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Se nos perdió la escena escolar. ¿Y entonces?

// Silvia Duschatzky y Pablo Manolo Rodriguez

Publicada en 1 de septiembre de 2021

1. Un hecho inédito, sólo posible en la imaginación ficcional, ocurrió a partir de la


pandemia. El aula virtual se erige como la tabla salvadora que, bajo el lema de
continuidad pedagógica, emularía a una clase. Claro que, en el éter, todos en el mismo
plano, rostros cuadriculados y con un dispositivo a disposición del/la usuarix que activa
y desactiva voz e imagen, no se alcanza a simular lo que teníamos costumbre de
habitar como clase. No sólo no están los cuerpos compartiendo un espacio físico con
todas las emanaciones que supone la proximidad, sino que, al mejor estilo Black
Mirror, cada unx cuenta con el poder de aparecer y desaparecer en fragmentos de
segundo. Un golpe al aparato sensorio-afectivo nos avisa de una profunda mutación –
no por representatividad estadística- sino por su cualidad radical en términos de
formas de constitución del lazo. Habría una vuelta más que complejiza el asunto;
existe un medio tecnológico aparentemente neutro, aplicable para todos y todas, que
es tan homogéneo que sanciona lo que hay como una no presencia. En la efectuación
de las presencias, la activación y desactivación se da por otros medios. Leemos que
desaparece o aparece una presencia que no es tal. Si lo que leemos como presencia no
lo es, queda por ver qué deviene prescindiendo de su aura.

2. Nos preguntamos si esta caotización de la forma escolar y posterior futilidad de los


enlaces vía conectividad genera lo que podríamos nominar como borramiento de la
escena. El panorama podría plantearse así: la escena escolar (ya desvencijada antes de
la pandemia) guarda, eventualmente bajo el manto de espectro, la cualidad de un
teatro o representación dada por enlaces efectivos y/o imaginarios entre un conjunto
de elementos que se mueven en la simultaneidad de un espacio físico. La
particularidad de estar ahí, in situ, que se ofrece como punto de apoyo subjetivo, es
corrida por un funcionamiento maquínico que desenlaza un impasse en la teatralidad
de la escena. Lo que acontece, en el espacio virtual,no es del orden de la disolución del
lazo con el interlocutor. Sin indicios de mirada y voz, lo que sucede parece desbordar
la idea de un malestar por insatisfacción del lazo. ¿Qué habría si soslayamos los
indicios que verifican que habría alguien más que unxmismx? Pablo Rodríguez, en su
libro Las palabras en las cosas[1], se pregunta si acaso las formas transitadas de
presentación en la vida cotidiana, tal como lo pensaba Goffman[2], pueden trasladarse
a las redes vía, emojis, likes, recursos varios de edición que descomponen la
afectividad en elementos técnicos. ¿Habría un modo de escapar al formato audiovisual
en el que somos apenas cuadraditos en un plano llamado pantalla?

3. Algunas líneas en torno de la escena. Lacan[3] a partir de la lectura de Lévi


Strauss[4] destaca que en un primer tiempo habría mundo, independientemente de
una subjetividad asociada. Y luego, un segundo tiempo daría lugar a la escena; una
suerte de estructuración o ligazón de los fragmentos del mundo que funciona como
marco de lectura y organización (aunque fragmentaria). El mundo- en sus términos- se
nos hace posible (legible, pensado, narrado, interrogado, vivido) cuando entramos en
relaciones con otras existencias, seres, cosas, a través del lenguaje, considerado más
como eco que hace cuerpo (relación) que como sede de significados ya codificados.
Este segundo tiempo que hace a la escena no necesariamente se supedita a una
estructura institucional. Aun en sociedades antes llamadas “primitivas” se advierte la
efectuación de algún componente simbólico que opera de enlace. ¿Es pensable una
relación dada, no a través del lenguaje, sino de la máquina en la que el lenguaje tiene
el lugar del algoritmo? Más adelante intentaremos merodear esta cuestión. Volvamos
a la pregunta por la escena (escolar). La pandemia puso de relieve un elemento que
complica el panorama. Si en términos simbólicos la escena escolar venía agrietada,
¿qué es lo que hacía que no se disolviera?

4. La escena en la escuela (más allá de los avatares que viene sufriendo desde las
profundas alteraciones del funcionamiento social capitalista y la decadencia de la
operatoria instituyente de los estados nación) se verifica en los últimos tiempos más
por la rutina asentada en un espacio físico poblado de cuerpos que “representan”,
aunque de modo sinuoso y agrietado, un papel social (alumnx, docente, directivo…)
que por la eficacia simbólica de producción de un modo de hacer lazo. En términos de
eficacia simbólica, podríamos confirmar los aportes de Lewkowicz [5]en tanto estar en
la escuela no habla de habitar los efectos subjetivos de una escena dada por la
construcción de un común. No obstante, pareciera que mientras haya escenario,
guion, disposición de elementos a la vista, actores y “público”, habría escena, o al
menos simulacro. Beckett lo expone claramente en Quad [6]. Cuatro personajes siguen
las líneas de un cuadrado, y a pesar de su desafección aparente, arman una escena. El
cuadrado, las coordenadas espaciales que ordenan la ruta, los actores que simulan
seres autómatas e intercambiables y el hueco inquietante del centro establecen un
enlace narrativo.

5. Pensémoslo así: soy profesora, voy a dar clase, entro a un edificio (no a cualquiera) me
dirijo a un aula, ingreso, apoyo mis cosas en un escritorio, observo…hay gente
(alumnxs) sentados en sus mesas, o parados o desperdigados, pero allí están mis
supuestos o efectivos destinatarios. La disposición no arbitraria de los elementos
opera como punto de anclaje (pizarrón, bancos, escritorio, personas a la espera
eventual de su docente, profesorxs dirigiéndose a un auditorio, aún supuesto)
constatando que estamos en la escuela. Mucho ruido, imposible dar clase, o todo lo
contrario, o un poco y un poco. Me canso, solicito atención, la encuentro, a
veces…Pasan cosas, algunas imposibles de filiar a un dispositivo pedagógico. De unas u
otras maneras, las perturbaciones, inquietudes, desafíos y tentativas son provocadas
por un cuerpo afectado por otros cuerpos. Están ahí, pero “ausentes”, están ahí, y no
pesco cómo, están ahí, y algo nos junta o insiste en procurar una forma. El estar ahí
funciona como indicio de existencias que me desbordan, me exceden, y al mismo
tiempo confirman que hay algo más que una mónada autoabastecida. Estar ahí no
procede meramente de un dato visual (aunque también) sino de los estados anímicos,
energéticos que circulan entre la cercanía de los cuerpos. Es el campo proxémico,
interacción espacial entre componentes no únicamente verbales, el que ha marcado el
suelo de los intercambios humanos. Advertimos que los flujos de inquietud, aun de
perturbación, inescindibles de los contactos cuerpo a cuerpo, se pierden en la
virtualidad. Aquí reaccionamos a los avatares de la conectividad, pero cierto flujo
afectante se pierde, cámaras y micrófonos mediante. No obstante, los chats operan en
paralelo y en simultáneo albergando charlas emojis, comentarios, cuchicheos que
pasan por debajo del evento central pero a la vista de cualquiera.

6. La pantalla a negro y las voces muteadas hacen desaparecer la escena, en tanto la


subjetividad del cuerpo a cuerpo ya no sólo tambalea frente a las arquitecturas
algorítmicas del rostro y la voz, sino que ahora enmudece cuando desaparece todo
indicio de una existencia del otro lado de la pantalla. En este panorama habría un plus
que abona a la idea del borramiento de la teatralidad escolar. El punto de apoyo de la
escena no sólo se verifica en el más que uno, independientemente de los modos en
que las vincularidades se desplieguen, sino en una mirada (si se quiere, en términos
ópticos) que recorre cualquier cosa menos el sí mismx. A su vez, escena y narración
van juntas. Mientras haya narración, algo le hace sentido al sujeto de enunciación.
Entonces pareciera que la dimensión espacial (considerada como una materialidad con
atributos) es el último bastión que, aún frente a la debilidad simbólica de las
operatorias escolares, confiere cierta verificación a la existencia del juego de una
situación, o al menos ofrece elementos para sostener la pregnancia de una escena que
nos alberga.

7. En el panorama virtual aparece un ingrediente inédito. Un simulacro del yo se cuela


como voyeur. Si no fuera por los espejos nadie podría constatar su fisonomía. Es la
mirada del otrx la que nos devuelve señales de nosotrxs mismxs, en un plano que
trasciende al seco reflejo. Ocurre que mediante las plataformas conectivas (Zoom,
Meet, etc.) en tiempos de pandemia, cada unx se vuelve persecutorio de un sí mismx
desengarzado. Sospechamos que no se trata de una nueva soledad. La soledad
funciona en ocasiones como plafón sensible que nos abre al mundo. Lo que acontece
suena a algo de otra índole que no alcanzamos a nombrar. ¿Será que no viene la
palabra porque en verdad el efecto hipnótico de un “algoritmo” que nos envuelve,
implica la ausencia de la lengua? O quizás habría que encontrar un modo de componer
con un algoritmo: serie de instrucciones que se cumplen secuencialmente. La escuela
no es un algoritmo porque esas instrucciones no son las que arman lazo. La pantalla,
los cuadraditos, el extraño espejo de las imágenes quizás guarden algo que no se
expresa o solo lo hace dentro del formato encastrador de las plataformas, tal como
están planteadas, tal como las habitamos, como mero recurso que admitiría un hacer
habitual (continuidad pedagógica) en un nuevo “suelo”. Más mudanza que mutación.

8. Esta hipótesis no socava los restos de funcionamiento escolar o social en los que
podemos advertir escenas en circulación. No pretendemos alcanzar ningún
pensamiento homogeneizante de prácticas sociales, sólo dar cuenta de una de las
tantas mutaciones donde las presencias sensibles ya no operan únicamente mediante
un lenguaje gestado en una forma de ser humano, sino que procede también de las
máquinas que se nos adosan alterando la corporeidad. Entramos en conexión
(supeditada a las operaciones deducibles de la programación automatizada) más con
las variaciones que habilita el dispositivo que conuna cadena significante que implica
vincularidades con otrxs hablantes. El ojo se detiene en el ícono del micrófono, a su
tiempo en la pantalla mientras la mano hace click para constatar participantes o/y,
chatear. La mirada se dirige a vista del hablante o de galería, de repente la imagen se
congela, un cartelito avisa “señal inestable”. Si el micrófono está abierto y un ladrido o
interferencia sonora es captado por la máquina, ésta nos recuerda que estamos
silenciadx…y vuelta a empezar el circuito. En la lógica algorítmica cualquier intrusión
sonora es traducida como alerta de silencio del usuario. La máquina no lee si hay o no
decisión o ánimo de silencio, la máquina sólo reacciona a la interrupción de un
mecanismo programado. Asimismo, la serie de operaciones a las que nos vemos
compelidos demanda una energía que no se emparenta con la intensidad energética
de la experiencia. Digamos que habría dos planos de atención en disputa: uno
automatizado y otro (eventualmente) “distraído”que exige una inversión libidinal
interferida por el plus de energía que solicita la conectividad. ¿De qué se trata, o qué
tipo de consecuencias y preguntas nos plantea un tiempo en el que lo humano pierde
sus atributos privativos como especie para devenir cuerpos mixturizados a partir de la
entrada de la inteligencia artificial? Ahuyentemos tanto vientos apocalípticos como
apologéticos. Quizás debamos encontrar otros cuerpos aún ausentes y que seguirán
ausentes en la medida en que la transmisión sea tan básica (¿cómo hacer pasar gustos,
alteraciones químicas, olores?) y los esquemas de representación tan torpemente
audiovisuales. Ignoramos cómo sería y si acaso nos llevaría a una vida más interesante,
pero tal vez, y eventualmente en contraposición y en combinatorias con otras
inteligencias, podamos pensar en alguna diferente a la nuestra.

9. Admitamos que la escena o los modos vinculantes, tal como los conocimos, ya no
configuran el epicentro de la experiencia humana. Como lo señala Donna Haraway, las
máquinas – ya de fin de siglo xx – han convertido en algo ambiguo la diferencia entre
lo natural y lo artificial, entre el cuerpo y la mente. Aún no han alcanzado el máximo
grado de sofisticación, y sin embargo están inquietantemente vivas, y nosotrxs,
sorprendidxs. Nos extendemos en un párrafo elocuente del Manifiesto Cyborg[7]: “Las
máquinas modernas son la quintaesencia de los aparatos microelectrónicos: están en
todas partes, pero son invisibles. La maquinaria moderna es un advenedizo dios
irreverente que se burla de la ubicuidad y de la espiritualidad del Padre. El chip de
silicio es una superficie para escribir, está diseñado a una escala molecular sólo
perturbada por el ruido atómico, la interferencia final de las partituras nucleares. La
escritura, el poder y la tecnología son viejos compañeros de viaje en las historias
occidentales del origen de la civilización, pero la miniaturización ha cambiado nuestra
experiencia del mecanismo. La miniaturización se ha convertido en algo relacionado
con el poder: lo pequeño es más peligroso que maravilloso, como sucede con los
misiles. Nuestras mejores máquinas están hechas de rayos de sol, son ligeras y limpias,
porque no son más que señales, ondas electromagnéticas…”

10. ¿Podrá ser que el valor de lo pequeño, desde una de las perspectivas posibles, más
ligada a los efectos politizantes emancipatorios que a los usos dominantes, contamine
la sensibilidad humana, tan adepta a las jerarquías no sólo entre especies y cosas sino
al interior de su propio universo?
11. Volvamos al terreno escolar tomado por las tecnologías en circunstancias pandémicas.
De pronto, maestrxs y alumnxs resultan indistinguibles para el dispositivo. El espacio
institucional con su resaca clasificadora es socavado por un maleable aparato
electrónico. Cada cual, sin diferencia, está habilitado a permanecer o evaporarse, a
escuchar sin ser visto, a observar en las sombras, a evitar que se filtre sonido alguno, a
centralizar al hablante o a realizar un paneo de los asistentes en vista de galería sin
que alguno se percate. Y por primera vez nadie podría pegar un alarido que nos
reenvié a representaciones de emociones hostiles, reactivas o violentas. Cualquier
onda sonora por encima de lo programado genera interferencias auditivas exentas de
resonancias emotivas. Ningún grito operaría en el terreno disciplinario, y no por
intención del que lo profiera, sino porque el algoritmo descarta toda traducción
significante.

12. Una poderosa heteroglosia echa por tierra el imperativo de un lenguaje


monopolizador(identidades, morales de sentido, codificación de la experiencia,
relación tiempo y espacio) y no obstante nos sentimos atrapadxs en un espiral de
gestionismo de las vidas cuyo patrón no es otro que el extractivismo de la potencia
vital a toda escala.

13. Durante la pandemia las tecnologías de poder exacerbaron su operatoria mediante la


intensificación de la virtualidad. A diferencia de los Whatsapp, o llamadas que, en
ocasiones, permiten que se cuelen filamentos de singularidades, se trata acá de una
forma de regulación que no sólo confina al sujeto (particularmente docente) a una
exigencia de hiperproductividad 24/7 sino que lo compele a devenir operador
data/entry (constatación de conectividades, de tareas enviadas y recibidas, etc.).
Digamos, y sobre esto insiste Pablo en su libro, que si hubiere subjetivación queda
sumida a un plano infra o supraindividual. Un caso elocuente es el de los centros
juveniles metropolitanos. Abultados recursos humanos esperan atónitos que acudan
sus destinatarios que insisten en ausentarse. Planillas de Excel con datos que sigan la
curva de presencias (que en verdad es una línea) cae como exigencia reiterada a lxs
educadores, con la amenaza solapada de pérdida del trabajo frente a la baja de
asistentes. Mientras tanto, a metros de cada centro, lxspibxs circulan en ferias y
plazas. Ningún recorrido por el territorio cabe en la lógica de la algoritmización.

14. La materialidad de las políticas de hiperburocratización dejaron sus huellas en lxs


docentes sumiéndolos en el síndrome de burnout. Prestar atención a lo que importa (y
sobre todo en tiempos de repliegue de la existencia) requiere de una combinatoria de
sensibilidad, intuición y tentativa que fugueno sólo de la pesada carga burocratizante,
sino también de imaginarios aferrados a lo que no es más que simulacro de escena
escolar. Detengámonos en la cuestión de la atención, hoy tomada por una economía
propia, la famosa economía de la atención que mide nuestras detenciones en el scroll
y las reacciones de nuestras pupilas y nuestros dedos a los destellos de las pantallas.
Cualquiera diría que no habría escuela sin atención, ni atención que se forjara por
fuera dela escuela. No obstante, ocurre todo lo contario. La atención formateada en
las claves esperadas funciona como solicitud. Desde estas coordenadas, a más
distracción, menos atención; a más visión periférica, menos atención. Y curiosamente
hasta los animales en estado de alerta manifiestan esta capacidad. Diríamos entonces
que, a más demanda de “productividad”, a más necesidad de gestionar riesgos bajo la
presunción de pérdidas de poder, acumulación o propiedad, la exhortación es a no
prestar atención. Isabelle Stengers [8] sugiere que estamos intimados a olvidar que la
atención, más que habilidad, es un arte. Si la atención no es a priori conducida, si no
opera por solicitud, si no permanece atada a lo digno de atender según parámetros
externos al fluir de los sucesos, entonces atención y distracción no se oponen.
Escribíamos en Pedagogía de la interrupción[9]: nos interesa el pibe que desde la bici
se conecta a la clase, no así la escenografía de una efemérides que expone a la
presentadora vestida para la ocasión (guardapolvo del que prende una escarapela)
impostando el discurso patrio de rigor hacia un auditorio imaginario. Nos interesa el
niño que recuerda cada martes a su maestra enviarle la tarea que él nunca responde.
Nos interesa el pedido de lxs pibxs de tomar clase desde la cama, no el automatismo
que indica que una clase solo sucede desde la posición sentada en el espacio
“adecuado”. Nos interesa la argucia de esa maestra jujeña armando una comunicación
epistolar con su alumno que migra hacia la alta zona rural al verse impedido el trabajo
de su madre en la feria del pueblo. Nos interesa su atención que aprovecha al agente
sanitario para que funcione de nexo. Juntar lo que no tenemos costumbre de juntar,
insiste Stengers, siguiendo los vericuetos de la atención. Poner en juego conexiones
entre lo que solemos considerar separado… atentxs a las consecuencias, navegando
entre recomposiciones y combinatorias que no son extrañas. ¿En pos de nuevas
escenas? ¿Será el único soporte de enlaces y flujos de experiencias que abran el
tiempo?

15. Por último, volvemos a la escuela modalidad presencial o mixta. Conjurado el temblor
por la dominancia de la conectividad, abrazamos la ilusión de una “vuelta a la
normalidad”. Pero imaginemos que los habitantes de la “escuela virtual” (en especial
pibxs, aunque no sólo) se sienten intrusos en el espacio físico. Acostumbradxs a
maniobras pequeñas y livianas, miran con desconcierto una pesada maquinaria puesta
al servicio de cada comportamiento esperado. Rituales diversos, horas atendiendo a
un centro, ojos vigilantes, gritos, proximidades perturbadoras, ejército de personas
circulando, papeles y cuadernos como recursos privilegiados. De pronto sacan de sus
mochilas un pequeñísimo dispositivo y al activarlo sus presencias se vuelven volátiles y
ligeras. Las palabras emitidas ya no caen como pesadas piedras que trazan rutas a
seguir, sino que tocan páginas de libros, films y ecos de voces inubicables que
revolotean en círculo haciendo proliferar extrañas elocuciones a las que se suman
cosas y humanos. No todxs, sólo los que cuentan con el dispositivo que acople con el
ritmo del burbujeo ambiente. ¿Ciencia ficción o virus inmune a las vacunas?

Silvia Duschatzky

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