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El complejo industrial-pedagógico.

En algunos momentos de raro optimismo me parece ver que se extiende una conciencia
imprecisa del estado de emergencia terminal en que nos encontramos. Antes del clímax
todavía puede producirse, sin embargo, un grado más de agotamiento, un nuevo paso en una
descomposición que ya antes había juzgado definitiva. Me angustia pensar que el proceso
pudiera no conocer límite, como un abismo que se hunde siempre sin alcanzar la roca madre
sobre la que reconstruir los elementos de la civilización. Ha de acabar este hastío, ha de haber
un orden bajo la densa pasta antropológica en que se ha convertido nuestra convivencia.

Cuesta escuchar en boca de los administradores la apelación a la “ley y al sentido común”,


como si no fueran antagónicos, como si no sucediera que la ley suplanta y sustituye – siempre
sucedáneamente – al sentido común. Es preciso legislar al detalle cada aspecto de la
convivencia porque, justamente, ha desparecido el sentido común. Como si no se hubiera
extinguido hace tiempo cualquier vestigio de comunidad, como si no fuéramos ya un gentío,
una muchedumbre, una peligrosa suma de conciencias diminutas pero soberbias: ególatras
disminuidos, autócratas llevados del dogal de su atención cautiva, de su percepción servil.
Entre esa multitud es peligroso corregir la dirección de la mirada. Siempre fue así, desde la
vieja leyenda platónica de un fugitivo del submundo que, tras haber visto la luz conservó
todavía la piedad necesaria para luchar por la libertad de los cautivos. Esa piedad, signo de su
libertad, le costó la vida. Es difícil habitar en medio de la manada global, es peligroso habitar lo
inhabitable y tratar de atender realmente más allá del horizonte virtual que se nos diseña.

En el complejo industrial-pedagógico por el que pasa la muchedumbre de egos diminutos la


legislación es exhaustiva. Se han extendido masivamente los servicios jurídicos, las sanciones
se dirimen como disquisiciones expertas, el detalle de una simple amonestación escolar exige
la vana precisión de la escolástica alejandrina. Una consecuencia ineludible es el incremento
exponencial del aparato burocrático: modelos, instancias, formularios de todo tipo median
cualquier relación, estandarizan cualquier encuentro. La vigilancia alcanza una minuciosidad
tendencialmente perfecta: grabación telefónica, certificados digitales, información detallada y
certificada.

En esta atmósfera la comunicación es sustituida por la transmisión de datos y, por su parte, la


conversación no formalizada se embrutece, espita que deja escapar la presión, residuo no
apresado por el aparato formador. El trato mutuo adquiere el estilo del serrallo, del burdel o
de la banda. En el programa formador se conservan los viejos nombres sin que parezca
advertirse la estridencia: humanidades, filosofía, lenguas clásicas, religión... las ciencias
estrictas se han visto algo menos afectadas, pero – sobre todo – prosperan las pseudociencias:
pedagogía, mindfulness, técnicas de convivencia...

Decía que pudiera estar apareciendo una cierta conciencia del estado de ruina de la educación,
pero me angustia pensar que hay todavía margen para la descomposición. Es especialmente el
caso de la educación estatal o pública, pero no es muy distinta la situación de la educación de
pago o privada. Es mucho más que la escuela lo que se viene abajo, estamos en una sociedad
agónica, acaso decidida a desconocer su estado y de ahí el enorme riesgo en que nos hallamos.

El problema tiene, para los más viejos, una dimensión biográfica ¿Cómo es que un hijo de
campesinos analfabetos pudo consumir su vida en una dedicación sostenida y sistemática a la
lectura o al estudio de unos saberes hoy socialmente desacreditados? ¿Qué vuelco en la
estimativa dominante orienta hoy a tantos a actividades no sólo distintas, sino radicalmente
contrarias al ejercicio de las humanidades en general y, en especial, de la filosofía?
En los últimos cincuenta años ha desaparecido una, acaso ingenua, veneración hacia ciertas
figuras culturales investidas de autoridad. Desparecieron los nombres grandes de la literatura
o de las ciencias. El escritor decayó en redactor o en tertuliano, la inteligencia científica se ha
constituido en red o se ha plasmado en equipos de investigación, el filósofo o el sabio es hoy
gurú de la autoayuda o gestor de recursos humanos. Ha desaparecido la clerecía y también se
han ido los fieles de la doctrina, les sustituye una población descreída que ha perdido la
ingenuidad (o nunca la tuvo) y que, lejos de sufrir por una privación o una carencia, ostenta la
plena disponibilidad o el libre acceso a bibliotecas infinitas y músicas inagotables, a recursos
sin término que no requieren ser frecuentados. Se confunde así la lenta nutrición y el
crecimiento orgánico con la disponibilidad indeterminada. Como si esos bienes fueran valores
abstractos, magnitudes contables, y no la tierra elemental sobre la que prosperamos.

La población sometida al sistema pedagógico-industrial expresa un desprecio creciente hacia el


docente, contrafigura del maestro. Un desprecio que toca la ofensa y se manifiesta en formas
–menores, pero cotidianas – de agresión. Por mi parte, creo que ese vuelco en la estimativa
consiste en la ruina de lo que llamó Orwell la decencia común: “una mezcla de honradez y
sentido común, desconfianza hacia las grandes palabras y respeto a la palabra dada,
apreciación realista de la realidad y de atención al prójimo”. Así caracterizaba E. Carrère esa
honestidad o decencia común que Orwell juzgaba presente en el pueblo, más que en las clases
superiores y sumamente rara en los intelectuales. Es la barrera – hoy demolida – que resistía,
hace todavía algunas décadas, a las fuerzas de descomposición que pudieran estar tocando su
límite.

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