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Panteón Rococó
Me invitan a participar en una mesa redonda con el tema “La familia y la lectura”, y lo pri-
mero que me pregunto es: ¿la familia de quién?, ¿qué tipo de familia?, ¿de qué clase o
estrato social?, ¿con qué nivel educativo? En México estas son preguntas inevitables, pues
las familias no son de “lectores” o de “no lectores”; sino de las que tienen demasiado, de
las que menos tienen, y de las que nada tienen ni tendrán, como lo dejan ver las estrategias
económicas en curso. De acuerdo con el Reporte Mundial del Desarrollo 2004, del Banco
Mundial, en México el 20% de las familias más ricas se lleva el 59.1% de la riqueza nacio-
1Ponencia presentada en la mesa redonda “La familia y la lectura”, del Seminario Internacional La lectura: de lo íntimo a lo
público. XXIV Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil. México, CENART: Nov-16-2004 (Agradezco a Ana Rosa Díaz
Aguilar la lectura y comentarios al texto original).
Septiembre 10 de 2007
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¿Qué familias?
¿De qué familias y de qué lectura hablamos entonces? No se trata, sin duda, de las familias
educadas y de clase media, que leen tiernas historias a sus hijos mientras la sirvienta lava
los platos. Esta imagen romántica se cae frente a familias donde los hijos mantienen a sus
padres; donde los maridos abusan de hijos y esposas; o en donde las madres, solteras o
casadas, venden jugos en la calle en vez de sentarse a leer con sus hijos. Se trata de fami-
lias en las que no son los padres quienes socializan a sus hijos en la actividad de leer y es-
cribir, sino en donde padres sin escolaridad llegan a tener demandas de lectura y escritura
por sus hijos que van a la escuela. Lo mismo ocurre entre los mexicanos que aún sobreviven
en México, como entre los millones que se han ido a EU con todo y familia.
Pero aún hay en México gente muy instruida, incluso escritores o científicos, que
piensan que la condición para que los hijos se hagan lectores es que crezcan en hogares
con libros y padres que les lean. Así es, hasta cierto punto. Sin embargo, mi insana curio-
sidad me ha llevado a indagar las historias de vida de algunos escritores, periodistas y
académicos famosos. Y el patrón común que hallo en sus biografías es que en sus hogares
no sólo había libros y padres lectores; también había padres de muy alta escolaridad, clases
particulares de música, lenguas o literatura, viajes al extranjero, acceso a la educación supe-
rior y pertenencia a redes familiares y sociales directamente ligadas al periodismo, la litera-
tura, o la investigación científica. Por si fuera poco, desde muy jóvenes, muchos de ellos tu-
vieron como maestros e interlocutores a intelectuales de primer nivel, casualmente fami-
liares o amigos cercanos de sus familias. Es el caso de figuras como Carlos Fuentes, Elena
Poniatowska, Ethel Krauze, Héctor Vasconcelos, Juan Villoro o Carlos Loret de Mola, por citar
sólo a algunos. De académicos y funcionarios de alto nivel no doy nombres porque mi futu-
ro laboral depende de ellos; pero tengo un video que será entregado a los medios…
No es casual, entonces, que en sus biografías aparezca con frecuencia la frase: “me
inicié a muy temprana edad en el periodismo, o en las letras, o en las artes, o en la diplo-
macia”. ¿Por qué no se iniciaron en el franelerismo o en la venta de medias… horas de pla-
cer? Sin duda es una pregunta estúpida, pues nunca se la plantean quienes crecieron ro-
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Según la definición más común y superficial, un lector es alguien que lee libros: muchos,
buenos, y por placer. Yo les propongo otra definición: un lector es alguien que se apropia
del lenguaje de otros para expresar sus propias intenciones y para convertirse en autor y
actor de su lugar en el mundo (Hernández, 2004a). Apropiarse del lenguaje implica
aprender a manipularlo en forma deliberada (Kalman, 2004), pero esta apropiación no se
da, de manera primordial, leyendo, ni ocurre sólo en el contexto familiar. Así como un pintor
no se forma mirando cuadros sino pintando los suyos, un lector no se forma leyendo los
textos de otros, sino escribiendo los suyos (Hernández, 2003, 2004b). Aprender a escribir
implica apropiarse de las palabras y las ideas de otros, encontrar la voz propia, y hacerse
escuchar en conversaciones sociales que sólo tienen lugar fuera del espacio íntimo del
individuo y su familia. Convertirse en hablante y escritor de una lengua no significa sólo leer
textos ajenos, o leer por gusto, o leer “buenos libros”; significa, ante todo, tener algo qué
decir y entrar al espacio público de las conversaciones mediadas por lo escrito. Esto supone
identificarse a sí mismo como un hablante y escritor legítimo y autorizado para participar en
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Confinamiento
En este sentido, la barrera principal que los marginados deben superar para crecer social e
intelectualmente, y para apropiarse de prácticas legítimas y públicas de lengua escrita, no
es su escaso gusto por los libros y la lectura, sino el sentimiento de imposibilidad e infe-
rioridad que resultan de una vida de encierro físico, intelectual y social. En entrevistas con
hombres y mujeres del medio urbano marginal, he encontrado que su principal obstáculo es
justamente la imposibilidad para decidir casi cualquier cosa acerca de sus vidas, y para invo-
lucrarse intelectualmente en asuntos más allá de la esfera doméstica y de la sobrevivencia
inmediata. Confinamiento es entonces una palabra clave, porque confinamiento intelectual,
físico y social es lo que priva en sus vidas; y salir del confinamiento es condición esencial
para la apropiación del lenguaje. Los teóricos dicen que es nuestro deseo natural de identi-
ficarnos con otros cuyo lenguaje queremos hablar, leer, o escribir, lo que nos mueve a
apropiarnos de sus palabras (Ivanic, 1998, Bakhtin, 1981). Pero así como los migrantes
mexicanos en EU viven confinados en ghettos sociales, sin contacto con hablantes nativos
del inglés, los individuos marginados en México viven confinados en familias aisladas de las
instituciones educativas donde se genera, circula y se aprende el lenguaje escrito.
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En situaciones de crisis personal, el libro y la lectura pueden ciertamente ser un espacio pa-
ra imaginar, sonreír, soñar o incluso aliviar el dolor psíquico (Petit, 2001). Pero leer y soñar
no son actos de una mente amputada de un cuerpo; son acciones inseparables de la vida
material y social de ese cuerpo y sirven o estorban a sus propósitos y necesidades. Si des-
piertas del sueño de la lectura y el dinosaurio (del desempleo o el fracaso escolar) todavía
está allí, es que la crisis y la frustración son ya tu forma permanente de vida. Y este es el
caso de los grupos marginados alrededor del planeta.
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