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A dos días de la felicidad

Aquilino Duque (1931) es un poeta sevillano, a quien he descubierto en su poemario antológico


“Reloj de arena” (2011). He degustado con especial fruición varios de sus poemas. Son de esos
poemas que versan en cosas de fundamento, como le gustaba decir a Jorge Cafrune, citando al
gaucho Martín Fierro. Dice Duque: “Hay que buscar con la esperanza/ de no encontrarlo todo./
Hay siempre que pararse a dos jornadas/ de la felicidad./ Hay que tender al infinito./ Estar a punto
de llegar/ pero no llegar nunca./ Eso es la plenitud. Eso es la vida”.
El planeamiento estratégico, los planes a cinco años, los indicadores de gestión, el control
de los resultados son instrumentos que no tienen nada de esperanza. Son intentos de construir la
torre de Babel con el solo esfuerzo humano, poniendo a nuestros pies el futuro y sus
contingencias. Hay más verdad en estos versos de Duque que en los planes estratégicos y
presupuestos de muchas empresas. Más que vivir de presente o de futuro, se vive mejor de
esperanza, que no está reñida con la previsión y la cautela; dejando espacio, mucho espacio a la
libertad.
La vida es pararse a pocos o muchísimos días de la felicidad. Es campo abierto, mirada
perdida en el horizonte, añorando ser sorprendido por un regalo del cielo. Escribe el poeta: “La
libertad es bella cuando es pura esperanza./ Sólo lo que se espera nos ayuda a vivir./ La gloria sólo
es gloria cuando nunca se alcanza/ y la vida una apuesta de fe en el porvenir”. Cuando la vida
ajusta, queda más claro que llegar al día siguiente es un acto de fe. Ay del que sólo entiende de
previsiones o planes. Mejor les va a los lirios del campo y a las aves del cielo. Hay una mano –dice
Octavio Paz- que allá en las alturas nos deletrea. Sin esa mano, sin esa espera sólo nos queda la
angustia en toda su desnudez.
“¿Cómo salir, Señor, de esta maraña,/ de esta Babel que piensa en esperanto?/ ¿Buscar a
ciegas la felicidad?/ El caso es santificar las fiestas./ Y qué mejor que esta alta soledad/ y esta luz
en la nieve de las crestas./ La dicha es una palabra clara,/ un encuentro, un milagro, una alegría;/
el olor del tomillo y de la jara/ y el chaparrón después de la sequía./ ¡Qué poco basta para ser
feliz!”, canta el poeta. Sí, añoro la dicha de lo sencillo, ser felices con poquito. Pasear por el
malecón al aire libre, juntarme con los míos y con los tuyos alrededor de un pan y de un café,
cuando lo haya. No se excluye el trabajar duro y parejo para ganarse el pan de cada día. Golpe y
verso, no los esquivo. Serenidad, inquietud y, también, plenitud; aunque tarde en llegar.
¿Un soñador de otros tiempos? Ya me gustaría, pues “Aquí donde me ves, yo no soy más/
que un romántico niño de otro tiempo,/ triste galán de corazón dorado/ perdido por las plazas de
los pueblos”. Eso sí, convencido cada vez más de que estos caminos transitados son, igualmente,
caminos divinos; unas veces llanura; otras, montaña. “¿La fe? Sí, por supuesto. Y la esperanza. Y el
amor./ Y andar por esos mundos con lo puesto,/ y ser buen perdedor”. De esto último tengo
bastante en mi hoja de vida

Francisco Bobadilla Rodríguez


Lima, 8 de marzo de 2020.

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