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MARIE-

JEAN-
ANTOINE-
NICOLAS DE
CARITAT
MARQUÉS
DE
CONDORCE
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Bosqu
ejo de
un
cuadro
históri
co de
los
progre
sos
del
espírit
u
human
o
Y OTROS
TEXTOS
INTRODUCCIÓN

En el Conflicto de las facultades, Kant evoca el caso de aquel paciente a quien su médico,
“cada día, lo consolaba con la esperanza de su próxima recuperación, en ocasiones le
decía que notaba cierta mejoría en su pulso; en otras, que las excreciones permitían
prever un pronto alivio, o asimismo que era notoria la corrección de su sudo- ración, etc.
Pues bien, en la visita de un amigo, su primera pregunta fue: ‘¿Cómo va su
enfermedad?', a lo que le respondió: ‘¡Cómo habría de ir. Me muero de tanta mejoría!’
¿Por qué esta cita nos lleva irresistiblemente a pensar en Condorcet, cuyo arresto había
ordenado la Convención, lo que le obligó a ocultarse en un cuartito de la calle
Servandoni, y emplear los últimos meses que le quedaban de vida a componer un himno
al Progreso, al porvenir de la Humanidad, a la Razón, a la Ciencia, a la República, a la
Revolución? Pero el autor del Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu
humano se merece más respeto. Pascal, de quien tanto se había distanciado Condorcet,
no obstante haber sido el editor de sus obras, dijo que no se podían creer "las historias
por quienes sus testigos se dejarían degollar”. De ser así, aquel a quien Michelet llamó
"el último de los filósofos" es un mártir auténtico y paradójico, testigo de una causa
cuyos partidarios lo condenaron a muerte. Hay en su patética obstinación una grandeza
que quizás nadie destacó mejor que Malthus, en una obra consagrada en parte, sin
embargo, a refutar algunas de las tesis del Bosquejo. En efecto, podemos leer, en el
Ensayo sobre el principio de la población y su influencia en el progreso futuro de la
sociedad, con observaciones sobre las teorías de los señores Godwin, Condorcet y otros
autores, aparecido en 1798, tres años después de la publicación póstuma del texto de
Condorcet:
El Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, del señor Condorcet,
fue escrito, según se dice, bajo el peso de la cruel proscripción que desembocó en su muerte. Si
no abrigaba ninguna esperanza de serle conocido en vida y de despertar el interés de Francia
1
Kant, Conflitdes Facultés, trad. Gibelin, París, Vrin, 1955, 2a. sec., p. 112.
en su favor, es un ejemplo singular de adhesión de un hombre a los principios que la
experiencia cotidiana desmentía de manera tan funesta para él mismo. Ver al espíritu humano,
en una de las naciones más ilustradas del mundo y al cabo de varios miles de años, degradado
por una fermentación de pasiones repugnantes —miedo, crueldad, rencor, venganza,
ambición, furor, locura— tan grande que hubiese avergonzado a la más salvaje de las naciones
en su época más bárbara, tuvo que ser un golpe tan terrible para sus ideas acerca del progreso
necesario e inevitable del espíritu humano, que nada habría podido resistir, salvo la fe más
inquebrantable en el valor de sus tesis, a pesar de todas las apariencias.
La celebridad de la obra de Condorcet se debe en gran medida al aura trágica que le
proporcionan las circunstancias en que fue escrita. Pero tenemos derecho a preguntar si
ese respeto casi unánime no ha favorecido la petrificación de un texto convertido en
monumento nacional. Los miembros de la Convención que, después de Termidor,
votaron, sobre la proposición de Daunou, la adquisición, por cuenta del Estado, de tres
mil ejemplares del libro del "filósofo infortunado" (esos mismos miembros de la
Convención apenas dos años antes habían votado la aprobación de la acusación y luego la
condena a muerte de su colega), deseaban que el Bosquejo se convirtiese en un "libro
clásico". Y en clásico se convirtió muy rápidamente, con demasiada rapidez quizás, hasta
el extremo de convertirse en un libro emblemático, más esgrimido que leído y
cuestionado. Se acordó conceptuarlo como la formulación canónica de la ideología del
Progreso, con P mayúscula. Y el "último de los Filósofos", el "último de los
Enciclopedistas” habría redactado, entonces, el manifiesto tardío de las Luces, o más
bien su testamento, en el momento mismo en que la historia comenzaba a desmentir sus
esperanzas. Pero, en tal caso, el Bosquejo corre el riesgo de no tener más que un valor
documental, el de ser un repertorio de ilusiones conmovedoras o irritantes, según las
inclinaciones de cada cual.
Y ante todo, ¿qué habremos de buscar en él? ¿Una utopía, como nos incita a hacerlo
la famosa Décima época, con la que termina el texto y que evoca las perspectivas futuras
que se le ofrecen a la humanidad? Sería, entonces, una utopía por demás prudente, po-
brísima, carente de la imaginación y del delirio que nos fascinan en Fourier. ¿Una
filosofía de la historia, una sociología histórica? En tal caso, la música del Bosquejo se nos
antoja enfática y tenue al mismo tiempo, en comparación con las vibrantes
orquestaciones de los grandes sistemas románticos. De Grétry o de Méhul frente a la de
Beethoven o de Berlioz. Saint-Simon y Auguste Comte pudieron proclamarse herederos
de Condorcet, pero para poner mejor de relieve las insuficiencias y la superficialidad de
su pensamiento. Si entrevió que los "progresos del espíritu humano” constituyen el hilo
conductor de la historia, midió estos progresos tan sólo por el desarrollo de las ciencias y
de las ideas morales, sin percibir los enfrentamientos de las clases sociales que hay detrás
de las luchas entre ideas. Saint-Simon, Comte, Hegel, Marx, conciben, cada uno a su
manera, el drama de la historia, pero de ningún modo lo reducen a un combate contra el
fanatismo y el despotismo, los sacerdotes y los reyes. Y el progreso lineal y "mecánico”,
la "iluminación" gradual y continua del horizonte histórico por efecto de las luces
crecientes de la razón, son sustituidos en Hegel y Marx por el progreso “dialéctico", que
integra, de manera mucho más persuasiva, lo negativo, los aspectos oscuros de la
historia, en el proceso general que conduce al advenimiento del Espíritu absoluto o al de
la sociedad sin clases.
Es demasiado fácil aplastar a Condorcet con el peso de las comparaciones. Fácil e
injusto, pues nada demuestra que haya querido escribir una "utopía", una "filosofía de
la historia”, en el sentido que la tradición ha dado a estas palabras. En vez de colocarlo
precipitadamente bajo esas rúbricas familiares, ¿no sería mejor analizar primero su
obra, toda su obra, y no solamente el Bosquejo, el cual, aislado, pierde lo esencial de su
significado? Esta obra, por sorprendente que sea, aún no se conoce bien. Desde la edición
O’Connor- Arago, que data de 1847-1849, el conjunto de los manuscritos conservados en
la biblioteca del Instituto de Francia y en la Biblioteca Nacional jamás ha sido
sistemáticamente aprovechado, y menos aún publicado. Ha sido preciso esperar hasta
fecha reciente para que la importancia de los trabajos de Condorcet como fundador de
una "matemática social" se haya reconocido.3 Pues bien, matemático,
3
Véanse, en particular, los estudios de G. G. Granger, R. Rashed y Keith M. Baker, citados en
la Bibliografía. Los textos principales de Condorcet concernientes a la "matemática social” han
sido reunidos con el título de Sur les élections et autres textes, en Corpus des œuvres de philosophie
en langue française, 1986 (véase la Bibliografía).
historiador de las ciencias, hombre político, republicano y revolucionario, autor de
Rapport et projet de décret sur Vorganisation géné- rale de Vinstruction publique,
presentado en la asamblea legislativa, de un plan de constitución entregado a la
Convención, todo esto fue Condorcet, y no deberemos olvidar nunca al leer el Bosquejo,
que no fue el resultado de una improvisación febril, sino la culminación de la reflexión y
de la acción de toda una vida.
Se explica fácilmente el que a menudo se haya definido al Bosquejo como "obra de
circunstancias". En efecto, se sabe que Condorcet, obligado a refugiarse a principios de
julio de 1793 en casa de la señora Vemet, no emprendió la redacción de su obra sino
después de haber renunciado a llevar a cabo una "exposición sencilla de [sus] principios
y de [su] conducta durante la revolución [...] para responder a las calumnias que se
podrían propalar contra [su] memoria”. Ese manuscrito de unas cuarenta páginas,
conocido con el nombre de Fragment de justification, se interrumpe bruscamente.
"Abandonado, a petición mía, para escribir el Bosquejo de los progresos del espíritu
humano”, puede leerse en una nota de puño y letra de la señora de Condorcet. 4
La Justificación comienza así:
Convencido desde hace mucho tiempo de que el género humano es indefinidamente perfectible,
y de que este perfeccionamiento, consecuencia necesaria del estado actual de los conocimientos
y de las sociedades, no puede ser frenado más que por las revoluciones físicas del globo,
consideré la tarea de apresurar dicho progreso como una de las más gratas ocupaciones, como
uno de los primeros deberes del hombre que ha fortalecido su razón mediante el estudio y la
meditación.5

En el Fragment, la creencia en la perfectibilidad humana no aparece sino a título de


justificación moral y filosófica de una acción política de la que se trata de demostrar lo
bien fundado. En el Bosquejo es esta misma creencia la que exige ser justificada. Con-
El “Informe sobre la organización general de la instrucción pública” aparece en esta antología
(pp. 251-290), en tanto que el Fondo de Cultura Económica ha editado la obra de Rashed a que se
refiere Alain Pons. [T.]
4
O. C., vol. I, p. 605. Con O. C. designamos las Oeuvres de Condorcet, ed. O'Con- nor-Arago,
12 vols., París, 1847-1849.
5
Ibid., p. 574.
dorcet olvida su propia suerte para no pensar más que en los intereses de toda la
humanidad, se evade definitivamente del presente para recapitular mejor el pasado y
encontrar motivos de confianza en el porvenir. Esta explicación es psicológicamente
seductora, da cuenta de manera plausible del estado anímico de Condorcet mientras
escribía dicho texto, pero no del propio texto, de su contenido, de su forma, ni sobre todo
de sus ambiciones. Pues el Bosquejo, comenzado en julio de 1793, y concluido, por lo
menos en su primera redacción, en octubre del mismo año, no es sino el plan
desarrollado, de lo que Condorcet denominó el prospecto, de una obra mucho más vasta
que habría de llevar el título de Tableau historique des progrès successifs de l’esprit
humain. El filósofo se entrega así, en su escondite, a un trabajo a dos velocidades, la
redacción del Bosquejo, que convierte en urgente la amenaza permanente que pende
sobre él, y la lenta preparación, entorpecida por la carencia casi total de obras de
consulta, y la del Tableau que, en el mejor de los casos, demanda años de esfuerzo antes
de quedar terminado. Condorcet fue acumulando esas notas preparatorias hasta la
víspera de su muerte, en marzo de 1794. Parte de las mismas han sido publicadas en la
edición de las Œuvres complètes de 1804 y en la de las Œuvres de 1847-1849 (Fragments
de l’histoire de la Première époque, de la Quatrième époque, de la Cinquième époque, de la
Dixième époque, Fragment sur l’Atlantide).
Se ha insistido mucho, en admiración de la capacidad memoris- tica de Condorcet y
excusa por la vaguedad de sus referencias, en las condiciones en que realizó su trabajo,
pero ¿quién puede dejar de ver que esta hazaña no habría sido posible sin una lenta
maduración anterior, así como si el Bosquejo no fuese la realización o el esbozo de
realización de un proyecto cuyos desarrollos podemos seguir desde los comienzos de la
carrera académica de su autor? Así pues, sería obra de circunstancias sólo si entendemos
por circunstancias un acontecimiento que cataliza los elementos largamente acumulados.
No sabremos jamás si, de no ser por sus infortunios políticos, Condorcet habría
acometido la tarea de escribir su Tableau historique, pero lo que sí sabemos, por sus
escritos, y en particular por ciertos textos inéditos, es que en lo esencial sus ideas sobre la
perfectibilidad humana, demostrada por el progreso de las ciencias y de las ideas
morales, las había ido adquiriendo desde hacía mucho tiempo.
Para encontrar una primera forma del proyecto, tenemos que remontamos hasta
1772, y a los esfuerzos que el joven matemático, apoyado por D'Alembert, realiza para
obtener el cargo de secretario perpetuo de la Academia de Ciencias, de la que fue
miembro desde 1769. Pensó primero en escribir un ensayo dedicado a los efectos de la
imprenta sobre el desarrollo científico, luego en una más ambiciosa Histoire de
l’Académie des sciences, que iría precedida de un Tableau historique de l'avance de
l’esprit humain dans les sciences (Turgot, maestro y amigo de Condorcet, había
pronunciado en 1750, en la Sorbona, un célebre discurso titulado Tableau philosophique
des progrès successifs de l'esprit humain). En sus notas preparatorias, lo vemos insistir
sobre los progresos de las ciencias morales y sobre sus vínculos con las ciencias físicas,
una de las ideas-fuerza del Bosquejo. Pero abandona esos proyectos y se contenta con
publicar, en 1773, los Éloges des académiciens de l’Académie royale des sciences morts
depuis l’an 1666jusqu’en 1699. Estos Éloges, a los que hay que añadir todos los que
pronunciará más tarde, en su calidad de secretario perpetuo, en homenaje a sus colegas
desaparecidos, no son simples ejercicios académicos, y lo convierten en uno de los prime-
ros grandes historiadores de la ciencia. De donde proviene la seguridad con la cual, en el
Bosquejo, analizará en unas cuantas páginas los comienzos y la evolución de las
diferentes ciencias a partir de la antigüedad griega.
Los años siguientes son para Condorcet de militancia y particularmente de
anticlericalismo declarado. En 1774, esbozó un Almanach anti-supertitieux, especie de
anticipación del Calendrier positiviste de Comte, en el que expone un repertorio de los
crímenes y de las desgracias de la humanidad. Mientras que la historia de la ciencia nos
enseña a respetar al hombre y a amarlo, la de las naciones nos lleva más bien a
despreciarlo y a detestarlo. Esta misma contradicción quedará subrayada a lo largo del
Bosquejo, y no se mitigará, según Condorcet, sino cuando las luces de la razón se
difundan en el conjunto de las naciones.
La ampliación de la visión que hace que nuestro académico pase de la historia de las
ciencias y de las instituciones científicas a una reflexión acerca de las condiciones
generales de la marcha de la humanidad hacia la felicidad se expresa con nitidez en el
Discurso de admisión de la Academia francesa de 1782. Encontramos ya en él los acentos
triunfales del Bosquejo:
Esta unión entre las ciencias y las letras, cuyos lazos, señores, procuráis estrechar, es una de las
características que debe distinguir vuestro siglo, en el que, por vez primera, se ha desarrollado
el sistema general de los principios de nuestros conocimientos; en el que el método de descubrir
la verdad ha sido reducido a arte y, valga la expresión, a fórmulas; en el que la razón ha
reconocido por fin la ruta que debe seguir, y cogido el hilo que le impedirá extraviarse. Estas
verdades primeras, estos métodos difundidos en todas las naciones y llevados a los dos mundos,
ya no podrán ser aniquilados; el género humano no volverá a presenciar jamás esas
alternancias de oscuridad y de luz, a las que durante largo tiempo se creyó que la naturaleza lo
había condenado a la eternidad. Ya no está en poder de los hombres el apagar la llama
encendida por el genio; y sólo una revolución en el globo podría traer de nuevo las tinieblas.
Situados en esta afortunada época, y testigos de los últimos esfuerzos realizados por la
ignorancia y el error, hemos visto a la razón salir victoriosa de esa lucha tan prolongada, tan
dolorosa, y podemos por fin exclamar: ¡La verdad ha vencido; el género humano se ha
salvado! Cada siglo añadirá nuevas luces a las del siglo anterior; y estos progresos, que en lo
sucesivo nada podrá detener o interrumpir, no conocerán más límites que los de la duración
del universo.

Más significativo todavía es un fragmento manuscrito, conservado en la biblioteca del


Instituí, sin fecha, pero que, según Keith Baker, se remonta a los inicios de la década de
1780. Se trata indiscutiblemente de una primera versión de lo que será la introduc ción
del Bosquejo. Todos los postulados fundamentales del texto de 1793 se hallan expuestos
en él claramente: la inteligibilidad de la historia a partir de la constitución moral del
hombre y del desarrollo necesario de sus facultades, el efecto de atracción ejercido por
las ciencias físicas sobre las ciencias morales y políticas, el mejoramiento del mundo
social gracias a un arte político racional. Una sola diferencia, aunque importante,
distingue este fragmento introductorio del Bosquejo. En efecto, Condorcet enumera tan
sólo nueve épocas históricas. La décima, que en el Bosquejo es una visión del porvenir de
la humanidad, no se menciona. Será necesario retomar acerca del significado de este
añadido.
La decena de años que le restan de vida a Condorcet le permitirá conocer la
Revolución norteamericana, así como participar ardientemente en la Revolución
francesa, lo que no habrá de modificar, sino que reforzará, su confianza en la capacidad
del hombre para perfeccionarse y conquistar su felicidad. Los ocios forzosos impuestos
por la proscripción constituirán la ocasión providencial (aunque a Condorcet no le
gustaría este recurso a la providencia) para concluir el bosquejo del cuadro largo tiempo
proyectado, ya que no el llevar a cabo el cuadro mismo.
Dos certezas absolutas animan el Bosquejo: de una parte, el hombre es por naturaleza un
ser indefinidamente perfectible, y, de otra parte, la historia muestra que efectivamente se
ha ido perfeccionando en el curso de los siglos, lo que nos autoriza a pensar
legítimamente que continuará haciéndolo en el porvenir. Todo el esfuerzo de la demos-
tración se concentra sobre el segundo punto. El primero, el de la perfectibilidad del
hombre, se considera cosa sabida, en virtud de una "metafísica del espíritu humano",
que Condorcet comparte con la mayoría de los filósofos de su siglo. Pero esta certeza no
siempre prevaleció, de ahí que sea necesario preguntarse por las condiciones filosóficas y
teológicas de su aparición, ya que se trata de la concepción que se forma el hombre de sí
mismo y de su destino.8
Decir que el pensamiento de las Luces señala el triunfo del pela- gianismo sobre el
agustinismo y la ruptura con la visión cristiana del hombre caído, incapaz de lograr su
salvación por sus propias fuerzas y totalmente dependiente de la gracia divina, es
insuficiente. Lo que se pone en entredicho no es solamente el cristianismo, sino asimismo
una tradición filosófica que se remonta a Platón y que privilegia la vita contemplativa en
comparación con la vita activa. El sabio platónico encuentra su perfección en la
contemplación de la idea del Bien, y de mal grado desciende a la Caverna para ayudar a
sus compañeros de cautiverio. El cristianismo que, por muchos conceptos, se opone
radicalmente a la sabiduría antigua, conserva el primado de la vita contemplativa: en el
Evangelio, no es Marta, que se afana en las tareas domésticas, sino María, que se sienta a
los pies del Señor y escucha su palabra, la que ha elegido la mejor parte.
8
Acerca de la noción de perfectibilidad, véase John Passmore, The Perfectibility of Man,
Londres, Duckworth, 1970, obra en la que encontramos valiosísimas indicaciones.
Toda la perfección de que el hombre, criatura caída y destituida de su verdadera
naturaleza, es capaz, consiste en unirse a Dios por el amor. Tenemos en ello un elemento
nuevo con respecto al intelec- tualismo platónico, que en nada altera sin embargo el
hecho de que la salvación, ya se alcance por el conocimiento o por la fe, es, en última
instancia, el efecto de una experiencia individual y extratemporal. El amigo de las Ideas y
el hombre de fe pueden llegar a la perfección sin la ayuda de los demás, y el ermitaño, el
monje, el solitario son las más relevantes figuras del cristianismo oriental, así como del
occidental. La conversión, posible únicamente en conversación a solas con Dios, no
resulta de una aproximación progresiva, de una acumulación de saber o de méritos.
Como bien lo señaló Kant en La religión dentro de los límites de la mera razón (Platón lo
había dicho también), la conversión es la irrupción repentina de la eternidad en el
tiempo. Desprenderse del hombre viejo para revestir al hombre nuevo no consiste en
superarse y perfeccionarse gradualmente. Tanto para el individuo, como para el género
humano en su totalidad, la salvación depende únicamente de Dios, cuya gracia es la única
operante, y el "progreso espiritual", de existir, se manifiesta en una dimensión que no es
la del tiempo empírico.
Para que pudiese aparecer la noción moderna de perfectibilidad indefinida, fue
preciso poner en tela de juicio el primado de la contemplación, y que la preocupación por
la salvación individual fuese sustituida por la de la dicha terrenal. Los valores que se im -
pondrán serán activos, colectivos, capaces de ser realizados en el tiempo, con el tiempo.
Con la ciencia nueva, a partir de principios del siglo xvn, la theoria cobra un sentido
diferente. Ya no es visión contemplativa, pura apertura al mundo de las Ideas, obediente
a la palabra de Dios, sino que se convierte en acción, construye sus objetos, formula
hipótesis, las verifica mediante la experiencia, utiliza con fines prácticos los resultados
alcanzados. La perfección del hombre, estática como era cuando resultaba de una unión
intelectual o mística con un principio trascendente, adquiere una forma dinámica,
"operativa”, puesto que en lo sucesivo consiste en la ejecución de una tarea inagotable.
Ya no se expresa en las figuras solitarias del sabio o del monje, sino en aquéllas,
“sociales” por excelencia, del sabio desdoblado en filósofo, en comerciante, en
“industrial", en filántropo, en ciudadano, que no son “perfectos" en sí mismos, pero que,
por su actividad propia, contribuyen a aumentarla dicha del hombre, y por consiguiente,
a perfeccionarlo. La perfección cobra una significación gradualista, a la vez que
temporal y aumentativa. En el límite, las ideas de perfección y de perfectibilidad llegan a
oponerse. Nada define mejor la perfección que la noción aristotélica de ente- lequia,
realización total, perfectamente acabada, de cada ser según su propia naturaleza,
realización a la cual el individuo, ser potencial, puede aproximarse, pero sin poder ir más
allá. Que un ser sea indefinidamente perfectible repugna tanto a la ontología griega como
a la cristiana.
El prestigio de la filosofía de Locke en el siglo xvm, lo mismo en Francia que en
Inglaterra, proviene de que proporcionó a la doctrina de la perfectibilidad en vías de
elaboración sus justificaciones metafísicas, psicológicas y morales. No por casualidad
comienza el Bosquejo de Condorcet con una breve exposición de la teoría de Locke-
Condillac acerca de la formación de las ideas y de los sentimientos morales. El nombre de
Locke no tiene necesidad incluso de mencionarlo, hasta tal punto se trataba, tanto para
Condorcet como para la mayoría de los pensadores de su siglo, de un conocimiento
aceptado, tal y como pudiera serlo la teoría física de Newton (encontramos la misma
certeza en el Discurso preliminar de la Enciclopedia, de D'Alembert):
El hombre nace dotado de la facultad de recibir sensaciones, de apercibir y de distinguir, en
las que recibe, las sensaciones simples que las componen, de retenerlas, reconocerlas,
combinarlas, de conservarlas o mantenerlas en su memoria, de comparar entre sí esas
combinaciones, de captar lo que tienen en común y lo que las distingue, de asignar signos a
todos esos objetos, para reconocerlos mejor y facilitar la formación de nuevas combinaciones.
Esta facultad se desarrolla en él gracias a la acción de las cosas externas, es decir, en virtud
de la presencia de ciertas sensaciones compuestas, cuya constancia, sea en la identidad de su
conjunto, sea en las leyes de sus cambios, es independiente de él. La ejerce igualmente por la
comunicación con los individuos semejantes a él; en fin, por los medios artificiales que, luego
del primer desarrollo de esta misma facultad, los hombres han logrado inventar.
Las sensaciones van acompañadas de placer y de dolor; el hombre tiene asimismo la
facultad de transformar esas impresiones momentáneas en sentimientos duraderos, dulces o
amargos; de experimentar tales sentimientos al contemplar o al recordar los placeres o los
dolores de otros seres sensibles. Finalmente, de esta facultad, unida a la de formar y combinar
las ideas, nacen, entre él y sus semejantes, relaciones de interés y de deber, a los que la propia
naturaleza ha querido vincular la porción más preciosa de nuestra dicha y los más dolorosos
de nuestros males.9

Descartes, con sus ideas innatas, daba al conocimiento una garantía divina y
encerraba aún al espíritu humano en una "naturaleza" a priori. Se sabe que quiso en un
principio titular su Discurso del método: "Proyecto de una ciencia universal que pueda
elevar nuestra naturaleza a su más alto grado de perfección". Este proyecto de ciencia
universal es típicamente moderno, sobre todo por su aspecto "metódico", y se comprende
que Condorcet, como ya lo habían hecho los enciclopedistas, haya saludado a Descartes
como al primer héroe francés de las Luces, pero se ve asimismo por qué prefirieron a
Locke. Para este último, el "más alto grado de perfección” de nuestra naturaleza no nos
es dado de antemano. El espíritu humano es una tabula rasa, las ideas más complejas
nacen de sensaciones simples, ya priori no se fija límite alguno a la posibilidad de combi-
nar nuevas ideas, lo cual no quiere decir, por otra parte, que el espíritu pueda conocerlo
todo, pues ello sería también una afirmación a priori, e ilegítima. De igual manera, todos
los sentimientos morales, en los que se fundan las relaciones entre los hombres, nacen de
la tendencia natural y moralmente neutra que lleva al ser humano a buscar lo que le
procura placer y a evitar lo que le produce dolor. Por consiguiente, no hay pecado
original, y el hombre no es sino lo que se hace a sí mismo, o lo que la sociedad le hacer
ser. Nada le impide mejorarse, o de ser mejorado, intelectual o moralmente, sin que
ningún fin (en el sentido de límite y también de fin predeterminado a alcanzar) pueda
fijarse de una vez por todas al perfeccionamiento de una naturaleza humana considerada
como cera virgen, a la que no cabe atribuirle al principio más que los instintos elemen-
tales de todo ser viviente.
El propio Locke deduce, en Algunos pensamientos sobre la educación (1693), las
consecuencias de los análisis del Ensayo sobre el entendimiento humano, tres años
anterior: “Creo poder decir que las nueve décimas partes de los hombres que conocemos
son lo que son, buenos o malos, útiles o nocivos, por efecto de su educación”. 10 El
9
Véase infra, p. 51.
10
Locke, Quelqaes pensées surl’education, trad. Compayré, París, Vrin, 1966, p. 27.
mejoramiento de los individuos depende de la educación, intelectual, moral y física, o sea,
de una intervención humana metódica, racionalmente controlable, que no haga
intervenir ninguna predisposición moral (como la inclinación innata a la beneficencia de
los platónicos de Cambridge), sino utilizando únicamente el mecanismo natural de los
placeres y los dolores. El siglo xvm se apoderará de esta idea y le dará, con Condillac,
Helvecio, Bentham y Condorcet, una extensión y radicalismo que Locke no sospechó.
Para Locke, en efecto, la educación seguía siendo un asunto individual y privado: se
trataba, ante todo, de formar al gentleman inglés. Pero, para Helvecio, el
perfeccionamiento del individuo mediante la educación es imposible sin un cambio
profundo de las condiciones políticas y sociales. Es necesario acabar con el círculo vicioso
presente ya en La República de Platón: ¿quién formará a los formadores, quién educará
a los educadores? Helvecio, y con él los pensadores más "avanzados" del movimiento de
las Luces, zanja la cuestión brutalmente. La educación, la formación entendida en el
sentido de mejoramiento del hombre, dependen de la legislación y del gobierno, y son,
por consiguiente, asunto político. Viejo tema platónico, también éste, presente en todas
las utopías, y que, en Helvecio, desconfiado, como la mayor parte de sus contemporáneos,
respecto al pueblo, se traduce en el recurso al despotismo ilustrado, en tanto que
Condorcet lo interpretará en sentido democrático.
El hombre no es irremediablemente corrupto, es perfectible por medios puramente
humanos, pedagógicos y políticos. Pero si en principio es perfectible, ¿se perfeccionó
efectivamente en el pasado? ¿Qué es en el presente, qué será en el porvenir? A un
problema "metafísico”, resuelto por Locke, lo sustituirá un problema "histórico". ¿La
historia de la humanidad nos ofrece la prueba empírica de la perfectibilidad del hombre,
es decir, el espectáculo, el “cuadro" de su progreso, en el pasado, y la garantía de que ese
progreso proseguirá indefinidamente? Tales son las preguntas a las que Condorcet
pretende aportar una respuesta.
El siglo xvm no estaba animado por un optimismo histórico sin excepciones, como se
creyó durante largo tiempo. La confianza absoluta de un Priestley o de un Condorcet no
es característica de todo el siglo. Aun en las obras en las que se expresa la certeza de que
la época actual es superior, desde cualquier punto de vista, a las demás edades de la
humanidad, volvemos a encontrar la vieja idea de la caducidad de las cosas humanas.
Las más altas realizaciones de los individuos y de los pueblos están destinadas a perecer
por efecto de "revoluciones" físicas o humanas inevitables e irresistibles. El tema de las
“ruinas”, de Gibbon a Volney, pasando por Hubert Robert, obsesiona a la conciencia
histórica, filosófica y estética de la segunda mitad del siglo, pero se halla presente ya en
los propios D’Alembert y Diderot, en la Enciclopedia, no obstante que era, para Voltaire,
el “monumento de los progresos del espíritu humano". "La barbarie dura siglos —
escribe D’Alembert en el Discurso preliminar—, la razón y el buen gusto son pasajeros."
Y Diderot, en el artículo Enciclopedia, es todavía más categórico: “No se sabe hasta
dónde tal hombre podrá llegar. Menos aún se sabe hasta dónde llegaría la especie
humana, de qué sería capaz, si no fuese detenida en sus progresos. Pero las revoluciones
son necesarias; siempre las ha habido y siempre las habrá; el más grande intervalo de
una revolución a otra es dado: esta sola causa limita la extensión de nuestros trabajos".
El tema clásico de la grandeza y decadencia de los imperios, "ese sistema pusilánime y
corrupto que condena [al género humano] a eternas oscilaciones", dice Condorcet en el
Bosquejo, no constituye, sin embargo, el obstáculo más serio que encuentran los
partidarios de la perfectibilidad indefinida del hombre. La ironía de la historia quiere
que el neologismo "perfectibilidad” haya sido puesto en circulación y popularizado por
un autor que ve en esta cualidad del hombre la causa de sus desdichas. En el Discours sur
l’origine de l’inégalité, en efecto, Rousseau, al hablar de las diferencias que existen entre
el hombre y el animal, insiste en el hecho de que "hay otra cualidad muy específica que
los distingue, acerca de la cual no puede existir discusión, y es la facultad de
perfeccionarse":
¿Por qué tan sólo el hombre está sujeto a convertirse en imbécil? ¿No será que retorna de esta
manera a su estado primitivo, y que, mientras la bestia, que nada ha adquirido y que nada
puede perder, se queda siempre con su instinto, el hombre, que pierde por su ancianidad o
algún otro accidente todo lo que su perfectibilidad le había permitido adquirir, cae así más bajo
que la bestia misma? Sería triste que nos viésemos obligados a convenir que esta facultad
distintiva, y casi ilimitada, es la fuente de todas las desdichas del hombre; es la que lo saca, con
el paso del tiempo, de esta condición originaria, en la que pasaría días tranquilos e inocentes;
que es ella la que, al hacer que se manifiesten con el transcurrir de los siglos sus luces y sus
errores, sus vicios y sus virtudes, lo convierte a la larga en tirano de sí mismo y de la
naturaleza.

Sabemos qué es lo que entiende Rousseau por esta degradación. En el primer Discours
es atribuida al desarrollo de las ciencias y de las artes. En el segundo, donde propone un
esquema hipotético de la evolución de la humanidad, la inculpada es la socialización, con
la aparición de la propiedad privada y los "progresos de la desigualdad”. Y Rousseau
concluye su obra de manera perentoria: "De lo expuesto se sigue que siendo la
desigualdad casi nula en el estado de naturaleza, obtiene su fuerza y su acrecentamiento
del desarrollo de nuestras facultades y de los progresos del espíritu humano".
Así pues, Rousseau provoca a Condorcet en dos terrenos, el del progreso de las
ciencias y las artes, cuyos efectos morales serían desastrosos, y el social y político, de la
evolución de las sociedades, que marcharían hacia una desigualdad y un despotismo
crecientes. Le responderá en el Bosquejo:
Mostraremos cómo la libertad, las artes, las luces, han contribuido a la dulcificación de las
costumbres, a su mejoramiento; expondremos que los vicios de los griegos, tan frecuentemente
atribuidos a los progresos mismos de su civilización, eran también los de los siglos más
groseros, y que las luces, el cultivo de las artes, los atemperaron, cuando no pudieron ser
destruidos; demostraremos que esas elocuentes declamaciones contra las ciencias y las artes se
fundan en una falsa aplicación de la historia; y que, por lo contrario, los progresos de la virtud
han acompañado siempre a los de las luces, tal y como los de la corrupción siempre han
seguido o anunciado la decadencia [...] Se verá, entonces, que ese paso tormentoso y difícil de
una sociedad tosca al estado de civilización de los pueblos ilustrados y libres, no es una
degeneración de la especie humana, sino una crisis necesaria en su marcha gradual hacia su
perfeccionamiento absoluto. Se verá que no es el incremento de las luces, sino su decadencia, lo
que ha producido los vicios de los pueblos civilizados; y que, finalmente, lejos de haber
corrompido nunca a los hombres, los han hecho más apacibles, cuando no han podido
corregirlos o cambiarlos.

Contra los escépticos y los sofistas primitivistas, es necesario demostrar, mediante una
"verdadera aplicación de la historia”, que, a pesar de las "crisis", la perfectibilidad del
hombre se traduce, para la especie humana, en un progreso general, y no sólo por
progresos particulares y distintos los unos de los otros. La aportación decisiva de
Condorcet consiste en esta generalización, en ese paso al límite, que lo convierte en el
teórico por excelencia del progreso (aun cuando nunca emplee ese término en sentido
absoluto y menos con mayúscula).
La historia de la "idea de progreso" se ha hecho repetidas veces, y es inútil analizar,
luego de tantos otros que lo han hecho, las condiciones tanto ideológicas que económicas,
sociales y políticas, de su aparición. Algunas observaciones, no obstante, nos permitirán
apreciar mejor lo que debe Condorcet a sus antecesores, y lo que aporta de original. En
las filas de sus predecesores, es preciso colocar, como lo hace él mismo, a Bacon, a quien
los enciclopedistas habían escogido como santo patrono, y del que la filosofía y la historia
de las ciencias, en la actualidad, al menos en Francia, desconocen su importancia. Si no
ha sido, en efecto, como se creyó en el siglo xviii, el primer teórico de la ciencia moderna,
fue sin duda su primer "ideólogo", al celebrar su poderío demiùrgico, capaz de
transformar a la naturaleza y a la sociedad, y al anunciar, en La Nueva Atlántida, las
futuras responsabilidades de una clase social nueva, la de los sabios y los técnicos
(Condorcet se acordará de ellos en su Fragmento sobre la Atlántida). Con Bacon, pues, la
vieja metáfora de las "edades de la humanidad”, que supone que los individuos y las
naciones se reúnen en una misma unidad general, la de la "humanidad”, que tiene la
índole y el destino de un individuo, cobra una significación nueva. Convencido de la
superioridad de la filosofía, de la ciencia y de la técnica modernas, de las que espera
progresos ilimitados, en la medida, al menos, en que se atrevan a "franquear las
columnas fatales", a pasar más allá del non plus ultra proferido por los antiguos, no teme
afirmar que esos antiguos, lejos de ser modelos insuperables, no son sino niños que
representan la juventud de un mundo que aún tiene todo por aprender.
Pascal se vale de la misma metáfora, y se siente autorizado por los progresos de la
ciencia desde comienzos del siglo xvn, y en particular de esta física matemática, fundada
por Galileo, cuya fecundidad no había sido prevista por Bacon, para escribir, en el
Préface pour le Traité du vide:
De ahí viene el que, en virtud de una prerrogativa particular, no sólo cada uno de los hombres
adelanta día tras día en las ciencias, sino el que todos los hombres juntos realizan un progreso
continuo a medida que el universo envejece, pues lo mismo ocurre en la sucesión de los
hombres que en las edades diversas de un particular. De manera que toda la sucesión de los
hombres, en el transcurso de tantos siglos, debe ser considerada como un mismo hombre que
subsiste siempre y que aprende continuamente [...] Aquellos a quienes llamamos antiguos eran
verdaderamente nuevos en todas las cosas, y constituían propiamente la infancia de los
hombres; y como hemos añadido a sus conocimientos la experiencia de los siglos que les
sucedieron, es en nosotros donde se puede encontrar esa antigüedad que veneramos en los
otros.

Y señala también que, en los “temas perceptibles por los sentidos o por el
razonamiento", el espíritu "encuentra una libertad total para extenderse; su fecundidad
inagotable produce continuamente, y sus invenciones pueden ser, a la vez, sin fin y sin
interrupción”. Pero lo que admite el Pascal pensante es sometido a sus justos límites por
el Pascal creyente (dualidad que Condorcet deploraba y atribuía a ¡enfermedad mental!).
Esta orgullosa razón es incapaz de asegurar por sí sola la felicidad y todavía menos la
salvación del hombre. Y puesto que “toda la sucesión de los hombres [...] debe ser
considerada como un mismo hombre que subsiste siempre”, hay que apli- carie lo que los
Pensées dicen del individuo: "[...] ¡el medio de lo que es tan débil siendo niño, sea muy
fuerte siendo de mayor edad! [...] Todo lo que se perfecciona por progreso perece
también por progreso. Todo lo que ha sido débil jamás podrá ser absolutamente fuerte.
Por mucho que se diga, ha crecido, ha cambiado; es también el mismo".
Pascal subraya los progresos del espíritu humano siempre procurando humillarlo.
Pero los mismos racionalistas convencidos vacilan en extrapolar del dominio de las
ciencias todos los demás dominios. La disputa de los antiguos y los modernos es un
episodio significativo a este respecto. Lo que está en juego no es tanto saber si los
escritores y artistas franceses del siglo del Luis XIV son "clásicos”, es decir, si pertenecen
a la misma “clase" que los de la antigüedad, sino saber, de modo más general, si el arte,
como la ciencia y la filosofía, está caracterizado por un progreso continuo. La respuesta
de los modernos, por boca de Charles Perrault, es ambigua: los más grandes de los
modernos son los iguales de los antiguos, pero no hay que ver en ello el resultado de una
progresión constante, y es poco probable que la perfección alcanzada en la segunda
mitad del siglo XVII sea igualada en el futuro, y todavía menos superada (la cuestión del
“progreso en las artes" será por siempre espinosa, hasta para los sectarios más acérrimos
del perfeccionamiento general de la humanidad, y Condorcet muestra cierto embarazo al
respecto). En lo que respecta a los progresos “morales" del género humano, si los quiere
uno definir con relación a los nuevos valores humanistas que se van imponiendo con
fuerza cada vez mayor (libertad individual y colectivo de pensar y de actuar, justicia,
igualdad política y social, tolerancia, beneficencia), Fontenelle no vacila en afirmar que
seguirán necesariamente a los progresos de la ciencia y de la filosofía.
Con la generación de Voltaire y de los enciclopedistas, se afirma la confianza en la
razón. Las obras de Newton y de Locke, pensaron, habían convertido en caducas las de
todos los demás sabios y filósofos del pasado. El racionalismo, por otra parte, adquiere
un tono militante. La razón es una, no depende de ninguna otra autoridad que no sea la
suya propia, está autorizada para hablar sobre todos los temas hasta entonces reservados
al dominio de la fe o de la obediencia ciega a las autoridades establecidas. Los “filósofos"
consideran que el combate librado por la ciencia, el conocimiento racional, encuentra su
prolongación natural en la lucha por una mejor organización de la sociedad. Pero esta
militancia filosófica no desemboca aún, salvo raras excepciones (de lo que hablaremos
más adelante), en una verdadera teoría del progreso general de la humanidad.
Se carece todavía de confianza suficiente en el tiempo como para abandonarse a él, en
la certeza de que automáticamente realizará de alguna manera las esperanzas de los
espíritus ilustrados. Esas esperanzas se expresan en el combate ideológico inmediato, o si
no se proyectan fuera del tiempo real, en la utopía. Nada garantiza que hayan de ser
necesariamente satisfechas por el "movimiento" de la historia. La noción cristiana de
providencia podría proporcionar tal garantía, pero una filosofía qúe descansa sobre una
separación radical entre razón y fe no podría recurrir a tal recurso. La indecisión que
impide al pensamiento de las Luces dar el paso que lo conduciría desde la idea de
perfectibilidad humana hasta la del progreso necesario e históricamente demostrable del
género humano es algo que honra a un racionalismo consecuente y coherente. La idea de
progreso supone un "entusiasmo” propiamente religioso. Es, como se ha dicho a menudo,
una laicización de la idea cristiana de providencia. Veremos que encuentra sus primeras
formulaciones en el abad de Saint-Pierre y en Turgot, prior de la Sorbona. Por lo demás,
aquel que, con Condorcet, la desarrolló con mayor amplitud, Priestley, se refiere
expresamente a la providencia divina. No cabe duda de que se trata de un nuevo avatar
de la herejía de Pelagio, pero ¿una herejía no expresa una tentación permanente inscrita
en el corazón del cristianismo? Condorcet, anticlerical, anticristiano, antirreligioso,
rehusará recurrir a la providencia, por lo tanto no hará más que darle carácter
inmanente al espíritu humano, único responsable de sus progresos.
Otra dificultad retiene a las Luces en el umbral de la teoría del progreso. Para la
ciencia moderna, la verdad no es filia temporis. Una teoría científica del modelo galileano
o newtoniano es verdadera o falsa, sin grados de aproximación, y el sabio no se interesa
en los trabajos de sus predecesores más que en la medida en que esos mismos trabajos
son "científicos” y están reconocidos como tales. Todo lo que es "precientífico" no
encierra para él mayor interés que el de una curiosidad. De esta manera se explica uno la
seguridad impresionante con la que filósofos como Descartes y Hobbes, quienes fueron
los primeros que quisieron calcar los métodos de su disciplina sobre los de la ciencia de
su época, estuvieron convencidos de que inauguraban una nueva era del saber y de que
su obra constituía un comienzo absoluto. Su filosofía, gracias al empleo del “método
verdadero”, remite a la nada todo lo que se había hecho antes de ellos. Todo lo demás no
son sino errores, ilusiones, prejuicios, explicables y hasta excusables, "porque todos
hemos sido niños antes de ser hombres", escribe Descartes en el Discurso del método.
Pero los errores y los prejuicios de la infancia no son etapas necesarias en la formación
de la verdad, y lo que es válido para la historia del individuo lo es también para la
especie humana. La historia de los errores de los hombres, la historia stultitiae, tal cual la
practicaban los escépticos, no perturba a los nuevos dogmáticos de la ciencia moderna.
De ahí el carácter “antihistórico" que frecuentemente se ha reprochado al racionalismo
de las Luces, incapaz de explicar, por ejemplo, los fenómenos religiosos, cuya
significación se les escapa porque no ven en ellos sino manifestaciones de ignorancia y de
fanatismo. Este reproche es excesivo, y se le ha hecho justicia desde hace tiempo. El siglo
XVIII se interesó mucho en la historia, en la medida en que fue el primero en interesarse
verdaderamente en la génesis de las instituciones humanas (sociedad, lengua, religión.
Estado, etc.), en preguntarse por el origen real y sobre las leyes de su desarrollo. Se vio
empujado a ello, y hasta podría decirse que condenado, por el postulado lockiano-
condillaquiano que había adoptado, y que, rechazando todo a priori, toda inneidad,
privilegiaba el enfoque genético, y por consiguiente, temporal e histórico, de los
fenómenos humanos. Pero en la mezcla, no siempre muy coherente, que constituye la
"razón" de los filósofos franceses (no puede decirse lo mismo de los filósofos ingleses), el
elemento dogmático, el absolutismo intemporal de la verdad, no se concilia fácilmente
con el elemento relativista e historizante inherente al empirismo y al sensualismo. El
pasado, una vez despojado del valor paradigmático y de la autoridad que le daban el
pensamiento antiguo y la tradición cristiana (con las nociones de principio, de fundación
y de tradición), es algo miserable y vergonzoso para el hombre de las Luces. Logró
desprenderse de él, y le aguardan tareas urgentes. No será el pasado el que avale su
acción actual y futura.
Así pues, habrá que esperar al abad de Saint-Pierre y sobre todo
a Turgot para encontrar expuesta, de manera clara y coherente, la tesis de la solidaridad
de los diferentes progresos logrados por la humanidad en su conjunto, de un progreso
general que tiene como causa y medida los "progresos del espíritu humano".
El Tableau philosophique des progrès successifs de l'esprit humain es un “discurso
pronunciado en latín con ocasión de la clausura de las Sorbónicas, el 11 de diciembre de
1750, por el abad Turgot, prior de la casa", de 23 años de edad. El discurso del joven
abad (que no había tomado las órdenes y abandonará poco después, sin escándalo, sus
funciones para dedicarse a la administración pública y a la política) está dirigido, vale la
pena insistir, a los miembros de la Sor- bona, conservatorio de la bondad de la doctrina
católica, y termina con un canto de alabanzas al rey Luis XV: "¡Oh Luis! ¡Qué majestuo -
sidad te envuelve! ¡Qué brillantez tu mano bienhechora ha desparramado sobre las
artes!", etc. Tan sólo 43 años más tarde, cuando quien había sido el protegido de Turgot
retome las ideas de su maestro para desarrollarlas, el sucesor de Luis XV habrá muerto,
guillotinado, y el filósofo del progreso estará amenazado también de correr la misma
suerte y reducido a escribir en la clandestinidad. Tal es el destino de las ideas, y tal la
ironía de la historia.
El discurso de Turgot debe completarse con otros textos inconclusos del mismo autor,
que datan de 1751 aproximadamente y publicados por Dupont de Nemours con el título
de Plan de deux Discours sur l’histoire universelle. Encontramos en este Plan el anuncio
literal de la ulterior empresa de Condorcet:

Al exponer, conforme a este plan, un cuadro del género humano, al seguir poco a poco el orden
histórico de sus progresos, y al detenerme en las épocas principales, busco sólo indicar, sin
profundizar; trazar el bosquejo de una gran obra y dejar entrever una vasta carrera sin
recorrerla, tal y como a través de una estrecha ventana puede verse la inmensidad del cielo.

En este conjunto de textos de 1750-1751, el pensamiento de Turgot se organiza en


tomo de algunas ideas importantes. Si los fenómenos de la naturaleza están encerrados
en el círculo de revoluciones siempre idénticas, la sucesión de las generaciones humanas
está marcada por acontecimientos siempre nuevos. Pero esta novedad perpetua no
implica discontinuidad: "[...] todas las edades están encadenadas unas a otras por una
serie de causas y efectos que vinculan el estado presente del mundo con todos los que lo
han precedido [...] y el género humano, considerado desde su origen, parece ser, a los
ojos de un filósofo, un todo inmenso que tiene, como cada individuo, su infancia y sus
progresos’’.22 La metáfora del individuo, utilizada ya por Bacon y por Pascal, contiene,
tal como la entiende Turgot en el Plan du second Discours, el esbozo de una teoría
fecunda del desarrollo por fases del pensamiento humano y de su expresión por el
lenguaje (teoría ya presente en la Scienza nuova de Vico, y que será sistematizada por
Comte en su “ley de los tres estados"). Pero Con- dorcet no seguirá a Turgot en esta
dirección, y retendrá sobre todo su inspiración general, la cual se expresa en fórmulas
como: "las costumbres se dulcifican, el espíritu humano se ilustra", "el avance real del
espíritu humano se revela hasta en sus extravíos", "con alternancias de agitación y de
calma, de bienes y de males, la masa total del género humano ha marchado sin cesar
hacia su perfección". Turgot, por otra parte, da una importancia capital a la
comunicación de las ideas. El lenguaje y la escritura permiten a los hombres asegurarse
de la posesión de las ideas, y de transmitirlas a los demás. Sin transmisión de la herencia,
no hay progreso humano, y la invención de la imprenta representa un factor de
multiplicación y de aceleración de ese progreso. Esta idea acompañará como leitmotiv
todo el Bosquejo de Condorcet.
Sin embargo, Turgot y Condorcet se oponen en un punto nada despreciable, a saber,
el del papel de la religión y del cristianismo en la historia. Turgot, unos cuantos meses
antes de su Tableau philos- phique, había consagrado un primer Discours aux
Sorboniques a demostrar "las ventajas que el establecimiento del cristianismo ha
procurado al género humano”. Según él, "el tiempo manifiesta ante nuestros ojos los
designios de la providencia". La religión cristiana no perturba los fundamentos de la
felicidad de los hombres y de las sociedades, al sustituir, como se le reprocha
continuamente, "las virtudes sociales y el instinto natural por una perfección quimérica”.
Antes bien, "al propagar sobre la Tierra el germen de la salvación

eterna, ha esparcido las luces, la paz y la felicidad". Condorcet, afín a Voltaire por su
anticristianismo, afín a Helvecio, a D'Holbach y a Boulanger por su hostilidad hacia toda
religión, no sigue a Turgot en este intento de reconciliar valores cristianos y valores
modernos, salvación espiritual y dicha terrenal. A su juicio, el cristianismo, y todavía
más la Iglesia, ha desempeñado en la historia un papel casi totalmente negativo. Pero si el
desacuerdo a este respecto es de consideración, puesto que se trata de integrar o no al
cristianismo, a su historia, a su influencia en el proceso del progreso, no por ello el
esquema general deja de ser el mismo en los dos filósofos. Con o sin la ayuda de Dios, los
hombres se tornarán “sin cesar mejores y más dichosos”, porque el espíritu humano es
esencialmente perfectible y que el cuadro que presenta la historia muestra que, a pesar
de la lentitud, los estancamientos e incluso los extravíos, esta perfectibilidad jamás ha
dejado de estar presente ni cesará de estarlo.

No es necesario entorpecer de antemano con un extenso comentario el texto del Bosquejo,


cuyas intenciones y realización son claras. Condorcet se explica en un Avertissement qui
doit être placé à tête du “Prospectus” del Bosquejo, que los editores de 1795 no
conservaron:

Es un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano lo que trato de bosquejar, y no la
historia de los gobiernos, de las leyes, de las costumbres, de los usos, de las opiniones entre los
diversos pueblos que sucesivamente han poblado el globo. Los detalles a que nos obligaría
entrar su diversidad casi infinita son ajenos al objeto de esta obra. Debo limitarme a escoger
los rasgos generales que caracterizan las diversas épocas por las que ha tenido que pasar el
género humano, y que atestiguan tanto sus progresos, como su decadencia, que nos descubren
las causas, que nos muestran los efectos.

No nos las tendremos que ver, por consiguiente, con una historia política del curso de
los imperios, de su grandeza y su decadencia, ni con una historia de las "costumbres", en
el sentido en que lo entiende Voltaire en su Essai sur les mœurs. El único protagonista del
relato es el "espíritu humano”. Se trata de escoger, entre la inagotable riqueza de
materia histórica, todo aquello que pueda dar testimonio de los “progresos" de ese
espíritu, y de dar cuenta también de sus momentos de estancamiento y hasta de
"decadencia". Se trata de discernir "líneas de progreso", algunas de las cuales son más
claras y perceptibles que otras, aparecen más temprano o más tarde, se adelantan o se
atrasan, a veces se interrumpen para reanudar mejor su actividad. Estas líneas se hallan
en relación recíproca constante, aun cuando un estudio puramente longitudinal o diacrò-
nico, y paralelo, dejaría escapar lo esencial. Condorcet no se concede el recurso fácil de
estudiar por separado los progresos del espíritu humano en el dominio del conocimiento
de la naturaleza, en el del conocimiento del hombre, en el desarrollo de la libertad
política, de la igualdad de derechos, etc. Su "cuadro” presenta una visión sincrónica de
los diferentes progresos en los diversos momentos de la historia, lo que le permite poner
de relieve su interacción y analizar el juego de los factores, aquello a lo que llama
“causas" y "efectos". De ahí la separación por “épocas”, conforme a criterios que no
quieren ser los de la historia tradicional, y que están determinados por los avances
sucesivos más significativos de la marcha general del espíritu humano.
Condorcet distingue diez épocas. Nueve de ellas, que van desde los comienzos
hipotéticamente reconstituidos de las sociedades humanas hasta el momento presente en
que escribe el autor, es decir, hasta la Revolución francesa, son propiamente históricos y
tienen que ver con el pasado. La décima, que las nueve primeras hacen posible, está
constituida por el porvenir indefinido que se abre ante la humanidad. Las tres primeras
épocas siguen a modo de conjetura la evolución de los pueblos hasta la aparición de la
escritura, y son estudiadas con una atención que no debe sorprendemos. El siglo xvm, en
efecto, sobre todo en su segunda mitad, estuvo fascinado, como ya dijimos, por los
problemas de "génesis" (génesis de la sociedad, del lenguaje, de las instituciones, etc.). La
historia de los progresos del género humano no comienza, por consiguiente, con el
surgimiento de la razón filosófica y científica en Grecia, sino que se inicia con los
procesos sociales, técnicos y económicos que hicieron pasar a las primeras poblaciones de
cazadores al estado de pueblos pastores, y después al de agricultores.
Con la invención de la escritura, los criterios de valoración del progreso irán siendo,
de manera preponderante, intelectuales y, si Grecia y su historia constituyen por sí solas
una época, es a causa de la contribución decisiva aportada por los griegos a la razón
filosófica y científica. No ocurre lo mismo en el caso de Roma, cuyo aporte a este respecto
es, según Condorcet, de poca monta. Vale la pena destacar esto, pues la historia romana
había sido considerada hasta entonces como paradigmática, modelo perfecto, con su auge
y su decadencia, del destino de las naciones y de los imperios. Condorcet se muestra
refractario al mito romano, que es ante todo político. Desde el punto de vista elegido por
él, Roma no tiene interés más que en la medida en que aceptó y conservó la herencia
intelectual griega, la difundió gracias a su imperio y la arrastró finalmente en su propia
decadencia, causada ésta, a su vez, por el cristianismo. Las épocas siguientes
contemplarán la desaparición casi completa de las ciencias, su tímida reaparición, su
afirmación desde el descubrimiento de la imprenta, hasta el momento en que sacudirán
definitivamente, con Bacon, Galileo y Descartes, el “yugo de la autoridad" y asegurarán
finalmente el triunfo general de la razón en el siglo xvm.
Si el “cuadro" de Condorcet no es un simple inventario acumulativo, es porque se
reconoce en él la unidad, la sencillez, la coherencia de una “intriga" en el sentido teatral
o novelístico del término, y, por encima de las peripecias, la presencia obsesiva de una
imagen y sus desarrollos. Esta imagen es la de la luz, o mejor dicho, la de la ilustración
progresiva (Enlightenment, Aufklärung), cuya historia dramática cuenta el Bosquejo, al
pasar revista a las condiciones e instrumentos de su difusión, así como de los obstáculos
que la han frenado.
Turgot había insistido en el papel desempeñado por el talento individual, por el
“genio", en la invención científica y en la creación artística. Condorcet está de acuerdo
con él en esto, y su historia no es una "historia sin nombres propios”, pero es más
sensible a los factores colectivos, sociales, que permiten brotar a la innovación, y sobre
todo difundirse, ser aceptada por el público, en pocas palabras, ser fecunda. El trabajo
intelectual supone la existencia de élites, de una "clase ociosa” liberada de las
preocupaciones materiales inmediatas (volveremos a encontrar esta idea en los
marxistas, sobre todo en Engels). Pero sus resultados deben llegar a un público más am-
plio. De ahí la importancia, subrayada ya por Turgot, de la comunicación y sus
instrumentos, el primordial de los cuales es el lenguaje. Vehículo del pensamiento, el
lenguaje es, a la vez, causa y consecuencia de los progresos de este pensamiento, y
Condorcet recorre su historia, desde los primeros balbuceos hasta la constitución de un
lenguaje científico perfeccionado, caracterizado por la "precisión” y la "generalidad”.
Evoca inclusive, para el porvenir, la creación de una lengua formalizada, que no será la
lengua universal, cara a los utopistas y destinada a sustituir todas las imperfectas lenguas
existentes, sino un vehículo que permitirá al público poseedor de una educación
elemental, es decir, a todos los hombres, según espera, adquirir conocimiento de los
resultados alcanzados por los sabios especializados.
La aparición de la escritura alfabética primero, la de la imprenta después, son los dos
grandes momentos de la historia de la comunicación de las ideas y de su multiplicación
mediante combinaciones nuevas. Ya Bacon, tan sensible a las condiciones sociales del
"aumento de las ciencias", había puesto de relieve los efectos de la invención de la
imprenta que difunde los libros entre capas cada vez más amplias de la sociedad. Pero
Condorcet va más lejos. Como buen “filósofo” de las Luces, liga la multiplicación de los
intercambios científicos, la popularización del saber teórico y práctico, los progresos de
la instrucción general con la formación de una "opinión pública" ilustrada, razonable,
liberada de las trabas de la tradición y de la autoridad, y capaz de poner fin a esa
confiscación del saber por unos cuantos, que ha sido la causa de las desdichas de la
humanidad.
Nos encontramos en presencia de uno de los temas fundamentales del Bosquejo. Lo
que se discute es la existencia del mal en la historia. Sin el mal, no habría historia, y sin la
designación del mal no habría teología o filosofía de la historia. En la visión
intelectualista propia de Condorcet, y que se remonta a Sócrates, el mal carece de
realidad positiva, no es más que la ignorancia, la privación del conocimiento. La maldad
misma no es sino resultado de la ignorancia: nadie es malvado voluntariamente.
Podríamos imaginamos que, en su marcha hacia el perfeccionamiento o la felicidad, la
especie humana habría podido no encontrar más que "esos obstáculos que se renuevan
inevitablemente con cada nuevo progreso, puesto que tienen como causa necesaria la
constitución misma de nuestra inteligencia, o esa relación establecida por la naturaleza
entre nuestros medios para descubrir la verdad y la resistencia que opone a nuestros es -
fuerzos" . Pero las cosas no son tan sencillas, y la propia humanidad ha puesto obstáculos
a sus progresos bajo la forma de los errores por ella cometidos, de las creencias y de las
ilusiones que se ha forjado y que luego han determinado sus acciones. Es preciso de
nuevo retomar a Descartes: esto es “porque todos hemos sido niños antes de ser
hombres" nos es difícil llegar a la verdad. Pero lo más grave es que muy pronto
aparecieron, en la historia de la humanidad, hombres que se propusieron mantener a los
demás hombres en estado infantil, en la ignorancia, así como cultivar y explotar ese
estado de "minoría de edad" intelectual y afectiva para consolidar mejor su poder. Ésos,
en la intriga histórica, desde la lejana época de los caldeos, desempeñan el papel de
"malvados": son los "sacerdotes" de todas las religiones, los “impostores".
Con esto, Condorcet se expone a las críticas “historicistas". La impostura supone un
desdoblamiento del que son incapaces los hombres de las épocas religiosas. Los
sacerdotes participan de la misma mentalidad que los fieles. Pero los análisis del
Bosquejo no se limitan a retomarla tesis del complot clerical, y encontramos, sin duda
por influencia de Boulanger y D’Holbach, con su noción de “teocracia", un estudio
interesante del papel histórico desempeñado por las élites religiosas y las Iglesias. Los
caldeos fueron, a la vez, los primeros sabios (astrónomos) y los primeros sacerdotes, los
primeros en poner a la humanidad por el camino real de la ciencia, y los primeros
también en extraviarla. Después, las élites sacerdotales, liberadas de los cuidados
prácticos, desempeñaron un papel positivo y negativo a la vez, de acuerdo con una
dialéctica que Condorcet señala, más que explica. Si el pensamiento racional conoció en
Grecia un desarrollo prodigioso, fue porque, según su parecer, los griegos separaron
claramente religión y filosofía. Pero tiene que admitir también que las órdenes religiosas
cristianas y, más aún, los musulmanes "fanáticos”, preservaron, durante los "tiempos
oscuros", la herencia griega de su destrucción total. La razón que opera en la historia, tal
como la entiende Condorcet, no es todavía la razón "astuta" de Hegel, pero sabe utilizar
el mal, el error, la pasión ciega para realizar sus fines. Se podría multiplicar los ejemplos.
Las Cruzadas, empresa bajo el efecto de la superstición, ayudan a destruir esa misma
superstición al poner en contacto a los occidentales burdos con los cristianos orientales y
los árabes refinados. La pólvora para cañón, invención que amenaza con aniquilar a la
raza humana, convierten las guerras en menos mortíferas (?) y promueve la igualdad
entre los hombres al democratizar el empleo de las armas. La intolerancia religiosa, en el
siglo xvr, obliga a las provincias belgas a sacudirse el yugo de España y "despierta la
libertad inglesa". De igual manera, en un futuro próximo “la prudencia o las divisiones
insensatas de las naciones europeas, al mismo tiempo que los progresos de sus colonias,
conducirán pronto a la independencia del nuevo mundo".
Pero Condorcet cuenta más con la sensatez de los hombres que con sus locuras. La
falta imperdonable de los sacerdotes es la de haberse valido de las luces que habían
adquirido para dominar mejor a los ignorantes. También los sabios modernos
constituyen una élite, pero esta élite o vanguardia está al servicio de la humanidad. La
ciencia y la filosofía preceden siempre a la opinión, la cual, por su parte, lleva la
delantera a la práctica de los gobiernos. Su progreso hace posible los demás progresos
que determinan la felicidad del género humano en su conjunto. Nada es tan aborrecible
para Condorcet como el maquiavelismo, religioso o político, que se funda en el
menosprecio de los hombres. Siendo demócrata, no es populista, y no confía en la
espontaneidad de las masas, pero cree en la misión social del sabio, que es la de mejorar
a los hombres e ilustrarlos, y no la de engañarlos, aunque pudiese esto serles útil.
Que en el conocimiento radica la salvación es una vieja idea. Que dicha salvación la
lleve a cabo un conocimiento identificado con el saber científico, indisociablemente
teorético y "operativo”, es una idea moderna a la que Condorcet proporciona nuevo
alcance. Pero su aportación más personal, en la que se traducen sus preocupaciones de
matemático y de filósofo, consiste en el papel que asigna, en lo que respecta al
perfeccionamiento del hombre, a las ciencias llamadas “morales" y, todavía más, en la
manera de concebir estas ciencias.
Desde comienzos del siglo xvm, se admitió corrientemente que los métodos que, con
Newton, triunfan en las ciencias de la naturaleza, deben poderse aplicar al estudio de la
naturaleza humana y de la vida social. En el siglo anterior, Hobbes y Spinoza habían
abrigado la misma ambición, pero el modelo deductivo por ellos adoptado se ha
desacreditado. Hemos visto cómo, para Condorcet, el análisis del espíritu humano
efectuado por Locke, Condillac, Hume, y continuado por sus jóvenes amigos Cabanis,
Garat, Destutt de Tracy, los futuros ideólogos a quienes trataba en el salón de madame
Helvecio, en Auteuil, representaba un logro científico definitivo sobre el cual
fundamentar su "cuadro histórico". Su propia contribución se aplica al dominio
particular de la acción humana. El hombre moral, el hombre social, es, en efecto, un ser
que actúa, elige, decide, con la parte de libertad, o al menos de indeterminación, que ello
supone. ¿Cómo es posible una ciencia de la sociedad, concebida conforme al modelo de la
física matematizada de Newton, teóricamente rigurosa, y “operativa” en el sentido de
Bacon, es decir, susceptible de aplicaciones prácticas que permitan modificar la sociedad
al mejorarla? (Cabe señalar, de paso, que el término de "ciencia social” aparece por
primera vez en un texto de Garat dirigido a Condorcet en 1791, mientras que los
fisiócratas hablaban de un “arte social".)
Leibniz había comprendido ya el interés de la aplicación del cálculo de probabilidades
al estudio de las decisiones humanas. En sus Observations on Man (1749), Hartley utiliza
el Ars conjectandi de Jacques Bernoulli (1713) y la Doctrine of Chances de De Moivre
(1718), así como el cálculo diferencial de Newton, y profetiza que las futuras
generaciones pondrán en forma matemática "las diversas clases de estudios”, "de modo
que las matemáticas y la lógica, la historia natural y la historia civil, la filosofía natural y
cualquier otra especie de filosofía coincidirán omni ex parte”,2*
El matemático Condorcet, cuyos trabajos ocupan un lugar selecto en la historia de las
matemáticas de las probabilidades, aunque hayan sido un poco eclipsados por los de
Laplace, concibió claramente el proyecto de una ciencia social que tuviera, gracias al em-
pleo de las matemáticas probabilísticas, el mismo rigor que las ciencias físicas. El Essai
sur l'application de l’analyse à la probabilité des décisions rendues à la pluralité des voix
(1785) anuncia las teorías actuales de la decisión. No comentaré aquí este aspecto
particularmente moderno de la obra de Condorcet, pero es inseparable de las
certidumbres y de las esperanzas expuestas en el Bosquejo, como lo muestran algunos
pasajes del Essai de 1785:
Es fácil observar, 1) que el cálculo posee al menos la ventaja de hacer
más segura la marcha de la razón, de ofrecerle armas más sólidas contra
las sutilezas y los sofismas; 2) que el cálculo se toma necesario cada vez que la verdad o la
falsedad de las opiniones depende de cierta precisión en los valores [...] La razón basta
mientras no exista necesidad más que de una observación vaga de los acontecimientos: el
cálculo se torna necesario tan pronto como la verdad depende de observaciones exactas y
precisas [...] De modo que no deben considerarse indiferentes los medios de evaluar, tantas
veces como sea posible, los grados de la probabilidad que determina nuestras decisiones, y de
garantizar con este método la justicia de nuestros juicios y de nuestras acciones. Me atreveré a
añadir que la aplicación del cálculo a la discusión de gran número de cuestiones que interesan
a los hombres sería uno de los mejores medios para hacerles percatarse del valor de las luces
[...] Pero ¿acaso las luces no podrán deslumbrar a los hombres en vez de iluminarlos? [...] ¿El
espíritu humano quedará menos expuesto a extraviarse porque el espacio que él se ha abierto
es más amplio? Tales son las objeciones que en un siglo ilustrado se pueden oponer todavía a la
utilidad del progreso de las luces; y cuando la filosofía se une solamente a la elocuencia y a las
letras, esas objeciones deben parecer especiosas, y quizás no carecen de fundamento: pero
pierden toda su fuerza cuando la filosofía se une a las ciencias y, sobre todo, a las ciencias del
cálculo.

El Tableau général de la Science qui a pour objet l’application du calcul aux Sciences
politiques et morales, publicado, inconcluso, en el Journal D’Instruction Sociale de junio-
julio de 1793, es todavía más preciso y más ambicioso. Traza el campo inmenso que se
ofrece ante lo que Condorcet llama “matemática social”, y demuestra su utilidad:

La matemática social puede tener como objeto a los hombres, a las cosas o a los hombres y las
cosas a la vez.
Tiene como objeto a los hombres, cuando enseña a determinar, a conocer el orden de la
mortalidad en una u otra comarca; cuando calcula las ventajas o los inconvenientes de un
modo de elección. Tiene como objeto a las cosas, cuando evalúa las ventajas de una lotería y
cuando trata de establecer los principios de acuerdo con los cuales se deben determinar las
tasas de los seguros marítimos. Finalmente, tiene al mismo tiempo al hombre y a las cosas
como objeto, cuando se ocupa de las rentas vitalicias, de los seguros de vida.
Puede considerar al hombre como un individuo cuya existencia, en
cuanto a su duración y sus relaciones, está sometida al orden de los acontecimientos naturales,
y puede aplicarse también a la marcha de las actividades del espíritu humano.
Considera al hombre como individuo cuando da a conocer con precisión, y mediante
hechos, la influencia que el clima, los hábitos, las profesiones ejercen sobre la duración de la
vida; considera a las actividades del espíritu cuando pesa los motivos de credibilidad, cuando
calcula la probabilidad que resulta, de los testimonios o de las decisiones.
[...] Esta exposición nos mostrará toda la utilidad de esta ciencia; se verá que ninguno de
nuestros intereses individuales o públicos le es extraño, que no hay ninguno acerca del cual no
nos proporcione ideas más precisas, conocimientos más seguros; se verá hasta qué punto, si
esta ciencia estuviese más difundida, más cultivada, contribuiría tanto a la felicidad como al
perfeccionamiento de la especie humana.

Condorcet es, en esto, precursor del empleo de los métodos cuantitativos y estadísticos
en el estudio de la sociedad y de la economía, pero sus objetivos son todavía más morales
que estrictamente científicos: la matemática social liberará al hombre del instinto y de la
pasión y le permitirá instaurar el imperio de la razón. Como ha escrito Keith Baker, el
Tableau général “es una visión notable de una sociedad democrática convertida en
racional por el poder de las matemáticas sociales”.
Las esperanzas particulares que Condorcet cifra en una ciencia social matematizada son,
como dijimos, de orden moral. Mejor sería decir que de orden político, si se entiende por
"político", según la significación griega del término, la “práctica" por excelencia, la
acción que los hombres ejercen, aunados, para su bien común. En ese sentido, no hay
solución de continuidad entre el Tableau général y el Bosquejo, escritos casi
simultáneamente, y, por otra parte, los actos y los escritos de Condorcet, hombre político
y revolucionario. Pero si el Bosquejo pretende colocarse por encima de las contingencias
del acontecimiento y hace pocas alusiones a la situación dramática de su autor, la visión
de la historia que se desprende es tan política como los panfletos, discursos, proyectos
legislativos del diputado a la Legislativa y a la Convención.
Condorcet no era un sabio puro, soñador entusiasta extraviado en el mundo
despiadado de la acción revolucionaria, víctima de su ingenuidad y de su imprudencia. Si
el concepto de "pensador comprometido" tiene un sentido, a él se le debe aplicar
sobradamente. Durante los 10 años anteriores a la Revolución, multiplicó las críticas
dirigidas al Antiguo Régimen, pero sobre todo propuso infatigablemente reformas.
Debemos colocar a este aristócrata, a este académico, en primera fila de los
“privilegiados" que prepararon los trastornos revolucionarios (pero ¿no tratarían de
evitarlos?) Desde 1789, desempeña un papel que no es de simple comparsa, primero
como periodista, en particular del Journal de la Société de 1789, después como diputado a
la Legislativa y a la Convención. Allí, asocia su nombre a dos grandes proyectos
legislativos defendidos sin éxito: uno de ellos, de 1792, concierne a la instrucción pública;
el otro, de 1793, propone una constitución para la joven República. Sabemos que fue este
proyecto de constitución, llamada "girondina”, la que provocó su perdición.
La hostilidad de Robespierre hacia Condorcet obedece tanto a razones filosóficas
como políticas, y la significación de su oposición rebasa las cuestiones personales. Para
los jacobinos, Condorcet representa a los enciclopedistas, o sea, a los enemigos de
Rousseau. Ya en 1791, Marat, que tenía pleito desde hacía 10 años con la Academia de
Ciencias, que se había negado a tomar en serio sus teorías sobre la descomposición de la
luz, había publicado un panfleto contra los académicos, titulado Les Charlatans
modernes. No se había olvidado de Condorcet: "Panegirista de la sociedad, mendiga para
sí mismo, dicen sus cofrades, los elogios que distribuye a los demás". 32 Pero Marat
extiende más állá sus ataques y la emprende contra D’Alembert, Voltaire, Diderot, La
Harpe, Marmontel, acusados de haber perseguido a Rousseau: "Ofuscados por el brillo
de su genio, se aplicaron a atormentarlo mientras vivió, hicieron que muriera de dolor, y
han tratado de eclipsar su reputación después de su muerte". 33 Robespierre adopta los
mismos argumentos en la violenta discusión que opone a Brissot, a propósito de
Condorcet, en abril de 1792, en el Club de los Jacobinos (al que pertenecía Condorcet).
32
Marat, Les Charlatans modernes, ou Lettres sur le Charlatanisme académique, publiées par
M. Marat, l’ami du peuple, París, septiembre de 1791. Reproducido en C. Vellay, Les Pamphlets de
Marat, Paris, Charpentier et Fasquelle, 1911, p. 288, n. 1.
33
Ibid., p. 283.
"¿Cree usted —dijo Brissot— que si los genios apasionados de esos grandes hombres
[Condorcet, Voltaire, D'Alembert] no hubiesen inflamado poco a poco las almas [...] la
tribuna se estremecería hoy con vuestros discursos sobre la libertad? Destrozáis a
Condorcet, siendo que su vida revolucionaria no es sino una sucesión de sacrificios por el
pueblo. Filósofo, se convirtió en político; académico, se convirtió en periodista. Noble, se
convirtió en jacobino [...]” A lo que Robespierre replicó: “Si los maestros de nuestro
pensar son los académicos, amigos de D’Alembert, nada tengo que responder, sino que
las reputaciones del nuevo régimen no pueden asentarse sobre reputaciones antiguas;
que si D’Alembert y sus amigos han ridiculizado a los sacerdotes, en otras ocasiones
halagaron también a los grandes y a los reyes. Nada tengo que objetar, salvo que todos
esos grandes filósofos persiguieron con saña la virtud, el genio y la libertad de Jean-
Jacques Rousseau, el filósofo sensible y virtuoso, el único que, a mi juicio, se merece los
honores de la apoteosis, prodigados por la intriga a charlatanes políticos y a
despreciables aduladores’’.34 Y Robespierre volvió otra vez a la carga, el 7 de mayo de
1794, menos de dos meses después de la muerte de Condorcet, en un informe presentado
en nombre del Comité de Salud Pública: "Tal labrador difundía la luz de la filosofía en
los campos, cuando el académico Condorcet, antaño gran geómetra, se dice, ajuicio de los
literatos, y gran literato, a juicio de los geómetras, luego conspirador tímido, despreciado
por todos los partidos, trabajaba incansablemente en opacarlo mediante el pérfido
fárrago de sus rapsodias mercenarias”.35
Lo que aquí se enfrentan son dos concepciones de la Revolución. Para Robespierre y
Saint-Just, la Revolución es ante todo cuestión de virtud, de conversión del corazón.
Supone una ruptura absoluta con el pasado, es "religiosa” (véase el culto al Ser
Supremo). Al establecer una igualdad radical y abstracta entre los hombres, diviniza al
Pueblo y propende a absorber al individuo en el Estado. Para Condorcet, por el
contrario; la Revolución es un episodio glorioso de un proceso que se inicia desde los
comienzos de la humanidad, la prueba decisiva de los progresos realizados hasta
entonces por el género humano. La hizo posible el florecimiento gradual de la razón
especulativa y práctica, que culmina en el debilitamiento, y después
34
Œuvres de Maximilien de Robespierre, ed. Laponneraye, París, 1840,1.1, p. 287.
35
Ibid., t. III, p, 627.
en la desaparición, del espíritu religioso, del cual el fanatismo y el ignorantismo
jacobinos representan el último sobresalto. La igualdad de derechos entre los hombres es
un imperativo absoluto, y la Revolución la ha establecido, pero las desigualdades de
hecho, las del talento o de las riquezas, son inevitables y aun necesarias. Todos deben
poder soportar sus efectos, pero abolirlos autoritariamente desembocaría en el peor de
los males, en la supresión de la libertad, conquistada con tantos esfuerzos. El Estado,
para Condorcet, no es más que un instrumento de la libertad, y debe respetar el derecho
a la iniciativa de los ciudadanos, muy particularmente en los dominios esenciales de la
enseñanza y de la investigación científica. Su Informe y proyecto de decreto sobre la
organización general de la instrucción pública es esclarecedor a este respecto, sobre todo
si se le compara con otros proyectos del mismo tipo propuestos durante el periodo
revolucionario, y de los cuales el ejemplo más significativo es el Projet d’éducation
nationale presentado en diciembre de 1792 a la Convención por Rabaut Saint-Étienne.
Rabaut distingue claramente entre “instrucción pública" y "educación nacional”:

[...] la primera debe proporcionar luces y la segunda virtudes; la primera será el lustre de la
sociedad, la segunda será su consistencia y su fuerza. La instrucción pública exige liceos,
colegios, academias, libros, instrumentos de cálculo, métodos, se imparte entre muros; la
educación nacional pide circos, gimnasios, armas, juegos públicos, fiestas nacionales, el
concurso fraternal de todas las edades y sexos, y el espectáculo imponente y dulce de la
sociedad humana reunida. Quiere un gran espacio, el espectáculo de los campos y la
naturaleza; la educación nacional es el alimento necesario de todos; la instrucción pública es la
que comparten unos cuantos.

El fin declarado de la "educación nacional” es el de “apoderarse del hombre desde la


cuna, y aun desde antes de su nacimiento; pues el niño aún no nacido pertenece ya a la
patria. Se adueña de todo el hombre sin dejarlo jamás, de modo que la educación
nacional no es una institución para el niño, sino para la vida entera". Y añade Rabaut:
"Lo cierto es que es necesario, absolutamente necesario renovar la generación actual, y
al mismo tiempo formar a la generación por venir; es preciso hacer del pueblo francés un
pueblo nuevo [...]"
El carácter "clerical" de esta concepción de la “educación nacional" es por lo demás
ingenua o cínicamente confesado por el pastor Rabaut Saint-Étienne:
[Los sacerdotes] se apoderaban del hombre desde su nacimiento; lo capturaban desde su tierna
edad, en su edad madura, en la época de su matrimonio, en la del nacimiento de sus hijos,
durante sus aflicciones, en sus faltas, en su fortuna, en su miseria, en el interior de su concien-
cia, en todos sus actos civiles, en sus enfermedades y en su muerte. Así lograron meter en un
mismo molde, obtener una misma opinión, en dotar de los mismos usos a tantas naciones
diferentes por sus costumbres, lengua, leyes, color y estructura, a pesar de la desemejanza de
montañas y mares. Legisladores hábiles, que nos habláis en nombre del cielo, ¿no podríamos
hacer por la libertad y la verdad, lo que tan frecuentemente habéis hecho por el error y la
esclavitud?37

La finalidad que Condorcet asigna a la "instrucción pública" es completamente


distinta:
Ofrecer a todos los individuos de la especie humana los medios de proveer a sus necesidades,
de asegurar su bienestar, de conocer y de ejercer sus derechos, de comprender y de cumplir
sus deberes;
Asegurar a cada uno de ellos la facilidad de perfeccionar su industria, de hacerse capaz de
cubrir las funciones sociales a las que tiene el derecho de ser convocado, de desarrollar en toda
su extensión los talentos que ha recibido de la naturaleza; y, con ello, de establecer entre los
ciudadanos una igualdad de hecho y de convertir en realidad la igualdad política reconocida
por la ley:
Tal debe de ser el primer fin de la instrucción nacional; y, desde este punto de vista, esa
instrucción es, para el poder público, un deber de justicia.
Dirigir la enseñanza de modo que la perfección de las artes aumente los disfrutes de la
generalidad de los ciudadanos y el bienestar económico de quienes las cultivan, para que un
número mayor de hombres se capacite para cumplir bien las funciones necesarias para la
sociedad, y 37 Ibid., p. 297.
para que los progresos siempre crecientes de las luces abran una fuente inagotable de auxilios
para nuestras necesidades, de remedios para nuestros males, de medios conducentes a la dicha
individual y a la prosperidad común;
Cultivar finalmente, en cada generación, las facultades físicas, intelectuales y morales, y,
con ello, contribuir al perfeccionamiento general y gradual de la especie humana, fin último
hacia el que debe dirigirse toda institución social.

El proyecto educativo se inscribe aquí en una concepción general de la historia


considerada como "educación del género humano", en rememoración del título de la
obra de Lessing. Su función es la de asegurar, en el individuo y en la comunidad, el
perfeccionamiento indefinido del espíritu humano, que sólo puede realizarse en libertad.
Por consiguiente, es un proyecto liberal: la instrucción será "pública”, puesto que es,
para el Estado, "un deber impuesto por el interés común de la sociedad, y por el de la
humanidad entera", y laica, es decir que la enseñanza de la moral quedará separada de
"los principios de toda religión particular”. Pero esta enseñanza moral y cívica se
fundamentará en la razón, y no en el “entusiasmo", y, sobre todo, será independiente de
las autoridades políticas. Ningún poder público "debe tener la autoridad, ni siquiera el
crédito de impedir el desarrollo de las verdades nuevas, la enseñanza de las teorías con -
trarias a su política particular o a sus intereses del momento". Antes bien, "la
independencia de la instrucción constituye en cierto modo parte de los derechos de la
especie humana. Puesto que el hombre ha recibido de la naturaleza una perfectibilidad
cuyos límites desconocidos se extienden, si es que existen, mucho más allá de lo que
incluso podemos concebir, puesto que el conocimiento de las verdades nuevas es el único
medio de desarrollar esta afortunada facultad, fuente de su bienestar y de su gloria, ¿qué
poder podría tener el derecho de decirle: he ahí qué es lo que debes saber; he ahí el
término ante el cual te debes detener? Puesto que sólo la verdad es útil, puesto que todo
error es un mal, ¿con qué derecho un poder, cualquiera que pueda ser, osaría
determinar en dónde se encuentra la verdad, en dónde se halla el error?"
Pero si la ciencia no debe someterse al poder político, "cualquiera que pueda ser", el
poder político no tiene que someterse al poder de los sabios. El Fragmento sobre la
Atlántida (que aparece en esta edición en español) basta para mostrar que Condorcet no
sucumbió, como a veces se ha sostenido, a la tentación de convertir a los sabios en los
grandes sacerdotes de la humanidad futura, en una élite de la ciencia y de la técnica
única capaz de dirigir al pueblo. Condorcet no es Saint-Simon ni Auguste Comte. Su
racionalismo y su fe en la ciencia no entran en conflicto con sus convicciones
democráticas. La "sociedad perpetua para el progreso de las ciencias" cuya organización
proyecta, a ejemplo de Bacon, trabajará, con entera independencia respecto del poder
público, para mejorar la condición de los hombres, pero en última instancia quedará
sometida al poder legislativo, que expresa la voluntad popular y tiene como función
hacer que se respeten los derechos del hombre y, más en general, la opinión pública. El
papel de los sabios consiste en ayudar a formar e ilustrar a la opinión pública, mas en
ningún caso en sustituirla.
La manera como Condorcet concibe la instrucción pública en una sociedad
democrática está de acuerdo con su interpretación del fenómeno histórico de la
Revolución. Hemos visto que las grandes líneas de la teoría del progreso humano se
habían fijado desde los comienzos de la década de 1780. La Revolución americana, y
luego la Revolución francesa no aportaron ninguna modificación, y por lo contrario no
hicieron más que confirmarla. Condorcet no opone esas dos revoluciones, como más
tarde habría de hacerlo Tocqueville y Hannah Arendt. Señala únicamente que la
Revolución francesa posee un carácter de radicalidad, y por consiguiente de universali-
dad, del que carece la Revolución americana, más tributaria de circunstancias
particulares, y que no estaba obligada a derruir un edificio político y social milenario.
Pero no encontraremos en él ese pathos de la novedad y esta visión escatológica de la
Revolución que la convierten a la vez en un fin y un punto de partida absolutos, gracias a
una subversión total de lo real. Cuando escribe, en las Mémoires sur l'instruction
publique: “Durante largo tiempo he considerado esas concepciones como sueños que no
habrían de realizarse sino en un porvenir indeterminado, y en un mundo en el que yo
habría dejado ya de existir. Un feliz acontecimiento ha abierto de golpe un derrotero
inmenso a las esperanzas del género humano; un solo instante ha puesto un siglo de
distancia entre el hombre de hoy y el de mañana", y no había en términos de "ruptura",
sino en términos de "aceleración". Según su pluma, la Revolución no posee ese carácter
de necesidad ciega e irrefrenable que la emparentaría con las grandes fuerzas naturales
(“torrente", “emisión de lava”, "tempestad", etc.), no la hipostasía, no la diviniza, no la
convierte en potencia autónoma dotada de su propia lógica, sus exigencias, su razón
inmanente, diferente de las razones de sus actores, y aun opuesta. En un texto
importante, aparecido, poco antes de que se decretara su detención, en el Journal
D’Instruction Sociále (l2 de junio de 1793), definió lo que, a su juicio, era una revolución,
con su legitimidad y sus límites, y lo que era ser un "revolucionario":
[...] El vocablo revolucionario no se aplica más que a las revoluciones que tienen la libertad por
objeto [...] Un espíritu revolucionario es un espíritu propio para producir, para dirigir una
revolución realizada en favor de la libertad. Una ley revolucionaria es una ley que tiene por
objeto mantener esta revolución, y acelerar o regular su marcha [...] Frecuentemente se ha
abusado del vocablo revolucionario. Por ejemplo, se dice en general: Es preciso crear una ley
revolucionaria, hay que adoptar medidas revolucionarias. ¿Debemos entender que se trata de
leyes, de medidas útiles a la revolución? Nada se dice. ¿Debemos entender que son medidas
que no convienen más que a esta época? Entonces se dice algo falso; pues si una medida fuese
buena tanto para el estado de tranquilidad como para el de revolución, sería algo inmejorable.
¿Debemos entender que se habla de una medida violenta, extraordinaria, contraria a las reglas
del orden común, a los principios generales de la justicia? No es ésta razón suficiente para
adoptarla, es necesario demostrar, además, que es útil, y que las circunstancias la exigen y la
justifican.

Se entiende mejor, así, la actitud de Condorcet durante los meses en que estuvo
redactando su Bosquejo. Su derrota política, la muerte que lo amenazaba no le hicieron
poner en tela de juicio jamás lo bien fundado de sus posiciones “revolucionarias" y
menos aún de la validez de su filosofía del progreso. No reniega para nada de sus princi-
píos, no se arrepiente de ninguno de sus escritos ni de sus acciones
pasadas. Tampoco se inclinó ante sus adversarios jacobinos porque eran los
más fuertes, o porque encarnarían la Revolución poseedora siempre de la
razón. Robespierre y sus amigos no tienen razón, son “charlatanes",
"fanáticos", e “hipócritas" que engañan momentáneamente a las masas
extraviadas, pero su triunfo es sólo temporal y no altera la serenidad del
verdadero filósofo.
Frente a la Revolución, Condorcet el filósofo, no más que Condor- cet el político, no
mantiene una postura de “espectador". La actitud de espectador ha sido bien definida
por Kant, cuando escribió, desde la profundidad de su Prusia, en Conflicto entre las
facultades:

Que la revolución de un pueblo espiritual que hemos visto efectuarse en nuestros días, triunfe o
fracase; que acumule miseria y crímenes espantosos al punto que un hombre prudente, si
pudiese esperar, luego de emprenderla por segunda vez, concluirla felizmente, decidiría no
intentar jamás la experiencia a ese costo: esta revolución, digo, encuentra no obstante en los
espíritus de todos los espectadores (que no están comprometidos en ese juego) una simpatía de
aspiración que raya en entusiasmo [...].42

El punto de vista del espectador, simpatizante u horrorizado, es el de un "teórico", en


el sentido etimológico del término, que contempla el "desfile” de la historia. Es el que
adoptará Hegel, para quien 1789 es la reconciliación del cielo y de la tierra. La "filosofía
de la historia" hegeliana descubre, en los asuntos humanos, en la historia y su
desenvolvimiento aparentemente insensato, el viejo absoluto que las religiones y las
filosofías situaban fuera de nuestro mundo sublunar. Es una filosofía de espectador
condenado a comprender a destiempo, a quien se le escapará siempre la incertidumbre,
ese estremecimiento ante la libertad propio de quien actúa. Para el espectador, para
Hegel, la libertad se revelará siempre bajo la forma de la necesidad.
La visión que tiene Condorcet de la Revolución francesa es mucho más sobria. Es la
de un actor, de un agente, que ha sufrido más fracasos que éxitos en su acción, pero que,
a causa de esto, se niega a absolutizar el hecho y a reconocer siempre lo racional en lo
real. La revolución no es sino una etapa, decisiva, en una larga marcha
42 Op. cit,, p. 101, n. 1.
que no concluirá jamás. Meditar sobre el pasado, y aun sobre el presente, tiene interés
sólo si encuentra en ello razones para esperar y para actuar. Mientras escribía en los días
más terribles de la Revolución, en un momento en que nada permitía presagiar su fin,
Condorcet eligió no retener, de todo lo realizado en esos cuantos años, más que lo
plenamente congruente con su demostración y, sobre todo, lo que le permite hablar del
porvenir con seguridad fortalecida. El Bosquejo no podía interrumpirse al término de la
Novena época, en la Revolución francesa, pues es allí donde, para Condorcet, comienza lo
más interesante.
¿Profecía, utopía, sueño de "matemático delirante", como dijo La- harpe, o
extrapolación científicamente legítima? En la Décima época encontramos un poco de
todo esto. Es fácil para nosotros, que no conocemos el motivo secreto de la historia, pero
sí al menos cierto número de episodios complementarios del folletón, ironizar acerca de
las ilusiones de Condorcet, o bien admirar su presciencia y sus previsiones
sorprendentes. Así, más vale que nos preguntemos acerca de sus verdaderas intenciones
y acerca de la significación que ese cuadro del porvenir tiene en la economía general de
su obra. Las explicaciones psicológicas no son suficientes. Sin duda, Condorcet encontró
en su situación trágica una poderosa incitación para refugiarse, no en el pasado, como
algunos lo harían, sino antes bien en un porvenir beatífico: de esta manera se explicaría
la falta de la Décima época en el texto de comienzos de la década de 1780, en el que se
enumeran las nueve primeras épocas. Pero la desesperanza y la exaltación no explican
todo. No es solamente un hombre acosado el que habla del porvenir, sino también un
filósofo. ¿Y cómo, en su calidad de filósofo, nos habla?
Y, en primer lugar, ¿tiene derecho a hacerlo? Hegel, en La razón en la historia, en el
capítulo en el que se ocupa de América, “país del porvenir", señala secamente: “La
filosofía no se ocupa de profecías”. Y de hecho, hasta Condorcet, ella no se ocupó de
hacerlo y hasta podría decirse que no se interesó por el futuro en general. Por no
mencionar todos aquellos que, en el siglo XVIII todavía, tenían una visión de la historia
limitada por el tema de los ciclos y de las "revoluciones" inevitables, de los optimistas y
"progresistas” más convencidos, como Turgot, que se contentaban con evocar el futuro
vagamente. No debemos volvernos hacia los filósofos, sino hacia un literato como Louis-
Sébastien Mercier, para encontrar el primer intento de anticipación, de proyección sobre
el porvenir. L'An 2440, publicado en 1770, pertenece al género de la utopía clásica en la
medida en que supone que se han realizado en “otra parte", en una sociedad ficticia, las
aspiraciones de aquellos que rechazan la sociedad real en la que viven. 43 Pero esa "otra
parte” de Mercier está situada en el tiempo, en el porvenir, y no en el espacio. Ésa es su
novedad, significativa de una época en la cual la percepción del tiempo histórico está en
vías de cambio. Pero L’An 2440 no deja de ser una “utopía", un juego declarado con lo
real, porque salta por encima de los siglos sin preocuparse por establecer una
continuidad, un lazo de causalidad entre el presente y el porvenir descritos. No es
resultado de un progreso, sino más bien de una conversión, de un retorno, inspirado por
Rouèseau, a la naturaleza y a sus leyes, y la ciencia, a pesar de algunas aplicaciones
pintorescas, no desempeña ningún papel en su realización.
Condorcet, colega de Mercier en la Convención, no hubiese querido que lo
compararan con un autor que había puesto por subtítulo a su obra: "Sueño irrealizable”.
Su Décima época nada tiene de sueño, y tampoco es una profecía. Quiere ser una
previsión, en la acepción científica del término, con el margen de aproximación que
supone la naturaleza de los fenómenos estudiados. Charles Renou- vier, en su
Philosophie analytique de l'histoire escribe, a propósito de Condorcet, que "los resultados
generales conocidos de la historia, la experiencia del pasado le daban por adelantado,
una vez admitida la hipótesis, la solución de un problema matemático fácil: construir la
sucesión de los términos de una serie de la que se conocen los primeros términos y la
ley".44 Pero esta interpretación "panmatemá- tica” es forzada, y la herramienta
matemática empleada por Condorcet es má s sutil y se ajusta mejor a la incertidumbre
de las cosas humanas. Vimos que muy pronto se percató de las posibilidades que el
cálculo de probabilidades ofrecía para el estudio de las decisiones humanas, y, por
consiguiente, del "futuro contingente”. Nada lo prueba mejor que el título de una de sus
memorias sobre el cálculo de probabilidades: Réflexions sur la méthode de déterminer la
probabilité des événements futurs d’après l’observation des événements
43
Louis-Sébastien Mercier, L'An 2440, prefacio de Alain Pons, Paris, France Adel, 1977.
44
Renouvier, Philosophie analytique de l'histoire, Paris, Leroux, 1897,t. III, p. 658.
passés (1783). La "matemática social", en la que cifró sus esperanzas hacia el final de su
vida y que habría de permitir a la humanidad dominar cada vez mejor su destino, debe
en cierta manera tomar el relevo de la vieja "prudencia” aristotélica. Aun cuando aporte
el sentido completamente moderno de la precisión y de la exactitud cuan- tificables,
Condorcet permanece, en efecto, en la línea de la fronesis griega, cuando dice que
"puesto que opiniones formadas de acuerdo con la experiencia del pasado, respecto de
objetos del mismo orden, son la única regla de conducta de los hombres más sabios, ¿por
qué se le prohibiría al filósofo apoyar sus conjeturas sobre esta misma base, con tal de
que no les atribuya una certeza superior a la que puede nacer del número, de la
constancia, de la exactitud de las observaciones?”45
La Segunda época es, pues, ante todo un programa científico de enseñanza de la
naturaleza (aquello que la ciencia moderna ha procurado realizar desde sus inicios), y de
los mecanismos sociales (aquello que la "matemática social" permitirá alcanzar); las
esperanzas depositadas en esta ciencia social fueron avaladas por una concepción de las
motivaciones humanas próxima al utilitarismo, y que supone una armonía entre el
interés particular bien comprendido y el interés colectivo.
Es también un proyecto moral, o mejor aun, político, en la acepción más amplía del
término. "Nuestras esperanzas respecto del estado por venir de la especie humana
pueden reducirse a tres puntos importantes: la destrucción de la desigualdad entre las
naciones; los progresos de la igualdad dentro de un mismo pueblo, y en fin, el
perfeccionamiento real del hombre".46 Este texto, a nuestro entender, permite apreciar
con mayor precisión la actitud de Condorcet ante la historia, y distinguir todo lo que lo
separa de las "filosofías de la historia" de tipo romántico, de las que hablamos al
comienzo de esta introducción. Para estas “filosofías de la historia", existe una lógica
inmanente al proceso histórico, hay "leyes históricas” que el filósofo debe descubrir, pero
que no necesitan de él para existir. Para Condorcet, por lo contrario, no hay leyes de la
historia, porque no hay historia, si se entiende por ella una entidad autónoma que
representa a la totalidad de los acontecimientos humanos pasados, presentes y futuros.
No hay más que simple historia. Sobre todo
45
Véase infra, p. 186.
46
Véase infra, p. 186.
lo que hay es el espíritu humano (que no es el Espíritu universal) y sus progresos
históricos. Condorcet evade de esta manera esta divinización de la historia cuyos efectos
terribles conocemos. Si el espíritu científico es espíritu libre, no debe inclinarse ante
ningún ídolo, y sobre todo no ante los ídolos que haya podido contribuir a forjar.
En ese sentido, lo que le reprocha Auguste Comte en su Cours de philosophie positive
puede, por lo contrario, anotarse en su haber:
[...] Desgraciadamente, nada es más patente, en la obra de Condorcet, cuya lectura atenta
pone de relieve, a cada instante, esa contradicción fundamental, tan directa como extraña,
entre el inmenso perfeccionamiento al que se dice que ha llegado la especie humana a fines
del siglo XVIII y la influencia eminentemente retrógrada que el autor atribuye casi
constantemente, en el conjunto del pasado, a todas las doctrinas, a todas las instituciones,
a todos los poderes efectivamente preponderantes [...] Así concebido, el estudio del pasado
no nos presenta, a decir verdad, más que una suerte de milagro perpetuo, en el que se ha
prohibido primero incluso el recurso vulgar a la Providencia. ¿Podríamos sorprendemos,
entonces, de que, a pesar del mérito eminente y poco apreciado de algunas penetrantes
observaciones incidentales, Condorcet no haya realmente descubierto ninguna de las leyes
verdaderas del desarrollo humano [...]
La negativa a inclinarse ante "todas las doctrinas, todas las instituciones, todos los
poderes efectivamente preponderantes’’ es, en efecto, insensato para el "filósofo de la
historia” o para el “sociólogo”. Para el filósofo de la libertad de espíritu, es la condición
misma de su reflexión crítica. Por eso dijimos que la Décima época era un proyecto, más
aun que una previsión. Cuando Condorcet, por ejemplo, hace de "los progresos de la
igualdad en un mismo pueblo” uno de los tres problemas fundamentales que se planteará
en el futuro la especie humana, no enuncia una "ley sociológica” que querría que todas
las sociedades humanas marchen necesariamente hacia una igualación creciente de los
individuos. Se contenta con afirmar que la igualdad de los hombres es, en derecho, un
ideal de la razón, que en ningún caso debe entrar en conflicto con el ideal supremo, la
libertad. De ahí su rechazo a las soluciones "utopistas" autoritarias que sacrifican la
libertad a la igualdad. Cuando distingue lo que llama "derechos reconocidos por la ley"
de los “derechos reales", no convierte a los primeros en derechos puramente “formales”,
vacíos, mistificadores. Los “derechos reconocidos por la ley" son esenciales, pues fundan
la igualdad política y jurídica, y, por consiguiente, la democracia:
[...] existe un gran intervalo entre los derechos que la ley reconoce a los ciudadanos y los
derechos de los que disfrutan realmente [...] Esas diferencias tienen tres causas principales: la
desigualdad de riqueza, la desigualdad de estado entre aquel cuyos medios de subsistencia, de
los que es dueño, se transmiten a su familia, y aquel para el cual esos medios dependen de la
duración de su vida, o mejor dicho, de aquella parte de su vida en la que es capaz de trabajar;
en fin, de la desigualdad de instrucción.
Será preciso mostrar, por consiguiente, que esas tres clases de desigualdad deberán
disminuir continuamente, sin desaparecer por completo, no obstante, pues tienen causas
naturales y necesarias, que sería absurdo y peligroso tratar de destruir; y ni siquiera
intentaríamos hacer que desaparecieran por completo sus efectos, sin abrir fuentes de
desigualdad más fecundas, sin causar a los derechos del hombre perjuicios más directos y más
funestos.

Actuar para disminuir la desigualdad de instrucción, aun sabiendo que siempre


existirán las diferencias naturales de facultades, es contribuir a disminuir la desigualdad
en “la industria y en las fortunas”. Y esta última desigualdad es, en última instancia,
productora de bienestar para el conjunto de la población. Hacerla desaparecer mediante
la supresión de la propiedad de tierras o la capitalista sería favorecer la regresión y la
tiranía. Sus efectos dolorosos "de dependencia y aun de miseria, que amenaza(n) sin
cesar a la clase más numerosa y más activa de nuestras sociedades" podrán ser anulados
en gran parte "oponiendo el azar a sí mismo". En esto intervendrá un "arte social”,
fundado en la "matemática social", que consistirá en facilitarla distribución del crédito,
en crear regímenes de seguros, etcétera.
No es éste el lugar para discutir sobre la eficacia de esas solucio nes, para debatir en
tomo a los méritos respectivos del liberalismo y del socialismo en sus diversas formas, ni
de preguntarse a quién
ha dado la razón la historia. Baste con señalar que el debate no está
cerrado, y que los términos en que lo plantea Condorcet no han perdido en lo
más mínimo su actualidad. Para no salimos del terreno económico y social,
¿quién podrá negar que el mejoramiento del nivel de vida y la disminución de
las desigualdades en materia de ingresos en los países industrializados, desde
fines del siglo xrx, no se hayan debido en gran medida al desarrollo de los
sistemas de seguros y de seguridad social, en el marco de la iniciativa privada
o del Estado-providencia, y que, por consiguiente, las previsiones de
Condorcet no hayan sido eminentemente razonables?
De igual manera, si se ha contraído el hábito, desde hace mucho tiempo, de denunciar
las "ilusiones de progreso” y los daños causados por la ciencia, ¿quién podrá negar que
nuestra civilización no es cada vez más profundamente "científica”, se lamente uno de
ello o no, y que no podría, so pena de renegar de sí misma en lo que tiene de más original,
y sin duda de mejor, contemplar su porvenir dándole la espalda a ese espíritu científico
que siempre ha sido su propio espíritu? Las ventoleras recurrentes de rousseaunismo, en
su forma "primitivista” o "jacobino-babeufista", no prevalecerán contra esta evidencia.
La ilusión, pues ilusión hay en efecto, de Condorcet consistió en sobrestimar los
poderes de la razón, o más bien, de subestimar los de la sinrazón, en no tomar en cuenta
la perversidad del hombre ni los efectos perversos de las decisiones más razonables. De
ahí esa impresión extraña que nos deja la lectura de esta Décima época, en la que casi
todas las finalidades propuestas, junto con los medios relacionados con ellas, siguen
siendo las nuestras, en la que casi todas las previsiones no solamente son razonables, sino
que incluso se han verificado en muy gran medida, y en la que, no obstante todo esto,
reina un optimismo desrazonable, insoportable. Pero indudablemente era necesaria esta
sinrazón de la razón para tener el valor de decir que lo mejor que han hecho los
hombres, desde que aparecieron en la Tierra, es el haberse instruido, cultivado, el haber
filosofado, el haber trabajado en las ciencias y en las artes, el haber inventado el espíritu
crítico, la democracia y la libertad.

ALAIN PONS
BOSQUEJO DE UN CUADRO HISTÓRICO
DE LOS PROGRESOS DEL ESPÍRITU
HUMANO

EL HOMBRE nace con la facultad de recibir sensaciones, de apercibir y de distinguir, entre las
que le llegan, las sensaciones simples que las componen, de retenerlas, reconocerlas,
combinarlas, de comparar entre sí sus combinaciones, de captar lo que tienen en común y lo
que las distingue, de atribuir signos a todos esos objetos, para reconocerlos mejor y facilitar
nuevas combinaciones.
Esta facultad se va desarrollando en él por la acción de los objetos exteriores, es decir,
por la presencia de ciertas sensaciones compuestas, cuya constancia, sea en su identidad,
sea en las leyes de sus cambios, no depende de él. Ella se desenvuelve asimismo por la
comunicación con individuos semejantes a él; finalmente, por medios artificiales, que los
hombres lograron inventar tras los primeros desarrollos de esa misma facultad.
Las sensaciones vienen acompañadas de placer y de dolor; el hombre posee, asimismo,
la facultad de transformar esas impresiones momentáneas en sentimientos perdurables,
dulces o penosos; de experimentar dichos sentimientos al ver o al recordar los placeres o
los dolores de otros seres sensibles. En fin, de esta facultad, unida a la de formar o
combinar ideas, nacen relaciones de interés y de deber entre él y sus semejantes, a las
cuales la propia naturaleza ha vinculado la porción más importante, más preciosa de
nuestra dicha y el más doloroso de nuestros males.
Si nos limitamos a observar, a conocer los hechos generales y las leyes constantes que
presenta el desarrollo de esas facultades, en lo que tienen de común en los diversos
individuos de la especie humana, damos a esta ciencia el nombre de metafísica.
Pero si se considera ese mismo desarrollo en sus resultados, en relación a la masa de
los individuos que existen al mismo tiempo en un espacio dado, y se le sigue de
generación en generación, entonces presenta el cuadro de los progresos del espíritu
humano. Este progreso está sometido a las mismas leyes generales que se observan en el
desarrollo individual de nuestras facultades, pues es el resultado de dicho desarrollo,
considerado al mismo tiempo en un gran número de individuos reunidos en sociedad.
Pero el resultado que cada instante muestra depende del que ofrecieron los instantes
precedentes, e influye en el de los tiempos que sobrevendrán.
Este cuadro es, pues, histórico, puesto que, sujeto a variaciones perpetuas, se va
formando por la observación sucesiva del recorrido de las sociedades humanas en
diferentes épocas. Debe mostrar el orden de esos cambios, exponerla influencia que
ejerce cada instante sobre el que lo remplaza, y mostrar así, en las modificaciones que ha
sufrido la especie humana, en la renovación incesante en medio de la inmensidad de los
siglos, la marcha que ha seguido, los pasos que ha dado hacia la verdad o la felicidad. Los
resultados que presenta conducirán en seguida a los medios necesarios para asegurar y
acelerar los nuevos progresos que su naturaleza le permite esperar aún.
Tal es la finalidad de la obra que he emprendido, y cuyo resultado será mostrar por
los hechos, así como por el razonamiento, que la naturaleza no ha fijado término alguno
al perfeccionamiento de las facultades humanas; que la perfectibilidad del hombre es
realmente indefinida; que los progresos de esta perfectibilidad, independientes en lo
sucesivo de la voluntad de quienes quisieran detenerlos, no tienen otro término que el de
la duración del globo al que nos ha arrojado la naturaleza. No cabe duda de que estos
progresos podrán darse con mayor o menor rapidez, pero su marcha será continua,
jamás retrograda, al menos mientras la Tierra ocupe el mismo lugar en el sistema del
universo, y que las leyes generales de ese sistema no produzcan un trastorno general, ni
cambios que no permitieran a la especie humana conservar ni desplegar las mismas
facultades, o encontrar los mismos recursos.
El primer estado de civilización en que fue observada la especie humana, es el de una
sociedad poco numerosa de hombres que subsisten de la caza y la pesca, que no conocen
más que el arte rudimentario de fabricar sus armas y algunos utensilios domésticos, de
construir o de excavarse alojamientos, pero dotados ya de una lengua para comunicarse
sus necesidades, y un corto número de ideas morales, de las que deducen reglas comunes
de conducta; que viven en familias, se ajustan a usos generales que hacen para ellos las
veces de leyes y poseen incluso una forma tosca de gobierno.
Siente uno que la incertidumbre y la dificultad de proveer a su subsistencia, la
necesaria alternación de una fatiga extrema y de un reposo absoluto, no le dejan al
hombre ese ocio en el que, abandonándose a sus ideas, puede enriquecer su inteligencia
con combinaciones nuevas. Los medios mismos con que cuenta para satisfacer sus
necesidades dependen demasiado del azar y de las estaciones, como para estimular
provechosamente una industria cuyos progresos puedan transmitirse; y cada cual se
limita a perfeccionar su habilidad o su destreza personal.
De modo que los progresos de la especie humana debieron ser entonces muy lentos;
sólo pudo realizarlos de tarde en tarde, y cuando se vio favorecida por circunstancias
extraordinarias. Sin embargo, a la subsistencia obtenida mediante la caza, la pesca o los
frutos ofrecidos espontáneamente por la tierra, vemos suceder la alimentación
proporcionada por animales que el hombre ha aprendido a reducir al estado de
domesticidad, a conservar, a nutrir, a multiplicar. A estos medios se añade una tosca
agricultura; no se contenta con los frutos o las plantas que encuentra; aprende a crear
provisiones, a reunirlas cerca de él, a sembrarlas o plantarlas, a favorecer su
reproducción mediante las labores de cultivo.
La propiedad que, en el primer estado, se limitaba a la de los animales muertos por él,
sus armas, redes, utensilios domésticos, se convirtió entonces en la de su rebaño, y más
tarde, en la de la tierra roturada y cultivada por él. Al morir el cabeza de familia, esta
propiedad se transmite a la familia. Algunos poseen un excedente susceptible de ser
conservado. Si es escaso, da origen a nuevas necesidades; si no hay lugar más que para
una sola cosa, entonces experimenta la escasez de otra, esta necesidad da origen a la idea
de los intercambios: con ello, las relaciones morales se toman complejas y se multiplican.
Una mayor seguridad, un ocio más arraigado y constante, permiten entregarse a la
meditación, o, por lo menos, a una observación continua. Algunos individuos introducen
el uso de dar parte de su excedente a cambio de un trabajo que les sirve hasta cierto
punto para eximirse de hacerlo ellos mismos. Aparece, pues, una clase de hombres cuyo
tiempo no se ve absorbido por el trabajo corporal, y cuyos deseos van más allá de sus
simples necesidades. Despierta la industria; las artes ya conocidas se amplían y perfeccio-
nan; los hechos que el azar ofrece a la observación del hombre más atento y más
adiestrado, dan nacimiento a artes nuevas; la población aumenta (a medida que los
medios de vida se toman menos peligrosos de obtener y menos precarios); la agricultura,
que puede alimentar mayor número de personas sobre un mismo terreno; sustituye las
demás fuentes de subsistencia; favorece ese aumento de la población que,
recíprocamente, acelera los progresos; las ideas aceptadas se comunican con mayor
rapidez y se perpetúan con mayor seguridad en una sociedad que se ha vuelto más
sedentaria, más concentrada, más íntima. Asoma ya la aurora de las ciencias; vemos al
hombre separado de las demás especies de animales, no parece seguir circunscrito, como
ellos, a un perfeccionamiento puramente individual.
Entre las necesidades que nacen sucesivamente de este último estado, las relaciones
más amplias, más numerosas, más complejas, que van formando los hombres entre sí, los
lleva a sentir la necesidad de contar con un medio de comunicar sus ideas a las personas
ausentes, de perpetuar la memoria de un hecho con precisión mayor que la que da la
tradición oral, de fijar las condiciones de una convención con mayor seguridad que la
proporcionada por el recuerdo de los testigos, de comprobar, de manera menos sujeta a
cambios, aquellas costumbres respetadas, a las cuales han convenido en someter su
conducta los miembros de una misma sociedad.
Así se inventó la escritura. Al parecer, fue primero una auténtica pintura de objetos, a
la que le sucedió una pintura convencional, que no conserva más que los rasgos
característicos. Después, en virtud de una suerte de metáfora, análoga a la que ya se
había introducido en el lenguaje, la pintura de un objeto físico expresó ideas morales. El
origen de esos signos, como el de las palabras, debió olvidarse con el paso del tiempo; y la
escritura se convirtió en el arte de atribuir un signo convencional a cada idea, a cada
palabra y, consecuentemente, a cada modificación de las ideas y de las palabras.
Hubo, entonces, una lengua escrita y una lengua hablada, que debían aprenderse por
igual, entre las cuales fue preciso establecer una correspondencia recíproca.
Hombres dotados de genio, benefactores eternos de la humanidad, cuyos nombres y
aun la patria a la que pertenecieron han quedado para siempre en el olvido, se
percataron de que todas las palabras de una lengua no eran sino combinaciones de una
cantidad muy limitada de articulaciones rudimentarias; de que el número de las mismas,
aunque muy reducido, bastaba para formar diversidad de combinaciones. Concibieron
esos hombres la idea de designar, con signos visibles, no las ideas o las palabras que les
corresponden, sino esos elementos simples de que están compuestas las palabras.
A partir de ello se inventó la escritura alfabética; un corto número de signos bastaba
para escribir todo, así como un reducido número de sonidos bastaba para expresar todo.
La lengua escrita fue lo mismo que la lengua hablada; bastó con saber reconocer y
formar esos signos poco numerosos; y este último paso garantizó para siempre los
progresos de la especie humana.
Quizás fuese útil hoy instituir una lengua escrita que, reservada exclusivamente para
las ciencias, apta tan sólo para expresar esas combinaciones simples de ideas, que son
exactamente las mismas en todos los espíritus, empleada nada más que para
razonamientos de rigor lógico, para operaciones del entendimiento precisas y calculadas,
fuese entendida por los hombres de todos los países, y se tradujese a todos sus idiomas,
sin poder alterarse como ellos al pasar al uso común.
Entonces, en virtud de una revolución singular, ese mismo género de escritura, cuya
conservación no sirviera más que para la prolongación de la ignorancia, se convertiría,
en manos de la filosofía, en instrumento útil para la rápida propagación del
conocimiento, para el perfeccionamiento del método de las ciencias.
Entre este grado de perfección de las sociedades y aquel en que se encuentran todavía
hoy los pueblos salvajes han fluctuado todos los pueblos cuya historia ha llegado hasta
nosotros, y que experimentando unas veces progresos nuevos, en otras, sumergiéndose en
la ignorancia; así como perpetuándose en medio de esas alternativas o deteniéndose en
algún punto; desapareciendo unas veces de la tierra bajo la espada de los conquistadores,
confundiéndose con las nuevas naciones o subsistiendo en la esclavitud; recibiendo, por
último, los conocimientos de un pueblo más ilustrado, para transmitirlos a otras
naciones, constituyen una cadena ininterrumpida entre los comienzos de los tiempos
históricos y el siglo en que vivimos, entre las primeras naciones que hayamos conocido y
los pueblos actuales de Europa.
Podemos, pues, distinguir ya tres partes bien distintas en el cuadro que me he
propuesto trazar.
En la primera, en la que los relatos de los viajeros nos muestran el estado de la especie
humana entre los pueblos menos civilizados, nos vemos reducidos a adivinar cuáles
hayan sido los grados por los que el hombre aislado, o más bien limitado a la asociación
necesaria para reproducirse, pudo adquirir esos primeros perfeccionamientos, cuyo
término último es el uso de un lenguaje articulado, el matiz más acentuado, e inclusive el
único en que, con algunas ideas morales más amplias y un débil comienzo de orden
social, difería de los animales que vivían en sociedad regular y estable. Por consiguiente,
las observaciones sobre el desarrollo de nuestras facultades son en este caso la única guía.
En seguida, para conducir al hombre hasta el punto en que practica las artes, en que
ya la luz de las ciencias comienza a iluminarlo, en que la sociedad está regulada por leyes
fijas, en que el comercio une a las naciones, y en que, finalmente, es inventada la
escritura alfabética, podemos unir a esta guía primera la historia de las diversas
sociedades que pudieron ser observadas en casi todos los grados intermedios; aun cuando
no podamos seguir el desenvolvimiento de ninguna en todo el espacio que separa estas
dos grandes épocas de la especie humana.
Aquí, el cuadro comienza a devenir verdaderamente en histórico, a apoyarse en gran
parte en la sucesión de los hechos que la historia nos ha transmitido: pero es necesario
escogerlos en la de los diversos pueblos, cotejarlos, combinarlos, para desprender de ellos
la historia de un pueblo único, y formar el cuadro de sus progresos.
Desde la época en que la escritura alfabética se conoció en Grecia, la historia se
vincula con nuestro siglo, con el estado actual de la especie humana en los países más
ilustrados de Europa, mediante una sucesión ininterrumpida de hechos y de
observaciones; y el cuadro de la marcha y de los progresos del espíritu humano se ha
vuelto verdaderamente histórico. La filosofía ya no tiene que conjeturar nada, ni tiene
por qué seguir forjando combinaciones hipotéticas; no le resta más que reunir, ordenar
los hechos, y mostrar las verdades útiles que nacen de su encadenamiento y de su
conjunto.
Sólo restaría un último cuadro por trazar, el de nuestras esperanzas, de los progresos
reservados a las generaciones futuras, mismos que la constancia de las leyes de la
naturaleza parece garantizarles. Sería preciso mostrar la manera gradual en que lo que
hoy puede parecemos una esperanza quimérica adquiere, sucesivamente, la posibilidad y
aun la facilidad; por qué, no obstante los éxitos pasajeros de los prejuicios, y el apoyo que
reciben de la corrupción de los gobiernos o de los pueblos, la sola verdad debe obtener un
triunfo perdurable; con qué lazos la naturaleza ha unido indisolublemente los progresos
de los conocimientos con los de la virtud, el respeto a los derechos naturales y la
felicidad; cómo estos auténticos bienes cuyo gozo imperfecto puede ser aislado o incluso
en ocasiones combatido, deben, por lo contrario, que tomarse inseparables, tan pronto
como el conocimiento haya alcanzado cierto término en gran número de naciones, y
penetrado en el conjunto total de un gran pueblo, cuya lengua se haya difundido
universalmente, y cuyas relaciones comerciales abarquen toda la extensión del globo.
Una vez efectuada esta revolución en la totalidad de los hombres ilustrados, no se
contaría entonces, entre ellos, más que a amigos de la humanidad, consagrados a acelerar
concertadamente los progresos y la felicidad.
La historia de los progresos del espíritu humano debe incluir los errores generales que
los retrasaron más o menos o que los suspendieron, que incluso con frecuencia, en tanto
que los acontecimientos políticos han hecho retroceder al hombre hacia la ignorancia.
Las acciones del entendimiento que nos conducen al error, o que nos mantienen en él,
desde el paralogismo sutil, que puede sorprender al más ilustrado de los hombres, hasta
los desvarios de la demencia, pertenecen, no menos que el método de razonar
correctamente o el de descubrir la verdad, a la teoría del desarrollo de nuestras
facultades individuales; y, por la misma razón, la manera en que los errores generales se
introducen entre los pueblos, se propagan, se transmiten, se perpetúan, forman parte del
cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Al igual que las verdades que lo
perfeccionan y lo esclarecen, son la consecuencia necesaria de su actividad, de su
curiosidad, de esa desproporción siempre presente entre lo que se conoce, lo que cree
necesario conocer, y aquello que desea conocer.
Se puede incluso observar que de acuerdo con las leyes generales del desarrollo de
nuestras facultades, algunos prejucios han debido nacer con cada época de nuestros
progresos, su influencia ha debido extenderse mucho más allá de esta época, porque los
hombres conservan todavía los prejuicios de su infancia, los de su país y de su siglo,
mucho tiempo después de haber reconocido todas las verdades necesarias para
destruirlos.
Por último, cabe señalarse que en todos los países, en todos los tiempos, ha habido
errores diferentes, conforme el grado de instrucción de las diversas clases de hombres,
así como según sus profesiones. Si los de los filósofos perjudican a los nuevos avances de
la verdad, los de las clases menos instruidas retardan la propagación de las verdades ya
conocidas; los de algunas profesiones que gozan de prestigio o de poder interponen
obstáculos; éstos son tres géneros de enemigos que la razón está obligada a combatir
incesantemente, a los que a menudo no logra vencer sino al cabo de una lucha larga y
dificultosa. La historia de estos combates, la del nacimiento, triunfo y caída de los
prejuicios, ocupará, por lo tanto, gran espacio en esta obra, y no será esta parte la menos
importante o la menos útil.
Si existe una ciencia capaz de prever los progresos de la especie humana, de dirigirlos,
de acelerarlos, la historia de los adelantos que ha realizado deberá constituir su base
primera.
La filosofía ha debido proscribir, sin duda, esa superstición que creía que no se podía
encontrar reglas de conducta sino tan sólo en la historia de los siglos pasados, o verdades,
exclusivamente en el estudio de las opiniones antiguas. Pero ¿acaso no debe abarcar la
misma proscripción el prejuicio que rechaza con orgullo las lecciones de la experiencia?
Indudablemente, la sola meditación, mediante afortunadas combinaciones, nos conduce a
verdades generales de la ciencia del hombre. Pero si la observación de los individuos de
la especie humana es útil para el metafísico, para el moralista, ¿por qué habría de serlo
menos la de las sociedades tanto para ellos como para el filósofo de la política? Si es útil
observar las diversas sociedades que existen a un mismo tiempo, y estudiar sus
relaciones, ¿por qué no habría de serlo el observarlas también en la sucesión de los
tiempos? Y aun suponiendo que estas observaciones puedan ser desdeñadas en la
investigación de las verdades especulativas, ¿tendrían que serlo cuando se trata de
aplicar en la práctica dichas verdades y de deducir de la ciencia el arte que debe ser el
resultado útil? Nuestros prejuicios, los males que se desprenden, ¿acaso no tienen su
fuente en los prejuicios de nuestros antepasados? ¿No es uno de los medios más seguros
para desengañarnos de unos, para prevenimos de otros, el buscar sus orígenes y
averiguar sus efectos?
¿Hemos llegado al punto en que no debemos temer nuevos errores, ni el retomo de los
anteriores; en que ninguna institución corruptora pueda sernos presentada por la
hipocresía, ni adoptada por la ignorancia o por el entusiasmo; en que ninguna
combinación viciosa sea capaz de causar la desdicha de una gran nación? ¿Sería,
entonces, inútil saber de qué manera han sido los pueblos engañados, corrompidos o
sumidos en la miseria?
Todo nos dice que estamos llegando a la época de una de las más grandes revoluciones
de la especie humana. ¿Qué puede informarnos mejor acerca de lo que debemos esperar;
qué puede ofrecemos una guía más segura para conducirnos en medio de sus perturba-
ciones, como no sea el cuadro de las revoluciones que la precedieron y prepararon? El
estado actual de los conocimientos nos garantiza que será afortunada; pero, ¿no estará
condicionada a que nos sirvamos de todas nuestras fuerzas? Y para que la felicidad que
nos promete podamos adquirirla a menor costo, para que se propague con mayor
velocidad sobre un espacio más amplio, para que sea más completa en sus efectos, ¿no
tendremos necesidad de estudiar, en la historia del espíritu humano qué obstáculos
restan que debamos temer, y qué medios para superarlos?
Dividiré en nueve grandes épocas el espacio que me propongo recorrer; y me atreveré,
en una décima época, a aventurar algunas ideas sobre los destinos futuros de la especie
humana.
Me limitaré a exponer aquí los rasgos principales que caracterizan cada una de ellas:
trazaré solamente las generalidades, sin demorarme en las excepciones, ni en los detalles.
Indicaré los objetos y los resultados, de los que la propia obra mostrará los
desarrollos y las pruebas.

PRIMERA ÉPOCA
Los HOMBRES SE AGRUPAN EN POBLADOS

Ninguna observación directa nos instruye acerca de lo que antecedió a este estado; y
solamente examinando las facultades intelectuales o morales, así como la constitución
física del hombre, podemos conjeturar cómo fue que se elevó a este primer grado de
civilización.
Observaciones sobre aquellas cualidades físicas que pueden favorecer la formación de
la primera sociedad, un análisis sumario del desarrollo de nuestras facultades
intelectuales y morales, deben servirnos por consiguiente de introducción al cuadro de
esta época.
Una sociedad constituida por familias parece ser natural al hombre. Formada ante
todo por la necesidad que los niños tienen de sus padres, por la ternura de las madres y
aun de los padres por sus hijos; la prolongada duración de dichas necesidades dio el
tiempo necesario para que naciera y desarrollara un sentimiento que debió inspirar el
deseo de perpetuar esa reunión. Esa misma duración bastó para que se hiciesen patentes
sus ventajas. Una familia establecida sobre un suelo que le proporcionaba una existencia
fácil pudo en seguida multiplicarse y convertirse en un poblado.
Los poblados que tuvieron por origen la reunión de diversas familias debieron
formarse más tarde y menos frecuentemente, puesto que su convergencia dependía de
motivos menos apremiantes y de la combinación de un mayor número de circunstancias.
El arte de fabricar armas, de preparar los alimentos, de obtener los utensilios
necesarios para su preparación, así como la conservación de los alimentos por algún
tiempo, y su provisión para aquellas estaciones en que era imposible conseguir
abastecimientos nuevos, todas estas artes, consagradas a las necesidades más elementales,
fueron el primer fruto de esta reunión prolongada, y el primer carácter que distinguió a
la sociedad humana de aquellas que forman varias especies de animales.
En algunas de estas sociedades, las mujeres cultivan alrededor de las cabañas algunas
plantas que sirven para la alimentación y suplen los productos de la caza o de la pesca.
En otras, formadas en lugares en que la tierra ofrece espontáneamente un alimento
vegetal, la tarea de buscarlo y recogerlo comparte con la caza y la pesca el tiempo de los
salvajes. Entre estos últimos, en que la utilidad de mantenerse unidos se siente menos, se
ha podido observar que la civilización queda reducida casi a una simple sociedad
familiar. Sin embargo, en casi todas partes se ha encontrado el uso de una lengua
articulada.
Las relaciones más frecuentes, más duraderas con los mismos individuos, la identidad
de intereses, las ayudas mutuas que se prestaban, para la caza en común o para
enfrentarse a un enemigo, dieron nacimiento al sentimiento de la justicia, así como un
vínculo recíproco entre los miembros de la sociedad. Pronto ese vínculo se transformó en
apego a la propia sociedad.
Su consecuencia obligada fue un odio violento, un inextinguible deseo de venganza
contra los enemigos del poblado.
La necesidad de un jefe, a fin de poder actuar en común, sea para defenderse contra
un enemigo, sea para procurarse con menos esfuerzo una subsistencia más segura y
abundante, introdujo en la sociedad las primeras ideas de una autoridad política. En las
circunstancias en que la totalidad de la población se veía afectada, en las que se debía
tomar una determinación común, todos los que habrían de ejecutarla deberían ser
consultados. La debilidad de las mujeres las excluía de las cazas distantes y de la guerra,
temas comunes de esas deliberaciones, lo que las alejó igualmente de ellas. Como estas
decisiones exigían experiencia, sólo se admitía en su elaboración a aquellos que se
suponía la poseían. Las disputas que surgían en el seno de una misma sociedad
perturbaban su armonía; habrían podido destruirla; fue natural convenir que la decisión
habría de confiarse a quienes, por su edad y por sus cualidades personales, inspiraban
máxima confianza.
Tal fue el origen de las primeras instituciones políticas.
La formación de una lengua debió anteceder a esas instituciones. La idea de expresar
los objetos mediante signos convencionales parece estar por encima de lo que era la
inteligencia humana en este estado de civilización; pero es verosímil que estos signos no
hayan sido introducidos en el uso sino con el paso del tiempo, gradualmente, y de manera
hasta cierto punto imperceptible.
La invención del arco pudo ser obra de un hombre genial; la formación de una lengua
fue fruto de toda la sociedad. Estos dos géneros de progreso pertenecen por igual a la
especie humana. El más rápido de ambos es el fruto de las combinaciones nuevas, que
tienen capacidad de formar los hombres favorecidos por la naturaleza; es el premio por
sus meditaciones y por sus esfuerzos; el otro, más lento, nace de las reflexiones, de las
observaciones que se ofrecen a todos los hombres, y aun de los hábitos que contraen en el
transcurso de su vida cotidiana.
Los movimientos mesurados y regulares se ejecutan con menos fatiga. Quienes los
ven, captan su orden o sus relaciones con mayor facilidad. Son, pues, por esta doble
razón, una fuente de placer. Asimismo, el origen de la danza, de la música, de la poesía,
se remonta a la primera infancia de la sociedad. Se emplea la danza para entretenimiento
de la juventud y en las fiestas públicas. Se componen canciones de amor y cantos de
guerra; incluso ya se sabe cómo fabricar algunos instrumentos musicales. En esos
poblados, no se desconoce del todo el arte de la elocuencia: al menos, se sabe adoptar en
los discursos de ceremonia un tono más grave y más solemne; e incluso la exageración
oratoria no les es ajena por ese entonces.
La venganza y la crueldad para con los enemigos erigidas en virtud, la opinión que
condena a las mujeres a una especie de esclavitud, el derecho de mando en la guerra vista
como prerrogativa de una familia, y finalmente, las primeras ideas de las diversas
especies de supersticiones, tales son los errores que distinguen esta época, cuyo origen y
cuyos motivos será preciso que indague y desarrolle. Pues el hombre no adopta sin
motivo el error, que su primera educación lo consideró de alguna manera como algo
natural; si acepta uno nuevo, es porque está ligado a los errores de la infancia, es porque
sus intereses, sus pasiones, sus opiniones o los acontecimientos lo han predispuesto a
aceptarlo.
Algunos conocimientos rudimentarios de astronomía, el de algunas plantas
medicinales, empleadas para curar las enfermedades o las heridas, son las únicas ciencias
de los salvajes; y ya se muestran corrompidas por una mezcla de supersticiones.
Pero la historia del espíritu humano nos presenta todavía en esta misma época un
hecho importante. Se pueden observar las primeras huellas de una institución, que ha
ejercido los más opuestas influencias en su discurrir, que después de acelerar los
progresos, los detuvo e incluso los retrocedió, que después de difundir los conocimientos
entre los pueblos, los precipitó en la ignorancia y en la superstición.
Estoy pensando en la formación de una clase de hombres depositarios de los
principios de las ciencias o de los procedimientos de las artes, de los misterios y de las
ceremonias de la religión, de las prácticas supersticiosas e incluso de los secretos de la
legislación y de la política. Pienso en esa separación de la especie humana en dos clases:
una destinada a enseñar, la otra a creer; una ocultando orgu- llosamente lo que se precia
de saber, la otra aceptando respetuosamente lo que se dignaba revelarle; una
pretendiendo elevarse por encima de la razón, y la otra, renunciando humildemente a la
suya propia, y rebajándose por abajo de la humanidad, al reconocer en otros hombres
prerrogativas superiores a su común naturaleza.
Esta distinción, de la que, a finales del siglo xvm, nos ofrecen todavía los restos
nuestros sacerdotes, se encuentra entre los salvajes menos civilizados, que ya cuentan con
sus brujos y charlatanes. Esta es sumamente general, se la encuentra muy seguido en
todas las épocas de la civilización, como para que carezca de fundamento en la
naturaleza misma; la encontraremos, asimismo, entre las facultades del hombre de los
primeros tiempos de las sociedades, causa de la credulidad de los primeros embaucados,
así como de la burda habilidad de los primeros impostores.

SEGUNDA ÉPOCA
Los PUEBLOS PASTORES.
PASO DE ESTE ESTADO AL DE PUEBLOS AGRICULTORES

La idea de conservar los animales capturados durante la caza, ya fuera en trampas o con
heridas leves, debió concebirse fácilmente, cuando su mansedumbre facilitó el
guardarlos, cuando el terreno contiguo a la vivienda les proporcionaba alimento
abundante, cuando la familia contó con un excedente y podía temer padecer hambre a
causa del fracaso durante otra cacería, o por la intemperie de las estaciones.
Luego de mantener esos animales como simple provisión, observó que se podían
multiplicar, con lo que proporcionarían un recurso más duradero. Su leche representa
una novedad; y estos productos de un rebaño que en un principio no era más que un
complemento al de la caza, se convirtieron en un medio de subsistencia más seguro, más
abundante, menos fatigoso. Así pues, la caza dejó de ser el primero de esos medios, y
poco después dejó de figurar inclusive entre ellos; se conservó únicamente como placer,
como precaución necesaria para alejar a las bestias feroces de los rebaños que, habién-
dose tomado cuantiosos, no podían ya encontrar alimento suficiente en las inmediaciones
de los poblados.
Una vida más sedentaria, menos cansada, dio lugar a un ocio favorable al desarrollo
del espíritu humano. Asegurada su subsistencia, sin tenerse que preocupar por la
satisfacción de sus necesidades primordiales, los hombres buscaron sensaciones nuevas
en los medios para proveerse.
Las artes hicieron algunos adelantos; se adquirieron algunos conocimientos sobre
cómo alimentar a los animales domésticos, favorecer su reproducción y aun perfeccionar
las especies.
Se aprendió a emplear la lana para sus vestidos, y a sustituir las pieles de los animales
por los tejidos.
La relación entre la familia se tomó más tolerable, sin volverse menos íntima. Como
los rebaños de cada una de ellas no podían multiplicarse con igualdad, se estableció una
diferencia de riquezas. Se tuvo, entonces, la idea de compartir parte del producto del
rebaño con quien careciese de éste, mediante la condición de dedicarse a su cuidado,
vigilancia y atención. Se descubrió entonces que el trabajo de un hombre valía más que el
costo de su subsistencia estrictamente necesaria; y se adquirió el hábito de convertir en
esclavos a los prisioneros de guerra, en vez de degollarlos.
La hospitalidad, que se observa también entre los salvajes, cobra entre los pueblos
pastores un carácter más pronunciado, incluso entre quienes son errantes. Se presentan
con mayor frecuencia las oportunidades de ejercerla, y de ejercerla recíprocamente de
individuo a individuo, de familia a familia, de pueblo a pueblo, si se la sujeta a reglas.
En fin, como algunas familias tenían no tan sólo asegurada la subsistencia, sino de un
sobrante constante, en tanto que otros hombres carecían de lo necesario, la compasión
natural por sus sufrimientos dio origen al sentimiento y al hábito de la beneficencia.
Las costumbres se suavizaron; la esclavitud de las mujeres fue menos dura y las de los
ricos dejaron de estar condenadas a duras labores.
Mayor variedad en las cosas utilizadas para satisfacer las diversas necesidades, así
como en los instrumentos que servían para prepararlas, más la desigualdad en su
distribución, debieron multiplicar los intercambios y producir una especie de comercio;
no pudo extenderse sin hacer que se sintiese la necesidad de una medida común, de una
suerte de moneda.
Al mismo tiempo, para alimentar más fácilmente a los rebaños, los poblados se
tomaron más populosos, las casas se separaron más entre sí cuando fueron fijas. Por ese
mismo motivo, éstas se convirtieron en campamentos móviles, cuando los hombres
hubieron aprendido a emplear, para la carga o el arrastre, a algunas de las especies de
animales a los que habían sometido.
Cada nación contó con un jefe para la guerra; pero habiéndose dividido en varias
tribus, por la necesidad de asegurarse los pastizales, cada tribu se dotó también del suyo
propio. Casi en todas partes, esta superioridad quedó ligada a ciertas familias. Los
cabezas de familia que poseían rebaños numerosos, muchos esclavos, que empleaban a su
servicio a muchos ciudadanos pobres, compartieron la autoridad del jefe de la tribu, tal y
como éstos compartían la de los jefes de la nación; por lo menos, cuando el respeto
debido a la edad, a la experiencia, a las hazañas les había dado prestigio: en esta época de
la sociedad debemos situar el origen de la esclavitud y de la desigualdad en materia de
derechos entre los hombres llegados a la edad adulta. Fueron los consejos de jefes de
familia o de tribu los que, conforme a la justicia natural, o de acuerdo con los usos
reconocidos, decidieron acerca de las disputas, que ya eran más numerosas y más
complicadas. La tradición de estos juicios, al dar fe de los usos, al perpetuarlos, no tardó
en formar una especie de jurisprudencia más regular, más constante, misma que, por lo
demás, habían hecho necesaria los progresos de la sociedad.
La idea de la propiedad y sus derechos había adquirido mayor amplitud y precisión.
El reparto de las herencias, más importante, tenía necesidad de ser supeditado a reglas
fijas. Las convenciones, más frecuentes, ya no se limitaban a objetos tan simples;
tuvieron que ser sometidas a formas; la manera de comprobar su existencia, para
garantizar su ejecución, tuvo también sus leyes.
La utilidad de la observación de las estrellas, la ocupación que procuraban durante
las largas veladas, el ocio de que disfrutaban los pastores debieron dar lugar a algunos
débiles avances en la astronomía.
Pero, al mismo tiempo, se fue perfeccionando el arte de engañar a los hombres para
despojarlos, y de usurpar sobre sus opiniones una autoridad fundada en temores y
esperanzas quiméricas. Se establecieron cultos más regulares, sistemas de creencias
menos burdamente construidos. Las ideas acerca de los poderes sobrenaturales se
refinaron en cierto modo; y, junto a estas opiniones, aparecieron los príncipes pontífices
en unas partes; en otras, surgieron las familias o las tribus sacerdotales, y en otras partes
más, los colegios de sacerdotes; pero siempre una clase de individuos que se atribuyeron
insolentes prerrogativas, que se separaron de los hombres para sojuzgarlos mejor, y
procuraron apoderarse en exclusividad de la medicina, de la astronomía, a fin de
acaparar todos los medios que les sirviesen para subyugar los espíritus, para no dejar a
los demás hombres nada que pudiese servir para desenmascarar su hipocresía y romper
sus cadenas.
Las lenguas se enriquecieron, sin tornarse menos figuradas o menos atrevidas. Las
imágenes empleadas fueron más variadas y más dulces: se tomaron de la vida pastoral,
de la de los bosques, de los fenómenos regulares de la naturaleza, lo mismo que de sus
trastornos. El canto, los instrumentos, la poesía se perfeccionaron
en un ocio que los sometía a auditorios más apacibles, y por lo mismo más difíciles, que
les permitió observar sus propios sentimientos, juzgar sus primeras ideas y elegir entre
ellas.
La observación debió descubrir que algunas plantas proporcionaban a los rebaños
mejor o más abundante subsistencia: se percata- j ron de la utilidad que tendría
fomentar su reproducción, separarlas de las demás plantas que sólo aportaban un
alimento pobre, malsano e incluso peligroso; y lograron encontrar el modo de hacerlo.
De igual manera, en los países en que las plantas, los granos, los frutos
espontáneamente ofrecidos por el suelo contribuían, con j los productos de los rebaños, a
la alimentación del hombre, se debió j observar también cómo se multiplicaban esas
plantas; y se comenzó entonces a tratar de reunirlas en los terrenos más cercanos a las j
casas; a separarlos de los vegetales inútiles, para que ese terreno ] fuera sólo para ellos; a
ponerlos al abrigo de los animales salvajes, y ¡ de los rebaños, y aun de la rapacidad de
otros hombres. í
Estas ideas debieron nacer también, y sobre todo en los países j más fecundos, en los
que esas producciones espontáneas de la tierra ,1 bastaban casi para la subsistencia de
los hombres. Así pues, empe- i zaron a dedicarse a la agricultura.
En un país fértil, de clima benigno, del mismo espacio de terreno ; se obtenían granos
y tubérculos para alimentar muchos más hom- j bres que si hubieran sido dedicados a
pastos. De modo que, cuando ‘ la naturaleza del suelo no hacía demasiado laborioso el
cultivo, una vez que se hubo descubierto la manera de emplear a los animales mismos
que les servían a los pueblos pastores para los viajes o para los transportes, cuando los
instrumentos de labranza alcanzaron ¡ cierta perfección, la agricultura se convirtió en la
fuente de subsistencia más abundante, en la ocupación primordial de los pueblos; y el
género humano llegó a su tercera época.
Algunos pueblos se han quedado, desde tiempo inmemorial, en uno de los dos
estados que acabamos de examinar. No sólo no se han elevado por sí mismos a nuevos
progresos, sino que las relaciones que han mantenido con los pueblos arribados a un
grado muy elevado de civilización, el comercio que han inaugurado con ellos, no han
podido producir esta revolución. Estas relaciones, ese comercio les han proporcionado
algunos conocimientos, alguna industria y sobre todo muchos vicios, pero no han
conseguido sacarlos de esa suerte de inmovilidad.
El clima, los hábitos, el apego natural de los hombres a las opiniones recibidas desde
la infancia y a las costumbres del propio país, la aversión natural de la ignorancia por
toda clase de novedad, la pereza corporal, y sobre todo la del espíritu, que se imponían
sobre la curiosidad todavía muy débil, el imperio que la superstición ejercía ya sobre
estas primeras sociedades, tales han sido las causas principales de ese fenómeno; pero a
esto hay que añadir la codicia, la crueldad, la corrupción, los prejuicios de los pueblos
civilizados. Se mostraban ante esas naciones menos civilizadas como más ricos, más
instruidos, más activos, pero más viciosos, y, sobre todo, menos felices que ellos. A
menudo, los debió impresionar el sinnúmero de lus necesidades, de los tormentos de su
avaricia, de las eternas convulsiones de sus pasiones siempre en ascuas. Algunos filósofos
se han lamentado de estas naciones; otros las han elogiado: han llamado sabiduría y
virtud a lo que para los primeros era estupidez y pereza.
La discusión abierta entre ellos quedará zanjada a lo largo de esta obra. Se verá por
qué los progresos del espíritu no han venido »iempre acompañados de los progresos de
las sociedades hacia la dicha y la virtud, de qué manera la mezcla de prejuicios y errores
pudo alterar el bien que tiene que nacer del conocimiento, pero que depende todavía más
de su pureza que de su magnitud. Se verá, entonces, que el paso tormentoso y difícil de
una sociedad inculta al estado de civilización de los pueblos ilustrados y libres, no es una
¡degeneración de la especie humana, sino una crisis necesaria en su marcha gradual
hacia su perfeccionamiento absoluto. Se verá que lio es el incremento de los
conocimientos, sino su decadencia, lo que ha producido los vicios de los púeblos
civilizados; y que, finalmente, lejos de haber corrompido nunca a los hombres, los ha
hecho más apacibles, cuando no ha podido corregirlos o cambiarlos.

TERCERA ÉPOCA
PROGRESOS DE LOS PUEBLOS AGRICULTORES,
HASTA LA INVENCIÓN DE LA ESCRITURA ALFABÉTICA

l,a uniformidad del cuadro que hemos trazado hasta ahora no tardará en desaparecer.
Ya no serán débiles matices los que separarán las costumbres, los caracteres, las
opiniones, las supersticiones de
los pueblos apegados a su suelo, que perpetuaron casi sin mezcla a una primera familia.
Las invasiones, las conquistas, la formación de los imperios, sus trastornos, no
tardarán en mezclar y confundir naciones; unas veces las dispersarán sobre un mismo
territorio, otras, cubrirán a la vez un mismo suelo con pueblos diversos.
El azar de los acontecimientos perturbará sin cesar la marcha lenta, pero regular de
la naturaleza, a menudo la retardará y algunas veces la acelerará.
El fenómeno que se observa en una nación, en un determinado siglo, a menudo tiene
como causa una revolución efectuada a mil leguas y a diez siglos de distancia; y la noche
del tiempo ha cubierto gran parte de los acontecimientos, cuyas influencias vemos
ejercerse sobre los hombres que nos han precedido, y en ocasiones extenderse sobre
nosotros mismos.
Es preciso ante todo considerar los efectos de ese cambio en una sola nación,
independientemente de la influencia que las conquistas y la mezcla de pueblos hayan
podido ejecer.
La agricultura vincula en cierto modo al hombre con el suelo que cultiva. Ya no le
bastaría con transportar a su persona, su familia, sus instrumentos de caza; ni siquiera a
sus rebaños a los que podría ir arreando. Terrenos que no pertenecen a nadie dejarían de
proporcionarle subsistencias en su huida, ya sea para él mismo, o para los animales que
le dan su alimentación.
Cada terreno tiene un amo, al cual pertenecen únicamente sus frutos. Como la
cosecha se eleva por encima de los gastos necesarios para recogerla, para el
mantenimiento de los hombres y de los animales que la prepararon, le proporciona al
propietario una riqueza anual, que no se ve obligado a comprar con ningún trabajo.
En los dos primeros estados de la sociedad, todos los individuos, o por lo menos todas
las familias, ejercían, poco más o menos, todas las artes necesarias.
Pero, cuando hubo hombres que sin trabajo vivieron del producto de su tierra, y
otros que subsistieron con los salarios que les pagaron los primeros, cuando los trabajos
se multiplicaron, cuando los procedimientos de las artes se tornaron más extensos y más
complejos, el interés común obligó pronto a dividirlos. Se percataron de que la industria
de un individuo se perfeccionaba más cuando se ejercía sobre un menor número de
objetos; que la mano ejecutaba con mayor prontitud y precisión un pequeño número de
movimientos cuando un hábito prolongado la habían familiarizado con ello; que se
necesitaba menos inteligencia para hacer bien un trabajo cuando se lo había repetido
más veces.
De modo que, mientras una parte de los hombres se entregaba a las labores de cultivo,
otros preparaban los instrumentos. El cuidado de las bestias, la economía interior, la
fabricación de ropas se convirtieron igualmente en ocupaciones separadas. Como, en las
familias que sólo poseían una propiedad poco extensa, uno solo de estos empleos no
bastaba para ocupar todo el tiempo de un individuo, se hacía preciso dividirlo entre
varios. Muy pronto, al multiplicarse las sustancias empleadas en las artes, y al exigir su
naturaleza procedimientos diferentes, las que los exigían análogos formaron géneros
distintos, a cada uno de los cuales se vinculó una clase particular de obreros. El comercio
se extendió, abarcó un número más grande de objetos, y los obtuvo de un territorio más
extenso; y entonces se formó otra clase de hombres dedicados únicamente a comprar gé-
neros, conservarlos, transportarlos y revenderlos con ganancia.
De tal modo, a las tres clases que pudimos distinguir ya en la vida pastoril, la de los
propietarios, la de los domésticos ligados a la familia de los primeros, y finalmente, la de
los esclavos, tenemos que añadir ahora la de los obreros de toda clase y la de los
mercaderes.
Es así que en una sociedad más arraigada, aglutinada y compleja, se sintió la
necesidad de una legislación más regular y amplia, de determinar con precisión más
rigurosa tanto las penas para los crímenes, como las formas para las convenciones; así
como someter • reglas más severas los medios de verificar los hechos a los que se precisa
aplicar la ley.
Estos avances fueron obra lenta y gradual de la necesidad y de las circunstancias;
fueron unos cuantos pasos más por el camino andado por los pueblos pastores.
En las primeras épocas, la educación fue puramente doméstica. Los niños se instruían
junto a su padre, ya en los trabajos comunes, ya en las artes que él sabía practicar,
recibían de él un reducido número de tradiciones que formaban la historia del poblado y
la de la familia, las fábulas que se habían perpetuado, el conocimiento de las costumbres
nacionales y el de los principios o de los prejucios que debían constituir su ordinaria
moral. En la sociedad de sus amigos se iban formando en los conocimientos del canto, de
la danza, de los ejercicios militares.
En la época a que hemos llegado, los hijos de las familias más ricas recibían una
suerte de educación común, lo mismo en las ciudades gracias a la conversación con los
ancianos, que en la casa de un jefe con el que estaban ligados. Allí se instruían en las
leyes del país, en sus costumbres, en sus prejuicios, y asimismo aprendían a cantar los
poemas en los que estaba confinada la historia.
El hábito de una vida más sedentaria estableció mayor igualdad entre ambos sexos.
Las mujeres dejaron de ser consideradas como un simple objeto útil; como esclavas
simplemente más íntimas del amo. El hombre vio en ellas a compañeras, y aprendió por
fin que podían representar su bienestar. No obstante, aun en los países en los que fueron
más respetadas, en los que se proscribió la poligamia, ni la razón ni la justicia llegaron
hasta la total reciprocidad en los deberes o en el derecho de separarse, ni hasta la
igualdad en las penas impuestas a la infidelidad.
La historia de esta clase de prejuicios y de su influencia sobre la suerte de la especie
humana debe formar parte del cuadro que me he propuesto trazar; y nada servirá más
para mostrar hasta qué punto su felicidad está vinculada a los progresos de la razón.
Algunas naciones quedaron dispersas por los campos. Otras se reunieron en ciudades,
que se convirtieron en la residencia del jefe de la nación y de los jefes de la tribu que
compartían su poder, así como de los ancianos de cada familia. Allí se decidían los
asuntos comunes de la sociedad, y se juzgaban los asuntos particulares. Allí se reunieron
las riquezas más valiosas, para ponerlas fuera del alcance de los bandidos que debieron
multiplicarse al mismo tiempo que estas riquezas sedentarias. Mientras las naciones se
mantuvieron dispersas sobre su territorio, el uso determinó que hubiese un lugar y una
época para la reunión de los jefes, para las deliberaciones acerca de los intereses
comunes y para la formación de los tribunales que dictaban los fallos.
Las naciones que se reconocían un origen común, que hablaban la misma lengua, sin
renunciar a hacerse la guerra unas a otras, formaron casi siempre una federación más o
menos íntima, y convinieron en reunirse, sea contra enemigos extranjeros, sea para
vengar mutuamente sus injurias.
La hospitalidad y el comercio produjeron incluso algunas relaciones constantes entre
naciones diferentes por su origen, sus costumbres y su lengua: relaciones que el
bandidaje y la guerra interrumpieron con mucha frecuencia, pero que en seguida
reanudaba la necesidad, más fuerte que el amor al pillaje y la sed de venganza.
Degollar a los enemigos vencidos, despojarlos y reducirlos a la esclavitud ya no
siguieron siendo las únicas reglas que se observaban entre naciones enemigas. La cesión
de territorio, los rescates y los tributos ocuparon, en parte, el lugar de estas violencias
bárbaras.
En esa época, todo hombre que poseyese armas era soldado; el que las poseía mejores,
que había podido ejercitarse más en su manejo, que podía proporcionárselas a otros, a
condición de que lo acompañasen a la guerra, y que, por las provisiones que había
juntado se encontraba capacitado para atender a sus necesidades, se convertía
necesariamente en jefe: pero esta obediencia casi voluntaria no entrañaba una
dependencia servil.
Como rara vez se tenía necesidad de hacer leyes nuevas, como no había gasto público
al que los ciudadanos estuviesen obligados a contribuir, y en caso de que se convirtiera en
necesario, los bienes de los jefes o las tierras conservadas en común bastaban para sufra-
garlo; como se desconocía la idea de obstaculizar a la industria y al comercio mediante
reglamentos; como la guerra ofensiva se decidía por consentimiento general o la
realizaban únicamente aquellos a quienes el amor a la gloria o el gusto al pillaje los
arrastraba voluntariamente, el hombre se sentía libre con esos gobiernos rudimentarios,
a pesar de la herencia casi general de los jefes principales, a pesar de la prerrogativa,
usurpada por otros jefes interiores, de compartir solos la autoridad política y de ejercer
las funciones de gobierno, lo mismo que las de la magistratura.
Pero a menudo un jefe cometía actos personales de violencia; frecuentemente, en estas
familias privilegiadas, el orgullo, el odio hereditario, los furores del amor y la sed de oro
multiplicaron los crímenes, mientras que los jefes reunidos en las ciudades, instrumentos
de las pasiones de los reyes, provocaban las facciones y las guerras civiles, oprimían al
pueblo con juicios inicuos, lo atormentaban con los crímenes de su ambición, lo mismo
que por sus actos de bandidaje.
En gran número de naciones, los excesos de esas familias agotaron la paciencia de los
pueblos: fueron aniquiladas, perseguidas o sometidas a la ley común; rara vez
conservaron su título con una autoridad limitada por la ley común; y se establecieron eso
que después se denominó repúblicas.
En otras partes, esos reyes, rodeados de incondicionales, porque tenían armas y
tesoros para distribuirse entre ellos, ejercieron una autoridad absoluta: tal fue el origen
de la tiranía.
En otras partes, sobre todo en aquellas en que las naciones pequeñas no se reunieron a
punto en ciudades, las primeras formas de estas burdas constituciones se conservaron
hasta el momento en que estos pueblos, o caer bajo el yugo de un conquistador, o,
arrastrados ellos mismos por el espíritu de bandidaje, esparcirse por un territorio
extranjero.
Esta tiranía sólo podía ser de corta duración. Los pueblos no tardaron en sacudirse
este yugo impuesto tan sólo por la fuerza; la opinión pública misma no hubiese podido
defenderla. La tiranía había sido vista desde demasiado cerca, como para que no
inspirara más indignación que terror: la fuerza, como la opinión pública, no pueden
forjar cadenas perdurables, a menos que los tiranos la extiendan a una distancia
suficientemente grande como para poder ocultar al pueblo que oprimen, dividiéndolo, el
secreto de su poderío y de su debilidad.
La historia de las repúblicas pertenece a la época siguiente; pero ésta de la que nos
venimos ocupando va a ofrecernos un espectáculo nuevo.
Un pueblo agricultor, sometido a una nación extranjera, no abandona sus hogares: la
necesidad lo obliga a trabajar para sus amos.
Unas veces, la nación dominadora se contenta con dejar, en el territorio conquistado,
jefes que lo gobiernen, soldados que lo defiendan, y sobre todo que mantengan a raya a
sus habitantes; y exigir al pueblo sometido y desarmado un tributo en moneda o en
especie. Otras veces, se apodera del territorio mismo, distribuye la propiedad entre sus
soldados, entre sus capitanes; pero al mismo tiempo vincula a cada tierra al antiguo
colono que la cultivaba, y lo somete a este nuevo género de servidumbre, regulado con
leyes más o menos rigurosas. El servicio militar, un tributo, son, para los individuos del
pueblo conquistador, el requisito para el disfrute de esas tierras.
En otras ocasiones, se reserva la propiedad misma del territorio, y distribuye
únicamente su usufructo, imponiendo semejantes condiciones. Casi siempre, las
circunstancias hacen que se empleen a la vez estas tres maneras de recompensar a los
instrumentos de la conquista, y de despojar a los vencidos.
De allí, vemos nacer nuevas clases de hombres: los descendientes del pueblo
dominador y los del pueblo oprimido, una nobleza hereditaria, que no hay que confundir
con el patriciado de las repúblicas; un pueblo condenado al trabajo, a la dependencia, sin
llegar a la esclavitud; siervos de la gleba, distintos de los esclavos domésticos, y cuya
servidumbre, menos arbitraria, puede oponer la ley a los caprichos de sus amos.
Podemos observar ya en ello los orígenes del feudalismo, que se encuentra en casi todo
el globo en las mismas épocas de la civilización, siempre que un mismo territorio se ve
ocupado por dos pueblos, entre los cuales la victoria estableció una desigualdad heredi-
taria.
El despotismo, finalmente, fue también el precio de la conquista. Entiendo aquí por
despotismo, a fin de distinguirlo de las tiranías pasajeras, la opresión de un pueblo por
un solo hombre, que lo domina por la opinión pública, por el hábito y sobre todo por una
fuerza militar; tiranía arbitraria, aunque esté obligado a respetarlos prejuicios, a
complacer los caprichos, a halagar la avidez y el orgullo.
Rodeado inmediatamente por una porción numerosa y escogida de esta fuerza
armada, formada por la nación conquistadora o extraña a la masa popular, circundado
por los jefes más poderosos de la milicia, manteniendo sujetas a las provincias con
generales, que tienen a sus órdenes las porciones más débiles de ese mismo ejército, reina
por el terror, y nadie entre este pueblo abatido, o entre estos Jefes dispersos, y rivales
entre sí, concibe la posibilidad de oponerle fuerzas, que aquellas de las que dispone no
puedan aplastar al Instante.
Una sublevación de la guardia de la capital puede ser funesta para el déspota, pero sin
debilitar el despotismo. El general de un ejército victorioso puede, tras la destrucción de
una familia consagrada por el prejuicio, fundar una dinastía nueva; pero para ejercer la
misma tiranía.
En esta tercera época, los pueblos que no han experimentado todavía la desdicha de
ser conquistadores, ni de haber sido conquistados, nos ofrecen esas costumbres simples y
fuertes de las naciones agrícolas, esas costumbres de los tiempos heroicos, cuya mezcla de
grandeza y ferocidad, de generosidad y barbarie, proporciona tan gran atractivo al
cuadro y nos seduce incluso hasta el punto de admirarlas, y aun de añorarlas.
Mientras que el espectáculo que se observa en los imperios fundados por los
conquistadores, nos presenta, al contrario, todos los matices del envilecimiento y de la
corrupción, a los que el despotismo y la superstición pueden conducir a la especie
humana. Es allí donde vemos nacer los tributos sobre la industria y el comercio, las
exacciones que obligan a comprar el derecho de emplear sus facultades a su antojo, las
leyes que ponen trabas al hombre en la elección de su trabajo y en el uso de su
propiedad, las que sujetan a los niños a la profesión de sus padres, las confiscaciones, los
suplicios atroces; en pocas palabras, todo lo que el desprecio hacia la especie humana ha
podido inventar en materia de tiranías legales, de atrocidades supersticiosas y de actos
arbitrarios.
Cabe señalar que en las poblaciones que no han experimentado grandes revoluciones,
los progresos de la civilización muestran muy pequeños avances. Los hombres sentían ya,
sin embargo, esa necesidad de ideas o de sensaciones nuevas, primer móvil para el
progreso del espíritu humano; ese gusto por las superfluidades, por el lujo, acicate de la
industria; esa curiosidad que con ojo ávido descorre el velo con que la naturaleza oculta
sus secretos. Pero se ha llegado, casi por doquier, que para evadir esas necesidades, los
hombres han buscado, han adoptado, con una especie de furor, los medios físicos capaces
de procurarles sensaciones que pudiesen renovarse sin cesar; tal es el hábito de los licores
fermentados, de las bebidas calientes, del opio, del tabaco, del betel. Pocos son los
pueblos en los que no se observa uno de estos hábitos, de los que nace un placer que llena
por entero sus días, o se repite de continuo, que evita sentir el peso del tiempo y satisface
la necesidad de estar ocupado o despierto, pero que acaba por embotar el espíritu
humano y prolonga la duración de su infancia y de su inactividad, y estos mismos
hábitos, que han sido un obstáculo para el progreso de las naciones ignorantes o
sojuzgadas, se oponen asimismo a que, en ios países esclarecidos, la verdad difunda en
todas las clases sociales una luz igual y pura.
Al exponer qué es lo que fueron las artes en las dos primeras épocas de la sociedad, se
verá cómo esos pueblos primitivos pasaron del arte de trabajar la madera, la piedra o los
huesos de los animales, así como el de preparar las pieles y de tejer, al más difícil del
teñido, la cerámica y aun los comienzos de los trabajos sobre metales.
Los progresos de estas artes habrían sido lentos en las naciones aisladas; pero aun las
escasas comunicaciones que se tendieron entre ellas aceleraron su marcha. Cualquier
perfeccionamiento, cualquier procedimiento nuevo descubierto por un pueblo se
convirtió en común entre sus vecinos. Las conquistas, que tantas veces han destruido las
artes, comenzaron por difundirlas y sirvieron para su perfeccionamiento, antes que
detenerlo o contribuir a su caída.
Es posible ver varias de estas artes elevadas hasta el más alto grado de perfección
entre pueblos en los que la prolongada influencia de la superstición y del despotismo ha
consumado la degradación de todas las facultades humanas. Pero si se observan los
prodigios de esta industria servil, nada se verá que anuncie la presencia del genio: todos
los perfeccionamientos parecen ser obra lenta y fatigosa de una larga rutina; por todas
partes, junto a esta industria que nos asombra, se perciben los rasgos de ignorancia y
estupidez que delatan su origen.
En sociedades sedentarias y apacibles, la astronomía, la medicina, los conocimientos
elementales de la anatomía, el de los minerales y las plantas, los primeros elementos del
estudio de los fenómenos de la naturaleza, se perfeccionaron, o mejor dicho, se
difundieron por el solo efecto del tiempo, que, al multiplicar las observaciones, condujo,
de manera lenta pero segura, a captar fácilmente, casi a primera vista, algunas de las
consecuencias generales a que deberían conducir estas observaciones.
Sin embargo, estos avances fueron muy pobres; y las ciencias hubieran permanecido
durante más tiempo en su primera infancia a no ser que algunas familias, sobre todo de
castas particulares, no hubiesen colocado a las ciencias como único fundamento de su
gloria o de su poderío.
Se había podido ya incorporar la observación del hombre y de las sociedades a la de la
naturaleza. Un escaso número de máximas de moral práctica y de política se transmitían
ya de generación en generación; esas castas se apoderaron de ellas; las ideas religiosas,
los prejuicios, las supersticiones acrecentaron aún más su dominio. Dichas castas
sucedieron a las primeras asociaciones, a las primeras familias de charlatanes y de
brujos; pero emplearon más arte para seducir a aquellos espíritus menos burdos. Sus
conocomientos auténticos, la austeridad aparente de sus vidas, un menosprecio hipócrita
por todo aquello objeto de los deseos de los hombres vulgares, otorgaron autoridad a sus
prestigios, mientras que esos mismos prestigios consagraban, a los ojos del pueblo, esos
pobres conocimientos y esas hipócritas virtudes. Los miembros de estas sociedades
persiguieron ante todo, con ímpetu casi igual, dos objetivos bien diferentes; uno, el de
adquirir para sí mismos los nuevos conocimientos; el otro, emplear aquellos que ya
poseían para engañar al pueblo y dominar los espíritus.
Su sabios se dedicaron sobre todo a la astronomía; y, por lo que podemos juzgar de
acuerdo con los restos dispersos de los monumentos de sus trabajos, al parecer
alcanzaron el punto más alto al que se podía llegar sin el auxilio de lentes ni el apoyo de
las teorías matemáticas superiores a los primeros elementos.
Las muchas observaciones pueden suplir y conducir a un conocimiento de los
movimientos celestes bastante preciso como para poder calcular y predecir tales
fenómenos. Estas leyes empíricas, tanto más fáciles de descubrir ya que las observaciones
se prolongan por más tiempo, podrían, sin duda, dar la clave de las leyes generales del
sistema, y servir para todo lo que podía interesar a las necesidades del hombre, o a su
curiosidad, y servir para aumentar el prestigio de esos usurpadores del derecho exclusivo
de instruirlos.
Al parecer, les debemos la idea ingeniosa de las escalas aritméticas, de ese afortunado
medio de representar todos los números con un reducido número de signos, y de
ejecutar, mediante operaciones técnicas muy simples, cálculos a los que la inteligencia
humana, abandonada a sí misma, no podría llegar. Tenemos aquí el primer ejemplo de
esos métodos que duplican las fuerzas del espíritu humano, y con la ayuda de los cuales
puede retroceder indefinidamente sus límites, sin que se pueda fijar un término en que
deba detenerse.
Pero no se ve que hayan entendido la ciencia de la aritmética más allá de sus primeras
operaciones.
Su geometría, que comprendía lo necesario para la medición de tierras, en cuanto la
práctica de la astronomía, se interrumpió en la célebre proposición que Pitágoras llevó a
Grecia o que descubrió de nuevo.
Confiaron la mecánica de las máquinas a quienes debían emplearlas. Sin embargo,
algunos relatos, entreverados de fábulas, parecen anunciar que esta parte de las ciencias
fue cultivada por ellos mismos, como uno de los medios para asombrar a la gente con
prodigios.
Su miradas no se detuvieron en las leyes del movimiento, en la mecánica racional.
Aunque estudiaron la medicina y la cirugía, sobre todo la que tiene por objeto la
curación de las heridas, descuidaron la anatomía.
Sus conocimientos de botánica, de historia natural, se limitaron a las sustancias
empleadas en medicina, o a unas cuentas plantas y ciertos minerales cuyas propiedades
singulares podían ser útiles para sus proyectos.
Su química, reducida a simples procedimientos sin teoría, sin método, sin análisis, no
era sino el arte de hacer algunas preparaciones, el conocimiento de algunos secretos, lo
mismo para la medicina que para las artes, para deslumbrar a una multitud ignorante,
sometida a jefes no menos ignorantes que ella.
Los progresos de las ciencias no eran para ellos sino un fin secundario, un medio de
perpetuar o de ampliar su poder. No buscaban la verdad sino para difundir errores;
nada tiene de sorprendente que tan rara vez la hayan encontrado.
Estos progresos, sin embargo, por más lentos y pobres que hayan podido ser, hubieran
sido imposibles si esos mismos hombres no hubieran conocido el arte de la escritura,
único medio de asegurar las tradiciones, de fijarlas, de comunicar y de transmitir los
conocimientos, de que éstos empezaran a multiplicarse.
De modo que la escritura jeroglífica fue una de sus primeras invenciones o había sido
descubierta antes de la formación de estas castas docentes.
Como su finalidad no era la de instruir, sino la de dominar, no sólo no comunicaban al
pueblo todos sus conocimientos, sino que corrompían con errores los que se dignaban
revelarles; les enseñaban no lo que creían verdadero, sino lo que les resultaba útil para
mantener su dominio.
No les mostraban nada sin revolverlo con algo de sobrenatural, de sagrado, de
celestial, que tendía a que la gente se inclinase a considerarlos como superiores a la
humanidad, como revestidos de un carácter divino, como si hubiesen recibido del mismo
cielo los conocimientos vedados para el resto de los hombres.
Tenían, pues, dos doctrinas, una para ellos solos, otra para el pueblo: incluso, como a
menudo se dividían en varias órdenes, cada una de ellas se reservaba algunos misterios.
Todas las órdenes inferiores estaban constituidas, a la vez, por pillos y cándidos, y el
sistema de hipocresía no fue desarrollado por completo más que ante los ojos de algunos
adeptos.
Nada favoreció tanto el establecimiento de esta doble doctrina, que los cambios
habidos en las lenguas, obra del tiempo, de la comunicación y de la mezcla de pueblos.
Los hombres de la doble doctrina, al conservar para sí lo antiguo o lo que constituía un
pueblo más viejo, se aseguraron así una lengua aparte.
La primera escritura, que designaba las cosas mediante una descripción más o menos
exacta de la cosa misma o de un objeto análogo, cedió su lugar a una escritura más
simple, en que la semejanza con los objetos casi desaparecía y en la cual no se empleaban
más que signos que ya más bien eran puramente convencionales, y así la doctrina secreta
tuvo su escritura, tal y como poseía ya su lengua.
En el origen de las lenguas, cada palabra es casi una metáfora, y cada frase, una
alegoría. No sucedía como con las lenguas perfeccionadas, en que sólo el sentido figurado
se conservaba, el sentido propio todavía no desaparecía y la palabra ofrecía a un mismo
tiempo que la idea, la imagen análoga por la que se había expresado.
Los sacerdotes que conservaron el primer lenguaje alegórico, lo emplearon con el
pueblo, que ya no podía captar su verdadero sentido, y que al tomar las palabras en su
sentido propio, entendía no sé que desatinos absurdos, en tanto que las mismas
expresiones presentaban al espíritu de los sacerdotes una verdad muy sencilla. Hicieron
el mismo uso que de su escritura sagrada. El pueblo veía hombres, animales, monstruos,
donde los sacerdotes habían querido representar un fenómeno astronómico, uno de los
hechos de la historia del año.
Así, por ejemplo, los sacerdotes que en sus meditaciones habían creado casi por
doquier el sistema metafísico de un gran todo, inmenso, eterno, en el que todos los seres
no eran sino partes, en el que todos los cambios observados en el universo no eran sino
modificaciones diversas, mientras que el cielo no les mostraba más que grupos de
estrellas sembradas en esos desiertos inmensos, más que planetas que describían
movimientos más o menos complicados, y fenómenos puramente físicos, resultantes de
las posiciones de esos diversos astros; pusieron nombres a esos grupos de estrellas y
planetas, a los círculos móviles o fijos imaginados para representar las posiciones y la
marcha aparente, para explicar los fenómenos.
Pero su lenguaje, sus movimientos, al expresar para ellos esas opiniones metafísicas,
esas verdades naturales, ofrecían a los ojos del pueblo el sistema de la más extravagante
mitología, se convertían para él en el fundamento de las religiones más absurdas, el
conjunto de todos los errores, la sumisión a todas las prácticas, el abandono
frente a todos los temores, la conducción a todas las acciones vergonzantes y feroces en
que la hipocresía de sus sacerdotes veía los medios de dominar con mayor firmeza, de
aumentar el poder de su casta, de satisfacer sus pasiones naturales.
Tal es el origen de casi todas las religiones conocidas, que luego la hipocresía o la
extravagancia de sus inventores y de sus prosélitos recargaron con nuevas fábulas.
Estas castas se apoderaron de la educación, para acostumbrar al hombre a soportar
más pacientemente las cadenas, indentificadas, valga la expresión, con su existencia;
para descartar en él la posibilidad incluso del deseo de librarse de ellas. Pero si se
desea saber hasta qué punto, aun sin el auxilio de los terrores supersticiosos, pueden
llevar estas instituciones su poder destructor de las facultades humanas, detendremos
la mirada sobre China, aunque sea un instante, sobre ese pueblo, que no parece
haberse adelantado a los otros en las ciencias y en las artes, más que para verse
opacado sucesivamente por todos; ese pueblo, cuyo conocimiento de la artillería no
impidió que lo conquistaran naciones bárbaras; en el que las ciencias, cuyas
numerosas escuelas estaban abiertas a todos los ciudadanos, fuesen las únicas que
conducían a todas las dignidades, y en el que, sin embargo, sometidas a prejuicios
absurdos, están condenadas a una eterna mediocridad; y en donde, finalmente, la
invención misma de la imprenta resultó perfectamente inútil para el progreso del
espíritu humano.
Hombres que no tenían mayor interés que el de embaucar no debieron tardar
mucho en perder el interés por la búsqueda de la verdad. Satisfechos con la docilidad
del pueblo, creyeron no tener necesidad de nuevos medios para asegurarse de su
pervivencia. Poco a poco, ellos mismos dieron al olvido parte de las verdades ocultas
tras sus alegorías; conservaron de su antigua ciencia lo estrictamente necesario para
conservar la confianza de sus discípulos, y terminaron por ser crédulos de sus propias
fábulas.
Desde entonces, se interrumpió todo progreso en las ciencias; incluso parte de
aquellos de los que habían sido testigos los siglos anteriores se perdió para las
generaciones siguientes; y el espíritu humano, abandonado a la ignorancia y
prejuicios, fue condenado a una vergonzosa inmovilidad en los vastos imperios que
ocupan el continente asiático.
Los pueblos que habitan ese continente son los únicos en los que se ha podido observar
al mismo tiempo ese grado de civilización y tal decadencia. Los que ocupan el resto del
globo, o bien han quedado detenidos en su progreso, y nos recuerdan aún lo que fueron
los tiempos de la infancia del género humano, o bien se han dejado arrastrar por los
acontecimientos, a través de las últimas épocas, cuya historia todavía nos resta por
trazar.
En la época de que estamos tratando, esos mismos pueblos de Asia habían inventado
la escritura alfabética, por la que sustituyeron la de los jeroglíficos, después de haber
empleado verosímilmente aquella en que los signos convencionales están apegados a cada
idea, que es la única que los chinos conocen todavía hoy.
La historia y el razonamiento pueden aclararnos la manera en que debió efectuarse el
tránsito gradual desde los jeroglíficos hasta este último género de caracteres, pero nada
nos puede informar, con cierta precisión, acerca del país, ni del tiempo en que la
escritura alfabética comenzó a usarse por primera vez.
Este descubrimiento fue llevado en seguida a Grecia; a ese país cuyo pueblo ha
ejercido sobre el progreso de la especie humana una influencia tan poderosa como
afotunada, cuyo genio le abrió todos los caminos de la verdad, que la naturaleza preparó,
que la suerte había destinado para ser la guía de todas las naciones, de todos los tiempos:
honor que, hasta ahora, ningún otro pueblo ha compartido. Sólo uno ha podido concebir,
desde entonces, la esperanza de presidir una nueva evolución en los destinos del género
humano. La naturaleza, la combinación de los acontecimientos, parecen haberse puesto
de acuerdo para reservarle tal gloria. Pero no nos esforcemos en entender lo que un
porvenir incierto nos oculta todavía.

CUARTA ÉPOCA
PROGRESO DEL ESPÍRITU HUMANO EN GRECIA,
HASTA LOS TIEMPOS DE LA DIVISIÓN DE LAS CIENCIAS,
HACIA EL SIGLO DE ALEJANDRO

Los griegos, hastiados de esos reyes que, diciéndose hijos de los dioses, deshonraban a la
humanidad con sus furores y sus crímenes, se habían dividido en repúblicas, entre las
cuales sólo Lacedemonia reconocía a jefes hereditarios, pero contenidos por la autoridad
de los demás magistrados, sometidos a las leyes, al igual que los ciudadanos, y debilitados
por el reparto de la realeza entre los primogénitos de las dos ramas de la familia de los
Heraclidas.
Los habitantes de Macedonia, Tesalia y Epiro, emparentados con los griegos por un
origen común y el uso de una misma lengua, gobernados por príncipes débiles y divididos
entre sí, no podían oprimir a Grecia, pero bastaban para defenderla por el norte, de las
incursiones de los escitas.
En el occidente, Italia, dividida en pequeños estados con ningún lazo de unión entre sí,
no podía inspirarle el menor temor. Comprendida asimismo la casi totalidad de Sicilia,
cuyos mejores puertos de la parte meridional de Italia estaban ocupados por colonias
griegas, las cuales, aunque conservando con sus metrópolis lazos de fraternidad,
formaban no obstante repúblicas independientes. Otras colonias se habían establecido en
las islas del mar Egeo y sobre una parte de las costas del Asia Menor.
De modo que la reunión de esta parte del continente asiático con el vasto imperio de
Ciro fue, por ese entonces, el único peligro real que podía amenazar la independencia de
Grecia y la libertad de sus habitantes.
La tiranía, aunque más duradera en algunas colonias, y sobre todo en aquellas en las
que su establecimiento había precedido a la destrucción de las familias reales, no podía
considerarse más que como un azote pasajero y parcial, que hacía la desgracia de los
habitantes de algunas ciudades, sin influir en el espíritu general de la nación.
Los griegos habían recibido de los pueblos del Oriente sus artes, una parte de sus
conocimientos, el uso de la escritura alfabética y su sistema religioso; pero por efecto de
las comunicaciones establecidas entre ellos y estos pueblos, por la presencia de exiliados
que se habían asilado en Grecia, por los relatos de los viajeros griegos que trajeron a
Occidente las luces y errores de Asia y Egipto.
Las ciencias no pudieron por consiguiente convertirse en ocupación y patrimonio de
una casta particular. Las funciones de sus sacerdotes se redujeron al culto de los dioses.
El genio pudo desplegar todas sus fuerzas, sin ser sujeto a observancias pedantescas, ni al
sistema de hipocresía de un colegio sacerdotal. Todos los hombres conservaban igual
derecho al conocimiento de la verdad. Todos podían tratar de descubrirla para
comunicarla a los demás, y comunicársela íntegra
Esta feliz circunstancia, más todavía que la libertad política, dejaba al espíritu
humano una independencia, garantía segura de la rapidez y la amplitud de su progreso.
Sus individuos doctos, sus sabios, sin embargo, que muy poco después adoptaron el
nombre más modesto de filósofos o de amigos de la ciencia, de la sabiduría, se
extraviaron pronto en la inmensidad del plan demasiado vasto que habían abrazado.
Quisieron comprender la naturaleza del hombre y la de los dioses, el origen del mundo y
el del género humano. Trataron de reducir la naturaleza entera a un solo principio, y los
fenómenos del universo a una ley única. Trataron de comprender en un solo precepto
moral todas las reglas de la virtud y el secreto de la verdadera felicidad.
En vez de descubrir verdades, por consiguiente, forjaron sistemas; descuidaron la
observación de los hechos para abandonarse a su imaginación; y al no poder apoyar sus
opiniones en pruebas, trataron de defenderlas mediante sutilezas.
Sin embargo, esos mismos hombres cultivaron con éxito la geometría y la astronomía.
Dieron a Grecia los primeros elementos de estas ciencias, inclusive algunas verdades
nuevas y el conocimiento de aquellas que habían traído del Oriente, no como creencias
establecidas, sino como teorías cuyos principios conocían y de cuyas pruebas se habían
compenetrado.
En medio de la noche de estos sistemas, vemos brillar inclusive dos ideas afortunadas,
que habrán de reaparecer aún en los siglos más esclarecidos.
Demócrito consideraba todos los fenómenos del universo como resultado de las
combinaciones y del movimiento de los cuerpos simples, quienes poseían esencialmente
una figura determinada e inmutable, que recibía un impulso primero en cada parte, pero
que en la masa es siempre la misma.
Pitágoras anunciaba que el universo estaba gobernado por una armonía, cuyos
principios deberían ser revelados por la propiedad de los números: esto es, que todos los
fenómenos estaban sometidos a leyes generales y calculadas.
Es fácil reconocer en estas dos ideas, tanto los afortunados sistemas de Descartes como
la filosofía de Newton.
Pitágoras descubrió, mediante sus meditaciones, o por medio de sacerdotes, de la
India o de Egipto, la verdadera disposición de los cuerpos celestes y el verdadero sistema
del mundo, y se los dio a conocer a los griegos. Pero este sistema, demasiado contrario al
testimonio de los sentidos, opuesto a las ideas vulgares, no podía entonces verse apoyado
en pruebas realmente consistentes. Quedó marginada al seno de la escuela pitagórica, y
se le olvidó junto con ella, hasta que reapareció a finales del siglo xvi, apoyado en
pruebas más determinantes, que triunfaron entonces sobre la repugnancia de los sentidos
y los prejuici os de la superstición, aún más poderosos y peligrosos.
Esta escuela pitagórica se había difundido principalmente por la Magna Grecia, y
formaba legisladores y enemigos de la tiranía, hasta que sucumbió ante los embates de
los tiranos. Uno de éstos prendió fuego a los pitagóricos en su escuela; razón suficiente,
sin duda, no para abjurar de la filosofía, no para abandonar la causa de la libertad, sino
para dejar de señalarse con un nombre que se había vuelto demasiado peligroso, y para
desechar formas que ya no habrían servido sino para advertir a los enemigos de la
libertad y de la filosofía.
Una de las bases primordiales de toda buena filosofía es la de formar para cada
ciencia un lenguaje exacto y preciso, en el que cada signo represente una idea bien
determinada, bien circunscrita, y llegar a determinar con precisión, a circunscribir con
rigor, las ideas mediante un análisis preciso.
Los griegos, por el contrario, abusaron de los vicios de la lengua común, para jugar
con el sentido de las palabras, para embarazar al espíritu con pueriles equívocos, para
extraviarlo, al expresar sucesivamente con un mismo signo ideas diferentes. Sin embargo,
esta sutileza aguzaba el ingenio a la vez que los confundía, al debilitar las fuerzas del
entendimiento en triviales dificultades. Así, esta falsa filosofía, al ocupar espacios en los
que el espíritu humano parece detenerse ante algún obstáculo, no favorece de ningún
modo a su progreso; pero los prepara; y tendremos todavía ocasión de repetir esta
observación.
Por interesarse en problemas que quizá permanezcan por siempre insolubles, por
haberse dejado seducir por la importancia o magnitud de los objetos, sin reparar si había
los medios para alcanzarlos; por haber querido establecer las teorías antes de haber
reunido los hechos, y construir el universo, cuando aún no se sabía ni siquiera
observarlo, se incurrió en un error, harto disculpable, que frenó la marcha de la filosofía
desde sus primeros pasos. Así también Sócrates, al combatir a los sofistas, al ridiculizar
sus vanas sutilezas, concitaba a los griegos de arraigar por fin a la tierra esa filosofía
extraviada en los cielos, no porque desdeñase la astronomía, ni la geometría, ni la
observación de los fenómenos de la naturaleza; no porque tuviese la idea pueril y falsa de
reducir el espíritu humano al estudio de la moral; antes bien, precisamente a su escuela y
a sus discípulos debieron sus adelantos las ciencias matemáticas y las físicas; entre los
ridículos a que lo expuso Aristófanes, el reproche que provocó más burlas es el de que
cultivara la geometría, estudiara los meteoros, trazara cartas geográficas, realizara
observaciones con vidrios candentes, hechos que por una singularidad notable nos da a
conocer la existencia de la época de mayor atraso por una bufonada de Aristófanes.
Sócrates quiso únicamente advertir a los hombres que se ciñesen tan sólo a los objetos
que la naturaleza ha puesto a su alcance; que se asegurasen de cada uno de sus pasos
antes de intentar dar otros nuevos; que estudiasen el espacio que los rodea antes de
lanzarse al azar en un espacio desconocido.
Su muerte es un acontecimiento importante en la historia del espíritu humano. Es el
primer crimen engendrado por la guerra entre la filosofía y la superstición; guerra que
continúa entre nosotros, así como la de la misma filosofía contra los opresores de la
humanidad, que el incendio de una escuela pitagórica ya había significado la época. La
historia de estas guerras va a constituir una de las partes más importantes en el cuadro
que nos resta por trazar.
Los sacerdotes contemplaban con pesar a aquellos hombres que, tratando de
perfeccionar su razón, de remontarse hasta las causas primeras, conocían todo el
absurdo de sus dogmas, toda la extravagancia de sus ceremonias, todas las añagazas de
sus oráculos y de sus prodigios. Temían que estos filósofos fuesen a confiar este secreto a
los discípulos que frecuentaban sus escuelas; que a partir de éstos no se transmitiese a
todos aquellos que, para obtener autoridad o prestigio, se veían obligados a suministrar
cierta cultura a sus espíritus; y que, de tal modo, el imperio sacerdotal no se viera
reducido pronto a la clase más ignorante del pueblo, que acabaría también por
desengañarse.
Los sacerdotes se apresuraron a acusar a los filósofos de impiedad para con los dioses,
a fin de que no tuviesen tiempo de enseñar al pueblo que esos dioses habían sido obra de
sus sacerdotes. Creyeron los filósofos que podrían escapar a la persecución adoptando, a
ejemplo de los propios sacerdotes, el uso de una doble doctrina, y confiando solamente a
discípulos probados las opiniones que herían demasiado abiertamente los prejuicios
vulgares.
Pero los sacerdotes presentaban ante el pueblo, como si fuesen blasfemias, las
verdades físicas más sencillas. Persiguieron a Anaxá- goras por haberse atrevido a decir
que el Sol era más grande que el Peloponeso.
Sócrates no pudo escapar a sus golpes. No había ya en Atenas un Pericles que velase
por la defensa del genio y de la virtud. Además, Sócrates era mucho más culpable. Su
odio hacia los sofistas, su celo por encauzar hacia objetos más útiles a la extraviada
filosofía, anunciaban a los sacerdotes que sólo la verdad era el objeto de sus
investigaciones; que lo que quería no era que los hombres adoptasen un nuevo sistema y
sometiesen su imaginación a la suya propia, sino enseñarles a hacer uso de su razón; y de
todos los crímenes, éste era el que el orgullo sacerdotal estaba menos dispuesto a
perdonar.
Es al pie de la tumba de Sócrates que dicta Platón las lecciones que había recibido de
su maestro.
Su estilo encantador, su brillante imaginación, sus escenas risueñas o majestuosas, sus
rasgos ingeniosos y agudos, que, en sus Diálogos, hacen que desaparezca la sequedad de
las discusiones filosóficas; esas máximas de una moral dulce y pura, que supo divulgar;
ese arte con el cual pone a sus personajes en acción y preserva el carácter de cada uno de
ellos; todas esas bellezas, que el tiempo y las revoluciones de las opiniones no han podido
marchitar, sin duda le han ganado indulgencia para los sueños filosóficos que con
excesiva frecuencia constituyen el fondo de sus obras, para ese abuso de palabras, que su
maestro tanto había reprochado a los sofistas, y del que no pudo salvar al primero de sus
discípulos.
Se asombra uno, al leer sus Diálogos, de que sean la obra de un filósofo que prohibía,
mediante una inscripción colocada sobre la puerta de su escuela, la entrada a
quienquiera no hubiese estudiado geometría; y de que quien exprese con tanta audacia
hipótesis tan huecas y frívolas, sea el fundador de la secta en la que por primera vez se
sometan a examen riguroso los fundamentos de la certidumbre de los conocimientos
humanos, e incluso se quebrantaron aquellos que una razón más esclarecida hubiese
hecho respetar.
Pero la contradicción desaparece si se considera que jamás en una obra Platón habla
en nombre propio; que Sócrates, su maestro, se expresa siempre con la modestia de la
duda; que los sistemas se presentan en nombre de sus creadores, o que Platón suponía
sus autores; por consiguiente, esos mismos diálogos son una escuela de pirronismo; y que
Platón supo mostrar, a la vez, la imaginación atrevida de un sabio que se complace en
combinar, en desarrollar hipótesis brillantes, y la reserva de un filósofo que se entrega a
su imaginación, sin dejarse arrastrar por ella; porque su razón, armada de una duda
saludable, sabe defenderse de las más seductoras de las ilusiones.
Esas escuelas en las que se perpetuaban la doctrina y, sobre todo, los principios y el
método de un primer jefe, ante el cual sin embargo sus sucesores distaban mucho de
mostrar una docilidad servil; esas escuelas tenían la ventaja de réunir entre sí, por los
lazos de una libre fraternidad, a los hombres dedicados en penetrar los secretos de la
naturaleza. Pero la opinión del maestro dividía con demasiada frecuencia la autoridad,
que no le corresponde más que a la razón; pero si por ello esta institución retrasaba un
poco el progreso de la razón, servía asimismo para propagarla con mayor celeridad; en
un tiempo en que no se conocía la imprenta y los mismos manuscritos eran muy raros,
esas grandes escuelas, cuya fama atraía a discípulos de todos los rincones de Grecia, eran
el medio más poderoso para despertar el gusto por la filosofía y difundir las nuevas
verdades.
Estas escuelas rivales se combatían con la animosidad propia del espíritu de secta, y a
menudo se sacrificaba el interés por la verdad frente al de la propagación de una
doctrina, a la cual cada miembro de la secta vinculaba parte de su orgullo. La pasión
personal del proselitismo corrompía la más noble de instruir a los hombres. Pero, al
mismo tiempo, esta rivalidad mantenía una actividad útil en los espíritus; el espectáculo
de esas disputas, el interés provocado por estas luchas de opinión despertaba, aficionaba
a multitud de hombres con el estudio de la filosofía, que el solo amor por la verdad no
habría podido arrancar de los negocios, ni de los placeres, ni siquiera de la pereza.
En fin, al igual que dichas escuelas, estas sectas, que los griegos tuvieron la sagacidad
de jamás involucrarlas en las instituciones públicas, se mantuvieron en absoluta libertad;
como cualquiera podía a su gusto fundar una escuela, o formar una nueva secta, no
había nada que temer ese sometimiento de la razón que, en la mayoría de los demás
pueblos, opuso un obstáculo invencible al progreso del espíritu humano.
Mostraremos cuál fue la influencia de dichos filósofos sobre la razón de los griegos,
sobre sus costumbres y leyes, así como sobre sus gobiernos; influencia que debe
atribuirse, en gran parte, a que nunca tuvieron, o incluso no quisieron tener existencia
política alguna; a que el distanciamiento voluntario hacia los asuntos públicos era una
máxima de conducta común en casi todas las sectas, y, en fin, a que se preciaban de
distinguirse de los demás hombres, tanto por su vida como por sus opiniones.
Al trazar el cuadro de estas diferentes sectas, nos ocuparemos menos de sus sistemas
que de su método de filosofar; trataremos menos de determinar cuáles fueron
precisamente sus errores que ver cómo fue que los cometieron, que encontrar la causa en
la marcha natural del espíritu humano.
Nos concentraremos sobre todo en exponer los progresos de las ciencias reales y el
perfeccionamiento sucesivo de sus métodos.
En esa época, la filosofía las abarcaba todas, con excepción de la medicina, que ya se
había separado. Los escritos de Hipócrates nos muestran cuál era entonces el estado de
esta ciencia, y de las que están naturalmente vinculadas con ella, pero que todavía no
existían más que en relación con ésta.
Las ciencias matemáticas fueron cultivadas con éxito en las escuelas de Tales y de
Pitágoras. Sin embargo, no sobresalieron mucho más allá del nivel en que se encontraban
en los colegios sacerdotales de los pueblos del Oriente. Pero, a partir de la creación de ia
escuela de Platón, hicieron progresos rápidos.
Este filósofo fue el primero en resolver el problema de la duplicación del cubo, si bien
es verdad que por un movimiento continuo, pero de manera rigurosa. Sus primeros
discípulos descubrieron las secciones cónicas y determinaron sus principales
propiedades; y, con ello, abrieron al genio ese horizonte inmenso, en el que, hasta la
consumación de los tiempos, podrá ejercer sin cesar sus fuerzas, pero en el que a cada
paso verá retroceder los límites ante él.
No tan sólo a la filosofía debieron las ciencias políticas su progreso. En esas pequeñas
repúblicas, celosas de conservar su independencia y su libertad, profesaban casi de
manera general la idea de confiar a un solo hom bre, no el poder de hacer las leyes, sino
la función de redactarlas y de presentarlas al pueblo, el cual, luego de haberlas
examinado, les acordaba una sumisión voluntaria.
De tal modo, el pueblo imponía un trabajo al filósofo cuya virtud o sabiduría habían
merecido su confianza; pero no le conferían ninguna autoridad: él ejercía solamente y
por sí mismo lo que luego hemos llamado poder legislativo.
La superstición ha manchado con excesiva frecuencia la ejecución de una idea tan
propia para proporcionar a las leyes de un país esa unidad sistemática, la única que
puede lograr que la acción sea segura y fácil, así como mantener su permanencia. Por lo
demás, la política no tenía todavía principios lo bastante constantes como para que no
pudiese sentirse el temor de ver a los legisladores trasladar a estos planteamientos sus
prejuicios y pasiones.
El objetivo de esos legisladores no podía ser todavía el de fundar sobre la razón, sobre
los derechos que todos los hombres han recibido por igual de la naturaleza, en fin, sobre
las máximas de la justicia universal, el edificio de una sociedad de hombres iguales y
libres, sino tan sólo el de establecer las leyes conforme a las cuales los miembros
hereditarios de una sociedad ya existente podían conservar su libertad, vivir al abrigo de
la injusticia y desplegar hacia el exterior una fuerza que garantizase su independencia.
Como se suponía que estas leyes, casi siempre ligadas a la religión, y consagradas por
juramentos, tendrían una duración casi eterna, se preocuparon menos de asegurarle al
pueblo los medios de reformarlas de manera pacífica que de prevenir la alteración de
esas leyes fundamentales, y de impedir que reformas de detalle alterasen el sistema o
corrompiesen su espíritu. Se buscaron las instituciones apropiadas para exaltar, para
fortalecer el amor a la patria. Se buscó una organización de los poderes que garantizase
la ejecución de las leyes contra la negligencia y corrupción de los magistrados, la repu-
tación de los ciudadanos influyentes y la resistencia de la multitud.
Los ricos, los únicos que entonces podían adquirir la sabiduría, al apoderarse de la
autoridad, podían oprimir a los pobres y obligarlos a arrojarse en brazos de un tirano.
La ignorancia, la veleidad del pueblo, los celos que sentían contra los ricos podían dar a
éstos el deseo y los medios de establecer una tiranía aristocrática, o de entregar el Estado
debilitado a la ambición de sus vecinos. Para evitar al mismo tiempo estos dos escollos,
los legisladores griegos recurrieron a medidas más o menos atinadas, pero caracterizadas
siempre por esa finura, esa sagacidad que ya desde entonces caracterizaba al espíritu
general de la nación.
Difícil será encontrar entre las repúblicas modernas, y aun en los planes concebidos
por los filósofos, una institución cuyo modelo o ejemplo no hayan proporcionado las
repúblicas griegas. Pues tanto la Liga anfictiónica como la de los eolios, la de los arcadios
y a continuación la de los aqueos fueron otras tantas constituciones federativas, cuya
unión fue más o menos estrecha; y se había establecido un derecho de gentes menos
bárbaro, y reglas de comercio más liberales entre estos pueblos diferentes, pero próximos
entre sí por su origen común, el uso de una misma lengua, la semejanza de costumbres,
opiniones y creencias religosas.
Las relaciones mutuas de la agricultura, la industria y el comercio con la constitución
de un Estado y su legislación, su influencia sobre su prosperidad, poderío y libertad, no
pudieron escapar a la atención de un pueblo ingenioso, activo, atento a los intereses
públicos; y se advierten ya las primeras huellas de ese arte tan vasto, tan útil, que hoy
conocemos con el nombre de economía política.
La sola observación de los gobiernos establecidos bastaba, pues, para no tardar en
hacer de la política una ciencia amplia en espera de un término más elevado. Ésta
raramente recurre a las meditaciones de la filosofía. Así, en los escritos mismos de los
filósofos, parece ser más bien una ciencia de hechos, y, por así decirlo, empírica, que una
verdadera teoría, fundada sobre principios generales sacados de la naturaleza y
confirmados por la razón.
Tal es el punto de vista desde el cual debemos examinar las ideas políticas de
Aristófanes y de Platón, si se quiere comprender su sentido y apreciarlo con justicia.
Casi todas las instituciones públicas de los griegos suponen la existencia de la
esclavitud, y la posibilidad de reunir, en una plaza pública, a la universalidad de los
ciudadanos; y para juzgar bien sus efectos, sobre todo para prever los que producirían
en las grandes naciones modernas, es preciso no perder de vista ni por un instante estas
diferencias tan importantes. Pero no puede uno dejar de reflexionar sobre la primera de
ellas sin concluir que en aquel entonces aun las combinaciones más perfectas no tenían
como objeto más que la libertad o la felicidad de la mitad, cuando mucho, de la especie
humana.
La educación era, entre los griegos, una parte importante de la política. Formaba
hombres para la patria, antes que para sí mismos o para su familia. Este principio sólo
puede ser adoptado por pueblos poco numerosos, para quienes resulta muy disculpable
el que pensaran en un interés nacional, al margen del interés común de la humanidad.
Ello no es concebible llevarlo a la práctica más que en los países en donde los trabajos
más agobiadores en los campos de la cultura y de las artes son efectuados por esclavos.
Esta educación se limitaba casi a los ejercicios corporales, a los principios de las
costumbres, a los hábitos propios a provocar un patriotismo excluyante: el resto se
aprendía libremente en las escuelas de los filósofos o de los retóricos, en los talleres de los
artistas; y esta libertad es todavía una de las causas de la superioridad de los griegos.
En la política, así como en la filosofía de los griegos, se encuentra un principio general
que nos ofrece apenas unas cuantas excepciones; y es el de buscar en las leyes, no tanto
que desaparezcan las causas del mal como el de destruir sus efectos, oponiendo entre sí a
estas causas; el de querer, en las instituciones, sacar partido de los prejuicios, de los
vicios, antes que procurar disiparlos o reprimirlos; el de ocuparse más a menudo de los
medios de desnaturalizar al hombre, de proporcionarle sentimientos facticios que de
perfeccionarlo, de depurar las inclinaciones y sentimientos recibidos de la naturaleza:
errores producidos por el error más general de considerar como el hombre natural a
aquel que les presentaba el estado actual de la civilización, es decir, al hombre
corrompido por los prejuicios, por los intereses de las pasiones facticias y por los hábitos
sociales.
Esta observación es tanto más importante cuanto más necesario resulte el averiguar el
origen de este error, para mejor destruirlo, dado que ha sido transmitido hasta nuestro
siglo, y muy seguido corrompe todavía, entre nosotros, tanto la moral como la política.
Si se compara la legislación, y sobre todo la forma y las reglas de los juicios entre los
griegos y los orientales, se verá que entre unos, las leyes son un yugo, bajo el cual la
fuerza ha doblegado a los esclavos, y entre los otros, privan las condiciones de un pacto
común efectuado entre los hombres. Entre unos, el objeto de las formas legales es que se
cumpla la voluntad del amo; entre los otros, que la libertad de los ciudadanos no se vea
oprimida. Entre unos, hace la ley quien la impone; entre los otros, quien debe someterse
a ella. Entre unos, se obliga a temerla; entre los otros, se instruye a que la amen:
diferencias que encontraremos todavía, entre los modernos, entre las leyes de los pueblos
libres y las de los esclavos.
Veremos en fin cómo, el hombre en Grecia, tenía al menos el sentimiento de sus derechos,
aun cuando no los conocía todavía, aun cuando no supiera profundizar en su naturaleza,
ni comprender ni circunscribir su amplitud.
En esta época de los primeros extravíos de la filosofía entre los griegos y de sus
primeros pasos en las ciencias, las bellas artes parece ser que alcanzaron su perfección.
Homero vivió en la época de las disensiones que acompañaron la caída de los tiranos y la
formación de las repúblicas. Sófocles, Eurípides, Píndaro, Tucídides, Demóste- nes,
Fidias, Apeles fueron contemporáneos de Sócrates o de Platón.
Trazaremos el cuadro del progreso de estas artes; discutiremos sus causas,
distinguiremos lo que se puede atribuir a la perfección del arte y lo que no se debe más
que al genio feliz del artista; distinción suficiente para desaparecer esos límites estrechos
entre los cuales se ha encerrado el perfeccionamiento de las bellas artes. Mostraremos la
influencia que ejercieron en su progreso la forma de los gobiernos, el sistema de la
legislación, el espíritu del culto religioso; indagaremos lo que debieron a los pr ogresos de
la filosofía y lo que ésta pudo a su vez deberles.
Mostraremos cómo la libertad, las artes y el intelecto contribuyeron a la mejora y
mayor suavidad de las costumbres; expondremos cómo esos vicios, tan frecuentemente
atribuidos a los progresos mismos de la civilización griega, fueron también los de los
siglos más incultos, y que el intelecto y el cultivo de las artes los moderaron, cuando no
pudieron destruirlos; demostraremos que esas elocuentes declamaciones contra las
ciencias y las artes se fundan en una falsa aplicación de la historia; y que, por lo
contrario, los progresos de la virtud han acompañado siempre a los del intelecto, tal y
como los de la corrupción siempre han seguido o anunciado la decadencia de éste.

QUINTA ÉPOCA
PROGRESO DE LAS CIENCIAS DESDE SU DIVISIÓN
HASTA SU DECADENCIA

Platón vivía todavía cuando su discípulo Aristóteles abrió en Atenas una escuela rival de
la suya.
No sólo abarcó todas las ciencias, sino que aplicó el método filosófico a la elocuencia y
a la poesía. Fue el primero en atreverse a concebir que este método debía extenderse a
todo lo que el espíritu humano puede alcanzar; puesto que, al ejercer por doquier las
mismas facultades, debe obedecer en todas partes a las mismas leyes.
Cuanto más vasto fue el plan que se trazó, tanto más sintió la necesidad de separar sus
diversas partes y de determinar con mayor precisión los límites de cada una. A partir de
esa época, la mayoría de los filósofos y aun sectas enteras se limitaron a alguna de esas
partes.
Las ciencias matemáticas y físicas formaron por sí solas una gran división. Como se
fundan en el cálculo y la observación, como lo que pueden enseñar es independiente de
las opiniones que dividían a las sectas, se separaron de la filosofía, sobre la cual reinaban
todavía estas sectas, y se convirtieron, pues, en la ocupación de sabios, que casi en su
totalidad tuvieron la prudencia de mantenerse ajenos a las disputas de las escuelas,
donde las sectas continuaron haciéndose una guerra de opinión, donde se libraba una
lucha por la reputación más útil para la fama pasajera de los filósofos que para el
progreso de la filosofía, por la que se entendía principalmente la metafísica, la dialéctica
y la moral, de la que formaba parte la política.
Afortunadamente, la época en que se efectuó esta división precedió a los tiempos en
que Grecia, luego de prolongados trastornos, hubo de perder su libertad.
Las ciencias encontraron asilo en la capital de Egipto, que los déspotas que la
gobernaban hubiesen quizá negado a la filosofía. Príncipes que debían gran parte de su
riqueza y de su poder al comercio conjunto del Mediterráneo y del oceáno asiático
fomentaron aquellas ciencias más útiles a la navegación y al comercio.
Éstas escaparon, por lo tanto, a esa decadencia más rápida que se manifestó poco
después en la filosofía, cuyo brillo se apagó con la libertad. El despotismo de los romanos,
tan indiferentes al progreso de la inteligencia, no afectó a Egipto sino muy tarde, y en
unos años en que la ciudad de Alejandría en vías de convertirse en la metrópoli de las
ciencias como el centro del comercio se había vuelto necesaria para la subsistencia de
Roma, se bastaba a sí misma para conservar el fuego sagrado gracias a su población, a su
riqueza, a la gran presencia de extranjeros, a los establecimientos formados por los
Ptolomeos, y que los vencedores no proyectaron destruir.
La secta académica, en la que las matemáticas habían sido cultivadas desde su origen,
y en la que la enseñanza filosófica se limitaba casi a probar la utilidad de la duda y a
indicar los límites estrechos de la certeza, tenía que ser la secta de los sabios; y esta
doctrina no podía atemorizar a los déspotas: por eso dominó en la escuela de Alejandría.
La teoría de las secciones cónicas, el método para emplearlas, bien para la
construcción de lugares geométricos, bien para la resolución de problemas, el
descubrimiento de algunas curvas, ampliaron el camino hasta entonces tan estrecho de la
geometría. Arquímedes descubrió la cuadratura de la parábola, midió la superficie de la
esfera, primeros pasos en esa teoría de los límites, que determina el valor último de una
cantidad, aquel al que esta cantidad se acerca sin cesar sin alcanzarlo jamás; en esta
ciencia que enseña, unas veces a encontrar las relaciones de las cantidades evanescentes,
otras a remontarse desde el conocimiento de estas relaciones hasta la determinación de
las magnitudes finitas; en pocas palabras, fueron los primeros pasos en el camino de ese
cálculo al que los modernos, con más orgullo que exactitud, han dado el nombre de
cálculo infinitesimal. Fue asimismo Arquímedes el primero que determinó la relación
aproximada del diámetro del círculo y de su circunferencia, enseñó cómo se podían
obtener valores cada vez más aproximados y dio a conocer los métodos de aproximación,
ese feliz complemento de la insuficiencia de los métodos conocidos, y a menudo de la
ciencia misma.
Se le puede considerar, de cierta manera, como el creador de la mecánica racional. Le
debemos la teoría de la palanca y el descubrimiento del principio de la hidrostática, que
dice que un cuerpo, colocado en un cuerpo fluido, pierde una porción de su peso igual al
de la masa que ha desplazado.
El tornillo que lleva su nombre, sus espejos ardientes, los prodigios del sitio de
Siracusa testimonian sus talentos en la ciencia de las máquinas, que hasta entonces los
sabios habían descuidado, porque los principios científicos conocidos hasta entonces no
podían lograr todavía. Esos grandes descubrimientos, esas ciencias nuevas colocan a
Arquímedes entre esos genios afortunados cuya vida constituye una época en la historia
de la humanidad, y cuya existencia parece ser una buena acción de la naturaleza. Es en la
escuela de Alejandría donde encontraremos las primeras manifestaciones de lo que
después conoceremos como álgebra, es decir, del cálculo de cantidades consideradas
únicamente como tales. La naturaleza de las cuestiones propuestas y resueltas en el libro
de Dio- fanto exigía que los números fuesen considerados como dotados de un valor
general, indeterminado, y sujeto tan sólo a ciertas condiciones.
Pero esta ciencia no tuvo entonces, como hoy en día, sus signos, sus métodos propios,
sus operaciones técnicas. Se designaba a estos valores generales con palabras; y mediante
una serie de razonamientos se llegaba a encontrar, a desarrollar la solución de
problemas.
Observaciones caldeas, enviadas a Aristóteles por Alejandro, aceleraron el progreso
de la astronomía. Lo que tienen de particularmente brillante se debe al genio de Hiparco.
Pero, si después de él, en la astronomía, como después de Arquímedes en la geometría y
en la mecánica, ya no encontramos más descubrimientos, más trabajos de esos que
cambian, de alguna manera, el aspecto total de una ciencia, éstas siguieron por largo
tiempo todavía perfeccionándose, ampliándose, enriqueciéndose, por lo menos, con
verdades de detalle.
En su Historia de los animales, Aristóteles proporciona los principios y el inapreciable
modelo de la manera de observar con exactitud, de describir metódicamente los objetos
de la naturaleza, de clasificar las observaciones y de captar los resultados generales que
nos ofrecen.
Después de éste se trataron las historias de las plantas y de los minerales, pero con
menor precisión y visiones menos amplias, menos filosóficas.
El progreso de la anatomía fue muy lento, no tan sólo porque prejuicios religiosos se
oponían a la disección de cadáveres, sino porque la opinión vulgar consideraba que su
manipulación era una especie de mancillamiento.
La medicina de Hipócrates era tan sólo una ciencia de observación, que no había
podido conducir todavía más que a métodos empíricos. El espíritu de secta, el gusto por
las hipótesis no tardaron en contaminarla; pero si el número de los nuevos errores
aventajó el de las verdades, si los prejuicios o los sistemas de los médicos causaron más
daño que bien produjeron sus observaciones, no puede negarse, sin embargo, que la
medicina no hiciera, considerada como ciencia en esa época, progresos reales.
Aristóteles no aportó a la física la exactitud, ni la sagacidad prudente que caracterizan
su Historia de los animales. Pagó el tributo a los hábitos de su época, al espíritu de las
escuelas, al desfigurarla con esos principios hipotéticos que, en su vaga generalidad, todo
lo explican con una especie de facilidad, porque no pueden explicar nada con precisión.
Por lo demás, no basta con la sola observación; son necesarias las experiencias; éstas
exigen instrumentos; y, al parecer, en aquel entonces no se habían recogido suficientes
hechos, ni habían sido examinados con suficiente detenimiento, para sentir la necesidad,
para concebir la idea de esta manera de interrogar a la naturaleza, de obligarla a
respondemos.
Así, en esta época, la historia del progreso de la física debe limitarse al cuadro de un
corto número de conocimientos, debidos al azar y a las observaciones efectuadas durante
las prácticas de las artes, mucho más que a las investigaciones de los sabios. (La hidráu-
lica, y sobre todo la óptica, presentan una cosecha un poco menos estéril, pero son
todavía ante todo hechos observados, porque se presentan por sí solos, antes que teorías o
que leyes físicas, descubiertas por experimentos, o adivinados por la meditación.)
La agricultura se había limitado hasta entonces a la simple rutina, y a unas cuantas
reglas que los sacerdotes, al transmitirlas a la gente, habían corrompido con sus
supersticiones. Entre los griegos, y sobre todo entre los romanos, se convirtió en un arte
importante y respetado, cuyos usos y preceptos se apresuraron a recoger los más sabios
de los hombres. Estos conjuntos de observaciones, expuestos con precisión, reunidos con
discernimiento, pudieron esclarecer la práctica, difundir métodos útiles; pero todavía
estábamos muy lejos del siglo de los experimentos y de las observaciones calculadas.
Las artes mecánicas comenzaron a vincularse con las ciencias; los filósofos
examinaron los trabajos, investigaron su origen, estudiaron su historia, se dedicaron a
describir los procedimientos y los productos de los que se cultivaban en las diversas
comarcas, de recoger estas observaciones y de transmitirlas a la posteridad.
Así, Plinio abarcó al hombre, a la naturaleza y a las artes en el plan inmenso de su
Historia natural; inventario precioso de todo lo que eran entonces las verdaderas
riquezas del espíritu humano; y su derecho a nuestro reconocimiento no puede ser
anulado por el merecido reproche de haber recogido, con muy poco rigor en la elección y
sobrada credulidad, lo que la ignorancia o la vanidad mendaz de los historiadores y de
los viajeros ofreció a la insaciable avidez de conocimientos que caracteriza a este filósofo.
En medio de la decadencia griega, Atenas, que en los días de su esplendor había
honrado a la filosofía y a las letras, fue merecedora, a su vez, de haber conservado por
algún tiempo más los restos de su pasado esplendor. Sus oradores ya no debatían en la
tribuna los destinos de Grecia y del Asia; pero fue en sus escuelas donde los romanos
aprendieron a conocer los secretos de la elocuencia; y fue al pie de la lámpara de
Demóstenes donde se formó Cicerón.
La Academia, el Liceo, el Pórtico, los Jardines de Epicuro fueron la cuna y la escuela
principal de las cuatro sectas que se disputaron el imperio de la filosofía.
En la Academia se enseñaba que no hay nada cierto; que acerca de ningún objeto
puede el hombre llegar a una verdadera certeza, ni tampoco a una comprensión perfecta;
en fin (resultaba difícil ir más lejos), que no podía estar seguro ni de esta imposibilidad
de conocer algo, y que era preciso dudar inclusive de la necesidad de dudar de todo.
Se exponían, se defendían y se combatían las opiniones de los demás filósofos, pero
como hipótesis propias para ejercitar el espíritu, y para que se sintiese mejor, dada la
incertidumbre que acompañaba a estas disputas, la vanidad de los conocimientos
humanos, y el ridículo de la confianza dogmática de las demás sectas.
Pero esta duda, que la razón confiesa, cuando conduce a no razonar sobre las
palabras a las que podemos vincular ideas claras y precisas, a proporcionar nuestra
adhesión según la probabilidad de cada proposición, a determinar, para cada clase de
conocimientos, los límites de la certeza que podemos alcanzar; esa misma duda, cuando
se extiende a las verdades demostradas, cuando ataca los principios de la moral, se
convierte en estupidez o en demencia; favorece la ignorancia y la corrupción; y tal fue el
exceso en que cayeron los sofistas que sustituyeron en la Academia a los primeros
discípulos de Platón.
Describiremos el curso de estos escépticos, la causa de sus errores; buscaremos
aquello que, en la exageración de su doctrina, se debe atribuir a la manía de
singularizarse por sus opiniones extravagantes; señalaremos cómo, si bien fueron
firmemente refutados por el instinto de otros hombres, así como por quien les dirigía en
la conducta de su vida, jamás fueron bien comprendidos, ni bien refutados por los
filósofos.
Sin embargo, esa opinión de una idea eterna de lo justo, de lo bello, de lo honesto,
independiente del interés de los hombres, de sus convenciones, de su misma existencia,
idea que, impresa en nuestra alma, se convierte para nosotros en principio de nuestros
deberes y regla de nuestras acciones, esta doctrina, extraída de los Diálogos de Platón,
seguía siendo expuesta en su escuela y servía de base para la enseñanza de la moral.
Aristóteles no conoció mejor que sus maestros el arte de analizar las ideas, es decir, de
remontarse gradualmente hasta las ideas más simples integradas en su combinación, de
penetrar hasta el origen de la formación de esas ideas simples, de seguir el proceso de sus
operaciones del espíritu y el desarrollo de sus facultades.
Su metafísica, por lo tanto, como la de los demás filósofos, no fue sino una doctrina
vaga, fundada unas veces en el abuso de las palabras, y, otras, en simples hipótesis.
Sin embargo, es a él a quien debemos esa verdad importante, ese primer paso en el
conocimiento del espíritu humano, de que nuestras ideas, incluso las más abstractas, las
más puramente intelectuales, por así decirlo, deben su origen a nuestras sensaciones:
pero no la apoyó con algún desarrollo. Fue más bien la intuición de un hombre genial y
no el resultado de una serie de observaciones analizadas con precisión, relacionadas y
combinadas unas con otras: esta simiente, depositada en un suelo ingrato, no produjo
frutos útiles sino al cabo de veinte siglos.
Aristóteles, en su lógica, reduce las demostraciones a una serie de argumentos sujetos
a la forma silogística, y divide en seguida todas las proposiciones en cuatro clases que las
comprenden a todas, nos enseña a reconocer, de entre todas las combinaciones posibles
de proposiciones de esas cuatro clases, tomadas de tres en tres, a las que responden a
silogismos concluyentes, y que lo hacen necesariamente. Por medio de esto, podemos
juzgar de la corrección o del vicio de un argumento, con sólo saber a qué combinación
pertenece; y así el arte de razonar con exactitud queda sujeto, de cierta forma, a reglas
técnicas.
Esta idea ingeniosa ha sido hasta ahora inútil, pero quizás llegue el día en que se
convierta en el primer paso hacia un perfeccionamiento, que el arte de razonar y de
discutir parece estar aguardando todavía.
Cada virtud, según Aristóteles, se halla situada entre dos vicios, uno de los cuales es la
carencia, en tanto que el otro es el exceso; no es, de alguna manera, más que una de
nuestras inclinaciones naturales, de la cual la razón nos defiende tanto de resistirla en
demasía como asimismo de obedecerla en exceso.
Este principio general pudo ocurrírsele de conformidad con una de esas ideas vagas
de orden y de conveniencia, tan comunes entonces en la filosofía; pero la verificó, al
aplicarla a la nomenclatura de las palabras que, en la lengua griega, expresaban lo que
llamamos virtudes.
Hacia la misma época, dos sectas nuevas, que apoyaban la moral sobre principios
opuestos, por lo menos en apariencia, se dividieron a los espíritus, extendiendo su
influencia mucho más allá de los límites de sus escuelas, a la vez que apresuraban la
caída de la superstición griega, la cual, desgraciadamente, una superstición más sombría,
más peligrosa", más enemiga de la inteligencia no habría de tardar en sustituir.
Los estoicos hicieron consistir la virtud y la felicidad en la posesión de un alma
insensible por igual a la voluptuosidad como al dolor, liberada de todas las pasiones,
superior a todos los temores, a todas las debilidades, conocedora de un solo bien
auténtico, la virtud, y de un solo mal real, el de los remordimientos. Creían que el
hombre era dueño de elevarse a dicha altura, mediante una voluntad fuerte y constante;
y que, entonces, independiente de la fortuna, dueño siempre de sí mismo, es igualmente
inaccesible al vicio y a la desdicha.
Un espíritu único anima al mundo; está presente en todas partes, aun cuando no sea
todo, aun cuando existe otra cosa aparte de él. Las almas humanas son emanaciones. La
del sabio, que no ha mancillado la pureza de su origen, se reúne, en el momento de la
muerte, con este espíritu universal. La muerte, por lo tanto, sería un bien, de no ser
porque, para el sabio sometido a la naturaleza, endurecido contra todo aquello a lo que
los hombres vulgares llaman males, presenta mayor grandeza al considerarla como algo
indiferente.
Epicuro sitúa la felicidad en el disfrute del placer y en la ausencia del dolor. La virtud
consiste en obedecer las tendencias naturales, pero sabiendo satisfacerlas y dirigirlas. La
templanza que previene el dolor, al conservar nuestras facultades naturales en todo su
vigor, nos garantiza todos los goces que la naturaleza ha dispuesto para nosotros. La
precaución de preservarse de las pasiones de odio o de violencia que desgarran al
corazón entregado a su amargura y a sus furores; la de cultivar, en cambio, las
afecciones dulces y tiernas, sentimiento delicioso que recompensa las bellas acciones; tal
es el camino que conduce, a la vez, a la felicidad y a la virtud.
Para Epicuro el mundo no era más una masa de átomos, cuyas combinaciones
diversas estaban sujetas a leyes necesarias. El alma humana era en sí misma una de
dichas combinaciones. Los átomos que la componían, reunidos en el instante en que el
cuerpo comenzaba a existir, se dispersaban en el momento de la muerte, para volver a la
masa común y pasar a formar parte de nuevas combinaciones.
Sin duda para evitar los prejuicios populares, admitió la existencia de los dioses; pero
indiferentes a las acciones de los hombres, ajenos al orden del universo y sometidos,
como los demás seres, a las leyes generales de su mecanismo, eran en cierta manera, algo
al margen de este sistema.
Hombres duros, orgullosos, injustos se ocultaron tras la máscara del estoicismo.
Hombres voluptuosos y corrompidos se deslizaron frecuentemente en los jardines de
Epicuro. Los principios espicú- reos fueron calumnidados cuando se les acusó de situar el
supremo bien entre las voluptuosidades groseras. Se vuelven ridiculas las pretensiones
del sabio Zenón, que, esclavo, haciendo girar la muela o atormentado por la gota, decía
no ser menos dichoso, libre y soberano.
Esta moral que pretendía elevarse por encima de la naturaleza, y la que no deseaba
más que obedecerla; la que no reconocía otro bien que la virtud, y la que situaba la dicha
en la voluptuosidad, conducían a las mismas consecuencias prácticas, no obstante partir
de principios tan contrarios entre sí y hablar lenguajes tan opuestos. Esta semejanza en
los preceptos morales de todas las religiones, de todas las sectas filosóficas, bastaría para
demostrar que tienen una verdad, independiente de los dogmas de estas religiones, de los
principios de esas sectas; que es en la constitución moral del hombre donde se debe
buscar la base de esos deberes, el origen de esas ideas de justicia y de virtud; verdad de la
cual la secta epicúrea se había distanciado menos que cualesquiera otras; y quizás
ninguna otra cosa contribuyó más a granjearse el odio de los hipócritas de todas las
clases, para quienes la moral no es sino un objeto de comercio cuyo monopolio se
disputan.
La caída de las repúblicas griegas arrastró consigo a las ciencias
políticas. Después de Platón, Aristóteles y Jenofonte, casi se dejó de considerarlas dentro
del sistema de la filosofía.
Pero ya es tiempo de hablar de un acontecimiento que cambió la suerte de gran parte
del mundo, y que ejerció sobre el progreso del espíritu humano una influencia que se ha
prolongado hasta nuestros días.
Con excepción de la India y de China, la ciudad de Roma había extendido su imperio
sobre todas las naciones en que el espíritu humano se había elevado por encima de la
debilidad de su primera infancia.
Daba leyes a todas las partes del mundo a las que los griegos habían llevado su lengua,
sus ciencias y su filosofía. Todos esos pueblos, suspendidos de una cadena que la victoria
había sujetado al pie del Capitolio, no existían más que por la voluntad de Roma y para
las pasiones de sus jefes.
Un cuadro veraz de la constitución de esta ciudad dominadora no será de ningún
modo extraño al objeto de esta obra: se verá en él el origen del patriciado hereditario, y
las atinadas combinaciones empleadas para proporcionarle más estabilidad y fuerza,
haciéndole menos odioso, así como a un pueblo ejercitado en las armas, pero que casi
nunca las empleó en sus disensiones internas; a un pueblo que unió la fuerza real a la
autoridad legal, y que apenas se pudo defender de un senado orgulloso, que,
encadenándolo con la superstición, lo deslumbraba con el resplandor de sus victorias; a
una gran nación que fue, sucesivamente, juguete de sus tiranos o de sus defensores, y,
durante cuatro siglos víctima paciente de una manera absurda pero consagrada de
efectuar los sufragios.
Veremos esta constitución, concebida para una sola ciudad, cambiar de naturaleza,
sin cambiar de forma, cuando fue necesario extenderla a un gran imperio; sin poderse
sostener más que mediante continuas guerras y pronto destruida por sus propios
ejércitos; en fin, al pueblo-rey envilecido por el hábito de ser alimentado a expensas del
tesoro público, corrompido por la largueza de los senadores, vendiendo a un hombre los
restos ilusorios de su inútil libertad.
La ambición de los romanos los llevó a buscar en Grecia a los maestros en aquel arte
de la elocuencia que había sido entre ellos uno de los caminos conducentes a la fortuna.
Ese gusto por los goces exclusivos y refinados, la necesidad de placeres nuevos, que nace
de la riqueza y de la ociosidad, hizo que buscaran las artes de Grecia, y aun la
conversación de sus filósofos. Pero las ciencias, la filosofía y las artes del dibujo fueron
siempre plantas extranjeras en el suelo romano. La avaricia de los vencedores cubrió a
Italia de obras maestras griegas, arrebatadas de sus templos por la fuerza y que compo-
nían el ornamento de sus ciudades, a cuyos pueblos consolaban de la esclavitud; pero no
se atrevieron a incorporar obra alguna de un romano. Cicerón, Lucrecio y Séneca
escribieron elocuentemente en su lengua acerca de la filosofía; pero lo hicieron sobre la
de los griegos, y, para reformar el calendario bárbaro de Numa, César se vio en la
necesidad de emplear a un matemático de Alejandría.
Roma, durante largos años desgarrada por las facciones de generales ambiciosos,
absorbida por nuevas conquistas o agitada por las discordias civiles, cayó finalmente
desde su inquieta libertad en un despotismo militar más agitado todavía. ¿Qué lugar, por
consiguiente, hubiesen podido encontrar las tranquilas meditaciones de la filosofía o de
las ciencias entre jefes que aspiraban a la tiranía, y poco después bajo déspotas que
temían a la verdad, y que aborrecían por igual el talento y la virtud? Además, las
ciencias y la filosofía son necesariamente descuidadas en cualquier país en el que una
carrera honorable, que lleva hasta las riquezas y dignidades, está abierta para todos
aquellos a quienes su inclinación natural los lleva hacia el estudio: y tal era en Roma la
de la jurisprudencia.
Cuando las leyes, como en el Oriente, están ligadas a la religión, el derecho de
interpretarlas se convierte en uno de los más sólidos apoyos de la tiranía sacerdotal. En
Grecia, habían formado parte del código dado a cada ciudad por su legislador; se
hallaban vinculadas con el espíritu de la constitución y del gobierno que había estable-
cido. Sufrieron pocos cambios. A meriudo, abusaron de ellos los magistrados: las
injusticias particulares fueron frecuentes; pero los vicios de las leyes no condujeron
jamás a un sistema de rapiña regular y fríamente calculado. En Roma, en la que durante
largo tiempo no se conoció más autoridad que la de la tradición de las costumbres; donde
los jueces declaraban, cada año, sobre qué principios decidirían las disputas durante su
magistratura; donde las primeras leyes escritas fueron una compilación de las leyes
griegas, redactadas por decenviros más preocupados por conservar su poder que por
honrarlo, ofreciendo una buena legislación; en Roma, donde, desde esa época, leyes
dictadas, alternadamente por el partido del senado y por el del pueblo, se sucedieron
rápidamente, eran destruidas sin cesar o confirmadas, suavizadas o agravadas por
disposiciones nuevas; pronto su multiplicidad, su complicación, su oscuridad, conse-
cuencia necesaria del cambio de lengua, convirtieron en ciencia aparte el estudio y la
comprensión de las leyes. El senado, aprovechando el respeto del pueblo por las
instituciones antiguas, se percató pronto de que el privilegio de interpretar las leyes era
casi equivalente al de formular leyes nuevas; y se llenó de jurisconsultos. Su poderío
sobrevivió al del propio senado, y aumentó bajo los emperadores, porque es tanto más
grande cuanto más extravagante e incierta es la legislación.
Así pues, la jurisprudencia es la única ciencia nueva que debemos a los romanos.
Trazaremos su historia, que se vincula con el progreso que la ciencia de la legislación ha
tenido entre los modernos, y sobre todo con la de los obstáculos con que ha tropezado.
Señalaremos cómo el respeto por el derecho positivo de los romanos ha contribuido a
conservar algunas ideas del derecho natural de los hombres, para impedir que estas ideas
se ampliasen y propagasen; y cómo debemos al derecho romano un corto número de
verdades útiles y muchos más prejuicios tiránicos.
La benignidad de las leyes penales bajo la república merece que fijemos nuestra
atención. De alguna manera, habían convertido en sagrada la sangre del ciudadano
romano. No podía imponérsele la pena de muerte, sin que entrara en funciones ese
aparato de un extraordinario poder, que anunciaba las calamidades públicas y los
peligros de la patria. Se podía requerir al pueblo entero por juez, entre un solo hombre y
la república. Se había considerado que esta bondad es, en un pueblo libre, el único medio
para impedir que las disensiones políticas degenerasen en matanzas sanguinarias; se ha-
bía buscado corregir, por la humanización de las leyes, la ferocidad de un pueblo que,
aun en sus juegos, prodigaba la sangre de sus esclavos; así, remitiéndonos a los tiempos
de los Gracos, jamás, en ningún país, agitaciones tan violentas y reiterativas costaron
menos sangre, produjeron menos crímenes.
No nos ha quedado ninguna obra de los romanos acerca de la política. La de Cicerón
sobre las leyes no fue probablemente más que un extracto embellecido de los libros de los
griegos. No era en medio de las convulsiones de la libertad agonizante, donde la ciencia
social podría haberse naturalizado y perfeccionado. Bajo el despotismo de los Césares,
ese estudio no habría parecido ser más que una conspiración contra su poder. Nada
prueba mejor hasta qué punto ésta fue desconocida por los romanos, que la
contemplación del ejemplo, único hasta ahora en la historia, de una sucesión
ininterrumpida, desde Nerva hasta Marco Aurelio, de cinco emperadores que reunieron
las virtudes, los talentos, la inteligencia, el amor a la gloria, el celo por el bien público, sin
que haya emanado de ellos una sola institución que haya mostrado el deseo de fijar
límites o de prevenir las revoluciones, y de consolidar con lazos nuevos las partes de
aquella masa inmensa, donde todo presagiaba la próxima disolución.
La reunión de tantos pueblos bajo un mismo dominio, así como la difusión de las dos
lenguas que se repartían el imperio, y que ambas fueran familiares a casi todos los
hombres instruidos, al obrar concertadamente debían contribuir, sin duda, a propagar
los conocimientos sobre un espacio mayor y con más igualdad. El efecto natural de
ambas causas debía ser también el de atenuar poco a poco las diferencias que separaban
a las sectas filosóficas, reunirlas en una sola, que escogería de cada una las opiniones más
conformes con la razón, aquellas que tras un examen reflexivo fueran más confirmadas.
Hasta semejante punto debía conducir la razón a los filósofos, cuando el efecto del
tiempo sobre el fervor sectario permitió no escuchar más que a ella. En Séneca
encontramos ya algunas huellas de esta filosofía: inclusive, jamás fue ajena a la secta
académica, que pareció confundirse casi totalmente con ella; y los últimos discípulos de
Platón fueron los fundadores del eclecticismo.
Casi todas las religiones del imperio habían sido nacionales. Pero todas también
poseían grandes rasgos de semejanza, y, de alguna manera, cierto aire de familia. Nada
de dogmas metafísicos, muchas ceremonias extravagantes que poseían un sentido
ignorado por el pueblo, y hasta por los sacerdotes frecuentemente; una mitología
absurda, en que la multitud no veía más que la historia maravillosa de sus dioses, en que
los hombres más instruidos sospechaban la exposición alegórica de dogmas más
elevados: sacrificios sangrientos, ídolos que representaban a los dioses, en que algunos,
consagrados por el tiempo, tenían una virtud celestial; sacerdotes consagrados al culto de
cada divinidad, sin formar un cuerpo político, sin hallarse siquiera reunidos en una
comunión religiosa; oráculos ligados a ciertos templos, a determinadas estatuas; en fin,
misterios, que sus sacerdotes comunicaban imponiendo la ley de la inviolabilidad del
secreto. Tales eran esos rasgos de semejanza.
Es preciso añadir, además, que los sacerdotes, árbitros de la conciencia religiosa,
jamás osaron pretender serlo de la conciencia moral, que dirigían la práctica del culto,
pero no las acciones de la vida privada. Vendían oráculos y augurios a la política; podían
precipitar a los pueblos a la guerra, dictarles los crímenes; pero no ejercían influencia
alguna ni sobre los gobiernos, ni sobre las leyes.
Cuando los pueblos, súbditos de un mismo imperio, lograron mantener una
comunicación habitual, y el saber realizó por doquier progresos casi iguales, los hombres
instruidos se percataron pronto de que todos esos cultos eran el de un dios único, cuyas
divinidades tan numerosas, objetos inmediatos de la adoración popular, no eran sino
modificaciones o ministros.
Sin embargo, entre los galos, y en algunas regiones del Oriente, los romanos habían
encontrado- religiones de otro género. En ellas, los sacerdotes eran los jueces de la moral:
la virtud consistía en la obediencia a la voluntad de un dios, cuyos únicos intérpretes
decían ser. Su imperio se extendía sobre la totalidad del hombre; el templo se confundía
con la patria: era adorador de Jehová o de Oeso, antes que ser ciudadano o súbdito del
imperio; y los sacerdotes decidían a cuáles leyes humanas permitía obedecer su dios.
Estas religiones tuvieron que lastimar el orgullo de los amos del mundo. La de los
galos era demasiado poderososa como para que no se apresuraran a destruirla. La
nación judía fue dispersada; pero la vigilancia del gobierno, o desdeñó o no supo llegar a
las sectas oscuras, que se formaron en secreto con los restos de estos cultos antiguos.
Uno de los beneficios de la propagación de la filosofía griega fue el de destruir la
creencia en las divinidades populares, en todas las clases en que se recibía una educación
un poco amplia. Un teísmo vago, o el puro mecanismo de Epicuro, era, ya desde los
tiempos de Cicerón, la doctrina común de todo aquel que hubiese cultivado su espíritu,
de todos quienes dirigían los asuntos públicos. Esta clase de hombres se aferró
necesariamente a la antigua religión, pero procurando depurarla, porque la
multiplicidad de esos dioses de todos los países había causado inclusive la credulidad del
pueblo. Se vio entonces a los filósofos formar sistemas acerca de los genios
intermediarios, someterse a iniciaciones, a prácticas, a un régimen religioso, para hacerse
más dignos de la proximidad de esas inteligencias superiores al hombre; y fue en los
Diálogos de Platón donde buscaron los fundamentos de esta doctrina.
Los pueblos de las naciones conquistadas, los infortunados, los hombres de una
imaginación ardiente y débil debieron apegarse de preferencia a las religiones
sacerdotales, porque el interés de los sacerdotes dominadores les inspiraba precisamente
esa doctrina de igualdad en la esclavitud, de renuncia a los bienes temporales, de
recompensas celestiales reservadas para la sumisión ciega, para los sufrimientos, para las
humillaciones voluntarias o soportadas pacientemente: ¡doctrina seductora para la
humanidad oprimida! Pero tenían necesidad de dar realce, con algunas sutilezas
filosóficas, a su burda mitología; y fue de nuevo a Platón a quien recurrieron. Sus
Diálogos resultó el arsenal al que acudieron los dos partidos para forjar sus armas
teológicas. Veremos, más adelante, cómo Aristóteles obtuvo semejante honor, puesto que
lo convirtieron al mismo tiempo en jefe de los teólogos y de los ateos.
Veinte sectas egipcias, judaicas, acordaron atacar a la religión del imperio, pero se
combatieron entre sí con igual furor, acabaron perdiéndose en la religión de Jesús. Con
sus restos, se logró componer una historia, una creencia, ciertas ceremonias y una moral,
a las cuales se adhirió poco a poco la masa de esos iluminados.
Todos creían en un cristo, en un mesías enviado de Dios para salvar al género
humano. Es el dogma fundamental de toda secta que se quiere elevar sobre las ruinas de
las sectas antiguas. Disputaron sobre la fecha, sobre el lugar de su aparición, acerca de su
nombre mortal: pero el de un profeta, que según se decía había aparecido en Palestina en
tiempos de Tiberio, eclipsó a todos los demás; y los nuevos fanáticos se agruparon bajo el
estandarte del hijo de María.
Cuanto más se debilitaba el imperio, tanto más rápidamente avanzaba esta religión
cristiana. El envilecimiento de los antiguos conquistadores del mundo se extendía a los
dioses, que, tras haber presidido sus victorias, no eran sino testigos impotentes de sus
derrotas. El espíritu de la nueva secta casaba mejor con los tiempos de decadencia y
desgracia. Sus jefes, no obstante sus engaños y vicios, eran entusiastas dispuestos a morir
por su doctrina. El celo religioso de los filósofos y de los poderosos no era más que una
devoción política; y toda religión que se permite ser defendida como creencia que es útil
dejarle al pueblo no puede esperar sino una agonía más o menos prolongada. El
cristianismo no tardó en convertirse en un partido poderoso, al punto de intervenir en las
quere- lias de los Césares, y colocar a Constantino en el trono, situándose desde entonces
al lado de sus débiles sucesores.
En vano uno de esos hombres extraordinarios, que el azar eleva a veces al poder
soberano, Juliano, quiso librar al imperio de este azote, lo que habría de acelerar su
caída: sus virtudes, su indulgente humanidad, la sencillez de sus costumbres, la elevación
de su alma y de su carácter, sus talentos, su genio militar, la brillantez de sus victorias,
todo parecía prometerle un éxito inobjetable. Sólo cabía reprochársele el que mostrase
por una religión, que se había tomado ridicula, un apego indigno de él, si era sincero;
torpe por su exageración, si era sólo conveniencia política; pero pereció en medio de su
gloria, después de dos años de reinado. El coloso que era el imperio romano no encontró
brazo suficientemente fuerte para sostenerlo; y la muerte de Juliano rompió el único
dique que se podía oponer todavía al torrente de las nuevas supersticiones, lo mismo que
a las inundaciones de los bárbaros.
El menosprecio de las ciencias humanas era uno de los rasgos primordiales del
cristianismo. Tenía que vengarse de los ultrajes de la filosofía; temía ese espíritu de
examen y de duda, esa confianza en su propia razón, azote de todas las creencias
religiosas. El conocimiento de las ciencias naturales le resultaba asimismo odiosa y
sospechosa, pues son muy peligrosas para el éxito de los milagros; y no hay religión que
no obligue a sus sectarios a devorar algunos absurdos físicos. De tal modo, el triunfo del
cristianismo fue la señal de la decadencia completa tanto de las ciencias como de la
filosofía.
Las ciencias habrían podido preservarse de esta decadencia, si se hubiese conocido el
arte de la imprenta; pero los manuscritos de un mismo libro eran poco numerosos: para
conseguir las obras que constituían el cuerpo entero de una ciencia, se necesitaban los
medios, a menudo viajes y gastos, que sólo podían hacer los hombres ricos. Fue fácil al
partido dominante hacer desaparecer los libros opuestos a sus prejuicios o que
desenmascaraban sus imposturas. Una invasión de bárbaros podía, en un solo día, privar
para siempre a todo un país de los medios para instruirse. La destrucción de un solo
manuscrito fue a menudo, para toda una comarca, una pérdida irreparable. Además,
sólo se copiaban las obras recomendadas por el nombre de sus autores. Todas esas
investigaciones, que únicamente pueden cobrar importancia una vez reunidas, esas
observaciones aisladas, esos perfeccionamientos pormenorizados que sirven para
mantener a las ciencias a determinado nivel en espera de su progreso; todos esos
materiales que el tiempo acopia, y que aguardan al genio, quedaban condenados a una
eterna oscuridad. Ese concierto de sabios, esa reunión de sus fuerzas, tan útil, tan
necesaria asimismo en ciertas épocas, no existía. Era preciso que un mismo individuo
pudiese comenzar y rematar un descubrimiento; estaba obligado a lidiar por sí solo con
todas las resistencias que la naturaleza opone a nuestros esfuerzos. Las obras que
facilitan el estudio de las ciencias, que despejan las dificultades, que presentan las
verdades en formas más cómodas y más simples, esos detalles de las observaciones, esos
desarrollos que seguido nos aclaran los errores en los resultados y en los que el lector
capta lo que el propio autor no había percibido; esas obras no habrían encontrado ni
copistas ni lectores.
Así pues, era imposible que las ciencias, que habían alcanzado ya una magnitud que
hacía difíciles tanto los progresos como el propio estudio en profundidad de las mismas,
pudiesen sostenerse por sí solas y resistir el declive que las llevaba rápidamente hacia su
decadencia. De modo que no debe uno sorprenderse de que el cristianismo, que, después
de la invención de la imprenta, careció de fuerza suficiente para impedir que
reapareciesen con brillantez, haya sido entonces lo bastante fuerte para consumar su
ruina.
Si exceptuamos el arte dramático, que floreció sólo en Atenas, y que sucumbió con
ella, y la elocuencia, que respira únicamente en un aire libre, la lengua y la literatura de
los griegos conservaron largo tiempo su esplendor. Luciano y Plutarco no habrían
deslucido en el siglo de Alejandro. Roma se elevó al nivel de Grecia, en la poesía, en la
elocuencia, en la historia, en el arte de tratar con dignidad, con elegancia, con amenidad
los temas áridos de la filosofía y de las ciencias. La misma Grecia carece de un poeta
comparable a Virgilio en cuanto a perfección; no tiene ningún historiador que pueda
igualarse a Tácito. Pero este momento de esplendor se vio seguido de una rápida
decadencia. Desde los tiempos de Luciano, Roma no tuvo más que autores casi bárbaros.
Crisòstomo habla todavía la lengua de Demóstenes. No se reconoce en él la de Cicerón o
de Tito Livio, ni la de Agustín ni aun la de Jerónimo, sin que valga la excusa de la
influencia de la barbarie africana.
Y es que en Roma jamás el estudio de las letras, el amor a las artes fueron un gusto
auténticamente nacional; y es que la perfección pasajera de la lengua no fue obra de la
nación, sino de unos cuantos hombres que Grecia había formado. Y es que el territorio
de Roma fue siempre para las letras un suelo extraño, donde un cultivo asiduo había
logrado naturalizarlas, pero en el que tenían que degenerar tan pronto como quedaron
abandonadas a ellas mismas.
La importancia que mantuvo durante largo tiempo, en Roma y en Grecia, el talento
para la tribuna y para el foro, multiplicó la clase de los retóricos. Sus trabajos han
contribuido al progreso del arte, cuyos principios y sutilezas desarrollaron. Pero
enseñaron otro arte muy descuidado por los modernos, y que haría necesario trasladar
del arte oratorio al de la escritura. Es el arte de preparar con facilidad, y en poco tiempo,
discursos, que la disposición de sus partes, el método imperante, los adornos
correctamente distribuidos, hacen que por lo menos resulten soportables; es el de poder
hablar casi de improviso, sin fatigar al auditorio con el desorden de sus ideas, la
prolijidad del estilo, sin indignar con extravagantes declamaciones, con burdos
contrasentidos, con extraños disparates. ¡Cuán útil no sería este arte en todos aquellos
países en que las funciones de un cargo, un deber público, un interés particular, pudieran
obligar a hablar, a escribir, sin tener tiempo de meditar sus discursos o sus obras! Su
historia amerita que nos ocupemos de él, tanto más cuanto que los modernos, a quienes,
sin embargo, le será frecuentemente necesario, al parecer no conocieron más que su
aspecto ridículo.
Desde los comienzos de la época cuyo cuadro estoy concluyendo, los libros se habían
multiplicado; el distanciamiento del tiempo había creado oscuridades muy grandes en
torno a las obras de los primeros autores de Grecia, por lo que ese estudio de los libros y
de las opiniones, que conocemos con el nombre de erudición, formó parte importante de
los trabajos del espíritu: y la biblioteca de Alejandría se pobló de gramáticos y de
críticos.
En la obra que nos ha quedado de ellos, se observa una propensión a medir su
admiración o su confianza sobre la antigüedad de un libro según la dificultad de
entenderlo o de hallarlo; una disposición a juzgar las opiniones, no por sí mismas, sino
por la fama de sus autores; a creer con arreglo a la autoridad, antes que a la razón; en
fin, la idea tan falsa y tan funesta de la decadencia del género humano y de la
superioridad de los tiempos antiguos. La importancia que los hombres atribuyen a lo que
constituye el objeto de sus ocupaciones, a lo que les ha costado esfuerzo, es a la vez la
explicación y la excusa de estos errores, que los eruditos de todos los países y de todas la
épocas han cometido con mayor o menor asiduidad.
Se puede reprochar a los eruditos griegos y a los romanos, e incluso a sus sabios y
filósofos, la carencia absoluta de ese espíritu de duda que somete tanto los hechos como
sus pruebas al examen severo de la razón. Al recorrer en sus escritos la historia de los
acontecimientos o de las costumbres, la de las producciones de los fenómenos de la
naturaleza o de los productos y procedimientos de las artes, se asombra uno al verlos
contar con tranquilidad los absurdos más palpables, los más indignantes prodigios. Un se
dice, se informa, colocados al comienzo de la aseveración, les parece suficiente para
ponerse al abrigo del ridículo de una credulidad pueril.
Al desconocimiento del arte de la imprenta debemos atribuir esa carencia de espíritu
de duda que corrompió entre ellos al estudio de la historia y que se opuso a su progreso
en el conocimiento de la naturaleza. La certidumbre de haber reunido acerca de cada
hecho los testimonios de todas las autoridades que pueden confirmarlo o destruirlo, la
comparación de los diversos testimonios, esos desarrollos que acarrean su discusión no
pueden existir sino cuando es posible tener un gran número de libros, multiplicar
indefinidamente sus ejemplares y no temer hacerlos demasiado extensos.
Las relaciones de los viajeros, las memorias, las descripciones, de las que
frecuentemente tan sólo existía una copia, que no estaban sometidas a la censura pública,
no podían adquirir esa autoridad, cuya base primordial es la ventaja de no haber sido
nunca contradichas. Por lo demás, no tenemos derecho a asombramos de esta facilidad
para presentar con semejante confianza, de acuerdo con autoridades similares, los
hechos más naturales de todos y los más milagrosos. Este error se enseña todavía en
nuestras escuelas, como un principio de filosofía, en tanto que una incredulidad
exagerada en sentido contrario nos lleva a rechazar todavía sin examen todo lo que no
parece estar fuera de la naturaleza; y no resultará inútil entrar en ciertas discusiones
sobre la fuerza de las pruebas que la razón puede exigir para un hecho contrario al
orden común, pero al cual ella misma ordena someterse.

SEXTA ÉPOCA
DECADENCIA DEL CONOCIMIENTO,
HASTA SU RESTAURACIÓN HACIA EL TIEMPO DE LAS CRUZADAS

En esta época desastrosa, veremos al espíritu humano descender rápidamente de la


altura que había alcanzado, así como a la ignorancia arrastrar tras de sí, aquí a la
ferocidad, allá a una crueldad refinada, y por dondequiera la corrupción y la perfidia.
Apenas unos cuantos destellos de talento, algunos rasgos de grandeza de alma o de
bondad logran horadar esta noche profunda. Quimeras teológicas, imposturas
supersticiosas constituyen la única inclinación de los hombres; la intolerancia religiosa su
única moral, y Europa, aplastada entre la tiranía sacerdotal y el despotismo militar,
aguarda, en medio de sangre y lágrimas, el momento en que nuevos tiempos le
permitirán renacer a la libertad, a la humanidad, a las virtudes.
Me veo obligado, en este momento, a dividir el cuadro en dos partes distintas: la
primera comprenderá el Occidente, donde la decadencia fue más rápida y más absoluta,
pero donde el juicio de la razón debería reaparecer para no extinguirse jamás, y, la
segunda, el Oriente, para el cual esta decadencia fue más lenta, menos generalizada
durante largo tiempo, pero que no ve todavía el momento en que la razón podrá
iluminarlo y romper sus cadenas.
Tan pronto como la piedad cristiana abatió el altar de la victoria, el Occidente se
convirtió en la presa de los bárbaros. Abrazaron éstos la nueva religión, pero no
adoptaron la lengua de los vencidos: sólo los sacerdotes la conservaron; y gracias a su
ignorancia, a su desprecio por las letras humanas, se vio desaparecer lo que podría
haberse esperado de conocimiento por la lectura de los libros latinos, puesto que éstos ya
sólo podían ser leídos por ellos.
Es de sobra conocida la ignorancia y las costumbres bárbaras de los vencedores; sin
embargo, mediante esta ferocidad estúpida se obtuvo la destrucción de la esclavitud
doméstica, que deshonró los tiempos gloriosos de Grecia, sabia y libre.
Los siervos de la gleba cultivaban la tierra de los vencedores. Esta clase oprimida
proporcionaba criados a sus casas, cuya dependencia bastaba para su orgullo y para sus
caprichos. Así pues, no buscaban esclavo en la guerra, sino tierras y colonos.
Además, los esclavos que encontraban en las comarcas invadidas por ellos eran, en
gran parte, o prisioneros hechos a alguna de las tribus de la nación victoriosa, o hijos de
esos prisioneros. Gran número, en el momento de la conquista, había huido, o se había
incorporado al ejército de los conquistadores.
En fin, los principios de fraternidad general, que formaban parte de la moral
cristiana, condenaban la esclavitud; y los sacerdotes, como no tenían ningún interés
político a contradecir sobre este punto de las máximas que honraban su causa, ayudaron
con sus discursos a una destrucción que los acontecimientos y las costumbres tenían que
traer consigo necesariamente.
Este cambio fue el germen de una revolución en los destinos del género humano; le
debe el haber podido conocer la verdadera libertad. Pero al principio no ejerció más que
una influencia casi insensible sobre la suerte de los individuos. Nos formaríamos una idea
falsa de la servidumbre entre los antiguos, si la hiciésemos equivalente a la de los negros.
Los espartanos, los grandes de Roma, los sátrapas de Oriente fueron, en verdad, amos
bárbaros. La avaricia exhibía toda su crueldad en el trabajo de las minas; pero, casi en
todas partes, el interés había suavizado la esclavitud en las familias particulares. La
inmunidad por las violencias cometidas contra el siervo de la gleba era más grande
todavía, puesto que la ley misma había fijado su precio. La dependencia era casi igual,
sin estar compensada por tanto de cuidados y auxilios. La humillación era menos
continua; pero el orgullo mostraba más arrogancia. El esclavo era un hombre condenado
por el azar a un estado al que la fortuna de la guerra podría un día exponer a su amo. El
siervo era un individuo de una clase inferior y degradada.
Por consiguiente, es en sus consecuencias remotas donde debemos considerar esta
destrucción de la esclavitud doméstica.
Todas estas naciones bárbaras tenían poco más o menos la misma constitución; un
jefe común llamado rey, el cual, con un consejo, pronunciaba los fallos y daba las órdenes
que no podían ser retardadas, una asamblea de jefes particulares a la que se consultaba
acerca de todas las resoluciones algo importantes; en fin, una asamblea del pueblo, donde
se tomaban las deliberaciones que interesaban a todo el pueblo. Las diferencias más
esenciales consistían en la mayor o menor autoridad de estos tres poderes, que no se
distinguían por la naturaleza de sus funciones, sino por la de los asuntos, y sobre todo
por el interés que ponía en él la masa de los ciudadanos.
Entre esos pueblos agricultores, y sobre todo entre quienes habían formado ya una
primera colonización sobre territorio extranjero, esas constituciones habían cobrado una
forma más regular, más sólida, que entre los pueblos pastores. Por lo demás, la nación
estaba dispersa en campos más o menos numerosos. De modo que el rey no mantenía
junto a él un ejército reunido de manera permanente;
y el despotismo no pudo seguir casi de inmediato a la conquista, como ocurrió en las
revoluciones de Asia.
Así pues, la nación victoriosa no fue de ningún modo sojuzgada. Al mismo tiempo,
estos conquistadores conservaron ciudades, pero sin habitarlas ellos mismos. Como no
estaban ocupadas por una fuerza armada, ya que no existía guarnición permanente,
adquirieron cierto poderío; y éste fue un punto de apoyo para la nación vencida.
Italia fue invadida repetidas veces por los bárbaros; pero no pudieron formar
asentamientos perdurables, porque sus riquezas provocaban sin cesar la avaricia de
nuevos vencedores, y porque los griegos conservaron largo tiempo la esperanza de
adjuntarla a su imperio. Jamás fue sojuzgada por ningún pueblo en su totalidad, ni de
manera duradera. La lengua latina, la única propia del pueblo, se corrompió más
lentamente; la ignorancia no fue tan completa, ni la superstición tan estúpida como en el
resto del Occidente.
Roma, que no reconoció amos más que para cambiarlos, conservó una especie de
independencia. Era la residencia del jefe de la religión. De manera que, mientras que en
el Oriente, sometido a un solo príncipe, el clero, que unas veces gobernó a los
emperadores, y otras conspiró contra ellos, apoyaba el despotismo, aun cuando combatía
al déspota, y prefería valerse de todo el poder de un amo absoluto que disputarle una
parcela del mismo; en el Occidente, por el contrario, los sacerdotes, agrupados en torno a
un jefe común, levantaron un poder rival al de los reyes y formaron dentro de estos
estados divididos una especie de monarquía única e independiente.
Mostraremos a esta ciudad dominadora probando a tender sobre el universo las
cadenas de una nueva tiranía; a sus pontífices subyugando la ignorante credulidad con
actos burdamente imaginados; mezclando la religión en todas las transacciones de la vida
civil, para valerse a su antojo de la avaricia o de su orgullo; castigando con un anatema
terrible, mediante la fe de los pueblos, la menor oposición a sus leyes, la menor
resistencia a sus pretensiones insensatas; poseyendo en todos los estados un ejército de
monjes, todos prestos a exaltar con sus imposturas los terrores supersticiosos, a fin de
soliviantar con mayor vigor el fanatismo; privando a las naciones de su culto y de las
ceremonias en las que apoyan sus esperanzas religiosas, para incitarlas a la guerra civil;
perturbándolo todo para dominar; ordenando en nombre de Dios la traición y el
perjurio, el asesinato y el parricidio; haciendo, sucesivamente, de los reyes y los gue-
rreros, los instrumentos y las víctimas de sus venganzas; disponiendo de la fuerza, pero
sin poseerla jamás; terribles para con sus enemigos, pero muertos de miedo ante sus
propios defensores; todopoderosos en los extremos de Europa, pero impunemente
ultrajados al pie mismo de sus altares; habiendo encontrado en el cielo el punto de apoyo
de la palanca que habría de remover al mundo, pero sin haber sabido encontrar sobre la
tierra regulador que pudiese, a su antojo, dirigir y conservar la acción; elevando, en fin,
pero sobre pies de arcilla, un coloso que, después de haber oprimido a Europa, habría de
fatigarla largo tiempo bajo el peso de sus escombros.
La conquista sumió a esta parte de Europa en una anarquía tumultuosa, en la cual la
masa del pueblo gemía bajo la triple tiranía de los reyes, de los jefes guerreros y de los
sacerdotes; pero que sin embargo portaba en su seno los gérmenes de una futura
libertad.
Los países en que los romanos no habían logrado penetrar, arrastrados por el
movimiento general, conquistadores y conquistados sucesivamente, formaron parte de la
masa común, a causa de tener el mismo origen y compartir los mismos acontecimientos.
Trazaremos el cuadro de las evoluciones de esta anarquía feudal, nombre que sirve
para caracterizarla.
La legislación fue incoherente y bárbara. Si encontramos algunas leyes benignas, esta
aparente humanidad no era sino una peligrosa impunidad. Es posible observar, sin
embargo, algunas instituciones muy valiosas, que en realidad sólo consagraban los
derechos de las clases opresoras, constituyendo un ultraje más hacia los de los hombres,
pero que al conservar al menos la idea habrían de servir un día de guía para
reconocerlos y restablecerlos.
Esta legislación presentaba dos usos singulares, que caracterizan la infancia de las
naciones y la ignorancia de los siglos incultos.
Un culpable podía eximirse de cumplir la condena pagando una cantidad de dinero
establecida por la ley, que estimaba la vida de los hombres conforme a su dignidad o a su
cuna. No se consideraban los crímenes como un atentado a la seguridad, a los derechos
de los ciudadanos, que el temor del suplicio debía prevenir, sino como una ofensa
cometida contra un individuo, que él mismo o su familia tenían el derecho de vengar, y
del que la ley les ofrecía una reparación más útil. Se tenía tan poca idea de las pruebas
sobre las cuales puede ser establecida la realidad de un hecho que se consideró más
sencillo pedir al cielo un milagro cada vez que se trataba de distinguir el crimen de la
inocencia; y el éxito de una prueba supersticiosa o la suerte en un combate fueron
considerados como los medios más seguros de descubrir y reconocer la verdad.
Entre hombres que confundían la independencia y la libertad, las disputas entre
quienes dominaban, aunque fuese sobre una porción muy pequeña de territorio, tenían
que degenerar en guerras privadas; y como esas guerras se hacían de comarca en
comarca, de pueblo en pueblo, entregaban habitualmente la totalidad de las tierras de
cada región a todos esos horrores que al menos son sólo transitorios en las grandes
invasiones, y que en las guerras generales asuelan solamente las fronteras.
Cuantas veces la tiranía se esfuerza por someter a la masa de un pueblo a la voluntad
de una de sus partes, cuenta entre sus recursos con los prejuicios y la ignorancia de sus
víctimas; procura compensar mediante la reunión y la actividad de una fuerza menor,
aquella superioridad de fuerza real que parece no dejar de pertenecer al mayor número.
Pero el último término de sus esperanzas, aquel que rara vez puede alcanzar, es el de
establecer entre los amos y los esclavos una diferencia real, que de cierta manera haga a
la naturaleza misma cómplice de la desigualdad política.
Tal fue, en tiempos remotos, el arte de los sacerdotes orientales, cuando fueron, a la
vez, reyes, pontífices, jueces, astrónomos, agrimensores, artistas y médicos. Pero, lo que
éstos debieron a la posesión exclusiva de facultades intelectuales, los zafios tiranos de
nuestros débiles antepasados lo obtuvieron por sus instituciones y hábitos guerreros.
Cubiertos de armas impenetrables, combatiendo únicamente montados sobre caballos
invulnerables como ellos, no pudiendo adquirir la fuerza y la pericia necesarias para
domar y conducir sus caballos, para sostener y manejar sus armas, como no fuese
mediante un largo y penoso aprendizaje, podían oprimir con impunidad y matar sin
peligro al hombre del pueblo, que no era lo bastante rico como para adquirir esas armas
caras, y cuya juventud, sacrificada en trabajos útiles, no había podido haber consagrado
a los ejercicios militares.
De tal modo, la tiranía de los menos adquirió, mediante el uso de esta manera de
combatir, una superioridad de fuerza real, que habría de prevenir toda idea de
resistencia y hacer inútiles durante mucho tiempo hasta los esfuerzos de la
desesperación: así, la igualdad natural desapareció ante esta desigualdad artificial de las
fuerzas físicas.
La moral, enseñada únicamente por los sacerdotes, comprendía esos principios
universales que ninguna secta ha ignorado; pero creaba una multitud de deberes
puramente religiosos, de pecados imaginarios. Esos deberes se recomendaban más
celosamente que los de la naturaleza; y acciones indiferentes, legítimas, a menudo incluso
virtuosas, fueron más severamente reprochadas y castigadas que los crímenes reales. Sin
embargo, un momento de arrepentimiento, consagrado por la absolución de un
sacerdote, abría el cielo a los infames; asimismo los donativos a la Iglesia, y algunas
prácticas que halagaban su orgullo, bastaban para expiar una vida de crímenes. Se llegó
al extremo de fijar tarifas a esas absoluciones. Se incluía cuidadosamente entre esos
pecados, desde las debilidades más inocentes del amor, desde los simples deseos, hasta los
refinamientos y excesos del más crapuloso de los desenfrenos. Se sabía que casi nadie
podía escapar a esta censura, convirtiéndose en uno de los ramos más productivos del
comercio sacerdotal. Llegaron a imaginar la existencia de un infierno de duración
limitada, que los sacerdotes tenían el poder de abreviar o incluso de dispensar; y
vendieron esta gracia tanto a los vivos como a parientes y amigos de los muertos.
Vendían parcelas en el cielo por un número igual de parcelas en la tierra, incluso sin
exigir devolución.
Las costumbres de esos tiempos desdichados fueron dignas de sistema tan
profundamente corruptor.
Los progresos de ese mismo sistema: monjes que unas veces inventaban viejos
milagros, o que los fabricaban nuevos, que nutrían con fábulas y prodigios la ignorante
estupidez del pueblo, al que engañaban para despojarlo; doctores, que empleaban toda la
sutileza de su imaginación para enriquecer su creencia con algún absurdo nuevo y
reforzar, de alguna manera, los que les habían sido transmitidos; sacerdotes que
obligaban a los príncipes a entregar a las llamas a los hombres que osaban dudar de uno
solo de sus dogmas, entrever sus imposturas o indignarse con sus crímenes, así como a
aquellos que se apartaban por un momento de una ciega obediencia, en fin, hasta a los
mismos teólogos, cuando se permitían meditar de manera distinta a la de los jefes más
prestigiosos de la Iglesia... Tales son, en esta época, los únicos rasgos que las costumbres
de la parte occidental de Europa pueden proporcionar al cuadro del género humano.
En Oriente, agrupado bajo un solo déspota, veremos cómo una decadencia más lenta
siguió al debilitamiento gradual del imperio; cómo la ignorancia y la corrupción de cada
siglo superan en algunos grados la ignorancia y corrupción del siglo anterior; mientras
disminuían las riquezas, las fronteras se acercaban de nuevo a la capital, las revoluciones
aumentaban su frecuencia y la tiranía se tornaba más cobarde y más cruel.
Al recorrerla historia de este imperio, leyendo los libros que cada época produjo, esta
correspondencia saltará a la vista de las personas menos avezadas y menos observadoras.
El pueblo oriental se entregó más a las disputas teológicas: éstas ocupan un lugar
mayor en su historia e influyen más en los acontecimientos políticos; las ensoñaciones se
muestran con una sutileza que el Occidente celoso todavía no podía alcanzar. La
intolerancia religiosa fue allí igualmente opresiva, pero menos feroz.
Sin embargo, las obras de Focio nos indican que el gusto por los estudios racionales no
se había extinguido. Algunos emperadores, príncipes y aun princesas no desdeñaron
cultivar su espíritu.
La legislación romana no se alteró sino lentamente, por obra de esa mezcla de
malvadas leyes que la codicia o la tiranía dictaban a los emperadores, o que la
superstición arrancaba a su debilidad. La lengua.griega perdió su pureza, su carácter,
pero conservó su riqueza, sus formas, su gramática; y los habitantes de Constantinopla
podían leer todavía a Homero y a Sófocles, a Tucídides y a Platón. Antemio exponía la
construcción de los espejos de Arquímedes, que Proclo empleó con éxito para la defensa
de la capital. A la caída del imperio, vivían en ella algunos hombres que se refugiaron en
Italia, cuyos conocimientos fueron útiles para los progresos de la cultura. De modo que,
en esta misma época, Oriente no había llegado aún al último límite de la barbarie; pero
tampoco nada hacía creer en la posibilidad de una restauración. Se convirtió en presa de
los bárbaros; esos débiles restos de su pasado esplendor desaparecieron; y el antiguo
genio de Grecia aguarda todavía a un liberador.
En un extremo de Asia, y sobre los confines de África, existía un pueblo que, por su
situación y su valor, había escapado a las conquistas de los persas, de Alejandro y de los
romanos. De sus numerosas tribus, unas debían su subsistencia a la agricultura, otras
habían conservado la vida pastoral: todas practicaban el comercio, y algunas el pillaje.
Reunidas por un mismo origen, una misma lengua, un mismo culto, formaban una gran
nación, que sin embargo, ningún lazo político unía las diversas porciones. De repente, se
levantó en medio de ellas un hombre dotado de un intenso entusiasmo y de una política
profunda, nacido con los talentos del poeta y del guerrero. Concibió el atrevido proyecto
de reunir en un solo cuerpo a las tribus árabes, y tuvo el valor de realizarlo. Para dar un
jefe a una nación hasta entonces indomada, comenzó por levantar sobre las ruinas del
antiguo culto una religión más depurada. Legislador, profeta, pontífice, juez, general de
ejército, tuvo entre sus manos todos los medios para subyugar a los hombres, y supo em-
plearlos con habilidad, así como con grandeza.
Él relató un montón de fábulas que señala haber recibido del cielo; pero gana
batallas. La plegaria y los placeres del amor consumen su tiempo. Luego de haber
disfrutado durante 20 años de un poder ilimitado, como no ha habido otro igual, declara
que si ha cometido una injusticia, está dispuesto a repararla. Todos se mantienen calla-
dos: sólo una mujer se atreve a reclamar una pequeña cantidad de dinero. Muere; y el
fervor que ha comunicado a su pueblo habrá de cambiar la faz de las tres partes del
mundo antiguo.
Las costumbres de los árabes poseían elevación y dulzura; amaban y cultivaban la
poesía; y cuando reinaron sobre las más bellas regiones de Asia, cuando el tiempo hubo
calmado la fiebre del fanatismo religioso, el gusto por las ciencias y las letras se mezcló
con su celo por la propagación de la fe, y templó su entusiasmo por las conquistas.
Estudiaron a Aristóteles, cuya obra tradujeron. Cultivaron la astronomía, la óptica,
todas las partes de la medicina y enriquecieron estas ciencias con algunas verdades
nuevas. Les debemos el haber generalizado el uso del álgebra, circunscrita entre los
griegos a una sola clase de problemas. Si la búsqueda quimérica de un secreto para
transformar los metales y de un brebaje que diese la inmortalidad mancilló sus trabajos
químicos, no obstante fueron los restauradores, o, mejor dicho, los inventores de esta
ciencia, hasta entonces confundida con la farmacia o con el estudio de los procedimientos
de las artes. Entre ellos aparece, por primera vez, cómo analizar los cuerpos, cuyos
elementos dio a conocer, así como la teoría de sus combinaciones y de las leyes a las
cuales se sujetan estas últimas.
Las ciencias eran libres, y debieron a esa libertad el haber podido resucitar algunos
chispazos del genio de los griegos; pero estaban sometidas a un despotismo consagrado
por la religión. Así, este esplendor brilló unos escasos momentos para dar paso a las más
espesas tinieblas; estos trabajos de los árabes se habrían perdido para el género humano
si no hubieran servido para hacer esa restauración más duradera, cuyo cuadro nos
presentará el Occidente.
Así pues, por segunda vez, el genio abandonó a los pueblos que había iluminado; y de
nueva cuenta se vio forzado a desaparecer ante la tiranía y la superstición. Nacido en
Grecia, al lado de la libertad, no pudo detener su caída, ni defender a la razón contra los
prejuicios de los pueblos, degradados ya por la esclavitud. Nacido entre los árabes, en el
seno del despotismo, y cerca de la cuna de una religión fanática, no ha sido, como el
carácter generoso y brillante de este pueblo, más que una excepción pasajera a las leyes
generales de la naturaleza, que condenan a la bajeza y a la ignorancia a las naciones
sometidas y supersticiosas.
Por consiguiente, este segundo ejemplo no debe espantarnos acerca del porvenir; pero
solamente advierte a nuestros contemporáneos de que no deben descuidar nada para
conservar y aumentar la cultura, si no quieren perder las ventajas que la cultura les ha
procurado.
Uniré a la historia de las obras de los árabes, la de la elevación rápida y caída
precipitada de esta nación, que después de haber reinado desde las orillas del océano
Atlántico hasta las riberas del Indo, fue arrojada por los bárbaros de la mayor parte de
sus conquistas, no habiendo conservado las restantes más que para ofrecer el espectáculo
horroroso de un pueblo degenerado hasta el último extremo de la servidumbre, de la
corrupción, de la miseria, ocupa de nuevo su antigua patria, y ha conservado sus
costumbres, su espíritu, su carácter, y ha sabido defender y reconquistar casi toda su
antigua independencia.
Expondré de qué manera la religión de Mahoma, la más sencilla en sus dogmas, la
menos absurda en sus prácticas, la más tolerante en sus principios, ha condenado a la
esclavitud, a una incurable estupidez, toda esa vasta región de la tierra donde extendió su
imperio; mientras que vamos a ver brillar el genio de las ciencias y de la libertad bajo las
supersticiones más absurdas, en medio de la más bárbara intolerancia. China nos
muestra el mismo fenómeno, aunque los efectos de este veneno embrutecedor hayan sido
menos funestos.
SÉPTIMA ÉPOCA
DESDE LOS PRIMEROS PROGRESOS DE LAS CIENCIAS
Y su RESTAURACIÓN EN EL OCCIDENTE HASTA LA INVENCIÓN
DE LAIMPRENTA

Varias causas han contribuido para darle gradualmente al espíritu humano esa energía
que cadenas tan vergonzosas como pesadas parecían haber suprimido para siempre.
La intolerancia de los sacerdotes, sus esfuerzos por apoderarse de los poderes
políticos, su avidez escandalosa, el desorden de sus costumbres, más escandalosa dada su
hipocresía, tenían que levantar en su contra a las almas puras, a los espíritus sanos, a los
caracteres valerosos. Impresionaba mucho la contradicción de sus dogmas, de sus
máximas, de su conducta, con sus propios evangelios, primer fundamento de su doctrina,
así como de su moral, y cuyo conocimiento no habían podido ocultar completamente al
pueblo.
Así pues, se elevaron contra ellos poderosas reclamaciones. En el mediodía de
Francia, provincias enteras se reunieron para adoptar una doctrina más sencilla, un
culto cristiano más depurado, en el que el hombre, sumiso sólo ante la divinidad,
juzgaría, según sus propias ideas, acerca de lo que se dignó ésta revelar en los libros
emanados de ella.
Ejércitos fanáticos, dirigidos por jefes ambiciosos, devastaron esas provincias. Los
verdugos, conducidos por legados y sacerdotes, inmolaron a los que se habían salvado de
la soldadesca. Se creó un tribunal de monjes, encargados de enviar a la hoguera a todo
aquel que se hiciese sospechoso de escuchar todavía a su razón.
No pudieron impedir, sin embargo, que ese espíritu de libertad y de examen hiciese
calladamente progresos. Reprimido en las comarcas en que se había atrevido a
mostrarse, en las que más de una vez la intolerante hipocresía encendió guerras
sangrientas, se reprodujo, se propagó en secreto por otras regiones. Es posible
encontrarlo en todas la épocas, hasta el momento en que, secundado por la invención de
la imprenta, fue lo suficientemente fuerte como para liberar una parte de Europa del
yugo de la corte de Roma.
Existía ya una clase de hombres que, superiores a todas las supersticiones, se
contentaban con menospreciarlas en secreto, o se permitían, cuando mucho, el propagar
sobre ellas, de pasada, cierto tratamiento de ridiculización a la que tomaba más incisiva
un velo de respeto, con el que procuraban cubrirla. La humorada conseguía que se
perdonasen esos atrevimientos que, esparcidos con precaución en las obras destinadas al
entretenimiento de los grandes o de los letrados, pero ignoradas por el pueblo, no
despertaban el odio de los perseguidores.
Se sospechó que Federico II era lo que nuestros curas del siglo xvm han llamado
después un filósofo. El papa lo acusó, ante todas las naciones, de haber tildado de fábulas
políticas las religiones de Moisés, de Jesús y de Mahoma. Se atribuyó a su canciller,
Pierre de Vignes, el libro imaginario de los Tres Impostores. Pero el título por sí solo
anunciaba la existencia de una opinión, resultado harto natural del examen de esas tres
creencias, las cuales, nacidas de la misma fuente, no eran sino la corrupción de un culto
más puro rendido por pueblos más antiguos al alma universal del mundo.
El conjunto de nuestros fabulistas, así como el Decamerón de Boccaccio están repletos
de rasgos que transparentan esta libertad de pensar, ese menosprecio de los prejuicios,
esa disposición a convertirlos en objeto de una burla maligna y secreta.
De modo que esta época nos presenta apacibles contemplativos de todas las
supersticiones, junto a reformadores fervientes de sus abusos más burdos; y podremos
vincular casi la historia de estas reclamaciones oscuras, de estas protestas en favor de los
derechos de la razón, con la historia de los últimos filósofos de la escuela de Alejandría.
Examinaremos si, en un tiempo en que el proselitismo filosófico hubiese sido tan
peligroso, no se formaron sociedades secretas, destinadas a perpetuar, a propalar
sordamente y sin peligro, entre algunos adeptos, un pequeño número de verdades
sencillas, a modo de segura protección contra los prejuicios dominantes.
Trataremos de saber si no debemos incluir entre el número de esas sociedades, aquella
orden célebre contra la cual los papas y los reyes conspiraron con tanta bajeza, y que
destruyeron con tanta barbarie.
Los sacerdotes se veían obligados a estudiar, ya sea para defenderse, ya sea para
cubrir con algunos pretextos sus usurpaciones sobre el poder secular. Por otra parte,
para sostener con menos desventaja esta guerra, en la que las pretensiones se apoyaban
en la autoridad y en los ejemplos, los reyes favorecieron la creación de escuelas en las que
se pudiesen formar jurisconsultos, que necesitaban oponer a los curas.
En estas disputas entre el clero y los gobiernos, entre el clero de cada país y el jefe de
la Iglesia, aquellos hombres que tenían un espíritu más justo, un carácter más franco,
más elevado, combatieron por la causa del ser humano contra la de los sacerdotes, por la
causa del clero nacional contra el despotismo del jefe extranjero. Atacaron esos abusos,
esas usurpaciones, cuyo origen procuraron revelar. Este atrevimiento nos puede parecer
hoy timidez servil; nos reímos al ver hacer tantos esfuerzos para demostrar lo que el
simple sentido común debía observar: esas verdades entonces desconocidas eran
importantes; esos hombres las buscaron con espíritu independiente; las defendieron con
valor, y gracias a ellos la razón humana ha comenzado a recuperar el recuerdo de sus
derechos y de su libertad.
En las disputas entabladas entre los reyes y los señores, los primeros se aseguraban el
apoyo de las grandes ciudades; mediante la concesión de franquicias, trataron de
multiplicar el número de las que habrían de disfrutar del derecho de comuna, y estos
hombres que renacían a la libertad, se percataron de lo mucho que les convenía adquirir,
mediante el estudio de las leyes y de la historia, una habilidad, una autoridad de opinión
que les ayudase a contrapesar el poder militar de la tiranía feudal.
La rivalidad entre los emperadores y los papas le impidió a Italia reunirse bajo un
amo, y por ello conservó gran número de estados independientes. En esas pequeñas
sociedades seguido es preciso añadir el poder de la persuasión al de la fuerza, emplear la
negociación con tanta frecuencia como las armas; y, como esta guerra política tenía como
principio una guerra de opinión, como en Italia jamás se había perdido totalmente el
gusto por el estudio, habría de ser, para Europa, un centro cultural, débil todavía, pero
que prometía acrecentarse con rapidez.
En fin, el fervor religioso arrastró a los occidentales a la conquista de los lugares
consagrados, según se decía, por la muerte y por los milagros de Cristo: y este furor,
favorable para la libertad, por el debilitamiento y el empobrecimiento de los señores,
amplió al mismo tiempo las relaciones de los pueblos europeos con los árabes; vínculos
que ya su mezcla con los cristianos de España había formado, y cimentado el comercio de
Pisa, de Génova, de Venecia. Se estudió la lengua árabe; se leyeron sus obras; se
conocieron parte de sus descubrimientos; y si no fue posible levantarse enteramente por
encima del punto en que habían dejado las ciencias, se ambicionó al menos igualarlos.
Esas guerras, esas empresas iniciadas por la superstición, sirvieron para destruirla. El
espectáculo de diversas religiones terminó por inspirar en los hombres de sentido común
semejante indiferencia por esas creencias asimismo impotentes contra los vicios y las
pasiones de los hombres, idéntico menosprecio por el apego igualmente sincero,
igualmente obstinado de sus sectarios a opiniones contradictorias.
Se habían formado repúblicas en Italia, algunas de las cuales habían imitado las
formas de las repúblicas griegas, en tanto que las otras trataron de conciliar, en un
pueblo sometido, la servidumbre con la libertad, con la igualdad democrática de un
pueblo soberano. En Alemania, hacia el Norte, algunas ciudades que obtuvieron una
independencia casi completa, se gobernaron por sus propias leyes. En algunas regiones
de Helvecia, el pueblo rompió las cadenas del feudalismo, lo mismo que las del poder
real. En casi todos los grandes estados, nacieron constituciones imperfectas, conforme a
las cuales la autoridad para recaudar subsidios, establecer leyes nuevas fue compartida
unas veces entre el rey, los nobles, el clero y el pueblo, y otras veces entre el rey, los
barones y las comunas; en las que el pueblo, sin salir todavía de la humillación, estaba
por lo menos al abrigo de la opresión; en las que quien constituye verdaderamente las
naciones tenía el derecho de defender sus intereses y de influir sobre su propio destino.
En Inglaterra, un acta célebre, solemnemente jurada por el rey y los grandes, garantizó
los derechos de los barones, y algunos de los correspondientes a los hombres.
Otros pueblos, provincias, incluso ciudades obtuvieron también cartas semejantes,
menos célebres y menos protegidas. Constituyen el origen de esas declaraciones de los
derechos, consideradas hoy en día por todos los hombres ilustrados como la base de la
libertad, y cuya idea los antiguos no habían concebido, ni podían concebir, porque la
esclavitud doméstica mancillaba sus constituciones; y porque entre ellos, el derecho de
ciudadanía era hereditario o conferido por una adopción voluntaria, y que no habían
conocido la existencia de esos derechos inherentes a la especie humana, y que pertenecen
a todos los hombres con entera igualdad.
En Francia, en Inglaterra, en otras grandes naciones, el pueblo pareció querer
recuperar sus verdaderos derechos; pero más cegado por el sentimiento de la opresión,
que instruido por la razón; y las violencias, expiadas con venganzas más bárbaras aún, y
pillajes seguidos de una miseria más grande, fueron el fruto único de sus esfuezos.
Entre los ingleses, sin embargo, los principios del reformador Wycliffe habían sido el
motivo de uno de esos movimientos, dirigido por algunos de sus discípulos, presagio de
tentativas más continuadas y mejor concebidas, que los pueblos habrían de hacer
impulsados por otros reformadores, en un siglo más ilustrado.
El descubrimiento de un manuscrito del Código de Justiniano determinó el
renacimiento del estudio de la jurisprudencia, lo mismo que el de la legislación, y sirvió
para aminorar la barbarie de aquellos pueblos que supieron aprovecharla, sin poder
someterse a ella.
El comercio de Pisa, Génova, Florencia, Venecia, de las ciudades del Báltico, de
algunas poblaciones libres de Alemania, abarcó al Mediterráneo, el Báltico y las costas
del océano europeo. Sus negociantes fueron a buscar los géneros preciosos del Levante,
de los puertos de Egipto y de los confines del mar Negro.
La política, la legislación, la economía política no eran todavía ciencias; nadie se
ocupaba aún de investigar los principios; pero se desprendían por la experiencia, se
reunieron las observaciones que podían conducir a adquirirla, se informaron de los
intereses que debían hacer que se sintiese su necesidad.
El primer conocimiento que se tuvo de Aristóteles fue en traducción del árabe; y su
filosofía, perseguida al principio, no tardó en reinar en todas las escuelas: no fue la
portadora de ningún modo de la cultura, pero sí proporcionó mayor regularidad, más
método a ese arte de la argumentación a que dieron origen las disputas teológicas. Esta
escolástica no conducía al descubrimiento de la verdad, ni siquiera servía para discutir,
para estimar bien el valor de las pruebas, pero agudizaba los espíritus, y ese gusto por las
distinciones sutiles, esa necesidad de dividir sin cesar las ideas, de captar sus matices
fugitivos, de representarlos con palabras nuevas, todo ese aparato empleado para
confundir a un enemigo en la disputa, o para escapar de sus trampas, fue el origen
primero de ese análisis filosófico, que desde entonces ha sido la fuente fecunda de
nuestros progresos.
Debemos a estos escolásticos las nociones más precisas sobre las ideas que podemos
concebir acerca del ser supremo y de sus atributos; sobre la distinción entre la causa
primera y el universo que ésta
supuestamente gobierna; sobre la del espíritu y la materia; sobre los
diferentes sentidos que pueden dársele a la palabra libertad; sobre lo que
se entiende por creación; sobre las maneras de distinguir entre las
diversas operaciones del espíritu humano, y de clasificar las ideas que
éste se forma de los objetos reales y de sus propiedades.
Pero este método no podía sino retardar en las escuelas el progreso de
las ciencias naturales. Unas cuantas investigaciones anatómicas; trabajos
oscuros sobre la química, empleados únicamente para buscar la gran
obra; estudios de geometría, de álgebra que se limitaron a saber todo
aquello que los árabes habían descubierto y a comprender las obras de
los antiguos; en fin, observaciones, cálculos astronómicos que consistían
en formar, en perfeccionar tablas, viciadas con una mezcla de astrología;
tal es el cuadro ofrecido por esas ciencias. Sin embargo, las artes
mecánicas comenzaron a superar la perfección que habían conservado
en Asia. El cultivo de la seda se introdujo en los países meridionales de
Europa; se establecieron molinos de viento y fábricas de papel; el arte de
medir el tiempo rebasó los límites en que se había detenido entre los
antiguos y los árabes. Finalmente, dos importantes descubrimientos
acontecen en esta misma época. La propiedad que posee el imán de
dirigirse hacia un mismo punto del cielo, peculiaridad conocida ya por
los chinos, e incluso empleada por ellos para guiar sus barcos, fue
descubierta asimismo en Europa, lo que aumentó la actividad comercial
y perfeccionó el arte de la navegación, posibilitó la idea de esos viajes que
después dieron a conocer un mundo nuevo y permitió al hombre abarcar
con su mirada toda la extensión del globo en el que está colocado. Un
químico, al mezclar el salitre con una materia inflamable encontró el
secreto de esa pólvora empleada en la guerra y que ha producido una
inesperada revolución en el arte de la destrucción. A pesar de los efectos
terribles de las armas de fuego, al distanciar a los combatientes, ha hecho
menos mortífera la guerra y menos feroces a los guerreros. Las
expediciones militares son más dispendiosas; la riqueza puede
compensar la fuerza; incluso las naciones más belicosas sienten la
necesidad de procurarse por el comercio y las artes los medios de
combatir. Los pueblos civilizados ya no tienen por qué temer a las
naciones bárbaras. Las grandes conquistas, y las revoluciones que las
siguen, se han tornado casi imposibles.
La superioridad que una armadura de hierro, un caballo casi invul-
nerable, el hábito de manejar una lanza o una espada daban a la nobleza
sobre el pueblo ha terminado por desaparecer por completo; y la
destrucción de este último obstáculo a la libertad de los hombres, a su
verdadera igualdad, se ha debido a una invención que a primera vista
parecía amenazar con el aniquilamiento de la raza humana.
En Italia, la lengua había llegado casi a su perfección en el siglo xiv.
Dante es a menudo noble, preciso, enérgico. Boccaccio posee gracia,
simplicidad, elegancia. El ingenioso Petrarca no ha envejecido. En este
país, cuyo feliz clima se parece al de Grecia, se estudiaron los modelos de
la antigüedad; se ensayó trasladar a la lengua nueva algunas de sus
bellezas; se impusieron la tarea de imitarlas en su propia lengua.
Algunos ensayos permitían esperar ya que, despertado por la
contemplación de los monumentos antiguos, instruido por esas mudas
pero elocuentes lecciones, el genio de las artes habría de embellecer, por
segunda vez, la existencia del hombre, y preparar para él esos placeres
puros cuyo goce es igual para todos y se acrecienta a medida que se
comparte.
El resto de Europa seguía a la zaga; pero el gusto por las letras y por
la poesía comenzaba, al menos, a pulirlas lenguas todavía bárbaras.
Los motivos que habían forzado a los espíritus a salir de su pro-
longado letargo, dirigirían también sus esfuerzos. No podía recurrir- se a
la razón para decidir las cuestiones que trastornaban los intereses
opuestos: la religión, lejos de reconocer la autoridad de la razón,
pretendía someterla y se vanagloriaba de humillarla; la política
consideraba justo todo aquello que había sido consagrado por las
convenciones, por un uso constante, por costumbres antiguas.
No se dudaba de que los derechos de los hombres estuviesen escritos
en el libro de la naturaleza, y era preciso precaverse de consultar otros.
En los libros sagrados, en los autores respetados, en las bulas de los
papas, en los rescriptos de los reyes, en las recopilaciones de costumbres,
en los anales de las iglesias, se buscaban las máximas o los ejemplos de
donde le era permitido sacar consecuencias. No se trataba de examinar
un principio en sí mismo, sino de interpretar, de discutir, de destruir o
de reforzar con otros textos aquellos en los que uno se apoyaba. No se
admitía una proposición porque fuese verdadera, sino porque estaba
escrita en tal libro, y había sido aceptada en tal país y desde tal siglo.
Así, por doquier, la autoridad de los hombres sustituía a la de la
razón. Se estudiaban los libros mucho más que la naturaleza, y las
opiniones de los antiguos antes que los fenómenos del universo. Esta
esclavitud del espíritu, en la cual no se contaba ni siquiera con el recurso
de una crítica instruida, resultó en ese entonces más nociva para el
progreso de la especie humana por la dirección que daba a los espíritus,
que por sus efectos inmediatos. Se distaba tanto de haber alcanzado a los
antiguos, que todavía no había llegado el momento de procurar
corregirlos o rebasarlos.
Durante esta época, las costumbres conservaron su corrupción y su
ferocidad; la intolerancia religiosa fue incluso más activa; y las
discordias civiles, las guerras particulares de los señores remplazaron las
invasiones bárbaras. En verdad, la galantería de los ministriles y de los
trovadores, la institución de la orden de caballería, que hacía profesión
de generosidad y de franqueza, dedicada al mantenimiento de la religión
y a la defensa de los oprimidos, lo mismo que al servicio de las damas,
parecían capaces de dar a las costumbres más suavidad, decencia y
elevación. Pero este cambio, limitado a las cortes y a los castillos, no llegó
hasta la masa popular. De ello se desprendió un poco más de igualdad
entre los nobles, menos perfidia y crueldad en sus relaciones mutuas;
pero su desprecio hacia el pueblo, la violencia de su tiranía, la audacia en
sus rapiñas siguieron siendo los mismos; y las naciones, no menos
oprimidas, fueron igualmente ignorantes, bárbaras y corruptas.
Ese espíritu galante, esa caballerosidad, debidos en gran parte a los
árabes, cuya generosidad natural se mantuvo resistente durante largo
tiempo en España a la superstición y al despotismo, fueron sin duda
útiles: esparcieron gérmenes de humanidad que habrían de germinar en
tiempos más afortunados; y el carácter general de esta época fue el de
haber dispuesto al espíritu humano para la revolución que el
descubrimiento de la imprenta traería, y el de haber preparado la tierra
que tiempos posteriores habría de dar una cosecha tan rica como
abundante.

OCTAVA ÉPOCA
DESDE LA INVENCIÓN DE LA IMPRENTA HASTA EL TIEMPO
EN QUE LAS CIENCIAS Y LA FILOSOFÍA SACUDIERON
EL YUGO DE LA AUTORIDAD

Quienes no han reflexionado sobre la evolución del espíritu humano en el


descubrimiento de las verdades en las ciencias o en los procedimientos de
las artes, deben sorprenderse de que un espacio de tiempo tan
prolongado haya separado el conocimiento del arte de imprimir los
dibujos y el descubrimiento del de imprimir caracteres.
Algunos grabadores de planchas, sin duda, habían concebido la idea
de dicha aplicación; pero se habían impresionado más por las
dificultades de la ejecución que por las ventajas del éxito; e inclusive fue
algo muy afortunado el que no se hubiesen sospechado todo su futuro,
pues los sacerdotes y los reyes se habrían unido para asfixiar, desde su
nacimiento, al enemigo que habría de desenmascararlos y derrocarlos.
La imprenta multiplica indefinidamente, a bajo costo, los ejemplares
de una misma obra. Desde entonces, la facultad de poseer libros, de
adquirirlos de acuerdo con sus gustos y necesidades, ha existido para
todos quienes saben leer; y esta facilidad de la lectura ha aumentado y
propagado el deseo, así como los medios de instruirse.
En esas copias multiplicadas se difunden con rapidez mucho mayor no
sólo los hechos, los descubrimientos adquieren una publicidad más
amplia, sino que la obtienen con mayor rapidez. La cultura se convierte
en objeto de comercio.
Se hizo obligado buscar manuscritos, tal como ahora buscamos las
obras raras. Lo que sólo había sido leído por unos cuantos individuos,
pudo serlo por un pueblo entero e impresionar casi al mismo tiempo a
todos los hombres que entendían una misma lengua.
Se conoció el medio para hacerse entender por las naciones dispersas.
Se estableció una nueva especie de tribuna, desde la que se comunicaban
impresiones menos vivas, pero más profundas; desde la que se ejerce un
imperio menos tiránico sobre las pasiones, pero consiguiendo para la
razón un poder más seguro y perdurable; en la que todas las ventajas son
para la verdad, puesto que el arte no ha perdido sobre sus medios para
seducir lo que ha ganado sobre su capacidad de instruir. Se ha formado
una opinión pública, poderosa por el número de quienes la constituyen;
enérgica, porque los motivos que la determinan actúan, a la vez, sobre
todos los espíritus. De esta manera, se ha elevado, en favor de la razón y
de la justicia, un tribunal independiente de todos los poderes, al que es
difícil ocultarle nada e imposible de sustraerse.
Los métodos nuevos, los primeros pasos por la ruta que debe conducir
a un descubrimiento, los trabajos que lo preparan, las concepciones que
pueden señalárselo, se propalan con prontitud, ofrecen a cada individuo
el conjunto de los medios que los esfuerzos de todos han podido crear; y
con este apoyo mutuo, el genio parece de alguna manera haber más que
duplicado sus fuerzas.
Todo error nuevo es combatido desde su nacimiento: atacado a
menudo antes de que haya podido propagarse, no tiene el tiempo
necesario para arraigar en los espíritus. Aquellos que, recibidos desde la
infancia, se han identificado, de cierta manera, con la razón humana, que
por los terrores o la esperanza se han convertido en valiosos para las
almas débiles, han quedado desarraigados por el solo hecho de que se ha
tomado imposible impedir la discusión, ocultar que podían ser
rechazados o combatidos, de oponerse a la propagación de las verdades
que a la larga, de consecuencia en consecuencia, darán a conocer su
absurdo.
A la imprenta debemos la posibilidad de difundir las obras que exigen
las circunstancias del momento, o los movimientos pasajeros de la
opinión, y, con ello, interesar en cada cuestión que se discute en un punto
único a la universalidad de los hombres que hablan una misma lengua.
Sin el auxilio de este arte, ¿se habrían podido multiplicar esos libros
destinados a cada clase de hombres, a cada grado de instrucción? Las
discusiones prolongadas, únicas que pueden arrojar una luz segura sobre
las cuestiones dudosas, y asegurar sobre base firme esas verdades que,
demasiado abstractas, demasiado distantes de los prejuicios, terminarían
por ser desconocidas y olvidadas; los libros puramente elementales, los
diccionarios, las obras en las que se recoge, con todos sus detalles,
multitud de hechos, de observaciones, de experiencias, en las que todas
las pruebas se desarrollan, y todas las dudas se discuten; esas colecciones
preciosas que encierran todo lo que ha sido observado, escrito, pensado,
acerca de una rama de las ciencias, o el resultado de los trabajos anuales
de los sabios de un mismo país; esas tablas, esos cuadros de toda especie,
en que unos nos ofrecen los resultados que el espíritu no habría captado
sin un penoso trabajo, en tanto que otros muestran a voluntad el hecho,
la observación, el número, la fórmula, el objeto que es necesario conocer,
mientras otros más, en fin, presentan, en forma cómoda, en un orden
metódico, los materiales de los que el genio deberá obtener verdades
nuevas: todos esos medios para procurar hacer la marcha del espíritu
humano más rápida y más fácil, son también beneficios aportados por la
imprenta.
Mostraremos nuevos beneficios, cuando analicemos los efectos de la
sustitución de las lenguas nacionales por el uso exclusivo, para las
ciencias, de una lengua común a los sabios de todos los países.
En fin, ¿la imprenta no ha liberado la instrucción de los pueblos de
todos los odios políticos y religiosos? En vano uno de ambos despotismos
se habría apoderado de la enseñanza escolar; en vano habría, mediante
una instrucción severa, fijado invariablemente cuáles debían ser los
errores con los que se debía infectar a los espíritus, cuáles las verdades
que se les permitiría entronizar; en vano las cátedras, consagradas a la
instrucción moral del pueblo o a la de la juventud en la filosofía y en las
ciencias, serían condenadas a no transmitir nada más que una doctrina
favorable al mantenimiento de esa doble tiranía: la imprenta puede
todavía esparcir una luz independiente y pura. Esa instrucción, que cada
hombre puede recibir a través de los libros, en el silencio y la soledad, no
puede ser universalmente corrompida: basta con que exista un rincón de
tierra libre donde la prensa pueda encargar sus hojas. ¿De qué manera,
entre esta multitud de libros diversos, de ejemplares de un mismo libro,
de reimpresiones que en un instante renacen de sus cenizas, podría uno
cerrar con suficiente hermetismo todas las puertas por las cuales la
verdad trata de introducirse? Lo que era difícil, incluso cuando sólo se
trataba de destruir algunos ejemplares de un manuscrito para
aniquilarlo definitivamente, cuando bastaba con proscribir una verdad,
una opinión, durante años, para entregarla al olvido eterno, ¿acaso no se
ha tomado hoy en día imposible, ya que requeriría una vigilancia
renovada incesantemente, una actividad que no se permitiera un
momento de reposo? ¿De qué manera, aun cuando se lograse descartar
esas verdades demasiado notorias que hieren directamente los intereses
de los inquisidores, se alcanzaría a impedir que penetraran aquellas que
las contienen, que las preparan y que un día habrían de conducir?
¿Podría hacerse, sin verse obligado a quitarse la máscara de hipocresía,
cuya caída sería casi tan funesta como la verdad para el poderío del
error? Veremos también a la razón imponerse a esos vanos esfuerzos; la
veremos, en esta guerra, perpetuamente revivida y a menudo cruel,
triunfar sobre la violencia así como sobre el engaño; desafiar las
hogueras y resistir a la seducción, aplastando consecutivamente, bajo su
mano poderosa, tanto a la hipocresía fanática, que exige hacia sus
dogmas una adoración sincera, como a la hipocresía política, que conjura
de rodillas porque se la permita disfrutar en paz de los errores en que,
según dice, tan útil es que se deje por siempre sumidos a los pueblos,
como a ella misma.
La invención de la imprenta coincide casi con otros dos aconteci-
mientos, uno de los cuales ha ejercido una acción inmediata sobre los
progresos del espíritu humano, mientras que la influencia y autoridad del
otro sobre el destino de la humanidad no debe tener más término que su
propia duración.
Hablo de la toma de Constantinopla por los turcos, y del descu-
brimiento, bien del Nuevo Mundo, bien de la ruta que ha abierto a
Europa una comunicación directa con las partes orientales de África y de
Asia.
Los letrados griegos, que huían del dominio tártaro, buscaron asilo en
Italia. Enseñaron a leer, en su lengua original, a los poetas, oradores,
historiadores, filósofos, sabios de la antigua Grecia; multiplicaron
primero los manuscritos y poco después las ediciones. No se limitaron tan
sólo a la adoración de lo que se había convenido en llamar doctrina de
Aristóteles; se comenzó a buscar en sus propios escritos lo que había sido
realmente: se atrevieron a juzgarla y a combatirla; se le opuso a Platón:
lo que ya era el inicio para sacudirse el yugo el creerse con el derecho de
elegir un maestro.
La lectura de Euclides, de Arquímedes, de Diofanto, de Hipócrates,
del libro de los animales, de la misma física de Aristóteles,’ reanimó el
genio de la geometría y de la física; y las opiniones no cristianas de los
filósofos despertaron las ideas casi extintas de los antiguos derechos de la
razón humana. Veremos enseguida cuáles; fueron los frutos.
Hombres intrépidos, guiados por el amor a la gloria y la pasión por
los descubrimientos, habían ampliado para Europa los límites del
universo, le habían mostrado un nuevo cielo y abierto tierras incógnitas.
Gama había penetrado en la India, luego de haber seguido con
infatigable paciencia la extensión inmensa de las costas africanas; en
tanto que Colón, abandonándose a las olas del océano Atlántico, había
alcanzado ese mundo, hasta entonces incógnito,' que se extiende entre el
occidente de Europa y el oriente de Asia.
Si una noble curiosidad, sentimiento cuya actividad abarcó todos los
terrenos, presagiaba los grandes progresos de la especie humana, había
animado a los héroes de la navegación, una baja y cruel codicia, un
fanatismo estúpido y feroz impulsaba a reyes y bandoleros a sacar
provecho de dichos afanes. Los seres infortunados que habitaban esos
nuevos lugares no fueron tratados como hombres, dado que no eran
cristianos. Este prejuicio, más envilecedor para los tiranos que para las
víctimas, exceptuaba tan sólo a los mahometanos, no porque su religión
es una forma de la nuestra, sino porque venían de tomar Constantinopla
y los cristianos no podían olvidar las derrotas aún muy recientes,
asfixiaba toda especie de remordimientos, abandonando sin freno a su
sed insaciable de oro y de sangre a esos hombres codiciosos y bárbaros
que Europa vomitaba de su seno. Las osamentas de cinco millones de
hombres han cubierto esas tierras desdichadas a las que portugueses y
españoles llevaron su avaricia, sus supersticiones y su furor. Dichas
osamentas testimonian hasta la consumación de los tiempos en contra de
esa doctrina de utilidad política de las religiones, que todavía encuentra
apologistas entre nosotros.
El conocimiento del globo que habitamos, el del hombre, tal como la
naturaleza y la sociedad, lo han modificado en todos los países en que se
ha expandido su especie, el conocimiento de todos los productos de la
tierra o de los mares, en todas la temperaturas, en todos los climas; los
recursos de toda clase que esos productos ofrecen al hombre, muy
distantes de su agotamiento y de sospechar siquiera toda su amplitud,
todo lo que estos conocimientos han agregado a las ciencias en cuanto a
verdades nuevas y destruyó errores consagrados; la actividad del
comercio, que ha dado nuevo impulso a la industria, a la navegación y, en
virtud de su necesaria vinculación, a las ciencias y a las artes; la fuerza
que esta actividad ha proporcionado a las naciones libres para resistir a
los tiranos, a los pueblos oprimidos para romper sus cadenas, para
distender siquiera a las del feudalismo: tales han sido las consecuencias
felices de estos descubrimientos, que no podrán expiar lo que han costado
a la humanidad, sino en el momento en que Europa, renunciando al
sistema opresor y mezquino de un comercio monopólico, se acuerde que
los hombres de todos los climas, iguales y hermanos por voluntad de la
naturaleza, no han sido formados por ella para alimentar el orgullo y la
avaricia de unas cuantas naciones privilegiadas; o, mejor informada de
sus verdaderos intereses, convocará a todos los pueblos a compartir su
independencia, su libertad y sus luces. ¿Pero esta revolución será el fruto
de los progresos de la filosofía en Europa, o la consecuencia de los celos
nacionales y de los excesos de la tiranía?
Hasta esta época, los atentados del sacerdocio habían gozado de
impunidad. Las reclamaciones de la humanidad oprimida, de la razón
ultrajada, habían sido reprimidas a sangre y fuego. El espíritu que había
dictado tales reclamaciones no se había extinguido; pero ese silencio
impuesto por el terror incitaba a nuevos escándalos. En fin, el
arrendamiento a monjes, de vender en su beneficio, en tabernas y en
lugares públicos, la expiación de los pecados, causó una nueva
conmoción. Lutero, con los libros sagrados en una mano, mostraba en la
otra el derecho que se arrogaba el papa para absolver del delito y vender
el perdón; la autoridad que ejercía sobre los obispos, por mucho tiempo
sus iguales; la cena fraternal de los primeros cristianos, trocada, con el
nombre de misa, en una especie de operación mágica y en objeto de
comercio; los sacerdotes condenados a la corrupción de un celibato
irrevocable; ley ésta bárbara o escandalosa que se extendió a esos monjes
y a esas religiosas, con que la ambición pontifical había inundado y
mancillado a la Iglesia; todos los secretos de los laicos, confiados por
confesión a las intrigas y a las pasiones de los sacerdotes; en fin, el propio
Dios, conservando apenas una escasa porción en esas adoraciones
prodigadas a los hombres, a osamentas o a estatuas.
Lutero anunciaba a los pueblos asombrados, que esas instituciones
irritantes no eran el cristianismo, sino depravación y vergüenza del
mismo, y que, para ser fieles a la religión de Jesucristo, era necesario
comenzar por renunciar de la de sus sacerdotes. Empleó por igual las
armas de la dialéctica o de la erudición que los dardos no menos
poderosos del ridículo. Escribió en alemán a la vez que lo vertía al latín.
Ya no podía ocurrir lo que en tiempos de los albigenses o de Juan Hus,
cuya doctrina, desconocida más allá de los límites de sus iglesias, fue
fácilmente calumniada. Los libros alemanes de los nuevos reformadores
penetraban al mismo tiempo en todas las aldeas del imperio, mientras
que sus libros en latín despertaban a toda Europa del vergonzoso sueño
en que la superstición la había sumido. Aquellos a quienes la razón los
mantenía prevenidos, pero que el temor los retenía a guardar silencio;
aquellos conmovidos por una vaga duda que apenas osaban confesar;
aquellos, en mayoría si bien que, teniendo una vaga creencia ignoraban
toda la amplitud de los absurdos teológicos; aquellos que, no habiendo
jamás reflexionado sobre las cuestiones en disputa, no salían de su
asombro al enterarse de que tenían que elegir entre opiniones diversas,
todos se entregaron ávidamente a estas discusiones, de las que entendían
que dependían tanto sus intereses temporales como su ferocidad futura.
Toda la Europa cristiana, desde Suecia hasta Italia, desde Hungría
hasta España, se cubrió en un instante de partidarios de las nuevas
doctrinas; y la Reforma la habría abarcado en su totalidad si la falsa
política de algunos príncipes no hubiera restablecido ese mismo cetro
sacerdotal que tantas veces había pesado sobre la cabeza de los reyes.
La política de los príncipes, de la que no han abjurado todavía, por
desgracia, consistía entonces en arruinar a sus estados para adquirir
nuevos, y en medir su poderío por la extensión de su territorio, antes que
por el número de sus súbditos.
Así fue cómo Carlos V y Francisco I, atareados en disputarse Italia,
sacrificaron al interés de complacer al papa, el de aprovechar las
ventajas que ofrecía la Reforma a los países que supiesen adoptarla.
El emperador, al ver que los príncipes del imperio favorecían las
opiniones que habrían de aumentar su poder y sus riquezas, se convirtió
en protector de los antiguos abusos, con la esperanza de que una guerra
religiosa le daría la ocasión de invadir sus estados y destruir su
independencia. Francisco se imaginó que mandando a la hoguera a los
protestantes, y protegiendo a sus jefes en Alemania, conservaría la
amistad del papa, sin perder aquellos aliados útiles.
Pero no fueron éstos sus únicos motivos; el despotismo tiene también
su instinto, y éste había revelado a estos reyes, que los hombres, luego de
haber sometido los prejuicios religiosos al examen de la razón, no
tardarían en extenderlo a los prejuicios políticos; que advertidos de las
usurpaciones de los papas, acabarían por quererse enterar de las de los
reyes; y que esta reforma de los abusos eclesiásticos, tan útil para el
poder real, ocasionaría abusos más opresivos de aquellos sobre los que se
había fundado dicho poder. Así, ningún rey de una nación grande
favoreció voluntariamente al partido de los reformadores. Enrique VIII,
los perseguía a la vez que combatía al papa; Eduardo e Isabel, que no
podían vincularse al papismo sin declararse usurpadores, establecieron
en Inglaterra la creencia y el culto que más se le asemejaban.
Mostraremos que los monarcas de Gran Bretaña han favorecido
constantemente al catolicismo, aun cuando ellos mismos no lo
profesaban, tan pronto en que los dejaba de amenazar un pretendiente a
su corona.
En Suecia y Dinamarca, la Reforma fue una precaución necesaria
para conseguir la expulsión del debilitado tirano católico; y vemos ya, en
la monarquía prusiana, fundada por un príncipe filósofo, cómo su
sucesor no puede ocultar cierta inclinación por esta religión tan propia
de los reyes.
La intolerancia religiosa fue común a todas las sectas, la cual
transmitieron a todos los gobiernos. Los papistas perseguían a todas las
comuniones reformadas; y éstas, anatemizándose entre ellas, se unían
contra los antitrinitarios, los cuales, más consecuentes, habían sometido a
todos los dogmas por igual a examen, si no de la razón, por lo menos sí de
una crítica razonada, y no habían considerado necesario sustraerse a
algunos absurdos, para conservar algunos no menos indignantes.
Esta intolerancia sirvió a la. causa del papismo. Desde hacía mucho
tiempo, existía en Europa, y sobre todo en Italia, una clase de hombres
que, rechazando todas las supersticiones, indiferentes a todos los cultos,
obedientes solamente a la razón, consideraban a las religiones como
invenciones humanas, de las que podía uno burlarse en secreto, pero que
debían respetarse en público, ya fuera como instrumento útil para
reprimir las pasiones de la multitud, o como para gobernar. Los cuentos
de Boccaccio muestran que esta filosofía no èra extraña incluso para los
italianos del siglo xvi.
La audacia se lleva más lejos; y mientras que en las escuelas se
empleaba la filosofía mal comprendida de Aristóteles para perfeccionar
el arte de las sutilezas teológicas, para convertir en ingenioso lo que
habría sido simplemente absurdo, unos cuantos sabios trataban de
establecer, con fundamento en su verdadera doctrina, un sistema
destructor de toda idea religiosa, en el que el alma humana no era sino
una facultad que se desvanecía con la vida; en el que no se admitía otra
providencia que las leyes necesarias de la naturaleza. Éstos fueron
combatidos por los platónicos, cuyas opiniones, afines a lo que más tarde
se ha llamado deísmo, eran todavía más temibles para la ortodoxia
sacerdotal.
El terror por los suplicios contuvo pronto esta imprudente franqueza.
Italia y Francia se deshonraron con la sangre de esos mártires de la
libertad del pensamiento. Todas las sectas, todos los gobiernos, todo
género de autoridades no coincidían sino en ir contra la razón. Fue
preciso cubrirla con un velo que, sustrayéndola a las miradas de los
tiranos, pudiera ser observada por las de la filosofía.
Así pues, se vieron obligados a encerrarse en la tímida reserva de esa
doctrina secreta, que siempre había mantenido gran número de sectarios.
Ésta se había propagado sobre todos entre los jefes de los gobiernos, lo
mismo que entre los dignatarios de la Iglesia; y, hacia los tiempos de la
Reforma, los principios del maquiavelismo religioso se habían convertido
en la única creencia de los príncipes, de los ministros y de los pontífices.
Estas opiniones habían corrompido hasta la misma filosofía. ¡Cuál moral,
en efecto, podemos esperar de un sistema que tiene como uno de sus
principios el de apoyar aquella del pueblo sobre falsas opiniones; que los
hombres instruidos tienen el derecho de engañarlo, bajo el pretexto de
serles útiles y de mantenerlo sujeto en las cadenas de las que ellos mismos
han sabido liberarse!
Si la igualdad natural de los hombres, primer fundamento de sus
derechos, es el cimiento de toda verdadera moral, ¿qué cabría esperar de
una filosofía que tiene como una de sus máximas el menosprecio
declarado hacia esa igualdad y esos derechos? Indudablemente, esta
misma filosofía ha podido servir para los progresos de la razón, cuyo
reinado preparaba en silencio; pero, mientras subsistió sola, no hizo más
que sustituir el fanatismo por la hipocresía, y corromper, aun
elevándolos por encima de los prejuicios, a quienes dirigían los destinos
de los estados.
Los filósofos verdaderamente instruidos, ajenos a la ambición, que se
limitaban a no desengañar a los hombres más que con extrema timidez,
sin permitirse justificar sus errores, esos filósofos se habrían visto
llevados naturalmente a abrazar la Reforma; pero, asqueados de
encontrar por doquier similar intolerancia, no creyeron, en su mayoría,
que tuvieran que exponerse a los engorros de un cambio, después del cual
se encontrarían sometidos a la misma coacción. Porque tras dicho
cambio se habrían visto obligados para siempre a simular que creían
absurdos que rechazaban, y, manteniéndose fieles a su antigua religión,
la fortalecieron con la autoridad de su renombre.
Los reformadores no conducían, pues, a la auténtica libertad de
pensamiento. Cada religión, en el país en que dominaba, no permitía más
que ciertas opiniones. Sin embargo, como estas diversas creencias se
oponían entre sí, hubo pocas opiniones que no fuesen atacadas o
defendidas en diversas partes de Europa. Por consiguiente, la presión
dogmática era menos rigurosa; las nuevas religiones no podían, sin
incurrir en una burda contradicción, sin una inconsecuencia muy
palpable, reducir a límites demasiado constreñidos el derecho de
examinar, puesto que acababan de establecer sobre ese mismo derecho la
legitimidad de su separación. Si se negaban a darle a la razón entera
libertad, aceptaban en cambio que su prisión fuese menos estrecha: la
cadena no había sido rota, pero al menos era menos pesada y más larga.
En fin, en aquellos países en los que no era posible que una religión
oprimiese a las restantes, se estableció lo que la insolencia del culto
dominante osó llamar tolerancia, es decir, el permiso dado por unos
hombres a otros para que crean lo que su razón adopta, para hacer lo
que su conciencia les ordena, para rendir a su dios común el homenaje
que imaginan más grato para él. Se pudo, entonces, sostener todas las
doctrinas toleradas, con franqueza más o menos completa.
De esta manera se estableció en Europa una especie de libertad de
pensamiento, no para los hombres, sino para los cristianos; y, si
exceptuamos a Francia, sólo para los cristianos persiste por doquiera
todavía hoy.
Al mismo tiempo, esta intolerancia obligó a la razón humana a buscar
ciertos derechos largo tiempo olvidados, o más bien, que nunca habían
sido bien conocidos, ni bien precisados.
Indignados al ver a los pueblos oprimidos hasta en el santuario de su
conciencia por los reyes, esclavos supersticiosos o políticos del sacerdocio,
algunos hombres generosos se atrevieron por fin a examinar los
fundamentos de dicho poder; y revelaron a los pueblos la gran verdad de
que su libertad es un bien inalienable; que no existe prescripción alguna
en favor de la tiranía, ninguna convención que pueda atar
irrevocablemente a una nación con una familia; que los magistrados,
cualesquiera que sean sus títulos, sus funciones, su poder, son los
servidores del pueblo, y no sus amos; que éste conserva , el poder de
quitarles la autoridad que le confiaron, ya sea cuando han abusado de él,
ya sea cuando cesa de creer que el ejercicio de; esa autoridad le resulta
útil; en fin, que tiene derecho de castigarlos, lo mismo que de revocarlos.
Tales son las opiniones que Althusius, Languet y luego Needham y
Harrington sostuvieron valientemente y desarrollaron con energía.
Pagando tributo a su siglo, estos autores se apoyaron con excesiva
frecuencia en textos, en autoridades, en ejemplos: se ve que debieron*
esas opiniones más a la elevación de su espíritu, a la fuerza de su,
carácter, que a un análisis exacto de los verdaderos principios de orden
social.
Otros filósofos, sin embargo, más tímidos, se contentaron con
establecer entre los pueblos y los reyes una exacta reciprocidad de
derechos y deberes, así como similar obligación de respetar las
convenciones que les habían fijado. Si bien se podía deponer o castigar a
un magistrado hereditario, pero ello sólo en caso de que hubiera violado
ese contrato sagrado, que también obligaba a su familia. Esta doctrina,
que descartaba al derecho natural, para reducirlo todo al derecho
positivo, contó con el apoyo de los jurisconsultos, de los teólogos; era más
favorable a los intereses de los poderosos, a los proyectos ambiciosos,
puesto que afectaba mucho más al hombre revestido de poder, que al
poder mismo. Así también, fue seguida por los publicistas casi en su
totalidad, y la adoptaron como base en los cambios gubernamentales.
Durante esta época, la historia nos mostrará pocos progresos reales
hacia la libertad, pero más orden y más fuerza en los gobiernos, y en las
naciones, un sentimiento más fuerte y con frecuencia más justo de sus
derechos. Las leyes son mejor concebidas; parecen ser con menor
asiduidad la obra informe de las circunstancias y del capricho: las hacen
sabios, aun cuando todavía no lo son por filósofos.
Los movimientos populares, las revoluciones que habían agitado a las
repúblicas de Italia, Inglaterra y Francia habrían de atraer las miradas
de los filósofos sobre esa parte de la política que consiste en observar y
prever los efectos que las constituciones, las leyes, las instituciones
públicas pueden tener sobre la libertad de los pueblos, sobre la
prosperidad, sobre la fuerza de los estados, sobre la conservación de su
independencia, de la forma de sus gobiernos. Unos, imitando a Platón,
como Moro y Hobbes, deducían, de algunos principios generales, el plan
de un sistema completo de orden social, y presentaban el modelo al que
debía aproximarse sin cesar la práctica. Otros, como Maquiavelo,
buscaron en el examen profundo de los hechos históricos las reglas
conforme a las cuales podría uno vanagloriarse de dominar el porvenir.
La ciencia económica no existía todavía; los principes no contaban el
número de hombres, sino el de los soldados; las finanzas todavía no eran
más que el arte de desvalijar a los pueblos sin lanzarlos a la revuelta; y
los gobiernos no se ocupaban del comercio más que para extorsionarlo
con impuestos, fastidiarlo con privilegios o disputarse su monopolio.
Las naciones de Europa, ocupadas en los intereses comunes que las
unían, y en los intereses opuestos que creían debían dividirlas, sintieron
la necesidad de establecer entre ellas ciertas reglas comunes, las cuales,
aun independientemente de los tratados, gobernasen sus relaciones
pacíficas; en tanto que otras reglas, respetadas incluso en medio de la
guerra, aplacarían las pasiones, reducirían las devastaciones y, al menos,
prevendrían los males inútiles.
Existió, pues, una ciencia del derecho de gentes; pero, por desgracia,
se buscaron esas leyes de las naciones no en la razón o en la naturaleza,
únicas autoridades que los pueblos independientes pueden reconocer,
sino en los usos establecidos o en las opiniones de los antiguos. Se
ocuparon menos de los derechos de la humanidad, de la justicia para con
los individuos, que de la ambición, del orgullo o de la codicia de los
gobiernos.
Asi fue cómo, en esta misma época, no vemos a los moralistas
interrogar al corazón del hombre, analizar sus facultades y sus
sentimientos naturales, para descubrir su naturaleza, el origen, la regla y
la sanción de sus deberes. Pero sí supieron emplear todas las sutilezas de
la escolástica para encontrar, para las acciones cuya legitimidad parece
incierta, el límite preciso en que la inocencia termina y en que comienza
el pecado; para determinar qué autoridad tiene el peso necesario para
justificar en la práctica una de esas acciones dudosas; para clasificar
metódicamente los pecados, unas veces por géneros y especies, otras de
acuerdo con su gravedad respectiva; para distinguir bien, sobre todo
entre aquellos que el cometido de uno solo basta para merecer la
condenación eterna.
La ciencia de la moral no podía existir todavía, puesto que los
sacerdotes gozaban del privilegio exclusivo de ser los intérpretes y jueces.
Pero esas mismas sutilezas, tanto ridiculas como escandalosas, llevaron a
buscar, ayudaron a dar a conocer, el grado de moralidad de las acciones
o de sus motivos, el orden y los límites de los deberes, los principios
conforme a los cuales debe uno elegir cuando parecen cómbatirse; es así
cómo, estudiando una máquina tosca, que el azar hizo caer en sus manos,
a menudo un mecánico hábil llega a construir una nueva, menos
imperfecta y verdaderamente útil.
La Reforma, al suprimirla confesión, las indulgencias, los monjes y el
celibato de los sacerdotes, depuró los principios de la moral y disminuyó
incluso la corrupción de las costumbres en los países que la abrazaron;
los libró de las expiaciones sacerdotales, esa peligrosa incitación al delito,
y del celibato religioso, destructor de todas las virtudes, puesto que es
enemigo de las virtudes domésticas.
Esta época fue más abyecta que ninguna otra dadas las grandes
atrocidades que tuvieron lugar. Fue el tiempo de las matanzas religiosas,
de las guerras santas, de la despoblación del nuevo mundo.
Fue testigo del restablecimiento de la antigua esclavitud, pero más
bárbara, más fecunda en crímenes contra la naturaleza, ella vio cómo la
codicia comercial traficó con la sangre de hombres, los vendió como
mercancías, luego de haberlos adquirido por la traición, la rapiña o el
asesinato, y los arrancó de un hemisferio para sacrificarlos en otro, en
medio de humillaciones y ultrajes, de prolongados suplicios por una lenta
y cruel destrucción.
La hipocresía cubre Europa de hogueras y de asesinos. El monstruo
del fanatismo, irritado por sus heridas, parece redoblar su ferocidad y
apresurar el cúmulo de víctimas, porque la razón no tardará en
arrebatárselas de sus manos. Sin embargo, se ven reaparecer, por fin,
algunas de esas virtudes amables y valerosas que honran y consuelan a la
humanidad. La historia ofrece nombres que puede pronunciar sin
sonrojo; almas puras y fuertes, grandes caracteres unidos a talentos
superiores, aparecen de tanto en tanto a través de esas escenas de
perfidia, de corrupción y de carnicerías. La especie humana subleva
todavía al filósofo que contempla el cuadro; pero ya no lo humilla y le
deja entrever esperanzas más cercanas.
La marcha de las ciencias se toma más rápida y brillante. La lengua
algebraica es generalizada, simplificada, perfeccionada, o, más bien, es
entonces cuando se constituye verdaderamente. Se ponen las primeras
bases de la teoría general de las ecuaciones, se profundiza en la
naturaleza de las soluciones que ofrecen y se resuelven las de tercer y
cuarto grados.
La ingeniosa invención de los logaritmos, al abreviar las operaciones
aritméticas, facilita la aplicación del cálculo a los objetos reales, y así
extiende la esfera de las ciencias, entre ellas esas aplicaciones numéricas,
a la verdad particular que se trata de conocer; constituyen uno de los
medios de comparar, con los hechos, los resultados de una hipótesis o de
una teoría, y de llegar, mediante esta comparación, al descubrimiento de
las leyes de la naturaleza. En efecto, en las matemáticas, la longitud, la
complicación práctica de los cálculos, tienen un término, más allá del
cual, el tiempo, las mismas fuerzas, no pueden ir; término que, sin el
auxilio de estas afortunadas abreviaciones, marcaría las fronteras de la
propia ciencia y el límite que los esfuerzos del genio no podrían
franquear.
La ley de la caída de los cuerpos fue descubierta por Galileo, quien
supo deducir la teoría del movimiento uniformemente acelerado, así
como la ley según la cual un cuerpo animado por una fuerza constante
que se desplaza en direcciones paralelas describe en el vacío una curva.
Copémico resucitó el verdadero sistema del mundo, olvidado desde
hacía muchísimo tiempo; destruyó, con la teoría de los movimientos
aparentes, lo que tenía de irritante para los sentidos; opuso la extrema
sencillez de los movimientos reales que resultan de este sistema a la
complicación casi ridicula de los que exigía el sistema de los antiguos. Se
conocieron mejor los movimientos de los planetas, y el genio de Kepler
descubrió la forma de sus órbitas y las leyes eternas según las cuales se
recorren dichas órbitas.
Galileo, al aplicar a la astronomía el descubrimiento reciente de las
lentes, que él perfeccionó, abrió un nuevo cielo a la mirada del hombre.
Las manchas que observó sobre el disco solar le dieron a conocer la
rotación, cuyas leyes determinó. Demostró las fases de Venus, descubrió
las cuatro lunas que rodean a Júpiter y que lo acompañan en su inmensa
órbita.
Aprendió a medir el tiempo con exactitud mediante las oscilaciones de
un péndulo.
Así pues, el hombre le debe a Galileo la primera teoría de un
movimiento que no fuese, a la vez, uniforme y rectilíneo, y el primer
conocimiento de una de las leyes mecánicas de la naturaleza; en cuanto a
Kepler, le es deudor de una de esas leyes empíricas cuyo descubrimiento
posee una doble ventaja: la de conducir al conocimiento de la ley
mecánica de la que ellas expresan el resultado, y la de suplir ese
conocimiento mientras éste no ha sido todavía alcanzado.
El descubrimiento de la pesantez del aire y de la circulación de la
sangre marcan los progresos de la física experimental, que nació en la
escuela de Galileo, y de la anatomía, ya demasiado extensa como para
separarse de la medicina.
La historia natural, la química, a pesar de sus quiméricas esperanzas
y de su lenguaje enigmático; la medicina, la cirugía, nos sorprenden por
la rapidez de sus adelantos; pero nos afligen a menudo por el espectáculo
de los numerosos prejuicios que todavía conservan.
Por no hablar de las obras en las que Gesner y Agrícola confinaron
tantos auténticos conocimientos, que la mezcla de errores científicos o
populares raras veces lograron alterar; se vio a Bemard de Palissy
mostramos, unas veces, las canteras de donde sacamos los materiales
para nuestros edificios, y las masas de piedra que constituyen nuestras
montañas, formadas por los restos de animales marinos, monumentos
verdaderos de los antiguos cambios del globo; y otras veces, explicar
cómo las aguas desprendidas del mar por evaporación, devueltas a la
tierra por las lluvias, retenidas por las capas de arcilla, acumuladas en
hielos en las montañas, mantienen el eterno fluir de los manantiales,
arroyos y ríos; en tanto que Jean Rey descubrió el secreto de esas
combinaciones del aire con las sustancias metálicas, primer germen de
esas teorías brillantes que, desde hace algunos años, han ampliado las
fronteras de la química.
En Italia, las artes de la poesía épica, de la pintura, de la escultura,
alcanzaron una perfección que los antiguos no habían conocido. Comeille
anunciaba que el arte dramático en Francia estaba a punto de adquirir
mayor perfección aún; pues si el entusiasmo por la antigüedad creía,
quizás con justicia, reconocer alguna superioridad en el genio de los
hombres que crearon las obras maestras, es por demás difícil que
comparando sus obras con las producciones de los modernos, la razón no
se percate de los progresos reales que el arte mismo ha experimentado.
La lengua italiana estaba completamente formada; las de los demás
pueblos veían día tras día desaparecer algunos rasgos de su antigua
barbarie.
Comenzaron a darse cuenta de la utilidad de la metafísica, de la
gramática; a conocer el arte de analizar, de explicar filosóficamente, ya
fueran las reglas, o bien los procedimientos establecidos por el uso en la
composición de las palabras y de las frases.
Por doquier, en esta época, se vio a la razón y a la autoridad
disputarse la supremacía, combate que preparaba y que presagiaba el
triunfo de esta última.
Fue entonces, por lo tanto, cuando tenía que nacer ese espíritu de
crítica, que es el único que puede convertir la erudición en verdade-
ramente útil. Todavía se tenía necesidad de conocer todo lo que habían
hecho los antiguos, y se comenzaba a saber que si bien eran dignos de
admiración, también existía el derecho de juzgarlos. La razón, que se
apoyaba algunas veces en la autoridad, y contra la cual se le empleaba
tan a menudo, quería apreciar, tanto el valor del auxilio que esperaba
encontrar, como el motivo del sacrificio que se exigía de ella. Quienes
apoyaban en la autoridad sus opiniones, así como su conducta, se daban
cuenta de cuán importante era asegurar la fuerza de sus armas, y de no
exponerse a verlas estrellarse ante los primeros ataques de la razón.
Ei uso exclusivo de escribir en latín sobre ciencias, filosofía, juris-
prudencia y casi sobre historia, cedió poco a poco el lugar al empleo de la
lengua usual de cada país. Y éste es el momento de examinar cuál fue,
sobre los progresos del espíritu humano, la influencia de este cambio que
hizo más populares las ciencias, pero disminuyó la facilidad de que los
eruditos conocieran su marcha general; hizo que un libro fuese leído en
un mismo país por mayor número de hombres escasamente instruidos y
que lo fuese menos por aquellos europeos cultos; asimismo, dispensó de
estudiar la lengua latina a gran número de hombres ávidos de
instrucción, que carecían de tiempo y de ios medios necesarios para
conseguir una instrucción amplia y profunda, pero a la vez obligó a los
eruditos a estudiar mayor número de lenguas.
Mostraremos que, si era imposible hacer del latín una lengua vulgar,
común a toda Europa, la conservación del uso de escribir en latín sobre
ciencias no tuvo para quienes las cultivaban más que una utilidad
pasajera; que la existencia de una clase de lengua científica, la misma
para todas las naciones, mientras que el pueblo de cada una de ellas
hablaría una diferente, habría'separado a los hombres en dos clases,
habría perpetuado en el pueblo los prejuicios y los errores, hubiese
opuesto un obstáculo eterno a la verdadera igualdad, al uso igual de la
misma razón, a un igual conocimiento de las verdades necesarias; y al
detener de tal modo los progresos del conjunto de la especie humana,
hubiese acabado, como en el Oriente, por poner término al
desenvolvimiento de las mismas ciencias.
Durante largo tiempo, la enseñanza sólo se había impartido en las
iglesias y en los claustros. Las universidades en un principio estaban
dominadas por los sacerdotes. Obligados a renunciar en favor del
gobierno de una parte su influencia, se reservaron para sí la totalidad de
la enseñanza general y primaria; de aquella que abarca los cono-
cimientos necesarios para todas las profesiones comunes, para todas las
clases de hombres, y que, adueñándose de la infancia y de la juventud,
modela a su antojo la inteligencia flexible, el alma indecisa y
complaciente. Dejaron solamente al poder secular el derecho de dirigir el
estudio de la jurisprudencia, de la medicina, de profundizar la
instrucción de las ciencias, de la literatura, de las lenguas cultas; escuelas
menos numerosas, a las que sólo se enviaba a hombres ya formados por
el yugo sacerdotal.
Los sacerdotes perdieron toda influencia en los países reformados. En
verdad, la instrucción común, aunque dependiente del gobierno, no dejó
de estar dirigida por el espíritu teológico, pero ya no se la confió
exclusivamente a miembros de la corporación presbiteral. Siguió
corrompiendo los espíritus con prejuicios religiosos, pero ya no los
humilló más bajo el yugo de la autoridad sacerdotal; forjó todavía
fanáticos, iluminados, sofistas, pero dejó de crear esclavos para la
superstición. La enseñanza, sin embargo, en todas partes esclavizada,
corrompía al conjunto general de los espíritus, al oprimir la razón de los
niños bajo el peso de los prejuicios religiosos de su país; al asfixiar con
prejuicios políticos el espíritu de libertad de los jóvenes, destinados a una
instrucción más amplia.
No sólo cada hombre, abandonado a sí mismo, encontraba entre él y la
verdad la espesa y terrible falange de los errores de su país y de su siglo,
sino que ya se habían convertido en personales, de alguna manera, los
más peligrosos de esos errores. Cada hombre, antes de poder disipar los
errores del otro, debía comenzar por reconocer los propios; antes de
combatir las dificultades que la naturaleza opone al descubrimiento de la
verdad, le era necesario restaurar, de uno u otro modo, su propia
inteligencia. La instrucción proporcionaba ya los conocimientos; pero
para que fueran útiles era necesario depurarlos, separarlos de la
cerrazón en que la superstición, de acuerdo con la tiranía, había sabido
envolverlos.
Mostraremos cuáles fueron los obstáculos más o menos poderosos que
viciaban la instrucción pública, aquellas creencias religiosas opuestas
entre sí, la influencia de las diversas formas de gobierno contrarias a los
progresos del espíritu humano. Se verá que estos progresos fueron tanto
más lentos cuanto los objetos sometidos a la razón más afectaban los
intereses religiosos o políticos; que la filosofía general, la metafísica,
cuyas verdades atacaban directamente toda clase de supersticiones,
fueron más obstinadamente retardadas en su marcha, que la política,
cuyo perfeccionamiento no amenazaba más que a la autoridad de los
reyes o de los gobiernos tiránicos; y que la misma observación puede
igualmente aplicarse a las ciencias físicas.
Expondremos el desarrollo de las demás fuentes de desigualdad que
pudieron nacer de la naturaleza de los objetos que cada ciencia
contempla, o de los métodos que emplea.
Aquello que se ha podido observar igualmente en lo tocante a una
misma ciencia, en países diversos, es también el efecto compuesto de
causas políticas y de causas naturales. Investigaremos qué es lo que, en
esas diferencias, corresponde a la diversidad de religiones, a la forma de
gobierno, a la riqueza, al poderío de la nación, a su carácter, a su
posición geográfica, a los acontecimientos de los que ha sido escenario, en
fin, al azar que hace nacer en su seno algunos de esos hombres
extraordinariós cuya influencia, aun extendiéndose a toda la humanidad,
se ejerce, no obstante, alrededor de ellos con más energía.
Distinguiremos los progresos de la propia ciencia, que no tienen más
medición que la suma de las verdades que encierra, y los obtenidos por
una nación en cada ciencia, progresos que se miden entonces, desde
cierto punto de vista, por el número de hombres que conocen las
verdades más usuales, más importantes, y, con otro punto de vista, por el
número y la naturaleza de esas verdades conocidas generalmente.
En efecto, hemos llegado a un estado de civilización en que el pueblo
saca provecho de los conocimientos, no sólo por los servicios que recibe
de los hombres instruidos, sino porque ha sido capaz de convertirlos en
una especie de patrimonio y emplearlos inmediatamente para defenderse
del error, para prevenir o satisfacer sus necesidades, preservarse de los
males de la vida o suavizarlos mediante nuevos goces.
La historia de las persecuciones a que fueron expuestos, en esta época,
los defensores de la verdad, no se olvidará. Veremos esas persecuciones
extenderse desde las verdades filosóficas o políticas hasta las de la
medicina, la historia natural, la física y la astronomía. En el siglo VIII, un
papa ignorante persiguió a un diácono por haber sostenido que la Tierra
era redonda, contra la opinión del retórico Agustín. En el siglo XVII, la
ignorancia mucho más vergonzosa de otro papa entregó a Galileo a los
inquisidores, por hallarse éste convencido de haber demostrado el
movimiento diurno y anual de la Tierra. El más grande genio que la
Italia moderna ha dado a las ciencias, abrumado por la edad y las
enfermedades, fue obligado, para salvarse del suplicio o de la prisión, a
pedir perdón a Dios por haber enseñado sin titubeos a los hombres a
conocer mejor sus obras, a admirarlo en la sencillez de las leyes eternas
con las cuales gobierna el universo.
Sin embargo, el absurdo de los teólogos eran tan palpable, que,
cediendo al respeto humano, permitieron sostener el movimiento de la
Tierra, con tal de que lo hiciesen a manera de hipótesis, y de que la fe no
sufriese ningún deterioro. Pero los astrónomos han hecho precisamente
lo contrario; han creído en el movimiento real de la Tierra y han
realizado cálculos según la hipótesis de su inmovilidad.
Tres grandes hombres han señalado el paso desde esta época hasta la
siguiente: Bacon, Galileo y Descartes.
Bacon ha revelado el verdadero método de estudiarla naturaleza, de
emplear los tres instrumentos que nos ha dado para penetrar sus
secretos: la observación, la experiencia y el cálculo. Quiere que el filósofo,
arrojado en medio del universo, comience por renunciar a todas las
creencias que ha recibido, e incluso a todas las nociones que se ha
formado, para recrearse, de alguna manera, un entendimiento nuevo, en
el cual no debe admitir más que ideas precisas, nociones exactas,
verdades cuyo grado de certidumbre o de probabilidad haya sido
rigurosamente establecido. Pero Bacon, que poseía el genio de la filosofía
en grado sumo, no reunía el de las ciencias; y esos métodos de descubrir
la verdad, de los que no dio ningún ejemplo, fueron admirados por los
filósofos, pero no cambiaron la marcha de las ciencias.
Galileo enriqueció las ciencias con grandes descubrimientos, útiles y
brillantes; enseñó, con su ejemplo, los medios para alcanzar el
conocimiento de las leyes de la naturaleza con un método seguro y
fecundo, que no condujera a sacrificar la esperanza del éxito por el temor
de extraviarse. Fundó para las ciencias, la primera escuela en la que éstas
fueron cultivadas sin la menor mezcla de superstición, ni por medio de
los prejuicios, ni por la autoridad; en la que fue rechazado con severidad
filosófica cualquier otro medio que no fuese la experiencia y el cálculo.
Pero al limitarse exclusivamente a las ciencias matemáticas y físicas, no
supo dar a los espíritus el cambio que parecía preverse.
Este honor le estaba reservado a Descartes, filósofo ingenioso y audaz.
Dotado de gran talento para las ciencias, unió el ejemplo al precepto, al
proporcionar el método para descubrir, reconocer, la verdad. Demostró
su aplicación en el descubrimiento de las leyes de la dióptrica, de las del
choque de los cuerpos, en fin, de una nueva rama de las matemáticas, que
debía ampliar todas sus fronteras.
Quizo extender su método a todos los objetos de la inteligencia
humana; Dios, el hombre, el universo fueron alternativamente objeto de
sus meditaciones. Si, en las ciencias físicas, su marcha es menos segura
que la de Galileo; si su filosofía es menos prudente que la de Bacon; si se
le puede reprochar el no haber aprendido suficientemente de las
lecciones de uno, del ejemplo del otro, a desconfiar de su imaginación, a
no interrogar a la naturaleza sino con experiencias, a no creer más que
en el cálculo, a observar el universo en vez de construirlo, a estudiar al
hombre en vez de pretender adivinarlo, la audacia misma de sus errores
sirvió para los progresos de la especie humana. Inquietó los espíritus que
la prudencia de sus rivales no había sabido despertar. Dijo a los hombres
que debían sacudir el yugo de la autoridad, y no reconocer más que lo
que estuviese refrendado por su razón; y fue obedecido, porque subyu-
gaba con su atrevimiento, porque arrastraba con su entusiasmo.
El espíritu humano no fue libre todavía, pero supo que había sido
formado para serlo. Quienes se obstinaron en mantenerlo bajo cadenas, o
quisieron ponerle unas nuevas, se vieron obligados a de- 1 mostrarle que
debía conservarlas o aceptarlas, y desde entonces se pudo prever que no
tardarían en ser eliminadas.

NOVENA ÉPOCA
DESDE DESCARTES HASTA LA FORMACIÓN
DE LA REPÚBLICA FRANCESA

Hemos visto cómo la razón humana se ha ido formando lentamente por


los progresos naturales de la civilización; a la superstición apoderarse de
ella para corromperla, y al despotismo degradar y embo- ! tar los
espíritus bajo el peso del temor y el infortunio.
Sólo un pueblo escapa a esta doble influencia. El espíritu humano,
liberado de los lazos de su infancia, avanza hacia la verdad, con paso
firme, hacia esa tierra feliz donde la libertad acaba de encender la
antorcha del genio. Pero la conquista no tarda en restablecer la tiranía,
que sigue a la superstición, su compañera fiel, y la humanidad entera se
sumerge en tinieblas, que parecerían ser eternas. Sin embargo, el día
renace poco a poco; los ojos, durante largo tiempo condenados a la
oscuridad, la entrevén, se contraen de nuevo, se acostumbran lentamente,
hasta fijarse por fin a la luz, y el genio reaparece sobre este globo, del que
el fanatismo y la barbarie lo habían exiliado.
Hemos visto a la razón sacudir sus cadenas, distender algunas; y
adquiriendo sin cesar fuerzas nuevas, acelerar el instante de su
desaparición total.
Nos queda por recorrer la época en que la razón terminó por
romperlas; en la que, obligada todavía a arrastrar sus restos, se va
librando poco a poco de éstas; y en que, libre por fin, no puede ya nada
detenerla en su perfeccionamiento o el bienestar de la especie humana,
más que por esos obstáculos inevitables que se renuevan con cada nuevo
progreso, puesto que tienen como causa necesaria la constitución misma
de nuestra inteligencia, o esa relación establecida por la naturaleza entre
nuestros medios para descubrir la verdad y la resistencia que opone a
nuestros esfuerzos. La intolerancia religiosa había obligado a siete de las
provincias belgas a sacudirse el yugo de España y a formar una república
federativa. Ella sola había despertado la libertad inglesa, la cual, fatigada
por largas y sangrientas agitaciones, terminó por descansar en una
constitución largo tiempo admirada por la filosofía, y reducida desde este
momento a no tener más apoyo que la superstición nacional y la
hipocresía política.
En fin, se debió todavía a las persecuciones sacerdotales el que la
nación sueca tuviera el valor de recuperar una parte de sus derechos.
Sin embargo, en medio de esos movimientos, causados por disputas
teológicas, Francia, España, Hungría y Bohemia habían visto cómo se
aniquilaban sus escasas libertades, o aquello que, al menos, aparentaba
serlo.
En vano se buscará, en los países llamados libres, una libertad que no
atente contra alguno de los derechos naturales del hombre; que no sólo le
reserve la propiedad, sino que le preserve su ejercicio. La que
encontramos, fundada sobre un derecho positivo inequitativamente
repartido, acuerda más o menos prerrogativas a un hombre según que
habite tal o cual ciudad, que provenga de tal o cual clase social.
que tenga esa u otra fortuna, que ejerza tal o cual profesión; y el cuadro
comparativo de estas distinciones caprichosas en las diversas naciones
será la mejor respuesta que podamos oponer a quienes sostienen todavía
las ventajas de éstas, así como su necesidad.
Pero, en esos mismos países, las leyes garantizan la libertad individual
y civil; mas si el hombre no es todo lo que debería ser, la dignidad de su
naturaleza no se ve envilecida: por lo menos algunos de estos derechos
son reconocidos; no se puede decir que sea esclavo, sino únicamente que
no sabe ser todavía verdaderamente libre.
En las naciones en que la libertad política ha disminuido, los derechos
políticos de que disfrutaba la masa del pueblo fueron confinados dentro
de límites tan estrechos, que la destrucción de la aristocracia casi
arbitraria que había padecido parece haber más que compensado la
pérdida. Ha perdido ese título de ciudadano que la desigualdad lo
convertía en casi ilusorio; pero su calidad de hombre ha sido más
respetada, y el despotismo real lo ha salvado de la opresión feudal, lo ha
sustraído de ese estado de humillación, tanto más penoso cuanto que el
número y la presencia de sus tiranos le renuevan continuamente ese
sentimiento. Las leyes debieron perfeccionarse en las constituciones
semilibres, porque el interés de quienes ejercen un verdadero poder no es
contrario habitualmente a los intereses generales de los pueblos; y en los
estados despóticos, sea porque el interés de la prosperidad pública se
confunde a menudo con el del déspota, sea porque al tratar él mismo de
destruir los restos del poder de los nobles o del clero, dio por resultado
un espíritu de igualdad en las leyes, cuyo móvil era el de establecer el del
esclavo, pero cuyos efectos pudieron ser saludables.
Expondremos en detalle las causas que han producido en Europa ese
género de despotismo del que no hay ejemplo ni en los siglos anteriores,
ni en las demás partes del mundo; en que la autoridad casi arbitraria,
contenida por la opinión, regulada por la inteligencia, dulcificada por su
propio interés, ha contribuido a menudo a los progresos de la riqueza, de
la industria, de la instrucción y, en ocasiones, incluso, a los de la libertad
civil.
Las costumbres se han suavizado por el debilitamiento de los
prejuicios, que habían preservado su ferocidad; por la influencia de ese
espíritu comercial e industrial enemigo de las violencias y de los
desórdenes que ponen en fuga a la riqueza; por el horror que inspiraba el
cuadro reciente todavía de las barbaries de la época anterior;
por una propagación más general de las ideas filosóficas, de igualdad y
de humanidad; en fin, por el efecto lento, pero seguro, del avance general
del conocimiento.
La intolerancia religiosa ha subsistido, pero como medio político,
como homenaje a los prejuicios del pueblo, o una precaución contra su
efervescencia. Ha perdido sus furores; las hogueras, rara vez encendidas,
han sido sustituidas por una opresión a menudo más arbitraria, pero
menos bárbara; y, en estos últimos tiempos, sólo de vez en cuando se ha
perseguido a alguien, y cuando lo han hecho ha sido más por simple
hábito o por complacencia. La práctica de los gobiernos siguió a
distancia el curso de la filosofía, e incluso el de la opinión.
En efecto, pero en las ciencias morales y políticas existe en todo
momento gran distancia entre el punto al que los filósofos han llevado el
conocimiento y el término medio alcanzado por los hombres que cultivan
su espíritu, cuya doctrina común fuerza esa especie de creencia general
adoptada, que denominamos opinión; quienes dirigen los asuntos
públicos, que influyen de manera inmediata en la suerte del pueblo,
cualquiera que pueda ser el género de su constitución, distan mucho de
elevarse al nivel de esa opinión; la siguen, pero sin alcanzarla, muy lejos
de rebasarla; se encuentran siempre por debajo de ella, tanto en años
como en conocimiento.
De modo que el cuadro de los progresos de la filosofía y de la
propagación del conocimiento, de que ya hemos expuesto los efectos más
generales y más sensibles, va a conducirnos a la época en que la
influencia de esos progresos sobre la opinión, de la opinión sobre las
naciones o sobre sus jefes, deje repentinamente de ser lenta e insensible,
para producir en la masa entera de algunos pueblos una revolución, que
presagia la que habrá de comprender a la generalidad de la especie
humana.
Luego de prolongados errores, después de haberse extraviado en
teorías incompletas o vagas, los publicistas han llegado a conocer por fin
los verdaderos derechos del hombre, a deducirlos de esta sola verdad, a
saber, la de que éste es un ser sensible, capaz de formar razonamientos y
de adquirir ideas morales.
Han visto que el mantenimiento de estos derechos era el único objeto
del agrupamiento de los hombres en sociedades políticas, y que el arte
social debería ser el de garantizarle la conservación de estos derechos con
la más cabal igualdad y en toda su amplitud. Se han percatado de que
esos medios de asegurar los derechos de cada quien deben estar sujetos
en cada sociedad a reglas comunes; el poder de elegir los medios, de
determinar esas reglas, no podía pertenecer más que a la mayoría de los
miembros de la propia sociedad, puesto que, al no poder cada individuo
optar por su propia razón sin someter las de otros, la resolución de la
mayoría es la única expresión auténtica que puede ser adoptada por
todos.
Cada hombre puede efectivamente adherirse de antemano a esa vo-
luntad de la mayoría, que entonces se convierte en unanimidad; pero sólo
puede adherirse él solo: no puede ser comprometido, incluso a despecho
de esta mayoría más que en la medida en que ésta no perjudique sus
derechos individuales, luego de haberlos reconocido.
Tales son los derechos de la mayoría sobre la sociedad, a la vez que
sobre sus miembros, así'como los límites de dichos derechos. Tal es el
origen de esa unanimidad, que toma en obligatorios para todos, los
compromisos adquiridos tan sólo por la mayoría: obligación que deja de
ser legítima cuando, por cambio de los individuos, esa sanción de
unanimidad cesa por sí misma de existir. Sin duda, es de los objetos
respecto de los cuales la mayoría se pronunciará quizás con mayor
frecuencia en favor del error y contra el interés común de todos; pero le
corresponde todavía a ella decidir cuáles son esos objetos sobre los cuales
no debe atenerse de inmediato a sus propias decisiones; es ella quien debe
determinar cuáles habrán de ser aquéllos en los que la razón deba
sustituir a su propio juicio, y reglamentar el método a que deben atenerse
para llegar con mayor seguridad a la verdad; y no puede abdicar de la
autoridad de juzgar acerca de si las decisiones de esa mayoría no han
lesionado los derechos comunes de todos.
De tal modo, se vio desaparecer, ante principios tan sencillos, esas
ideas de un contrato entre un pueblo y sus magistrados, que no podía ser
anulado sino por mutuo consentimiento o por la infidelidad de una de las
partes; y esta opinión, menos servil, pero no menos absurda, que
encadenaba a un pueblo a las formalidades de una constitución una vez
establecidas, como si el derecho de cambiarlas no fuese la primera
garantía de todos los demás, como si las instituciones humanas,
necesariamente defectuosas y susceptibles de una perfección nueva a
medida que los hombres se van instruyendo, pudiesen estar condenadas a
una duración eterna. De tal modo, se vieron obligados a renunciar a esa
política astuta y falsa, que, olvidándose de que todos los hombres tienen
derechos iguales por su propia naturaleza, quería unas veces medir la
amplitud de los que se le debían reservar, de acuerdo con la extensión del
territorio, la temperatura del clima, el carácter nacional, la riqueza del
pueblo, el grado de perfección del comercio y de la industria; y, otras
veces, dividir, con desigualdad, esos mismos derechos entre diversas
clases de hombres, de acuerdo al nacimiento, a la riqueza, a la profesión,
y crear así intereses contrarios, poderes opuestos, para establecer en
seguida entre ellos un equilibrio que sólo esas instituciones ha hecho
necesario, y que ni siquiera corrige las influencias peligrosas.
Así pues, ya no se atrevieron más a dividir a los hombres en dos razas
diferentes, destinada una a gobernar, y otra a obedecer; una a mentir, la
otra a ser engañada; fue obligado a reconocer que todos tienen el mismo
derecho de información acerca de todos sus intereses, de conocer todas
las verdades, y que ninguno de los poderes establecidos por el hombre
sobre sí mismo puede tener el derecho de ocultarles ninguna de ellas.
Esos principios, que el generoso Sidney pagó con su sangre, a los que
Locke asoció la autoridad de su nombre, fueron desarrollados después
por Rousseau, con más precisión, amplitud y fuerza, y ameritó la gloria
de situarlos entre esas verdades que no nos está permitido olvidar, ni
combatir. El hombre tiene necesidades, así como facultades para
satisfacerlas; el producto de esas facultades, diferentemente modificado,
distribuido, compone un conjunto de riquezas destinado a subvenir las
necesidades comunes. Pero ¿cuáles son las leyes conforme a las cuales
esas riquezas se forman o se reparten, se conservan o se consumen, se
acrecientan o se disipan? ¿Cuáles son asimismo las leyes de ese equilibrio
que tiende a establecerse incesantemente entre las necesidades y los
recursos, y del que resulta mayor facilidad para satisfacer las
necesidades cuando la riqueza aumenta, hasta que el incremento de las
necesidades haya alcanzado su término; y, por el contrario, cuando la
riqueza disminuye son mayores las dificultades, y por consiguiente,
mayores los sufrimientos, hasta que la despoblación y las privaciones
hayan restablecido el nivel? ¿Cómo, en esta asombrosa variedad de
trabajos y de productos, de necesidades y de recursos; en esa espantosa
complicación de intereses, que vinculan la subsistencia, el bienestar de un
individuo aislado con el sistema general de la sociedad, que lo hace
dependiente de todos los accidentes de la naturaleza, de todos los sucesos
políticos; que extiende, de alguna manera, al globo entero su facultad de
experimentar goces, así como sufrimientos; cómo, en este aparente caos,
descubre uno, sin embargo, en virtud de una ley general del mundo
moral, los esfuerzos que cada quien hace para sí mismo servir al
bienestar de todos, y, a pesar del choque exterior de los intereses
opuestos, el interés común exige que cada cual sepa comprender el suyo
propio y pueda libremente procurarlo?
Así, pues, el hombre debe poder desplegar sus facultades, disponer de
sus riquezas, proveer a sus necesidades con entera libertad. El interés
general de cada sociedad, lejos de ordenarle que restrinja su ejercicio,
prohíbe, por lo contrario, que se le coarte, y, en esta parte del orden
público, el cuidado en asegurar a cada quien los derechos que le
corresponden por naturaleza, es también, a la vez, la única política útil, el
único deber del poder social y el único derecho que la voluntad general
puede ejercer legítimamente sobre los individuos.
Pero una vez reconocido este principio, le quedan todavía al poder
público deberes por cumplir; debe establecer medidas reconocidas por la
ley, que sirvan para comprobar, en los intercambios de toda especie, el
peso, el volumen, la magnitud, el tamaño de las cosas intercambiadas.
Debe crear una medida común de los valores que los represente a todos,
que facilite el cálculo de sus variaciones y de sus relaciones; que,
adquiriendo ella misma en seguida su propio valor, pueda ser
intercambiada por todas las cosas susceptibles de poseer un valor; medio
sin el cual el comecio, circunscrito a intercambios directos, no puede
adquirir actividad.
La reproducción de cada año ofrece una porción disponible, puesto
que no está destinada a pagar el trabajo cuyo fruto es esta reproducción,
ni el que debe destinarse para conseguir una nueva reproducción igual o
más abundante. El poseedor de esta parte disponible no la debe
directamente a su trabajo; la posee independientemente del uso que
pueda hacer de sus facultades, para atender a sus necesidades. Por
consiguiente, sobre esta porción disponible de la riqueza anual, el poder
social puede sin transgredir ningún derecho, recaudar los fondos
necesarios para los gastos que exigen la seguridad del Estado, su
tranquilidad interior, la garantía de los derechos de los individuos, el
ejercicio de las autoridades instituidas para la formación o ejecución de
las leyes; en fin, el mantenimiento de la prosperidad pública.
Existen trabajos, establecimientos, instituciones útiles a la sociedad en
general, que ésta debe establecer, dirigir o vigilar, y que suplen lo que las
voluntades personales y el concurso de los intereses individuales no
pueden hacer para el progreso de la agricultura, de la industria, del
comercio, así como para prevenir y atenuar los males inevitables de la
naturaleza o los que añaden los accidentes imprevistos.
Hasta la época de que hablamos, y aun mucho tiempo después, estos
diversos objetos habían sido dejados al azar, a la codicia de los gobiernos,
a la palabrería de los charlatanes, a los prejuicios o intereses de todas las
clases poderosas; pero un discípulo de Descartes, el ilustre e infortunado
Jean de Witt, consideró que la economía política debía, como todas las
ciencias, estar sometida a los principios de la filosofía y a la precisión del
cálculo.
Esta nueva ciencia realizó pocos adelantos hasta el momento en que la
paz de Utrecht prometió a Europa una tranquilidad duradera. En esta
época, los espíritus cobraron una dirección casi general hacia este estudio
hasta entonces descuidado; y esta ciencia nueva ha sido llevada por
Stewart, por Smith, y sobre todo por los economistas franceses, al menos
en lo que respecta a la precisión y pureza de los principios, a un grado
que no se podía esperar luego de tan prolongada indiferencia.
Pero este progreso tanto en política como en economía política tenía
como causa primera el experimentado por la filosofía general o la
metafísica, en la acepción más amplia de este último término.
Descartes había agrupado a la filosofía bajo el dominio de la razón;
estaba bien consciente de que debía emanar por completo de las verdades
evidentes y primeras que nos habría de revelar la observación de las
operaciones de nuestro entendimiento. Pero su imaginación impaciente
no tardó en apartarlo de esa misma ruta que había trazado, y durante un
tiempo la filosofía no pareció haber recuperado su independencia sino
para extraviarse en errores nuevos.
En fin, Locke tomó el hilo que debía conducirla; mostró que un
análisis exacto, preciso, de las ideas, al reducirlas sucesivamente a ideas
más inmediatas en su origen, o más simples en su composición, era la
única manera de no perderse en ese caos de nociones incompletas,
incoherentes, indeterminadas, que el azar nos ofrece desordenadamente,
y que nosotros hemos recibido sin reflexión.
Demostró, mediante este análisis, que todas nuestras ideas son
resultado de las operaciones de nuestra inteligencia sobre las sensaciones
que hemos recibido, o más exactamente aun, sobre las combinaciones de
esas sensaciones que la memoria nos representa simultáneamente, pero
de manera que la atención se interrumpe, que la percepción se limita a
sólo una parte de cada una de esas sensaciones.
Nos enseña que al asignar una palabra a cada idea, después de
haberla analizado y circunscrito, llegamos a rememorarla constan-
temente igual; es decir, siempre formada por las mismas ideas más
simples, siempre encerrada en los mismos límites, y, por consiguiente,
podemos emplearla en una serie de razonamientos, sin correr jamás el
riesgo de extraviarnos.
Por el contrario, si las palabras no corresponden a una idea bien
determinada, pueden despertar sucesivamente diferentes ideas en un
mismo espíritu, y tal es la fuente más fecunda de nuestros errores.
En fin, Locke fue el primero que se atrevió a fijar los límites de la
inteligencia humana, o más bien, en determinarla naturaleza de las
verdades que ésta puede conocer, de los objetos que puede abarcar.
Este método se convirtió rápidamente en el de todos los filósofos, y
aplicándolo a la moral, a la política, a la economía pública, han podido
llegar a seguir en esas ciencias una marcha casi tan segura como la de las
ciencias naturales; a no admitir más que verdades comprobadas, a
separar estas verdades de todo lo que les puede quedar aún de dudoso e
incierto; a saber ignorar, en fin, lo que todavía es imposible de conocer,
lo que siempre lo será.
De tal modo, el análisis de nuestros sentimientos nos lleva a descubrir,
en el desarrollo de nuestra facultad de experimentar placer y dolor, el
origen de nuestras ideas morales, el fundamento de las verdades
generales que, resultantes de estas ideas, determinan las leyes
inmutables, necesarias, de lo justo y de lo injusto; en fin, los motivos de
conformar nuestra conducta, sacados de la naturaleza misma de nuestra
sensibilidad, en lo que, de cierta manera, podríamos denominar nuestra
constitución moral.
Este mismo método se convirtió en una especie de instrumento
universal; se aprendió a emplearlo para perfeccionar el de las ciencias
físicas, para aclarar sus principios, para estimar el valor de las pruebas;
se amplió su aplicación al examen de los hechos, a las reglas del gusto.
De esta manera, esta metafísica, al aplicarse a todos los objetos de la
inteligencia humana, analizaba los procedimientos del espíritu en cada
género de conocimientos, daba a conocer la naturaleza de las verdades
que forman el sistema, la de la clase de certidumbre que podemos confiar
en obtener, y ha sido este último paso de la filosofía el que ha levantado
una suerte de barrera eterna entre el género humano y los viejos errores
de su infancia; el que debe impedirle retomar jamás a su antigua
ignorancia por prejuicios nuevos, como lo asegura la caída de todos los
que conservamos, sin que quizás los conozcamos todos aún; y de aquellos
mismos que podrían rempla- zarlos, pero para no ejercer más que una
débil influencia y tener una existencia efímera.
En Alemania, sin embargo, un hombre de genio vasto y profundo
establecía los fundamentos de una doctrina nueva. Su imaginación
ardiente, audaz, no pudo descansar en una filosofía modesta, que dejaba
subsistir dudas sobre esas grandes cuestiones de la espiritualidad o de la
persistencia del alma humana, de la libertad del hombre o de la de Dios,
de la existencia del dolor y del crimen en un universo gobernado por una
inteligencia todopoderosa, cuya sabiduría, justicia y bondad aparentan
ser infinitas. Cortó el nudo que un análisis mesurado no habría podido
deshacer. Compuso el universo de seres simples, indestructibles, iguales
por su naturaleza. Las relaciones de cada uno de esos seres con cada uno
de los que integran con él el sistema del univero determinan sus
cualidades, por las que se distingue de todos los demás; el alma humana y
el último átomo de un bloque de piedra son igualmente uno de esos seres.
Difieren solamente por el lugar diferente que ocupan en el orden del
universo.
De entre todas las combinaciones posibles de estos seres, una
inteligencia infinita ha preferido a una, y no ha podido preferir más que
una sola, la más perfecta. Si la que existe nos aflige por el espectáculo de
desdicha y crimen, cualquier otra combinación hubiese presentado
resultados más dolorosos aún.
Expondremos este sistema que, adoptado, o al menos sostenido por los
compatriotas de Leibniz, ha retardado entre ellos el progreso de la
filosofía. Toda una escuela de filósofos ingleses abrazó con entusiasmo y
defendió con elocuencia la doctrina del optimismo; pero menos
afortunados que Leibniz, que la fundó principalmente en que una
inteligencia todopoderosa, por la necesidad misma de su naturaleza, no
habría podido elegir sino el mejor de los mundos posibles, buscaron en la
observación del nuestro, la prueba de su superioridad, y, perdiendo todas
las ventajas que conserva ese sistema mientras se mantiene en una
generalidad abstracta, se extraviaron con demasiada frecuencia en
detalles irritantes o ridículos.
En Escocia, mientras tanto, otros filósofos, que consideraron que el
análisis del desarrollo de nuestras facultades reales no nos conducía a un
principio que diese a la moralidad de nuestras acciones una base bastante
pura, bastante sólida, concibieron la idea de atribuir al alma humana
una facultad nueva, distinta de las de sentir o de razonar, pero que se
combinaba con ellas; facultad cuya existencia no probaban sino
probando que les era imposible prescindir de ella. Haremos la historia de
estas opiniones, y mostraremos de qué manera han perjudicado la
marcha de la filosofía a la vez que han sido útiles para la propagación
más rápida de las ideas filosóficas.
Hasta aquí, no hemos mostrado los progresos de la filosofía más que
mediante los hombres que la'han cultivado, profundizado, perfec-
cionado; nos queda por señalar cuáles han sido esos efectos en la opinión
general, y cómo, mientras se acrecentaba en fin aí conocimiento del
método cierto de descubrir, de reconocer la verdad, la razón enseñaba a
preservarse de los errores en que el respeto a la autoridad y la
imaginación la habían arrastrado a menudo: destruía, al mismo tiempo,
en la masa general de los individuos, los prejuicios que durante tanto
tiempo han afligido y corrompido a la especie humana.
Fue permitido, por fin, proclamar en voz alta ese derecho durante
tanto tiempo desconocido de someter todas las opiniones a nuestra propia
razón, es decir, de emplear, para captar la verdad, el único instrumento
que nos ha sido dado para reconocerla. Cada hombre aprendió, con una
especie de orgullo, de que la naturaleza no lo había destinado, de ninguna
manera, a creer en la palabra del otro; y la superstición de la antigüedad,
el rebajamiento de la razón ante el delirio de una fe sobrenatural
desaparecieron tanto de la sociedad como de la filosofía.
Apareció pronto en Europa una clase de hombres menos ocupados en
descubrir o profundizar la verdad que en difundirla; y que,
consagrándose a perseguir los prejuicios en los asilos en que el clero, las
escuelas, los gobiernos, las antiguas corporaciones los habían recogido y
protegido, cifraron su gloria en destruir los errores populares, más que
en ampliar el horizonte para los conocimientos humanos; manera
indirecta de servir a su progreso, que no era la menos peligrosa, ni la
menos útil.
En Inglaterra, Collins y Bolingbroke; en Francia, Bayle, Fontene- lie,
Voltaire, Montesquieu y las escuelas formadas por esos hombres
célebres, combatieron en favor de la razón; empleando, alternativamente
todas las armas que la erudición, la filosofía, el espíritu, el talento para
escribir pueden proporcionar a la razón; adoptando todos los tonos,
empleando todas las formas, desde lo placentero hasta lo patético, desde
la más sabia y vasta de las compilaciones hasta la novela o el panfleto del
día; cubriendo la verdad con un velo que no exponía los ojos demasiado
débiles y dejaba el placer de adivinarla; tratando con suaves mimos los
prejuicios, para asestarles golpes más certeros; sin amenazar casi nunca,
ni a muchos a la vez, ni siquiera a uno solo por entero; consolando a
veces a los enemigos de la razón, al aparentar no pretender de la religión
más que una semitolerancia, y de la política, más que una semilibertad;
mostrándose circunspecto con el despotismo cuando combatían los
absurdos religiosos, y al culto, cuando se levantaban contra la tiranía;
atacando a estos dos azotes en sus principios, incluso cuando parecían
aborrecer sólo los abusos irritantes o ridículos, y atacando estos árboles
funestos en sus raíces, cuando parecían contentarse tan sólo con podar
algunas de sus ramas superfluas; enseñando unas veces a los amigos de la
libertad que la superstición que ampara al despotismo con una armadura
impenetrable, es la primera víctima que deben inmolar, el primer
eslabón que deben romper; denunciándola otras veces, por lo contrario,
ante los déspotas como la auténtica enemiga de su poder, y espantándolos
con el cuadro de sus hipócritas conjuras y de sus furores sanguinarios;
pero siempre unidos para hacer ver la independencia de la razón, la
libertad de escribir como el derecho, como la salvación del género
humano; protestando con infatigable energía contra todos los crímenes
del fanatismo y de la tiranía; persiguiendo en la religión, en la
administración pública, en las costumbres, en las leyes, todo lo que
muestre el carácter de la opresión, de la insensibilidad, de la barbarie;
ordenando, en nombre de la naturaleza, a los reyes, a los guerreros, a los
magistrados, a los sacerdotes, respetar la sangre de los hombres; de no
prodigarla de nuevo en los combates o en los suplicios, de no sacrificar a
su avidez al precio del sudor y lágrimas del pueblo, adoptando, en fin,
como grito de guerra el de razón, tolerancia, humanidad.
Tal fue esa filosofía nueva, objeto del odio común de esas clases
numerosas que no existen sino por los prejuicios, que no viven sino de los
errores, que no son poderosas más que por la credulidad; casi en todas
partes fue aceptada, pero asimismo perseguida, contando entre sus
enemigos y sus discípulos a reyes, sacerdotes, grandes magistrados. Sus
jefes dominaron casi siempre el arte de escapar a la verganza,
exponiéndose al odio; no obstante ocultarse a la persecución, se dejaban
ver lo suficiente para no perder nada de su gloria.
A menudo un gobierno los recompensaba con una mano, mientras con
la otra pagaba a sus calumniadores; los proscribió, al tiempo que se
sentía honrado porque el azar hubiese situado sus nacimientos en su
territorio, los castigó por sus opiniones, y no obstante se hubiese sentido
humillado de que se sospechara que no las compartía.
Esas opiniones, por consiguiente, no tardarían en convertirse en las de
todos los hombres instruidos; confesadas por unos, disimuladas por
otros, con hipocresía más o menos transparente, según su carácter más o
menos tímido y el peso de los intereses contrarios de su profesión o de su
vanidad. Pero ésta era ya lo bastante poderosa para que, en lugar de ese
disimulo profundo de las épocas anteriores, se contentase, para sí mismo
y a menudo para los demás, con una prudente reserva.
Observaremos los progresos de esta filosofía en las diversas partes de
Europa, en las que la inquisición de los gobiernos y de los sacerdotes no
pudo impedir que la lengua francesa, convertida en casi universal, la
propagase rápidamente. Mostraremos con qué habilidad la política y la
superstición emplearon contra ella todo lo que el conocimiento del
hombre puede ofrecer como motivos para desconfiar de su razón, los
argumentos para señalar sus límites y su debilidad, y cómo se las
arreglaron para poner incluso al pirronismo al servicio de la credulidad.
Ese sistema, tan sencillo, que situaba en el disfrute de una libertad
ilimitada los más seguros estímulos del comercio y de la industria, que
liberaba a los pueblos del azote destructor y del yugo humillante de esos
impuestos repartidos con tanta desigualdad, recaudados con tantos
gastos, y a menudo con tanta barbarie, para sustituirlos con una
contribución justa, igual y casi imperceptible; esta teoría que vinculaba
el verdadero poderío y riqueza de los estados con el bienestar de los
individuos y con el respeto por sus derechos, que unía, con el lazo de una
felicidad común, las diferentes clases entre las cuales se dividen
naturalmente esas sociedades; esta idea tan consoladora de una
fraternidad del género humano, cuya dulce armonía no debería
perturbar jamás ningún interés nacional; esos principios, seductores por
su generosidad lo mismo que por su simplicidad e importancia, fueron
propagados con entusiasmo por los economistas franceses. Su éxito fue
menos rápido, menos general, que el de los filósofos; tenían que combatir
prejuicios menos burdos, errores más sutiles. Les era necesario ilustrar
antes de disuadir, e instruir el recto discernimiento antes de tomarlo por
juez.
Aun cuando no consiguieron ganar para el conjunto de su doctrina
más que a un pequeño número de partidarios; aun cuando provocó
espanto la generalidad de sus máximas, la inflexibilidad de sus
principios; aun cuando le hicieron daño ellos mismos a su causa, al
adoptar un lenguaje oscuro y dogmático; aun cuando pareció que diera
al olvido los intereses de la libertad política por los de la libertad de
comercio; aun cuando presentaron de manera demasiado absoluta y
magistral algunos aspectos de su sistema en los que todavía no habían
ahondado lo suficiente, por lo menos consiguieron hacer odiosa y
despreciable esa política cobarde, astuta y corrupta, que fincaba la
prosperidad de una nación en el empobrecimiento de sus vecinos, en las
miras estrechas de un régimen prohibitivo, en los mezquinos cálculos de
un fisco tiránico.
Pero las nuevas verdades con que el genio había enriquecido la
filosofía, la política y la economía pública, adoptadas más o menos
extensamente por los hombres instruidos, llevaron más lejos su saludable
influencia.
El arte de la imprenta se había propapagado a numerosos temas;
había multiplicado extremadamente los libros; había sabido propor-
cionarlos siquiera a todos los grados de conocimiento, de aplicación e
incluso de fortuna; los había adaptado con tanta habilidad a todos los
gustos, a todo género de entendimiento; ofrecían una instrucción tan
fácil, a menudo agradable incluso; habían abierto tantas puertas a la
verdad, que resultaba casi imposible cerrárselas todas, que ya no había
clase, profesión a la cual pudiera impedírsele llegar. Entonces, aun
cuando subsistiera todavía gran número de hombres condenados a una
ignorancia voluntaria o forzada, el límite trazado entre la porción inculta
y la porción instruida del género humano había casi desaparecido
totalmente, y una degración insensible llenaba el espacio que separa los
dos extremos: el genio y la estupidez.
De modo que el conocimiento de los derechos naturales del hombre, la
opinión misma de que estos derechos son inalienables e imprescriptibles,
un voto pronunciado en favor de la libertad de pensar y de escribir, de la
del comercio y la industria, de aligerar las penas del pueblo, que sufre
casi en todas partes bajo un régimen de impuestos tan absurdo como
opresivo, de proscribir toda ley penal contra las religiones disidentes, de
la abolición de la tortura y de los suplicios bárbaros; el deseo de una
legislación criminal más benigna, de una jurisprudencia que dé a la
inocencia completa seguridad, de un código civil más sencillo, más
conforme a la razón y a la naturaleza; la indiferencia ante las religiones,
clasificadas por fin entre el número de las supersticiones o de las
invenciones políticas; el odio a la hipocresía y al fanatismo; el
menosprecio de los prejuicios; el celo por la propagación del
conocimiento; esos principios al pasar poco a poco desde las obras de los
filósofos hasta todas las clases de la sociedad en las que la instrucción
llegó más lejos que el catecismo y las escrituras, se'convirtieron en la
profesión común, el símbolo de todos quienes no eran ni maquiavélicos ni
imbéciles. En algunos países, esos principios formaban una opinión
pública lo bastante general como para que la masa misma del pueblo
pareciese estar dispuesta a dejarse dirigir por ella y a obedecerla. El
sentimiento de humanidad, es decir, el de una compasión tierna, activa,
por todos los males que afligen a la especie humana, de un horror por
todo lo que, en las instituciones públicas, en las acciones de gobierno, en
las acciones privadas, añadía dolores nuevos a aquellos inevitables de la
naturaleza; ese sentimiento de humanidad era consecuencia natural de
esos principios; alentaba en todos los escritos, en todos los discursos, y ya
su feliz influencia se había manifestado.
Los filósofos de las diversas naciones que abrazaban, en sus me-
ditaciones, los intereses de toda la humanidad sin distinción de país, de
raza o de secta, formaban, a pesar de la diferencia de sus opiniones
especulativas, una falange estrechamente unida contra todos los errores,
contra todo género de tiranías. Inspirados por el sentimiento de una
filantropía universal, combatían la injusticia, aun cuando, extranjera en
su patria, no podía afectarles; la combatieron incluso en el caso de que
fuera su propia patria la que resultara culpable para con otros pueblos;
se oponían en Europa a los crímenes con que la avidez hollaba las riberas
de América, de Asia o de África. Los filósofos de Inglaterra y de Francia
se honraban en merecer el nombre, en llenar los deberes de amigos de
esos mismos negros, que sus estúpidos tiranos desdeñaban contar entre
los hombres. Los elogios de los escritores franceses fueron el premio de la
tolerancia acordada en Rusia y en Suecia, en tanto que Beccaria refutaba
en Italia las máximas bárbaras de la jurisprudencia francesa.
Se buscaba en Francia la manera de librar a Inglaterra de sus
prejuicios comerciales, de su respeto supersticioso por los vicios de la
constitición y de sus leyes, en tanto que el respetable Howard denunciaba
a los franceses, la bárbara despreocupación con que inmolaban a tantas
víctimas humanas en sus mazmorras y hospitales.
Las violencias o la seducción de los gobiernos, la intolerancia de los
sacerdotes, o los propios prejuicios nacionales habían perdido el funesto
poder de ahogar la voz de la verdad, y nada podía sustraer a los
enemigos de la razón, ni a los opresores de la libertad, de un juicio que
pronto se convertiría en el de toda Europa.
En fin, se desarrolló una doctrina nueva, que habría de asestar el
último golpe al edificio vacilante de los prejuicios; y fue la de la
perfectibilidad indefinida de la especie humana, doctrina de la que
Turgot, Price y Priestley fueron los primeros y los más ilustres apóstoles;
no será sino en la décima época donde la desarrollaremos por extenso.
Pero tenemos que exponer aquí el origen y los progresos de esta falsa
filosofía, contra la cual el apoyo de esta doctrina se convirtió en necesario
para el triunfo de la razón.
Nacida en unos del orgullo, en otros de sus intereses, teniendo como
finalidad secreta la perpetuación de la ignorancia y la prolongación del
reino de los errores, se ha visto a numerosos sectarios corromper unas
veces a la razón con brillantes paradojas, o seducirla con la pereza
cómoda de un pirronismo absoluto; tan pronto, en manifiesto
menosprecio de la especie humana, anunciar que los progresos de los
conocimientos serían inútiles o peligrosos para su felicidad, lo mismo que
para su libertad; como, en fin, extraviarla con el falso entusiasmo de una
grandeza o de una sensatez imaginarias; aquí, hablar de la filosofía y de
las ciencias profundas como de teorías demasiado superiores para un ser
limitado, rodeado de necesidades y sometido a sus deberes; allá,
desdeñarlas como un montón de especulaciones inciertas, exageradas,
que tiene que desaparecer ante la experiencia en asuntos y habilidades de
un hombre de Estado. Los oía uno quejarse sin cesar de la decadencia del
pensamiento humano en medio de su progreso, lamentarse de la degrada-
ción de la especie humana a medida que los hombres recuperaban la
memoria de sus derechos, y se valían de la razón; anunciar incluso la
época próxima de una de esas oscilaciones necesarias de retomo a la
barbarie, a la ignorancia, a la esclavitud. Su perfeccionamiento parecía
haberlos humillado, porque habían vanamente pretendido la gloria de
haber contribuido a él, o porque, espantados de sus adelantos, que les
anunciaba la caída de su importancia o de su poder. Sin embargo,
algunos charlatanes más hábiles que quienes se esforzaban con mano
torpe en apuntalar el edificio de las supersticiones antiguas, cuyos
cimientos había socavado la filosofía, intentaron emplear las ruinas para
el establecimiento de un sistema religioso en el que no se le exigiría a la
razón, restablecida en sus derechos, más que una semisumisión, en la que
permanecería casi libre en su creencia, con tal de que aceptase creer algo
incomprensible; en tanto que otros de ellos trataron de resucitar en
sociedades secretas, los misterios olvidados de la antigua teúrgia; y
dejando al pueblo en sus viejos errores, encadenando a sus discípulos con
nuevas supersticiones, tenían la osadía de querer restablecer, en favor de
unos cuantos adeptos, la antigua tiranía de los reyes-pontífices de la
India y de Egipto. Pero la filosofía, apoyada en el fundamento
inconmovible que las ciencias le habían suministrado, les opuso una
barrera contra la cual sus impotentes esfuerzos no tardarían en
estrellarse.
Al comparar la disposición de los espíritus, cuyo esbozo acabo de
trazar, con el sistema político de los gobiernos, era fácil prever que era
inevitable una gran revolución; y no era difícil pensar que sólo podría
llevarse a cabo más que de dos maneras: era preciso que el pueblo
estableciese por sí mismo esos principios de la razón y de la naturaleza,
que la filosofía había logrado que se valoraran; o que los gobiernos se
apresurasen a prevenirla, y ajustasen su curso a la de sus opiniones. Una
de esas revoluciones habría de ser más completa y más rápida, aunque
más tormentosa; la otra, más lenta, más incompleta, pero más tranquila;
en una, habría de comprarse la' libertad y la felicidad con males
pasajeros; en la otra, se evitaron estos males, pero retardando por mucho
tiempo, quizás, el disfrute de una parte de los bienes que tenía que
producir como consecuencia infalible.
La corrupción y la ignorancia de los gobiernos han preferido el
primer medio; y el triunfo rápido de la razón y de la libertad han
vengado al género humano.
La simple sensatez había enseñado a los habitantes de las colonias
británicas que los ingleses ahí nacidos habían recibido de la naturaleza
precisamente los mismos derechos que los demás ingleses nacidos bajo el
meridiano de Greenwich, a 70 grados de latitud más allá del océano.
Conocían, quizás mejor que los europeos, cuáles eran esos derechos
comunes a todos los individuos de la especie humana, y comprendían el
de no pagar ningún impuesto sin haberlo consentido. Pero el gobierno
británico fingía creer que Dios había creado a América como al Asia,
para deleite de los habitantes de Londres, y quería, en efecto, tener sujeta
entre sus manos, al otro lado de los mares, a toda una nación, de la que se
podría valer, cuando fuese oportuno, para oprimir a la Inglaterra
europea. Ordenó a los dóciles representantes del pueblo inglés la
violación de los derechos de la América, y someterla a impuestos
involuntarios. Ésta declaró que la injusticia había roto sus lazos, y
declaró su independencia.
Se vio entonces, por vez primera, a un gran pueblo, liberado de todas
sus cadenas, darse pacíficamente a sí mismo la constitución y las leyes
que consideraba más propias para alcanzar su felicidad; y como su
posición geográfica, su antiguo estado político, la obligaban a formar una
república federativa, se prepararon, a la vez, en su seno, 13
constituciones republicanas, que tuvieron como fundamento el
reconocimiento solemne de los derechos naturales del hombre, y como
objetivo primordial, la preservación de esos derechos. Trazaremos el
cuadro de esas constituciones; mostraremos lo que deben al progreso de
las ciencias políticas, y qué es lo que los prejuicios de la educación
pudieron mezclarles de los antiguos errores; consignaremos por qué ese
sistema de equilibrio de poderes altera también la simplicidad; por qué
han tenido por principio la identidad de intereses, más aún que la
igualdad de derechos. Señalaremos cómo estas constituciones llevaron a
cabo ese principio, entonces casi desconocido, incluso en teoría, de la
necesidad de reformar a sí misma la constitución y de separar ese poder
del de formular las leyes.
Pero en la guerra que estalló entre dos pueblos instruidos, uno de los
cuales defendía los derechos naturales de la humanidad, en tanto que el
otro oponía la doctrina impía que somete esos derechos a la prescripción,
a los intereses políticos, a las convenciones escritas, esta gran causa fue
debatida ante el tribunal de la opinión, en presencia de Europa entera;
los derechos del hombre fueron enérgicamente sostenidos y desarrollados
irrestrictamente, sin reservas, en escritos que circularon libremente
desde las orillas del Neva hasta las del Guadalquivir. Estas discusiones
penetraron hasta las comar-
cas más sometidas, hasta las aldeas más atrasadas, y los hombres que las
habitaban se asombraron al oír decir que tenían derechos; aprendieron a
conocerlos, supieron que otros hombres se habían atrevido a
reconquistarlos o a defenderlos.
La revolución americana debía por consiguiente extenderse pronto a
Europa; y si existía un pueblo en que el interés por la causa de los
americanos hubiese difundido más sus escritos y sus principios; que
fuese, a la vez, el país más ilustrado y uno de los menos libres; aquel en el
que los filósofos poseyeran conocimientos más amplios, y el gobierno una
ignorancia más insolente y más profunda; un pueblo en el que las leyes
estuviesen bastante por debajo del espíritu público como para que
ningún orgullo nacional, ningún prejuicio lo atase a sus antiguas
instituciones; ¿no estaba ese pueblo destinado, por la naturaleza misma
de las cosas, a dar el primer impulso a esa revolución, que los amigos de
la humanidad esperaban con tanta esperanza e impaciencia? Así pues,
tenía que comenzar en Francia.
La torpeza de su gobierno la decidió; la filosofía dirigió sus principios
y la fuerza popular ha destruido los obstáculos que podían detener las
acciones.
Esta resultó más completa que la de América, y, por consiguiente,
menos tranquila en el interior, porque los americanos, conformes con las
leyes civiles y criminales que habían recibido de Inglaterra, no teniendo
que reformar un sistema vicioso de imposiciones, no teniendo que
destruir ni tiranías feudales, ni distinciones hereditarias, ni
corporaciones privilegiadas, ricas o poderosas, ni un sistema de
intolerancia religiosa, se limitaron a establecer nuevos poderes, para
sustituir aquellos que la nación británica había ejercido hasta entonces
sobre ellos. Nada, en estas innovaciones, alcanzó a la masa del pueblo;
nada cambió las relaciones que se habían establecido entre los individuos.
En Francia, por la razón contraria, la revolución tenía que abarcar a la
totalidad de la economía de la sociedad, cambiar todas las relaciones
sociales y llegar hasta los últimos eslabones de la cadena política, incluso
hasta aquellos que, viviendo en paz de sus bienes o de su industria, no
tienen nada que ver con los movimientos públicos, ni por sus opiniones,
ni por sus ocupaciones, ni por motivos de fortuna, de ambición o de
gloria.
Los americanos, que parecían no combatir más que contra los
prejuicios tiránicos de la madre patria, tuvieron como aliados a las
potencias rivales de Inglaterra, en tanto que las otras, celosas de su
riqueza y de su orgullo, apresuraban, con decisiones secretas, el triunfo
de la justicia; así pues, Europa entera pareció unirse contra los
opresores. Los franceses, por lo contrario, han atacado al mismo tiempo
el despotismo de los reyes, la desigualdad política de las constituciones
semilibres, así como el orgullo de los nobles, el dominio, la intolerancia,
las riquezas de los sacerdotes y los abusos del feudalismo, que se cometen
todavía en casi toda Europa; y las potencias de Europa tuvieron que
aliarse en favor de la tiranía. De modo que, en favor de Francia sólo se
elevó la voz de algunos sabios y el voto tímido de los pueblos oprimidos,
socorros que la calumnia se esforzó también en arrebatarle.
Mostraremos por qué los principios en que se han cimentado la
constitución y las leyes de Francia son más puros, más precisos, más
profundos, que los que han dirigido a los americanos; por qué éstas han
escapado de manera mucho más completa a la influencia de toda clase de
prejuicios; cómo la igualdad de derechos no ha sido en ninguna parte
remplazada por esa identidad de intereses, que no es sino su débil e
hipócrita suplemento; cómo ha sustituido los límites de los poderes, ese
vano equilibrio tan largo tiempo admirado; cómo, en una gran nación,
necesariamente dispersa y dividida en gran número de asambleas
aisladas y parciales, se ha osado, por vez primera, otorgar el derecho de
soberanía al pueblo, el de no obedecer más que a leyes cuyo modo de
formación, si fue confiada a representantes, haya sido legitimado por su
aprobación directa; en que si lesionan sus derechos o sus intereses, pueda
siempre obtener su reforma mediante un acto regular de su voluntad
soberana.
Desde el momento en que el genio de Descartes imprimió a los
espíritus este impulso general, primer principio de una revolución en los
destinos de la especie humana, hasta la época afortunada de la entera y
pura libertad social, en que el hombre no ha podido restaurar su
independencia natural sino tras haber pasado por una larga serie de
siglos de esclavitud y de infortunio, el cuadro de los progresos de las
ciencias matemáticas y físicas nos presenta un horizonte inmenso, cuyas
diversas partes hay que distribuir y ordenar si se quiere captar el
conjunto y observar bien las relaciones.
No sólo la aplicación del álgebra a la geometría se convirtió en una
fuente fecunda de descubrimientos en estas dos ciencias, sino que al
demostrar, con este gran ejemplo, cómo los métodos del cálculo de
magnitudes en general podían extenderse a todos los problemas que
tenían por objeto la medición de la extensión, Descartes anunció de
antemano que serían empleados, con el mismo éxito, en todos los objetos
cuyas relaciones son susceptibles de ser evaluadas con precisión, y este
gran descubrimiento, al mostrar por primera vez ese fin último de las
ciencias, el de sujetar todas las verdades al rigor del cálculo, hizo
concebir la esperanza de lograrlo y permitió entrever los medios.
Muy pronto, a este descubrimiento le sucedió el de un cálculo nuevo,
que enseña a encontrar las relaciones de los incrementos o decrementos
sucesivos de una cantidad variable, o a encontrar de nuevo esa misma
cantidad, de acuerdo con el conocimiento de esa relación; sea que les
supongamos a esos incrementos una magnitud finita, sea que busquemos
la relación por el momento en que se desvanecen; método que, al
extenderse a todas las combinaciones de las magnitudes variables, a todas
las hipótesis de sus variaciones, conduce igualmente a determinar, para
todos, los objetos cuyos cambios son susceptibles de medición precisa,
sean las relaciones de sus elementos, sean las relaciones de los objetos
mismos, cuando sus elementos son conocidos.
Debemos a Newton y Leibniz la invención de esos cálculos, cuyo
descubrimiento habían preparado los geómetras de la generación
precedente. Sus progresos, ininterrumpidos desde hace más de un siglo,
han sido la obra y la gloria de varios hombres geniales, y ofrecen, a los
ojos del filósofo que puede observarlos, incluso sin seguirlos, un
monumento imponente de las fuerzas de la inteligencia humana.
Al exponer la formación y los principios de la lengua del álgebra, la
única verdaderamente exacta, verdaderamente analítica, que existe
todavía, la naturaleza de los procedimientos técnicos de esta ciencia, la
comparación de sus procedimientos con las operaciones naturales del
entendimiento humano, mostraremos que si este método no es por sí
mismo más que un instrumento particular de la ciencia de las cantidades,
encierra los principios de un instrumento universal, aplicable a todas las
combinaciones de ideas.
La mecánica racional se convirtió pronto en una ciencia vasta y
profunda. Por fin se conocieron las verdaderas leyes del choque de los
cuerpos, acerca de las cuales se había equivocado Descartes.
Huyghens descubre las del movimiento de un cuerpo en un círculo;
establece, al mismo tiempo, el método para determinar a qué círculo
debe pertenecer cada elemento de una curva. Reuniendo estas dos
teorías, Newton encontró la del movimiento curvilíneo; la aplicó a esas
leyes, siguiendo las cuales Kepier descubrió que los planetas recorrían
sus órbitas elípticas.
Un planeta, supuestamente lanzado al espacio en un momento dado,
con una velocidad y siguiendo una dirección determinada, recorre,
alrededor del Sol, una elipsis, en virtud de una fuerza dirigida hacia ese
astro, proporcional a la razón inversa del cuadrado de las distancias. La
misma fuerza retiene a los satélites en sus órbitas, alrededor del planeta
principal. Esta tendencia es común a todo el sistema de los cuerpos
celestes; es recíproca entre todos los elementos que la componen.
Por ella, la regularidad de las elipsis planetarias se ve perturbada, y el
cálculo explica, con precisión extraordinaria, hasta los matices más
ligeros de esas perturbaciones. Actúa sobre los cometas, que la misma
teoría enseña a determinar las órbitas, a predecir el retomo. Los
movimientos observados en los ejes de rotación de la Tierra y de la Luna
confirman también la existencia de esta fuerza universal. Finalmente,
ésta es la causa de la pesantez de los cuerpos terrestres, en los que parece
constante, porque no podemos observarlos a distancias lo bastante
diferentes entre ellas del centro de acción.
De esta manera, el hombre ha conocido por fin, por vez primera, una
de las leyes físicas del universo, y es única todavía hasta ahora, como la
gloria de quien la ha revelado.
Cien años de trabajos han confirmado esta ley, a la que todos los
fenómenos celestes han parecido estar sometidos con una exactitud
digamos milagrosa; cuantas veces uno de éstos ha parecido sustraerse a
esta ley, esta incertidumbre pasajera no ha tardado en convertirse en el
sujeto de un nuevo triunfo.
La filosofía se ve obligada casi siempre a buscar en las obras de un
hombre genial el hilo secreto que la ha dirigido; pero en este caso el
interés, inspirado por la admiración, ha llevado a descubrir y conservar
anécdotas preciosas, que permiten seguir, paso a paso, la trayectoria de
Newton. Apreciaremos cómo las felices combinaciones del azar
concurren, con los esfuerzos del genio, a la realización de un gran
descubrimiento, y cómo combinaciones menos favorables habrían podido
retardarlo o reservarlo para otras manos.
Pero Newton hizo, quizás, más por los progresos del espíritu humano
que el haber descubierto esta ley general de la naturaleza;
enseñó a los hombres a no admitir en física más que teorías precisas y
calculadas, que diesen razón no sólo de la existencia de un fenómeno, sino
de su cualidad, de su extensión. Sin embargo, se le acusó de renovar las
cualidades ocultas de los antiguos, porque se había circunscrito a
encerrar la causa general de los fenómenos celestes en un hecho sencillo,
cuya observación probaba su indiscutible realidad.
Gran cantidad de problemas de estadística, de dinámica, habían sido
sucesivamente planteados y resueltos, cuando D’Alembert descubre un
principio general, que bastó, por sí solo, para determinar el movimiento
de un número cualquiera de puntos, animados por cualesquiera fuerzas,
y vinculados entre sí por ciertas condiciones. En seguida, extiende este
mismo principio a los cuerpos finitos de una figura determinada; a los
que, elásticos o flexibles, pueden cambiar de figura, pero conforme a
ciertas leyes, y conservando ciertas relaciones entre sus partes; en fin, a
los fluidos mismos, ya sea que conserven la misma densidad, ya sea que
se encuentren en estado de expansibilidad. Se necesitaba un nuevo
cálculo para resolver estos últimos problemas; él no pudo escapar a su
genio; y la mecánica ya no es más que una ciencia de puro cálculo.
Estos descubrimientos pertenecen a las ciencias matemáticas; pero, la
naturaleza, sea de esta ley general de los fenómenos celestes o bien de
estos principios de la mecánica, las consecuencias que se pueden sacar
para el orden eterno del universo pertenecen al campo de la filosofía.
Aprendióse que todo está sujeto a leyes necesarias, que tienden por ellas
mismas a producir o a mantener el equilibrio, a dar origen o a conservar
la regularidad en los movimientos.
El conocimiento de las leyes que presiden los fenómenos celestes, los
descubrimientos del análisis matemático, debían conducir a métodos más
precisos de calcular las apariencias; esta perfección, de la que ni siquiera
se había concebido la esperanza, a la que han sido llevados los
instrumentos de óptica, y esos en los que la exactitud de las divisiones se
convierte en la medida de la de las observaciones; y las máquinas
destinadas a medir el tiempo; el gusto más general por las ciencias, que
se unió al interés de los gobiernos por multiplicar el número de
astrónomos y de observatorios; todas estas causas reunidas aseguraron
los progresos de la astronomía. El cielo se enriqueció para el hombre con
astros nuevos, y se aprendió a determinar y prever con exactitud tanto la
posición como sus movimientos.
La física, que se ha ido liberando poco a poco de las explicaciones
vagas introducidas por Descartes, tal y como se había desembarazado de
los absurdos escolásticos, no fue sino el arte de interrogar a la naturaleza
mediante experiencias, para tratar de deducir en seguida, mediante el
cálculo, hechos más generales.
Se conoce y mide la pesantez del aire; se descubre que la transmisión
de la luz no es instantánea; se calcula la velocidad y los efectos que deben
resultar por la posición aparente de los cuerpos celestes; el rayo solar se
descompone en rayos más simples, diferentemente refrangibles y
diversamente coloreados. Se explica el arco iris y se someten al cálculo los
medios de producir o de hacer que desaparezcan esos colores. La
electricidad, que era conocida tan sólo por la propiedad de algunas
sustancias de atraer los cuerpos ligeros, después de haber sido frotados,
se convierte en uno de los fenómenos generales del universo. Viene a
conocerse la causa del rayo y los medios de dirigirlo. Instrumentos
nuevos se emplean para medir las variaciones en el peso de la atmósfera,
las de la humedad y el grado de temperatura de los cuerpos. Una ciencia
nueva, con el nombre de meteorología, enseña a conocer, y a veces a
prever, los fenómenos atmosféricos, cuyas leyes todavía desconocidas nos
habrá de descubrir un día.
Al presentar el cuadro de estos descubrimientos, mostraremos de qué
manera los métodos empleados por los físicos en sus investigaciones han
sido depurados y perfeccionados; cómo las artes de experimentar, de
construir instrumentos han adquirido sucesivamente más precisión, de
modo que la física no sólo se ha enriquecido cada día con verdades
nuevas, sino que las verdades ya comprobadas han adquirido cada vez
mayor exactitud; y que la observación de hechos ignorados ha llevado a
la medición más rigurosa de todos los detalles.
La física no había tenido que combatir más que contra los prejuicios
de la escolástica y el atractivo, tan seductor para la pereza, de las
hipótesis generales. Otros obstáculos retardaban los progresos de la
química. Se había imaginado que ésta debía encontrar el secreto de hacer
oro, y el de proporcionar la inmortalidad.
Los grandes intereses convierten en supersticioso al hombre. No se
creyó que promesas como ésas, que excitaban las dos pasiones más
fuertes de las almas vulgares, y encendían el amor a la gloria, pudiesen
ser hechas realidad por medios ordinarios; y todo lo que la credulidad
delirante hubo inventado jamás por concepto de extravagancias pareció
reunirse en la cabeza de los químicos.
Pero esos químicos fueron cediendo poco a poco ante la filosofía
mecánica de Descartes, la cual, rechazada a su vez, dio lugar a una
química verdaderamente experimental. La observación de los fenómenos
que acompañan las composiciones y descomposiciones recíprocas de los
cuerpos, la investigación de las leyes de estas operaciones, el análisis de
las sustancias en elementos más simples cada vez, adquirieron una
precisión, un rigor constantemente creciente. Las mismas sustancias
elásticas en un estado de expansibilidad no pudieron ser sustraídas por
largo tiempo a las experiencias. Se supo retenerlos, conservarlos y
combinarlos entre sí. Pero hay que añadir a estos progresos de la química
algunos de esos perfeccionamientos que, abarcando el sistema entero de
una ciencia, y consistiendo todavía más en ampliar los métodos que en
aumentar el número de verdades que forman el conjunto, presagian y
preparan una feliz revolución.
Tal ha sido la formación de una lengua, en la que los nombres que
designan las sustancias expresan unas veces las relaciones o las
diferencias de las que tienen un elemento común, otras veces, la clase a la
que pertenecen; el uso de una escritura científica, en la que esas
sustancias son representadas con caracteres analíticamente combinados,
y que pueden incluso expresar las operaciones más comunes; y las leyes
generales de las afinidades; y el empleo de todos los medios, de todos los
instrumentos, que sirven a la física para calcular, con precisión rigurosa,
el resultado de las experiencias; finalmente, la aplicación del cálculo a los
fenómenos de la cristalización, a las leyes conforme las cuales los
elementos de ciertos cuerpos adquieren, al reunirse, formas regulares y
constantes. Los hombres, que durante largo tiempo no habían sabido
más que explicar mediante sueños supersticiosos o filosóficos la
formación del globo, antes de procurar conocerlo bien, sintieron por fin
la necesidad de estudiar con atención escrupulosa lo mismo la superficie
que esa parte del interior al que nuestras necesidades les han hecho
penetrar, así como las sustancias que se encuentran en ellas, su
distribución fortuita o regular, y la disposición de las masas que han
formado. Han aprendido a reconocer las huellas de la acción lenta y
largo tiempo prolongada del agua del mar, de las aguas terrestres y del
fuego; a distinguir la parte de la superficie y de la corteza exterior del
globo, en donde las desigualdades, la disposición de las sustancias que allí
se encuentran, y a menudo esas sustancias mismas, son la obra de esos
agentes, junto con esa otra porción del globo, formada en gran parte por
sustancias heterogéneas y que llevan las marcas de revoluciones más
antiguas, cuyos agentes todavía desconocemos.
Los minerales, los vegetales, los animales se dividen en diversas
especies, cuyos individuos no difieren sino por variaciones poco
imperceptibles, inconstantes o producidas por causas puramente locales:
varias de estas especies se pueden considerar afines por un número más o
menos grande de cualidades comunes que sirven para establecer
divisiones sucesivas y cada vez más extensas. Los naturalistas han
aprendido a clasificar metódicamente a los individuos, de acuerdo con
caracteres determinados, fáciles de captar, único medio de reconocerlos
en medio de esa gigantesca multitud de seres diversos. Estos métodos son
una especie de lengua real, en la que a cada objeto se le designa por
algunas de sus cualidades más constantes, y por medio de la cual,
conociendo esas cualidades, puede uno volver a encontrar el nombre que
lleva un objeto en la lengua convencional. Esas mismas lenguas, enseñan
además cuáles son, para cada clase de seres naturales, las cualidades
verdaderamente esenciales, cuya reunión implica una semejanza más o
menos completa en el resto de sus propiedades.
Si a veces se ha visto ese orgullo, que exalta ante los ojos de los
hombres los objetos de un estudio exclusivo a los conocimientos
obtenidos con penoso esfuerzo, dar a estos métodos una importancia
exagerada, y tomar por la ciencia misma aquello que no pasa de ser, de
alguna manera, sin o el diccionario y la gramática de su lengua real;
incurriendo, a menudo también, en un exceso contrario, en una falsa
filosofía que rebaja demasiado el valor de esos mismos métodos, al
confundirlos con nomenclaturas arbitrarias, indiferentes, y no ideas y
relaciones, sino palabras y símbolos convencionales.
El análisis químico de las sustancias que ofrecen los tres grandes
reinos de la naturaleza, la descripción de la forma exterior de los
minerales, el cuadro de sus cualidades físicas, la descripción de las
plantas y de sus propiedades usuales, la historia de su desarrollo, de su
nutrición y de su reproducción; la descripción de su anatomía, la historia
de sus costumbres, la relación de estos seres entre ellos, tanto en su
composición química como en sus formas, sus diversas cualidades, la
reciprocidad de sus influencias, esta cadena cuyos eslabones sucesivos
conducen desde la materia bruta hasta el más débil grado de
organización, desde la materia organizada hasta aquella que exhibe los
primeros indicios de sensibilidad y de movimiento espontáneo, y,
finalmente, desde esta última hasta el hombre; las relaciones de todos
estos seres con él, sea relativamente a sus necesidades, sea en las
analogías que lo emparentan con ellos o las diferencias que lo separan.
Tal es el cuadro que hoy nos ofrece la historia natural.
El hombre físico es asimismo objeto de una ciencia aparte, la
anatomía, que, en su acepción general, abarca la fisiología, esa ciencia
que un respeto supersticioso por los muertos la había retardado, se ha
visto beneficiada gracias al debilitamiento general de los prejuicios, y ha
felizmente opuesto ese interés por su propia conservación, que le ha
conciliado el apoyo de los hombres poderosos. Sus progresos han sido
tales, que parecen, de alguna manera, haberse agotado y esperar la
introducción de instrumentos más perfectos y métodos nuevos; y buscar,
en la comparación entre las partes de los animales y las del hombre, entre
sus órganos, entre la manera en que se ejercen sus funciones, las
verdades que la observación parece negarle. Casi todo lo que el ojo del
observador, auxiliado por el microscopio, ha podido descubrir, ha sido ya
revelado. Se tiene necesidad del auxilio de las experiencias, tan útil para
el progreso de las demás ciencias, y la naturaleza de su objeto parece
todavía alejar de ella ese medio tan necesario ahora para su
perfeccionamiento.
La circulación de la sangre era conocida desde hacía mucho tiempo;
pero he aquí lo que la fisiología, en esta época brillante, ha sabido
descubrir y fundamentar en observaciones válidas: la disposición de los
vasos que llevan el quilo destinado a mezclarse con ella para reparar las
pérdidas; la existencia de un jugo gástrico, que dispone los alimentos
para su descomposición necesaria, para separar la porción propia para
ser asimilada con los fluidos circulantes, con la materia orgánica; los
cambios que experimentan las diversas partes, los diversos órganos, en el
espacio que separa la concepción del nacimiento, y, después de esta
época, en las diferentes edades de la vida; la distinción de las partes
dotadas de sensibilidad, o de esta irritabilidad, propiedad descubierta
por Haller, y común a casi todos los seres organizados; y tantas verdades
importantes deben ser dispensadas por esas explicaciones mecánicas,
químicas, orgánicas, que, sucediéndose unas a otras, la'han sobrecargado
de hipótesis funestas para los progresos de la ciencia, peligrosas cuando
su aplicación se extiende hasta la medicina.
Al cuadro de las ciencias debemos unir el de las artes, que, apo-
yándose en ellas, han adquirido un sesgo más seguro, y han roto las
cadenas con que hasta entonces la rutina las había sujetado.
Mostraremos la influencia que los progresos de la mecáncia, los de la
astronomía, de la óptica y del arte de medir el tiempo, han ejercido sobre
el arte de construir, de mover, de dirigir los natíos. Expondremos de qué
manera el aumento del número de observadores, la habilidad superior
del navegante, una exactitud más rigurosa en las determinaciones
astronómicas de las posiciones y en los métodos topográficos, han hecho
que se conozca por fin este globo, todavía casi ignorado a fines del siglo
pasado; en qué medida las artes mecánicas propiamente dichas han
debido su perfeccionamiento al del arte de construir los instrumentos, las
máquinas, los oficios, y éste a los progresos de la mecánica y de la física;
lo que deben estas mismas artes a la ciencia de emplear los motores ya
conocidos, con menos gastos y pérdidas, o a la invención de motores
nuevos.
Veremos a la arquitectura tomar de la ciencia del equilibrio y de la
teoría de los fluidos, los medios para dar a las bóvedas formas más
cómodas y menos dispendiosas, sin temor de alterar la solidez de las
construcciones; de oponer al esfuerzo de las aguas una resistencia
calculada con mayor seguridad, para dirigir su curso, para emplearlas en
canales con más pericia y éxito.
Veremos a las artes químicas enriquecerse con procedimientos
nuevos; depurar, simplificarlos antiguos métodos, desembarazarse de
todo lo que la rutina había introducido de sustancias inútiles o nocivas,
de prácticas vanas o imperfectas; mientras se descubrían, al mismo
tiempo, los medios para prevenir parte de los peligros, a menudo
terribles, a que estaban expuestos los obreros; y que, de tal modo, al
procurar más disfrutes, más riquezas, ya no lo hacían a costa de
sacrificios tan dolorosos, ni con tantos remordimientos.
Entretanto, la química, la botánica, la historia natural, difundían una
luz fecunda sobre las artes económicas, sobre el cultivo de los vegetales
destinados a nuestras diversas necesidades; sobre el arte de alimentar, de
reproducir, de conservar a los animales domésticos, de perfeccionar las
razas, de mejorar los productos; sobre el de preparar y conservar el
rendimiento de la tierra, o aquellos géneros que nos proporcionan los
animales.
La cirugía y la farmacia se convierten en artes casi nuevas, desde el
momento en que la anatomía y la química las socorren con guías más
racionales y seguras.
La medicina, que, en la práctica, debe ser considerada como un arte,
se libra al menos de sus falsas teorías, de su jerga pedante, de su rutina
asesina, de su sumisión servil a la autoridad de los hombres, a las
doctrinas de las facultades; aprende a no creer más que en la experiencia.
Ha multiplicado sus medios, sabe combinai'los y emplearlos mejor; y si,
en algunas partes, sus progresos son hasta cierto punto negativos, al
limitarse a la destrucción de prácticas peligrosas, de prejuicios nocivos,
los métodos nuevos de estudio de la medicina química y de combinar las
observaciones anuncian progresos reales y más amplios.
Trataremos, sobre todo, de' seguir esa marcha del genio de las
ciencias, el cual desciende unas veces de una teoría abstracta y profunda
a aplicaciones sabias y delicadas; simplifica en seguida sus medios,
proporcionándolos a las necesidades, para terminar por propagar sus
beneficios sobre las prácticas más vulgares; mientras otras veces,
despertado por las necesidades de esta misma práctica, busca en las
especulaciones más elevadas, los recursos que los conocimientos comunes
habrían rechazado.
Haremos patente que las declamaciones contra la inutilidad de las
teorías, incluso respecto a las artes más simples, lo único que han logrado
probar ha sido la ignorancia de los declamadores, y en ocasiones la de los
hombres que aplicaron esas teorías. Mostraremos que no se debe a la
profundidad de esas teorías, sino antes bien a su imperfección, a lo que
hay que atribuir la inutilidad o los efectos funestos de tantas aplicaciones
desafortunadas.
Estas observaciones nos llevarán a esta verdad general, de que, en
todas las artes, las verdades teóricas son modificadas necesariamente en
la práctica; que existen inexactitudes realmente inevitables, cuyo efecto
debemos esforzarnos en disminuir, sin caer en la quimérica esperanza de
prevenirlos; que gran número de datos relativos a las necesidades, a los
medios, a los tiempos, a los gastos, necesariamente descuidados en la
teoría, tienen que formar parte del problema relativo a una práctica
inmediata y real; y que, en fin, al introducir estos datos con habilidad,
que es verdaderamente el genio de la práctica, se puede, a la vez,
franquear los límites estrechos en que los prejuicios contra la teoría
amenazan con retener las artes, y prevenir los errores en que un uso
torpe de la teoría podría hacemos incurrir.
Las ciencias, que se habían dividido, no han podido extenderse sin
acercarse unas a otras, sin que se estableciesen puntos de contacto entre
ellas.
La exposición de los progresos de cada ciencia bastaría para mostrar
cuál ha sido, en varias de ellas, la utilidad de la aplicación inmediata del
caálculo; en qué medida, en casi todas, ha podido ser empleado para dar
a las experiencias y a las observaciones mayor precisión; lo que han
debido a la mecánica que les ha proporcionado instrumentos más
perfectos y más exactos; hasta qué punto el descubrimiento de Jos
microscopios y el de los instrumentos meteorológicos han contribuido al
perfeccionamiento de la historia natural; lo que esta ciencia debe a la
química, la única que ha podido conducirla a un conocimiento más
profundo de los objetos que estudia, al revelarle la naturaleza más
íntima, las diferencias más esenciales, al mostrarle la composición y los
elementos; en tanto que la historia natural ofrecía a la química tantos
productos para separar y recoger, tantas operaciones a ejecutar, tantas
combinaciones formadas por la naturaleza, cuyos verdaderos elementos
era preciso separar, y a veces descubrir e incluso imitar el secreto; en fin,
cuáles han sido los socorros mutuos que se han prestado la física y la
química, y cuántos ha recibido ya la anatomía de la historia natural o de
las ciencias.
Esto no es todo todavía. Varios geómetras han dado métodos
generales para encontrar, según las observaciones, las leyes empíricas de
los fenómenos, métodos que se extienden a todas las ciencias, puesto que
pueden conducir igualmente a conocer, sea la ley de los valores sucesivos
de una misma cantidad para una serie de instantes o de posiciones, sea
aquélla de acuerdo con la cual se distribuyen, o propiedades diversas, o
valores diversos de una cualidad semejante, entre un número dado de
objetos.
Ya algunas aplicaciones han demostrado que es posible emplear con
éxito la ciencia de las combinaciones para disponer las observaciones, a
fin de poder captar con mayor facilidad las relaciones, los resultados y el
conjunto.
Las del cálculo de probabilidades hacen presagiar el grado en que
pueden concurrir a los progresos de las demás ciencias; aquí, deter-
minando la verosimilitud de los hechos extraordinarios, y enseñando a
juzgar si deben ser rechazados o si, por el contrario, merecen ser
verificados; allí, calculando la del retorno constante de esos hechos que se
presentan a menudo en la práctica de las artes, y que no están vinculados
por sí mismos a un orden considerado ya como ley general; tal es, por
ejemplo, en medicina, el efecto saludable de ciertos remedios, el éxito de
ciertos preservativos. Estas aplicaciones nos muestran también cuál es la
probabilidad de que un conjunto de fenómenos sea el resultado de la
intención de u» ser inteligente, o la consecuencia de otros fenómenos
coexistentes o que lo han precedido; y la que debe atribuirse a esa causa
necesaria y desconocida a la que llamamos azar, palabra cuyo verdadero
sentido sólo el estudio de ese cálculo nos puede dar a conocer bien.
Ellas nos han enseñado también a reconocer los diversos grados de
certidumbres que podemos esperar alcanzar, la verosimilitud conforme a
la cual podemos adoptar una opinión, convertirla en fundamento de
nuestros razonamientos, sin lastimar los derechos de la razón y la regla
de nuestra conducta, sin faltar a la prudencia ni ofender a la justicia. Nos
muestran cuáles son las ventajas o los inconvenientes de las diversas
formas de elección, de los diversos modos de toma de decisiones por
mayoría de votos; los diferentes grados de probabilidad que pueden dar
por resultado; el que el interés público debe exigir conforme a la
naturaleza de cada cuestión; los medios, sea de obtenerla casi con
seguridad cuando la decisión no es necesaria, o cuando, siendo desiguales
los inconvenientes de los dos partidos, uno de ellos no puede ser legítimo
mientras se mantenga por debajo de esta probabilidad; cuando, al
contrario, la decisión es necesaria, y cuando la más débil verosimilitud
basta para aceptarla.
Entre el número de estas aplicaciones, podemos contar también al
examen de la probabilidad de los hechos, para quien no puede apoyar su
adhesión sobre sus propias observaciones; probabilidad que es resultado
de la autoridad de los testimonios o de la conexión de estos hechos con
otros inmediatamente observados.
¡Hasta qué punto las investigaciones sobre la duración de la vida de
los hombres, sobre la influencia que ejerce sobre esta duración la
diferencia de sexo, de temperatura, de clima, de profesión, de gobierno,
de hábitos cotidianos; sobre la mortalidad resultado de las diversas
enfermedades; sobre los cambios que experimenta la población; sobre la
amplitud de la acción de las diversas causas que producen esos cambios;
sobre la manera como se encuentra distribuida en cada país, según la
edad, el sexo, la ocupación; hasta qué punto, repito, no podrán ser útiles
estas investigaciones para el conocimiento físico del hombre, para la
medicina y para la economía pública!
¡Cuánto no ha utilizado estos mismos cálculos para el establecimiento
de las rentas vitalicias, de las tontinas, de las cajas de acumulación y de
socorros, de las cámaras de toda clase de seguros!
¿Acaso no es necesaria la aplicación del cálculo a esta parte de la
economía pública que comprende la teoría de las medidas, la de las
monedas, la banca, las operaciones financieras, en fin, la de los
impuestos, de su reparto establecido por la ley, de su distribución real,
que tan a menudo se desvía, de sus efectos sobre todas las partes del
sistema social?
¡Cuántas cuestiones importantes en esta misma ciencia no se han
podido resolver más que con el auxilio de los conocimientos adquiridos
sobre la historia natural, sobre la agricultura, sobre la física vegetal,
sobre las artes mecánicas o químicas!
En pocas palabras, tal ha sido el progreso general de las ciencias, que,
por así decirlo, no hay ninguna que pueda ser abarcada en toda su
amplitud en sus principios, sin verse obligada a solicitar el auxilio de
todas las demás.
Al presentar este cuadro de las verdades nuevas con que se enriquece
cada ciencia y de lo que cada una debe a la aplicación de las teorías o de
los métodos que parecen pertenecer más particularmente a
conocimientos de otro orden, buscaremos saber cuál es la naturaleza y el
límite de las verdades a las que la observación, la experiencia, la
meditación pueden conducirnos en cada ciencia; averiguaremos
igualmente en qué consiste precisamente, para cada una de ellas, el
talento de la invención, esa primera facultad de la inteligencia humana, a
la cual se ha dado el nombre de genio; mediante qué operaciones el
espíritu humano puede realizar los descubrimientos que pretende, o
algunas veces ser llevado a realizar algunos que no buscaba, que ni
siquiera había podido prever. Mostraremos de qué manera los métodos
que nos llevan a esos descubrimientos pueden llegar a su agotamiento, de
modo que la ciencia se vea obligada, de cierta manera, a detenerse, si
nuevos métodos no le proporcionan un nuevo instrumento al genio, o no
le facilitan el uso de aquellos que no puede ya emplear sin consumirle
demasiado tiempo y fatigas.
Si nos limitásemos a mostrar las ventajas que se han desprendido de
las ciencias en sus usos inmediatos, o en sus aplicaciones en las artes, sea
para el bienestar de los individuos, sea para la prosperidad de las
naciones, no habríamos dado a conocer aún más que una escasa parte de
sus beneficios.
El más importante puede ser el de haber destruido los prejuicios, y
enderezado de alguna manera la inteligencia humana, forzada a plegarse
a las directivas falsas que le imponían las creencias absurdas,
transmitidas durante la infancia de cada generación con los terrores de la
superstición y el miedo a la tiranía.
Todos los errores en materia de política, de moral, tienen como base
errores filosóficos, vinculados ellos mismos a errores físicos. No existe ni
un sistema religioso, ni una extravagancia sobrenatural, que no se
fundamenten en la ignorancia de la naturaleza. Los inventores, los
defensores de estos absurdos no pudieron prever el perfeccionamiento
sucesivo del espíritu humano. Convencidos de que los hombres sabían en
su tiempo todo lo que podrían jamás llegar a saber, y de que creerían
siempre lo que creían entonces, apoyaron con confianza sus ensoñaciones
en las opiniones generales de su país y de su siglo.
Los progresos de los conocimientos físicos son incluso tan funestos
para estos errores, que a menudo los destruyen sin parecer atacarlos, y al
descargar sobre quienes se obstinan en defenderlos el ridículo
envilecedor de la ignorancia.
Al mismo tiempo, el hábito de razonar con exactitud sobre los objetos
de estas ciencias, las ideas precisas que proporcionan sus métodos, los
medios para reconocer o para demostrar una verdad deben conducir
naturalmente a comparar el sentimiento que nos fuerza a adherimos a
opiniones fundadas en motivos reales de credibilidad y la que nos apega a
nuestros prejuicios habituales, o que nos obliga a ceder ante la
autoridad; y esta comparación basta para aprender a desconfiar de estas
últimas opiniones, para sentir que no se las cree realmente, incluso
cuando se vanagloria de creerlas, de que se las profesa con la más pura
sinceridad. Ahora bien, este secreto, una vez descubierto, hace que su
destrucción sea rápida y cierta.
En fin, esta marcha de las ciencias físicas que no perturban ni las
pasiones ni los intereses, en donde no se cree que el nacimiento, la
profesión, los cargos den derecho a juzgar lo que no se tiene capacidad de
entender; esta marcha más segura no podía ser observada sin que los
hombres instruidos buscasen en las demás ciencias la manera de
asemejárseles cada vez más; a cada paso, les ofrecían el modelo que
debían seguir, de acuerdo con el cual podían juzgar sus propios
esfuerzos, reconocer los falsos caminos por los que se podrían haber
extraviado, defenderse tanto del pirronismo como de la credulidad, de
una sumisión excesiva incluso respecto a la autoridad de las luces y del
prestigio.
El análisis metafísico, sin duda, conducía a los mismos resultados;
pero sólo proporcionaba preceptos abstractos, en tanto que aquí los
mismos principios abstractos, puestos en acción, eran aclarados con el
ejemplo y fortificados por el éxito.
Hasta esta época, las ciencias no habían sido más que el patrimonio de
unos cuantos hombres; ahora se han tomado comunes, y se acerca el
momento en que sus elementos, sus principios, sus métodos más sencillos
habrán de ser verdaderamente populares. Será entonces cuando su
interés por las artes, su influencia en la precisión general de los espíritus
tendrá una utilidad verdaderamente universal.
Observaremos los progresos de las naciones europeas en la ins-
trucción, sea de los niños, sea de los hombres; progresos escasos hasta
ahora, si se toma en consideración únicamente al sistema filosófico de
esta enseñanza, que casi en todas partes está entregada a los prejuicios
escolásticos; pero progresos que han sido muy rápidos, si se piensa en la
amplitud y naturaleza de los objetos de la enseñanza, que, no abarcando
casi más que conocimientos reales, encierra los elementos de casi todas
las ciencias, en tanto que los hombres, sin importar su edad, encuentran
en los diccionarios, en los compendios, en los diarios, las luces de que
tienen necesidad, aun cuando no siempre sean lo bastante puras.
Examinaremos cuál ha sido la utilidad de unir la instrucción oral de las
ciencias a la que se obtiene inmediatamente a través de los libros y el
estudio; si se ha obtenido alguna ventaja de que el trabajo de hacer
compilaciones se haya convertido en un auténtico oficio, un medio de
subsistencia, lo que ha aumentado mucho el número de obras mediocres,
pero ha multiplicado también, para los hombres poco instruidos, los
medios para adquirirlos conocimientos comunes. Expondremos la
influencia que han ejercido sobre los progresos del espíritu humano las
sociedades científicas, barrera que durante largo tiempo aún será útil
levantar contra la charlatanería y el falso saber; finalmente, haremos la
historia de los estímulos proporcionados por los gobiernos para los
progresos del espíritu humano, así como de los obstáculos que a menudo
han opuesto en un mismo país y en una misma época; pondremos al
descubierto cuáles han sido los prejuicios o aquellos principios
maquiavélicos que dirigieron en esta oposición a la marcha de los
espíritus hacia la verdad; cuáles opiniones de política interesada, o
incluso de bien público, los han guiado, cuando al parecer, por el
contrario, querían acelerarla y protegerla.
El cuadro de las bellas artes no ofrece resultados menos brillantes. La
música se ha convertido, de cierta manera, en un arte nuevo, al mismo
tiempo que la ciencia de las combinaciones y la aplicación del cálculo a
las vibraciones del cuerpo sonoro, y a las oscilaciones del aire, han
aclarado la teoría. Las artes del dibujo, que ya habían pasado de Italia a
Flandes, a España, a Francia, se elevaron, en este último país a ese mismo
grado a que las había llevado Italia en la época precedente, y se han
sostenido con más brillo que en la propia Italia. El arte de nuestros
pintores es el de los Rafael y de los Carracci. Todos sus medios,
conservados en las escuelas, lejos de perderse, se han difundido más. Sin
embargo, ha transcurrido demasiado tiempo sin producir el genio que
pueda comparárseles, para no atribuir más que al azar esta larga
esterilidad. Y no es que los medios del arte se hayan agotado, sino que los
grandes éxitos se han tomado realmente más difíciles. No es que la
naturaleza nos haya rehusado órganos tan perfectos como los de los
italianos del siglo xvi; es únicamente a los cambios en la política, en las
costumbres, a lo que hay que atribuir no la decadencia del arte, sino la
debilidad de sus producciones.
Las letras, cultivadas en Italia con menos éxito, pero sin haber
degenerado, han realizado, en la lengua francesa, progresos que la han
hecho merecedora del honor de convertirse, en cierto modo, en la lengua
universal de Europa.
El arte trágico, en manos de Corneille, de Racine, de Voltaire, se ha
elevado, mediante progresos sucesivos, a una perfección hasta entonces
desconocida. El arte cómico le debe a Molière haber llegado con mayor
prontitud a una altura que ninguna nación han podido alcanzar todavía.
En Inglaterra, desde comienzos de esta época, y desde un tiempo más
próximo al nuestro, en Alemania, la lengua se ha perfeccionado. El arte
de la poesía, el de escribir en prosa, han sido sometidos, pero con menos
docilidad que en Francia, a esas reglas universales de la razón y de la
naturaleza que deben dirigirlos. Son igualmente verdaderas para todas
las lenguas, para todos los pueblos, aunque hasta ahora sólo un pequeño
número las haya podido conocer, y elevado hasta ese gusto preciso y
seguro, que no es más que el sentimiento de esas mismas reglas, que
presidieron las composiciones de Sófocles y de Virgilio, lo mismo que las
de Pope y de Voltaire, y que enseñó a los griegos, a los romanos, así como
a los franceses, a conmoverse por las mismas bellezas e irritarse por los
mismos defectos.
Mostraremos lo que, en cada nación, ha favorecido o retardado los
progresos de tales artes; por qué causas los diversos géneros de poesía o
de obras en prosa han alcanzado, en los diferentes países, una perfección
tan desigual, y cómo esas reglas universales pueden, sin lesionar siquiera
los principios que son su fundamento, ser modificadas por las
costumbres, por las opiniones de los pueblos que deben disfrutar de las
producciones de esas artes, y por la naturaleza misma de los usos a que
están destinados sus diversos géneros. Así, por ejemplo, la tragedia,
recitada todos los días delante de un pequeño número de espectadores en
una sala de cortas dimensiones, no puede tener las mismas reglas
prácticas que la tragedia cantada sobre un teatro inmenso, en las fiestas
solemnes a las que todo un pueblo está invitado. Trataremos de
demostrar que las reglas del gusto tienen la misma generalidad, la misma
constancia, pero son susceptibles del mismo género de modificaciones
que las demás leyes del universo moral y físico, cuando es preciso
aplicarlas a la práctica inmediata de un arte usual.
Mostraremos cómo la impresión, al multiplicar y difundir las obras
destinadas a ser leídas públicamente o recitadas, las transmite a un
número de lectores incomparablemente más grande que el de los
auditores; y cómo casi todas las decisiones importantes tomadas en
asambleas numerosas están determinadas por la instrucción que sus
miembros reciben por la lectura, lo que ha dado como resultado, entre
las reglas del arte de persuadir en los antiguos y en los modernos,
diferencias análogas a las del efecto que debe producir y de los medios
que emplea; cómo, finalmente, en los géneros en los que, aun entre los
antiguos, se limitaba uno a la lectura de obras, como en la historia o la
filosofía, la facilidad que otorga la invención de la imprenta para
entregarse a más desarrollos y detalles, ha tenido que influir también en
esas reglas.
Los progresos de la filosofía y de las ciencias han extendido, han
favorecido los de las letras, y éstas han servido para hacer más fácil el
estudio de las ciencias y más popular el de la filosofía. Se han prestado
mutuo apoyo, a pesar de los esfuerzos de la ignorancia y de la tontería
para desunirlas, para convertirlas en enemigas. La erudición, a la que la
sumisión a la autoridad humana, el respeto por las cosas antiguas,
parecían destinar a apoyar la causa de los prejuicios nocivos; la
erudición, ha ayudado, sin embargo, a destruirlos, porque las ciencias y
la filosofía le han prestado la antorcha de una crítica más sana. Ella ya
sabía valorar a las autoridades, comparar a unas con otras; ha
terminado por someterlas a sí mismas al tribunal de la razón. Había
rechazado los prodigios, los cuentos absurdos, los hechos contratrios a la
verosimilitud; pero, al atacar los testimonios, para no ceder más que ante
aquel que pudiese superar la inverosimilitud física o moral de los hechos
extraordinarios.
Así pues, todas las ocupaciones intelectuales de los hombres, por más
diferentes que sean en cuanto a su objeto, su método o por las cualidades
espirituales que exigen, han concurrido hacia un objetivo único: los
progresos de la razón humana. Así, en efecto, del sistema íntegro de los
trabajos de los hombres puede decirse lo mismo que de una obra bien
hecha, cuyas partes, distinguidas con método, deben estar, no obstante,
estrechamente ligadas entre sí, para conformar un solo todo y tender a
un fin único.
Y dirigiendo ahora una mirada general sobre la especie humana,
mostraremos que el descubrimiento de los verdaderos métodos en todas
las ciencias, la amplitud de las teorías que encierran, su aplicación a
todos los objetos de la naturaleza, a todas las necesidades de los hombres,
las líneas de comunicación que se han establecido entre ellas, el gran
número de quienes las cultivan, en fin, la multiplicación de las imprentas,
bastan para decirnos que ninguna de ellas puede descender en lo sucesivo
del punto que ha alcanzado. Mostraremos que los principios de la
filosofía, las máximas de la libertad, el conocimiento de los auténticos
derechos del hombre y de sus intereses reales, se han propagado a gran
número de naciones, y dirigen en cada una de ellas las opiniones de un
sinnúmero de hombres instruidos, para que se pueda temer que algún
día volviesen a caer en el ol vido.
Expondremos asimismo el que las dos lenguas más difundidas, son
también las lenguas de dos pueblos que disfrutan de la más cabal
libertad; que son los que mejor conocen los principios; de manera que
ninguna liga de tiranos, ninguna de las combinaciones políticas posibles,
puede impedir que se defiendan enérgicamente, en estas dos lenguas, los
derechos de la razón, así como los de la libertad.
Pero, si todo nos dice que el género humano no debe recaer en su
antigua barbarie; si todo nos debe tranquilizar contra ese sistema
pusilánime y corrupto, que lo condena a oscilaciones eternas entre la
verdad y el error, la libertad y la servidumbre, vemos al mismo tiempo
que las luces no ocupan todavía más que una pequeña parte del mundo, y
que el número de quienes realmente las poseen desaparece ante la masa
de los hombres sometidos a los prejuicios y a la ignorancia. Vemos vastas
regiones reducidas a la esclavitud, en las que no vemos sino a naciones
degradadas por los vicios de una civilización cuya corrupción ha frenado
su marcha, o a otras que vegetan todavía en la infancia de sus primeras
épocas. Vemos que los trabajos de estas últimas épocas han hecho mucho
por los progresos del espíritu humano, pero poco por el
perfeccionamiento de la especie humana; mucho por la gloria del
hombre, algo por su libertad, casi nada para su felicidad. En algunos
puntos, nuestros ojos son deslumbrados por una luz resplandeciente;
pero densas tinieblas cubren todavía un inmenso horizonte. El alma del
filósofo descansa consolada sobre un pequeño número de objetos; pero el
espectáculo de la estupidez, de la esclavitud, de la extravagancia, de la
barbarie, lo aflige con frecuencia aún; y el amigo de la humanidad no
puede disfrutar de sus más dulces placeres sino abandonándose a las
esperanzas del porvenir.
Tales son los objetos que deben formar parte de un cuadro histórico
de los progresos del espíritu humano. Al presentarlos, trataremos de
mostrar, sobre todo, las influencias de estos progresos en las opiniones,
en el bienestar de la masa general de las diversas naciones, en las
distintas épocas de su existencia política; señalaremos cuáles han sido las
verdades que han conocido, de cuáles errores se han desembarazado,
cuáles hábitos virtuosos han contraído, qué nuevo desarrollo de sus
facultades ha establecido una proporción más feliz entre esas facultades y
sus necesidades; y, desde un punto de vista opuesto, de cuáles prejuicios
han sido esclavos, cuáles han sido las supersticiones religiosas o políticas
introducidas, mediante qué vicios han sido corrompidos por la
ignorancia o el despotismo, a qué desdichas la violencia o su propia
degradación las han sometido.
Hasta aquí, la historia política, como la de la filosofía de las ciencias,
no ha sido sino la historia de algunos hombres; lo que constituye
verdaderamente la especie humana, la masa de las familias que subsisten
casi por entero de su trabajo, ha sido olvidada; e incluso entre la clase de
aquellos que, dedicados a profesiones públicas, actúan, no para ellos
mismos, sino para la sociedad, cuya ocupación es la de instruir, gobernar,
defender, auxiliar a otros hombres, sólo los jefes han atraído las miradas
de los historiadores.
Para la historia de los individuos, basta con recogerlos datos; pero la
de una masa de hombres no puede apoyarse más que en observaciones; y
para elegirlas, para captar los rasgos esenciales, se precisa ya del
conocimiento, y casi otro tanto de filosofía para emplearlo bien.
Por lo demás, esas observaciones tienen aquí por objeto las cosas
comunes, que saltan a la vista de todos, y que cualquiera puede conocer
por sí mismo, de desearlo. Así, casi todas las observaciones que se han
recogido se deben a viajeros, han sido hechas por extranjeros, porque
estas cosas, triviales en el sitio en que existen, se convierten en objeto de
curiosidad. Ahora bien, por desgracia, casi todos esos viajeros son
observadores inexactos; ven las cosas con demasiada rapidez, a través de
los prejuicios de su propio país, y a menudo con los ojos de los hombres
de la comarca que recorren. Consultan apenas con quienes el azar los ha
relacionado.
Por consiguiente, no sólo a la bajeza de los historiadores, como se les
ha reprochado con justicia a los de las monarquías, debemos atribuir la
penuria de monumentos con los cuales podemos trazar esta paite, la más
importante de la historia de los hombres.
Sólo imperfectamente puede remediarse esa escasez mediante el
conocimiento de las leyes, de los principios prácticos de gobierno y de
economía política, o por el de las religiones, de los prejuicios generales.
En efecto, la ley escrita y la ley ejecutada, los principios de quienes
gobiernan, y la manera como su acción es modificada por el espíritu de
quienes son gobernados, la institución tal cual emana de los hombres que
la forman, y la institución realizada, la religión de los libros y la del
pueblo, la generalidad pública de un prejuicio, y la adhesión real que
obtiene, pueden diferir hasta tal punto que los efectos dejen de responder
absolutamente a esas causas públicas y conocidas.
Es esta parte de la historia de la especie humana, la más oscura, la
más relegada, y para la cual los monumentos nos ofrecen tan escasos
materiales, por lo que se debe poner el máximo de atención en este
cuadro; y, sea que se dé cuenta y razón de un descubrimiento, de una
teoría importante, de un nuevo sistema de leyes, de una revolución
política, se deberá ocupar uno de determinar qué efectos deberían
resultar para la porción más numerosa de cada sociedad; pues tal es el
verdadero objeto de la filosofía, puesto que todos los efectos intermedios
de esas mismas causas no pueden ser entendidos sino como medios para
obrar sobre esta porción que constituye la masa del género humano.
Cuando se llega a este último eslabón de la cadena, la observación de
los acontecimientos del pasado, lo mismo que los conocimientos
adquiridos por la meditación, pasan a ser auténticamente útiles. Luego
de llegar a este término, pueden los hombres apreciar sus títulos reales de
gloria, o disfrutar con placer inequívoco de los progresos de su razón; en
eso solamente se puede juzgar del verdadero perfeccionamiento de la
especie humana.
Esta idea, totalmente relacionada con este último punto, está dictada
por la justicia y la razón; pero uno se sentiría tentado de considerarla
quimérica; sin embargo, no lo es: nos bastará aquí demostrarlo mediante
dos ejemplos sobresalientes.
La posesión de los objetos de consumo más comunes que satisfacen
con cierta profusión e indulgencia las necesidades del hombre cuyas
manos fertilizan nuestros suelos, se debe a los prolongados esfuerzos de
una industria secundada por la irradiación de las ciencias; y, entonces,
esta posesión se vincula, históricamente, con la victoria obtenida en la
batalla de Salamina, sin la cual las tinieblas del despotismo oriental
hubieran amenazado con envolver la tierra entera. El marinero, al que
una exacta observación de la longitud preserva del naufragio, debe la
vida a una teoría que, en virtud de una cadena de verdades, se remonta a
descubrimientos realizados en la escuela de Platón, que permanecieron
enterrados durante 20 siglos en total inutilidad.

DÉCIMA ÉPOCA
DE LOS PROGRESOS FUTUROS DEL ESPÍRITU HUMANO
Si el hombre puede predecir, con casi entera seguridad, los fenómenos
cuyas leyes conoce; si puede, aun cuando le sean desconocidas esas leyes,
apoyándose en la experiencia del pasado, prever, con notable
probabilidad, los acontecimientos del porvenir, ¿por qué habríamos de
considerar quimérica la empresa de trazar con cierta verosimilitud el
cuadro de los destinos futuros de la especie humana, de acuerdo con los
resultados de su historia? El único fundamento de la creencia en las
ciencias naturales es esa idea de que las leyes generales, conocidas o
ignoradas, que regulan los fenómenos del universo, son necesarias y
constantes; y ¿por qué razón este principio sería menos verdadero para
desarrollo de las facultades intelectuales y morales del hombre que para
las demás operaciones de la naturaleza? En fin, puesto que opiniones
formadas de acuerdo con la experiencia del pasado, respecto de objetos
del mismo orden, constituyen la única regla de conducta de los hombres
más sabios, ¿por qué se le habría de prohibir al filósofo apoyar sus
conjeturas sobre esa misma base, siempre que no les atribuya una certeza
superior a la que puede nacer del número, de la constancia, de la
exactitud de las observaciones?
Nuestras esperanzas en cuanto al destino futuro de la especie humana
pueden reducirse a tres cuestiones: la destrucción de la desigualdad entre
las naciones; los progresos de la igualdad en un mismo pueblo; en fin, el
perfeccionamiento real del hombre. ¿Alcanzarán todas las naciones
algún día el estado de civilización a que han llegado los pueblos más
instruidos, los más libres, los más exentos de prejuicios, como lo son los
franceses y los angloamericanos? Esa distancia inmensa que separa a
estos pueblos de la servidumbre de los indios, de la barbarie de las
poblaciones africanas, de la ignorancia de los salvajes, ¿habrá de
desvanecerse poco a poco?
¿Existen, en el globo, sitios en los que la naturaleza haya condenado a
sus habitantes a no disfrutar jamás de la libertad, a nunca ejercer su
razón?
¿Esta diferencia de luces, de medios o de riquezas, observada hasta
ahora en todos los pueblos civilizados, entre las diferentes clases que los
componen; esta desigualdad, que los primeros progresos de la sociedad
ha aumentado, y, por así decirlo, producido, depende de la civilización
misma o de las imperfecciones actuales del arte social? ¿Deberá
atenuarse continuamente para ceder su lugar a esa igualdad de hecho, fin
último del arte social, el cual, al disminuir incluso los efectos de la
diferencia natural de las facultades, no permite que subsista más que una
desigualdad útil a los intereses de todos, porque favorecerá los progresos
de la civilización, de la instrucción y de la industria, sin acarrear ni
dependencia, ni humillación, ni miseria; en pocas palabras, se acercarán
los hombres a ese estado en el que todos tendrán las luces necesarias para
conducirse de acuerdo con su propia razón en los asuntos comunes de la
vida, y mantenerla exenta de prejuicios, para conocer bien sus derechos y
ejercerlos de acuerdo con su opinión y su conciencia; en el que todos
podrán, por el desarrollo de sus facultades, obtener los medios seguros
para cubrir sus necesidades; en el que, en fin, la estupidez y la miseria no
serán ya sino accidentes, y no el estado habitual de una porción de la
sociedad?
En fin, ¿el género humano debe mejorarse, sea gracias a nuevos
descubrimientos en las ciencias y en las artes y, como consecuencia
necesaria, en los medios para alcanzar el bienestar particular y la
prosperidad común; sea por los adelantos en los principios de conducta y
en la moral práctica; sea, finalmente, en virtud del perfeccionamiento
real de las facultades intelectuales, morales y físicas, que puede ser
igualmente la consecuencia del de los instrumentos que aumentan la
intensidad y dirigen el empleo de dichas facultades, o incluso el de la
organización natural?
Al responder estas tres interrogantes, encontraremos, en la expe-
riencia del pasado, en la observación de los progresos que las ciencias,
que la civilización han hecho hasta ahora, en el análisis de la marcha del
espíritu humano y del desarrollo de sus facultades, los motivos más
fuertes para creer que la naturaleza no ha puesto ningún término a
nuestras esperanzas.
Si dirigimos una mirada sobre el estado actual del globo, obser-
varemos, primero, que los principios de la constitución francesa son ya,
en Europa, los de todos los hombres ilustrados. Los veremos muy
difundidos y abiertamente proclamados, como para que los esfuerzos de
los tiranos y de los sacerdotes puedan impedirles llegar poco a poco hasta
las chozas de sus esclavos; y estos principios no tardarán en despertar un
resto de sentido común, así como esa sorda indignación que el hábito de
la humillación y del terror no puede ahogar en el alma de los oprimidos.
Al examinar a continuación estas diversas naciones, veremos en cada
una qué obstáculos particulares se oponen a esta revolución, o qué
disposiciones la favorecen; distinguiremos aquéllas en las que debe ser
llevada a cabo suavemente por la prudencia quizás ya tardía de sus
gobiernos, y aquéllas en que, convertida en más violenta por
su resistencia, habrá de arrastrarlos en movimientos terribles
y rápidos.
¿Podemos dudar de que la prudencia o las divisiones insensatas de las
naciones europeas, al secundar los efectos lentos, pero infalibles, de los
progresos de sus colonias, lleguen a producir pronto la independencia
del Nuevo Mundo? Por consecuencia, la población europea, efectuando
incrementos rápidos sobre este inmenso territorio, ¿no deberá civilizar o
hacer desaparecer, aun sin conquista, a las naciones salvajes que ocupan
todavía vastos espacios?
Recorred la historia de nuestras empresas, de nuestros estableci-
mientos en África o en Asia, veréis nuestros monopolios comerciales,
nuestras traiciones, nuestro menosprecio sanguinario hacia los hombres
de otro color o de otra creencia; la insolencia de nuestras usurpaciones,
el extravaganteproselitismo o las intrigas de nuestros sacerdotes,
destruir ese sentimiento de respeto y de benevolencia que la superioridad
de nuestros conocimientos y las ventajas de nuestro comercio habían
conseguido en un primer momento.
Pero se acerca indudablemente el momento en que, dejando de
mostrarles sólo corruptores o tiranos, nos convertiremos para ellos en
instrumentos útiles o en generosos libertadores.
El cultivo de la caña de azúcar, al establecerse en el inmenso
continente de África, destruirá el vergonzoso latrocinio que la corrompe
y la despuebla desde hace dos siglos.
En Gran Bretaña, ya algunos amigos de la humanidad han dado el
ejemplo; y si su gobierno maquiavélico, obligado a respetar a la opinión
pública, no se ha atrevido a oponerse ¿qué no habremos de esperar del
mismo espíritu, cuando, después de la reforma de una constitución servil
y venal, se tomará digna de una nación humanitaria y generosa? ¿No se
apresurará Francia a imitar estas empresas, que la filantropía y el
propio interés bien entendido de Europa dictan por igual? Las
especierías han sido llevadas a las islas francesas, a la Guayana, a
algunas posesiones inglesas, y no tardaremos en ver desplomarse ese
monopolio que ios holandeses han sostenido con tantas traiciones,
vejaciones y crímenes. Esas naciones europeas aprenderán por fin que
las compañías exclusivas no son sino un impuesto que se les ha fijado,
para proporcionar a sus gobiernos un nuevo instrumento de tiranía.
Entonces, los europeos, ciñéndose a un comercio libre, sobradamente
informados acerca de sus propios derechos como para bur-
larse de los de los demás pueblos, respetarán esta independencia, que
hasta ahora han violado con tanta audacia. Sus establecimientos, en vez
de llenarse de protegidos de los gobiernos, que, aprovechándose de un
cargo o de un privilegio, corren a amasar fortunas mediante el latrocinio
y la perfidia, para regresar a comprar en Europa honores y títulos, se
poblarán de hombres industriosos, que irán a buscar en esos climas el
desahogo económico inalcanzable para ellos en sus patrias. La libertad
los retendrá, la ambición dejará de atraerlos, y esas factorías de ladrones
se convertirán en colonias de ciudadanos que propagarán, en África y en
Asia, los principios y el ejemplo de la libertad, los conocimientos y la
razón de Europa. Esos monjes, que no llevaron a esos pueblos más que
vergonzosas supersticiones, y que los sublevaban al amenazarlos con una
nueva dominación, se verán remplazados por hombres ocupados en
difundir, entre esos mismos pueblos, las verdades útiles para su felicidad,
al informarles tanto de sus intereses como de sus derechos. El celo por la
verdad es también una pasión, y debe llevar sus esfuerzos hacia los
lugares más remotos, cuando ya no vea a su alrededor burdos prejuicios
que combatir, ni errores vergonzosos que disipar.
Estos vastos países le ofrecerán, aquí, pueblos numerosos, que parecen
no estar aguardando, más que las instrucciones, para civilizarse, y
encontrar a los europeos como a hermanos, para convertirse en sus
amigos y discípulos; allí, naciones sometidas a déspotas sagrados o
conquistadores estúpidos, y que, desde hace tantos siglos, claman por
libertadores; en otras partes, a poblaciones casi salvajes, a quienes la
severidad de su clima distancia de las dulzuras de una civilización
perfeccionada, en tanto que esa misma severidad rechaza igualmente a
quienes desearían darles a conocer sus ventajas; o naciones
conquistadoras, que no conocen más ley que la de la fuerza, ni otro oficio
que no sea el latrocinio. Los progresos de estas dos últimas clases de
pueblos serán más lentos, acompañados de mayores disturbios; y quizás
reducidos incluso a un número menor, a medida que se vean rechazados
por las naciones civilizadas, acabarán por perderse en su seno.
Mostraremos de qué manera estos acontecimientos serán conse-
cuencia infalible no sólo de los progresos de Europa, sino incluso de la
libertad de comercio con Asia y con África que tanto interesa realmente
establecer a la República Francesa y a la de la América septentrional, así
como el poder de hacerlo; cómo deben nacer también necesariamente, o
de la nueva sabiduría de las naciones europeas, o de su apego obstinado a
sus prejuicios mercantiles.
Demostraremos que la sola combinación que podría impedir esta
revolución, o sea una nueva invasión por parte de los pueblos del Norte y
de Asia es actualmente imposible. Entretanto, todo prepara la pronta
decadencia de esas grandes religiones del Oriente, que, abandonadas casi
en todas partes al pueblo, compartiendo el envilecimiento de sus
ministros, y ya en varias comarcas reducidas a no ser, a juicio de los
hombres poderosos, más que invenciones políticas, no amenazan ya con
retener a la razón humana en una esclavitud sin esperanza, y en una
infancia eterna.
La marcha de esos pueblos sería más rápida y segura, porque
recibirían de nosotros lo que nos hemos visto obligados a descubrir, y que
para conocer esas verdades sencillas, esos métodos ciertos a que hemos
llegado nosotros luego de cometer numerosos errores, les bastará con
hacer suyos los desarrollos y las pruebas de nuestros discursos y de
nuestros libros. Si los progresos de los griegos se perdieron para las
demás naciones, debemos culpar a la falta de comunicación entre los
pueblos y al dominio tiránico de los romanos. Pero cuando las
necesidades recíprocas hayan reunido a todos los hombres, cuando las
naciones más poderosas hayan establecido la igualdad entre las
sociedades como entre los individuos, el respeto por la independencia de
los estados débiles, así como la benevolencia para la ignorancia de los
miserables, en la categoría de sus principios políticos; cuando las
máximas que tienden a reducir el vigor de las facultades humanas sean
remplazadas por aquellas que favorecen su acción y su energía, ¿cabría
entonces seguir temiendo que fueran a quedar en el globo espacios
inaccesibles al conocimiento, o que el orgullo del despotismo pudiera
oponer a la verdad barreras durante largo tiempo insuperables?
Habrá de llegar, pues, el momento en que el Sol iluminará sobre la
Tierra, tan sólo a hombres libres, que no reconocerá otro dueño que su
razón, en que los tiranos y los esclavos, los sacerdotes y sus estúpidos o
hipócritas instrumentos dejen de existir, a no ser para la historia y el
teatro; en que no se ocupará más que para consolar a sus víctimas y
engañados; para mantener, ante el horror de sus excesos, una provechosa
vigilancia; para saber reconocer y ahogar, bajo el peso de la razón, los
primeros gérmenes de la superstición y de la tiranía, en caso de que se
atreviesen a reaparecer.
Al recorrer la historia de las sociedades, habremos tenido ocasión de
señalar que a menudo existe un gran intervalo entre los derechos que la
ley reconoce a los ciudadanos y los derechos de los que disfrutan
realmente; entre la igualdad establecida por las instituciones políticas y
la que existe entre los individuos: debemos destacar que esta diferencia
ha sido una de las causas principales de la destrucción de la libertad en
las antiguas repúblicas, de los levantamientos que las sacudieron, de la
debilidad que las entregó a tiranos extranjeros.
Estas diferencias tienen tres causas principales: la desigualdad de la
riqueza, la desigualdad de estado entre aquel cuyos medios de sub-
sistencia están asegurados para él y se transmiten a su familia, y aquel
para el cual estos medios dependen de la duración de su vida, o mejor
dicho, de aquella parte de su vida en la que es capaz de trabajar, y por
último, de la desigualdad en la instrucción.
Será preciso demostrar, por consiguiente, que estas tres causas de
desigualdad deberán realmente disminuir, sin desaparecer por completo;
pues tienen causas naturales y necesarias, que sería absurdo y peligroso
tratar de destruir; y ni siquiera deberíamos intentar que desaparecieran
por completo sus efectos, pues se abrirían fuentes de desigualdad más
fecundas, y causarían a los derechos del hombre lesiones más directas y
más funestas.
Es fácil demostrar que las fortunas tienden naturalmente a la
igualdad, y que su excesiva desproporción no puede existir o debe cesar
rápidamente, siempre que las leyes civiles no establezcan medios
artificiales para perpetuarlas y acumularlas; sí la libertad de industria y
de comercio cancela la ventaja que toda ley prohibitiva, todo derecho
fiscal, proporcionan a la riqueza adquirida; si impuestos sobre las
convenciones, las restricciones impuestas a su libertad, su sujeción a
molestas formalidades; si, en fin, la incertidumbre y los gastos necesarios
para obtener su ejecución no frenan la actividad del pobre ni se engullen
su escaso capital; si la administración pública no abre para algunos
hombres fuentes abundantes de opulencia, cerradas para el resto de los
ciudadanos; si los prejuicios y el espíritu de avaricia, propios de la edad
avanzada, no presiden el matrimonio; si, finalmente, por la simplicidad
de las costumbres y la sabiduría de las instituciones, las riquezas dejen de
ser medios para satisfacer la vanidad o la ambición, sin que, no obstante,
por una austeridad mal entendida, no permitirles de manera alguna
convertirse en un medio de disfrutes rebuscados, obligue a conservar las
que ya se habían acumulado.
Comparemos, en las naciones ilustradas de Europa, su población
actual con la extensión de su territorio. Observemos, en el espectáculo
que nos ofrecen sus cultivos y su industria, la distribución de los trabajos
y de los medios de subsistencia, y veremos que sería imposible conservar
tales medios al mismo nivel, y, por una consecuencia necesaria, mantener
la misma masa de población, si un gran número de individuos contasen,
para subvenir casi totalmente a sus necesidades o a las de su familia, sólo
con su industria y con lo que sacan de los capitales empleados en
adquirirla o en aumentar su producto. Pues bien, la conservación de
estos dos recursos depende de la vida, de la salud misma del jefe de cada
familia. Se trata, en cierto modo, de una fortuna vitalicia, o más aun,
dependiente del azar, y de ello resulta una diferencia muy real entre esta
clase de hombres y la de aquellos cuyos recursos no están sujetos a los
mismos riesgos, sea porque la renta de una tierra, o el interés de un
capital casi independiente de su industria, permita satisfacer sus
necesidades.
Existe, pues, una causa necesaria de desigualdad, de dependencia y
aun de miseria, que amenaza sin cesar a la clase más numerosa y más
activa de nuestras sociedades.
Mostraremos que se la puede destruir en gran medida, oponiendo el
azar a sí mismo, garantizando a quien llega a la vejez un socorro
producido por sus ahorros, pero aumentado por los de aquellos
individuos que, habiendo hecho el mismo sacrificio, mueren antes del
momento en que tienen necesidad de recoger sus frutos; procurando, en
virtud del efecto de una compensación semejante, a las mujeres, a los
niños, para el momento en que pierden a su esposo o a su padre, un
recurso igual y adquirido al mismo precio, sea para las familias a las que
aflige una muerte prematura, sea para aquellas que conservan más
tiempo a su cabeza de familia; en fin, preparando para los hijos que
llegan a la edad de trabajar para sí mismos y de fundar una nueva
familia, la ventaja de un capital necesario para el desarrollo de su
industria, que se incrementará a expensas de aquellos a quienes una
muerte prematura impide llegar a este término. A la aplicación del
cálculo a las probabilidades de la vida y a las imposiciones de dinero es a
lo que debemos la idea de tales medios, empleados ya con éxito, pero
jamás con esta amplitud, con esta variedad de formas que los harían
verdaderamente útiles, no sólo para unos cuantos individuos, sino para la
masa entera de la sociedad, que librarían de esa ruina periódica a un
gran número de familias, fuente siempre renovada de corrupción y de
miseria.
Mostraremos que este medio, que puede ser empleado en nombre del
poder social, y convertirse en uno de sus más grandes beneficios, puede
ser también el resultado de asociaciones particulares, que se formarán
sin ningún peligro cuando los principios conforme a los cuales deben
organizarse los establecimientos se hayan popularizado más, y cuando los
errores que han destruido a gran número de estas asociaciones dejen de
hacernos sentir temor por ellas.
Expondremos otros medios para asegurar esta igualdad, sea im-
pidiendo que el crédito siga siendo un privilegio tan exclusivamente
ligado a las grandes fortunas, y proporcionándole, no obstante, una base
no menos sólida; sea haciendo que los progresos de la industria y la
actividad del comercio sean más independientes de la existencia de los
grandes capitalistas; y también a la aplicación del cálculo deberemos
estos medios.
La igualdad de instrucción que podemos confiar en alcanzar, pero que
debe ser suficiente, es aquella que excluye toda dependencia, ya sea
forzada o voluntaria. Señalaremos, en el estado actual de los
conocimientos humanos, cuáles son los medios fáciles para llegar a este
fin, incluso para aquellos que no pueden dedicar al estudio más que un
corto número de sus primeros años, y, durante el resto de sus vidas,
gozar de unas cuantas horas de ocio. Demostraremos cómo mediante una
elección atinada de los conocimientos mismos y de los métodos de
impartirlos, se puede instruir a la masa entera de un pueblo de todo lo
que cada hombre necesita saber para la economía doméstica, para la
administración de sus asuntos, para el libre desarrollo de su industria y
de sus facultades; para conocer sus derechos, defenderlos y ejercerlos;
para informarse de sus deberes, para cumplirlos bien; para juzgar sus
propias acciones y las de otros, de acuerdo con sus propios
conocimientos, y no ser ajeno a ninguno de los sentimientos elevados o
delicados que honran a la naturaleza humana; para no depender
ciegamente de aquellos a quienes está obligado a confiar el cuidado de
sus asuntos o el ejercicio de sus derechos; para tener la capacidad de
escogerlos y de vigilarlos, para no ser más víctima de esos errores
populares que atormentan la vida con temores supersticiosos y
esperanzas quiméricas; para defenderse de los prejuicios con tan sólo las
fuerzas de la razón; para escapar de los prestigios del charlatanismo, que
le tenderá trampas a su fortuna, a su salud, a la libertad de sus opiniones
y de su conciencia, so pretexto de enriquecerla, de sanarla y de salvarla.
A partir de entonces, los habitantes de un mismo país, que ya no se
distinguirán entre sí por el uso de una lengua más rudimentaria o más
refinada, pudiendo gobernarse igualmente por sus propios
conocimientos, no viéndose ya limitados al conocimiento maquinal de los
procedimientos de un arte y de la rutina de una profesión, no
dependiendo ya para los asuntos más nimios, ni para conseguir la
mínima instrucción, de hombres hábiles que los gobiernen en virtud de
un ascendiente necesario, tendrá que presentarse una igualdad real,
puesto que la diferencia de conocimientos o de talentos ya no podrá erigir
una barrera entre hombres a quienes sus sentimientos, sus ideas, su
lenguaje les permite entenderse; donde unos podrán tener el deseo de ser
instruidos por los otros, pero sin necesidad de ser dirigidos por éstos
podrán querer confiar a los más ilustrados el cuidado de gobernarlos,
pero sin ser forzados a abandonarse a ellos con ciega confianza. Es
entonces cuando esta superioridad se convierte en una ventaja incluso
para quienes no participan, pues existe para ellos, y no contra ellos. La
diferencia natural de facultades entre los hombres cuyo entendimiento no
ha sido cultivado, produce, aun entre los salvajes, charlatanes y
engañados, personas astutas y hombres fáciles de embaucar; la misma
diferencia existe, sin duda, en un pueblo cuya instrucción es
verdaderamente general, pero ya no se establece más que entre hombres
instruidos y hombres de espíritu recto, que sienten el valor de los
conocimientos sin que los deslumbre; entre el talento o el genio y el
sentido común que sabe apreciarlos y gozar de ellos; y aun cuando esta
misma diferencia sería más grande, de compararse solamente la fuerza,
la amplitud de las facultades, no dejaría de ser menos insensible, de
comparar tan sólo los efectos en las relaciones de unos hombres con otros
en aquello que afecta a su independencia y su felicidad.
Estas diversas causas de desigualdad no actúan de manera aislada; se
unen, se penetran, se sostienen recíprocamente, y de sus efectos
combinados resulta una acción más fuerte, más segura, más constante.
Cuando la instrucción es más igual, da origen a mayor igualdad en la
industria, y, por lo tanto, en las fortunas; y la igualdad de fortunas
contribuye necesariamente a la de la instrucción.
En fin, la instrucción correctamente dirigida corrige la desigualdad
natural de facultades, en vez de incrementarla, así como las leyes buenas
ponen remedio a la desigualdad natural de los medios de subsistencia;
asimismo, en las sociedades en que las instituciones hayan establecido
esta igualdad, la libertad, aunque sometida a una constitución regular,
será más amplia, más completa que en la independencia de la vida
salvaje. Entonces, el arte social habrá cumplido su cometido, el de
asegurar y ampliar para todos el disfrute de los derechos comunes, que la
naturaleza les ha otorgado.
Las ventajas reales que tienen que resultar de los progresos que se
acaban de mostrar señalan una indudable esperanza, y no pueden tener
otro término que el del perfeccionamiento de la especie humana, puesto
que, a medida que lo vayan estableciendo los diversos géneros de
igualdad, mediante medios más abundantes de satisfacer nuestras
necesidades, por una instrucción más generalizada, por una libertad más
completa, más real será esta igualdad, más cerca se hallará de abarcar
todo aquello que interesa verdaderamente a la dicha de los hombres.
Así pues, tan sólo examinando la marcha y las leyes de este per-
feccionamiento podremos conocer la extensión o el término de nuestras
esperanzas.
Nadie ha pensado jamás que el espíritu pueda agotar los hechos de la
naturaleza, así como los últimos medios de pi'ecisión para la medición,
para el análisis de esos hechos, las relaciones de los objetos entre sí y
todas las combinaciones posibles de ideas. Las relaciones entre
magnitudes, las combinaciones de esta sola idea, la de cantidad o la de
extensión, forman ya un sistema inmenso para que el espíritu humano
pueda jamas captarlo por entero, para que una porción de ese sistema,
siempre más vasto que aquel que habrá penetrado, no le sea siempre
desconocido. Pero se ha llegado a creer que el hombre nunca podrá
conocer más que una parte de los objetos que la naturaleza de su
inteligencia le permite captar, por lo que debe encontrar finalmente un
término al número y complicación de los que ya conoce, que habiendo
agotado todas sus fuerzas, todo progreso nuevo le resultará
verdaderamente imposible.
Pero como a medida que los hechos se multiplican, el hombre aprende
a clasificarlos, a ceñirlos a hechos más generales; como los instrumentos
y los métodos que sirven para observarlos, para medirlos con exactitud,
adquieren al mismo tiempo una precisión nue-
va; como, a medida que se advierten, entre un número más grande de
objetos, de relaciones más numerosas, se logra ceñirlas a relaciones más
amplias, contenerlas en expresiones más simples, a presentarlas bajo
formas que permiten captar mayor número, incluso no poseyendo más
que igual capacidad intelectual y sin emplear más que una misma
intensidad de atención; como, a medida que el espíritu se eleva a
combinaciones más complicadas, fórmulas más simples las toman pronto
más fáciles, las verdades cuyo descubrimiento ha demandado de los
mayores esfuerzos, que al principio sólo han podido ser entendidas por
hombres capaces de meditaciones profundas, poco después son
desarrolladas y probadas con métodos que ya no están por encima de
una inteligencia común. Si los métodos que condujeron a combinaciones
nuevas se agotan, si sus aplicaciones a las cuestiones todavía sin resolver
exigen trabajos que exceden el tiempo o las fuerzas de los sabios, métodos
más generales, medios más sencillos no tardan en abrir un nuevo campo
para el genio. El vigor, la capacidad real del pensamiento humano,
seguirá siendo el mismo; pero los instmmentos a emplear se habrán
multiplicado y perfeccionado, pero la lengua que fija y determina las
ideas habrá podido adquirir mayor precisión, mayor generalidad; pero
mientras que, como ocurre en la mecánica, no se puede aumentar la
fuerza más que disminuyendo la velocidad, estos métodos, que dirigirán
al genio al descubrimiento de verdades nuevas, habrán añadido
igualmente su fuerza y la rapidez de sus operaciones.
En fin, siendo esos cambios en sí mismos la consecuencia necesaria de
los progresos en el conocimiento de las verdades pormenorizadas, y la
causa que provoca la necesidad de recursos nuevos, que a su vez produce
los medios para obtenerlos, resulta que la masa real de las verdades que
forma el sistema de las ciencias de observación, de experiencia o de
cálculo, puede aumentar sin cesar; y sin embargo, todas las partes de ese
mismo sistema no podrían perfeccionarse sin cesar, si suponemos a las
facultades del hombre la misma fuerza, la misma actividad, la misma
amplitud.
Al aplicar estas reflexiones generales a las diferentes ciencias,
daremos, en lo que respecta a cada una de ellas, ejemplos de esos
perfeccionamientos sucesivos, que no dejarán ninguna duda sobre la
certidumbre de aquellos que debemos esperar. Indicaremos par-
ticularmente, respecto de aquellas que el prejuicio considera que están
más próximas a agotarse, los progresos en que la esperanza es lo más
probable y lo más inmediato. Desarrollaremos todo lo que una aplicación
más general, más filosófica de las ciencias del cálculo a todos los
conocimientos humanos debe añadir de amplitud, de precisión, de unidad
al sistema entero de esos conocimientos. Destacaremos cómo una
instrucción más universal en cada país, al proporcionar a mayor número
de hombres los conocimientos elementales que pueden despertar en ellos
el gusto por un tipo de estudios y la facilidad para progresar, tiene que
aumentar estas esperanzas; cuánto no aumentaría también, si un
bienestar económico más general permitiera a más individuos entregarse
a estas ocupaciones, ya que, en efecto, en los países más ilustrados apenas
la quincuagésima parte de aquellos a quienes la naturaleza ha dado
talentos reciben la instrucción necesaria para desarrollarlos; y que, de tal
modo, el número de hombres destinados a ampliar el horizonte de las
ciencias con sus descubrimientos debería incrementarse en la misma
proporción.
Mostraremos cómo esta igualdad en la instrucción, y la que debe
establecerse entre las diversas naciones, aceleraría la marcha de aquellas
ciencias cuyos progresos dependen del incremento reiterado del número
de observaciones, distribuidas en un territorio más vasto; todo lo que la
mineralogía, la botánica, la zoología, la meteorología deben esperar; en
fin, qué enorme desproporción existe en estas ciencias entre la escasez de
los medios, que sin embargo nos han conducido a tantas verdades útiles,
importantes, y la abundancia de los que el hombre podría entonces
emplear.
Expondremos en qué medida, aun en aquellas ciencias en que los
descubrimientos son fruto tan sólo de la meditación, la ventaja de ser
cultivadas por mayor número de hombres puede contribuir también a
sus progresos, en virtud de esos perfeccionamientos de detalle que no
exigen la capacidad mental requerida para los inventores, y que surgen
por sí solos a la simple reflexión.
Si pasamos a las artes cuya teoría depende de esas mismas ciencias,
veremos que los progresos deben seguir los de esta teoría, sin otros
límites; que los procedimientos de las artes son susceptibles de los mis-
mos perfeccionamientos, de las mismas simplificaciones que los métodos
científicos; que los instrumentos, que las máquinas, que los oficios
añadirán cada vez más la fuerza, la destreza de los hombres, aumentarán
a la vez la precisión y la perfección de los productos, y disminuirán tanto
el tiempo del trabajo necesario para obtenerlos;
pues desaparecerán los obstáculos que se oponen todavía a estos mismos
progresos, como los accidentes, que se aprenderá a prever, a prevenir, y
la insalubridad, lo mismo en los trabajos, que en los hábitos y en los
climas.
Entonces un espacio de terreno cada vez más reducido podrá producir
un conjunto de artículos de mayor utilidad o de valor más elevado; goces
más intensos podrán obtenerse con un menor consumo; se garantizará
una menor destrucción de materias primas o alcanzará un uso más
duradero. Se sabrá escoger, para cada suelo, las producciones que
correspondan a más necesidades; entre las producciones que pueden
satisfacer las necesidades de un mismo género, aquellas que complacen a
una masa mayor y que exigen menos trabajo y consumo real. De este
modo, sin ningún sacrificio, los medios de conservación, de economía en
el consumo, seguirán los progresos del arte de reproducir las diversas
sustancias, de prepararlas, y de fabricar los productos.
De esta manera, no sólo el mismo espacio de terreno podrá alimentar
a mayor número de individuos, sino que cada uno de éstos, ocupado
menos penosamente, lo será de modo más productivo, y podrá satisfacer
mejor sus necesidades.
Pero en estos progresos de la industria y del bienestar, de los que
resulta una proporción más ventajosa entre las facultades del hombre y
sus necesidades, cada generación, sea por sus progresos, sea por la
conservación de los productos de una industria anterior, podrá disfrutar
de gozos más prolongados, y, entonces, en virtud de la constitución física
de la especie humana, tendrá lugar un incremento del número de
individuos; entonces ¿no se llegará a un punto en que esas leyes,
igualmente necesarias, terminen por contrariarse?, ¿en que el aumento
del número de hombres al sobrepasar al de sus medios, produjera
necesariamente, si no una disminución continua del bienestar y de la
población, una marcha auténticamente retrógrada, sí al menos una
especie de oscilación entre el bien y el mal? Tal oscilación, en las
sociedades llegadas a este término, ¿no sería causa siempre presente de
miserias en cierto modo periódicas? ¿No marcaría el límite en que todo
mejoramiento resultaría imposible, y el término para la perfectibilidad
de la especie humana, que alcanzaría en la inmensidad de los siglos, sin
poder superarlo jamás?
No hay persona alguna que no se dé cuenta, sin duda, cuán distante
está este tiempo de nosotros; pero ¿habremos de alcanzarlo algún día? Es
igualmente imposible manifestarse en pro o en contra de la realidad
futura de un acontecimiento que no tendrá lugar sino en una época en
que la especie humana habría adquirido necesariamente conocimientos
de los que apenas si podemos formamos una idea. ¿Y quién, en efecto, se
atrevería a adivinar lo que el arte de convertir los elementos en
sustancias aptas para nuestro uso deba devenir algún día?
Pero aun suponiendo que tal tiempo deba llegar, no se desprendería
de esto nada espantoso para la felicidad de la especie humana, ni para su
perfectibilidad indefinida; si se supone que antes de que llegue este
tiempo los progresos de la razón hayan marchado a la par de los de las
ciencias y las artes, que los ridículos prejuicios de la superstición hayan
dejado de difundir sobre la moral una austeridad que la corrompe y la
degrada en lugar de depurarla y de elevarla, los hombres sabrán
entonces que, si tienen obligaciones para con los seres que todavía no han
nacido, no consisten en darles la existencia, sino la felicidad; que tienen
por objeto el bienestar general de la especie humana o de la sociedad en
la que viven, de la familia a la que están ligados, y no la pueril idea de
llenar la tierra con seres inútiles y desdichados. Así pues, podrá existir un
límite para la totalidad posible de subsistencias, y, por consiguiente, para
la mayor población posible, sin que dé por resultado esta destrucción
prematura, tan contraria a la naturaleza y a la prosperidad social de una
parte de los seres que han recibido la vida.
Como el descubrimiento, o, mejor dicho, el análisis exacto de los
primeros principios de la física, de la moral, de la política, es todavía
reciente, y como fue precedido del conocimiento de gran número de
verdades de pormenores, se estableció fácilmente el prejuicio de que éstas
han alcanzado su límite máximo; se ha supuesto que ya no queda nada
por hacer, puesto que ya no hay errores burdos que destruir, ni verdades
fundamentales por establecer.
Pero es fácil ver cuán imperfecto es todavía el análisis de las
facultades intelectuales y morales del hombre; hasta qué punto el
conocimiento de sus deberes, que supone el de la influencia de sus
acciones sobre el bienestar de sus semejantes, sobre la sociedad, de la que
es miembro, puede ampliarse aún gracias a una observación más atenta,
más profunda, más precisa de esta influencia; ¡cuántas cuestiones
quedan aún por resolver, cuántas relaciones sociales por examinar, para
conocer con exactitud la amplitud de los derechos individuales del
hombre, y de los que el Estado social da a todos respecto de cada uno!
¿Acaso se han fijado con alguna precisión, los límites de tales derechos,
sea entre las diversas sociedades, en tiempos de guerra, sea de estas
sociedades hacia sus miembros, en tiempos turbulentos y de divisiones,
sea, en fin, los de los individuos, de las reuniones espontáneas, en el caso
de una formación libre y primitiva, o de una separación que se ha
tomado necesaria?
Si pasamos ahora a la teoría que debe dirigir la aplicación de esos
principios, y servir de fundamento al arte social, ¿no se percibe la
necesidad de llegar a una precisión que estas verdades primeras no
pueden ser susceptibles en su generalidad absoluta? ¿Hemos llegado al
punto de dar como fundamento a todas las disposiciones de las leyes, sea
la justicia, sea una utilidad probada y reconocida, y no las ideas vagas,
inciertas, arbitrarias, de presuntas ventajas políticas? ¿Hemos fijado
reglas precisas para elegir, con seguridad, entre el número casi infinito
de combinaciones posibles, en que los principios generales de la igualdad
y de los derechos naturales serían respetados, aquellas que garantizan
mejor la conservación de esos derechos, que dan mayor margen a su
ejercicio, a su disfrute, y aseguran más el reposo y el bienestar de los
individuos, así como la fuerza, la paz y la prosperidad de las naciones?
La aplicación del cálculo de las combinaciones y de las probabilidades
a estas mismas ciencias promete progresos tanto más importantes cuanto
que es, a la vez, el único medio de dar a sus resultados una precisión casi
matemática y de apreciar el grado de certidumbre o de verosimilitud.
Los hechos sobre los que se apoyan estos resultados, sin cálculo y
valiéndose de la sola observación, pueden conducir algunas veces a
verdades generales; enseñar si el efecto producido por tal causa ha sido
favorable o lo contrario; pero si estos hechos no han podido ser contados,
ni pesados; si dichos efectos no han podido ser sometidos a una medición
exacta, entonces no se podrá conocer el bien o el mal que resulte de esta
causa; y si el uno y el otro se compensan con cierta igualdad, si la
diferencia no es muy grande, no se podrá incluso indicar, con alguna
certeza, de qué lado se inclina la balanza. Sin la aplicación del cálculo, a
menudo será imposible elegir, con alguna seguridad, entre dos com-
binaciones formadas para obtener el mismo fin, cuando las ventajas que
presentan no sorprenden por una desproporción evidente. En fin, sin este
mismo auxilio, estas ciencias se mantendrían por siempre rudimentarias
y limitadas, faltas de instrumentos lo suficientemente perfeccionados
para captar la verdad fugaz, de máquinas lo suficientemente seguras
para llegar a la profundidad de la mina donde se oculta parte de sus
riquezas. Esta aplicación, sin embargo, a pesar de los fructíferos
esfuerzos de algunos geómetras, se halla todavía, valga la expresión, en
sus primeros elementos, y tiene que abrir, para las generaciones
venideras, una fuente de conocimientos tan inagotables como la misma
ciencia del cálculo, como el número de combinaciones, de las relaciones y
de los hechos que se le pueden someter.
Existe otro progreso de estas ciencias no menos importante, y es el del
perfeccionamiento de su lenguaje, tan vago aún y tan oscuro. Pues bien, a
este perfeccionamiento podrán deber la ventaja de tornarse
verdaderamente populares, incluso en sus primeros elementos. El genio
logra superar esas inexactitudes del lenguaje científico, tal y como salva
otros obstáculos; reconoce la verdad, a pesar de esa máscara extraña que
la oculta o la disfraza; pero quien no puede consagrar a su instrucción
más que un corto número de instantes ¿podrá adquirir, conservar esas
nociones, las más sencillas, si se encuentran desfiguradas por un lenguaje
impreciso? Cuanto menos pueda reunir y combinar ideas, tanto más
necesitará que sean exactas, precisas; no puede encontrar en su propia
inteligencia un sistema de verdades que lo defiendan del error, y su
espíritu, que no se ha fortalecido ni refinado mediante un prolongado
ejercicio, no puede captar las tenues luces que se vislumbran a través de
la oscuridad, los equívocos de una lengua imperfecta y viciada.
Los hombres no podrán descubrir la naturaleza y el desarrollo de sus
sentimientos morales, los principios de la moral, los motivos naturales de
adaptar a ellos sus actos, sus intereses, sea como individuos, sea como
miembros de una sociedad, sin realizar también en la moral práctica
progresos no menos reales que los de la ciencia misma. ¿El interés mal
entendido no es la causa más frecuente de las acciones contrarias al bien
general? ¿La violencia de las pasiones no es a menudo efecto de hábitos a
los que uno se abandona sólo en razón de un cálculo falso, o por
ignorancia de los medios para resistir sus primeras acciones, para
suavizarlas, desviarlas, dirigirlas?
El hábito de reflexionar sobre la propia conducta, de interrogar y de
escuchar su razón y su conciencia acerca de ella, el de los sentimientos
dulces que confunden nuestra dicha con la de los demás, ¿no son una
consecuencia necesaria del estudio de la moral bien dirigida, de una
mayor igualdad en las condiciones del pacto social? Esta conciencia de su
propia dignidad propia del hombre libre, una educación fundada sobre
un conocimiento profundo de nuestra constitución moral, ¿no deben
convertir en comunes a casi todos los hombres esos principios de una
justicia rigurosa y pura, esos movimientos habituales de una
benevolencia activa, consciente, de una sensibilidad delicada y generosa,
cuyo germen ha puesto la naturaleza en todos los corazones, y que no
esperan para desarrollarse más que la suave influencia del conocimiento
y de la libertad? Tal y como las ciencias matemáticas y físicas sirven para
perfeccionar las artes empleadas para nuestras necesidades más sencillas,
¿no se halla igualmente en el orden necesario de la naturaleza que los
progresos de las ciencias morales y políticas ejerzan la misma acción
sobre los motivos que dirigen nuestros sentimientos y nuestras acciones?
El perfeccionamiento de las leyes, de las instituciones públicas,
consecuencia de los progresos de las ciencias, ¿no tiene como efecto
vincular, identificar el interés común de cada hombre con el interés
común de todos? ¿El objeto del arte social no es el de destruir esta
oposición aparente? ¿Y el país cuya constitución y leyes se ajusten más a
la voz de la razón y de la naturaleza, no será aquel en que la virtud sea
más fácil, donde sean más raras y débiles las tentaciones de distanciarse
de ella?
¿Cuál es el hábito vicioso, la costumbre contraria a la buena fe, cuál el
crimen del que no pueda mostrarse el origen, la causa primera, en la
legislación, en las instituciones, en los prejuicios del país donde se
observan esa costumbre, ese hábito, en el que se comete ese crimen?
En fin, el bienestar que sigue a los progresos que realizan las artes
útiles, al apoyarse en una sana teoría, o en una legislación justa, que se
funda en las verdades de las ciencias políticas, ¿no predispone a los
hombres en favor de la humanidad, de la beneficencia, de la justicia?
Finalmente, todas esas observaciones que nos proponemos desarrollar
en este trabajo, ¿no prueban que la bondad moral del hombre, resultado
necesario de su organización, es, como todas las demás facultades,
susceptible de un perfeccionamiento indefinido, y que la naturaleza
vincula, por una cadena indisoluble, a la verdad, la felicidad y la virtud?
Entre los progresos de espíritu humano más importantes para la
felicidad general debemos contar la total destrucción de los prejuicios,
que han establecido entre los dos sexos una desigualdad de derechos
funesta incluso para el favorecido. En vano buscaríamos motivos para
justificarla mediante las diferencias en su organización física, por las que
se pretenden encontrar en el vigor de su inteligencia, en su sensibilidad
moral. Esta desigualdad no tiene otro origen que el del abuso de la
fuerza, y en vano se la ha tratado de excusar después con sofismas.
Mostraremos cuánto la destrucción de las costumbres autorizadas por
dicho prejuicio, de las leyes que ha dictado, puede contribuir a aumentar
la felicidad de las familias, a convertir en comunes las virtudes
domésticas, primer fundamento de todas las demás; a favorecer los
progresos de la instrucción, y sobre todo a lograr que sea
verdaderamente general, sea porque se la extendería a los dos sexos con
mayor igualdad, sea porque no puede llegar a ser general, incluso para
los hombres, sin el concurso de las madres de familia. Este homenaje
demasiado tardío, rendido finalmente a la equidad y a la cordura, ¿no
agotará una fuente excesivamente fecunda de injusticias, de crueldades y
de crímenes, al hacer desaparecer una oposición tan peligrosa entre la
inclinación natural más viva, la más difícil de reprimir, y los deberes del
hombre, o los intereses de la sociedad? ¿No produciría, en fin, lo que
hasta ahora nunca ha sido más que una quimera, la de las costumbres
nacionales, dulces y puras, formadas, no de privaciones orgullosas, de
apariencias hipócritas, de reservas impuestas por el temor a la vergüenza
o a los terrores religiosos, sino por hábitos libremente contraídos,
inspirados por la naturaleza, aprobados por la razón?
Los pueblos más ilustrados, al recuperar el derecho de disponer por
ellos mismos de su sangre y de sus riquezas, aprenderán poco a poco a
considerar la guerra como el azote más funesto, como el más grande de
los crímenes. Primero desaparecerán las originadas por los usurpadores
de la soberanía de las naciones, por presuntos derechos hereditarios.
Los pueblos sabrán que no pueden convertirse en conquistadores sin
perder su libertad; que las confederaciones perpetuas son el único medio
de mantener su independencia; que deben buscar la seguridad y no el
poderío. Poco a poco, los prejuicios comerciales se disiparán; un falso
interés mercantil perderá el espantoso poder de ensangrentar la tierra y
de arruinar a las naciones con el pretexto de enriquecerlas. Como los
pueblos se hermanarán, en fin, por los principios de la política y de la
moral; como cada uno de ellos, para su propio provecho, apelará a los
extranjeros por una repartición más equitativa de los bienes que debe a
la naturaleza o a su industria, por todas esas causas que producen,
envenenan y perpetúan los odios nacionales, se desvanecerán poco a
poco; ya no volverán a suministrar al furor belicoso, alimento, ni
pretexto.
Instituciones, mejor concebidas que esos proyectos de paz perpetua
que han ocupado los ocios y consolado las almas de algunos filósofos,
acelerarán los progresos de esta fraternidad de naciones; y las guerras
entre los pueblos, como los asesinatos, engrosarán el número de esas
atrocidades extraordinarias que humillan y sublevan a la naturaleza, que
imprimen un largo oprobio sobre el país, sobre el siglo cuyos anales han
quedado deshonrados.
Al hablar de las bellas artes en Grecia, en Italia, en Francia, obser-
vamos ya que era preciso distinguir en sus producciones lo que perte-
necía realmente al progreso del arte de aquello que se debía sólo al
talento del artista. Indicaremos ahora los progresos que todavía deben
alcanzar, sea por los de la filosofía y de las ciencias, sea por las
observaciones más numerosas, más profundas, sobre el objeto, sobre los
efectos, sobre los medios de esas mismas artes; sea, en fin, por la
destrucción de los prejuicios que han limitado su esfera y las mantienen
todavía bajo el yugo de la autoridad, que las ciencias y la filosofía han
roto. Examinaremos si, como se ha creído, esos medios deberán agotarse,
porque habiendo sido captadas las bellezas más sublimes o más
conmovedoras, tratados los temas más afortunados, empleado las
combinaciones más sencillas y más apasionantes, pintados los más fuertes
caracteres, trazados los más generales, habiendo sido utilizadas las más
enérgicas pasiones, sus expresiones más naturales y las más verdaderas,
las verdades más imponentes, las imágenes más brillantes, las artes estén
condenadas, cualquiera que sea la fecundidad que supongamos en sus
medios, a la eterna monotonía de la imitación de los primeros modelos.
Demostraremos que esta opinión no es sino un prejuicio, nacido del
hábito que tienen los literatos y los artistas de juzgar a los hombres en
vez de disfrutar de las obras; que si debemos perder ese placer reflejo,
producido por la comparación de las producciones dé siglos diferentes o
de diversos países, por la admiración que suscitan los esfuerzos o los
éxitos del genio; sin embargo, los gozos que proporcionan estas
producciones, consideradas en sí mismas deben ser asimismo vivos, aun
cuando a quien se los debemos haya tenido menos mérito al elevarse
hasta esa perfección. A medida que estas producciones, verdaderamente
dignas de ser conservadas, se multipliquen, se tomen más perfectas, cada
generación ejercerá su curiosidad, su admiración, sobre las que ameriten
la preferencia, mientras que las otras, insensiblemente, irán cayendo en
el olvido; y esos placeres, debidos a esas bellezas más simples, más
conmovedoras, que han sido las primeras en ser captadas, no dejarán de
existir para las nuevas generaciones, aun cuando no hubiesen de
encontrarlas más que en las producciones más modernas.
Los progresos de las ciencias aseguran los del arte de instruir, los
cuales, a su vez, aceleran en seguida los adelantos de las ciencias; y esta
influencia recíproca, cuya acción se renueva sin cesar, debe figurar entre
el número de las causas más activas, más poderosas, del
perfeccionamiento de la especie humana. Actualmente, un joven, al salir
de nuestras escuelas, sabe más matemáticas que las que Newton aprendió
con una facilidad entonces desconocida. La misma observación es válida
para todas las ciencias, aunque con alguna desigualdad. A medida que
cada una de ellas va creciendo, los medios de reducir en un espacio más
pequeño las pruebas de mayor número de verdades, y de facilitar su
comprensión, se perfeccionan asimismo. Así pues, no sólo, a pesar de los
nuevos progresos de las ciencias, los hombres de genio igual se
encuentran, en la misma época de su vida, al nivel del estado actual de la
ciencia, sino que, para cada generación lo que, con la misma capacidad
intelectual, una misma atención, puede uno aprender en el mismo espacio
de tiempo, se incrementará necesariamente, y la porción elemental de
cada ciencia, a la que todos los hombres pueden acceder, al tornarse cada
vez más extensa, encerrará de manera más completa lo que cada cual
necesita saber, para conducirse en la vida común, para ejercer su razón
con entera independencia.
En las ciencias políticas, hay una clase de verdades que, sobre todo en
los pueblos libres (es decir, dentro de unas cuantas generaciones, en todos
los pueblos), no pueden ser útiles más que cuando son generalmente
declaradas y confesadas. De modo que la influencia del progreso de estas
ciencias sobre las libertades, sobre la prosperidad de las naciones, debe
medirse, en cierto modo, de acuerdo con el número de tales verdades,
que, a consecuencia de una enseñanza elemental, pasan a ser comunes a
todos los espíritus; así, los progresos constantemente crecientes de esta
enseñanza elemental, vinculados ellos mismos a los progresos necesarios
de esas ciencias, nos garantizan un mejoramiento en los destinos de la
especie humana, que puede considerarse indefinido, puesto que no tiene
más límites que los de esos progresos mismos.
Nos resta ahora hablar de dos medios generales, que deben influir a la
vez en el perfeccionamiento del arte de instruir y en el de las ciencias;
uno de ellos es el del empleo más amplio y menos imperfecto de lo que
podríamos calificar de métodos técnicos; el otro, la institución de una
lengua universal.
Entiendo por métodos técnicos, el arte de reunir gran número de
objetos conforme a una disposición sistemática, que permite ver de una
ojeada las relaciones, captar rápidamente las combinaciones, conformar
con mayor facilidad otras nuevas.
Desarrollaremos los principios, haremos ver la utilidad de este arte,
que todavía se encuentra en su infancia, y que puede, si se perfecciona,
ofrecemos la ventaja de juntar en el reducido espacio de un cuadro, lo
que sería a menudo difícil dar a entender tan rápida y perfectamente en
un libro muy voluminoso; o proporcionamos el medio, más valioso aun,
de presentar los hechos aislados en la disposición más apta para definir
los resultados generales. Expondremos cómo, con ayuda de un escaso
número de cuadros, cuyo uso sería fácil de aprender, los hombres que no
han podido elevarse por encima de la más elemental instrucción, para
adquirir los conocimientos de detalles útiles para la vida diaria, podrán
encontrarlos a voluntad cuando sientan la necesidad de ello; y cómo,
finalmente, la imagen de estos mismos métodos puede facilitar la
enseñanza elemental en todos los géneros en que esta instrucción se
funda, sea en un orden sistemático de verdades o en una serie de
observaciones o de hechos.
Una lengua universal es la que expresa con signos, ya sea objetos
reales, ya sea colecciones bien determinadas que, compuestas por ideas
simples y generales, son las mismas, o se pueden formar igualmente en el
entendimiento de todos los hombres; sea, en fin, las relaciones generales
entre esas ideas, las operaciones del espíritu humano, las que son propias
de cada ciencia o los procedimientos de las artes. De tal modo, los
hombres que conociesen estos signos, el método de combinarlos y las
leyes de su formación, entenderían lo que se escribiese en esa lengua y lo
expresarían con igual facilidad en la lengua común del país.
Se entiende que esta lengua podría ser empleada para exponer la
teoría de una ciencia o las reglas de un arte, para dar cuenta de una
experiencia o de una observación nueva, de la invención de un
procedimiento, del descubrimiento de una verdad, de un método; que,
como ocurre en el álgebra, cuando se ríese obligada a utilizar signos
nuevos, los ya conocidos proporcionarían los medios para conocer su
valor.
Tal lengua no tiene el inconveniente de un idioma científico, diferente
del lenguaje común. Observamos ya que el uso de este idioma dividiría la
sociedad necesariamente en dos clases desiguales entre sí; compuesta una
de ellas por los hombres que, conociendo ese lenguaje, poseerían la clave
de todas las ciencias; en tanto que formarían la otra quienes, no
habiendb podido aprenderla, se encontrarían en la imposibilidad casi
absoluta de adquirir los conocimientos. La lengua universal, por el
contrario, se aprendería con la ciencia misma, como la del álgebra;
conoceríase el signo al mismo tiempo que el objeto, la idea, la operación
que designa. Y quien, habiendo aprendido los elementos de una ciencia,
quisiese avanzar más, encontraría en los libros, no sólo las verdades que
podría entender con la ayuda de los signos cuyo valor ya conociese, sino
la explicación de los nuevos signos que necesitaría para elevarse a otras
verdades.
Mostraremos que la formación de tal lengua, si se limita a expresar
proposiciones simples, precisas, como las que forman el sistema de una
ciencia o la práctica de un arte, no sería más que una idea quimérica; que
su misma ejecución sería ya fácil para gran númeo de objetos; que el
obstáculo más real que le impediría abarcar a otros, sería la necesidad
algo humillante de reconocer cuán pocos de nosotros tenemos ideas
precisas, nociones bien determinadas, bien convenidas entre los espíritus.
Indicaremos de qué manera, al perfeccionarse incesantemente, al
adquirir cada día mayor extensión, serviría para llevar hasta todos los
objetos que abarca la inteligencia humana, un rigor, una precisión, que
tomaría fácil el conocimiento de la verdad y casi imposible el error.
Entonces, la marcha de cada ciencia tendría la seguridad de la de las
matemáticas, y las proposiciones que forman el sistema, toda la
certidumbre geométrica, es decir, toda la que permite la naturaleza de su
objeto y de su método.
Todas esas causas del perfeccionamiento de la especie humana, todos
esos medios que la aseguran, deben, por su naturaleza, ejercer una acción
siempre activa, y adquirir una extensión permanentemente creciente.
Hemos expuesto ya las pruebas que, en la obra misma, adquirirán por
su desarrollo mayor fuerza; así pues, podríamos concluir que la
perfectibilidad del hombre es indefinida; y, sin embargo, hasta aquí, no
le habíamos supuesto las mismas facultades naturales, la misma
organización. ¡Cuáles serían, entonces, la certeza, la amplitud de esas
esperanzas, si se pudiese creer que esas mismas facultades naturales, esta
organización, fueran también susceptibles de mejoramiento; y tal es la
última cuestión que nos queda por considerar!
La perfectibilidad o la degeneración orgánicas de las razas en los
vegetales, en los animales, puede ser considerada como una de las leyes
generales de la naturaleza.
Esta ley vale también para la especie humana, y no hay quien dude de
que los progresos en la medicina conservadora, el uso de alimentos y de
alojamientos más sanos, una manera de vivir que desarrolle las fuerzas
mediante el ejercicio, sin menoscabarlas con el exceso, que, en fin, la
destrucción de las dos causas más activas de degradación, la miseria y la
riqueza en exceso, no deberá prolongar la duración de la vida de los
hombres, asegurarles una salud más constante, una constitución más
robusta. Se aprecia que los progresos de la medicina preventiva han
adquirido mayor eficacia gracias a los adelantos de la razón y del orden
social, harán desaparecer a la larga las enfermedades transmisibles o
contagiosas, y esas enfermedades generales que deben su origen a los
climas, a los alimentos, a la naturaleza de los trabajos. No sería difícil
demostrar que esta esperanza debe abarcar casi todas las demás
enfermedades, cuyas remotas causas verosímilmente llegarán a
conocerse. ¿Sería absurdo, ahora, suponer que este perfeccionamiento de
la especie humana debe ser considerado como susceptible de un progreso
indefinido, que habrá de llegar un tiempo en que la muerte no será más
que el efecto de accidentes extraordinarios o de la destrucción cada vez
más lenta de las fuerzas vitales, y que, en fin, la duración del intervalo
medio entre el nacimiento y esta destrucción no tiene ningún término
asignable? Indudablemente, el hombre no se volverá inmortal, pero la
distancia entre el momento en que comienza a vivir y la época común en
que, naturalmente, sin enfermedad, sin accidente, expe- rímenta la
dificultad de ser, ¿no podrá acrecentarse sin cesar? Como hablamos de
un progreso susceptible de ser representado con precisión por cantidades
numéricas o por líneas, ha llegado el momento en que conviene
desarrollar los dos sentidos que se le pueden dar al término indefinido.
En efecto, esta duración media de la vida, que debe aumentar sin
cesar a medida que nos internamos en el porvenir, puede recibir
incrementos, conforme a una ley tal, que la acerque continuamente a una
extensión ilimitada, sin poder alcanzarla jamás; o si no, conforme a una
ley tal, que esa misma duración pueda adquirir, en la inmensidad de los
siglos, una extensión más grande que una cantidad determinada
cualquiera que le habría sido asignada como límite. En este último caso,
los incrementos son realmente indefinidos en el sentido más absoluto,
puesto que no existe tope más acá del cual deban detenerse.
En el primer caso, esos incrementos son todavía indefinidos en
relación con nosotros, si no podemos fijar ese término, que jamás pueden
alcanzar, y al que deben acercarse siempre; sobre todo si, conociendo
sólo que no deben jamás acercarse; sobre todo si, conociendo solamente
que no deben jamás detenerse, ignoramos incluso en cuál de esos dos
sentidos debe aplicarse el término de indefinido; y tal es precisamente el
término de nuestros conocimientos actuales sobre la perfectibilidad de la
especie humana, tal es el sentido en que podemos llamarle indefinido.
Así pues, en el ejemplo que se considera aquí, tenemos que creer que
esa duración media de la vida humana debe aumentar sin cesar, si no se
oponen a ello cambios físicos; pero ignoramos el término que jamás
podrá rebasar; ignoramos incluso si las leyes generales de la naturaleza
han determinado un más allá del cual no pueda prolongarse.
Pero, ¿las facultades físicas, la fuerza, la destreza, la agudeza de los
sentidos, no figuran entre el número de esas cualidades cuyo
perfeccionamiento individual puede transmitirse? La observación de las
diversas razas de animales domésticos debe llevarnos a creerlo, y
podremos confirmarlo mediante observaciones directas de la especie
humana.
En fin, ¿podríamos extender estas mismas esperanzas hasta abarcar
las facultades intelectuales y morales? Y nuestros padres, que nos
transmiten las ventajas o los vicios de su conformación, de quienes
recibimos los rasgos distintivos del rostro y la predisposición a ciertas
afecciones físicas, ¿no pueden transmitimos también esa parte de la
organización física de la que dependen la inteligencia, la fuerza mental, la
energía del alma o la sensibilidad moral? ¿No es verosímil que la
educación, al perfeccionar esas cualidades, pueda influir sobre esa misma
organización para modificarla y perfeccionarla? La analogía, el análisis
del desarrollo de las facultades humanas, e inclusive algunos hechos,
parecen demostrar la realidad de estas conjeturas, que harían avanzar
todavía más nuestras esperanzas.
Tales son las cuestiones con que debe terminar el examen de esta
última época; ¿y en qué medida, este cuadro de la especie humana,
liberada de todas sus cadenas, sustraída al imperio del azar, lo mismo
que al de los enemigos de su progreso, y caminando con paso firme y
seguro por la ruta de la verdad, de la virtud y de la felicidad, le presenta
al filósofo un espectáculo que lo consuela de los errores, de los crímenes,
de las injusticias que todavía mancillan la tierra, y de los que a menudo
es la víctima. Al contemplar este cuadro es cuando recibe el premio a sus
esfuerzos en pro de los progresos de la razón, en defensa de la libertad.
Se atreve entonces a vincularlos con la cadena eterna de los destinos
humanos; es ahí que encuentra la verdadera recompensa a la virtud, el
placer de haber hecho un bien perdurable, que la fatalidad no podrá
jamás destruir, a modo de compensación funesta, introduciendo de nuevo
los prejuicios y la esclavitud. Esta contemplación es para él un refugio,
hasta el cual no pueden llegar el recuerdo de las persecuciones de sus
enemigos; en el cual, viviendo para el pensamiento con el hombre
restablecido en sus derechos lo mismo que en la dignidad de su
naturaleza, olvida a quien la codicia, el temor o la envidia atormentan y
corrompen; es ahí donde existe verdaderamente con sus semejantes, en
un elíseo que su razón ha sabido crear, y que su amor a la humanidad
embellece con los más puros gozos.
FRAGMENTO SOBRE LA ATLÁNTIDA
O DE LOS ESFUERZOS REALIZADOS
POR EL GÉNERO HUMANO PARA
EL PROGRESO DE LAS CIENCIAS

BACON concibió la idea de una sociedad de hombres entregados sólo a la


búsqueda de la verdad. Su plan abarca todas las partes de los
conocimientos humanos; una multitud de observadores recorre sin
cesar el globo para conocer los animales que lo habitan, a los vegetales
que nutre, las sustancias esparcidas sobre su superficie y las que
encierra en su seno, para estudiar su forma externa y su organización.
Tratan de reconocer los monumentos y las pruebas de las antiguas
conmociones de la Tierra, de descubrir las huellas de esas revoluciones
tranquilas cuya marcha insensible conduce la mano lenta del tiempo; en
tanto, otros hombres, establecidos en regiones diversas, registran con
exactitud y cotidianamente los fenómenos del cielo y los de la atmósfera
terrestre. Donde vastos edificios se hallan consagrados a esas
experiencias, las cuales, al forzar a la naturaleza a mostramos lo que el
curso de sus operaciones ordinarias ocultaría a nuestras miradas, le
arrancan el secreto de sus leyes. No se circunscriben esos hombres a
aquellos ensayos cuyo éxito puede comprobarse en unas cuantas horas o
unos pocos meses; saben emplear ese medio poderoso que la naturaleza
parecería haberse reservado para ella sola, el tiempo; y resultados que
no se esperan obtener sino por generaciones futuras, se preparan en
silencio; se abarca todo lo que puede esclarecer al hombre, todo aquello
que puede conservarlo o servirle. Allí, todos los aparatos, todos los
instrumentos, todas las máquinas mediante los cuales hemos sabido
aumentar nuestros sentidos o nuestra industria, acrecentar nuestras
fuerzas o multiplicar nuestros medios de observar, de conocer o de
producir se encuentran reunidos para la instrucción tanto del filósofo
como del artista. El amor a la verdad reúne a los hombres que el
sacrificio de las pasiones comunes los convierte en dignos de ella; y las
naciones ilustradas, conociendo todo lo que ésta puede hacer

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