del pueblo diseminadas
en las 37.000 comunas.
Si M. Considerant acepta esta hipótesis como la realización de su idea, y se ve
obligado a hacerlo so pena de inconsistencia, su sistema se uniría al que M. Rittinghausen ha
expuesto bajo el título de legislación directa. Pero entonces, pronto juzgaremos ... Nos
acercamos al caos.
Cedamos la palabra a M. Rittinghausen.

La Legislación directa par el Pueblo o la verdadera Democracia.


[… (se reproduce parcialmente el texto de Rittinghausen)]

Que el negro no puede ser representado por el blanco, lo que es general por lo
particular; que la representación de la soberanía, en el sentido estricto de la palabra, es una
ficción, y que, teóricamente, el soberano no puede tener otro representante que él mismo; no
tenemos por qué contradecir, y, en nuestro nombre, la palabra que siempre hemos usado
preferentemente es la de mandatario [mandataire], que de hecho expresa mucho mejor que
la de representante la relación de dependencia que existe entre el elegido y sus electores.
Pero ese no es el punto de la cuestión.
La cuestión es esta:
Cuando el soberano encomienda la función legislativa a los ciudadanos elegidos
por él, excepto para reemplazarlos si son insuficientes, para despedirlos si son inhábiles, para
castigarlos si son infieles, ¿puedo decir que, sometido a condiciones semejantes, estos
ciudadanos actúan como REPRESENTANTES del soberano? Evidentemente no, ya que el
soberano no está sujeto, ni puede ser reemplazado, ni destituido, ni castigado, todo lo cual es
absolutamente incompatible con la idea de soberanía. ¿En qué calidad actúan entonces los
ciudadanos cuyo mandato conlleva el doble carácter de revocabilidad y de responsabilidad?
Actúan como FUNCIONARIOS.
Estoy de acuerdo en que la función aquí es de enorme importancia; pero conozco
una que no es menos importante: es aquella que consiste en criar hijos, en formar ciudadanos,
en sentar las bases de la sociedad futura. Sin embargo, ¿hasta ahora nadie se ha dado cuenta
de que sería bueno que la universalidad de los ciudadanos ejerciera colectivamente la función
de institutor?
Coincido, además, en que la ley, teniendo por objeto determinar las relaciones
sociales, es de temer que quienes la elaboran la utilicen contra quienes les han encomendado
la tarea de realizarla, transformando su función en poder y derivando de su mandato incluso
el poder de violarlo. Esto es lo que sucedió recientemente con la sustitución del sufragio
restringido por el sufragio universal, y M. Rittinghausen cita este ejemplo con razón. Pero,
¿qué se sigue de esto? Que no se sabría tomar demasiadas precauciones para prevenir tales
peligros y hacer imposibles tales usurpaciones.
Dar a los ciudadanos encargados de la función legislativa sólo un mandato de muy
corta duración, un mandato anual.
Obligarlos a someterse a una vigilancia constante y rigurosa.
Abrir clubes en todas partes donde todos sus actos sean escudriñados con crítica
cotidiana, ardiente, inexorable.
Quitar a los votos el recurso degradante del escrutinio secreto.
Poner la revocabilidad en acción, después de haber fijado las reglas.
Dar a la responsabilidad un carácter serio.
Declarar absolutas las condiciones vinculadas al ejercicio del mandato, fuera de
toda discusión posible y resultando por el hecho mismo de su violación el retiro del mandato.
Finalmente, - y esta garantía es la única que impide que tarde o temprano todas las
demás se vuelvan ilusorias, - no más armas al interior de las ciudades; no más soldados sino
en un radio que los relega a pueblos fronterizos, frente al enemigo; ¡no más pretorianos de
ningún tipo!
Y si todo esto aún no le tranquiliza, multiplicad las precauciones extra: no descuidar
nada para que sus funcionarios sigan siendo sus funcionarios; ¡pero no ir, mientras el estado
de la sociedad lo haga indispensable, a suprimir una función vital, o abandonar su ejercicio
a lo que falsamente llamas pueblo y a lo que yo llamo el caos!
¿Qué propone, de hecho, M. Rittinghausen? Pues llego, de un salto, a su conclusión,
a lo que él dice sobre los inconvenientes de las intrigas electorales – que se encuentran
también en el artículo de M. Ledru-Rollin con cuyo examen terminará este trabajo. ¿Qué
propone M. Rittinghausen?
Según él, cada sección de mil ciudadanos se reuniría para deliberar sobre toda ley
que un cierto número de ciudadanos quisiera poner en discusión. Se abriría un debate en cada
sección; tendría lugar una votación; el resultado de la votación sería transmitido por el alcalde
al funcionario del gobierno, por este último al ministerio, que sumaría, y todo estaría dicho.
Francamente, es increíble.
Pero M. Rittinghausen ignora pues que ocho términos, nada más que ocho términos,
combinados de todas las formas posibles, dos a dos, tres a tres, cuatro a cuatro, etc… ¡pueden
proporcionar hasta más de 40.000 combinaciones! ¡Una ley que comprenda ocho
disposiciones principales podría, consecuentemente, dar para 10.000 asambleas, 10.000
proyectos de ley! ¿Dónde captar, entre estas diez mil voluntades diversas, la voluntad del
pueblo que se gobierna directamente a sí mismo? ¿Y qué queremos que agregue el
ministerio?
Es tanto más extraordinario que esto se le haya escapado a M. Rittinghausen, que
no tome, por ejemplo, una cuestión simple que dé como resultado un sí o un no, sino como
una cuestión compleja, dividida en varios artículos.
Entonces, razonemos sobre el ejemplo que él mismo eligió.
Entre las secciones, algunas rechazarán pura y simplemente el principio de la
prescripción; y, con respecto a ellas, no hay dificultad.
Pero, entre las que adoptaron el principio, una primera querrá que se fije la
prescripción en veinte años para los delitos, diez años para las faltas, cinco años para las
infracciones policiales.
La segundo querrá que el plazo de prescripción se establezca en veinte años para
los delitos, pero solo cinco años para los delitos menores y solo dos años para las multas
policiales.
La tercera querrá que la prescripción se fije en cinco años para las faltas y dos años
para las infracciones policiales, pero sólo diez años para los crímenes.
La cuarta querrá que la prescripción se fije de manera uniforme en diez años para
los crímenes, los delitos y las contravenciones policiales.
La quinta querrá que la prescripción se fije de manera uniforme en cuatro años para
delitos y faltas, salvo en casos de infracción policial.
La sexta ... ¿pero para qué continuar y cómo continuar? Si quisiéramos enumerar
todos los proyectos de ley que pueden dar lugar a la pregunta elegida como ejemplo por M.
Rittinghausen mismo, un gran volumen sería demasiado pequeño. ¡Basta recordar que las
veinticuatro letras del alfabeto, combinadas de todas las formas posibles, proporcionan el
número infinito de palabras que componen los idiomas!
Quizás uno se sorprenda de que mentes tan distinguidas como MM. Considerant y
Rittinghausen pueden haber caído en un error tan inconcebible. Admito que, en lo que a mí
respecta, sigo confundido. Es probable que, bajo la influencia de esta preocupación
decepcionante que surge de la pasión por una nueva idea, solo se ocuparon de lo que
sucedería dentro de tal o cual comuna, sin tener en cuenta que esto sucedería durante ese
mismo tiempo en todas los demás. Lo que prueba esto, por supuesto, es que, de hecho, la
descripción que da M. Rittinghausen del mecanismo de su sistema sólo se refiere a las
deliberaciones y al voto de una sección.
“Después de que todos los datos lleguen al ministerio”, dijo, “un comité de
redacción formulará una ley clara y simple”.
¿Cómo? De cinco mil, seis mil, diez mil proyectos de ley, su comisión redactará,
para expresar la voluntad directa y unitaria de las cinco mil, seis mil, diez mil secciones que
habrán votado diferentemente, ¡un texto de ley claro y simple! ¡Pues bien! Lo desafío.
¡Y el instrumento, les ruego, en que este texto de ley claro y simple fuera
considerado por las secciones cuyo trabajo no reproduciría exactamente como la obra de su
voluntad, como el resultado del gobierno directo del pueblo por sí mismo! ¡El instrumento
que esta comisión pudo componer a partir de tan diversos datos un texto de ley claro y simple,
sin ejercer un poder cien veces más provocador que el de una asamblea legislativa resultante
del sufragio universal! Pues, podría pasar, pasaría, casi siempre, a causa de la diversidad y
de la multiplicidad de datos, que este texto de ley claro y preciso no encajaría exactamente
con ninguno de los proyectos de ley que saldrían de la mayoría de las secciones, que dirían
luego a los comisarios-redactores [commissaires-rédacteurs]: “No sólo ustedes hacen la ley
de manera diferente a lo que nosotros queremos, sino que la hacen fuera de nuestra voluntad
formalmente expresada, bien conocida: ¡ustedes son usurpadores e insolentes!”
¿Hablaré ahora de este derecho conferido arbitrariamente a un cierto número de
ciudadanos de reunir 10.000 comunas y abrir 10.000 deliberaciones, sobre lo que sería,
quizás, por su parte, sólo una fantasía o un complot? ¡Vamos! ¡Que nuestras 10.000
asambleas se pongan a deliberar sobre si la República ha sido legítimamente proclamada!
Así lo ordenó un cierto número de ciudadanos, los señores realistas. ¡Vamos! ¡Que los
labradores abandonen sus arados, que los obreros abandonen sus talleres en masa, que todos
los que tienen que ganar el pan de su familia con el sudor de su frente dejen su trabajo! ¡Un
cierto número de ambiciosos quieren que se ponga en discusión, de un extremo a otro de
Francia, la legitimidad imperial de M. Louis Bonaparte, o, de lo contrario, un cierto número
de intrigantes no se arrepentiría de saber lo que se piensa del Príncipe de Joinville y de su
regreso, o bien, un cierto número de enemigos del sufragio universal, se alegrarían mucho de
desagradar al soberano, cansándolo, usando la feliz expresión de Robespierre, con incesantes
disputas!
Y si los labradores se ven obligados a quedarse en sus arados, si los obreros, si los
trabajadores no están de humor en cualquier discusión que haya resultado del agrado de un
cierto número de ciudadanos para ir a perder el tiempo exigido por la miseria de la mujer del
pueblo y el hambre de sus hijos, ¡todo el mundo es libre! ... ¡Prescindiremos del pueblo en
las asambleas, votaremos sin él, y el voto será el gobierno directo del pueblo por sí mismo!
...
¡Y bien! ¿Quién lo hubiera esperado? Aquí, aquí está el sistema al que, después de
las modificaciones que son sólo inconsistencias, M. Ledru-Rollin acaba de dar la autoridad
de su nombre.
Es el turno de dejar hablar a M. Ledru-Rollin.

No más Presidente, no más Representantes.


[… transcripción completa del texto]

¡No más presidente! es el grito que los verdaderos republicanos han lanzado
siempre y unánimemente desde la institución de la presidencia.
Incluso antes de que se estableciera la Constitución, quien escribió estas líneas dijo,
el 13 de junio de 1848, desde lo alto de la tribuna nacional: “Decidir en la Constitución que
no habrá presidente”, y, en el primer número del Nouveau Monde8, podemos leer un extenso
trabajo que prueba:
Que la presidencia naturalmente traerá de vuelta el régimen de los sirvientes
titulados;
Que ella pondrá en reposo público el azar de los caprichos o las ambiciones de uno
solo;
Que convertirá al cuerpo político en un monstruo de dos cabezas;
Que colocará a la sociedad todos los días entre un 10 de agosto y un 18 Brumario;
Que ella no es más que la hipocresía de la realeza.
Entonces, en este punto, todos estamos de acuerdo.
Pero el artículo de M. Ledru-Rollin no trata sobre la abolición de la presidencia.
Una asamblea de ciudadanos elegidos, bajo el nombre de comisionados
[commissaires] en sustitución del de representantes, que preparan las leyes, y un pueblo que
las acepta; una asamblea - la misma - que emite los decretos y un pueblo que se somete a
ellos ... eso es lo que quiere M. Ledru-Rollin.

8
Le Nouveau Monde. Journal historique et politique, par Louis Blanc. 1re année, n° 1 (15 juil. 1849) - n° 12
(15 juin 1850); 2e année, n° 1 (15 juil. 1850) - n° 6 (1er mars 1851). Paris.
De ahí que sea fácil ver que este sistema, si se sigue al pie de la letra, no cambia
casi nada de lo que existe y no nos aporta nada nuevo. A los que hasta ahora habían sido
llamados representantes se les llamará comisionados. En lugar de gobernar el pueblo usando
la palabra leyes, los gobernaremos usando la palabra decretos, y eso será todo. La
calificación de las leyes convertidas en algunos principios primordiales, “en un número muy
reducido”, solo serán propuestas a la sanción del pueblo, que las aceptará.
Y si, ahora, consideramos que estos principios primordiales, “en muy reducido
número”, son precisamente aquellos de los que hasta ahora hemos compuesto las
CONSTITUCIONES, y que siempre se ha admitido, aunque no siempre se ha practicado,
que una CONSTITUCIÓN debía ser sometida a la aceptación previa del pueblo, uno se verá
obligado a reconocer que el sistema de M. Ledru-Rollin se reduce casi a un simple asunto de
palabras.
Así que yo no habría considerado necesario discutirlo, si el autor no lo hubiera
presentado como teniendo por delante el gobierno directo del pueblo por sí mismo, y no
hubiera propuesto, en esta ocasión, una doctrina que, yendo más allá con mucho de su
conclusión literal, va lógicamente, invenciblemente, le guste o no, a la de MM. Considerant
y Rittinghausen.
Antes de continuar, es bueno saber que está bastante mal que M. Ledru-Rollin
invoque la autoridad de Rousseau en apoyo de sus ideas.
Rousseau asegura, en verdad, que el soberano sólo puede ser representado por él
mismo, lo que Robespierre declaró, más tarde, a su vez.
Pero esa no es la dificultad. La expresión de representante es inapropiada: estamos
de acuerdo; indica la absorción de los mandantes por el mandatario, absorción absurda e
insolente; ella de ninguna manera expresa la subordinación necesaria de los elegidos a los
electores; constituye lo que Robespierre llama con razón un abuso de palabras. Te lo
concedemos todo. ¿Pero de qué se trata? Sólo se trata de decidir si el soberano se hace
representar en realidad, si está absorbido en la persona del elegido, si enajena su soberanía,
cuando confía la función legislativa a mandatarios temporales, revocables, responsables.
Pues eso es lo que yo niego, ya que sería ridículo pretender que la soberanía pasa del
mandante al mandatario, cuando el poder del mandante continúa y el del mandatario cesa,
cuando el mandante regresa y el mandatario es despedido, cuando el mandante sanciona y el
mandatario es sancionado.
La cuestión, por tanto, no es, para el soberano, renunciar a tener mandatarios que
hacen las leyes, sino impedir que utilicen las leyes para usurpar los derechos del soberano, lo
que equivale a decir que los ciudadanos, en la distribución del trabajo social, encargados de
la función legislativa, deben ser constantemente controlados, investidos de un mandato de
muy corta duración, siempre revocables y seriamente responsables. Más adelante veremos
que así lo entendía Robespierre.
En cuanto a esta frase de Rousseau: “Toda ley que el pueblo no haya ratificado en
persona es nula, no es una ley”, uno se equivocaría extrañamente si se creyera, siguiendo el
ejemplo de M. Ledru-Rollin, que Rousseau concluyó en la necesidad de una sanción expresa
y directa por parte del pueblo. Porque tiene cuidado de agregar:
“Esto no quiere decir que las órdenes de los jefes puedan pasar por voluntades
generales, mientras el soberano, libre de oponerse a ellas, no lo haga. En tal caso, del silencio
universal se debe presumir el consentimiento del pueblo”.9
Ahora bien, pregunto, por parte del mandante, ¿no es la reelección del mandatario
la forma de sanción más expresa, más directa, que este consentimiento tácito y presunto, que
casi siempre es tan irrisorio?
Estoy realmente sorprendido de que M. Ledru-Rollin pensara poder apoyarse en el
Contrato social.
M. Ledru-Rollin quiere, para preparar las leyes, una asamblea de comisionados
elegidos por este pueblo que, según él, “es susceptible de engañarse sobre los hombres y
sobre los nombres”; y Rousseau proclama la necesidad de un legislador, de un hombre
extraordinario, “dotado de esta razón sublime que se eleva por encima del alcance de los
hombres vulgares”, y del cual él dice que “su gran alma es el milagro que debe probar su
misión”.10
M. Ledru-Rollin niega que el pueblo pueda comprender mal sus verdaderos
intereses; y Rousseau, que afirma precisamente lo contrario, dedica a demostrarlo todo un

9
Contrato social, lib. II, cap. 1, Que la Soberanía es inalienable.
10
Ibid, Lib. II, cap. 7, Del legislador.
capítulo del Contrato social, aquel del que ya hemos extraído un pasaje notable y que termina
así: “De ahí la necesidad del legislador”.11
M. Ledru-Rollin cree muy practicable, en nuestras sociedades modernas, lo que,
por parte de Rousseau, dio lugar a las siguientes objeciones, que M. Ledru-Rollin reproduce
sin indicar de dónde proceden: “Entre los griegos todo esto que el pueblo tenía que hacer, lo
hacía por sí mismo; estaba constantemente reunido en la plaza. Vivía en un clima templado,
no era codicioso, los esclavos hacían su trabajo, su gran asunto era la libertad. Ya no tenemos
las mismas ventajas, ¿cómo mantener los mismos derechos?” Y estas objeciones le
parecieron tan fuertes a Rousseau, que sacaron de él este grito: “¡Qué! ¿La libertad no se
mantiene si no tiene el apoyo de la servidumbre? Puede ser. Los dos excesos se tocan. Todo
lo que no está en la naturaleza tiene sus inconvenientes, y la sociedad civil más que todo el
resto”.12
M. Ledru-Rollin tiene en vista un gran país, Francia; y Rousseau dijo: “Todo bien
examinado, no veo que en adelante sea posible al soberano mantener entre nosotros el
ejercicio de sus derechos, si la ciudad no es muy pequeña”.13
Finalmente, M. Ledru-Rollin parte de la legitimidad del gobierno directo del menor
número por el mayor, lo que él llama erróneamente el gobierno directo del pueblo por sí
mismo; y Rousseau dice: “Es contrario al orden natural que el gran número gobierne y que el
pequeño sea gobernado”.14
Por supuesto, el Contrato social no es inatacable; contiene errores graves junto con
verdades inmortales; contiene sutilezas, poco dignas del alma seria de Rousseau, y conducen
algunas de un principio luminoso a una consecuencia falsa o bizarra, y el mismo Rousseau
no era consciente de todo lo que este famoso pacto social contenía en sus profundidades, que
resume en estos términos: “¿Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder
bajo la dirección suprema de la voluntad general, y recibimos en un cuerpo a cada miembro
como parte indivisible del todo?”15 Pero no se trata de examinar el Contrato social en este

11
Ibid, Lib. II, cap. 6, De la ley.
12
Ibid, Lib. III, cap. 15, De los Diputados o Representantes.
13
Ibid, Lib. III, cap. 15.
14
Ibid, Lib. III, cap. 4, De la democracia. Es verdad que Rousseau entiende por gobierno la existencia del poder
ejecutivo, pero lo que importa es que reconoce que en principio, sino en la práctica, el poder ejecutivo debe ser
articulado al legislativo.
15
Ibid, Lib. I, cap. 6, Del pacto social.
momento. Si, por las citas que preceden, liberé la discusión del peso de una autoridad tan
imponente como la de Rousseau, mi objetivo está logrado.
Estoy llegando al corazón del debate.
M. Ledru-Rollin quiere que los comisionados elegidos por el pueblo se limiten a
preparar las leyes y que el pueblo las acepte.
Pero, ¿cómo las aceptará el pueblo? ¿Será simplemente marcando por sí o por no?
¿Decidirá sus destinos sin deliberación previa, sin debate, con los ojos cerrados, la boca
inmóvil, al azar? ¿No, no es así? Pues hacer que el soberano intervenga en la elaboración de
las leyes de esta manera, sería extrañamente jugar con su majestad; sería poner en el ejercicio
de su voluntad las condiciones tan lesivas como arbitrarias; sería condenar su soberanía,
ridículamente reconocida, para moverse en medio de la oscuridad.
La aceptación implica una deliberación previa.
Pero, a su vez, la deliberación previa conlleva el derecho de no aceptar la ley
presentada, que en cierta medida se pueda enmendar, o modificar, o rehacer, lo que equivale
a hacerla.
Entonces aquí estamos en medio del sistema de MM. Considerant y Rittinghausen.
Después de haber establecido bien que tal es el desenlace fatal de la tesis arriesgada
por M. Ledru-Rollin, veamos, siguiendo el orden de la discusión que él mismo traza:
Si esta tesis es filosóficamente verdadera;
Si es políticamente verdadera;
Si el sistema es factible;
Si es beneficioso o perjudicial para la nación.

1 ° ¿Es la tesis en cuestión filosóficamente verdadera?


Rousseau escribió: “Mientras varios hombres reunidos se consideren a sí mismos
como un solo cuerpo, no tienen más que una sola voluntad, que se relaciona con la
conservación común y el bienestar general. De modo que todos los resortes del Estado son
vigorosos y simples; sus máximas son claras y luminosas; no tienen intereses contradictorios;
el bien común es evidente en todas partes y solo requiere sentido común para ser visto”.16
Es el socialismo previsto.

16
Contrato social, cap. 1 del lib. IV, Que la voluntad general es indestructible.
Ahora bien, si suponemos que el ideal de la igualdad fraternal completamente
realizada; si suponemos que las relaciones sociales llegaron a este grado de perfección que
los hombres reunidos ya no TIENEN INTERESES CONTRADICTORIOS; si suponemos
que los ciudadanos se han vuelto solidarios entre sí, hasta que ellos no tienen más que UNA
voluntad, entonces, el gobierno directo del pueblo por sí mismo está hecho, ya que hay
unanimidad de sentimientos; porque cualquier presión del mayor número sobre el menor es
descartada por la comunidad absoluta de los intereses y la armonía de las voluntades; porque
se puede decir del pueblo, en una sociedad semejante, lo que se diría de un individuo: ÉL
quiere esto, ÉL no quiere aquello.
Pero notemos que, admitida esta hipótesis, ya no hay que preguntarse, ni si el
pueblo debe ratificar la ley en persona, ni si debe hacerlo. Donde no hay oposición, donde no
hay resistencia, donde las relaciones sociales están reguladas por el principio de la igualdad
fraternal, que todos los corazones sienten de la misma manera y que, de la misma manera,
todas las inteligencias comprenden, ¿de qué sirven las leyes? El último término del progreso
social que el espíritu sea capaz de concebir hipotéticamente y por abstracción sería pues aquel
en el que la sociedad “considerándose como un solo cuerpo y teniendo una sola voluntad”,
ya no habría leyes por ratificar o por hacer, no más asambleas deliberativas por elegir ni
convocar, no más gobierno al final, en el sentido en que hoy se le atribuye a esta palabra.
Pero, ¿estamos tocando el establecimiento de esta sociedad ideal? No; apenas unos
pocos espíritus erguidos e intrépidos son capaces de comprender el ideal y un abismo nos
separa de él.
¿Los intereses ha devenido solidarios? No; son hostiles entre sí, y esta hostilidad
llega hasta el último exceso de la rabia.
¿Hay UNANIMIDAD de sentimientos? No, en ninguna parte.
¿Hay UNIDAD de voluntad? No, sobre nada.
¡Y se viene a hablar del gobierno directo del pueblo por sí mismo, como si el pueblo
fuera UN SOLO individuo, un ser simple e inmutable!
Digamos, lo que es muy diferente, el gobierno directo del número más pequeño por
el número mayor, y te entenderé. Pero luego demuéstrame, si puedes, que la legitimidad del
gobierno DIRECTO de la mayoría menos uno por la minoría más uno, descansa en algo más
que en una presunción, la de la infalibilidad del mayor número; demuéstrame que esta
presunción es un principio; demuéstrame, al menos, que esta presunción es admisible en el
caso de que, en lugar de optar por el arreglo de los intereses comunes más virtuosos, más
ilustrados, más devotos, más inteligentes, la mayoría decide todo DIRECTAMENTE, lo que
significa que ellos lo deciden, con la presión de los ignorantes sobre las personas educadas,
de las almas egoístas sobre los grandes corazones, de los esbirros o víctimas de la mentira
sobre los pocos fanáticos de la verdad, desde el innumerable ejército de la rutina hasta el
sagrado batallón del progreso.
En la sesión del 28 de diciembre de 1792, Robespierre decía: “La virtud siempre
estuvo en minoría en el mundo. Sin ella, ¿el mundo estaría poblado de tiranos y de esclavos?
Sydney estaba en minoría, porque murió en un cadalso; los Critias, los Anitus, los César, los
Clodius eran mayoría; pero Sócrates estaba en minoría, porque se bebió la cicuta. Catón
estaba en minoría, porque se inmoló las entrañas. Conozco a muchos hombres aquí que
servirán a la libertad como Sydney y Hampden ...”.
Estas palabras con las que Robespierre parecía predecir su propio destino,
produjeron una profunda impresión. Ante estas palabras: La virtud siempre estuvo en minoría
en el mundo estalló tal aplauso en las tribunas que el presidente se vio obligado a protegerse.
Sin embargo, habría que entenderse, de una buena vez, sobre estas nociones de
soberanía y derechos de las mayorías, tan profundamente diversas y siempre confusas.
Siendo la soberanía el poder supremo, aquel del que todo deriva, su esencia es ser
absoluto. Pero si, siendo absoluto, este poder no era indiscutiblemente justo y tenido por
todos por infalible; lejos de ser legítimo, lejos de constituir un derecho, tendría el carácter
odioso de un hecho abrumador, y la soberanía sería infame. Sí, solo un interés sucumbe, solo
uno será oprimido, la soberanía desaparece como derecho y solo subsiste como fuerza.
Porque es cierto, históricamente se observa que un solo hombre puede, en un momento dado,
tener razón contra cien mil hombres, contra un millón de hombres, contra todos los hombres
menos él. Lo testimonia el Cristo cuando comenzó a predicar. Pues la soberanía, desde el
punto de vista del derecho, implica necesariamente la idea de universalidad y no puede dejar
de ser una abstracción hasta el día en que el gobierno de TODOS por TODOS sea realizable,
si es que alguna vez lo es. Sin él, en lugar de que el pueblo se gobierne a sí mismo, tenemos
el gobierno directo de una pequeña parte del pueblo gobernando a la otra parte. ¿Quién se
atrevería, en este caso, a certificar que los actos siempre serán justos? ¿Dónde estaría la
prueba de la infalibilidad de las decisiones? ¿El derecho, es una cifra?
¿Qué haces entonces, tú que, bajo el engañoso nombre de gobierno directo del
pueblo por sí mismo, propones el gobierno directo del más pequeño número por el más
grande? Distorsionas la noción del derecho; transmites a la mayoría que está expuesta a la
desgracia de ser injusta el poder de la universalidad, que no puede ser injusta, ya que no se
es injusto con uno mismo; pones el relativo en el lugar del absoluto, la parte en el lugar del
todo; mutilas al soberano, y al robarle su nombre para dárselo a lo que no lo es, corres el
riesgo de consagrar ... ¡una terrible tiranía!
Que los habitantes del globo reunidos nieguen que una línea recta es el camino más
corto de un punto a otro - lo que muchos serían capaces de negar si tuvieran interés en ello -
o que uno debe odiar a quien te hace bien, no me forzará a creer que ... me habrían matado
antes. El pretendido derecho del más fuerte se apoya en un acto, el pretendido derecho del
mayor número se fundamenta en una presunción. Ahora bien, que uno se someta a las
consecuencias de esta presunción, cuando se trata de la elección de los mandatarios del
pueblo o que la mayoría y la minoría presentes se suponen igualmente ilustradas, igualmente
capaces de juzgar bien, sea. Incluso dentro de estos límites, el derecho del mayor número
nunca es más que una convención, no es, estrictamente hablando, un derecho; es sólo un
medio de poner fin a las voluntades opuestas; no se justifica más que por la imposibilidad de
hacerlo de otra manera ..., pero, al menos, dentro de estos límites, la convención no es tan
arbitraria, tan enorme, tan fecunda en resultados peligrosos. Extiéndalo, por el contrario, más
allá de toda medida, y tendrá derecho a sufrir, bajo la forma de un número, el despotismo
que, en estado salvaje, se ejerce bajo la forma de un golpe con un garrote.
Como no quiero silenciar nada, disimular nada, admito que este error fue el de
Rousseau, cuando, por una sorprendente contradicción en él, escribió:
“Fuera del contrato primitivo, la voz del mayor número SIEMPRE obliga a todos;
es una continuación del contrato mismo. Pero preguntamos cómo un hombre puede ser libre
y ser forzado a conformarse a voluntades que no son las suyas. ¿Cómo los opositores son
libres y sometidos a leyes a las cuales no han consentido? Respondo que la pregunta está mal
formulada. El ciudadano consiente todas las leyes, incluso las que se dictan sin él ... Cuando
se propone una ley en la asamblea del pueblo, lo que se les pide no es precisamente si ellos
aprueban la propuesta o si la rechazan, sino si se ajusta o no a la voluntad general, que es de
ellos ... Cuando prevalece la opinión contraria a la mía, eso no prueba otra cosa más que yo
estaba engañado y que lo que yo consideraba la voluntad general no era tal. Si mi opinión
particular hubiera ganado, yo habría hecho otra cosa que lo que quería; es entonces cuando
no era libre”.17
¡Oh, sutilezas inconcebibles y pueriles de un noble espíritu! ¡Oh, ejemplo
sorprendente de la impotencia del genio cuando lucha contra la verdad! ¡Qué, cuando gana
tu opinión particular, es decir, que hacemos lo que tú quieres, resulta que has hecho otra cosa
que lo que querías! ¡Qué, es cuando el acto particular de tu inteligencia y de tu voluntad
prevalece, que no eres libre! Aquí es donde Rousseau se dejó llevar por el deseo de aplicar a
la pluralidad, lo que, según sus propias premisas, solo podía ser aplicable a la universalidad.
¡Lo siento, maestro, lo siento! y permitid que uno de tus discípulos se beneficie de
tus lecciones en tu contra.
Me enseñaste que “el soberano es la persona pública que se forma por la unión de
TODOS los demás”.18 La pluralidad no es pues soberana y no puede ejercer legítimamente
sus derechos.
Me has enseñado que el soberano, solo por eso que es, es “siempre lo que debe ser,
ya que es imposible que el cuerpo quiera dañar a todos sus miembros”.19 Ahora bien, la
pluralidad no es el cuerpo, es solo una parte del cuerpo.
Me enseñaste que “lo que es bueno y se ajusta al orden es tal por la naturaleza de
las cosas, independientemente de las convenciones humanas”,20 y extraje de tus escritos
inmortales la sed de la verdad, la pasión por la justicia, la determinación inquebrantable por
no sacrificar nunca a ninguna convención humana ... mi conciencia. Ahora bien, es el crimen
que yo cometería, si, cuando me presentan una propuesta, la adopto, no porque la crea justa
y verdadera, sino porque la supongo de antemano conforme a la voluntad del mayor número.
En todo caso, esta voluntad del mayor número ordena, obedece, pero aceptando una
convención necesaria, y no inclinándome ante un derecho absoluto. Sin embargo, solo
obedeceré voluntariamente hasta que la evidencia comience a brillar en mí, esta luz del

17
Contrato social, lib. IV, cap. 2, De los sufragios.
18
Ibid, Lib. I, cap. 6, del pacto social.
19
Ibid, Lib I, cap. 7, Del soberano.
20
Ibid, Lib. II, cap. 6, De la ley.
espíritu, y en la conciencia, esta luz del corazón. ¡Porque si la mayoría me ordena apagar
estas dos antorchas en mí mismo, bajo pena de morir, lo juro, maestro, niego su derecho bajo
su peso que me aplasta y lo maldigo mientras me muero!

2 ° ¿Es la tesis en cuestión políticamente verdadera?


Cuando pretende que “el pueblo nunca comprenderá mal sus verdaderos intereses,
sobre lo que es bueno, sobre lo que es malo para él, mientras que todavía sea responsable
durante mucho tiempo de equivocarse sobre los hombres y sobre los nombres”, M. Ledru-
Rollin comete un grave error. El mayor número siempre ha sabido, por el contrario, elegir
bien a las personas, aunque, incluso en este sentido, están sujetas a tristes mal comprensiones
- como testimonian las dos asambleas reunidas de 1848 -, mientras que durante mucho tiempo
todavía se equivocarán sobre las cosas. Esto es lo que Montesquieu ha explicado
racionalmente y demostrado históricamente en el Espíritu de las leyes; esto es lo que
Rousseau establece con incomparable fuerza en el Contrato social; esto es lo que Robespierre
ha tocado de alguna manera con su dedo en su célebre discurso sobre el llamamiento al pueblo
demandada por los girondinos. Yo doy los textos precisos: 21 a los que remito al lector.
Estoy de acuerdo, además, en que hay verdades del sentimiento sobre la apreciación
de las cuales no hay que temer que la mayor parte se extravíe; estoy de acuerdo en que todo
lo que se refiera únicamente a nociones simples y claras está dentro de su competencia. Por
eso es importante que una Constitución, como resumen de los principios fundamentales
aceptados por la conciencia pública, sea sometida a la aceptación previa del mayor número.
Por eso, en cambio, tiene razón M. Ledru-Rollin al creer que, en la cuestión de la invasión
de Roma y en la de la mutilación del sufragio universal, los mandantes no habrían votado
como lo hicieron los mandatarios. Pero concluir de ahí que el conjunto de los ciudadanos una
vez distribuidos en nuestras 37.000 asambleas comunales y en el estado de ignorancia en que
se encuentran las campos bajo el imperio de los prejuicios generalizados por doquier, el
mayor número podría juiciosamente, unitariamente, regular el impuesto, el crédito, las bases
de la propiedad, las leyes del trabajo interior, de las exportaciones, fundar la asociación y
la solidaridad, cicatrizar estos dos cancros del cuerpo, la ignorancia y la miseria ..., ¿no es

21
Véase más arriba en la respuesta a M. Considerant.
esto una prodigiosa violencia contra la lógica? ¿No es eso pedir luz a la oscuridad, armonía
a la confusión, orden al caos?
Ah, sin duda, el prestigio, la intriga, la charlatanería de las reputaciones mal
habidas, el mal uso del talento puede ejercer sobre la elección de los mandatarios del pueblo
una influencia funesta; pero puede uno imaginarse que el prestigio, la intriga, la charlatanería
de las reputaciones mal habidas, el mal uso del talento, ¿no ejercerán sobre la solución
revolucionaria de tantas cuestiones difíciles de resolver sólo un fecunda y feliz influencia?
Sin duda, los mandatarios pueden votar de manera diferente a como lo hubieran hecho
aquellos a quienes ostentan su mandato; pero hay una forma de prevenirlos: es crear para
ellos una situación de dependencia de sus electores de la que es imposible deshacerse, es
anteponer el castigo a la felonía.
La Constitución del 93 lleva un artículo así concebido: “Los diputados
representantes del pueblo no pueden ser buscados, acusados, ni juzgados, en ningún
momento, por las opiniones que hayan expresado en el seno del órgano legislativo”.
Cuando este artículo fue presentado a la Convención, Rafron se opuso
enérgicamente a que él ofreciera una patente de impunidad a los malos ciudadanos, y Bazire
exigió el establecimiento de un tribunal ante el cual se llevaría a quienes hablaran en contra
del establecimiento de la República.
Luego Robespierre, tomando la palabra: “¿Por quién será juzgado, dijo, el
representante acusado por el pueblo? ¿Por una autoridad constituida? Pero aquí se ve sin
dificultad que es posible que el tribunal sea tan corrupto como el hombre que le sería
entregado ... Es pues sólo ante el pueblo al que podemos apelar”. Luego, después de haber
señalado las dificultades de ejecución, concluyó que la cuestión debe ser remitida al comité,
dada “la necesidad de establecer una fuerte barrera a la corrupción”.22 Además, en un
discurso pronunciado el mes de mayo de 1793, ya había dicho: “Un pueblo cuyos
mandatarios no deben dar cuentas a nadie por su gestión, no tiene una constitución; un pueblo
cuyos mandatarios sólo rinden cuentas a otros mandatarios inviolables, no tiene una
constitución, ya que de ellos depende traicionarlo impunemente y dejar que otros lo
traicionen”.23

22
Véase el Moniteur, sesión del 15 de junio de 1793.
23
Véase la Histoire parlamentaire de Buchez et Roux, t. 26, p. 443.
Sin embargo, ¡qué pasó! Que, a pesar de las observaciones de Robespierre y de una
breve respuesta de Thuriot, la Convención rechazó cualquier enmienda al artículo
mencionado y la adoptó sin restricciones.24
Se ha propuesto un gran jurado nacional, creado para proteger a los ciudadanos de
la opresión del cuerpo legislativo. La idea de esta institución, atacada por Thirion, atacada
por Thuriot, abandonada por Hérault-Séchelles, desapareció enterrada bajo el voto de la
cuestión preliminar.25
De ahí, una laguna inmensa y deplorable en la Constitución de 1793. ¡Y bien, que
ahora desaparezca esta laguna del libro de la libertad! ¡No más inviolabilidad personal: los
inviolables, tarde o temprano, son los tiranos! ¡No más funciones de las que se pueda abusar
sin peligro, y, por eso, no más pretorianos! ¿Sabes lo que transforma las funciones en poderes
y los poderes en opresión? Es la facultad monstruosa dejada a unos pocos ciudadanos para
disponer del soldado para reprimir a todos los demás. ¡Oh! Admito que al contemplar el
espectáculo que ofrece hoy la Asamblea, al recapitular sus acciones, al examinar la naturaleza
de las pasiones que animan a la derecha, su ceguera, su rabia, uno se inclina naturalmente a
gritar: ¡Si la Asamblea no existiera! Pero profundicemos en la situación, busquemos las
causas. ¿Es por lo que es la Asamblea, que la Asamblea actual ejerce una acción tan
deplorable? ¿No es porque existe fuera de todas las condiciones a las que es rigurosamente
indispensable que los mandatarios del pueblo estén sometidos? ¿Dónde estos miembros de
la actual mayoría parlamentaria, que temblaban y se escondían en febrero, se atreven ahora
a desafiar los sentimientos del país? Si, elegidos sólo por un año, hubieran podido estar, al
final de ese año, quebrados sin salarios como empleados infieles; si se les hubiera podido
infligir la vergüenza de la revocación; si, despojados por la Constitución de esta prerrogativa
de inviolabilidad que los ampara, hubieran podido ser acusados, ¿se habrían atrevido a lo que
se atrevieron? ¿Habrían mutilado el sufragio universal? ¿Habrían ordenado la expedición a
Roma? Pero, ¿de qué estamos hablando, de revocabilidad y de responsabilidad? Estas
mismas garantías habrían sido ilusorias, con el general Changarnier y sus armas. La violación
del mandato está en la certeza de la impunidad; ¿y cómo no se le asegurará al mandatario la
impunidad cuando sostiene la empuñadura de una espada cuya punta se apoya en el pecho

24
Moniteur, sesión del 15 de junio de 1793.
25
Moniteur, sesión del 16 de junio de 1793.
del mandante? Aquí, aquí está el mal: es en destruirlo donde consistiría el remedio supremo.
Bien se puede reemplazar la palabra representante por la palabra comisario, y la palabra
leyes por la palabra decretos; siempre y cuando podamos ver cañones de mecha encendidos
en nuestras plazas públicas, mientras tengamos en el interior de nuestros pueblos masas de
soldados entrenados en la obediencia pasiva, reinará la fuerza bruta, y tus combinaciones
políticas, cualesquiera que sean, serán un juego de niños. ¿Quieres el reino de la fuerza moral,
que es la libertad? ¡Ocúpate de destronar la fuerza bruta, que es el sable!
Se nos señalará, quizás, que las condiciones señaladas tenderían a hacer poco
atractivo el ejercicio de la función legislativa, porque generarían al funcionario una situación
siempre amenazada y, en algunos casos, formidable. ¡Tanto mejor! No hay peor flagelo que
la multitud de candidaturas. Descartemos a las almas sin fe, descartemos a los egoístas y a
los ambiciosos. Toda alta función debe ser una carga pesada y contener un peligro para
quienes la aceptan. ¡Solo estos merecen sentarse como mandatarios del pueblo, los que están
decididos a servirlo, incluso si lo irrita y ponen en peligro sus cabezas!

3º ¿Es factible el sistema propuesto?


Declamar contra los utopistas y las utopías, invocar solamente la experiencia contra
lo que requiere ser experimentado, oponerse a una negativa ciega y arrogante a aceptar lo
que exige examen, prescindir del razonamiento apresurándose a gritar: es imposible, tal es el
proceso ordinario de los enemigos del progreso. Se ha utilizado con demasiada frecuencia en
nuestra contra y tenemos demasiado de qué quejarnos como para sentirnos tentados a
imitarlo. Sí, “los límites de lo posible en las cosas morales son menos estrechos de lo que
pensamos”. Sí, “son nuestros prejuicios, nuestro incurable amor a la rutina los que los
circunscriben y nos hacen ofendernos con demasiada facilidad”. Es esto pues lo que le
pediremos a M. Ledru-Rollin que recuerde, si alguna vez quiere aceptar una discusión sobre
este principio, base fundamental de la sociedad futura, piedra angular del Mundo nuevo: De
cada cual según sus facultades, a cada cual según sus necesidades.
Pero del hecho de que una idea no deba rechazarse a priori, ¿se sigue que debe
aceptarse a priori? De lo que hay que examinar antes de decir: ¡es imposible! ¿se sigue que,
sin examen previo, uno está autorizado a decir: es posible? Francamente, M. Ledru-Rollin se
contenta con muy poco, en términos de aclaraciones y demostraciones, cuando, para
establecer que su sistema es practicable, se limita a recordar que, contra la expectativa de
muchos, el sufragio universal ha funcionado admirablemente. “De lo existente a lo posible,
la consecuencia es buena”. La palabra no es de M. Ledru-Rollin, es de Rousseau; pero
Rousseau hace una correcta aplicación y M. Ledru-Rollin una falsa aplicación. De lo
existente a lo posible la consecuencia es buena, cuando se trata de lo mismo y no de cosas
diferentes. Del hecho de que el sufragio universal, juzgado por algunos como impracticable,
no obstante se considere que se ha practicado, de ninguna manera se sigue que sea posible,
por ejemplo, poner las torres de Notre-Dame en su bolsillo. M. Ledru-Rollin, por tanto, nos
debía más que una afirmación relativa al valor práctico de su sistema, nos debía explicaciones
que buscamos en vano en su obra.
Y, en primer lugar, ¿quiere decir M. Ledru-Rollin que el pueblo acepta o rechaza
las leyes que se les presentarán, pura y simplemente, sin debate, por sí o por no? Así lo
entendió la Constitución de 1793. Pues M. Ledru-Rollin comete un error material muy grave,
cuando cita como parte de la Constitución de 1793 este importante artículo: EL PUEBLO
DELIBERA SOBRE LAS LEYES. La Constitución de 1793 no contiene nada por el estilo.
Mejor: este artículo había sido propuesto, y la Convención lo rechazó expresamente. Esto es
lo que sostiene el Moniteur:26
“Se somete a discusión el artículo VII, así concebido:
VII. Los sufragios se dan por sí y por no.
DUCOS: Pido que el artículo exprese formalmente el derecho que el pueblo tiene a discutir
la ley.
PÉNIÈRE: Comparto esta opinión, y observo que una ley rechazada puede ser aceptada con
una enmienda.
Esta propuesta fue rechazada y se decretó el artículo.
Se da lectura al artículo VIII.
VIII. El voto de la Asamblea primaria se proclama así: la Asamblea acepta, la Asamblea
rechaza”.
M. Ledru-Rollin cayó, por tanto, al citar la Constitución de 1793, en una mal
interpretación que conviene señalar.

26
Sesión del 13 de junio.
¡De ninguna manera está justificado confiar en esta Constitución, a menos que
también pretenda prohibir la deliberación al pueblo y hacer del pueblo una máquina de
votación! Pero entonces ... ¡oh, la bella soberanía, aquella cuya omnipotencia se sofocaría
entre dos sílabas y no llegaría hasta poder enmendarla! ¡Oh, el respetable soberano aquel al
cual le estaría prohibido iluminarse con la palabra, cuando se le presenta una proposición
sobre el valor de su afirmación o de sus negativas!
Pero la Constitución de 1793 lo entendió de esta manera. Eh, ¿qué me importa?
¿Son los artículos de la Constitución de 1793 las columnas de Hércules? ¿No declaró
Robespierre esta Constitución esencialmente imperfecta? ¿No fue discutido y redactado
apresuradamente, en medio de las preocupaciones de una lucha homérica, al ruido de las
tormentas, en el seno de una Europa en llamas? Después de haberlo terminado, ¿no estaban
obligados a mantenerlo en reserva, tan poco se prestaba a la energía de la acción
revolucionaria?, y muchos, incluso los que lo habían hecho, lo encontraron girondino tan
pronto como hubo que aplicarlo. ¿Fue infalible la mayoría Convencional, la que envió al
cadalso a los mártires de Thermidor? ¿Por qué entonces este servilismo de la imitación? ¿Por
qué pues este fanatismo del plagio? ¡Ah, gracias a Dios! la revolución no fue el punto de
parada del espíritu humano; ella no hizo inmutable repentinamente este mundo moral que,
como el mundo físico, se mueve con un movimiento eterno. Nuestro deber para con nuestros
padres consiste, no en quedarnos quietos en el camino que ellos abrieron, sino en caminar
con tanta valentía como ellos. Ellos mismos, ¿qué nos dirían, si pudieran volver a vivir?
“Aprovechad de nuestros errores para mejorar nuestra obra. Hemos tratado de hacerlo mejor
que nuestros predecesores: muéstrenos su respeto tratando de hacerlo mejor que nosotros.
Agrandad y fertilizad este suelo sagrado, este suelo indefinidamente fértil que te hemos
dejado como herencia”.
No tengamos pues miedo de plantear este dilema:
O el sistema de M. Ledru-Rollin es sólo el de la Constitución de 1793. En cuyo
caso, es practicable, pero inconsistente e irrisorio;
O bien el sistema de M. Ledru-Rollin cae dentro del de MM. Considerant y
Rittinghausen. En cuyo caso, tiene más lógica, pero una lógica que conduce al caos.
Pues, el pueblo, todo el pueblo francés, no pudiendo reunirse y celebrar sus
asambleas de una manera tan poco prolongada, ni en un solo punto como en Roma, ni siquiera
en la capital del departamento por divisiones departamentales, ni siquiera en la capital del
cantón por divisiones cantonales, será necesario dividirla en una inmensa multitud de
pequeños grupos deliberantes. Entonces, para cada pregunta que incluya algo que no sea un
sí o un no, tendremos que esperar a ver las 37.000 asambleas comunales de M. Considerant,
o algunas 10.000 secciones de M. Rittinghausen, varios miles de proyectos de ley diferentes;
tendremos que reconocernos en medio de esta prodigiosa confusión; habrá que, de todas estas
voluntades, tanto colectivas como divergentes, componer yo no sé qué voluntad artificial, la
que será censada por el pueblo, mientras el pueblo y su voluntad se habrán vuelto, por el
hecho, inasibles. Y, como esta tarea no se puede realizar por sí sola, habrá que cobrar ... ¿a
quién? Una reunión de hombres. Y, ya sea que la llamemos gerencia a la manera de M.
Considerant, o comisión a la manera de M. Rittinghausen, ¡esta reunión de hombres,
multiplicados, agravados, precedidos y seguidos de una anarquía humillante, de una anarquía
terrible quizás, nos hará todos los inconvenientes de esta asamblea de legisladores que no
queremos!
¿Podemos esperar que las leyes por hacerse sean, o muy poco numerosas, como
sería si, en lugar de cumplirse, se cumpliera la revolución, o relativas a cosas tan simples que
no podrían dar lugar a un sí o un no? ¿Pero lo hemos pensado? Entre lo que existe y lo que
debe existir entre el mundo viejo y el mundo nuevo, ¿es tan pequeña la diferencia que solo
hace falta un respiro para hacerla desaparecer? Todas estas grandes y profundas cuestiones
que encierran la regeneración completa, absoluta, verdaderamente revolucionaria de la
sociedad, ¿son tan fáciles de resolver que solo hay que plantearlas? Cuando hemos
preguntado: ¿Quieres igualdad, sí o no, y la respuesta ha sido SÍ! Este SÍ ¿estará exento de
organizar la igualdad, qué digo, de definirla? ¡Y Dios sabe a qué disensión puede dar lugar
tal definición! Para algunos, la igualdad solo significará la igualdad ante la ley; para otros,
será la división de la propiedad en partes iguales, la ley agraria; y para otros, será la
remuneración proporcional del talento, del trabajo y del capital; para estos será la aplicación
de la fórmula: De cada uno según sus facultades, a cada cual según sus necesidades, etc. No
tendrías presente una afirmación y una negación; tendrías varias afirmaciones contradictorias
entre las cuales sería necesario elegir. ¿Cómo hacerlo? ¿Se convocaría a sus 37.000 comunas
o a sus 10.000 secciones para deliberar sucesivamente sobre cada una de las diversas
soluciones, consideradas por separado? Pero, por eso, cada ciudadano no tendría nada más
que hacer en este mundo ... que disputar. ¿Cuándo son las conclusiones? No veo salida de
este laberinto. No me acusen de exageración: según usted, no sería menos, para la nación,
que regular, según su sistema, sus impuestos, su crédito, las bases de la propiedad, las leyes
de su trabajo interior, de sus exportaciones, de fundar la asociación y la solidaridad, de
cicatrizar estos dos cancros del cuerpo, la ignorancia y la miseria. Estas son sus propias
palabras. ¡Extraña sería tu ilusión si todo esto pareciera ser evidente, con 37.000 asambleas
deliberativas!
“El pueblo, agrega, votaría las leyes, y la asamblea de delegados proveería, por los
decretos, las necesidades secundarias”, y usted supone que el pueblo, con los principios
primordiales una vez fijados, no tendría más que ejercer su derecho muy raramente.
La Démocratie pacifique, sobre este punto, le ha respondido tan perentoriamente
que no podría hacer mejor que citarlo:
“De qué serviría fijar nosotros mismos los principios primordiales sin poder
resolver las cuestiones subordinadas, o, como dice Ledru-Rollin, sin cubrir las necesidades
secundarias. ¿No nos enseña la experiencia de sesenta años lo que sucede infaliblemente en
este caso? Bastantes principios primordiales se encuentran formulados en casi todas las
constituciones, en casi todas las leyes fundamentales de Europa; están fijados en bloque por
sus leyes, pero son derrocados, son destruidos en detalle por lo que ustedes llaman decretos.
Introducir su sistema es hacer que el pueblo proclame la libertad de la prensa y luego hacer
que la destruyan los decretos parlamentarios sobre la venta de periódicos, sobre los sellos,
las patentes de imprenta y toda esa parafernalia de represión forjada en las asambleas
legislativas; es hacer que el pueblo aclama el sufragio universal, para luego excluir a la vil
multitud por decreto de los mandatarios; es hacer que el pueblo publique los derechos del
hombre para establecer un poco más tarde por decisión de la cámara el estado de sitio y eso
con el pretexto de salvar la patria y la civilización. Pero vayamos hasta el final. ¿Dónde está
la línea divisoria exacta que trazará entre la ley y el decreto? ¿Cómo evitará los conflictos de
jurisdicción entre sus dos poderes legislativos, conflictos de jurisdicción que la malevolencia
natural de sus mandatarios dará lugar inevitablemente a cada instante? ¿Y quién tendrá
ventaja en estos conflictos, es la Asamblea la que siempre estará ahí, sosteniendo a la fuerza
armada y la administración en su mano? ¿o es el pueblo el que se encontrará muy
raramente?”.27
Estas observaciones son muy correctas. La forma de protegerse contra el
despotismo y la corrupción de las asambleas legislativas reside en las garantías señaladas
más arriba, y para nada en esta distinción entre leyes y decretos, distinción cuyo menor
defecto es que es arbitraria. Pues, en cuanto tus 37.000 comunas voten la ley, ¿con qué
derecho les quitarías el cuidado de decidir por sí mismas lo que es una ley? ¿Con qué derecho
les impondría decretos que no les gustaría reconocer como tales y que muy bien podrían, con
un nuevo nombre, permitir que exista la vieja tiranía? M. Ledru-Rollin cita un pasaje del
informe de Hérault-Séchelles, y no advierte que, en ese pasaje, Hérault-Séchelles pronuncia,
en principio, su propia condena, cuando, después de haber distinguido arbitrariamente entre
las leyes que el pueblo debe aceptar y los decretos que se deben emitir sin él, dice: “Es una
ofensa al pueblo detallar los diversos actos de su soberanía”. Eh, ¿quién de aquí entonces es
culpable de esta ofensa, oh Hérault Séchelles, sino tú?
Ahora que, yo no sé por qué descuido, en no sé qué ocasión28, Robespierre dejó
escapar estas palabras: “La asamblea propone las leyes y emite los decretos”, está claro que
no está solo ahí donde debemos buscar su pensamiento, ya que, llevado a considerar desde
el punto de vista de la aplicación de la política que de él resulta, lo derribó en un largo
discurso del que hemos citado, al comienzo de este artículo, varios pasajes, y que quedará
como una obra maestra de fuerza, de buen sentido, de alta razón, de elocuencia.

4 ° ¿El sistema propuesto es provechoso o perjudicial para la nación?


¡No quiera Dios que yo acuse a quienes lo exponen por haber vislumbrado su
significado funesto! Los primeros quedaron atrapados en la trampa de una fórmula
efectivamente muy seductora. Sin eso, ¿cómo entender que M. Considerant, uno de los más
distinguidos promotores del socialismo, se dedicó a forjar con sus propias manos una espada
para uso de los enemigos del socialismo? ¿Cómo entender que M. Ledru-Rolļin, que hasta
entonces había sido el hombre de la centralización política, abandonara repentinamente este

27
[]
28
En base a citaciones que él hace, M. Ledru-Rollin a omitido las indicaciones de las fuentes, y yo no encuentro
en qué circunstancia Robespierre ha pronuniado la frase de que se trata.
principio para adoptar el principio opuesto? Que su lealtad nos permita esperar un retorno
que se logrará con un examen más profundo. Es hacerles honor apelar a ellos mismos.
Esto por supuesto, preguntar si el sistema propuesto es provechoso o perjudicial
para la nación, es preguntar si es perjudicial o provechoso para la nación:
¿Que el girondinismo resucita?
¿Que desaparece toda centralización política y prevalece el federalismo?
¿Que en lugar de la gran República francesa, una e indivisible, tengamos 37.000
secciones dispersas de la República?
¿Que el sufragio universal se convierte en babelismo universal?
¿Que, según la expresión de Robespierre, Francia se divide en arenas de
quisquillosos?
¿Que a la agitación fecunda y poderosa de la libertad se suceden los disturbios que
en medio de 37.000 pequeños parlamentos rivales no dejarían de suscitar la intriga?
¿Que, de comuna en comuna, los celos y el odio surjan de la oposición de
voluntades expresadas en votos, y que, envueltos en la anarquía de las decisiones contrarias,
conduzcan a la guerra civil?
¿Que, en el caso de una guerra extranjera, los peligros se multipliquen por el
desacuerdo probable de tantas asambleas?
¿Que, en todo lo que exigirá vigor de acción y prontitud, la velocidad del desenlace
depende, como todavía observa Robespierre, de las intrigas que trabajarán cada sección,
luego de la actividad o de la lentitud con la que se recojan los votos, luego de la negligencia
o del celo, de la fidelidad o de la parcialidad con que serían contados y transmitidos al centro?
¿Que, al día siguiente de la revolución, los realistas y los falsos republicanos,
impotentes contra una asamblea nacida del entusiasmo popular, tengan tiempo de unirse, de
agruparse y acantonarse a vuestras repúblicas de quinientas almas, sea para obstaculizar la
marcha revolucionaria, o preparar para la contra-revolución?
¿Que la solución de las cuestiones sociales se ponga a merced de las influencias
locales, de la astucia al hablar inculcando prejuicios, de la habilidad sin fe actuando sobre la
sinceridad ignorante?
¿Que, finalmente, las aspiraciones de Francia, sus nuevas creencias, su energía, su
genio, se agotan en esfuerzos incoherentes, se disipan en oscuros debates, en lugar de
concentrarse en un solo punto, meta de todos los ojos, para formar un hogar deslumbrante
allí e irradiar al mundo desde allí?
El gobierno directo del pueblo por sí mismo, dices. ¡Pero qué! ¡en tu sistema
tendríamos solo el gobierno del mayor número! En realidad, ni siquiera; porque ni el
agricultor ni el artesano dejarían el trabajo al que están ligadas sus existencias cotidianas para
ir a tus asambleas deliberativas; porque si suponemos que sólo hay deliberación los domingos
y los días festivos, el descanso es una necesidad de primer orden, después de un trabajo duro
y prolongado; porque - cito de nuevo a Robespierre – “serían los privilegiados, los hombres
nacidos para arrastrarse o para oprimir bajo un rey, los que seguirían siendo dueños de las
asambleas, abandonados por la virtud simple e indigente”. ¡Para que los destinos de la
revolución queden confiados exclusivamente, en realidad, a aquellos contra quienes debe
producirse la revolución, y eso en nombre de la soberanía de aquellos a favor de quienes debe
producirse la revolución! ¿No sería eso, responded, la esclavitud del pueblo por medio de sí
mismo?
Que se sepa bien: el pueblo no se gobernará verdaderamente en un orden social
donde la ausencia de las dificultades para debatir haría superflua cualquier asamblea
deliberante; donde la unidad de sentimientos y de voluntad inutilizará las leyes; donde la
aplicación de este axioma sagrado, de cada uno según sus facultades, a cada uno según sus
necesidades, hará que la jerarquía social descanse en la libertad de vocaciones, en la libertad
de elección, es decir, en la completa desaparición de las palabras coacción, mando,
superiores, inferiores, gobernantes, gobernados, y las ideas que expresan estas palabras.
¿Cómo queremos llegar nosotros? Bueno, para llegar allí, hay una ruta a seguir, una
fuerza intelectual y moral que emplear, una gran revolución que lograr. ¡Que no suprimamos
esta ruta, que no se destruya esta fuerza, que no se impida esta revolución!
Dos palabras y he terminado.
Con la fórmula planteada antes, reprocho ser ENGAÑOSO.
Al sistema que de él se deriva, si se supone practicable, ¡le reprocho ser CONTRA-
REVOLUCIONARIO!
En resumen, esto es lo que se necesita:
La soberanía del pueblo se ejerce de manera libre y permanente, mediante sufragio
universal, mediante la elección de los mandatarios del pueblo.
Los mandatarios del pueblo, a cargo de la FUNCIÓN legislativa, son elegidos solo
por un año.
Forman una asamblea única, de la que proviene y depende el poder ejecutivo.
A su vez, por la revocabilidad y la responsabilidad, ellos dependen directamente
del pueblo, del cual ellos no son más que los servidores.
Si pues, realizan mal sus funciones, el pueblo los revoca y los reemplaza.
Si violan su mandato, el pueblo los castiga.
Para iluminar su progreso, vigilar sus acciones, controlar sus decisiones, la prensa,
incluso devuelta a toda su libertad, no sería suficiente: ¡que los clubes estén abiertos por todas
partes a las fructíferas agitaciones de la vida pública!
Finalmente, para que la responsabilidad de los mandatarios del pueblo, una vez
organizados, no corra el riesgo de convertirse en una vana palabra, no más ejército disponible
en el interior, hasta que se permita decir: ¡no más ejército!
Tales son, según nosotros, los principios a poner en acción el día de la próxima
victoria.
De esta manera, las grandes cuestiones que contiene el triunfo definitivo de la
igualdad serán resueltas, bajo la mirada del pueblo y como bajo el aliento ardiente de la
inspiración popular, por aquellos a quienes el propio pueblo ha considerado los más capaces,
los más dedicados, los más valientes, los mejores. La revolución se desarrollará
unitariamente, rápida y bien, en la gloriosa vía que conduce a la realización del socialismo,
a la aplicación regular de este principio: DE CADA UNO SEGÚN SUS FACULTADES, A
CADA UNO SEGÚN SUS NECESIDADES. Porque es entonces, sólo entonces, gracias a la
identidad de las voluntades, a la unanimidad de los sentimientos, a la absoluta solidaridad de
los intereses, cuando tendremos:

EL GOBIERNO DIRECTO DE TODOS POR TODOS.

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