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En algunos momentos de raro optimismo me parece ver que se extiende una conciencia
imprecisa del estado de emergencia terminal en que nos encontramos. Antes del clímax
todavía puede producirse, sin embargo, un grado más de agotamiento, un nuevo paso en una
descomposición que ya antes había juzgado definitiva. Me angustia pensar que el proceso
pudiera no conocer límite, como un abismo que se hunde siempre sin alcanzar la roca madre
sobre la que reconstruir los elementos de la civilización. Ha de acabar este hastío, ha de haber
un orden bajo la densa pasta antropológica en que se ha convertido nuestra convivencia.
Decía que pudiera estar apareciendo una cierta conciencia del estado de ruina de la educación,
pero me angustia pensar que hay todavía margen para la descomposición. Es especialmente el
caso de la educación estatal o pública, pero no es muy distinta la situación de la educación de
pago o privada. Es mucho más que la escuela lo que se viene abajo, estamos en una sociedad
agónica, acaso decidida a desconocer su estado y de ahí el enorme riesgo en que nos hallamos.
El problema tiene, para los más viejos, una dimensión biográfica ¿Cómo es que un hijo de
campesinos analfabetos pudo consumir su vida en una dedicación sostenida y sistemática a la
lectura o al estudio de unos saberes hoy socialmente desacreditados? ¿Qué vuelco en la
estimativa dominante orienta hoy a tantos a actividades no sólo distintas, sino radicalmente
contrarias al ejercicio de las humanidades en general y, en especial, de la filosofía?
En los últimos cincuenta años ha desaparecido una, acaso ingenua, veneración hacia ciertas
figuras culturales investidas de autoridad. Desparecieron los nombres grandes de la literatura
o de las ciencias. El escritor decayó en redactor o en tertuliano, la inteligencia científica se ha
constituido en red o se ha plasmado en equipos de investigación, el filósofo o el sabio es hoy
gurú de la autoayuda o gestor de recursos humanos. Ha desaparecido la clerecía y también se
han ido los fieles de la doctrina, les sustituye una población descreída que ha perdido la
ingenuidad (o nunca la tuvo) y que, lejos de sufrir por una privación o una carencia, ostenta la
plena disponibilidad o el libre acceso a bibliotecas infinitas y músicas inagotables, a recursos
sin término que no requieren ser frecuentados. Se confunde así la lenta nutrición y el
crecimiento orgánico con la disponibilidad indeterminada. Como si esos bienes fueran valores
abstractos, magnitudes contables, y no la tierra elemental sobre la que prosperamos.