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LA HOJA VOLANDERA

RESPONSABLE SERGIO MONTES GARCÍA


Correo electrónico sergiomontesgarcia@yahoo.com.mx
En Internet www.lahojavolandera.com.mx

Pobres pero leídos:


La familia (marginada) y la lectura en México 1

Gregorio Hernández Zamora*


1962-

*Licenciado en sociología (FCPyS-UNAM), tiene la Maestría en Educación


(DIE-CINVESTAV) y el Doctorado en Lengua y Cultura Escrita (Universidad de
California en Berkeley), grehz@yahoo.com.

Y así han pasado decenas de años


Pues en un mundo globalizado
La gente pobre no tiene lugar

Panteón Rococó

Colapso económico y familiar

Me invitan a participar en una mesa redonda con el tema “La familia y la lectura”, y lo pri-
mero que me pregunto es: ¿la familia de quién?, ¿qué tipo de familia?, ¿de qué clase o
estrato social?, ¿con qué nivel educativo? En México estas son preguntas inevitables, pues
las familias no son de “lectores” o de “no lectores”; sino de las que tienen demasiado, de
las que menos tienen, y de las que nada tienen ni tendrán, como lo dejan ver las estrategias
económicas en curso. De acuerdo con el Reporte Mundial del Desarrollo 2004, del Banco
Mundial, en México el 20% de las familias más ricas se lleva el 59.1% de la riqueza nacio-

1Ponencia presentada en la mesa redonda “La familia y la lectura”, del Seminario Internacional La lectura: de lo íntimo a lo
público. XXIV Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil. México, CENART: Nov-16-2004 (Agradezco a Ana Rosa Díaz
Aguilar la lectura y comentarios al texto original).

Septiembre 10 de 2007
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nal, mientras que el 20% más pobre sobrevive apenas con el 3.1% de la riqueza; es decir,
con migajas. Las historias de individuos reales que he recabado en los últimos años mues-
tran que quienes han crecido en la marginación urbana o rural en México han experimentado
los efectos de un colapso económico sostenido desde fines de los 70s, que incluye desem-
pleo masivo, devaluación salarial, y desmantelamiento de las economías locales. El trabajo
mismo les ha dejado de pertenecer a millones de globalizados, cuyas únicas opciones son o
el desempleo, o la “microempresa” callejera o la servidumbre en transnacionales que hoy
florecen en el páramo económico del país. En palabras de Marcos: “Donde había una ban-
dera, hoy hay un centro comercial. Donde había una historia, hoy hay un puesto de comida
rápida. Donde florecía el copihue, hoy hay un páramo. Donde había memoria, hoy hay
olvido. En lugar de justicia, limosna” (La Jornada, 9/oct/2004: 16).
Millones han perdido nada menos que sus medios materiales de sustentación, y sus
historias de vida reflejan las fuerzas económicas que los han empujando fuera del sistema
educativo: vidas dominadas por la inseguridad económica, estados permanentes de frustra-
ción, conflicto y temor. El resultado obvio de este proceso deliberado de destrucción econó-
mica ha sido un alarmante crecimiento en los índices de alcoholismo y drogadicción; vio-
lencia doméstica y callejera; la emergencia de una economía masivamente subterránea y en
gran medida criminal; y el colapso del sistema escolar como vía para el progreso so-
cioeconómico. En México más del 50% de los mayores de 15 años carece de escolaridad
básica, y menos del 20% de los jóvenes entre 18 y 24 años tienen acceso a la educación
superior.
En cuanto a las familias, el concepto mismo de “familia” no parece operar ya en la
realidad social de los marginados. A reserva de datos estadísticos que indiquen lo contrario,
las familias desintegradas son la norma entre los sectores marginados del país. Se trata de
familias desechas por la migración a EU o por la separación de los padres; pero también, y
en muchísimos casos, por la violencia y el abuso intrafamiliar ligados al desempleo, el haci-
namiento, las adicciones, la escasa educación de padres e hijos, y el maltrato de género.
Son éstos los patrones sistemáticos que yo he observado en las colonias populares del Va-
lle de México y que se rompen sólo por algunas excepciones que confirman la regla.
En el medio rural, aún más marginado, según datos oficiales, en el año 2004 cinco
millones de familias en México reciben 300 pesos bimestrales para no morir de hambre, a
través del programa Oportunidades, de combate a la pobreza. Son familias hundidas en el
desempleo o desechas por la migración a EU. Para muchas de ellas, la “beca” de $200
mensuales que reciben los niños por no desertar de la escuela se ha convertido en el prin-
cipal ingreso familiar. Un habitante de la comunidad hidalguense donde se inició programa
Oportunidades hace 7 años sintetiza así sus beneficios: “Aquí hemos sobrevivido por la
Unión Americana. Si no pudiéramos cruzar al otro lado, ¡ya nos hubiéramos comido entre
nosotros!” (El Universal, 9-nov-2004: A22).

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Este panorama gris de imposibilidad de una vida normal (Carpena, 2004), constituye
el sistema social en el que los niños, jóvenes y adultos pobres de México sobreviven y lu-
chan para negociar un lugar para sí mismos. Indigna entonces, que tras desmantelar las po-
sibilidades educativas de millones y la dignidad de nuestros maestros, sean las mismas
tecnocracias quienes decretan que lo que los despojados necesitan no es acceso pleno a la
educación y el trabajo, sino “competencias para la vida y el trabajo”, “alfabetización tecno-
lógica” o “mejores hábitos de lectura”.

¿Qué familias?

¿De qué familias y de qué lectura hablamos entonces? No se trata, sin duda, de las familias
educadas y de clase media, que leen tiernas historias a sus hijos mientras la sirvienta lava
los platos. Esta imagen romántica se cae frente a familias donde los hijos mantienen a sus
padres; donde los maridos abusan de hijos y esposas; o en donde las madres, solteras o
casadas, venden jugos en la calle en vez de sentarse a leer con sus hijos. Se trata de fami-
lias en las que no son los padres quienes socializan a sus hijos en la actividad de leer y es-
cribir, sino en donde padres sin escolaridad llegan a tener demandas de lectura y escritura
por sus hijos que van a la escuela. Lo mismo ocurre entre los mexicanos que aún sobreviven
en México, como entre los millones que se han ido a EU con todo y familia.
Pero aún hay en México gente muy instruida, incluso escritores o científicos, que
piensan que la condición para que los hijos se hagan lectores es que crezcan en hogares
con libros y padres que les lean. Así es, hasta cierto punto. Sin embargo, mi insana curio-
sidad me ha llevado a indagar las historias de vida de algunos escritores, periodistas y
académicos famosos. Y el patrón común que hallo en sus biografías es que en sus hogares
no sólo había libros y padres lectores; también había padres de muy alta escolaridad, clases
particulares de música, lenguas o literatura, viajes al extranjero, acceso a la educación supe-
rior y pertenencia a redes familiares y sociales directamente ligadas al periodismo, la litera-
tura, o la investigación científica. Por si fuera poco, desde muy jóvenes, muchos de ellos tu-
vieron como maestros e interlocutores a intelectuales de primer nivel, casualmente fami-
liares o amigos cercanos de sus familias. Es el caso de figuras como Carlos Fuentes, Elena
Poniatowska, Ethel Krauze, Héctor Vasconcelos, Juan Villoro o Carlos Loret de Mola, por citar
sólo a algunos. De académicos y funcionarios de alto nivel no doy nombres porque mi futu-
ro laboral depende de ellos; pero tengo un video que será entregado a los medios…
No es casual, entonces, que en sus biografías aparezca con frecuencia la frase: “me
inicié a muy temprana edad en el periodismo, o en las letras, o en las artes, o en la diplo-
macia”. ¿Por qué no se iniciaron en el franelerismo o en la venta de medias… horas de pla-
cer? Sin duda es una pregunta estúpida, pues nunca se la plantean quienes crecieron ro-

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deados no sólo de libros, sino también de familias bien colocadas. Pero yo me la hago
porque en la familia donde yo crecí no sólo no había libros y lectores; tampoco había
estatus social ni membresía en redes familiares, sociales o institucionales ligadas al trabajo
intelectual. Condición que, ahora veo, es crucial para acceder al mundo letrado, pues leer y
escribir son actividades intelectuales por excelencia.
Es cierto que no me invitaron a hablar de MI familia, sino de “LA” familia; ni de eco-
nomía, sino de lectura. Pero estos temas son tabú entre quienes desean convertir a México
en un “país de lectores”, y no en un país de gente con empleo, educación y salarios dignos.
El año pasado, por ejemplo, otro prestigioso escritor mexicano, de cuyo nombre no quiero
acordarme, afirmó que el rasgo común entre el joven fascista europeo y el asaltante y
violador en los microbuses chilangos, es que ninguno de los dos “tuvo la oportunidad de
leer”. La conclusión del ilustre escritor es que, como no leyeron, “su imaginación y su sen-
sibilidad quedaron muertas” (La Jornada, 30/Jul/2003). ¿No es paradójico que entre quie-
nes leen tanto haya ciegos para ver que lo que a los marginados les falta no es “lectura” o
“cultura”, sino el derecho simple y llano de definir y decidir sus propias vidas? Este tipo de
lectores saben leer libros, pero no el mundo, diría Paulo Freire. Olvidan que “los que no
leen” no son individuos separados del sistema económico, educativo y social que continua-
mente les cierra las puertas del trabajo, la educación y la cultura escrita asociada a dichos
mundos.

Del medio familiar al espacio público

Según la definición más común y superficial, un lector es alguien que lee libros: muchos,
buenos, y por placer. Yo les propongo otra definición: un lector es alguien que se apropia
del lenguaje de otros para expresar sus propias intenciones y para convertirse en autor y
actor de su lugar en el mundo (Hernández, 2004a). Apropiarse del lenguaje implica
aprender a manipularlo en forma deliberada (Kalman, 2004), pero esta apropiación no se
da, de manera primordial, leyendo, ni ocurre sólo en el contexto familiar. Así como un pintor
no se forma mirando cuadros sino pintando los suyos, un lector no se forma leyendo los
textos de otros, sino escribiendo los suyos (Hernández, 2003, 2004b). Aprender a escribir
implica apropiarse de las palabras y las ideas de otros, encontrar la voz propia, y hacerse
escuchar en conversaciones sociales que sólo tienen lugar fuera del espacio íntimo del
individuo y su familia. Convertirse en hablante y escritor de una lengua no significa sólo leer
textos ajenos, o leer por gusto, o leer “buenos libros”; significa, ante todo, tener algo qué
decir y entrar al espacio público de las conversaciones mediadas por lo escrito. Esto supone
identificarse a sí mismo como un hablante y escritor legítimo y autorizado para participar en

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las instituciones políticas, culturales y educativas de la sociedad. Pero hay que entender
que producir escritores no se logra fomentando la lectura ni sólo en la escuela básica. La
producción intelectual (o sea editorial), de los países industrializados es indisociable de sus
amplios sistemas de investigación y educación superior, que es donde se produce conoci-
miento original y sofisticado, mentes pensantes y, por lo tanto, profesores que enseñan o
muestran a los niños y jóvenes cómo hablar y pensar, es decir cómo escribir.
La pregunta central de la relación entre familia y lectura no es, por tanto, de qué ma-
nera los padres pueden acercar a sus hijos a los libros, sino a qué tipo de instituciones y
comunidades letradas tienen acceso las familias de los sectores históricamente marginados.
La familia es una comunidad de socialización primaria, donde el niño adquiere su lengua
materna. Pero la lengua escrita es una especie de segunda lengua, cuyo aprendizaje tiene
lugar en espacios de socialización secundaria, como las escuelas, universidades o comuni-
dades letradas de otro tipo; pero las comunidades letradas han sido históricamente grupos
de élite que mantienen su conocimiento, su poder, y a sí mismos, separados de las masas
(Heath, 1986). Al menos en México, las mayorías tienen acceso casi exclusivamente a la
escuela básica, no a la educación superior ni a círculos literarios; y a una educación básica
con maestros empobrecidos y donde privan prácticas pedagógicas bancarias, orientadas a
los aspectos más mecánicos de la lectura y la escritura; no a leer para escribir, para pensar,
o para generar y comunicar conocimiento.

Confinamiento

En este sentido, la barrera principal que los marginados deben superar para crecer social e
intelectualmente, y para apropiarse de prácticas legítimas y públicas de lengua escrita, no
es su escaso gusto por los libros y la lectura, sino el sentimiento de imposibilidad e infe-
rioridad que resultan de una vida de encierro físico, intelectual y social. En entrevistas con
hombres y mujeres del medio urbano marginal, he encontrado que su principal obstáculo es
justamente la imposibilidad para decidir casi cualquier cosa acerca de sus vidas, y para invo-
lucrarse intelectualmente en asuntos más allá de la esfera doméstica y de la sobrevivencia
inmediata. Confinamiento es entonces una palabra clave, porque confinamiento intelectual,
físico y social es lo que priva en sus vidas; y salir del confinamiento es condición esencial
para la apropiación del lenguaje. Los teóricos dicen que es nuestro deseo natural de identi-
ficarnos con otros cuyo lenguaje queremos hablar, leer, o escribir, lo que nos mueve a
apropiarnos de sus palabras (Ivanic, 1998, Bakhtin, 1981). Pero así como los migrantes
mexicanos en EU viven confinados en ghettos sociales, sin contacto con hablantes nativos
del inglés, los individuos marginados en México viven confinados en familias aisladas de las
instituciones educativas donde se genera, circula y se aprende el lenguaje escrito.

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Por lo anterior, el problema central de la educación de las mayorías no es convertir a
los marginados en “lectores”, sino contribuir a que individuos, cuyas vidas comienzan en
espacios sociales, comunicativos e ideológicos muy estrechos, salgan del confinamiento do-
méstico y laboral y amplíen sus horizontes de acción y pensamiento, se apropien de nuevos
lenguajes y discursos, y transformen su sentido de identidad. Experimentar libertad es lo
que hace posible tomar conciencia de la diversidad de ideas y lenguajes vinculados con dis-
tintos mundos sociales, y lo que permite encontrar una voz propia para respaldar o con-
testar los discursos e ideologías dominantes en la sociedad. Pero libertad es justo lo que
está negado para sectores sociales cuyas vidas oscilan entre el trabajo alienante y el
desempleo; y para quienes la inseguridad es lo único seguro en sus vidas. Muchas personas
provenientes de familias de “no lectores”, como yo, hemos descubierto esta libertad sólo al
salir de la familia y entrar en mundos sociales e ideológicos más amplios, como los de las
organizaciones políticas, religiosas, espiritualistas, naturistas, deportivas, o artísticas; o al
tener acceso a las instituciones educativas, especialmente las de nivel superior. Salir del
confinamiento es, entonces, la experiencia clave en el desarrollo intelectual y comunicativo
de gente que vive al margen de la sociedad y sus instituciones culturales. La barrera no es
la falta de lectura, sino la falta de empleo y de oportunidades educativas, las condiciones de
vida opresivas y en muchos casos autodestructivas, y la auto-imagen devaluada que dichas
condiciones engendran. Cualquiera sabe que nada golpea más la autoestima de una persona
que fracasar en la escuela o perder el empleo (excepto nuestro secretario de Economía,
Fernando Canales Clariond, quien declaró que perder el empleo “pasa hasta en las mejores
familias”, justo cuando el desempleo rompió su record histórico en México).
¿Por qué los pobres no ansían leer “buenos libros”, pero sí participar en grupos e
instituciones de diverso tipo? ¿Qué encuentran allí que no hay en sus familias? En la inves-
tigación que realicé en Iztapalapa (Hernández, 2004c), el área más caótica, poblada y peli-
grosa de la Ciudad de México, encontré que a pesar de sus presiones económicas, la gente
busca ávidamente filosofías, teorías, y conocimientos que le sirvan para explicarse el mundo
y a sí mismos; para construir fortaleza interna y motivación; para emprender acción en el
mundo; y para lograr un mayor control sobre sus vidas. Pero esto no lo encuentran en la
lectura aislada de libros, sino en la participación en grupos comunitarios que les dan acceso
a tres recursos de aprendizaje esenciales: 1) contacto directo con guías intelectuales que
diseminan discursos poderosos, para entender y contestar otros discursos; que enseñan a
interpretar textos para interpretar el mundo, y que ejemplifican cómo pensar, hablar y ac-
tuar; 2) experiencias de aprendizaje que involucran a la vez la mente y el cuerpo, la parti-
cipación social y la reconstrucción emocional; y 3) Prácticas de lectura y escritura cuyo fin
no es “crear el hábito” de la lectura, sino informar diálogos y acciones colectivas; justo el ti-
po de diálogos que no ocurren en su contexto familiar ni en las escuelas a las que tienen
acceso.

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El resultado central de estas experiencias poderosas de aprendizaje, es la trans-
formación de su auto-percepción como personas competentes y autorizadas para pensar,
hablar y participar. Y este es un punto crucial: una persona, para llegar a ser hablante y es-
critor de una lengua, debe apropiarse del discurso de una comunidad de hablantes; y para
hacerlo, debe tomar la identidad de miembro de esa comunidad. En el caso de la cultura es-
crita literaria o académica, esa es la identidad de una persona con autoridad; y aquí radica
el problema: lo que paraliza a muchas personas marginadas frente a la cultura escrita de
élite, es una visión de sí mismos como gente sin conocimiento, sin confianza y sin autoridad
para hablar, escribir o pensar en público. Para muchos, esto es el legado de su origen de
clase, de su edad, de su género, o de su fracaso escolar previo; y muchos dudan de si ellos
tienen siquiera el derecho o el deseo de pertenecer a una comunidad letrada o educada. So-
bre todo porque sentirse autorizado para hablar y escribir es muy difícil cuando uno provie-
ne de una familia que ha vivido la marginación, la opresión, y la inferiorización en todas sus
formas. Y esto no se resuelve sólo con lectura, como lo ilustra el siguiente ejemplo. Se trata
de un amigo mío de Iztapalapa que es taxista y sólo estudió la secundaria, pero lee y sabe
bastante de historia prehispánica; cuando le pregunté si alguna vez había hecho preguntas
o comentarios en las conferencias que ha escuchado en museos a los que asiste por interés
personal, contestó:

“Mmmuy pocas veces, soy algo tímido para levantarme y más


que nada porque dices ‘¡ay güey! quién sabe qué nivel tengan
las personas que están aquí a tu alrededor, y te intimidas. Más
que nada porque cuando llegas a un museo ves la diferencia de
gente que hay... como que ves pura gente cerebrito, pura gente
estudiante. O sea, dices: a la mejor hago una pregunta, quién
sabe si todo mundo se ría de mí.”

Es inevitable que una persona de baja escolaridad se sienta intimidada para


expresarse en espacios públicos donde las diferencias de estatus educativo y lingüístico son
visibles, como los museos, recintos asociados con la “alta cultura”. Y el caso de mi amigo,
que es similar al de muchos marginados, muestra que leer y saber mucho no saca del con-
finamiento intelectual y social. Hace falta legitimar lo que uno lee y sabe, y eso sólo ocurre
cuando uno es considerado por otros y por sí mismo, como miembro de grupos o insti-
tuciones educativas y culturales más allá de la familia. Pero al igual que para millones, para
mi amigo es imposible entrar en estos espacios públicos porque “trabajo entre 12 y 16 ho-
ras diarias… Quisiera dejar el taxi pero ¿para meterme a un trabajo donde tenga que estar
encerrado todo el día y ganar todavía menos? Tengo varios proyectos que me gustaría de-
sarrollar, pero se necesita dinero y tiempo, y no sé qué hacer”.

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Aislar y confinar a los marginados para intimidarlos y silenciarlos es la clave del con-
trol ideológico y político. No es casual que el concepto de confinamiento haya sido teoriza-
do, a partir de evidencias empíricas, por la CIA, la policía política de EU. El Manual de In-
terrogatorios, conocido como Manual Kubark, es uno de los documentos desclasificados de
la CIA que todo amante de la lectura debería leer (aunque dudo que con mucho placer). Es-
te manual explica las “técnicas coercitivas” –nombre que la CIA da a la tortura– que deben
utilizarse con el fin de inducir la “regresión psicológica” en el prisionero político. Regresión
se define como la pérdida de autonomía y de toda capacidad para resistir y llevar a cabo
actividades creativas. Para llevar a un prisionero al estado de regresión psicológica, explica
el Manual, se le debe aislar, confinarlo en una celda, y privarlo de todo contacto social y es-
tímulo sensorial –excepto, claro, del estímulo sensorial de la tortura. La misión del buen tor-
turador, según la CIA, no es destruir al prisionero, sino llevarlo al estado límite de regresión:
el síndrome DDD, siglas en inglés de Debilidad, Dependencia y Miedo (Debility, Depen-
dency, Dread).
Si en sus mentes aparece la imagen de los prisioneros afganos e iraquíes aislados y
encapuchados en Guantánamo o en Bagdad, les aclaro que el Manual Kubark no fue creado
para ellos, sino para nosotros los latinoamericanos, en especial para todo aquel que duran-
te los últimos 50 años propagara la idea de que los gobiernos tienen responsabilidad direc-
ta por el bienestar de sus poblaciones (Chosmky, 1987, 2002). ¿Pero qué tienen que ver la
CIA y la regresión psicológica con el tema de la familia y lectura? Nada; excepto que la pér-
dida de autonomía y el desarrollo de debilidad, dependencia y miedo es justamente lo que
se ha provocado a escala masiva en millones de familias mexicanas durante los últimos 25
años de ataque económico, político y militar ininterrumpido. Y apropiarse de la lengua ha-
blada y escrita tiene como condición justamente lo contrario: lograr autonomía y desarrollar
un sentido de uno mismo como actor social, es decir como sujeto capaz de actuar, influir y
dar forma a la historia de sí mismo y del mundo.

Zapatistas: más allá de la lectura y la familia

En situaciones de crisis personal, el libro y la lectura pueden ciertamente ser un espacio pa-
ra imaginar, sonreír, soñar o incluso aliviar el dolor psíquico (Petit, 2001). Pero leer y soñar
no son actos de una mente amputada de un cuerpo; son acciones inseparables de la vida
material y social de ese cuerpo y sirven o estorban a sus propósitos y necesidades. Si des-
piertas del sueño de la lectura y el dinosaurio (del desempleo o el fracaso escolar) todavía
está allí, es que la crisis y la frustración son ya tu forma permanente de vida. Y este es el
caso de los grupos marginados alrededor del planeta.

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Una cosa es, entonces, leer como paliativo para aliviar u olvidar el dolor de vivir con
una bota en el pescuezo y otra muy distinta es leer, hablar y escribir para actuar y sacudirte
esa bota, para liberar tu vida fuera del espacio mental de la enso-
ñación. Y eso es justo lo que están haciendo los indígenas de 30 mu-
nicipios autónomos de Chiapas. A diferencia del resto del país, los in-
dígenas zapatistas no están fomentando la lectura, sino la toma de es-
pacios públicos para dar voz a “los sin voz”. Han creado una estación
de radio (Radio Insurgente) en la que hombres y mujeres indígenas,
además de Marcos, son locutores, reporteros y dadores de noticias.
Están trabajando, por lo mismo, en la formación de escritores, perio-
distas y videoastas indígenas. Buscan avanzar en la escolarización de
sus comunidades, hasta crear una Universidad Zapatista. Han escrito y
publicado comunicados, cartas, cuentos y declaraciones, que definen
quiénes son y qué futuro quieren para sus comunidades, y han emprendido las acciones ne-
cesarias para realizar sus sueños, o al menos lo intentan.
Todo esto contradice el credo neoliberal según el cual lo que los
pobres necesitan es elevar su productividad y su nivel de tolerancia al
desempleo y la frustración. ¿No es paradójico que sean los indígenas,
es decir los más pobres entre los pobres, los menos educados, los me-
nos letrados, quienes entiendan mejor lo que en verdad está en juego? Porque la lectura-
paliativo parece estar convirtiéndose en lo que una película de ciencia ficción llamó la Ma-
trix, un mundo soñado que ha sido puesto frente a nuestros ojos para evitar que veamos el
mundo real, fuera de los sueños. Hace muchos años, Marx llamó a esto, el opio del pueblo.
Preguntar a quienes viven en estado de crisis perpetua sobre sus experiencias gratas
con la lectura, es una cosa. Preguntarles sobre sus planes, sus deseos y los obstáculos que
enfrentan para realizarlos, es otra. Porque lo que uno escucha son voces entrecortadas que
narran historias de proyectos truncos y de deseos que se marchitan como uvas bajo el sol.
¿Y a dónde van los deseos que no se realizan? ¿No se convertirán en la violencia y cri-
minalidad que el ilustre escritor atribuye a la falta de lectura? ¿Se pueden realizar leyendo?

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Subcomandante Marcos. En memoria de Miguel Enriquez. La Jornada: Oct/9/2004, p.16

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