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STEPHANOS CHARALAMBIDIS

EL MATRIMONIO EN LA IGLESIA ORTODOXA


Le mariage dans l'église orthodoxe, Contacts 30 (1978) 52-76

El misterio de la persona humana

1. La facultad de amar es el sello de la imagen de Dios en el hombre (1 Jn 3,1). Por eso,


este estudio se propone, en primer lugar, centrar la atención sobre el matrimonio en
cuanto sacramento en la concepción ortodoxa, es decir, sobre aquel aspecto que ni la
psicología, ni el derecho pueden agotar. En el matrimonio cristiano el hombre es ante
todo un ciudadano del Reino de Dios. "Cuando el hombre y la mujer se unen en
matrimonio, afirma Juan Crisóstomo (P. G. 61,215; 62,387), ellos no forman una
imagen de algo terrenal, sino de Dios mismo", y expresan no ya la unidad de la pareja
sino de lo masculino y femenino en la totalidad integrada del Nuevo Adán.

2. De este modo el matrimonio remonta hasta antes de la caída. A través del "memorial"
del sacramento, el amor hace otra vez accesible el paraíso en la tierra. El estado
matrimonial es una vocación particular para conseguir la ple nitud en Dios y para
superar la condición pecaminosa de separación y aislamiento egocéntrico.

3. En este punto de nuestra reflexión conviene pararse un poco sobre el misterio de la


persona humana. La evolución histórica de la noción de persona es muy compleja. El
término griego "prosopon" y el latino "persona" significaban, inicialmente, la máscara
de teatro y, más tarde, indicaban el rol, sea del actor en el teatro sea del individuo en la
sociedad.

El cristianismo aporta un cambia muy profundo. Según el evangelio el hombre es


considerado como "único": su alma es más preciosa que todo lo demás porque el
hombre está hecho "a la imagen de Dios". Filosóficamente se puede distinguir entre
individuo y persona. Si el individuo es engendrado por un proceso natural y biológico, y
es una parte de la especie, del cosmos y de la sociedad, la persona es una categoría
espiritual y tiene un yo más profundo que el yo empírico individual, un yo que está
abierto a todo y a todos, llamado a reunir, por el amor, la naturaleza creada con la
increada. Esta observación filosófica viene perfeccionada por los Padres, porque
describen el misterio del hombre a la luz del misterio trinitario. Gregorio de Nisa
afirma: "Nuestra naturaleza espiritual existe según la imagen del Creador, ella se
asemeja a lo que está más arriba de ella misma; en la incognoscibilidad de sí misma,
ella manifiesta el sello de lo inaccesible". Si, por una parte, Dios habita una "luz
inaccesible", por otra el hombre que está hecho según la imagen de Dios, descubre
también su propia profundidad inaccesible. Estrictamente hablando sólo existe la
persona de Dios. El hombre "imagen" siente la nostalgia de serlo por participación en
un Arquetipo. Es precisamente en la Encarnación donde la "creación a imagen de Dios",
que distingue al hombre del resto del cosmos, recibe su valor pleno La luz de Cristo,
"Hombre perfecto", ilumina la estructura última de la persona humana tal como Dios la
quiso en su proyecto inicial de deiformidad y que Cristo consuma como estructura
teándrica divino-humana.

4. Pero la caída ha pervertido la ontología humana, separándola en mala masculinidad y


mala feminidad, rompiendo la unidad diádica inicial donde el hombre no era "hombre o
mujer", sino "hombre y mujer". Este "y" ontológico expresa la Teantropía, la imagen de
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Dios en el hombre. Se puede explicar el cambio de la manera siguiente: en el hombre


aparece el sexo en cuanto elemento autónomo, rebelde al espíritu. La venida del Reino
coincidirá con la madurez del amor conyugal en un solo ser, en la realidad panhumana
recapitulada en Cristo, quien hace desaparecer la distancia culpable entre interior y
exterior en la que estriba propiamente la concupiscencia. San Clemente de Roma cita
unas palabras muy misteriosas atribuidas a Jesús que explican muy bien lo que
acabamos de decir. "El Señor", interrogado sobre la venida del Reino habría contestado:
"Cuando dos sean uno y lo exterior sea como lo interior, y lo masculino y lo femenino
reunido ya no sean ni masculino ni femenino". (2 Clem "ad Cor." 12,2).

5. De este modo el matrimonio está relacionado con la auto-revelación y a la


autodeterminación de la persona humana. El contenido de este misterio será la
transfiguración de la persona humana. El contenido de este misterio será la
transfiguración del amor humano en una realidad nueva, de origen celestial, que se
encarna por gracia en esta vida. Será de naturaleza escatológica, porque bajo el signo de
la Cruz y de la Resurrección, anticipa la gloria del Reino, la gloria de la deificación.

Carácter eclesial del sacramento del matrimonio

"Este misterio es grande; lo digo con relación a Cristo y la Iglesia" (Ef 5,32). El capítulo
quinto de la carta a los Efesios revela lo que es verdaderamente nuevo en el matrimonio
cristiano, que no se puede reducir ni al utilitarismo judío, ni al legalismo romano: la
posibilidad de transfigurar la unión de los esposos en una realidad nueva, la realidad del
Reino de Dios. El matrimonio cristiano es único, no por el hecho de una ley abstracta o
por el hecho de un interdicto moral, sino en cuanto sacramento del Reino de Dios que
nos hace penetrar en el gozo eterno del amor eterno.

Es verdad que la doctrina cristiana del matrimonio choca con la realidad práctica y
empírica de una naturaleza humana "caída", y, por lo tanto, parece un ideal irrealizable.
Pero la diferencia entre un sacramento y un ideal estriba precisamente en que el
sacramento no es una abstracción imaginaria, sino una experiencia en la que no es
solamente el hombre quien actúa, sino el hombre en unión con Dios. En el sacramento
la humanidad comulga con la realidad suprema del Espíritu Santo, quedando
plenamente humanizada, cumpliendo el destino que después de Pentecostés Cristo ha
fijado a toda la humanidad "Que ellos sean uno, como nosotros somos uno" (Jn.
17,2223). Así, en la vida divina donde el mundo se transforma por dentro, lo imposible
se hace posible si el hombre, por su libertad, recibe lo que Dios le ofrece.

2. Según relata el Génesis, en el paraíso nosotros no encontramos al monje, sino a la


pareja. Ciertamente que la condición de separados ha tocado profundamente la relación
del hombre y la mujer. El uno y el otro han sido arrastrados por el juego impersonal y
doloroso del eros. Solamente en Cristo, en el misterioso encuentro de Cristo con la
Iglesia, el cristiano puede buscar la reconciliación del hombre y la mujer, de lo
femenino y lo masculino, del eros y la persona.

El cristianismo ha afirmado definitivamente la transcendencia de la persona, y por lo


tanto el hombre y la mujer son personas, más que iguales, absolutas. Simultáneamente
Cristo ha reestablecido la polaridad correcta de lo masculino y de lo femenino, lo ha
pacificado e iluminado por este gran amor que circula entre él y la Iglesia, entre él y la
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tierra deificada por la eucaristía. Bajo esta perspectiva, el matrimonio no es sociológico,


y una relación propiamente cristiana no puede tener como finalidad la procreación.
Además, puesto que Cristo está presente en el matrimonio, todo obstáculo no
desaparece pero se interioriza y llega a ser la dura necesidad de respetar al otro, para
que éste, demasiado cercano, permanezca siendo al mismo tiempo, prójimo. Ser una
misma carne no es fusión sino comunión; es rehusar objetivar al eros con su conjunto de
imágenes y sus mecanismos y equilibrarlo en la atención al otro y en la superación que
engendra un servicio mutuo.

3. Ahora bien, es en la Eucaristía donde el Reino de Dios se hace accesible a la


experiencia humana, donde la Iglesia terrenal es de verdad la iglesia celestial, cuando a
la cabeza de una asamblea humana se pone a Cristo mismo y la asamblea llega a ser su
Cuerpo de modo que se destruye la barrera entre el proceso histórico y la eternidad. Por
eso el matrimonio, en cuanto sacramento, no puede estar separado de la eucaristía.
Porque la eucaristía desde siempre es la norma de la eclesialidad, fuera de la eucaristía
no puede haber sacramento. En este contexto eucarístico reside la clave de la
comprensión de los textos neotestamentarios y de la práctica de la Iglesia Ortodoxa con
relación al matrimonio. En la Iglesia Ortodoxa el "celebrante" del sacramento del
matrimonio no puede ser otro que el obispo o el sacerdote, es decir el celebrante de la
eucaristía. Si, además, el sacramento del matrimonio es anticipo del Reino de Dios, no
puede ser un asunto privado, o de los parientes y amigos de los esposos, sino de toda la
comunidad eclesial. Desde aquí se puede explicar la ulterior legislación de la Ortodoxia
en esta materia.

4. Nuestro ritual actual del matrimonio conserva, igualmente, las huellas de su antigua
eucarística y se encuentra en él una estructura litúrgica idéntica a la de la Divina
Liturgia, con su momento de la ofrenda, de la epíclesis, de la comunión de los Santos
Dones, y su acción de gracias. En muchas oraciones se pide la castidad conyugal, la
integridad del ser. La oración para la castidad conyugal es lo opuesto a una concepción
de "remedio contra la concupiscencia", ella pide otra cosa: el milagro de la
transfiguración del eros. El; pecado carnal no es el "pecado de la carne", sino el pecado
"contra la carne", contra lo sagrado y contra la santidad de la encarnación.

5. En conclusión, el matrimonio en la Iglesia ortodoxa es un sacramento. Pero un


sacramento no es magia, porque la gracia del sacramento no quita la libertad, sino que
abre al hombre las puertas de un crecimiento espiritual y de una transfiguración
plenamente voluntarias y libres. Además, todo sacramento no tiene sentido sino dentro
de la plenitud del Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Con esta referencia a las realidades del
Cuerpo de Cristo se pueden salvar los momentos difíciles del matrimonio. En estos
momentos se experimenta la estrecha relación entre el matrimonio y el martirio de la
Cruz, que desde siempre manifiesta la perfección del amor.

El matrimonio de los sacerdotes

1. En la tradición de la Iglesia indivisa, desde el origen del cristianismo hasta nuestros


días, la dualidad de la vida monástica y de la vida conyugal no coincide en nada con la
dualidad del sacerdocio y del laicado. Un laico puede tener necesidad del celibato para
realizarse. Los monjes, en occidente hasta la época carolingia, en oriente hasta nuestros
días con muy pocas excepciones, son casi siempre laicos. Si un laico puede ser llamado
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para una vocación de célibe, un casado puede ser escogido para una vocación de
sacerdote, y esto en oriente es común. Sin embargo, puesto que se trata de la esfera
siempre creativa del amor, se puede concebir, y el ejemplo de Pablo nos da coraje para
ello, que un sacerdote quede célibe para una mayor disponibilidad apostólica. Esto
parece ser algo adquirido en la experiencia occidental del sacerdocio. Por lo tanto la
Iglesia puede escoger sus sacerdotes tanto entre los mejores de los célibes como entre
los mejores de los hombres casados. Lo esencial es no clericalizar al celibato, ni
descalificar al matrimonio, porque los diversos sacramentos son todos rayos del único
sol eucarístico, y no se ve por qué, si el matrimonio es un sacramento, es incompatible
con el orden. Quizás este problema no tiene solución en la Iglesia Católica, no sólo a
causa de un largo condicionamiento histórico, sino porque hace falta el ambiente
profundamente ascético, estímulo para todos hacia una castidad auténtica, que suscita la
primacía de la vida monástica en la Iglesia. Al contrario, los delirios contemporáneos
con relación a la realización del hombre a través de una "libre" sexualidad, arrastran al
clero, sobre todo cuando la mayoría de los sacerdotes, según Olivier Clement, han sido
"puestos a parte" demasiado jóvenes, debido a una concepción individualista y
sentimental de la "vocación", y, por lo tanto, pasan su crisis de adolescencia a los
cuarenta o cincuenta años.

2. Así, en Oriente se ha conservado la tradición de la Iglesia antigua. En la época del


concilio de Nicea, algunos miembros de esta asamblea, sea a causa de un dualismo de
tipo maniqueo que reaccionaba contra el pansexualismo de ciertos cultos paganos, sea
por el resurgir de la dialéctica veterotestamentaria de lo puro y de lo impuro, se pusieron
el problema de si el matrimonio era puro o impuro, hasta tal punto que deseaban que se
impusiese la continencia perpetua a los clérigos casados. Fue entonces cuando un monje
egipcio, Pafnucio, que conocía por experiencia los caminos de la castidad ascética,
recordó con fuerza que el matrimonio es casto, y que es conciliable con el ejercicio del
sacerdocio. De aquí derivan las normas canónicas de una absoluta monogamia con
relación al clero casado. Además, el principio de no casarse después de la ordenación
depende, por una parte de una exigencia pastoral, porque la Iglesia exige que los
clérigos sean personas estables y en plena madurez, y, por otra, de una cierta
superioridad del sacramento del sacerdocio sobre el matrimonio, ya que el primero es
una institución divina y el segundo una bendición divina de una institución natural.

3. Con relación a las segundas nupcias, hay que precisar que las normas canónicas con
relación a la unicidad absoluta del matrimonio del que es candidato al sacerdocio y de
su esposa, tienen relación con la esencia misma de la enseñanza de la Iglesia sobre el
matrimonio. La razón esencial es que la Iglesia no reconoce valor sacramental en su
plenitud más que al primer matrimonio, y los sacerdotes deben practicar, primero ellos,
lo que enseñan a los fieles. La indulgencia que se concede a los laicos para un segundo
matrimonio, no se concede a los sacerdotes.

Divorcio y segundas nupcias

1. Tratar del divorcio es siempre una cosa delicada, primero porque se toca a menudo
una realidad penosa, y segundo porque las posturas teóricas dependen, en gran parte, de
presupuestos confesionales y políticos. Por lo tanto, hay que acercarse a este misterio de
la existencia humana con mucho respeto y, además, tener presente el precepto
evangélico de no juzgar y la actitud de Jesús con la adúltera. La Iglesia insiste sobre el
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carácter único del matrimonio cristiano, según la imagen de la relación entre Jesús y la
Iglesia, y hemos hecho ver cómo el segundo matrimonio es una necesidad del "hombre
viejo" y no del Reino de los cielos. Sin embargo, el mensaje cristiano en este punto no
es una ley para imponer, sino un ideal atractivo a proponer. La Iglesia no pone leyes
como tiene que hacer el Estado, sino sólo inspira y santifica, porque su intención es
cambiar los corazones. Para sus hijos la Iglesia tiene que ser una madre misericordiosa y
no un poder jurídico impersonal. Es responsabilidad de los "padres espirituales" y de los
obispos ejercitar esta adaptación misericordiosa según el principio de "economía"
fundamental en el uso canónico del Oriente cristiano.

2. Según esta perspectiva, la Iglesia ortodoxa, con una aparente contradicción con su
propia naturaleza escatológica, deja a los divorciados la posibilidad de vivir la realidad
única del matrimonio cristiano en un marco que ellos han rehecho después de un primer
fracaso. La opinión de los juristas ortodoxos queda bien reflejada en el obispo Pierre
Lhuillier, de la jurisdicción del patriarcado de Mascú, cuando escribe: "Si Jesús enseña
claramente que el matrimonio no debe ser disuelto, él no dice que no pueda no serlo"1 .

3. Después de haber establecido la situación de hecho hay que examinarla y evaluarla en


cuanto se afirma que el matrimonio es un sacramento y un camino de la divinización, y
ésto en la perspectiva de la renovación en todas las Iglesias. En primer lugar hay que
afirmar que el divorcio no pertenece al ser de la Iglesia una y Santa. El divorcio se
entiende con relación a las condiciones terrenales de la Iglesia. Si el "todavía no"
permite la indulgencia y la misericordia, no hay que olvidar que el cristiano es un ser
escatológico, un ser orientado a ser ciudadano del cielo, profeta y mártir. Por eso hay
que recordar que la indulgencia no es la única virtud pastoral, porque la responsabilidad
profética del pastor consiste también en apoyarse sobre la grandeza del hombre, más
que sobre sus debilidades.

Conclusión

Al término de esta investigación, por otra parte muy incompleta, se comprende cómo el
hombre y la mujer son complementarios no como funciones, sino en la compleja
totalidad de su existencia personal. El eros no es ya una fascinación impersonal de la
carne, o el uso del otro como medio de éxtasis, sino atención al otro para una comunión
de alma y cuerpo. En este difícil diálogo del verdadero amor, difícil de ajustarse y de
profundizar, pues necesita de una constante fidelidad, son dos personas que poco a poco
llegan a reconocerse en una existencia no ya dominadora o de desprecio, sino en al
comunión, en la reciprocidad del respeto, de la celebración y de la ternura, en una
existencia doble y única. En la orientación escatológica del cristiano que tiende a la
restauración virginal del ser humano, la oración de los esposos se puede formular en los
siguientes términos: "Concede, Señor, que amándonos el uno al otro, te amemos a ti".

Notas:
1
Cfr. «Le divorce selon la théologie et le droit canon de l'Eglise Orthodoxe» (Messager
Orthodoxe de l'Exarchat du Patriarche Russe en Eur. Occ., París 1969, n. 65, pp. 26-36).

Tradujo y extractó : GIUSEPPE AVESANI

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