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SEIS MESES

HACIÉNDOME
EL LOCO
! 


SEIS MESES
HACIÉNDOME
EL LOCO
HERNÁN
CASCIARI

orsai
2021, Hernán Casciari

casciari@gmail.com

@casciari


Primera edición: Junio, 2021


2021, Editorial Orsai SRL

@EditorialOrsai


Mariano Acha 2513

1430 CABA

Argentina


editorialorsai.com


Diseño de la colección: Hernán Casciari

Ilustración de portada: Alberto Montt

Corrección: J. Ignacio Merlo


ISBN: 978-84-15525-23-3

Impreso en Argentina























Esta obra se distribuye bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento
3.0 Umported. Es decir, se permite compartir, copiar, distribuir, ejecutar y
comunicar públicamente, hacer obras derivadas e incluso usos comerciales de
esta obra, siempre que se reconozca expresamente la autoría original.





Al gran productor

Gabriel Grosvald

Índice



Prólogo ..............................................11
Seis meses haciéndome el loco......................13
Diciembre ..........................................17
Los sonidos agradables .................................19
Los ojos verdes .............................................22
La higiene personal ......................................25
Las voces internas .........................................28
La comida ....................................................33
Las caras de la luna .......................................37
La motoreta .................................................40
La rana y el cochino .....................................44
La fama ........................................................48
Aniversario de mi garrote .............................52
El último del año .........................................55
Enero .................................................59
Los animales desganados ..............................61
La cámara de vigilancia ................................65
La desidia .....................................................69
Los animales abandonados ...........................72
Mi música ....................................................75
Salsa rosa .....................................................78
Hablar por hablar ........................................81
La duermevela ..............................................84
La felicidad ..................................................87
El tiempo muerto .........................................90
Las visitas .....................................................93
Culebrones ...................................................96
La oscuridad ................................................98
Febrero.............................................101
Mis ídolos ..................................................103
Medicinas alternativas ................................106
Sentimientos cruzados ...............................109
Fin de semana ............................................112
Terapia .......................................................115
El miedo ....................................................118
Ser el otro ..................................................121
Las llaves ....................................................124
Peces en el agua ..........................................127
La televisión nocturna ................................129
Una carta de amor .....................................132
Las mandarinas ..........................................134
Marzo ..............................................137
Dejá vù ......................................................139
Los idiomas................................................142
Coser y bordar ...........................................144
Los gestos y las señas ..................................147
El justiciero ................................................149
Los regalos .................................................152
El intelectual ..............................................155
Cambio de roles .........................................157
Treinta y tres ..............................................160
Pesadillas ....................................................162
Donar los órganos ......................................165
Mis abuelos ................................................168
Firmar los papeles ......................................171
Abril ................................................173
Los naipes ..................................................175
El coleccionismo ........................................177
Ejercicio físico ............................................179
Fantasmas ..................................................181
Dietas milagrosas .......................................184
Gotas de agua ............................................187
El equilibrio justo ......................................189
La prensa del día ........................................192
Los besos....................................................194
La parca .....................................................197
El mayor de mis temores ............................199
El calor ......................................................201
Mayo ...............................................203
Las preguntas .............................................205
Los objetos perdidos ..................................208
El mando ...................................................211
Actuaciones................................................213
Los perros ..................................................215
Viajar en el tiempo .....................................218
La lluvia .....................................................221
Si yo fuese un país ......................................224
Personalidad ...............................................226
Los payasos ................................................229
La esperanza ...............................................231
La despedida ..............................................233
La libertad .................................................235
El sueño .....................................................238

Esta novela apareció en formato de folletín en un periódico de Es-


paña. Algunas jergas, locaciones y referencias culturales se presentan
en un entorno ibérico, pero tomé la decisión de no distraer al lector
con notas al pie ni explicaciones. Entiendo que, desde hace ya mu-
chos años, todas las dudas se pueden googlear o se comprenden por
contexto. (H.C.)
Prólogo

Seis meses haciéndome el loco

Hace unos años escribí una novelita de setenta y


cinco capítulos que fui publicando, de incógnito, en
el periódico español El País. El pacto fue extraño,
arriesgado y divertido: me pagarían por narrar una
historia falsa en donde no debía aparecer mi nom-
bre, ni nadie debería descubrir la ficción.
Para empezar, yo no podría promocionar ni
mencionar la obra entre los lectores habituales de
mi blog Orsai. El contrato duraría seis meses y se
me pagaría el doble si nadie descubría mi identi-
dad. La aventura comenzó el primer día de di-
ciembre de 2006 y acabó el último día de mayo del
año siguiente.
Esta historia nació, entonces, a contramano de
los deseos naturales de cualquier obra escrita: era
necesario que pasara desapercibida, que no hiciese
demasiada alharaca en su camino novelesco. En
general los textos surgen con el deseo de que se
multipliquen en el boca a boca —internet es un
vehículo viral—, pero en este caso lo mejor que
podía pasar eran las bocas cerradas, porque el pati-
nazo de la delación podía ser fatal.

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Después de escribir tantos cuentos con mi pro-
pia voz (sobre todo de manera online) es compli-
cado crear un registro que borre de un plumazo el
estilo natural. Ya muchos lectores —por suerte—
conocían mis trucos y mis inflexiones, incluso
cuando intentaba disfrazarme de otra cosa con
mucho empeño. Pero ese era el riesgo mayor: ser
descubierto.
Para lograr ciertos visos de realidad, hice dos
cosas: primero creé un falso blog que los periodis-
tas de El País debían «descubrir» (para darle una
realidad previa al personaje) y luego los editores del
periódico madrileño ayudaron a crear un clima
propicio de certeza. Un día antes del lanzamiento
de la novela, en las páginas del diario apareció una
noticia falsa, a pedido mío.
En esta pieza periodística se informaba sobre la
historia de Xavi L., un enfermo mental que, tras
matar a su padre, es confinado en un instituto psi-
quiátrico de Cataluña. Su médico, después de años
de tratamiento tradicional, decide experimentar
con una terapia novedosa:
—Xavi ingresó aquí con un cuadro severo de
delirio —explicaba el doctor V. al diario El País—;
nunca se ha querido desprender de un inofensivo
garrote de plástico con el que mantiene conversa-
ciones. La única forma de sacarlo de esta realidad
paralela es ofreciéndole una guitarra, que acepta a
veces, o un ordenador portátil, que acepta siempre.
Me ha llamado la atención un detalle: Xavi utiliza
el portátil para escribir al exterior, y en sus narra-
ciones la desestructuración del pensamiento agudo
retrocede. Cuando hace casi un año le ofrecí la po-
sibilidad de escribir un blog y publicarlo, sus esce-
nas esquizoides comenzaron a menguar.
Esta fue la punta del ovillo desde donde co-
menzar a narrar la historia. Tenía que convertirme
en un loco. Para más señas, catalán. Con el fin de
hacer la trama todavía más probable, fue preciso
ponerle un rostro al personaje. Y entonces surgió la
idea de que cada capítulo tuviese, también, un
complemento en videos. Y creé un canal en You-
Tube. En aquella época vivía en España y no tenía
demasiados amigos a los que pedirles ayuda audio-
visual. Así que, luego de un breve test de cualida-
des esquizofrénicas, elegí a Xavier, un amigo y mú-
sico catalán lector de mi blog Orsai.
Este amigo se encargó de leer cada capítulo
inédito, por las noches, y hacer un video de un
minuto sobre lo que le diera la gana. Me lo enviaba
por la madrugada y yo publicaba ambas cosas (mi
texto y su video) a las siete en punto de la mañana.
Esta práctica, que nos causó mucho placer compar-
tir, ocurrió todos los lunes, miércoles y viernes, du-
rante seis meses enteros.
¿Pero cómo escribir la historia? El discurso de
Xavi L. no podía ser humorístico en el sentido di-
recto del término por dos razones: porque el resul-
tado debía ser lejanamente creíble, o probable, y,
más que nada, porque cuando me pongo chistoso

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me convierto demasiado en mí mismo. De hecho,
algunas veces resbalé y creo que nadie se dio cuen-
ta. De todos modos, y sin que fuese yo demasiado
consciente de eso, las crónicas de Xavi acabaron
siendo poéticas. Tienen una cadencia sombría, su-
pongo, pero más que nada son historias llenas de
tristeza y esperanza.
Hubo, como ocurre siempre, comentaristas que
sospecharon la falsedad del relato, otros que defen-
dieron su autenticidad y algunos que propusieron
con sensatez que tal debate era irrelevante. A mí
únicamente me preocupaba que nadie escribiese mi
apellido entre los mensajes, para que el periódico
me pagara el doble al final del folletín.
Ahora que hace muchos años que no vivo en
España, me sorprende haber logrado narrar con esa
jerga. Y me llama la atención que, al no poder uti-
lizar mi estilo narrativo habitual, me pongo mucho
más poético, sin querer, o como escudo.
Una de las razones de publicar este libro en pa-
pel, dentro de mi colección, es justamente esa: que
quede testimonio de un modo extraño de narrar, y
que esas indumentarias de cartón que utilicé para
ser un esquizofrénico catalán no se apolillen con el
tiempo.
Que esas páginas no se pierdan depende ahora
de ustedes, si tienen ganas.

Hernán Casciari, mayo de 2021



Diciembre

Los sonidos agradables

01 diciembre, 2006
Me siento muy honrado de escribir aquí, en El
País, este periódico por el que siento tanto respeto,
dado que mi padre lo enrollaba los domingos y me
zurraba con él hasta hacerme desmayar. No era
importante si yo había hecho algo malo. Me zurra-
ba porque mi padre era coleccionista de sonidos
agradables.
Le agradaba, por ejemplo, el ruido que hacía
un pequeño cristal al quebrarse, clac, y el crepitar
del tabaco dentro de una pipa de roble. También
sus propios pedos después de cenar chorizo,
stromb, y las gotas de la lluvia cayendo en un
cuenco, plic, plic.
Pero más que ninguna cosa le agradaba reven-
tarme a golpes la espalda con el dominical de El
País enrollado, plaz, plaz, plaz. Los domingos el
periódico traía muchas páginas y, según él, eso
producía una acústica inmejorable.
Mi padre perseguía onomatopeyas y trabajaba
en Correos, y así creía yo que eran todos los padres

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del mundo. Hasta que tuve que ir a la mili y des-
cubrí que los padres de los otros soldados no per-
seguían onomatopeyas ni tampoco trabajaban en
Correos. Me sentí un poco desengañado.
El segundo fin de semana de mayo de 1993
volví a casa con mi traje de soldado. Era mi primer
permiso. El viernes y el sábado todo estuvo tran-
quilo. Pero el domingo llegó el periódico por deba-
jo de la puerta. Traía una revista de motor y dos
suplementos. Mi padre se sentó a la mesa y comen-
zó a enrollarlo todo, mientras me miraba.
Esa vez no le permití buscar nuevos sonidos.
En la mili me habían enseñado muchas cosas que
todavía me son muy útiles aquí en el instituto: a
estarme quieto, a cavar profundo, a cagar en la os-
curidad, a comer cosas amarillas que se mueven, y
también a defenderme del ataque enemigo.
Por lo tanto no dejé a mi padre buscar sonidos
agradables en mi espalda. Cuando vino a por mí le
hice frente. Lo miré a los ojos y le dije no papá, ya
no, papá. Pero él no me hizo caso porque tenía
mono de tres semanas. Y entonces debí detenerlo.
A mi padre le habría gustado mucho oír el rui-
do de su propio cuello entre mis manos. Fue algo
así: cric, cric, cric, y después trac. Un sonido que él
mismo hubiera catalogado «de agradable a muy
agradable».
A la semana yo iba de un psiquiátrico a otro.
Ni siquiera me dejaron estar en el entierro. Le dije-
ron a mi madre que yo no era malo, que lo que es-

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taba era enfermo, y entonces me empezaron a bus-
car sitio con los locos. En total he estado en cuatro
hospitales y en dos institutos, todos aquí en Cata-
luña. El de ahora es el que más me gusta, porque
tiene bañera.
Me llamo Xavi L. y tengo treinta y dos años.
Hace trece que me dan pastillas y me tienen ence-
rrado para que no les haga daño a los demás. Hace
cuatro que vivo en la unidad de agudos del Institut
Psiquiátric de la ciudad de S., donde me tratan
muy bien. Desde hace algunos meses el doctor V.
L. me deja hacer un blog como parte de la terapia.
Hasta ayer publicaba ese blog en una página gra-
tuita y no lo leía ni Dios, pero ahora El País me ha
invitado a hacerlo desde aquí.
Todo empieza y termina con este periódico, en-
tonces. Me gusta mucho que así sea, porque las co-
sas que acaban donde comienzan tienen su lado
poético y su toquecillo de revancha.

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Los ojos verdes

04 diciembre, 2006
Siempre tuve suerte con las mujeres. En mi
adolescencia fui dicharachero y sociable. También
fui guapo. Es que tengo los ojos verdes, y eso ayu-
da mucho. Los ojos verdes los heredé de mi padre,
es una de las cosas buenas que me llevé. La nariz de
mi madre. Y la barbilla, no sé. Los ojos verdes son
una de las cosas que me hicieron tener gran éxito
con las chicas.
Después de los dieciocho años, cuando entré al
primer hospital, ya no he visto mujeres guapas de
carne y hueso. Solo he visto enfermeras, he visto
internas en los pabellones femeninos, he visto a las
que vienen a limpiar, y he visto, demasiadas veces,
a la señora que dice ser mi madre. Ninguna de es-
tas mujeres ha sido guapa o joven ni me ha llama-
do la atención.
Miento.
Una vez tuve una historia de amor, pero fue tan
fugaz que la palabra «historia» le queda holgada.
Una vez tuve un cortometraje de amor (lo diré así)

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con la hermana de un interno. Es una historia
truncada que tal vez un día se recomponga.
El interno se llama Antonio, pero le decimos el
Gelatinas, porque se mueve todo el tiempo, incluso
dormido, y también porque huele un poco a sabo-
res frutales. La hermana del Gelatinas se llamaba
Francisca y lo visitaba los segundos martes de cada
mes, puesto que vive en Elche y eso queda lejos.
Francisca tenía los ojos verdes, como yo.
La primera vez que Francisca pisó el psiquiátri-
co todos los internos, todos los enfermeros y todos
los seres vivos del patio nos enamoramos de ella.
Pero yo más. Yo nunca me había enamorado de esa
forma: se me salía la baba por la boca cuando pen-
saba en ella, y entonces siempre iba a todas partes
con un plato sopero en las manos, para que la baba
cayera allí y no en el mosaico, ni en mis zapatillas.
Como ocurre siempre en todas las grandes his-
torias de amor, Francisca era miope. También era
coja, pero eso ya no ocurre tanto en las historias de
amor. A causa de su miopía, era incapaz de saber
que yo tenía los ojos verdes como ella. Los segun-
dos martes de cada mes, cuando ella llegaba, yo me
quedaba en la ventana y abría enormes los ojos
para que se diera cuenta de que éramos el uno para
el otro. Ella se asustaba porque no veía el color de
mis ojos. Solamente el tamaño. Entonces yo le gri-
taba desde lejos: «El tamaño no importa, Francisca,
mírame el color», pero ella se asustaba todavía más
y salía pitando.

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Francisca dejó de venir hace casi un año. Su
hermano el Gelatinas está muy triste, pero yo estoy
peor. De todas formas creo que volverá, algún se-
gundo martes cualquiera.
Para que Francisca sepa que yo tengo los ojos
verdes como ella, lo que hago es guardarme las
manzanas ácidas del postre, los segundos lunes de
cada mes. Al día siguiente les recorto la cáscara y
me la pego en los ojos. Todos los segundos martes
ando así, un poco ciego, a tientas por el patio,
dando tumbos. Es decir, enamorado.
El doctorcito V. y los otros doctores creen que
esta de las manzanas es una locura que tiene que
ver con mi enfermedad de la cabeza. «Ahí va el
Xavi, otra vez le ha dado por ponerse el postre en
los ojos», dicen.
A veces pienso que el amor, es decir enamo-
rarme de alguien que a la vez se enamore de mí,
me curaría todo lo malo que tengo en la cabeza.
Cuando uno está enamorado hace otro tipo de lo-
curas, como por ejemplo irse a vivir a Nicaragua,
como el Marc, que era un amigo mío que se
enamoró por internet de una indígena.
O ir con flores por la calle y todo bien peinado,
que también es un disparate.
Esas son locuras de amor, unas locuras muy
dignas e inofensivas... Nadie te metería en un psi-
quiátrico para curarte esa enfermedad.

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La higiene personal

05 diciembre, 2006
Uno de los grandes prejuicios del hombre nor-
malito es pensar que los enfermos mentales no nos
lavamos, ni nos cepillamos, ni nos enjuagamos la
boca después de comer tierra. Y eso es mentira.
Puro racismo y pura ignorancia. Gente sucia tene-
mos aquí dentro tanto como tenéis vosotros en las
calles, y a veces los hay más guarros fuera de los
hospitales que dentro (por ejemplo en Francia).
Aquí, en las residencias mentales de España, somos
todos muy limpios.
En este instituto somos veintisiete personas de
todas las edades, y solamente a dos hay que enga-
ñar o maniatar para que se duchen. Los demás lo
hacemos periódicamente, sin que nadie nos tenga
que perseguir. E incluso los guarros tienen sus ar-
gumentos.
El Viejo Ignasi, por ejemplo, que huele bastan-
te mal siempre, dice que en su planeta no existe el
agua, que él ha vivido allí cientos de años sin nece-
sidad de «esa cursilería húmeda», y que por esa ra-

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zón prefiere no acercarse a las duchas ni a los bote-
llines de Vichy Catalán. El Viejo Ignasi es oriundo
de Tarragona, conforme su documentación, pero
según sus palabras es nacido en un planeta lejano
que se llama Alfa José. Dice que está aquí en la
Tierra para enseñarnos a masticar mejor la comida;
que todo el problema humano se reduce a eso.
Para lavar al Viejo Ignasi, cosa que ocurre los
jueves por la noche, los enfermeros esperan a que
esté bien dormido, lo atan con unas sogas y lo su-
mergen inconsciente en una bañera tibia. El Viejo
se despierta con los ojos extraviados, y enseguida
comienza a dar unos zarandeos que parece que lo
estuvieran quemando con lejía. Después lo desnu-
dan, lo enjabonan, lo secan y le ponen ropa limpia.
Es raro, pero a los veinte minutos vuelve a oler bas-
tante mal.
El segundo caso de falta de higiene, aquí en el
psiquiátrico, le ocurre a Santiago Parrilla, mulato
de madre cubana, que no se baña por propia vo-
luntad desde que Fidel está en el gobierno, es decir,
desde 1959. Nadie sabe si lo de Santiago es dejadez
personal o resistencia a la dictadura, pero lo cierto
es que huele como la bahía de los cochinos. Al re-
vés que el Viejo Ignasi, Santiago sí es consciente de
su asquerosidad. Suele decir siempre: «A ver si
prontico Castro pasa a mejor vida, porque ya no
me soporto esta cochambre en los sobacos».
El día que el presidente de Cuba tropezó en un
mitin y se quebró dos costillas, Santiago se lavó la

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cara por propia decisión. Y cuando Castro le en-
tregó el poder a su hermano por enfermedad, San-
tiago se cambió los calzoncillos por primera vez
desde la muerte del Che Guevara en Bolivia.
Las semanas que me toca compartir la habita-
ción con Santiago Parrilla, lo confieso con ver-
güenza, le rezo.

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Las voces internas

07 diciembre, 2006
Empecé a escuchar las voces a los doce años,
casi al mismo tiempo en que comenzaba a mastur-
barme. Eran voces dentro de mi cabeza, voces rús-
ticas y amables que no me decían «haz esto» ni
tampoco «haz lo otro». Conversaban entre ellas sin
dirigirme la palabra.
Yo a veces les decía:
«Ey, estáis en mi cerebro, al menos prestadme
un poco de atención», pero como si pasara un tren;
ellas seguían hablando de sus cosas y me ignora-
ban. Entonces descubrí que, además de problemas
mentales, yo también tenía problemas para ejercer
la autoridad.
Mis voces internas, en aquellos tiempos, habían
tomado mi cabeza como punto de reunión, como
si se tratase de un bar por las tardes, o un club so-
cial de pueblo.
A eso de las tres comenzaban a llegar, primero
el de la voz gruesa, después el que hablaba maravi-
llas del Régimen, más tarde los hermanos mellizos

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que jugaban al dominó por telepatía, y casi ano-
checiendo el viejo cartero, el hombre que criaba
gallinas ponedoras y el señor que cantaba fados.
Yo regresaba del colegio y me encerraba en mi
habitación (o en el baño) a escucharlos conversar.
Me dolía en el alma no poder participar de las chá-
charas, ni secundar sus risas, ni hacerles saber que
yo también estaba allí.
Por lo general las tardes dentro de mi cabeza
eran distendidas; a veces las conversaciones eran
jocosas, otras veces de reflexión o política. Muy de
tanto en tanto discutían o peleaban, casi siempre a
causa del fútbol.
Con los años me encariñé mucho con todos
ellos, a los que llamaba «mis inquilinos». Pasamos
tiempos maravillosos, alegres y también tristes.
Una tarde uno de los mellizos del dominó murió
de un infarto y su hermano hizo un discurso muy
dolido; otra tarde el hombre de la voz gruesa vino
con su nieto recién nacido y pidió una ronda para
todos. En la Navidad de 1989 el viejo cartero leyó
las cartas de amor que guardaba con remitente des-
conocido.
Todo hubiese seguido así, sosegado y analógico,
de no ser por un descubrimiento que hice a los
quince años, y que cambió el curso de mi vida.
Una tarde estaba oyendo las charlas de mis in-
quilinos y entonces comenzó a picarme la tetilla
izquierda. Era un picor suave, como de mosquito o
de pulga doméstica.

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Me subí la camiseta y comencé a rascarme.
Al mismo tiempo que me calmaba el picor, las
conversaciones de mis amigos comenzaron a oírse
con estática. Si dejaba de tocarme la tetilla, todo
volvía a la normalidad.
Con los dedos índice y pulgar, entonces, co-
mencé a hacer girar la tetilla hacia la derecha, y
empecé a escuchar nuevas conversaciones que ve-
nían desde otros sitios. Charlas y voces que jamás
en la vida había oído antes, sonidos íntimos, leja-
nos, que sin embargo siempre había tenido dentro
de mí.
Me emocioné mucho al saberme digital.
Desde mis quince años, por las tardes, pude
elegir qué escuchar en mi cabeza. Las charlas del
bar ya no eran un monopolio, yo por fin podía
elegir entre innumerables frecuencias de mi tetilla.
Entonces conocí a la señora viuda que todas las
tardes hablaba con su gato, a los adolescentes que
ensayaban blues en un garaje, al matrimonio abu-
rrido que siempre discutía sobre el clima, al profe-
sor particular de piano que estaba enamorado de
una alumna de catorce años y sollozaba de impo-
tencia cuando ella regresaba a casa, al empleado
que ensayaba su dimisión frente al espejo pero
nunca se atrevía a gritarle su odio al jefe, a mi ma-
dre, que cosía en la otra habitación recitando en
voz baja poemas de León Felipe, al hombre triste
que cuidaba de su hermana moribunda y le conta-
ba historias alegres de cuando ambos eran jóvenes

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y estaban saludables, a los amantes ya maduros que
no se atrevían a dejar a sus parejas legales para vivir
su amor fuera de los hoteles, y también, a veces,
volvía a oír a mis primeros inquilinos del bar, pero
ya menos, porque ahora el zapping era más diver-
tido que sus charlas monótonas de pueblo.
Desde que mis voces internas comenzaron a ser
digitales y muchas, yo gané en diversidad pero
muy poco en atención.
Al tener docenas de opciones ya nada me pare-
cía importante. Mientras oía conversar a los aman-
tes pensaba que quizás los hermanos moribundos
estuvieran teniendo una charla mejor, y si estaba
oyendo a la banda de blues sospechaba que el pro-
fesor de piano tal vez se había atrevido a declararle
su amor a la alumna, y así siempre. No duraba más
de dos minutos con nadie, y ya estaba tocándome
la tetilla y buscando otra frecuencia mejor.
Ahora ha pasado el tiempo y todo ha ido a
peor.
No hace mucho me puse un sahumerio en el
gorro y descubrí las voces internas satelitales. Son
conversaciones que llegan de todas partes del
mundo. Ya no tengo una docena de opciones para
pasar las tardes sino cientos de voces multirraciales
y diferentes. Una niña en Irán que se ha caído a un
pozo, dos homosexuales brasileños que se quieren
casar en San Francisco, etcétera.
Cada vez me cuesta más encontrar, entre la
multitud de voces y frecuencias, a mis primeros

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inquilinos, a los únicos que solía escuchar tardes
enteras con la boca abierta, antes de la era digital,
antes de que mis dedos descubrieran la moderni-
dad de mi tetilla izquierda.
Por cierto: esta semana, tonteando, descubrí
que en la tetilla derecha tengo el mute.

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La comida

11 diciembre, 2006
La comida de aquí no es mala, como muchos
piensan. Suele haber paella, flan de huevo, pan del
día, pollo, carnes magras y también frutas. La co-
mida está muy bien, la verdad; lo que ocurre es que
cuando te vuelves enfermo te pones enseguida muy
exquisito del paladar. Lo mismo pasa cuando estás
preso o cuando te llaman de la mili. Siempre quie-
res algo mejor, siempre te aburres con lo que hay.
Las personas encerradas, en general, solemos ser un
poco tiquismiquis y también mal agradecidas.
Mucha gente piensa que aquí somos flacos, es-
cuálidos y traslúcidos a causa de la mala alimenta-
ción. Y eso es falso. Yo tengo la suerte de ser el en-
fermo mental más gordo de toda Cataluña y el
reino de Aragón, con ciento trece kilogramos exac-
tos en la báscula. Y creo que también soy el que
tiene más dientes, pero esto nunca se ha llegado a
confirmar.
A mí, más que comer, lo que me agrada es
acumular los alimentos, tocarlos y hacer con ellos

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naves espaciales. Por eso, desde siempre, me siento
a la mesa con los internos más flacuchos de cada
hospital. En la actualidad comparto los almuerzos
y las cenas con el Gelatinas (treinta y ocho kilo-
gramos), con el Vizconde (cuarenta kilogramos) y
con el Niño Andoni (treinta y cinco kilogramos).
Entre los tres hacen el mismo peso que yo cuando
estoy desnudo.
El Vizconde, por ejemplo, nunca prueba ali-
mentos que contengan el color amarillo. Es decir
que los días que hay paella y flan de huevo, él se
queda en ayunas y yo tengo ración doble de se-
gundo y postre. De ningún modo se puede decir
que le hurto la comida: él me la ofrece siempre,
con sus regios modales.
El Vizconde sigue a rajatabla un código de
buenas costumbres muy singular en la mesa y en su
vida diaria: saluda siempre a cada paloma con un
buenas tardes, rechaza los alimentos según el color,
únicamente golpea a la gente cuando está dormida,
mastica el agua treinta y tres veces antes de tragar,
nunca se lleva a la boca cucarachas en presencia de
enfermeras, y según dice, sueña en francés. El Viz-
conde no es de mis mejores amigos, pero me siento
con él a la mesa porque desecha lo amarillo.
El Gelatinas sí es mi amigo. No voy con él por-
que sea escuálido sino porque es una buena perso-
na. Y también porque al estar a su lado, me siento
un poco más cerca de su hermana Francisca. Pero,

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todo hay que decirlo, también me aprovecho de
sus raciones.
Ocurre que el Gelatinas se mueve todo el tiem-
po a causa de un tic nervioso (de allí su nombre de
guerra), y arroja al suelo la mitad de lo que se lleva
a la boca. El pobre ha intentado con tenedores de
siete dientes, con cucharas ortopédicas, y hasta ha
probado comer directamente del plato, como los
perros y los etíopes, pero todo le resulta vano.
Siempre el suelo queda perdido con los restos de
almuerzo del Gelatinas. Yo lo que hago es sentarme
a su lado, darle conversación, e ir trayéndome las
sobras caídas con el pie, para que parezcan sobras
mías. Después, cuando nadie me observa, las pon-
go en una bolsa y me las voy comiendo durante el
resto de la tarde.
Las mesas del instituto son para cuatro personas.
Como he dicho, yo me siento al lado del Gelatinas y
frente al Vizconde. En diagonal, entonces, tengo al
ser más repugnante del hospital: el Niño Andoni.
Este es un enfermo de cuarenta años, o quizás
ya más, que se siente un bebé pequeño. En general
los bebés pequeños actúan de forma repugnante,
pero se les perdona porque hace poco tiempo que
están en el mundo. Pero cuando estas mismas cosas
las hace un señor nacido en la década del sesenta, y
con un bigote enorme, ya da un poco de asco.
El Niño Andoni se caga en cualquier sitio, por
ejemplo. Pero lo peor no es eso, sino que cuando lo
hace, en lugar de ir a cambiarse al baño, se echa al

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suelo y llora. El Niño Andoni se ríe cuando te es-
condes detrás de una servilleta y después apareces
diciendo «aquí ta». Eso no es malo. Lo malo es que
te pide que lo vuelvas a hacer, y después otra vez, y
otra, y otra. Jamás se aburre con ese juego, y pue-
des perderte toda la tarde haciéndolo feliz. El Niño
Andoni es tan repugnante y absurdo como un bebé
de diez meses, pero sin la ventaja de ser mono y
tierno.
Lo único bueno que tiene el Niño Andoni es
que, cuando estamos en la mesa, solamente toma
los alimentos que pueden meterse dentro de un bi-
berón. Toma el puré, toma la sopa y bebe el agua.
Pero las patas de pollo, las judías, las manzanas, las
patatas y los cachos de pan los deja intactos. Yo
siempre le miento que en mi habitación tengo una
trituradora; le digo que me llevo las sobras para
hacerle la papilla por la tarde, y él me sonríe y
asiente. Después le hago el juego de la servilleta y
se olvida de todo, como les ocurre a las criaturas
pequeñas.
Si no fuese por mis tres amigos escuálidos, yo
no podría mantenerme en este peso ideal, robusto
y fornido, ni podría jugar todas las tardes con la
comida ajena.

!36
Las caras de la luna

13 diciembre, 2006
En esta columna del periódico tengo una lecto-
ra que me deja mensajes cuando está mirando la
luna. En su homenaje, o por su culpa, cada vez que
veo la luna en el patio del hospital recuerdo a esta
lectora, que suele firmar como Arcángel. No es que
yo quiera recordarla, es que aquí no tengo dema-
siadas cosas que asociar con la luna, ni demasiados
amigos o conocidos en los que pensar mientras la
observo por las noches. Todo lo que ocurre aquí
dentro es de una rutina pegajosa; nada me con-
mueve más que mirar la luna hasta quedarme
dormido.
Al mirar la luna desde la ventana de mi habita-
ción, tengo el único rato nocturno de poesía. La
luna no es ese disco blanco que veo, lo que veo es
solamente una de sus caras. Ni siquiera esta lectora
ve exactamente la misma cara de la luna que obser-
vo yo desde aquí. Ve otra. Cada uno de nosotros ve
una luna única y singular.

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Cuando le hago muecas al Niño Andoni para
quitarle la comida, suelo poner diferentes caras tras
la servilleta. Este juego a los niños les gusta mucho
y se ríen sin parar. Yo tengo más de veinticinco ca-
ras distintas. La luna, en cambio, tiene un rostro
diferente para cada persona que la mira.
La señora que dice ser mi madre, por ejemplo,
viene a visitarme los días martes y los días jueves.
Ha venido ayer, y vendrá mañana. Yo odio mucho
los miércoles, porque son días sándwich. Son días
en los que aún no me recupero de la primera visita,
y ya comienzo a tener angustia por la segunda.
Al revés que la luna, las madres tienen diferen-
tes caras conforme pasan los años. Mi primera ma-
dre tenía un rostro angelical. A mis diez años le
cambió la cara y pasó a tener un gesto más frío,
más severo. Pero yo igual la quería. A mis quince
años mudó otra vez de cara. Esta vez era una cara
blanca, lunar, con unas primeras arrugas. Y des-
pués todo se vino abajo.
A los dieciocho años entré en el primer hospital
(que no era éste), y mi madre ya no era mi madre.
Comenzó a ser la señora que dice ser mi madre.
Era una señora con una cara traspuesta, avejentada,
llena de dolor y sin esperanzas. Una mujer que me
seguía preguntando si comía bien, si estaba lo sufi-
cientemente abrigado, pero su voz surgía de un
pozo sin fondo, de un lugar extraño para mí.
Con mis primeras madres yo miraba la luna.
Mis primeras madres me enseñaron los nombres de

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las estrellas, de las constelaciones, y también me
supieron decir cuál era la luna menguante, y cuál
era la luna creciente. La señora que viene a visi-
tarme ahora me trae una canasta con tarta de man-
zanas, me trae recuerdos de parientes que no re-
cuerdo, me trae la sensación ficticia de un pasado
en común, pero sobre ella, sobre esta señora, sobre
su cabeza, solo hay un techo, nunca hay una noche
maternal para que podamos ver la luna.
Yo sé que esta señora sufre por mí, que sufre
por verme aquí y por verme solo. Pero no es mi
madre; no es la primera, ni la segunda, ni la terce-
ra. Solo tiene en común con mis verdaderas madres
el perfume, un perfume dulzón que permanece
cuando se va, los martes y los jueves.
Este perfume que todavía tengo en los dedos
mientras miro las caras de la luna en medio de la
noche.

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La motoreta

15 diciembre, 2006
Cuando cumplí diecisiete mi madre me com-
pró una motoreta y esa noche no pude dormir.
Con los ojos abiertos en la oscuridad pensé en todo
lo que haría con ella. Soñé despierto con los sitios
a los que iría, con las praderas francesas, con los
pueblos de Portugal, con las autoestopistas que su-
biría a mi motoreta en las carreteras desiertas, con
el amor de esas mujeres, con la libertad del viajero
solitario. Fue una noche llena de futuro, de aven-
tura y de ansiedad. Al día siguiente di una vuelta
por el barrio y la incrusté contra un poste de la luz.
No quedó sano ni el espejo retrovisor, y yo me
quebré dos costillas.
Pasé seis días paralizado de cuello para abajo y
la motoreta estuvo en el taller de mi primo Ferrán
tres meses enteros. Casi hubo que reconstruirla,
pero no perdí jamás las esperanzas. Desde que me
recuperé del golpe, por las mañanas iba al taller
para ver con mis ojos la mejoría lenta de mi moto-

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reta, y por las noches me acostaba en la cama y so-
ñaba despierto otra vez.
Ahora soñaba con un viaje por toda Europa,
desde Barcelona hasta Moscú. Un viaje larguísimo
y lleno de inconvenientes divertidos, algunos muy
peligrosos y otros incluso mortales. Pero yo los su-
peraba a todos gracias a la velocidad de mi motore-
ta, y también gracias a mi buena suerte.
Fueron meses angustiosos que no pasaban nun-
ca. Me dolía en el alma ir a pie a todas partes, por-
que necesitaba subirme a mi motoreta de color ce-
leste. Celeste cielo. Lo que más quería a mis dieci-
siete años era salir de mi casa para siempre, subir-
me en mis dos ruedas y olvidarme que tenía una
familia, un padre que me golpeaba, una madre que
no hacía nada al respecto, y un gato sordo.
Mi vida era un asco de vida, pero al final del
camino había una luz de esperanza. La luz estaba
en el taller de mi primo Ferrán, recomponiéndose
de a poco, aceitándose, poniéndose guapa para mí.
La noche del doce de julio la motoreta estuvo
lista. Ferrán me la trajo a casa y yo lo abracé llo-
rando. Le di las gracias, acaricié a mi vehículo, que
parecía nuevo flamante, y me acosté a dormir.
Esa noche soñé otra vez despierto con los sitios
a los que iría, con los fiordos de Noruega, con los
pueblos de Austria, con las mujeres solitarias de
ojos verdes que subiría a mi motoreta en las carre-
teras desiertas, con el amor de esas mujeres, con la

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serenidad del viajero enamorado. Fue una noche
llena de impaciencia, de lujuria y de misterio.
Al día siguiente me llamaron para hacer la mili.
La primera semana como soldado español
dormí pensando en mi motoreta y en mi siguiente
permiso. Esta vez no podría ir muy lejos (porque
cuando eres soldado no puedes salir del país en
motoreta), pero al menos me subiría a ella, a mi
máquina celeste cielo, y recorrería Girona, o Tarra-
gona. Algo haría con mi fin de semana de libertad
condicional. Fui un soldado feliz, porque sabía que
en poco tiempo podría estar con mi motoreta.
Cuando tuve mi primer permiso llegué a casa y,
sin querer, maté a mi padre. No daré detalles sobre
esto porque ya lo hice en otro post y también por-
que me entristece recordarlo. A la mañana siguien-
te me llevaron al primer hospital psiquiátrico, des-
pués a otro, después a otro, y después a este en el
que estoy ahora.
Desde el primer día como interno duermo pen-
sando en mi motoreta, y cago de cara a la pared, con
un ventilador encendido, para sentir la sensación de
libertad del viajero. No es lo mismo, pero a veces
cierro los ojos mientras voy de vientre y siento que
estoy viajando a sesenta kilómetros por hora por las
carreteras desiertas de Italia, o de Francia. El olor
molesta un poco, pero la imaginación puede más
que los ambientadores de pino y de lavanda.
Hace trece años que defeco mirando la pared.
No sé si tiene sentido continuar haciéndolo, a

!42
quién le importa. La señora que dice ser mi madre
asegura que cuida de mi motoreta, que le pasa cada
tanto un trapo húmedo para que brille, que mi
primo Ferrán viene cada seis meses y le empasta las
bujías. Me promete que no la han vendido ni la
han tirado.
Es extraño, pero ya han pasado muchos años y
mi motoreta sigue siendo la luz al final del túnel.
Allí está. Ella es la única que me espera.

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La rana y el cochino

18 diciembre, 2006
La enfermera Sara ya no sabe qué hacer con el
Niño Andoni, que es un interno que actúa como
un bebé. Como todo el mundo sabe, las enferme-
ras de los psiquiátricos son señoras muy especiales,
a las que no les gustan los niños, ni lo maternal, ni
el romanticismo. Estudian para estar con locos y
salvarse así de todo lo ingenuo que tiene la vida
fuera de estos muros. Por eso es que la enfermera
Sara ahora no sabe qué hacer con el Niño Andoni,
que solo quiere cariño, mimos, que le cambien los
pañales y que lo arropen durante las noches frías.
Como la enfermera Sara me ha visto, a veces,
haciendo reír al Niño Andoni durante los almuer-
zos para robarle la comida, cree que a mí sí me cae
bien este señor. Lo cierto es que yo también lo
odio, todos lo odiamos aquí, porque es un guarro.
Pero ella está convencida de que a mí me cae sim-
pático.
Este fin de semana me ha llamado la enfermera
Sara, con los ojos desgastados de estar en vela, y

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me ha pedido que fuese a la habitación del Niño
Andoni e intentara hacerlo dormir con mis juegos
infantiles.
Al principio le he dicho que no, que prefería
quedarme en la habitación preparando mi Garrote
de Navidad, que por cierto está quedando muy
bonito, pero la enfermera Sara se ha arrodillado y
me ha rogado que la ayudase. «Por lo que más
quieras, Xavi, que ya no puedo con mi alma», me
ha dicho.
En realidad, lo mejor que te puede pasar aquí
es que las enfermeras te pidan algo, porque enton-
ces las tienes comiendo de tu mano. Más tarde
puedes pedirles cigarrillos, puedes pedirles casetes
de la calle, puedes pedirles que te saquen un rato a
pasear sin que se entere el doctorcito V., puedes
pedirles muchas cosas. Así que al final hemos co-
menzado una negociación:
—Yo lo hago dormir al Niño Andoni, pero
después me dejas darte un beso —le he dicho.
—¡Cómo que un beso! ¡Cómo que un beso! —
me ha dicho ella— Tú a mí no me tocas ni con la
punta de tu garrote.
—Vale, entonces ve a calmar al Niño tú. Que
yo aquí soy un enfermo, no un enfermero.
La enfermera Sara se ha ido de mi habitación
dando un portazo, pero yo sabía que iba a volver.
Lo hizo a los diez minutos. Entró con la cabeza ga-
cha y dijo, sin mirarme a los ojos:

!45
—Está bien. Si tú haces callar a ese idiota... me
puedes besar.
—En la boca —dije yo—. A ver si te conviertes
en princesa.
—Eres un cerdo —dijo ella, pero no se negó.
Entonces me puse manos a la obra.
Abrí mi cajón y escogí los dos títeres que pre-
fiere el Niño Andoni: la rana y el cochino. Le mos-
tré a la enfermera Sara mis herramientas.
—Mira —le dije—, yo soy el cochino y tú eres
la rana.
La enfermera Sara se puso muy nerviosa y me
arrastró a la habitación del Niño Andoni, que no
paraba de berrear.
Me puse los títeres en los dedos y comencé a
contarle la historia de una rana que vivía en un
hospital con un cochino que quería besarla. Al
Niño Andoni le gustó mucho la historia y se quedó
dormido como un loco que se cree un bebé. La en-
fermera Sara, que también estaba allí, me miró por
primera vez con una sonrisa.
Nos fuimos por el pasillo en silencio.
Cuando llegamos a la puerta de mi habitación
yo me la quedé mirando, para ver si cumplía su
promesa. Ella no me miraba a mí.
Yo le dije:
—Venga, te toca pagar.
Entonces la enfermera Sara cerró los ojos y
puso los labios apretados. Antes de que a mí tam-
bién me diese vergüenza, la besé un poquito, me-

!46
nos de un segundo, y me puse rojo como un toma-
te. Cuando me recompuse ella ya se estaba esca-
pando por el pasillo, sin correr, pero muy rápido.
Me la quedé mirando: parecía una princesa.

!47
La fama

20 diciembre, 2006
Aun antes de poner un pie en el hospital, algu-
nos internos vienen precedidos por el rumor de la
fama. Ocurre de tanto en tanto, y las enfermeras se
ponen tensas y cuchichean en voz baja:
«¿Has visto en el periódico a ese que ha matado
a toda su familia con una trincheta? Pues dicen que
lo traen para aquí».
A nosotros no nos avisan de nada, pero nos
damos cuenta por el nerviosismo que se respira en
todos los rincones. Se trata de los locos mediáticos,
los que salen en la prensa antes de llegar.
Aquí dentro el famoseo está a la orden del día.
Casi todos los internos tenemos pegadas, en la pa-
red de la habitación, el recorte de periódico donde
han quedado plasmados nuestros cinco minutos de
gloria.
Yo también lo tengo. Es un pedazo amarillento
del diario La Vanguardia que pone:
«Adolescente da muerte a su padre en el barrio
del Eixample».

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Viene mi foto pequeñita cuando me están sa-
cando de casa. Mi cabeza está escondida dentro de
la chaqueta, pero soy yo.
De todos modos, los verdaderamente famosos
aquí eran dos: el Viejo Ignasi, que entre 1981 y
1983 asesinó a más de cuarenta perros de raza,
provocando dolor y desconcierto en el barrio más
ostentoso de l’Hospitalet; y un interno que ya se ha
ido, llamado Augusto, que se quiso suicidar con la
llave del gas y mató a toda la escalera, siendo él
mismo el único sobreviviente.
Yo conviví con Augusto solo un año, pero pude
ver que aquí todos lo adoraban. Era «la» celebri-
dad. Le decíamos El Señor Butano.
Cuando hay algún interno famoso ocurre que,
a veces, viene la televisión para hacer un documen-
tal. Eso significa dos cosas: que vamos a tener mu-
chos cigarrillos durante días enteros, y que vamos a
poder ver culos de chicas en pantalón. Por alguna
razón, las que trabajan en la tele son guapas y usan
vaqueros descosidos; nosotros no estamos acos-
tumbrados a eso y sabemos agradecerlo.
De un tiempo a esta parte estábamos bastante
cortos de internos célebres. Los días pasaban en
calma y las tardes eran tranquilas. Pero desde que
escribo aquí, en esta columna del periódico El País,
me he convertido en lo más cercano a un famosillo
que ellos pueden tener.
Mis compañeros me miran raro, porque apa-
rezco casi todos los días en el periódico. No están

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muy seguros de si eso es bueno o es malo. Además
tengo ciertos privilegios, como poder usar la video-
cámara o el ordenador, y eso a algunos les da un
poco de envidia.
Cada vez me cuesta más hacer los vídeos que
acompañan estos textos. Necesito tranquilidad, so-
ledad, concentración, pero a veces me resulta im-
posible. El Gelatinas, el cubano Parrilla y otros in-
ternos me siguen a todas partes cuando estoy con
la cámara en la mano, y tan pronto como intento
filmarme ellos empiezan a gritar o a tirarme pie-
dras, o se quieren poner en medio de la imagen.
Me gusta la fama, es cierto, pero si este es el
precio prefiero volver a mi antiguo anonimato de
loco sin nombre. El doctorcito V. me dice que no
me debo preocupar, que yo siga a lo mío y que no
le dé importancia a los demás. Pero me asusta la
posibilidad de quedarme aislado, de ser una isla
dentro de una isla, y que mis colegas ya no me
quieran como antes.
El Gelatinas, que es mi mejor amigo aquí den-
tro, desde hace unos días está un poco enfadado
también. Me habla como sin ganas, no viene a ju-
gar al patio, y en el almuerzo me trata mal. «Ey, tú,
famosillo, pásame la mayonesa», ha llegado a de-
cirme. Ayer mismo tuvimos una conversación muy
seca:
—¿Y tú qué tal? —me ha dicho— ¿Sigues apa-
reciendo en el periódico?
—Sí. Escribo lunes, miércoles y viernes.

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—¿Y ponen tu foto?
—A veces.
Entonces me ha mirado con mucha seriedad,
casi con lástima, y me ha dicho:
—No sé para qué coño sales en el periódico si
no has matado a nadie últimamente... ¿Por qué no
dejas las noticias para los que hacen cosas?

!51
Aniversario de mi garrote

27 diciembre, 2006
En estos días en que todo el mundo está disper-
so, jugando con su nuevo teléfono móvil o prepa-
rándose para el año nuevo; en estos días donde no
hay nadie en las oficinas o en las escuelas, mi Ga-
rrote cumple cuatro años y está un poco nervioso.
Un poco asustado también. Hace años, cuando lle-
gué a este hospital (que espero sea el último) eran
los primeros días de un diciembre muy frío y muy
lluvioso. Yo estaba un poco triste, porque en cada
hospital haces buenos amigos, y yo había perdido a
los míos.
Estuve muchos días en silencio, sin hablar con
nadie ni saludar a ninguno en el patio. Los demás
pensaban que yo era o muy peligroso o muy tonto.
Sin embargo, yo estaba triste, nada más.
Entonces comenzaron a pegarme. No mucho,
porque aquí son todos bastante pacíficos, pero me
arrojaban piedras pequeñitas, o los huesos de las
olivas, o puñados de azúcar en los ojos, o fichas del

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dominó. Etcétera. Tampoco voy a enumerar todo
lo que me arrojaban.
Como yo estaba alicaído no respondía a esos
golpes, ni con miradas ni con gritos de dolor.
Tampoco los esquivaba, ni me molestaba en irme.
Yo era un vegetal gordo y silencioso. Todos querían
jugar conmigo o saber cuál era mi voz y cuál era mi
historia. Pero yo los despreciaba.
Entonces llegó la Navidad, que es cuando nos
dejan ir hasta la plaza que hay aquí enfrente. Yo no
me podía alejar del grupo, pero me mantuve calla-
do y sin hacerle caso a nadie.
Entonces lo vi.
En la plaza había un niño que lloraba. Tenía un
garrote de plástico en la mano. La madre (supongo
que sería la madre) le decía que no, que era impo-
sible que Papá Noel le trajese la No-Sé-Qué. Que
debía conformarse con el garrote de plástico hasta
que llegaran los Reyes; y que quizás, cuando llega-
sen los Reyes Magos, sí le pudiesen traer la No-Sé-
Qué. No era seguro, decía la madre, pero había
que tener esperanzas.
El niño pataleaba sin escuchar explicaciones, y
se arrastraba por la arena del arenero dando gritos
de dolor por no tener lo que había pedido.
Yo intuí que la No-Sé-Qué sería algo muy cos-
toso para la economía de esa madre. También intuí
que esa madre no tenía marido fijo, es decir, que
era soltera o viuda o sola. También supe que el

!53
niño quería muchísimo a su madre, pero no sabía
cuánto dolor le estaba causando con su berrinche.
Cuando se fueron, la madre le dio la mano a su
hijo. Entonces él, el niño malo, sin que nadie lo
viese, soltó el garrote de plástico, que cayó sobre la
hierba sin hacer ningún sonido. Lo abandonó en
represalia por su malhumor. Seguramente a su ma-
dre le costó muchísimo comprar ese garrote de
plástico gigantesco. Y el niño lo arrojó a la calle.
Si yo no hubiese estado vestido con esta ropa
que nos ponen aquí, si hubiese estado vestido con
normalidad, habría ido a decirle a esa madre que al
niño se le había caído el garrote. Pero preferí espe-
rar un poco, acercarme con sigilo... y adoptarlo.
Mi Garrote cumple años en estos días. Cuatro
años conmigo. Yo no soy su verdadero dueño, no
soy su dueño biológico, pero lo quiero. Él me ha
ayudado mucho a adaptarme a este lugar.
Cuando regresamos al hospital, aquella vez, to-
dos me vieron llegar con mi Garrote. Ya nadie me
arrojó cosas en el patio, y yo, al mismo tiempo, no
estaba tan triste como antes y comencé a hacer
buenos amigos.
¿Es este un cuento con final feliz, o un cuento
de Navidad? Pues yo creo que no. No entiendo en-
tonces por qué recordar el primer encuentro con
Mi Garrote me ha puesto tan sensible.
Y creo que a él también.

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El último del año

30 diciembre, 2006
De los treinta y dos internos que estamos aquí,
once se han ido a pasar el fin de año con sus fami-
lias. El hospital, además de frío, parece ahora rasu-
rado, como las ovejas después de que las esquilan
para quitarles la lana. Las ovejas rasuradas siguen
siendo las mismas, pero parecen otras, más peque-
ñas, más desprotegidas. El hospital también. El
doctorcito V. y la enfermera Sara (los únicos cuer-
dos amistosos) se han despedido de nosotros hasta
el día dos de enero. Estoy casi solo. Casi hundido.
Tan desganado que no se me ocurre siquiera esca-
par por el muro bajo.
Escribo hoy sábado, y no ayer viernes, porque
me encontraba muy mal del estómago. Cuando
estás mal del cuerpo no quieres escribir: lo que
quieres es dormir mucho y que el día siguiente no
aparezca nunca.
Tenía pensado escribir cuáles habían sido las
cosas buenas que me ocurrieron en el año 2006, en
este año que se acaba mañana.

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El listado comenzaba así:
Uno. Vi una película muy buena de los Monty
Python.
Dos. Leí seis libros (que son dos más que el año
2005).
Tres. Nunca salí llorando después de una visita
de mi madre.
Cuatro. Me escapé tres veces y regresé al hospi-
tal sin que nadie lo supiera.
Cinco…
Cuando iba por el punto cinco me dio por re-
leer, y me di cuenta de que era un listado sombrío,
muy poco tentador, casi estúpido. ¿A quién le im-
porta que haya leído dos libros más? ¿Cómo una
persona puede suponer que ver una peli es algo
bueno que ha ocurrido durante el año?
Entonces decidí hacer un listado falso, pero
más prometedor, y escribí este otro balance de co-
sas buenas:
Uno. El doctorcito V. me llevó a pasear en su
coche. Chocamos, él murió.
Dos. Yo me fui a vivir a Portugal usando su
identidad.
Tres. Antes de eso pasé a buscar a Francisca y
nos casamos.
Cuatro. Antes de eso hicimos el amor.
Cinco. Antes de eso paramos en una tienda y
nos comimos un bocata.
Seis. Antes de eso pasé por mi casa y me llevé la
motoreta.

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Siete. Antes de eso yo no era gordo.
Este listado me gustó mucho más. A veces no
importa que las cosas no sean reales. Lo importan-
te es que sean buenas, que nos den ánimo para se-
guir viviendo, y que podamos contarlas creyéndo-
las a pies juntillas.
Ahora me despido de todos vosotros hasta el
año próximo, que está al caer. Espero que también
hagáis vuestros balances buenos, o que al menos
tengáis imaginación para inventaros algo.
Comencé a escribir este texto con el ánimo
hundido. Ahora estoy aerostático.


!57
Enero
Los animales desganados

03 enero, 2007
Siempre me ha llamado la atención la rigidez
con que los hombres de ciencia clasifican a los en-
fermos mentales: paranoico, esquizofrénico, neuró-
tico, maníaco-depresivo, etcétera. Aquí mismo, sin
ir más lejos, a veces nos separan bajo estos paráme-
tros, cuando en realidad respondemos a otras mu-
chas características. Por ejemplo, un paranoico
contento se parece mucho a un neurótico recién
salido de la ducha. Mientras que un depresivo
viendo una película de Esteso y Pajares no guarda
mucha diferencia con un esquizoide sedado.
Con los animales ocurre exactamente lo mis-
mo. Los hombres de ciencia se han apresurado en
catalogarlos de diferentes formas inexactas. Verte-
brados e invertebrados, por ejemplo. Yo encuentro
mucho más vertebrado a un grillo que a un oso po-
lar. El grillo es tan duro que hasta toca canciones
con sus patas, mientras que el oso es blando como
una nube a punto de hacerse lluvia.

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Otra categorización extraña es la que convierte
en mamífero a la ballena, y la excluye de la categoría
de pez.
Según mi forma de ver, pez es todo aquello que
está bajo el agua con forma de pez. Y mamífero es
todo aquello que está por encima del nivel del mar
sosteniéndose a la tierra con dos o cuatro patas. Si
fuesen más de cuatro (las patas) ya sería insecto. Y si
fuese solo una (la pata) sería flamenco. Que también
vuela y entonces se llama ave.
Como el murciélago, que por alguna razón han
decidido que no sea un ave, únicamente porque no
pone huevos. No les importa que el murciélago
vuele, incluso a ciegas. Yo creo que el murciélago es
más ave que muchos gorriones, que tienen dos ojos
y a veces se estampan de todos maneras. ¿Es acaso
la serpiente un ave porque pone huevos?
A mí el animal que más me gusta es el ornito-
rrinco, porque es rebelde como una estrella de ro-
canrol. Se ha dejado pico para que lo emparenten
con las aves, amamanta para que lo crean mamífe-
ro, vive en el agua para que lo sospechen pez, y
hasta se ha puesto un nombre cacofónico para que
se lo confunda con un médico del oído.
Yo creo que hay solamente dos clases de anima-
les: los que tienen ganas de hacer ruido, y los que
no. Me parece incluso que toda la fauna mundial
debería dividirse únicamente en estas dos ramas:
animales con ganas y animales desganados.

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Hay bichos que parecen estar encantados con
su garganta, por ejemplo el ruiseñor, el perro ata-
do, la hiena, el oso marsupial y el gato en celo. Son
animales que tienen unas ganas tremendas de hacer
ruido a cualquier hora. Y se les nota. Sacan pecho y
aturden, no les importa la hora ni si hay gente ha-
ciendo la siesta.
Y hay otros, en cambio, que parecen emitir so-
nidos por contrato, porque sus padres también lo
hacían, o quizás para no decepcionar a los turistas.
El más llamativo de estos casos de desidia es el de
la vaca. Este mamífero muge sin ganas y porque sí.
Nunca tiene un motivo. El mismo mugido emite
cuando pasa una bicicleta que cuando la están ma-
tando para hacer chuletas.
El león, lo mismo. Cuando pasan documenta-
les de estos felinos a mí me dan ganas de cambiar
de canal. Rugen a deshoras, están siempre como en
un velorio, dejan que las moscas les revoloteen y
solo parecen salir de su letargo cuando aparece un
bambi o un domador.
En el terreno de las aves, el animal que menos
ganas tiene de cantar es la gaviota. Lo hace, sí, pero
únicamente para quedar bien con los bañistas de la
tarde.
Y el gallo, bueno. El gallo me pone de los ner-
vios. No hay nada más estúpido que cantar siem-
pre a la misma hora, y medio dormido. No hay de-
seo, no hay razón vital, no hay amor en ese canto.

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Si yo fuera animal y me tocase estar del lado de
los animales desganados, optaría por hacer como
hace la jirafa: me callo la boca para siempre y los
miro a todos desde arriba. (Eso es más o menos lo
que hacemos los esquizofrénicos).

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La cámara de vigilancia

05 enero, 2007
En el ángulo noroeste de mi habitación, en dia-
gonal a mi cama, hay una cámara de vigilancia de la
marca Panasonic. Es negra y persistente como un
remordimiento; sigilosa y entrometida como una
suegra que sospecha algo; memoriosa y tosca como
una elefanta. (Hoy, queridos amigos, me va la metá-
fora). Esta videocámara está empotrada con tres tor-
nillos en el marco de la puerta y sirve en teoría para
que las enfermeras, o quienes estén a mi cargo, se-
pan siempre, a cada minuto, lo que estoy haciendo
cuando no pueden verme con sus propios ojos.
Lo malo de todo este asunto es que nadie me
mira. Hace años enteros que ningún ojo humano
se posa en los monitores que están en la entrada.
Ni para vigilarme ni por morbo ni nada. Ni siquie-
ra por aburrimiento. Al trasto me lo han puesto en
la habitación, creo yo, para hacerme ver que estoy
en un hospital moderno, para darme a entender
que no he caído en un sitio cutre, no señor, sino en
un establecimiento de alta tecnología.

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Pero yo he descubierto, con el tiempo, que na-
die me mira.
Al principio me gustaba muchísimo la cámara.
Lo que hacía era, de dos a tres de la tarde, un in-
formativo. Ponía la cama en medio de la habita-
ción, como mostrador, me sentaba yo detrás, bien
peinado, y le explicaba a quienes me veían todo lo
que había pasado en el hospital con mis colegas,
que al Viejo Ignasi le había dado por morderse el
pie, que el Gelatinas soñaba siempre el mismo
número de la lotería, etcétera.
Después me iba al patio y me quedaba tan an-
cho, imaginando que las enfermeras y los doctores
estarían agradecidos por toda la información y el
divertimento. Pero ellos jamás me decían nada. Ni
malo ni bueno. Y entonces comencé a sospechar.
Lo que hice fue cambiar la programación de
mis emisiones. Menos noticias y más entreteni-
miento: comencé entonces a hacer estriptís. Todas
las tardes una coreografía diferente. Con una mu-
siquilla que hacía yo mismo con la boca (la de Joe
Cúquer), un día mostraba un poco el culete, otra
tarde un poco la pilila, no mucho, y algunas pocas
veces los pechos, que me dan más vergüenza.
¿Resultado? Nada. Silencio absoluto por parte
de la junta médica, las enfermeras y los vigilantes
ocasionales. Nadie me felicitaba, nadie me pedía
un autógrafo, nadie me recomendaba tener un
poco de recato.

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Después vino una temporada entera que usé la
cámara como perchero. Colgaba las camisetas y los
pantalones cuando me iba a dormir, los polos y los
guantes en invierno, etcétera. Pero me daba mucha
rabia utilizar algo tan bonito, tan creativo, de un
modo vulgar. Yo quería, más que nada, que alguien
me viera y me dijese: «Oye, ¿tú eres el que sale por
la cámara de vigilancia?». Pero nunca ocurrió.
Un día, cansado de todo el asunto de la cáma-
ra, cogí el garrote y la hice añicos. Estuve pegándo-
le horas enteras, hasta que por fin logré que la luz
roja dejara de parpadear. El chisme quedó allí, col-
gado y mirando al suelo, como un pájaro mori-
bundo.
En el preciso instante que la luz roja se apagó
del todo, justo en ese momento, comenzó a sonar
una sirena de alarma en todo el hospital.
A los diez segundos vinieron tres enfermeros —
los más grandotes— y me dieron una paliza de pa-
dre y señor mío.
Estuve cuatro días encerrado en la unidad de
castigo, preguntándome cómo era posible que se
hayan dado cuenta del destrozo, si nadie me mira-
ba nunca. ¿O sí me miraban? ¿Era posible que ha-
yan visto todos mis programas de entretenimientos
sin decir nada? Quizás, pensé, es lo que se espera
de mí. Que haga locuras. No lo sé... Sigue siendo
un misterio.
Cuando por fin me dejaron salir de la unidad
de castigo y volví a mi vida de siempre, en mi habi-

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tación había una nueva cámara de vigilancia fla-
mante. Esta es de la marca Sanyo.
Aprendimos a convivir bajo el mismo techo
como lo hacen los matrimonios aburridos. Yo no la
miro; ella no me habla.

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La desidia

08 enero, 2007
Los días aquí dentro son muy parecidos. No
idénticos como las trillizas de oro, sino similares,
como Penélope y Mónica Cruz. Algunos son más
largos que otros, o más lentos, o más claros; pero al
finalizar la semana no los puedes distinguir del
todo. ¿El día que he estado constipado ha sido el
martes o el jueves? ¿La tarde del lunes fue cuando
lloré, o la del viernes? Los días, cuando estás ence-
rrado, comparten el mismo ADN. La cadena gené-
tica de los días está compuesta por un treinta por
ciento de aburrimiento y un setenta por ciento de
agua (o coca cola, es lo mismo).
Pero hay algo peor que el aburrimiento. Algo
mucho más pesado y tumultuoso, que te corroe el
cerebro sin remedio y te deja tirado en la cama con
la mente en blanco, y no puedes hacer nada bueno
de tu día. Se llama «la desidia».
Si el aburrimiento fuera una persona, la desidia
sería una muchedumbre enfadada. Si la desgana
fuera un resfriado, la desidia sería un tumor ma-

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ligno. Si la pereza fuera una pera, la desidia sería
una sandía. (La cacofonía ha sido voluntaria).
Cuando, como ahora, estoy sumido en la de-
sidia, no sé qué hacer con mis días. Lo primero
que se me ocurre para mitigar este sentimiento de
vacío es arreglar cosas, costumbre que me viene de
mi padre. Pero aquí en el hospital no hay mucho
para arreglar y siempre acabo haciendo el tonto
con la llave inglesa y lo primero que encuentro a
mano.
Más tarde, cansado de nada, me voy a dormir.
Aunque no es dormir exactamente, sino meterse
bajo las mantas a pensar. El pensamiento, cuando
está teñido de desidia, es un pensamiento muy me-
lancólico. Las sábanas comienzan a pesar sobre el
cuerpo, las ideas comienzan a estar húmedas y hue-
len, entonces tienes que salir de la cama.
La desidia está en todas partes: en el patio, en
la comida, en la conversación de mi amigo el Gela-
tinas, en el despacho del doctorcito V., en las fotos
viejas, en los dedos. La desidia es empalagosa, es
como la miel o como el betún. Es como lustrarse
los zapatos con miel.

Diez consejos para acabar con la desidia

Uno. Si tienes muchos deseos de irte a la cama


para no hacer nada, hazlo en una cama en la que
nunca hayas dormido (yo elijo la del Viejo Ignasi,
que está llena de pulgas).

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Dos. Si no te crees con fuerzas para hacer nada
creativo, trata de recordar los diferentes peinados
de tu madre.
Tres. Ponte a oscuras en una habitación y gríta-
le cosas e insultos a un juez de raya imaginario.
(No le arrojes monedas).
Cuatro. Coge un libro, no importa cuál, y sub-
raya en él todas las palabras esdrújulas hasta que en-
cuentres la palabra «médico». Si acabas el libro y no
está, sigue con otro. No vale usar libros de medicina.
Cinco. Mantén la respiración hasta que se te
ocurra un chiste que te haga reír. Si no lo consi-
gues, muere asfixiado por causas naturales.
Seis. Consigue una cucaracha. Ponle un nom-
bre bonito (por ejemplo, Elena). Intenta seducirla
contándole mentiras heroicas sobre ti. Cuando ella
esté a punto de caer en tus redes, písala.
Siete. Busca otra cucaracha y dile que eres viu-
do. Háblale de Elena con melancolía.
Ocho. Busca tu número de DNI, ponle un seis
por delante y llama a ese número de móvil (como
aconseja la publicidad). Dile a quien te atienda que
le harás juicio por plagio.
Nueve. Despliega todos los pañuelos de una caja
de Kleenex, desdoblándolos uno por uno, y pégalos
con celo hasta que consigas una sábana de ciento
veinte metros cuadrados. Cobíjate en ella y llora.
Diez. Escribe comentarios en un blog.

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Los animales abandonados

10 enero, 2007
Ayer vi una noticia que me trajo algunos re-
cuerdos de la infancia. Era sobre padres que les re-
galan a sus hijos animales domésticos. Al día si-
guiente los padres se arrepienten (pues descubren
que los cachorros cagan) y los abandonan en con-
tenedores, o en la carretera. La noticia mostraba
perros con los ojos tristes, y a unos señores defen-
sores de los derechos animales, muy enfadados.
Hasta aquí una típica noticia de Reyes. Pero la tele
no decía nada sobre los niños a los que se les regala
algo y después se les quita. Muchos defensores de
animales y pocos defensores de niños hay en este
mundo.
Cuando yo tenía ocho años los Reyes me traje-
ron un cachorro. No recuerdo la raza, ni siquiera sé
si tenía una raza, pero era un perro suave y tenía la
mirada muy inteligente. Le puse de nombre «Bui-
tre», por un jugador de fútbol de la época.
Lo toqué por primera vez el seis de enero muy
temprano, y jugamos toda la mañana en la alfom-

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bra de casa. Jugamos a mordernos la oreja (primero
él a mí, después yo a él), jugamos a buscar una pe-
lota amarilla y jugamos a cazar moscas con la boca.
Después me fui a almorzar, y sentí cómo me
desataba los cordones de los zapatos. Más tarde me
dejaron bañarlo en el patio, y la espuma le hizo
cosquillas.
A la tarde me enviaron a dormir la siesta y le
pedí por favor a mi madre que me dejara tenerlo
en la cama. Me dijo que sí. El cachorro puso su
cabeza en mi hombro, como almohada, y descubrí
que su cuello tenía el molde exacto de mi clavícula,
como si yo hubiera nacido para hacerle un cojín y
que duerma cómodo. Fue la siesta más tranquila y
apacible que tuve en toda mi vida.
A la noche mis padres discutieron por culpa del
cachorro. Descubrieron, entiendo ahora, que el bi-
cho cagaba donde no debía; descubrieron que era
un problema. Y esa misma madrugada, mientras yo
dormía, decidieron sacarlo de casa antes de que
fuera tarde.
No sé qué hicieron con el cachorro. No sé si lo
mataron, si lo regalaron, si lo devolvieron a la vete-
rinaria, si lo dejaron en un contenedor, si lo solta-
ron en la carretera y lo pisó un camión, si se lo die-
ron a alguien que pasaba por allí. No lo sé. No lo
supe nunca.
A la mañana siguiente me dijeron la verdad.
Que el perro era un trasto, y que ya no estaba en
casa. Que era mejor así, rápido e indoloro, porque

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si se quedaba un día más nos íbamos a encariñar
con él.
«Encariñar», dijeron.
Entonces yo supe, a los ocho años, que los
grandes tardan demasiado en tener cariño. No les
basta un día, no les basta una siesta tibia ni unos
ojitos vivarachos. Y también supe que la vida era
una mierda.
Por eso me da tanta rabia la noticia que vi ayer
por la tele. Los periodistas y los defensores de los
animales tan ofuscados, tan enfadados, tan dis-
puestos a encontrarles nuevos techos a los animales
domésticos abandonados. Y nadie tiene una pala-
bra de consuelo para los niños que se quedan sin
su amigo de lana, sin su compañero con el que
durmieron la siesta del seis de enero.
Los periodistas, los psicólogos, los médicos y
los defensores de animales son personas grandes.
Gente que se ha olvidado de su infancia para siem-
pre y que cada día les cuesta más enamorarse a
primera vista.

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Mi música

12 enero, 2007
Lo diré claramente y sin preámbulos: si no hu-
biera sido por la música me habría suicidado en
este hospital o en cualquier otro. No; no es una
metáfora. Si no fuese por la música (la que com-
pongo, la que escucho, la que pienso) yo no estaría
ahora mismo aquí. La música es lo único que
comprende mi cabeza en cualquier estado. No im-
porta si estoy depresivo, ansioso, contento, aletar-
gado o zombi. La música es un algodón que em-
parcha los huecos del silencio, cuando el silencio
me aterra. Si me dieran a elegir entre la música y la
comida (que es mi otro gran amor) me iría cantan-
do muerto de hambre hasta el fin del mundo.
Hoy por fin he logrado superar mi timidez, y
después de que vosotros me lo hayáis pedido mu-
chas veces en los comentarios, compuse una pe-
queña música. Para los más entendidos, se trata de
un cinco por cuatro, y al final tiene un corte de
tres por cuatro; todo está grabado vía midi; es de-
cir, no hay ningún instrumento de verdad. Lo que

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compuse se llama «Un sueño», porque siempre he
soñado que alguien que no conozco va por la calle
con su reproductor escuchando una canción mía.
Ese sueño ha sido una fantasía tonta que me ha
perseguido casi como un juego, algo que siempre
supe imposible. Como quien sueña con la inmor-
talidad, como quien sueña con volar por encima de
los cerros. Una utopía inmadura e inofensiva.
Pero ahora, gracias a internet y a estos cacha-
rros, existe una posibilidad en un millón de que
eso pase.
Si a algún lector de esta columna se le ocurriese
cargar mi música en el iPod, aunque sea como cu-
riosidad o extravagancia, y después a esa misma
persona se le diera por salir a la calle, digamos, y en
medio del viaje en metro o en autobús se le antoja-
se escucharla, a mi música, debo advertirle (a esa
persona potencial, imaginaria, improbable) que es-
taría haciéndome feliz.
Sería una dicha intangible la mía, una felicidad
que no podría agradecer ni en un millón de años.
Me gustaría, si eso ocurre, si a ti, lector, se te ocu-
rre escuchar mi música por la calle, me gustaría de-
cirte algo:
Observa bien lo que veas mientras la oyes, mira
ese árbol, esa fachada, esa lluvia, esa paloma en la
plaza, a esa chica que lee en el asiento contiguo. Tu
camino de siempre, el que cruzas a diario sin pres-
tar atención, ahora estará invadido por mi música.
Yo ya no tengo calles, ni árboles ni fachadas que

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mirar. Observa todo por mí, y dime cómo se ve la
vida con mi banda de sonido de fondo.
Durante dos minutos y cuarenta y tres segun-
dos, serás lo más parecido a mi corazón latiendo
por fuera de estas paredes.

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Salsa rosa

15 enero, 2007
Cuando yo era niño, mi madre se pasaba las
tardes oyendo lo que pasaba en la casa de al lado.
Ponía un vaso contra la pared y luego la oreja en la
base, para amplificar las intimidades de los vecinos.
Para mi madre no había mejor culebrón que lo que
ocurría en la familia Ezquerro. La recuerdo sentada
en una silla, con los guantes de lavar puestos,
oyendo las miserias ajenas con los ojos cerrados. Si
yo la perturbaba con preguntas, o la desconcentra-
ba de su tarea de espía doméstica, me daba un vaso
plegable y me decía: «Venga, Xavi, vete a tu cuarto
a escuchar lo que está haciendo tu vecinito».
A la hora de la cena, mi madre traía la carne
estofada a la mesa, se sentaba en la cabecera, daba
las gracias a Dios por los alimentos y le contaba a
mi padre, con lujo de detalles, lo que había ocurri-
do en la casa de los Ezquerro durante el día.
La señora Ezquerro, según mi madre, lloraba
por los rincones a causa de que su esposo era un
zascandil. La hija mayor de los Ezquerro, según mi

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madre, metía a su novio en la habitación cuando
los padres se ausentaban y se oían gemidos. El hijo
menor de los Ezquerro, según mi madre, mantenía
relaciones íntimas con la perra pequinesa de la fa-
milia. La empleada de los Ezquerro, según mi ma-
dre, robaba las alhajas de la señora y se las vendía a
un rumano. Etcétera.
Mi padre no escuchaba a mi madre. Bueno, en
realidad sí la escuchaba, pero no le prestaba aten-
ción. Los cotilleos de mi madre eran como los vó-
mitos en un viaje en barco: un mal necesario que
indicaba que todavía no nos habíamos ahogado.
Yo tampoco prestaba atención a mi madre,
pero no tenía la opción de irme de casa todo el
santo día para descansar de ella, como hacía mi
padre. Yo debía soportarla horas enteras contán-
dome la vida y la obra de los Ezquerro.
Una tarde llegó mi padre a casa harto de todo;
harto de mi madre y de sus conversaciones noctur-
nas, harto de la rutina tediosa de las cenas, y harto
de la familia que le había tocado. Mi padre le puso
punto y final a todo aquello.
Nos compró una televisión.
Con la llegada de la tele, mi madre dejó de es-
piar a la familia Ezquerro y comenzó a interesarse
por las mezquindades de la gente famosa. Supo en-
tonces qué hacían debajo de las sábanas los herma-
nastros de los toreros, dónde escondían las bragas
sucias las cuñadas de las folklóricas, a quién le po-
nían los cuernos las hermanas de los cómicos y

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dónde ocurrían los revolcones de las modelos con
los dueños de la banca.
Yo pensé que por fin me había librado de mi
mala suerte de hijo único, pero no fue así.
Como ahora el vaso ya no le hacía falta para
espiar, mi madre comenzó a llenarlo de whisky
desde las tres de la tarde hasta el comienzo de los
informativos de las ocho. Entonces, si yo la pertur-
baba con preguntas o la distraía de su tarea de es-
pectadora cotilla, me decía:
—Xavi, ve a la pared del comedor a oír qué
programa están viendo los Ezquerro. Y de paso me
traes el carajillo de la cocina.
A veces, cuando me vienen estos recuerdos,
pienso que estar aquí encerrado acabará siendo una
bendición.

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Hablar por hablar

17 enero, 2007
Imagínate que tienes que hablar con un doctor
sobre lo que has hecho y lo que has pensado. Ima-
gínate que llevas años hablando con este doctor,
quien jamás ha faltado a la cita ni por lluvia ni por
hemorroides. Imagínate que vives encerrado y
nunca tienes nada que hacer ni pensar. Pero debes
hablar de algo, no te permiten hacer silencio. Tú
dirás: «Es imposible, Xavi, nadie podría hablar tan-
to». Pues no, no es imposible. El doctorcito V. y yo
lo hacemos los martes, los jueves y los sábados. Los
locos y los psiquiatras somos animales de costum-
bres. Lo que más nos gusta es hablar por hablar.
El doctorcito V. debería haber sido periodista.
Posee los requisitos necesarios para ello: tiene pa-
ciencia, sabe preguntar, usa barba, dice mentiras,
fuma como un carretero y mastica la punta de los
lápices. Por eso me gusta hablar con él, porque no
parece nunca apurado por irse. Nuestras charlas
parecen una sobremesa de sábado por la tarde.

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Él se sienta en su silla, yo en un sofá, y habla-
mos. Él mastica sus lápices y yo me hago guantes
con un hilo blanco hasta que se me quedan los de-
dos morados por falta de riego.
Formamos un excelente equipo, todo hay que
decirlo. Él, cuando está conmigo, trata de no pare-
cer un doctor. Y yo hago muchos esfuerzos para no
parecer un loco. Si nos ve alguien de fuera diría
que somos dos hipócritas, pero en realidad (me pa-
rece) estamos un poco hartos de lo que nos ha to-
cado ser.
Yo quisiera no estar loco. Quisiera no estar aquí
encerrado todo el día, por ejemplo. Y al doctorcito
V. le ocurre otro tanto: él querría no ser doctor y
querría no estar aquí encerrado todas las tardes.
Los doctores de los hospitales son un enfermo
más, con la diferencia de que a final de mes, en lu-
gar de un paseo por el parque, les dan un sobre con
dinero. (Tampoco mucho).
Yo nunca he tenido un amigo del alma. Es de-
cir, un amigo de toda la vida, porque mi vida ha
sido extraña. Mis amigos de la época del instituto
no han podido seguirme hasta aquí. He perdido la
relación con ellos. Por eso no conozco lo que es te-
ner un amigo del alma.
Podría decirse que el Gelatinas es mi amigo, sí,
pero está aquí encerrado. Es fácil hacer amigos
dentro de cuatro paredes. Lo complicado es tener
un amigo que puede salir a la calle, volver otro día
y contarte las cosas que ocurren fuera. El doctorci-

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to V. es, en ese sentido, mi única conexión con el
mundo real. ¿Pero es mi amigo?
En la sesión de ayer se lo pregunté; sin medias
tintas, a bocajarro:
—Si un día te sacas la lotería y dejas de trabajar
de doctor, ¿vendrías a verme alguna vez porque sí,
por amistad?
Él se quedó un segundo en silencio, mordiendo
el lápiz. Me miró a los ojos:
—Creo que no, Xavi —me dijo.
—¿No vendrías?
—Si un día pudiera dejar este trabajo, no pisa-
ría el hospital nunca más. Ni por ti.
Nos quedamos los dos en silencio un buen
rato.
—¿Y tú? —me preguntó él— Si un día te vuel-
ves normalito y te dejan salir de aquí, ¿vendrías a
visitarme alguna vez?
Me quedé pensando un segundo:
—Ni borracho, doctorcito.
Nos reímos.
Después, antes de acabar la sesión, acordamos
lo siguiente: si un día a él le toca la lotería y a mí
me declaran normalito, nos encontraremos en un
bar todos los martes, jueves y sábados, y conversa-
remos cincuenta minutos cada vez. Sin temas pla-
nificados, porque lo que más nos gusta es hablar
por hablar.

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La duermevela

19 enero, 2007
Hay un instante en la noche, antes de quedar-
me dormido, en el que logro pensar cosas que, casi
al mismo tiempo, comienzan a ocurrir. Al princi-
pio esta magia me acojonaba mucho, porque creí
que tenía que ver con mi enfermedad, pero el doc-
torcito V. me dijo que se trata de un estado ante-
rior al sueño que experimenta todo el mundo, sin
distinción de raza ni religión. A ti, lector, también
te ha pasado y te pasa casi siempre, cuando estás
muy cansado. Cierras los ojos y te metes de cabeza
en «la duermevela», que es un sitio hermoso en el
que haces lo que te da la gana.
Yo creo que, si hay un Dios, se ha equivocado
con la duración de las cosas. Debería habernos do-
tado con una duermevela de setenta y cinco años, y
una vida corta, de seis o siete segundos por noche.
Entonces yo estaría siempre retozando con la
enfermera Sara, o con Francisca, o con ambas,
todo el tiempo. Siendo feliz e inmortal, volando
como un tigre desde los muebles a la cama y desde

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la cama al suelo. Y solo antes de dormirme, agota-
do de tanto amor y de tantos besos, tendría unas
pequeñas pesadillas horribles en donde estoy ence-
rrado en un hospital y no me dejan salir. Eso sería
lo ideal.
El hecho de que sea exactamente al revés me
parece un chiste de mal gusto o un gravísimo error
de la burocracia celeste.
Cuando el doctorcito V. me dijo que la duer-
mevela es un estado común, yo lo entendí perfec-
tamente. Pero para mis adentros preferí ponerle
mayúsculas. A veces, cuando le pones mayúsculas a
las explicaciones científicas, las conviertes en so-
brenaturales: Minúscula: «la duermevela es un es-
tado común». Mayúscula: «La Duermevela es un
Estado Común».
Con mayúsculas, la duermevela se convierte en
un Estado, es decir, en un país. Y al ser Común
(como la CEE) pueden entrar y salir de él todos sus
habitantes sin mostrar el pasaporte.
De este modo, si yo sueño en mi duermevela
que estoy dándole besos a la enfermera Sara, ella en
su duermevela se está dejando besar por mí. Y si a
mi duermevela entra Francisca con una cama doble
y nos montamos los tres una orgía, la orgía ocurre
también en la duermevela de Francisca, esté ella
donde esté.
Me gusta pensar que la duermevela es un país.
Un país pequeñito donde no vive nadie pero al que
viaja todo el mundo, de vez en cuando, a conseguir

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recuerdos prohibidos. Más o menos como Ando-
rra. Me gusta pensar que no vivo únicamente en
esta tierra aburrida llamada Hospital Nacional de
los Estados Mentales, en esta dictadura cubana de
la psiquiatría, donde te dan de comer pero no te
dejan salir.
Quiero creer que por las noches, cuando se
duermen los guardias civiles que cuidan la fronte-
ra, salgo de incógnito en mi balsa y me voy nadan-
do a La Duermevela, una isla maravillosa donde
me esperan mis camaradas, desnudas, para hacer la
revolución.

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La felicidad

22 enero, 2007
Desde que estoy aquí he aprendido a perder las
esperanzas sobre algunas de las formas de la felici-
dad. Por ejemplo, sé que no será mía la felicidad
del amor correspondido, ni la felicidad de los mi-
llones en el banco, ni la felicidad de pisar la hierba
en el parque cuando se me antoje, ni la felicidad de
elegir lo que voy a cenar esta noche. (Ay, cómo
echo de menos estas formas naturales de la
dicha...). Pero hay otras felicidades, pequeñas qui-
zás, menos valoradas por la gente libre, que sí pue-
do alcanzar cuando quiero. Son cuatro y las voy a
explicar.

Uno. Nadie es feliz por no sentir dolor, nadie


va por la calle diciendo: «Ay, qué contento estoy,
pues hace meses que ninguna extremidad me
arde». Sin embargo, cuando uno se quema sin que-
rer, resulta muy agradable poner el dedo quemado
en agua fría: ese instante nos provoca felicidad. A
esta la llamo Felicidad Voluntaria, puesto que es de

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las pocas que nos podemos provocar. Yo mismo,
cuando estoy triste o aburrido, me quemo el dedo
con una cerilla y después me doy un buen chorro
de felicidad en el lavabo.

Dos. Hay otra felicidad frecuente, pero ya no


depende de uno: hay que saber esperar. Cientos de
veces sueño cosas horribles. Como que voy desnu-
do por una avenida muy concurrida, o que me
despeño desde lo alto de un monte, o que el Viejo
Ignasi me roba el postre, o que se me caen todos
los dientes (esta la que más). Cuando el sueño de
los dientes es muy nítido, el despertar con la den-
tadura intacta me genera una gran felicidad que
me obliga a sonreír a oscuras y, a veces, me hace
ronronear y masticar el aire para sentir el rechinar
de las muelas. La llamo Felicidad Ilusoria.

Tres. La tercera es cruel y se llama Felicidad


Proporcional. De todas, esta es la felicidad más
perversa, puesto que implica la tristeza, el dolor o
la desventura de otra persona a la que odio. Es,
además, una felicidad que no puedo exteriorizar
frente a todos, dado que es vergonzosa. Es una feli-
cidad secreta, taimada y esquiva, pero muy gratifi-
cante. Eso sí, frente a la gente hay que fingir preo-
cupación o nostalgia. Último ejemplo en que fui
feliz con esta felicidad: cuando mi madre se resbaló
en una de sus visitas y se sacó la cadera.

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Cuatro. La cuarta es la Felicidad Corporativa, y
es una de las que más me gustan porque es solo
nuestra. En el mundo de los cuerdos, nadie se sien-
te feliz porque otro cuerdo haya hecho algo bien.
Si un cuerdo escala el Everest, por ejemplo, los
demás cuerdos jamás dicen: «Uno de nosotros ha
llegado a la cima del mundo, oh, qué felices nos
sentimos todos los cuerdos». En cambio, cuando
un loco hace algo bueno, digno o prestigioso, los
demás locos nos sentimos felices a nivel gremial.
Por ejemplo, cuando Labordeta llegó al Congreso
de los Diputados.

Conclusión

El hombre de todas las épocas se ha dejado la


vida buscando la felicidad. La ha buscado en el
poder, en el sexo, en el arte y, últimamente, en la
construcción de viviendas. Pero, ¿dónde está exac-
tamente la felicidad? ¿Está en los brazos de la mu-
jer anhelada, en un maletín flamante lleno de dine-
ro, en la tierna mirada del hijo, en un amanecer
caribeño o en un cartón impregnado de ácido li-
sérgico debajo de la lengua? Nadie lo sabe… En
este hospital, encontrar la felicidad, dar con esos
breves momentos de dicha, es para nosotros tan
complicado como lo es allí afuera para vosotros.
Pero yo tengo una ventaja: todo el tiempo del
mundo para practicar.

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El tiempo muerto

24 enero, 2007
Hoy en el hospital toca revisión de los dientes.
Es una cosa muy aburrida que ocurre una vez por
trimestre y nos obliga a hacer una larga fila por el
pasillo y quedarnos allí, parados o sentados, hasta
que una enfermera nos llama por nuestro nombre.
Casi dos horas de tiempo muerto. No puedo irme,
pero tampoco puedo hacer lo que hago siempre,
porque estoy esperando. El hombre, cuando está
aburrido y en público, actúa diferente que cuando
está aburrido y en casa. Por ejemplo, hace círculos
en el suelo con la punta del zapato, cosa que no
haría jamás si estuviera solo.
A ti, lector, te ocurre todo esto cuando tienes
que ir a que te sellen algo y hay mucha gente por
delante (toda la gente que está por delante en las
colas, es gente más responsable que tú). Te dan un
número y te dejan tirado. Sabes que tienes dos ho-
ras de no hacer nada y eso te agobia. Eso es un
tiempo muerto. Para la gente que no tiene imagi-
nación, ese es el gran enemigo de la sociedad mo-

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derna, mucho más que el comunismo y el olor
corporal.
Yo creo que toda la tecnología, desde hace ya
muchos años, está abocada a que las personas no
tengan que padecer el tiempo muerto.
Ya se pueden pagar casi todas las cosas banca-
rias por internet, pero no solo eso. Los teléfonos
móviles tienen millones de botones y colorines
para el que el homo sapiens no se aburra cuando
está esperando un avión, una pizza o a una señorita
impuntual.
Sin embargo, el tiempo muerto sirve para mu-
chas cosas: puedes hacerte un tatuaje en el brazo,
puedes componer una canción mentalmente, pue-
des hacer el intento de recordar el perfil exacto de
la chica que te gustaba en la escuela, puedes
silbar... En las épocas antiguas, cuando había mu-
chos más tiempos muertos, yo creo que también
había muchos más cantantes, silbadores y recorda-
dores de chicas.
Pero hay algo mucho más importante que se
puede hacer en el tiempo muerto: puedes hacerte
amigo tuyo. Conversar contigo.
Yo lo hago.
Yo a veces me siento y me hago chistes, para
saber de qué humor estoy. Si me río pronto es que
estoy bien. Si tengo que sacar la artillería pesada
(es decir, los chistes de Eugenio), es que algo me
está pasando.

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Los tiempos modernos están acabando con ese
termómetro interno que nos indica que hay que
serenarse, que nada importa, que lo único que nos
queda es conversar con uno mismo. Ya nadie con-
versa mirándose dentro.
Todo el arsenal tecnológico está centrado en
que la gente no se aburra. ¡Qué idiotez más grande!
Nos estamos quedando sin tiempo muerto por
culpa de los artefactos musicales que te impiden
hacer balances de tu vida en un viaje largo a Sego-
via. La gente ya no piensa, solo presiona botones.
La gente ya no silba ni se hace tatuajes con bolis.
El tiempo muerto, amigos míos, está a punto
de morir.

!92
Las visitas

26 enero, 2007
Ya lo he dicho muchas veces: los jueves son días
de visitas. (También los martes, pero en ese caso
solo familia directa). Los jueves es cuando aquí se
abren las puertas y llegan personas de toda calaña:
amigos, madres, exmujeres, hijos, estudiantes de
fotografía, exhijos, señoritas videastas, etcétera. Los
hospitales suelen ser lugares sombríos para el que
llega desde afuera, y nosotros lo notamos en los
gestos de quienes pisan esta tierra de nadie por
primera vez. Sabemos diferenciar al primerizo. Lo
olemos. Y nos gusta hacerle alguna que otra broma
inocente.
Los días de visita multitudinaria (es decir,
cuando llegan más invitados que los que el propio
cuerpo de médicos y enfermeros puede soportar),
siempre es posible que uno de nosotros se haga
pasar por médico para engañar al visitante más
asustadizo.
En general este trabajo le sale muy bien al Viz-
conde, porque tiene porte de doctor. Ni siquiera es

!93
necesario que lo disfracemos con ropa blanca o ce-
leste. Tan solo le damos unas planillas que él lleva
en las manos con gracia. Y le quitamos la baba de
las comisuras. Ya con eso, es un médico hecho y
derecho.
Otra cosa que nos gusta mucho hacer, sobre
todo cuando hay estudiantes de fotografía, es po-
ner cara de locos.
Los estudiantes de arte, como todo el mundo
sabe, creen que los mejores sitios para hace corto-
metrajes o sacar fotografías en blanco y negro son
los psiquiátricos, los cementerios y los barrios mar-
ginales. Por eso muchos piden permiso para que
los dejen entrar un rato aquí.
Los más progresistas, que en general llevan una
pequeñísima barba y una cámara digital regalo del
padre, conversan con nosotros fingiendo que no les
importa que estemos enfermitos, o haciéndonos
creer que ni siquiera lo saben. Nos preguntan co-
sas, y nosotros las respondemos con mucha luci-
dez. Al final de la charla, sin embargo, justo cuan-
do nos dan la espalda, nos gusta mucho bajarles los
pantalones. Generalmente llevan calzoncillos con
colores modernos. Si son muy, muy progresistas,
no llevan calzoncillos.
Ayer, sin embargo, yo no estaba con el ánimo
muy dispuesto para hacer bromas. Muy temprano
vinieron a buscarme el Gelatinas y el Vizconde
para jugar con los visitantes novatos, pero preferí
quedarme en la habitación. A veces me hartan los

!94
visitantes, sus preguntas retóricas, sus movimientos
raros. También las voces que se pierden en el tu-
multo de otras voces, y las madres y los parientes y
el griterío.
Por la tarde sí tuve que salir, porque llegó mi
visita particular: la señora que dice ser mi madre.
Me trajo un pastel de manzanas y me contó cosas
del barrio. Cotilleos aburridos que escuché como
quien oye llover.
A la hora de la cena, el Gelatinas estaba muy
alegre. Me dijo que tendría que haber salido al pa-
tio porque había regresado a visitarlo su hermana
Francisca.
El corazón se me detuvo.
—¿Ha vuelto Francisca? —le pregunté, tratan-
do de fingir normalidad, cosa que no logré porque
mientras lo decía me caí redondamente al suelo.
—Sí. Y le hablé de ti —me dijo el Gelatinas—.
Quiere conocerte. Volverá el martes, como lo hacía
el año pasado, ¿recuerdas?
Me quedé en silencio, recordando a Francisca.
Y pensé que siempre uno decide no salir justo
cuando va a pasar algo trascendente. Siempre uno
toma la decisión equivocada.
Hasta ayer, me hartaban las visitas. Pero ahora
vuelvo a esperarlas con el corazón en un puño.

!95
Culebrones

29 enero, 2007
Cuando mi necesidad de no ser yo es tan fuerte
que pensar en un futuro mejor me resulta imposi-
ble, entonces pienso en un pasado mejor. Me digo
que yo no nací en mi familia, me convenzo de que
no estoy aquí encerrado por razones de salud. Lo
que hago (y me funciona muy bien) es creerme que
todo es un culebrón. Lo bueno que tienen los cu-
lebrones es que, si eres el protagonista y estás ence-
rrado, te escapas en el capítulo tres.
A mi me hubiese encantado nacer venezolano,
o colombiano, o de cualquier país exportador de
culebrones. Me gustan esas voces que parecen sali-
das desde adentro de un frasco de mayonesa, y me
gusta que la gente tenga muchísimos nombres.
Yo no me llamo Xavi en mi culebrón, sino Ja-
vier Fernando. Soy un poco más alto, un poco me-
nos gordo, y mis ojos verdes no son verde mar sino
verde terciopelo.
Estoy enamorado de Francisca Dorotea, que es
virgen, tiene los labios grandes y un vestido celeste.

!96
Francisca Dorotea es la hermana del malvado Os-
valdo Gelatinas de la Cruz, que usa el bigote muy
pequeñito para que todos sepamos que es muy
muy malvado, y que bebe whisky a todas horas. A
veces también se ríe fuerte porque sí.
Mi mejor amigo es el doctorcito Ernesto Da-
goberto V., que siempre me aconseja bien y usa
ropa clara y tiene una motoreta de alta cilindrada.
También tiene un mayordomo gracioso y una no-
via que de tan tonta es adorable.
Yo estoy encerrado por error en un psiquiátri-
co, y Francisca Dorotea no lo sabe, por eso se ha
dejado seducir por un capataz de los cafetales que
no la ama, solo quiere que ella le dé treinta hijos
varones para hacer un equipo de béisbol con titula-
res, suplentes, directivos y el núcleo ultra de la afi-
ción.
Me gusta pensar que mi vida es un culebrón,
porque sería una vida intensa que iría de lunes a
viernes de tres menos cuarto a cuatro de la tarde y
después te puedes quitar el maquillaje, te puedes
quitar tus muchos nombres y puedes irte a hacer tu
tercera vida, o a hacer un anuncio de champú.
Pero lo mejor de todo es que cuando eres el
protagonista de un culebrón, lo más probable es
que tu madre no sea tu madre.
Y a mí eso me hace mucha ilusión.

!97
La oscuridad

31 enero, 2007
Cuando ocurre algo que nos llena de vergüenza
o de humillación, la frase típica es «trágame tierra».
Pero como yo creo muy poco en los milagros geo-
lógicos, cuando algo me da vergüenza solamente
pido que se corte la luz. La oscuridad como escudo
es igual de eficaz que un terremoto, pero mucho
más probable (por lo menos en los países medite-
rráneos). En vez de «trágame tierra» yo suplico
«córtate electricidad» o, si estoy en el patio «eclíp-
sate, sol». Casi nunca pasa nada, pero siempre ten-
go a mano el plan B: «Abajo, párpados». Este últi-
mo funciona siempre.
Ayer, más o menos a las siete de la tarde, llegó
Francisca de visita. Yo me había puesto las zapati-
llas nuevas, el pijama de colores y me había peina-
do el pelo para atrás. También le había compuesto
una canción.
Mi madre vino a visitarme a las cinco en pun-
to, como siempre, y lo que hice fue darle conversa-
ción (nunca lo hago) con el objetivo de hacer

!98
tiempo. Yo no quería que mi madre se fuese para
poder estar en la sala de visitas hasta que llegara
Francisca. Mi madre estaba muy sorprendida:
—Esta tarde te encuentro mucho mejor, Xavier
—me decía—. Te has acicalado, hueles como
cuando eras un bebé y además me hablas. Yo creo
que estás madurando.
A las siete menos cuarto yo no sabía qué más
decirle a mi madre. Le hablé de filosofía, de cómo
conservar los higos y de mis sueños eróticos. Ella
parecía encantada, pero también miraba el reloj
con ganas de irse. Por suerte, justo cuando nos ha-
bíamos quedado sin tema, por la puerta principal
entró Francisca.
Francisca me corta la respiración.
Hacía un año que no la veía, y todo ese tiempo
la ha mejorado mucho. Ahora tiene el cabello más
largo y suelto, y usa un vestido muy gracioso y co-
lorido. Su hermano la esperaba alegremente (su
hermano no está enamorado de ella y por eso pue-
de respirar) y se sentaron, ambos, muy cerca de mi
madre y de mí.
Anteriormente yo le había dado al Gelatinas
doce euros para que me presentase a su hermana.
El ambicioso quería veinte euros, pero le dije que
tanto no. Y se conformó con doce. Yo creo que
doce está muy bien.
Entonces el Gelatinas se levantó de la mesa y
vino con su hermana hacia donde estábamos noso-
tros. Yo levanté la vista sonriendo. Francisca estaba

!99
a punto de mirarme. Fue un segundo larguísimo
en donde podía olerse el amor, a punto de nacer
entre nosotros. Y justo allí, sin que nadie lo pidie-
ra, se cortó la luz.
Cuando se corta la luz en un sitio donde hay
enfermos mentales, se produce enseguida un grite-
río ensordecedor. Se rompe la calma. Todo el
mundo se pone nervioso. Yo no sé por qué ocurre
esto, pero es así. Los enfermeros nos cogen de los
pies y las manos, encienden linternas y nos tratan
como animales que quisieran escapar. Eso fue exac-
tamente lo que pasó.
Recuerdo que gritaba: «¡Francisca, Francisca!»,
y estiraba la mano para tocarla. Pero no sé si logré
hacerlo.
Fue el corte de luz más inoportuno del que
tengo memoria. Mil veces, antes de hoy, supliqué
con vergüenza que se fuese la luz. Pero hoy no.
Hoy necesitaba toda la iluminación para Francisca.
Ojalá regrese el próximo martes.
Ella y la luz. Ambas cosas.


!100
Febrero
Mis ídolos

02 febrero, 2007
Cuando tenía diez años, la maestra nos hizo
escribir quién era nuestro ídolo, y por qué. Ahora
no recuerdo muy bien lo que escribí, ni a quién
escogí como ídolo, pero sí recuerdo que casi todos
mis compañeros de aula eligieron a su propio pa-
dre. Que mi padre esto, que mi padre lo otro... En-
tonces yo, para mis adentros, me pregunté: «¿Pero
cómo es posible que la peña idolatre a un tío que
lo único que hace es emborracharse y zurrarte?».
Con el tiempo entendí que los padres de los
otros niños solo se parecían al mío en el bigote, en
que eran mayores y en que tenían un coche. Pero
que esas tres cosas no los hacía idénticos.
Los otros padres, por ejemplo, conversaban en
la mesa. Mi padre no. Los otros padres (lo descubrí
una tarde en que estaba en casa de un amigo) al
llegar del trabajo besaban a su esposa, ¡y en la boca!
Yo jamás vi a mi padre tocar a mi madre con la
mano, ni siquiera cuando le pegaba (lo hacía con
una toalla).

!103
Mi padre nunca hablaba conmigo. Nunca en
toda su vida me dio un consejo, ni me construyó
una casa de madera en un árbol, ni me dijo si me
tenía que gustar el fútbol, ni los goles de qué equi-
po había que festejar.
Tampoco me regaló un libro, ni me quitó las
revistas guarras para que no las leyese, ni me expli-
có los secretos de las mujeres, ni cómo había que
hacer para que los perros no defecaran, ni tampoco
me enseñó a silbar, ni a mear lejos. Nada.
Era como si yo no existiera.
De todas formas, desde los diez años yo co-
mencé a decir en todas partes que él era mi ídolo.
Lo decía en la escuela, en el barrio, a mis tías y a
mis compañeros.
—¿Quién es tu ídolo, Xavier? —me pregunta-
ban.
—Pues quién va a ser, ¡mi padre! —decía yo
hinchado de orgullo.
De tanto decirlo, un día hasta me lo creí. Y
cada vez que mi padre llegaba yo lo miraba con
respeto, con admiración. «Mira, ahí viene mi ído-
lo, ahí se quita el cinturón, ahí saca músculos, ahí
comienza a zurrarme».
Una vez, cuando yo tenía doce años, mi padre
llegó a casa y empezó a pegarme como siempre.
Pero esta vez, en medio de los golpes yo levanté la
vista y le dije:
—Eres mi ídolo.

!104
Él se quedó con el puño en alto, un poco con-
fundido. Me miró extrañado.
—¿Qué coño dices?
—Que eres mi ídolo, papá —repetí, sangrando
un poco por la nariz.
—¿Tú eres gilipollas? —dijo él— ¿O te estás
quedando conmigo?
Fue una de las palizas más dolorosas que re-
cuerdo de mi infancia.
Desde ese día, aprendí que a mi padre había
que admirarlo en silencio. Nada de decírselo en la
cara, porque se conoce que nunca fue muy cariño-
so con sus fans.

!105
Medicinas alternativas

05 febrero, 2007
De todas las medicinas alternativas que existen,
yo prefiero la acupuntura por tres razones: 1) pin-
ches donde te pinches siempre alguna cosa del
cuerpo te vas a curar; 2) alfileres existen en todas
partes y no necesitas receta médica para que te los
compren; 3) es algo chino, y todo lo chino es
bueno, o por lo menos barato, que es casi lo mis-
mo.
Yo me acupunturizo sin ayuda desde hace bas-
tantes años y a veces me siento un poco mejor. No
sé si es gracias a los pinchazos, o por casualidad,
pero me calma mucho agujerearme el cuerpo una o
dos veces a la semana.
Según los chinos (no los de ahora, que sola-
mente entienden de restaurantes y de comercio
minorista; sino según los chinos milenarios, que
son más viejos y más sabios), en cada parte del
cuerpo hay como puntitos que tienen que ver con
otras partes del cuerpo.

!106
Para hacerlo más comprensible voy a poner la
metáfora del mando a distancia. Si uno presiona la
tecla «mute» en el mando, por arte de magia el se-
ñor del informativo se queda afónico. Lo mismo
ocurre cuando uno se pincha un dedo. Según qué
parte del dedo te pinches, puede pasar que te deje
de doler la cabeza, o que te comience a doler, o que
te supure de repente el ano, o que se te queden pe-
gadas las dos rodillas.
Por eso siempre, antes de pincharse una parte
cualquiera de la mano, hay que aprender un poco
sobre las causas y los efectos de la acupuntura. Yo
nunca usé libros para aprender acupuntura, porque
leer me aburre mucho. Lo que hice, a través de los
años, es un aprendizaje autodidacta basado en el
ensayo-error.
Con paciencia, comencé a pincharme diferen-
tes partes de la mano con alfileres, y luego apunta-
ba en una libreta lo que ocurría en el resto del
cuerpo. Aprendí, por ejemplo, que si te pinchas el
dedo gordo justo en el medio, te curas el dolor de
muelas. Si te pinchas tres veces el meñique, te san-
gra la oreja. Si te pinchas la boca, te sale una llaga.
Etcétera.
Hay que tener mucho cuidado, eso sí, con los
alfileres que uno usa para pincharse, porque pue-
den estar oxidados y eso te mata al instante. Yo lo
que hago, para confirmar que los alfileres son bue-
nos, es pinchar primero a una paloma de las mu-

!107
chas que hay en el patio. Si no agoniza, entonces
uso ese alfiler para pincharme yo.
A pesar de que ya soy un experto en el arte de
la acupuntura, todavía no encontré dónde hay que
pinchar para que se me vaya la enfermedad mental
que padezco. Suelo pasarme las tardes de los do-
mingos pinchándome la mano, pero no distingo
que surjan cambios en mi estado psicológico. Es
posible que tenga que pincharme otra cosa más
cercana a la cabeza, por ejemplo el globo del ojo,
pero me da un poco de miedo quedarme tuerto.
Lo que todavía no he logrado controlar es el
dolor que me queda en la mano pinchada después
de curarme el resto del cuerpo. Pero me aguanto,
porque lo más importante es la investigación.

!108
Sentimientos cruzados

07 febrero, 2007
El amor nace en las tripas pero se hace mayor
de edad en la cabeza. Por ejemplo, yo estoy mucho
más enamorado de Francisca cuando pienso en ella
que cuando por fin la veo. Cuando la veo (ayer la
vi) me laten todos los órganos: el corazón marca el
ritmo de la batería, el hígado hace sonar las mara-
cas, los pulmones tocan el clarinete y el páncreas
las tumbadoras. A los intestinos los mantengo en
silencio porque suelen hacer un ruido rancio.
En cambio cuando pienso en ella (que es siem-
pre que ella no está) la que se enamora es mi cabe-
za, y se enamora con un amor más pasodoble, con
una obsesión ranchera. Entonces mi cerebro la di-
buja con armonía de blues quejoso, o de alegre di-
xieland, y ella va y viene por mi fantasía bailando
sola, y todo es perfecto porque no me pongo ner-
vioso.
Yo creo que a mí lo que me fallan son los ner-
vios. Ayer, antes de que ella llegara a la visita, estu-
ve toda la mañana inquieto, como si tuviese un

!109
hormiguero en el culo, pero no un hormiguero
normal sino uno de hormigas asesinas.
Y después llegó. Estaba hermosa, pero nunca
tanto como en mis pensamientos. La Francisca real
es bonita, muy bonita, pero la que está dentro de
mi cabeza usa mejores maquillajes, o vestidos más
caros. No lo sé. Es más verdadera la falsa.
Esta vez la luz no falló y el Gelatinas por fin me
presentó a su hermana. Yo era un manojo de ner-
vios y hay un noventa y cuatro por ciento de posi-
bilidades de que ahora Francisca piense que soy un
imbécil.
—Mira Paquita —le dijo el Gelatinas señalán-
dome—, este es Xavi, mi mejor amigo de aquí
dentro.
Ella se acercó a mí (yo estaba congelado) y me
quiso dar dos besos. Dijo:
—Hola. Antonio me ha hablado mucho de ti.
Yo quise decir muchas cosas, por ejemplo «él
también me ha hablado de ti», o también «me ale-
gra muchísimo verte», o quizás «¿cómo va eso,
Francisca?», que es muy simple y directo. Yo quise
dejarme besar. Pero me quedé con la boca abierta,
muy abierta, y no pude decir nada. Ni siquiera
pude inclinarme para que ella me besara.
—¿Qué le pasa? —le preguntó Francisca a su
hermano.
—Puede que esté medicado —dijo el Gelatinas
para cubrirme.

!110
—Ah —dijo Francisca, y yo seguía con la boca
abierta, como si estuviera gritando un gol.
—¿Sabes? —dijo el Gelatinas— Xavi tiene una
columna en el periódico, búscala en internet.
Y los dos se fueron, y me dejaron solo con la
boca abierta.
Ahora mismo es posible que Francisca esté le-
yendo esto, o todo lo que he dicho sobre ella en
días anteriores. Es muy posible. Así que quiero
aprovechar para decirle algo.
Francisca: no estaba medicado ayer por la tar-
de, es que se me cruzaron todos los sentimientos.
Yo quería decirte algo muy importante, pero es
mejor decirlo cuando no estás. Como ahora, que
no estás.
Yo solo quería decirte, Francisca, que cuando te
veo no estoy encerrado.

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Fin de semana

09 febrero, 2007
Aquí dentro los fines de semana tienen la mis-
ma importancia que las vacaciones para un vago:
son alegrías ajenas, descansos en una escalera que
nunca hemos de subir ni hemos de bajar. ¿Qué
importancia puede tener para nosotros el frenesí
del viernes por la noche, la dejadez del sábado por
la tarde, o la nostalgia de los domingos, si cada
uno de los siete días de la semana son idénticos,
malhumorados y perversos como los enanos de
Blancanieves?
Una vez cada siete días oigo al doctorcito V.
decir, para sus adentros pero en voz alta, la siguien-
te frase:
—Ah, gracias a Dios que ya somos viernes…
Se le ponen los ojos en blanco, agradeciendo
que el carrusel de la semana está ubicado en la vís-
pera del descanso. Setenta y dos horas después lo
oigo despotricar:
—¡Otra vez el puto lunes!

!112
Para uno, que está aquí encerrado, estas frases
son absurdas y, más que nada, repetitivas y torpes.
¿Qué ocurre los sábados y los domingos que todo
el mundo está desesperado por que lleguen?
¿Ocurre que las personas tienen un poco de eso
que llaman «tiempo libre», ocurre que está el fút-
bol, ocurre que pueden emborracharse de noche,
ocurre que follan por la tarde, ocurre que comen
pizza, ocurre que pueden conversar más de dos
minutos con el niño?
Yo creo que los fines de semana están sobreva-
lorados. No son algo bueno en sí mismo. Pero ge-
neran esa ilusión óptica porque las personas no ha-
cen nada bueno los cinco días restantes.
Mis fines de semana son cualquier día que yo
escoja. Si me voy al patio y hace sol de invierno,
me siento y cierro los ojos, estoy en un sábado
tranquilo de otoño. Si me encierro en mi habita-
ción, apago las luces y pongo la música fuerte, me
mezclo en un viernes por la noche único. Si ca-
mino cabizbajo por los pasillos pensando en que
todo es una mierda, me hundo en el atardecer de
un domingo lluvioso.
Tú, querido amigo que pasas por esta columna
del periódico, leerás esto un día viernes, o un sába-
do, o un domingo (ya el lunes pondré otra cosa).
Estarás, seguramente, encantado de que ya sea
viernes, y previendo lo que harás mañana.
La libertad te da esa ventaja, pero también te
regala la rutinaria pesadez de llegar, en pocas horas,

!113
al tedio del domingo por la tarde, donde todos tus
sueños se desvanecen y los problemas reales vuel-
ven a asomar en el horizonte.
Yo te envidio los viernes por la noche, porque
todavía tienes esperanzas.
Tú deberías envidiarme los domingos, porque
yo no tengo un mañana.

!114
Terapia

12 febrero, 2007
Yo creo que la gente común le tiene miedo al
«lavado de cerebro» por culpa de las sectas y de la
película La Naranja Mecánica, pero en realidad no
es algo tan malo. A mí me gusta que me laven el
cerebro una vez por mes (ayer tocó), porque a la
salida me siento mucho más liviano y con las ideas
más claras. También un poco imantado, pero eso
ya es otra cosa.
Como decía, una vez al mes los doctores me
encierran en un lugar muy luminoso y aséptico, y
me hacen cosquillas con unos cables. El objetivo es
que yo no tenga pensamientos fuera de tono, como
por ejemplo escaparme, hacerle cosas groseras a las
enfermeras, tirarme desde el balcón, beber anticoa-
gulante o hacer la revolución.
Si bien es cierto que yo nunca pensé en esas co-
sas, a veces el cerebro sucio piensa solo, sin ayuda,
y por eso hay que lavarlo.
Para los que conozcan de informática la metá-
fora es simple: defragmentar el disco. En la cabeza

!115
hay muchas cosas, y entran todas sin mayor orden.
Uno las recibe (a las ideas) y las va dejando en
cualquier parte: en el hipotálamo, en el simpático,
en el hemisferio de llorar, etcétera.
Cuando todas las ideas se acumulan y pasa el
tiempo, después es complicado recuperar una de
ellas. Y así es como no recordamos los nombres de
las personas, o los teléfonos, o el día de nuestro
cumpleaños.
Por eso es que, una vez por mes, vienen unos
doctores de Madrid y nos ponen unos cables en la
cabeza para que se ordenen todas las informacio-
nes, y también para echar a la papelera algunas que
no tienen sentido.
Yo, cada vez que salgo de terapia fuerte, no re-
cuerdo casi nada durante un día entero, y después
de a poco voy recuperando cosas. Primero el habla,
después la movilidad de las piernas y más tarde, si
hay suerte, el entendimiento.
Ahora todavía estoy un poco estúpido. He de-
bido hacer muchos intentos para poner la contra-
seña de mi ordenador y escribir cada una de estas
palabras me lleva minutos largos y trabajosos.
Pero ha merecido la pena, porque me siento
como nuevo. No tengo ganas de llorar, ni me im-
porta Francisca, ni tengo más el sueño absurdo de
recorrer Europa en mi motoreta, ni me pongo ale-
gre cuando veo a la enfermera Sara, ni siento nin-
guna amistad por mis compañeros.

!116
Estoy como nuevo, formateado, insensible,
solo, mordaz, ingenioso, perdido y con los ojos se-
cos como dos bolsas de hiel. Estoy tan lavado y me
siento tan impune, que estoy pensando en dedi-
carme a la política.

!117
El miedo

14 febrero, 2007
El miedo es un animal dormido que tengo den-
tro, un animal blanco y desconfiado (parecido a un
oso polar) que duerme de día y se despierta de no-
che. Mi miedo se despierta cuando hay relámpagos
en el cielo, o cuando chirría el portón del patio, o
cuando la sombra de la ropa mal doblada se refleja
en la pared con la forma de mi padre. Su perfil, su
mano en alto, su boca abierta.
Cuando yo era niño mi miedo era un oso pan-
da, pequeño y dócil, pero casi no dormía. Siempre
lo llevaba despierto dentro de mí, moviéndose in-
quieto, haciéndome cosquillas feas. Era una masco-
ta no deseada. Un cachorro insomne.
—Mama, tengo miedo.
—¿Dónde, Xavier?
—Aquí, en la barriga.
Mi madre nunca me preguntaba «de qué tienes
miedo, Xavier». Tampoco «a qué», y mucho menos
«a quién». Ella también tenía su oso panda en la
barriga, o su hipopótamo, quién sabe. Ella tenía

!118
mucho miedo de preguntar «a quién le temes, hijo
mío». Mi madre tenía miedo de que yo pudiese de-
cirle la verdad.
Mi padre casi nunca estaba en casa, entonces
mi oso panda vivía pendiente de la puerta del gara-
je. De ese sonido ingrato de metal que indicaba su
regreso. Cuando mi padre no estaba en casa, mi
oso panda caminaba por mi estómago nervioso,
alerta y molesto. Cuando mi padre por fin llegaba,
mi oso me arañaba la barriga y comenzaba a gritar
de terror.
Es horrible tener ocho años, tener diez años,
ser tan pequeño, y guardar dentro una mascota en-
loquecida, con sus uñas largas y sus dientes afila-
dos, rascando las paredes del estómago para salir a
aullar afuera.
Yo creo que mi padre tenía dentro suyo, en su
estómago, un domador de animales. Su miedo era
poderoso, su miedo tenía pantalones grises abom-
bados, un bigote de circo, un látigo en una mano y
una silla en la otra.
Cuando mi padre me golpeaba yo no corría, no
escapaba. Lo que hacía era convertirme en piedra:
me abrazaba las rodillas con los brazos y me que-
daba en el suelo con la espalda en alto, como un
caparazón, como una piedra grande, y trataba de
proteger a mi oso panda.
Entonces me imaginaba que no éramos mi pa-
dre y yo, sino su domador y mi oso, su miedo y el
mío, los que luchaban y se hacían daño.

!119
Todos tenemos dentro un miedo que está vivo.
A veces es un oso pequeño, a veces un hipopótamo
ciego, a veces un domador infeliz. Nuestro miedo
duerme y despierta, pero no solo hace eso: también
crece. En ocasiones crece mucho y se hace gigante.
La tarde que mi padre dejó este mundo, mi oso
ya no era panda sino polar y pudo salir de mi es-
tómago a ayudarme. No hubieran podido con él ni
media docena de domadores entrenados.
Mi oso polar aulló solo una vez. Después se
metió dentro de mí y se quedó dormido. Por pri-
mera vez en su vida, hibernó.
Nunca había sido panda, mi oso. Esos círculos
negros eran sus ojeras de insomnio.

!120
Ser el otro

16 febrero, 2007
Siempre es bueno pensar que hay alguien que
está peor. Es una especie de envidia al revés, lo que
significa que no puede ser pecado. La mayoría de
la gente amargada se la pasa viendo a los que están
mejor: por eso se amargan. Y después están los ton-
tos felices, que se chupan el dedo mientras piensan
en los pobrecitos que solamente tienen muñones y
nada que chupar.
Yo, que la he pasado bastante mal en la vida,
no soy muy afecto a la envidia. Los pecados capita-
les que más me persiguen son la gula, la pereza y la
ira, en ese orden. Los demás no.
Y como no soy envidioso (ni un poquito) jamás
he deseado convertirme en otro, como le ocurre a
mucha gente. Nunca he dicho, por ejemplo:
—¡Ah, cómo me gustaría a mí ser aquel rubio
alto que va de paseo con aquella morena mientras
le toca el culo!
No; a mí en general me ocurre al revés. Yo
quiero ser alguien peor que yo mismo. A veces lo

!121
miro al Niño Andoni, que es un enfermo que solo
babea, que no habla, que no tiene entendimiento,
y me gustaría ser él un día entero. Me gustaría es-
tar así de jodido.
Si ahora mismo llegase un mago, o un hada, y
me dijese:
—Xavi, puedo hacer que seas otra persona du-
rante veinticuatro horas, tú escoge quién quieres
ser, y yo lo hago realidad.
Si eso pasara, yo no escogería a Brad Pitt, ni al
menor de los Morancos, ni al futbolista de moda,
ni a ninguno que tuviese una vida maravillosa.
Escogería ser una piedra, una rata, el Niño An-
doni, un hombre cualquiera a punto de morir, un
político, un joven ciego, una mujer con el hijo
muerto en sus brazos, un pedazo de mierda que ha
cagado un caballo en medio de un desfile, un pa-
quete de arroz vacío, un jarrón agujereado o, quizá,
un disidente frente a un pelotón.
Si yo pudiera ser un día entero algo así de ho-
rroroso, algo o alguien al borde del abismo, posi-
blemente pasaría esas veinticuatro horas envidián-
dome a mí mismo, al que soy ahora, y regresaría a
mi yo antiguo como quien regresa a un baño de
agua caliente después de la guerra.
Si pudiera usar la metamorfosis no subiría a los
cielos: bajaría a lo más profundo del infierno, me
quemaría un rato largo, y volvería al hospital reno-
vado y feliz.

!122
Siempre es bueno saber que alguien está peor. Y
no hay que compadecerse, hay que desear ser el
otro.
Si tú, lector, que estás triste por nada, estuvie-
ras un día entero aquí encerrado siendo yo, regre-
sarías mañana a tu vida y verías que es luminosa y
fácil.
Yo puedo, si quieres, ser tu piedra, tu rata, tu
Niño Andoni o tu jarrón agujereado. No me cuesta
nada.
Te presto mi cuerpo, mis zapatos y mi garrote
todo un fin de semana.
Ya verás tú cómo el lunes vuelves a casa con
ganas de ser feliz.

!123
Las llaves

19 febrero, 2007
La cosa más ridícula que conservo desde los
dieciocho años es la llave que abre la puerta de mi
casa. Es lo único que no he perdido. Y también lo
único que no he podido usar. Además de eso, lo he
perdido todo: mi carné, mi carpeta de dibujos, mi
primera chaqueta buena, mi billete de la suerte (era
un dólar), mi maquinilla de liar cigarros y mis nai-
pes Fournier edición de oro. El doctorcito V. sos-
pecha que también he perdido la razón, pero eso
no es un objeto.
En el mundo actual debe haber más cosas sin
dueño que con dueño. Los objetos perdidos están
en alguna parte, con toda seguridad, y sus dueños
en otra parte, llenos de añoranza.
Cuando era pequeño yo dormía abrazado a un
muñeco de trapo. Sin él a mi lado no podía pegar
ojo. Adoraba a ese muñeco, su olor a serenidad, su
textura de sueño mullido. ¿Qué día lo perdí? ¿Qué
noche fue la primera que pude dormir sin él, sin

!124
echarlo de menos? ¿Por qué existió esa primera no-
che de desamor?
También tuve una caja de metal donde guarda-
ba cosas secretas. Una figura de cartón con una
mujer en cueros; un cigarrillo de la marca Reales;
papeles pequeños con las iniciales de las niñas de
las que estaba enamorado: J. V. T., A. A. D. (no me
atrevía a poner sus nombres completos). ¿Qué se
ha hecho de esa caja de metal con olor a hebras de
té? ¿Cuándo dejaron de ser importantes para mí los
objetos que contenía? ¿Existe hoy esa caja?
Mi dólar de la suerte me lo trajo un tío ma-
terno de América, cuando cumplí doce años. Me
dijo que si lo guardaba me traería fortuna. A los
catorce (dos años después) aún lo conservaba intac-
to. Pero no recuerdo cuándo lo perdí de vista, ni
tampoco sospecho dónde puede estar. ¿Es por cul-
pa de su pérdida que no tengo dónde caerme
muerto?
No hay una sola cosa anterior a mis dieciocho
años que aún conserve.
Bueno, sí: la llave inútil de mi casa, de la que
no puedo entrar ni salir porque estoy encerrado en
otra parte. ¿Por qué he guardado esa llave y no
otras cosas mejores o más necesarias?
Quiero creer que mis objetos perdidos están
todos juntos, en alguna parte, esperando por mí.
Me gusta pensar que ellos también me recuerdan, y
que conversan:

!125
—¿Qué se habrá hecho del Xavi, nuestro pri-
mer y mejor dueño?
—Es verdad... ¿Dónde lo habremos olvidado?
Yo soy, para ellos, un sujeto perdido. Y así me
siento a veces. Puedo estar debajo de una alfombra,
o en los pliegues de un sofá, o dentro de un cesto
de mudanzas arrumbado en un sótano. Soy el suje-
to perdido de mi dólar, de mi caja de té, de mi
muñeco de trapo.
Es de esperar que un buen día se levante el te-
cho de este hospital (como un baúl de los recuer-
dos) y tras la luz cegadora aparezcan ellos, mis ob-
jetos, inmensos, y me rescaten del olvido en que
me encuentro.
No hay mucha diferencia entre una llave que
no tiene puerta y un hombre que no sabe regresar a
sus pequeñas cosas.

!126
Peces en el agua

21 febrero, 2007
Quizás me gustan los peces porque en el horós-
copo soy piscis. No lo sé. Tal vez si fuese libra me
gustarían los libros, si fuese escorpio las picaduras,
y si fuese cáncer los tumores. No entiendo de ho-
róscopos, en realidad. Pero sí de peces, de acuarios,
de peceras, de merluzas empanadas y boquerones a
la parrilla.
Los peces me gustan en sus extremos: muy vi-
vos y coloridos, o muy muertos y fritos.
Lo que me parece aberrante es la pesca.
En general los hombres que matan animales
por placer no están bien considerados por las mu-
jeres, a excepción de los pescadores, a quienes las
esposas tienen por personas pacíficas. Ir a pescar,
creo yo, es ir a matar sin culpa. ¿Y sabéis por qué?
Porque los peces no gritan.
Yo creo que si los peces gritaran, el ser humano
se acojonaría mucho. A cualquiera se le estrujaría
el corazón y le vendría la culpa y el remordimiento.

!127
Imaginemos a un señor que ha sacado una
boga. La coge con la mano y ve el anzuelo traspa-
sándole el labio superior. La boga está viva, se re-
tuerce, intenta vivir, se está quedando sin aire,
agoniza, pero el señor se toma su tiempo para
desengancharla del metal; el corazón del señor no
está alterado, está sereno y en paz. La boga boquea,
sufre, se espanta. El pescador quizá está pensando
en otra cosa mientras le quita el anzuelo. Y si se
harta, se lo arranca de un tirón.
Todo esto no ocurriría si la boga gritase.
No digo gritar palabras, hablo de un modesto
aullido, de un gemido de bebé. Cualquier cosa. El
menor sonido aterrador en la paz de la pesca deja-
ría los ríos y los mares vacíos de aficionados con
cañas y boyas y campingás.
El hombre mata sin temor cuando no hay so-
nido posible en la víctima. Si el hombre fuera sor-
do mataría perros por placer. O si los perros fuesen
mudos, es lo mismo.
A mí los peces me gustan en el agua templada
del río o en el aceite hirviendo de la paella. Vivitos
y coleando o crocantes y al limón.
Pero no puedo verlos en la transición de la vida
a la muerte, no puedo verlos secarse mientras se
mueven y agonizan, porque me imagino el dolor
de esa última coreografía en la arena y se me repre-
senta el grito, ese grito mudo que no sale nunca de
su boca abierta.

!128
La televisión nocturna

23 febrero, 2007
Los que estamos desde hace mucho aquí dentro
nos preguntamos infinidad de cosas sobre vida co-
tidiana. Cosas que se inventaron cuando ya está-
bamos aquí y no hemos podido disfrutar, como
por ejemplo el airbag, el puré instantáneo sin leche
o el voto electrónico.
¿Cómo serán esas novedades? ¿Cómo serán el
teléfono inalámbrico, la cerveza sin alcohol y los
muebles de Ikea? No lo sabemos. Pero de todas las
cosas, la que más nos da curiosidad es la televisión
nocturna.
A veces no entendemos por qué nos dejan ver
la tele por la mañana y por la tarde hasta las siete,
pero nos la apagan siempre por la noche y le ponen
candado al armario donde está el aparato. Antes
insistíamos para que nos dejaran un poco más,
pero ahora hemos desistido.
¿Qué hay en la tele nocturna? ¿Por qué cuando
acaba el programa de Jesús Vázquez ya no podemos
seguir viendo?

!129
—Yo creo —me decía ayer el Gelatinas— que
en la televisión nocturna aparecemos nosotros en
cámara oculta, nuestras charlas, nuestros proble-
mas, un montón de esquizofrénicos, depresivos y
paranoicos gritando y diciendo idioteces. Y por eso
no podemos verla.
—No puede ser —decía el Viejo Ignasi—, por-
que entonces la nocturna sería igual a la vespertina.
—Eso también es verdad —decía yo.
Yo confío mucho en la capacidad del doctorcito
V., pero creo que se equivoca en esto. La televisión
que debería prohibirnos ver es la de la tarde, que es
una televisión aturdida, llena de personas que in-
sultan por dinero, y que se dejan colocar cables y
electrodos para decir mentiras.
A nosotros no, porque ya estamos enfermos,
pero esa tele debe estar volviendo loca a la gente.
Sobre todo a la pobre ama de casa que siempre está
en el hogar.
A mi madre, sin ir más lejos, la tele de la tarde
la ha idiotizado tanto que ayer, en su última visita,
me dijo:
—¿Cómo estás Xavier, hijo mío, estás bien?
—Sí, madre.
—Xavier ha dicho sí, pero el polígrafo asegura
que miente —dijo mi madre.
Me dio mucha pena por ella, que no tiene los
cuidados y las pastillas que tenemos nosotros aquí.
Me dio mucha pena por todas las señoras de Espa-

!130
ña, que tienen que ver la televisión de la tarde sin
compañía de un enfermero que las medique.
Yo quisiera saber qué ponen en la televisión
nocturna, que ni siquiera a nosotros nos dejan ver-
la. Debe ser todavía peor que el electroshock.

!131
Una carta de amor

26 febrero, 2007
Querida Francisca:
Mañana, cuando regreses al hospital en una de
tus habituales visitas de los martes, para ver a tu
hermano Antonio, alias el Gelatinas, yo no estaré
tras los cristales del pasillo adorándote con los ojos,
como te tengo malamente acostumbrada.
He descubierto, querida Francisca, que el amor
desmesurado hacia una mujer la convierte a esta en
altanera, en pagada de sí, en contoneadora de ca-
deras y —se han dado casos— en corista de puti-
club.
Yo no quiero que te ocurran todas estas desgra-
cias, querida Francisca. No es mi deseo que mi pre-
sencia de los martes, siempre atenta a tu perfume,
a tu sombra, a tu leve zigzag, a tu andar silencioso
y a tus ojos verdes, se me vuelva en contra cual
boomerang australiano deportivo.
Hay dos clases de señoritas bellas, querida
Francisca: están las que desconocen su suerte esté-
tica, y luego están las que se miran todo el tiempo

!132
en los espejos para ensayar gestos, contoneos, son-
risitas y para estirarse las pestañas con delineador
negro. Las primeras están dibujadas por el lápiz ce-
lestial de Dios, y las segundas por el lápiz labial de
Dior, que suenan parecido pero no son lo mismo.
Yo deseo, querida Francisca, la absoluta y eter-
na ignorancia de tu belleza, que nunca sepas de
qué forma late mi corazón cuando apareces, ni
cómo se desliza por mi comisura la baba floja del
deseo carnal. No quiero que conozcas mis desva-
ríos del fin de semana, cuando cuento las horas
que faltan para que sea martes y tú estés a menos
de cien metros de mí.
Mañana, querida Francisca, visitarás a tu her-
mano sin mis ojos en tu espalda, porque me que-
daré encerrado en mi habitación toda la tarde, para
no dañarte con la daga de mi amor mutante.
Pero cuidadín: si tú crees que no puedes vivir
sin el halago de mi presencia, si crees que te entran
ganas de besarme, o de decirme cosas de amor al
oído después de leer esta carta, díselo al Gelatinas,
así me manda a buscar.
Que yo puedo ser sacrificado y platónico, pero
no soy idiota.
Tuyo siempre,
Xavi.

!133
Las mandarinas

28 febrero, 2007
Tengo un don extraño: puedo oler una manda-
rina a kilómetros de distancia. Puedo determinar si
un postre lleva extracto de mandarina antes de que
el camarero salga por la puerta de la cocina. Puedo
saber si alguien ha comido mandarina hasta seis
días después de haberlo hecho.
Si las mujeres, en lugar de vello púbico, tuvie-
sen una mandarina entre las piernas, yo sería gine-
cólogo o estrella del porno (que es la misma cosa
pero con diferente reputación y sueldo).
Si las mandarinas fuesen tubérculos que crecen
bajo tierra, yo sería un perro desesperado haciendo
agujeros en el jardín de un amo.
Si las mandarinas fuesen canciones maduras
que se arrancasen de un pentagrama, mi nariz se
llamaría John Lennon y mi boca entreabierta Paul
McCartney.
Si las mandarinas fuesen espejos yo sería un
narciso romántico, o una modelo top presumida, o
la bruja de Blancanieves, o cocainómano.

!134
Puedo encontrar restos fósiles de mandarinas
griegas, o egipcias, o romanas, sin necesidad de ex-
cavar ni de visitar países. Puedo saber la edad de
una mandarina sin mezclarla con carbono catorce.
Puedo saber cuántos gajos tiene una mandarina sin
abrirla. Puedo saber cuántas pequeñas semillas hay
en un gajo sin morderlo. Puedo saber cuántas
mandarinas hay en un Mercadona sin pasar por la
sección frutería.
Si los venados, en lugar de cuernos, tuviesen
mandarinas en la testa, yo sería cazador furtivo o el
rey de la selva.
Si las mandarinas fuesen balas en el aire yo po-
dría oler la guerra aún en tiempos de paz, y avisaría
a los niños inocentes que se escondan debajo de mi
olfato.
Si las mandarinas fuesen drogas, yo sería el me-
jor de todos los perros de aeropuerto.
Si las mandarinas fuesen especies exóticas en
vías de extinción, yo sería una reserva natural.
Si Francisca tuviese el corazón de mandarina, si
su corazón fuese al menos un gajo de mandarina
madura, aromática, yo podría acercarme a ella y
decir las palabras exactas que abrieran su corazón.
Pero Francisca es de carne, y yo soy experto en
mandarinas. Solo tengo este talento absurdo que,
en días lluviosos como hoy, no me sirve para nada.


!135
Marzo
Dejá vù

02 marzo, 2007
A veces tengo la sensación de que algunas cosas
que hago ya las he hecho antes. Es extraño, sí, pero
me ocurre cada día, sobre todo cuando estoy en el
baño, sentado en el retrete... Me da la impresión
de que eso ya lo hice antes. Es el mismo olor, el
mismo sonido, la misma descompostura.
Los franceses le llaman a esto déja vù y le sos-
pechan un halo místico. Los científicos, en cam-
bio, lo adjudican a un cortocircuito del cerebro.
Yo creo que la sensación de estar repitiendo un
pequeño acto tiene que ver con la reencarnación.
Podéis llamarme loco (de hecho, hace trece años
que todo el mundo lo hace y me resbala), pero yo
lo creo así e intentaré explicarlo.
Imaginemos a Juan Pérez, un cartero de Extre-
madura de cincuenta y cuatro años, al que lo atro-
pella un autobús mientras reparte sus cartas y mue-
re. Deja de existir a las trece horas y cuarenta y
cuatro minutos de un miércoles de junio.

!139
A esa misma hora, en todo el ancho mundo,
están ocurriendo unos mil cuatrocientos nacimien-
tos de todo tipo, sexo y color.
El alma del cartero Juan Pérez se convierte en-
tonces en la bola de una ruleta que busca a las de-
sesperadas un cuerpo, un cuerpo flamante, hasta
que da con uno cualquiera y al azar. Se trata de Bo-
ris, un bebé ruso que nace a las trece horas y cua-
renta y cuatro minutos en un hospital de las afue-
ras de Moscú.
El bebé ruso abre los ojos al mundo cuando to-
davía el autobús, en Extremadura, no ha dejado de
derrapar. Eso parece magia, pero la velocidad de las
almas y de los autobuses es casi la misma.
Por lo general, el alma de Juan Pérez (el cartero
extremeño) toma el cuerpo de Boris (el ruso fla-
mante) sin llevar consigo la memoria previa. Pero
quizá queden algunos residuos.
Cuando Boris crece, se enamora de una com-
pañera de curso y le escribe una carta de amor. Du-
rante el recreo, va hasta el pupitre de la niña amada
y le deja el sobre entre sus libros. En ese momento
Boris siente un escalofrío y piensa:
—Oh, tengo la sensación de que esto ya lo he
vivido, de que antes he enviado esta carta.
Y es que dentro, la memoria del extremeño
guarda el recuerdo de años de entregar correspon-
dencia, y ese recuerdo residual traspasa el tiempo y
el espacio y se instala, polizón, en la nueva realidad
de Boris.

!140
A mí me ocurre esto cuando voy al baño a ha-
cer de cuerpo. Seguramente mi memoria antes per-
tenecía a alguien que se la pasaba cagando…
¿Lo veis? No tengo suerte ni en el reparto de
almas.

!141
Los idiomas

05 marzo, 2007
Aquí dentro cada cual habla como le sale de las
narices. En el patio, cuando estamos todos, pare-
cemos la gente de las naciones unidas, pero borra-
chos. No hay diálogo, no hay comunicación. Lo
que hay son idiomas. Más idiomas que gente.
El Vizconde, por ejemplo, habla en mascó, que
es un dialecto que tiene muchas palabras castella-
nas y muchas otras masticadas. El discurso del Viz-
conde es gracioso, porque la mayoría de las veces se
muerde la lengua y pega gritos de dolor.
El Niño Andoni habla en gorgojito, que es un
idioma insoportable y chillón, casi tan raro como
el alemán, pero con toques divertidos como el ita-
liano. Cuando el Niño Andoni habla, parece Mi-
chael Schumacher agradeciéndole a Ferrari.
Santiago Parrilla, el único enfermo revolucio-
nario de todo el hospital, habla en cubano miami-
zado. Dice broder, dice setdóun y muchas otras co-
sas que le quedan muy mal, porque no tiene cara
de miami sino de sancugat.

!142
El Viejo Ignasi habla un catalán tan antiguo,
pero tanto, que no lo entiende nadie, ni siquiera el
doctorcito V., que es catalanista.
El Gelatinas y yo hablamos en fugaceta, que es
un idioma en donde casi todo se dice al revés. Lo
inventamos un día por placer, pero después descu-
brimos que así las enfermeras no nos entienden
cuando hablamos de sus tetas, o culos, o cosas de
ellas que no queremos que sepan. Por ejemplo:
.sanitaleG ,araS odíart ah euq etocse neub éuq
ariM—
.anañam atse otsiv eh ol ay ,íS—
El patio, por las tardes, es una pequeña babel
en donde todos convivimos con los ruidos extraños
del otro. El Vizconde en mascó, la enfermera Sara
en castellano, el Niño Andoni en gorgojito, el doc-
torcito V. en catalán, Santiago Parrilla en cubano
miamizado, el Gelatinas y yo en fugaceta. Y así
puedo seguir hasta la eternidad.
El problema de los idiomas es que todos sabe-
mos hablar alguno, pero casi nadie sabe escuchar el
del otro. Por eso, casi siempre, acabamos a las
trompadas en el patio y tienen que venir los guar-
dias, que hablan con palos y con trompicones.
Yo no sé si tenemos tantos idiomas porque es-
tamos locos o porque nacimos en territorio espa-
ñol. Yo creo que la suma de las dos cosas es lo que
nos tiene así de políglotas y de malheridos.

!143
Coser y bordar

07 marzo, 2007
De niño dormía la siesta bajo el amparo arru-
llador de una máquina de coser que se llamaba
Singer. Aquel era uno de mis sonidos preferidos.
La aguja automática cabalgando sobre las telas. Yo
cerraba los ojos e imaginaba una lluvia de meteori-
tos, o una balacera en la esquina, o, a veces, un gu-
sano gigante mordiendo la manzana de mi barrio.
Tacatacatac.
Mi madre me cosía el dobladillo de los panta-
lones con la Singer. Yo hubiera preferido una ma-
dre menos moderna, como las madres de mis ami-
gos del colegio, que cosían y bordaban a mano,
cantando coplas, sin estridencias. Pero no se puede
tener todo en la vida. Mis dobladillos eran mucho
mejores.
Las agujas y los hilos de mi casa estaban guar-
dados en un costurero gigante, y a mí me gustaba
hurgar en él cuando me quedaba solo. Yo no tuve
soldaditos de plomo, ni coches de mentira, enton-

!144
ces las agujas eran mis juguetes. Los hilos y los de-
dales. Y también mi propia sangre.
Me gustaba enormemente hacerme sangre con
las agujas. Me pinchaba las dos partes humanas
que mejor sangran: la yema de los dedos y el lóbu-
lo de la oreja. Mi sangre de niño era roja como el
vino malo (ahora no, ahora es marrón) y yo la de-
jaba caer en el mosaico y fantaseaba con mi propia
muerte lenta.
Una tarde, no sé por qué, creí que era una bue-
na idea poner el dedo bajo la aguja automática de
la Singer y darle a los pedales para coserme el índi-
ce. Yo no sé por qué los niños, a veces, tenemos
ideas tan peregrinas. No sé por qué no nos damos
cuenta de que estamos a punto de hacer una locu-
ra, de hacernos daño. Los niños no tenemos di-
mensión del peligro; los locos tampoco. Hacemos
cosas que nos parecen que serán divertidas sin revi-
sar la causa ni el efecto.
Yo tenía diez años y puse el dedo índice bajo la
aguja desgarradora de la Singer. Después coloqué
mi pie derecho en el pedal y me cosí.
Tacatacatac. Tacatacatac.
—Tú estás loco, Xavier —me dijo mi madre al
verme ensangrentado de la cabeza a los pies.
Era la primera vez que me lo decía, pero no se-
ría la última.
Ahora han pasado veinte años y todavía tengo
la cicatriz de la Singer. Ahora es pequeña porque
mi mano ha crecido mucho y se ha puesto gorda y

!145
sana. Pero cuando era niño la herida era maravillo-
sa y tremenda.
Cuando los otros niños me preguntaban, en el
patio de la escuela, qué me había pasado en la
mano, yo les decía que me había hecho daño du-
rante una lluvia de meteoritos; si me lo pregunta-
ban las niñas, decía que en una balacera en la es-
quina.
No era una mentira del todo, porque el sonido
de las balaceras y los meteoritos era el mismo que
el de la Singer, y el dolor del desgarro supongo que
también.
Me gustaba mucho ser un héroe silencioso.

!146
Los gestos y las señas

09 marzo, 2007
Cada vez que mi madre se va de aquí (me visita
los martes y los jueves), camina hasta el portal del
patio, me mira a los ojos desde lejos y me hace una
seña o un gesto extraño. Es una especie de guiño
que ella cree que tiene conmigo. Algo secreto, su-
pongo. Y yo nunca me atrevo a decirle que no sé
qué coño me quiere significar con eso.
Me gustaría decirle a mi madre que desconozco
sus intenciones. Pero ella me intimida, ella me
provoca estupor, ella me da temblores en todo el
cuerpo. Pero sin dudas, quisiera decirle:
—Mama, para que una seña funcione tiene que
haber, por lo menos, conocimiento de ambas par-
tes respecto de lo que ese gesto significa.
Cada vez que mi madre acaba su visita de los
martes y los jueves, se coloca al lado del portón,
me mira y hace esta seguidilla:
- alza una ceja
- estira la comisura derecha
- levanta el dedo índice hasta su propia cara

!147
- lo hace girar cuatro veces horizontalmente
- baja la ceja
- se pone de espaldas
- sonríe
- se va.
No sé cuánto tiempo lleva haciéndolo, pero son
ya años. Odio que crea que tenemos códigos,
complicidades y secretillos. Me da asco sospechar
que ella se siente feliz cuando yo, al ver su gesto:
- levanto el pulgar
- guiño el ojo
- y estiro la comisura derecha.
Tampoco sé por qué lo hago, pero es un ritual
que tenemos los dos, una seña secreta de la que no
sabemos nada. Es como si Dios, en su inmensa sa-
biduría irónica, nos hubiese dotado con una co-
municación gestual, pero se haya olvidado de dar-
nos el manual de instrucciones.
El martes próximo, cuando mi madre se vaya,
voy a cambiar mi seña de siempre por otra. Voy a
arrojarle una piedra, por ejemplo. Algo inesperado
y con un contenido argumental más específico. A
ver cómo reacciona.
Yo apuesto a que esta vez no me hace el gesto
de siempre y, en cambio, intenta resguardarse o
algo similar. Ya lo veremos.
Esta mujer es impredecible.

!148
El justiciero

12 marzo, 2007
Aquí dentro, en el hospital, vienen doctores, en-
fermeras y enfermitos; los martes y los jueves tam-
bién hay visitas de madres, amigos, hermanos y
hermanas; los sábados casi siempre llegan fontane-
ros, lampistas y albañiles. Pero solo una vez cada
año, y sin decir nunca cuándo, aparece el Justiciero.
El Justiciero es don Gaspar M. H., el dueño del
hospital, un señor gordo encerrado dentro de un
traje que cualquier día explota y nos asesina a to-
dos de una ráfaga de botones azules.
Cuando llega, don Gaspar imparte justicia con
el dedo índice (aunque en realidad es un dedo gor-
do), mientras todos los doctorcitos y las enfermeras
le caminan detrás haciendo que sí con la cabeza.
—Voltead esta puerta y poned un tabique —
dice don Gaspar—. Cortad esas matas, que esto no
es un puto jardín botánico. Limpiadle los mocos a
este, y después lo encerráis dos días en el búnker.
¿Quién coño os ha dicho que pintéis este muro de

!149
colores alegres? Lo quiero ver otra vez gris en la
próxima visita.
De tanto hacer que sí con la cabeza, los docto-
res y las enfermeras se tiene que hacer masajes mu-
tuos por la tarde, para que se les quite la tortícolis
y el peloteo.
Cuando llega don Gaspar, a todos los enfermi-
tos nos ponen en el baño y nos acicalan con una
manguera. Nos peinan con gel, nos dan un segun-
do baño de perfume y nos obligan a ponernos los
zapatos nuevos. Después, nos ponen en fila india,
como si estuviésemos en la mili.
Antes de irse, don Gaspar se acerca a nosotros y
nos recorre con la mirada. Siempre estamos tem-
blando de miedo o emoción, porque don Gaspar es
el único que puede chasquear los dedos y hacernos
salir de aquí. Siempre, cuando llega el Justiciero,
uno de nosotros se va a la calle.
Don Gaspar nos hace preguntas aleatorias:
—¿Dos por nueve? —le pregunta a Santiago
Parrilla.
—¡Revolución! —dice mi amigo, y se pierde el
alta.
—¿La capital de Italia? —le pregunta al Niño
Andoni.
—Gú, gú, upa, upa —dice el Niño, y se queda
otro año más encerrado.
—¿El Presidente de Brasil? —le pregunta al
Vizconde.

!150
—Sí, soy yo, mucho gusto —dice el Vizconde,
que seguirá aquí dentro mucho tiempo.
A mí me mira muy serio, mucho rato, y me
dice:
—¿Cómo está su madre?
Yo tengo dos opciones. Contestar la verdad o
hacerme el loco.
—Mi madre está hecha mierda, señor —le
digo.
Y también me quedo un año más.

!151
Los regalos

14 marzo, 2007
Hoy ha llegado un terapeuta nuevo, muy joven
e inexperto, con ideas novedosas en la cabeza, el
pobrecillo. No deberían traer doctores tan jóvenes,
porque se les nota que están acojonados, y con ra-
zón. Este muchacho hace muy poco que es doctor,
y nosotros hace ya muchos años que estamos locos.
No puede competir. El terapeuta nuevo nos ha di-
cho que debíamos hacernos regalos.
Nos dijo:
—Escoged a un compañero y, sin decirle, pen-
sad un regalo para él. Un regalo que podáis hacer
con vuestras manos, un obsequio artesanal que se
ajuste a los gustos del compañero elegido. Tenéis
un día entero para confeccionar el regalo.
Nosotros aquí estamos bastante a gusto como
estamos, y odiamos mucho cuando llega alguno
con ideas innovadoras. A nosotros nos tranquiliza
la rutina: seis treinta a levantarse, desayuno, cami-
nar por el patio, ver la tele, escupirnos o conversar,

!152
almuerzo, siesta, baño, pastillas, ensoñación, más
tele, terapia o visita (según el día), cena, sueño.
La vida, dividida en esas doce actividades, nos
resulta muy previsible y cómoda. Muy natural y
agradecida. Cuando llega un doctor nuevo, no sé
por qué, se piensa que trae la cura de todos nues-
tros males. Este, por ejemplo, se ha creído que el
«amigo invisible» cura la esquizofrenia, la depre-
sión crónica y la paranoia. Pobre loco.
Yo he escogido a mi amigo el Gelatinas para lo
del regalo. Pero lo he escogido como mensajero,
porque el regalo que he hecho es para su hermana
Francisca. Son unas bragas de papel muy aparen-
tes, de cartón fino, con un bordado que he hecho
yo mismo con papel de liar empapado en mi pro-
pia saliva.
Yo no sé si estas bragas están calificadas para el
uso diario (creo que no) pero en el tema de los re-
galos, generalmente, lo que cuenta es la intención.
Es mucho más emocionante, para el que recibe el
obsequio, un presente hecho con las propias manos
que otro comprado en el Carrefour.
A mí siempre me ha gustado más recibir regalos
que hacerlos, pero esta vez, mientras cortaba el
molde de estas braguitas, me sentí muy bien siendo
el regalador, me sentí muy artesanal y muy alegre,
casi excitado.
Cuando el doctor novato nos ha pedido que
mostrásemos los regalos yo me he levantado y le he
entregado al Gelatinas las bragas. El Gelatinas se

!153
ha puesto muy contento y me ha agradecido la
ofrenda, como le corresponde a un caballero.
El doctor nuevo no ha querido decir nada so-
bre mi regalo, pero ha bajado la vista, inquieto.

!154
El intelectual

16 marzo, 2007
Cuando vives en un hospital, es probable que
nadie te llame por tu nombre. El motivo es confuso,
pero los doctores, las enfermeras y tus propios com-
pañeros prefieren los motes: el Gelatinas, el Vizcon-
de, el Niño, la Comadreja, el Ojos de Susto, etcéte-
ra. Cada cual tiene un elemento característico. Has-
ta hace unos meses yo era el Ronaldo Blanco, por-
que lo más llamativo de mí era que me sobresalía la
barriga, pero ahora que escribo una columna en el
periódico y me llaman el Intelectual.
—¿A quién buscas? —le pregunta la enfermera
Neus a la enfermera Sara.
—Al Intelectual, tengo que darle la medicación
de las cuatro. ¿No lo has visto?
—Está en el patio, con el Carapomelo y el Cu-
balibre.
Estos apodos nacen siempre de enfermería, y
son, las más de las veces, sarcásticos. A mí no me
dicen «El Intelectual» porque me respeten, sino para
hacerme rabiar. A las enfermeras no les gusta que

!155
escriba cosas en el periódico, y mucho menos que en
mis escritos hable sobre ellas.
—Oye, Pacumbral, mejor no se te ocurra volver
a ponerme en el periódico —me ha dicho ayer la
enfermera Sara—, a ver si un día me confundo con
las pastis y sales en la prensa, pero en la sección de
los obituarios.
A pesar del resentimiento que despide mi apodo,
yo prefiero ser El Intelectual y no el Ronaldo Blan-
co, ni tampoco el Fofo, como me decían en el hos-
pital anterior. Un enfermo y un intelectual tienen
muchas cosas en común. Ambas son personas que
dicen palabras extrañas que nadie comprende del
todo, ideas absurdas, y a los que toda la gente les
dice que sí, que muy bien, que adelante.
Los intelectuales no están todos aquí dentro solo
porque han estudiado, en la Universidad, distintas
maneras de disfrazarse de gente solemne, pero en el
fondo estamos todos cortados con la misma tijera.
La única diferencia es que nosotros usamos pi-
jamas largos y no nos atamos los cordones de las
bambas, y ellos usan chaquetas negras y gafas de co-
lores vivos. Pero fuera de eso, nos parecemos hasta
en el balbuceo. ¿Os acordáis de Arrabal?
Yo creo que hay mucha gente que está con un
pie de este lado del hospital psiquiátrico. Pero algu-
nos tienen dinero y se llaman excéntricos, y otros
han escrito un libro imposible de leer y se llaman
intelectuales.
Si es ese el caso, yo voy camino a la libertad.

!156
Cambio de roles

19 marzo, 2007
Un día cualquiera al año, digamos los dieci-
nueve de marzo, deberíamos hacer cambio de ro-
les. Los enfermos a vestirnos de enfermeras, los
doctores de visitas, las enfermeras de locos, y los
visitantes de psiquiatras. A mí me aburre hacer
siempre el mismo papel en la vida, y creo que a
ellos también.
A mí me gustaría mucho ser enfermera por un
día. Vendría aquí muy temprano por la mañana,
me pasaría la primera hora cotilleando con la en-
fermera Gelatinas, fumaría como un carretero, ha-
blaría de calcetines, de consoladores, de culebro-
nes, de maridos muertos en vida y de la cura defi-
nitiva contra las várices.
Después, a las diez en punto, haría una ronda
de pastillas por los pabellones A y C. Le daría las
pastillas azules a los locos que les toca verdes, y las
pastillas celestes de la noche se las daría a los pe-
rros. Las rojas me las tomaría todas yo. Y a las diez
y media me iría a hacer un cafetito.

!157
De once a trece, me echaría a hacer la siesta en
el camastro de algún loco que haya muerto en la
semana y hubiera dejado el catre libre.
Por la tarde me encerraría con un doctor a ha-
cer cochinadas en el trastero del ala dos, y saldría
una hora después toda despeinada, arreglándome la
falda y mirando para todos lados con cara de loca
contenta y culpable. Media hora después llamaría
por teléfono a mi marido para decirle alguna cho-
rrada, y colgaría el teléfono jurándome que nunca
más le pondría los cuernos.
A las seis comenzaría a mirar el reloj cada cua-
tro minutos, esperando que se hagan las siete, que
es la hora en que salgo de aquí y me subo al auto-
bús para volver a casa. A las siete menos veinte les
daría a todos los locos las pastillas de las ocho, tra-
tando de no mirarlos a los ojos porque trae mala
suerte.
Después me iría moviendo mi culo gordo por
todo el patio delantero, para no perder el autobús
que ya he visto cruzar por la avenida. Me subiría,
jadeando, y me sentaría cerca de alguno que tenga
cara de meterle mano a las enfermeras con sobrepe-
so (siempre hay un roto para un descosido).
Llegaría a casa a las ocho, a tiempo para zaran-
dear a mi hijo y decirle que es un vago, un zapa-
rrastroso, un indecente, un harapiento y un bueno
para nada. Le arrojaría un poco de agua caliente en
la cara para que espabile, y lo echaría de casa por
gorrino y por mamón.

!158
De ocho treinta a nueve me echaría en la cama
a llorar por mi vida perra, hasta que oiría a mi ma-
rido entrar y me quedaría en la cama haciéndome
la muerta. Pero como él, seguramente, llegaría bo-
rracho, se me echaría encima con su aliento a cucal
y me haría suya con violencia, el muy cerdo. O sin
violencia, que a veces tiene días bajos. Después me
dormiría sin hacerle la cena a nadie (porque no se
lo merecen) y me despertaría a las siete para venir
otra vez al hospital y ser, de nuevo, el Xavi.
Sí. Definitivamente me gustaría ser enfermera
por un día.

!159
Treinta y tres

21 marzo, 2007
Cuando cumples años, en el hospital te dejan
escoger el almuerzo para todos. Nada de lentejas,
pollo con puré ni sopas desabridas. Cuando cum-
ples años, puedes pedir lo que quieras, para ti y
para todos tus compañeros. Tampoco hay que pa-
sarse. El Viejo Ignasi hace un par de meses cum-
plió sesenta y pidió bocadillos de oreja elefante.
Fue gracioso cuando lo dijo, pero cuando nos tra-
jeron las lentejas de siempre ya nadie reía.
Como hoy es mi aniversario (cumplo treinta y
tres, como Jesús) he pedido una entrada de jamón
serrano con pan y tomate, un primero de macarro-
nes con queso gratinado, un segundo de carne asa-
da y huevos estrellados, y para el postre danoninos
para todo el mundo.
También pedí que las enfermeras nos traigan
los platos diciéndonos de «usted» y con el segundo
botón de la camisa desabrochado, para que, al aga-
charse al dejarnos la comida, tuviéramos distrac-
ción mundana, que nos hace mucha falta.

!160
En lugar del pan de siempre, he pedido unos
panecillos saborizados de diferentes gustos: cebolla,
queso, oliva y otro queso distinto al primer queso.
Y en lugar de agua fresca, que esta vez nos pongan
cervezas sin alcohol, pero sin decirnos que son sin
alcohol.
En la lista de pedidos, he dicho también que
quitasen los manteles grises raídos (usamos los
mismos desde que llegué) y que en cambio colo-
quen en las mesas individuales de papel coloridos,
de ser posibles con viñetas o dibujos, para que es-
temos entretenidos durante la sobremesa.
Y que nos dejen estar más rato que una hora,
porque siempre nos envían a hacer la siesta muy
pronto. He pedido que nos dejen hasta las cuatro,
haciendo un café y viendo la televisión de la pared,
o jugando a juegos de mesa (he pedido naipes,
dominós, damas chinas y juegos reunidos).
Todos estos pedidos los he hecho la semana pa-
sada, porque hay que hacerlos con tiempo para que
se mentalicen de las compras extras que hay que
hacer, etcétera. Y ya hace dos días me han respon-
dido que sí a los macarrones y a los danoninos, y
me han dicho que no a todo lo demás.
Es una estrategia que tengo: si solo hubiera pe-
dido macarrones y danoninos, me habrían dicho
que no a los danoninos.
Ellos tienen que decir que no a algo, siempre,
para demostrar que son los cuerdos.

!161
Pesadillas

23 marzo, 2007
Mis sueños solían ser siempre horribles, hasta
que descubrí que están asociados con lo que ceno
antes de acostarme. Durante meses he hecho dife-
rentes experimentos gastronómicos, entremezcla-
dos con prácticas oníricas, y he llegado a conclu-
siones muy útiles.
Ahora reduzco todas las posibilidades a cuatro
únicas clases de pesadillas, y elijo la que quiero
para cada noche. Espero que esta técnica sirva para
todo el mundo. Aquí les dejo algunos consejos
alimenticios para antes de ir a dormir.

Uno. Si cenas verduras hervidas, pescados hervidos o


productos de limpieza:

Tendrás sueños con principio y nudo, pero sin


desenlace. Los personajes serán rostros que has visto
en la tele de los años ochenta, ancianos que ya están
muertos, perros que hablan y solo a veces tu padre.
Sudoración: leve. Género: suspenso o ciencia fic-

!162
ción. Calificación del sueño: apto para todos los pú-
blicos. Lo mejor: la mayoría de las veces descubres
que estás soñando. Lo peor: no aparecen tetas.

Dos. Si cenas carnes rojas, verduras a la parrilla,


huevos duros o masticas plástico:

Tendrás entre doce y veinte sueños muy cortos


de intensidad diversa, todos con desenlace, pero
sin nudo ni principio. Actúan casi siempre parien-
tes lejanos, personas del instituto, animales mito-
lógicos y un pájaro llamado Avatoo (nunca lo lla-
mes por su nombre porque se enfada). Sudoración:
intensa. Género: cortometraje artístico. Califica-
ción: apto para mayores de trece años. Lo mejor:
algunas veces hay escenas eróticas de tipo soft. Lo
peor: se ve muy borroso y casi siempre estás des-
nudo entre una multitud.

Tres. Si cenas pasta italiana, o arroces, o leguminosas,


o judías, o pasta de dientes:

Sueño de alta producción, con paisajes estram-


bóticos, diferentes locaciones y explosiones muy
bien logradas. Hay un nudo, pero no tiene pies ni
cabeza. Suelen estar protagonizados por una mujer
muy rubia y tú, que la persigues como un loco.
También trabaja tu madre, pero sale solo al final.
Probabilidad de poluciones: muy altas. Género:
thriller erótico. Calificación: mayores de dieciséis

!163
acompañados por sus padres. Lo mejor: la rubia te
ama y se deja hacer lo que quieras. Lo peor: el
tema de las sábanas a posteriori.

Cuatro. Si no cenas (o cenas poliuretano, plumas o


cosas de color blancas que vuelan):

Tendrás un sueño rodado en interiores, gene-


ralmente aquí en el hospital o en una habitación
del INEM. Actúas tú, el Gelatinas, el doctorcito y
a veces Anthony Hopkins. Generalmente todos es-
tamos buscando un cepto, que no sabemos qué es
pero nos trae locos, porque es cuestión de vida o
muerte. Durante todo el sueño hablamos en verso,
como en el siglo XVII. Sudoración: baja. Género:
documental de La 2. Calificación: todo público.
Lo mejor: duran poco y te despiertas como una le-
chuga. Lo peor: al Gelatinas se le ve el culo y no
puedes olvidar la imagen al despertar.

!164
Donar los órganos

26 marzo, 2007
Entre muchas otras cuestiones, el doctorcito V.
me pregunta (documento en mano) si deseo donar
mi cuerpo a la ciencia.
—¿Ahora?
—No, hombre —me dice—. Después de
muerto.
—Después de muerto me parece mucho más
oportuno —respondo—. ¿Pero por qué a la cien-
cia? Yo quiero donar mis órganos a los enfermos
del riñón, del hígado, de los ojos, del corazón. Me
gustaría que alguien viva gracias a mí.
—¿Y si hipotéticamente eso no fuese posible?
—¿Por qué no va a ser posible?
—Supongamos —me dice el doctorcito— que
la ley española no permite la donación de órganos
en caso de enfermos mentales.
—Me parece ridículo, pero si fuera así donaría
mi cerebro a la ciencia, que es el que está enfermo.
Lo demás no. Mírame las córneas, doctorcito. Son
verdes, son armónicas, son hermosas. Y mi hígado

!165
es abstemio, jamás he bebido. Toca estas manos:
rechonchas, rosadas, sanísimas. Mucha gente pue-
de querer el resto de mi cuerpo, la parte que no
está loca.
—Es un sentimiento muy noble —me dice el
doctorcito V.—, pero en realidad solo tienes la op-
ción de donar tu cuerpo a la ciencia. Lo siento
mucho.
—¿Quién lo dice?
—El Ministerio de Salud —me dice el Doctor,
mostrándome el membrete del documento que
tiene entre manos.
—¿Y los del Ministerio saben que tengo ojos
verdes y que mi corazón es una máquina? ¿Lo sa-
ben? Porque quizás esa ley tenga sentido para el
Viejo Ignasi, o para el Gelatinas, que son enfermi-
tos enclenques... Pero yo soy un toro. Un toro loco
de la cabeza, es verdad, pero muy sano del cuerpo.
El doctorcito V. comienza a cansarse:
—Vamos a ver... Si entregas tu cuerpo a la
ciencia, también estás ayudando a mucha gente.
Los practicantes de medicina usarían tu cuerpo
para ensayar cirugías, para practicar contigo cortes,
suturas y drenajes. Y así después no se equivocarían
con seres vivos. Salvarías vidas, indirectamente.
—¿Y no pueden usar una muñeca hinchable?
¿Por qué a mí?
—Mira, Xavi. Me encantaría seguir la charla,
pero tengo que hacerle esta misma pregunta a

!166
quince internos más antes del mediodía. Así que
dime algo. ¿Dónde pongo la cruz?
—¿Cuáles son las otras opciones, además de
donar el cuerpo?
—Incineración y entierro.
—¿No está la opción de embalsamado?
—No.
—¿Congelado hasta que me revivan en el futuro?
—Tampoco.
—¿Y qué ocurre si no escojo nada?
—En ese caso escoge tu madre.
—¿Y si ella muere antes que yo?
—Entonces lo decido yo mismo.
—¿Y tú qué decidirías?
—Tu cuerpo a la ciencia, Xavi.
—Vale. Pues pon eso.

!167
Mis abuelos

28 marzo, 2007
Si hay algo que echo de menos aquí, mucho
más que a mi motoreta, es volver a ver a mis dos
abuelos, los que están vivos. A los dos abuelos
muertos también los echo de menos, pero no tengo
muchas ganas de verlos aparecer un día entre las
visitas.
Mis abuelos muertos se llamaban Josep y Car-
men. Él era policía municipal y ella enfermera.
Eran los padres de mi madre, y los tuve conmigo
hasta los diez años. Murieron a la vez, como las cu-
carachas. Primero uno, y a las tres horas la otra. Se
querían mucho, pero los escapes de gas son más
fuertes que el amor.
Tengo buenos recuerdos de ambos. Pero mejor
que se queden bajo tierra, porque me daría mucho
miedo verlos otra vez. A veces sueño con ellos, y
tienen máscaras de gas en la cara.
A los que quiero ver, en realidad, es a los padres
de mi padre: doña Esperanza y don Xavier, que
ahora tienen cerca de ochenta años, están muy sa-

!168
nos del cuerpo y de la cabeza, y suelen ir a bailar
dos veces por mes a un club náutico de Sant Feliu.
Ellos han perdido el contacto conmigo hace
catorce años, cuando yo dejé de ser (a sus ojos) un
nieto y me convertí (a sus ojos) en el asesino del
hijo. No me perdonaron.
Hace mucho hubo un juicio, en donde se debía
decidir si yo estaba loco o si yo era malo. Era im-
portante saber esto, porque según la respuesta pa-
saría mis días en una celda de prisión o en una cel-
da de hospital.
Ahora yo sé que la diferencia es mínima: en un
sitio te dan compota de manzana para el postre, y
en el otro compota de peras. Pero entonces nadie
sabía esto y la diferencia era muy importante.
En ese juicio, mis abuelos Xavier y Esperanza
testificaron contra mí. Querían que yo fuese a la
cárcel y no a un instituto. Preferían que yo comiese
compota de peras. Quizás tenían razón. No lo sé.
Ya estoy harto de comer manzanas todos los días.
Tal vez, si yo estuviera en la cárcel como ellos
querían, ahora vendrían ambos a visitarme. Quizás
no vienen porque yo no estoy donde ellos espera-
ban que estuviese.
A mí me gustaría mucho verlos aparecer alguna
tarde, por el pasillo, a la hora de las visitas. A mi
abuelo con su bigote blanco y su bastón elegante, y
a mi abuela con un pastel de uvas en un canasto de
mimbre.

!169
Es posible que ellos lean esto cada día, esta co-
lumna del periódico en la que escribo mis cosas. Si
fuese así, quisiera dejar un mensaje para mis abuelos:
Abuelos:
Tengo treinta y tres años y no soy la misma
persona que era cuando dejamos de vernos. Soy
otro. Vosotros también sois otros. Nos une la san-
gre, pero no la sangre que se ha derramado en
nuestro árbol genealógico. Esa ya está seca. Nos
une la sangre caliente y roja que tenemos en las ve-
nas. Si vosotros un día quisierais venir a verme, yo
volvería a ser un niño por un rato.
Os espera, sin esperanza,
El peque.

!170
Firmar los papeles

30 marzo, 2007
El niño hace dibujos en el papel, y entonces
sigue siendo un niño. Pero un día, un día cualquie-
ra, el niño dice: «Hoy aprenderé a firmar», y se
pasa el día entero ensayando garabatos con su
nombre y su apellido, en lugar de hacer dibujos.
Ese día, el niño pierde la gracia y se convierte en
un señor pequeñito.
Mi firma es penosa. Nunca hago la misma. No
recuerdo qué hay que hacer, solo sé que debo agu-
jerear la hoja para que la firma sea mía.
Estamos en el siglo XXI, yo creo que ya no es
necesario firmar. Hay otros métodos para constatar
nuestra identidad. Dicen que los humanos tene-
mos tres cosas que nos identifican individualmen-
te: las huellas digitales, el agujero del culo y el iris
del ojo.
Las huellas digitales y el iris llevan peligro, por-
que si un malhechor quisiera suplantar tu identi-
dad, podría cortarte un dedo o quitarte un ojo. Yo

!171
creo que el mecanismo más adecuado es el agujero
del culo.
Nadie, en su sano juicio, por más ladrón que
fuese, podría quitarnos el ano, dado que un aguje-
ro está vacío. Y el vacío es imposible de robar.
Además, todos tenemos un ano. Hay gente manca,
y hay gente tuerta, pero no hay gente sin parte de
atrás.
A mí me gustaría, en lugar de firmar, que el no-
tario me dijese:
—A ver, señor Xavi, súbase al escritorio y mués-
treme el culete, que debo dar fe de su identidad.
Yo me bajaría los pantalones con circunspec-
ción, él tomaría nota (o haría foto) de mi agujero,
y todos en paz con su alma.
En el Registro Civil, en la compraventa de un
apartamento, en los juzgados de guardia, en los bu-
fetes de los abogados, en los despachos de las cade-
nas de televisión, en todas partes, la gente estaría
mostrando el culo para identificarse o para com-
prometerse.
El culo cobraría un nuevo significado, además
del sexual.
Un hombre iría por la calle, pasaría una señori-
ta muy guapa con pantalones ajustados, y el piropo
del hombre sería:
—Oye, tía buena, ¿no querrías salirme de aval?
Me gustaría un mundo así.


!172
Abril
Los naipes

02 abril, 2007
Entre los muchos juegos de mesa que tenemos
aquí para pasar las horas muertas, el que más éxito
tiene es la baraja española. Los naipes suelen llevar-
se muy bien con los locos, desde el principio de los
tiempos.
Hay juegos en los que es menester usar la cabe-
za (ajedrez, damas chinas, pegarle a la pared con la
frente); otros donde hay que usar los pies (fútbol,
yoga, trote alrededor de un árbol); y solo unos po-
cos en el que solo basta usar el corazón.
La baraja es un juego sin muchas reglas y con
mucho corazón. Los naipes son variados, tienen
colorines y con ellos puedes hacer casas, puedes
arrojarlos contra un compañero dormido, puedes
hacerte un solitario, e incluso puedes comerte to-
dos los ochos. Yo hacía eso el año pasado, ahora
estoy a dieta.
A mí la baraja me trae recuerdos de cuando me
llevaba bien con mi madre. Era la época en que
tuve neumoconiosis y no podía ir al colegio. Yo es-

!175
taba todo el santo día en la cama, y mi madre me
enseñó a jugar al mus, al remigio, a la escoba y al
cuidado que llega tu padre.
Este último era un juego peligroso, porque ha-
bía que esconder las cartas cuando oíamos la llave
de la puerta.
Mi madre escondía las suyas debajo de la cama,
y yo escondía las mías en los pliegues de las sába-
nas. Mi padre entraba de sopetón al cuarto y decía:
—¡Huelo a baraja!
Mi madre comenzaba a temblar y hacía que no
con la cabeza.
El juego consistía en que mi padre no viese
nunca las barajas escondidas. Si lo lográbamos, es-
tábamos a salvo hasta la tarde siguiente.
Pero había veces en que mi padre llegaba en
puntillas, y entonces no teníamos tiempo de es-
conder los naipes con esmero.
Si mi padre encontraba copas o espadas, me zu-
rraba a mí. Si encontraba oros o bastos, la que per-
día era mi madre, pobrecita.
Nunca entendí exactamente las reglas del jue-
go, pero siempre yo acababa ganando algunos pun-
tos. Generalmente en la zona del cuero cabelludo.

!176
El coleccionismo

04 abril, 2007
Los hombres somos una colección de errores y
desatinos. Somos el corcho blanco de poliestireno
donde el coleccionista pincha sus insectos diseca-
dos más comunes: el miedo, la indiferencia, el
egoísmo. Y también sus bichos muertos inhalla-
bles: el amor, la cortesía y la serenidad.
Yo soy un pobre coleccionista de gestos ama-
bles. Desde que tengo quince años busco, catalogo,
archivo, etiqueto y recopilo todas las veces que al-
guien me ha dicho gracias, las ocasiones en que me
han susurrado pase usted primero, y las que me
han preguntado cómo estás hoy.
Sin embargo, mi colección es pobrísima. En
mis casi veinte años de coleccionismo, solo unas
pocas enfermeras (que ya no están) y un puñado de
doctores (del que solo me queda V.) me han trata-
do como a un ser humano corriente.
Los seres humanos corrientes son aquellos que
no están locos, que no tienen desarreglos, que no

!177
se desmayan ni tienen visiones. Los ejemplares más
comunes de una colección de gente.
En mi pequeño álbum de gestos amables tengo
un ejemplar muy bonito: una vez, hace cuatro
años, tuve mucho miedo a la oscuridad y me hice
pis. Una enfermera suplente (se llamaba Eva) en
lugar de gritarme, me tomó de la mano y me dijo:
«Todo está bien, ya estoy aquí, no te preocupes».
Para vosotros, que seguramente conocéis el
amor, o la generosidad, esto puede ser natural. Sin
embargo, a mí este ejemplar de cortesía se me ha
quedado grabado en la mente como algo inédito,
como algo que pasa una sola vez en la vida.
Cada vez que recuerdo la voz de Eva en la no-
che, siento una ráfaga maternal dentro del cuerpo.
«Todo está bien, ya estoy aquí, no te preocupes»,
me dijo. Ese es el ejemplar más valioso de mi co-
lección de gestos amables. Alguien que no me co-
noce me dice que está aquí, a mi lado. Y no me
grita ni me pega ni me ignora.
Me gustaría tener más gestos nobles en mi co-
lección. Pero tengo solo ocho o nueve. Mi vida no
ha sido pródiga en ejemplares maravillosos. Debe-
ría haber coleccionado golpes, mezquindades y
amigos que me olvidaron. Ahora necesitaría doce-
nas de habitaciones para guardar una colección de
esa calaña. Pero prefiero seguir buscando los bichos
raros. Las mariposas de colores imposibles, las cari-
cias y los buenos días.
Moscas y gusanos hay por todas partes.

!178
Ejercicio físico

09 abril, 2007
Hay mil secretos para mantenerse en forma:
pero el más importante es tener libertad. Cuando
estás encerrado pocas veces aparecen mujeres, y en-
tonces el hombre es dado a dejarse estar del cuerpo
y del alma. Yo, por ejemplo, hace fácilmente dos
años que no me corto las uñas de los pies.
Sin embargo, algunas veces intento hacer algún
ejercicio para verme mejor. El más eficaz es gritarle
«guarra» a la enfermera Sara. Por alguna razón, ella
tiene un sistema auditivo muy potente y un humor
maltratado, entonces coge lo primero que encuen-
tra (una escoba, una fregona, una botella rota) y
comienza a perseguirte a los gritos. No queda más
que trotar delante, para que no te coja y te quite
un ojo. A veces hacemos carreras, el Gelatinas y yo.
Nos calzamos las bambas, nos ponemos en posi-
ción de fondistas, levantamos el culete al cielo y
esperamos a que pase Sara. Entonces decimos a
coro:
—Preparados, en sus marcas... ¡guarra!

!179
Y salimos corriendo para el lado del patio. Y
ella viene detrás, con los ojos inyectados en sangre.
El Viejo Ignasi, que es un pervertido, asegura
tener una muchacha invisible con la que mantiene
relaciones sexuales en el patio. Para el resto del
mundo, el viejo hace flexiones y abdominales, pero
en realidad (siempre según él) lo que está haciendo
es sexo duro. Si yo tuviera las alucinaciones del vie-
jo, me pasaría las tardes haciendo ejercicio. Pero mi
locura no es ver muchachas invisibles.
Una vez, hace dos años, el doctorcito V. nos
trajo a un señor que venía los lunes a obligarnos a
hacer gimnástica tradicional. Nos daba un balón a
cada uno, nos daba una soga, nos daba unos palos,
y por último nos daba gritos. Durante la hora de
ejercicio todo iba de maravillas.
El problema surgía después. Es humanamente
imposible convencer a un loco de que devuelva ba-
lones, palos y sogas. El enfermo mental se encariña
muy fácilmente con esas cosas.
Al tercer lunes el buen señor no vino más, y le
puso una demanda al hospital para que le pagasen
todos los elementos robados. Aún conservo dos pe-
lotas de goma, un guante y una colchoneta vieja.
Los latinos aconsejaban mens sana in corpore
sano. Nosotros, ni lo uno ni lo otro. Aunque siem-
pre soñamos con poder correr la maratón, que es el
mejor de todos los deportes. Consiste en que te
abran la puerta de la calle y salgas disparado hasta
donde te dé el cuerpo. Y la mente.

!180
Fantasmas

11 abril, 2007
¿Qué clase de muertos son los fantasmas, que
aparecen por las noches tapados con sábanas blan-
cas y se alejan en zigzag, a trompicones, dando ala-
ridos o cantando? Es extraño que nadie lo haya no-
tado antes: los fantasmas son alcohólicos muertos
que regresan por un poco más de alcohol.
Hay muchas clases de muertes. Está la muerte
súbita, la menesterosa, la impensable, la anunciada,
la torpe, la dolorosísima, la temprana, la leve, y
también la muerte dulce, la del gas.
Hay vivos que se mueren mientras duermen la
siesta, a otros se les para el corazón en mitad de un
derby, muchos caen por el impacto de un metal
veloz, o por el hambre, o porque les ha llegado la
hora. Hay quienes han muerto haciendo el amor, o
atracándose de comer. Hay miles de muertos cada
día, pero muy pocos fantasmas.
Solo un puñado de personas al año muere en
estado de ebriedad. No hablo de los muertos de la
Dirección General de Tráfico, no, no esos borra-

!181
chines atolondrados de viernes noche. Digo al-
cohólicos verdaderos, de hombres (mujeres fan-
tasmas hay pocas) que beben hasta morir y caen
desparramados en la barra de un bar, o al costado
del camino, sin nunca más llegar a casa. Borrachos
muertos como charcos en la calle.
Son poquísimos entre la multitud de muertos
sobrios y asustados. Digamos que aquí, en España,
mueren unos sesenta y dos borrachos perdidos por
semestre. Y en el mundo, unos catorce al día. Es
una cifra irrelevante que solo en Rusia preocupa un
poco al gobierno.
Estos pobres muertos se despiertan en la muer-
te a ciegas, zumbadísimos, y no consiguen entrar al
cielo ni al infierno. Están borrachos como avestru-
ces, ni siquiera se dan cuenta que ya no tienen pul-
so ni zapatos. Y empiezan a vagar desnudos por las
calles, hasta que se roban una sábana y se la ponen
por la cabeza.
Los fantasmas van de a uno o de a tres, y a ve-
ces cantan canciones tristes de posguerra. No ven
la diferencia entre la mala vida que han dejado
atrás y la muerte que se les puso por delante.
Yo no temo a los fantasmas. No en plural. Yo
solo temo a mi padre, que vivió borracho y murió
con medio litro de ginebra entre la espalda y el pe-
cho. Lo dijo el forense, y mi madre asentía. Cuan-
do él venía ebrio a casa siempre me zurraba. Y me
zurraba a diario. El último día que intentó gol-
pearme y lo detuve, también lo estaba.

!182
Mi padre, fantasma en vida y fantasma en
muerte, ronda por estos pasillos en la noche. A ve-
ces está debajo de aquella sábana, o de esta otra,
siempre inmóvil y al acecho, esperando a que yo
baje la guardia para volver, siempre en zigzag, a
morirse encima mío.

!183
Dietas milagrosas

13 abril, 2007
Conocí una vez a un loco (no estábamos en
este hospital) que había descubierto una dieta mi-
lagrosa. Yo entonces estaba menos gordo que aho-
ra, pero me preocupaba más mi silueta, y accedí a
que me usara como conejillo de indias.
En dos semanas, lo juro, bajé once kilos. Y no
tuvo que ver con la comida, pues se podía comer a
placer. El secreto estaba en rezar todas las mañanas.
El loco Berto me dio todas las indicaciones, que
eran más bien pocas.
Tan pronto como me levantaba, debía caminar
lentamente por el patio repitiendo el Rosario. Solo
eso, el Rosario enterito.
Primero el Acto de Contrición, el Padrenues-
tro, tres Avemarías y un Gloria. En este punto yo
debía caminar más rápido. Anunciar el primer mis-
terio. Dos flexiones. Rezar el Padrenuestro. Trote
corto. Rezar diez Avemarías, un Gloria y una Jacu-
latoria. Descansar dos minutos levantando los bra-
zos. Anunciar el segundo misterio. Rezar el Padre-

!184
nuestro en cuclillas. Rezar otros diez Avemarías, un
Gloria y esta vez una Jaculatoria al trote corto. Et-
cétera. Así, hasta rezar el Salve, que ocurría a eso
de las ocho de la noche.
Acababa muy cansado, eso sí, y cenaba como
un león enloquecido para poder irme a la cama y
descansar. Al día siguiente, otro poco más de dieta
milagrosa.
Los médicos pensaban que había pillado un
brote místico. Pero yo en cambio cada día me sen-
tía más liviano, más etéreo, más cerca de Dios y,
sobre todo, más cerca de volver a verme los pies,
porque la barriga estaba bajando, como bajaron las
aguas del Mar Rojo: milagrosamente.
A la semana comenzaron a quedarme bien las
ropas que siempre me quedaban mal, y también
eso era un regalo del Señor, de la Virgen María y
de todos los Santos.
Empezaron a ocurrirme milagros todo el tiem-
po: comenzó a caberme el culo en el wáter sin que
tenga que levantar la tabla, me aparecieron mila-
grosas protuberancias en los bíceps, me desapareció
la papada por arte y obra de Nuestro Señor y, aun-
que no lo creáis, la mano santa de la Virgen hizo
que dejase de roncar por la noche.
El milagro se desvaneció una tarde, cuando me
cambiaron de hospital y me trajeron aquí, donde el
desayuno es excelente. Entonces comencé a hacer-
me preguntas:
¿Existe realmente Dios?

!185
¿La Fe es necesaria?
¿Me pones más café con leche, por favor?
¿Puedo comerme ese bollo que has dejado en el
plato? Etcétera.
Comencé a dudar, a cuestionar, a desconfiar...
Ahora soy otra vez un ateo de ciento veinte kilos. Y
se acabaron los milagros.

!186
Gotas de agua

16 abril, 2007
Cuando llueve, un hospital es todavía más triste.
La lluvia moja la esquizofrenia, la neurosis, la para-
noia y a todas las enfermedades mentales que no
usan paraguas. Las moja hasta convertirlas en capri-
chos de la cabeza, hasta quitarles valor científico.
Cuando llueve, el loco es un mendigo de calce-
tines mojados. No hay prestigio en la locura, no
hay excentricidad ni desdoblamiento. Hasta Salva-
dor Dalí, mojado, era un perro triste.
Mientras escribo esto, llovizna. Hace días ente-
ros que cae agua en Cataluña. A veces para, a veces
regresa, pero nunca se va del todo. No. La prima-
vera no ha llegado, se hace esperar.
Las gotas de la lluvia en un cristal (en esta ven-
tana, por ejemplo) son pequeños individuos enlo-
quecidos. Van, vienen, se quedan quietas, se aco-
plan y engordan. Me recuerdan a un viejo cuento.
Cuando llueve los enfermos nos vamos al patio
y miramos hacia arriba. Nos gusta el agua natural
(bañarnos no). Nos gusta el gris del cielo, las en-

!187
fermeras enfadadas porque les duelen las varices,
los doctores con el traje mojado, el desayuno ca-
liente. Pero cuando pasan muchos días y la lluvia
no se va, entonces de a poco nos vamos poniendo
cuerdos. La lluvia larga nos quita la locura, y em-
pezamos a hacer cosas de gente normal.
Nos fijamos en el periódico qué ha pasado con
la opa de Endesa, hablamos del tiempo, nos salu-
damos con un apretón de manos, nos deseamos
buenas noches, hacemos sudokus, revolvemos el
café con leche y miramos por la ventana con gesto
de impaciencia.
Los locos, con el agua que no se interrumpe,
nos aplacamos, perdemos los poderes, nos quitan
la alegría.
La lluvia está bien, las gotas de agua son bue-
nas. Pero no tantos días sin parar. Ahora necesita-
mos un cambio.
Si las cosas siguen así por mucho tiempo, es
posible que quedemos todos libres, que el hospital
se quede vacío, y que los doctores no tengan a
quien curar.
Dios no lo permita: que salga el sol.

!188
El equilibrio justo

18 abril, 2007
El equilibrio mental, por lógica, es la cordura.
El surcoreano que ayer mató a treinta estudiantes
en la Universidad de Virginia, estaba desequilibra-
do. Caminaba por la fina cuerda a una altura gran-
de y cayó al vacío con estruendo.
Las universidades están llenas de locos sueltos,
y los hospitales están llenos de cuerdos encerrados.
Es el yin y el yang, el equilibrio de las especies des-
equilibradas.
Me he quedado varias horas viendo por la tele
el asunto del surcoreano desequilibrado que mató a
sus compañeros de estudio. Después he salido al
patio a respirar.
¿Qué pasaría aquí, en el hospital, si hubiese
armas de fuego, si fuese fácil conseguir una? Yo
creo, con la mano en el corazón, que la primera
desgracia sería que una enfermera dispararía contra
uno de nosotros, y no al revés. No nosotros a ellas.
No nosotros.

!189
A veces ellas llegan desde la calle de un humor
extraño, como si fueran las enloquecidas y nosotros
estuviésemos aquí esperándolas para calmarlas. Yin
y yang, la vida puede ser lo contrario de lo que pa-
rece.
En ocasiones, durante las charlas privadas con
el doctorcito V., él se desinfla y me cuenta su vida,
que es gris y solitaria, y unas pocas veces se ha
puesto a llorar enfrente de mí, y después me ha
pedido disculpas. Y en ese momento el equilibrio
ha estado de mi lado. Yin y yang.
Al surcoreano lo dejó la novia, o le fue infiel. Y
entonces él la mató de un tiro. Después mató a
quien se interpuso en su camino hasta la calle. En
un país más equilibrado, el surcoreano no podría
tener un arma en una universidad. Pero aquello no
ocurrió en un país equilibrado. Yin y yang.
A nuestras enfermedades mentales las llaman
de muchas formas, pero la manera más diplomáti-
ca es decirles «desequilibrios». Allí entran todas, sin
distinción de razas o credos.
Y nosotros, los usuarios, somos unos «desequi-
librados», es decir que no podemos hacer pie, no
logramos caminar por la fina cuerda de la vida sin
tropezar o caer al vacío.
Los cuerdos hacen malabares: para llegar a fin
de mes, para amar y ser correspondidos, para vivir
en un mundo hostil. Nosotros tratamos de hacer
equilibrio en nuestra locura interna.

!190
Malabares y equilibrios. La vida es un circo po-
bre y el único payaso, muchas veces, está armado
hasta los dientes.

!191
La prensa del día

20 abril, 2007
Una de las grandes ideas que tuvimos en la
reunión grupal con el psiquiatra (ocurre una vez al
mes) es comenzar a hacer un periódico sobre lo
que ocurre aquí dentro. Nada presuntuoso. Solo
un pliego impreso por ambos lados, con las noti-
cias sobre los enfermos, escritas por los enfermos.
Por ejemplo, el gran titular de portada, hoy, sería:
EL NIÑO ANDONI HA DICHO SUS PRIMERAS
PALABRAS.
El diario, según mis compañeros, estará dirigi-
do por mí, porque soy el que más contacto tiene
con la prensa, dado que escribo una columna en el
periódico. Mi subdirector será el Gelatinas, porque
siempre anda conmigo. Y yo he propuesto tener
dos secretarias (las enfermeras Sara y Eva), pero
ellas han levantado el dedo corazón y me han he-
cho un gesto que significa que no, que agradecen
la oferta pero no aceptan.
A mí me gustaría mucho despertarme cada
mañana y saber todo lo que pasa entre estas pare-
des. Saberlo sin padecerlo.

!192
Me gustaría enterarme si el doctorcito V. está
de buen humor o no, si el Vizconde huele mal o
han logrado cogerlo y bañarlo, si Santiago Parrilla
nos dará la lata con sus discursos revolucionarios,
etcétera.
La prensa de hoy debería servirnos para saber si
saldremos o no de la cama. Si tendremos un buen
día. Si es propicio hacer el esfuerzo de vivir.
Los diarios nacionales, por ejemplo, avisan so-
bre el tiempo para que lleves paraguas, y sobre la
crispación nacional, para que lleves tapones en los
oídos. Te dicen cuántos muertos habrá en la carre-
tera, para que no seas uno de ellos, y te dicen que
Elsa Pataky ha salido en tetas y dónde, para que
agotes la edición de las revistas y te encierres en el
baño. Nosotros, aquí dentro, no tenemos prensa
nacional. Y por eso estamos preparando nuestra
prensa interna. Así, tal vez, alguno de nosotros
quiera hacer cosas importantes y salir en portada.
Me gustaría mucho un titular que dijera: EL
XAVI SE HA ESCAPADO DEL HOSPITAL UNOS
DIAS. O uno que explicara: CIENTÍFICOS DES-
CUBREN QUE LA LOCURA SE CURA CON
CHAMPÚ. ¡Ah, cómo echo de menos las buenas
noticias!

!193
Los besos

23 abril, 2007
Hay cientos de países en el mundo en donde la
gente no se besa de la forma que lo hacemos aquí.
Ni labios ni mejillas.
En algunos sitios se entrechocan las narices, en
otras partes se lamen el cuello, y en ciertas regiones
de Oceanía se meten un dedo en la nariz para sa-
ludarse y lo quitan para despedirse.
Sin embargo, en el reparto a mí me ha tocado
España, un país en donde la gente se besa con los
labios en las mejillas. Se besan todos, menos yo.
Ayer por la noche me sentía un poco deprimi-
do y me puse a sacar cuentas: hace once años que
nadie me besa. La última vez fue en el primer hos-
pital, una tarde que casi me ahogo en la piscina y
un doctor me hizo el boca a boca.
Yo sé que el beso es un acto reflejo, una impo-
sición cultural. Yo sé que hoy en día todo el mun-
do hace el ruido (chuic) pero casi nadie se toca la
piel cuando se besa. Yo sé casi todo, pero sin em-

!194
bargo me parece una enorme putada que nadie me
haya besado en tantísimos años.
Una de las razones posibles es que este hospital
es masculino, somos un noventa por ciento hom-
bres, y los hombres no nos besamos entre nosotros.
Pero también es cierto que hay enfermeras, y que
los martes y los jueves son días de visitas.
Las enfermeras no nos besan.
Quizá lo ponga en el contrato, o quizás sea una
postura sindical. No. No nos besan nunca. Ni un
buenos días Xavi, muac, cómo has amanecido; ni
un hasta mañana mi niño, chuic, que duermas
bien.
La señora que dice ser mi madre, cuando viene
a verme, tampoco me besa. Me da unas palmaditas
en la espalda, se sienta y se pone a monologar so-
bre cómo le fue en la semana.
Yo la escucho en silencio, mirando la canasta de
comida que me ha traído, y cuando ella acaba de
hablar se levanta, me da otras dos palmaditas en la
espalda, y se va. No es que quiera que mi madre
me bese. No. Quiero que me deje la canasta con
comida y se largue sin hacer el monólogo. Pero al
menos podría hacer el intento de acercar sus labios
a mis mejillas. Ella o quien sea. ¡Alguien!
Si esta mañana, que estoy tan irascible, cual-
quier persona me diese un beso, yo seguramente
me pondría de buen humor.
Dicen que el contacto físico hace bien, que
despeja. Y puede que sea cierto.

!195
He descubierto algo mientras escribía: creo que
los besos, cuando has estado encerrado tanto tiem-
po, tienen sabor a ventana abierta, o a puerta mal
entornada.
Mis labios, hoy, son un candado que ha perdi-
do la llave.

!196
La parca

25 abril, 2007
Ahí está a veces, al costado de mi cama, con el
gesto inseguro, como si no supiera qué hacer. Viste
de negro riguroso, como los árbitros de antes. Pero
debería hacer algún cambio en la indumentaria,
algún toque amarillo. La Muerte no es coqueta, no.
Ella viene a lo que viene.
Es increíble, pero es la misma de toda la vida.
El chándal negro con la capucha puesta, los ojos
descolocados, la tez cadavérica y esas piernas flacas
de anoréxica a destiempo.
Tendría que adaptarse al siglo veintiuno, debe-
ría ponerse publicidad en el chándal. Las tabacale-
ras no dudarían en esponsorearla.
Yo no le temo. Cuando la veo llegar, por las
mañanas, la saludo con toda corrección, porque a
ella le gusta eso: la diplomacia, la politiquería. La
saludo con un golpecito de cabeza, y ella me dice:
—¿Cómo va hoy la cosa, Xavi? —con acento
centroamericano.

!197
Porque esa es otra: La Parca no es de aquí, no
tiene papeles. Es de un país de Centroamérica, yo
creo que cubana o dominicana.
El tono de su voz se parece al de Santiago Parri-
lla, que es un enfermo de aquí que nació en Cuba.
A veces se los ve a ambos conversar de política, de
sus cosas.
Tenemos una muerte subtropical, mira tú. Una
muerte que trabaja en negro.
Todos los hospitales tienen una muerte fija que
se la pasa haciendo guardia. Y la que nos tocó a
nosotros es bastante perezosa. Mira a los locos vie-
jos, los sopesa, pero nunca tiene ganas de llevárse-
los.
—Ay, niño, estoy cansá —suele decirme.
Algunas noches (cuando estoy de buen humor)
me guardo el postre y se lo voy dando en la boca,
para que gane peso. Me da un poco de lástima ver-
la tan flacucha.
Ella nunca me ha pedido nada, pero ya que está
aquí, que la han enviado de tan lejos a trabajar, es
mejor que tenga algún amigo. Yo también estoy
metido aquí dentro a disgusto. Yo también llevo
ropa pasada de moda. Yo también estoy solo y mi
trabajo es horrible.
La Parca y servidor tenemos muchas cosas en
común. Quién lo diría.

!198
El mayor de mis temores

27 abril, 2007
¿Alguien me recordará cuando me haya ido? Y
no hablo de morir, sino de cuando por fin deje este
hospital. El mayor de mis temores es ser olvidado
por los que he tenido cerca: el doctorcito, mis
compañeros, las enfermeras.
No soy una persona normal: vivo entre enfer-
mos mentales y soy uno de ellos. La gente como
nosotros no tiene buena memoria. Somos disper-
sos, evasivos, a veces vemos tantas cosas ficticias
que somos incapaces de separarlas de la realidad.
A veces nos gusta más ver un fantasma que un
cartero, pues casi siempre el fantasma nos trae me-
jores noticias. Ese tipo de cosas que vosotros, los
limpios del coco, no entenderíais jamás.
Tengo un amigo aquí, el Gelatinas. Nos que-
remos bastante, pero está loco. ¿Quién me dice a
mí que el Gelatinas me recordará cuando me haya
ido? ¿Quién me asegura que permaneceré en su co-
razón y en su memoria, si a veces es incapaz de re-
cordar dónde ha dejado la manzana del postre?

!199
El doctorcito V. y las enfermeras han visto pa-
sar infinidad de enfermos, y verán por aquí a mu-
chos más (porque la enfermedad está en alza este
siglo). ¿Se acordarán de mí cuando pase el tiempo?
¿O seré, quizás, aquel loco gordito del que no re-
cuerdan el nombre?
—¿Recuerdas a aquel payasín con barba que
habitaba este cuarto a principios del siglo vein-
tiuno, enfermera?
—Sí, era robusto y tenía los ojos verdes, pero se
me escapa el nombre, doctorcito.
¡Ah, la desmemoria es prima hermana de la in-
diferencia!
El mayor de mis temores es pasar por esta vida,
o por este hospital (que es mi vida) sin dejar nada,
ni unas migajas en el camino, como bien hicieron
Hansel y Gretel. Quizás por eso escribo aquí, lu-
nes, miércoles y viernes. Tal vez solo sea mi afán
por dejar alguna cosa con mis huellas.
No soy un escritor, soy un cobarde que va ra-
yando coches con el filo de una llave, mientras ca-
mina. En realidad todos los que escriben, los que
pintan, los que componen, no son más que enfer-
mos inseguros que quieren decir «aquí he estado,
este he sido». Algunos lo hacen mejor que otros.
Algunos rayan coches con más pasión.
El mayor de mis temores, cuando salga de aquí,
es quedarme fuera para siempre.

!200
El calor

30 abril, 2007
Hay muchas cosas que no soporto, muchas más
de las que puedo poner con palabras en un papel.
El té con leche, la música joven, los libros de ma-
gia, el rinoceronte, etcétera. Pero lo que más odio,
con toda la fuerza de mi alma, es el calor.
Cuando el clima supera los dieciocho grados yo
ya comienzo a ponerme borde. Miro a la gente con
rabia, digo lo que pienso sin filtrar y me quedo se-
rio muchas horas, como si estuviera muerto.
Pero cuando superamos los veinticinco grados,
entonces ya no soy yo, como La Masa. Me convier-
to, me desgarro y me pierdo.
Yo creo que la culpa la tiene mi glándula sudo-
rípara, que es una glándula exagerada. La gente
normal suda un poco, lo normalito. Pero yo tengo
un problema. Soy capaz de echar litro y medio a la
hora. Y así no hay camiseta que aguante.
En verano, más que nada, es cuando las enfer-
meras comienzan a perseguirme con la fregona.

!201
Van por detrás, y a cada rato se ponen a limpiar lo
que voy dejando.
Da la impresión de que ellas fueran jugadoras
de hockey, y yo una pelota demasiado crecida.
Formamos parte de un deporte infernal, los Juegos
Sudoríparos de Verano.
Yo no comprendo cómo es que la gente nórdi-
ca, en verano, se viene para España, con lo bien
que se está en sus países congelados, con bebidas
blancas y alta tasa de suicidio. Yo creo que allí, en
Finlandia, en Noruega, en Suecia, la gente se suici-
da de gusto.
Al Niño Andoni, que es un guarro, le gusta be-
berse mi sudor. Ya no hago nada para impedirlo
(porque llora como un marrano), pero él viene por
las tardes a buscar mi ropa.
Después se va al patio y lo exprime todo en un
cubo: camisetas, pantalones, ropa interior, etcétera.
Y mete el jugo amarronado en su biberón. Y va di-
ciendo por ahí que ha conseguido colacao.
Odio el calor, odio mis glándulas.
Lo único que me hace un poco de ilusión, en
verano, es poder alimentar a un niño con mis ju-
gos.
Lo demás es un trasto.


!202
Mayo
Las preguntas

02 mayo, 2007
Cuando eres niño no hay preguntas difíciles.
Las pocas que nos vienen a la cabeza traen una res-
puesta incluida. El sol es una linterna muy grande,
la luna un balón que se ha quedado colgado en la
noche, el lobo un perro sin madre. Cuando eres
niño todas las preguntas son poesía.
Pero entonces tus padres, que son idiotas, te
envían a la escuela para que te olvides de sospechar
y de pensar. Y te conviertes en un adolescente, que
es un despojo de mago con teléfono móvil, que
solo sabe preguntar estupideces por SMS, y sin po-
ner las vocales.
El misterio de la vida, las grandes preguntas,
mueren en la adolescencia, cuando el sexo ocupa
toda la memoria, y también el fútbol y las motos y
las fundas de los telefonitos. Yo perdí mi magia allí,
pero por suerte más tarde la recuperé. El precio ha
sido esta enfermedad.
Recuperar todas las preguntas y todas las res-
puestas te hace daño a la cabeza, no mucho, pero

!205
un daño sí que hace. Y te quedas un poco alelado.
Con suerte lo puedes disimular, y hasta es posible
que llegues a cantautor, poeta, arquitecto, actor de
teatro o bailarín. Si no tienes suerte, un mal día
matas a tu padre y te encierran en un hospital, o te
consigues un cargo de político o de agente inmobi-
liario.
Sin embargo, con o sin suerte, no dejas de ha-
cer preguntas, y nunca acabas de buscar respuestas
extrañas. Lo extraño lo ocupa casi todo en este
mundo. Lo extraño es el motor, lo que nos da la
vida. Mi madre, la que me parió, sin ir más lejos,
es una señora muy extraña.
¿Por qué estamos aquí? ¿Hacia dónde va la hu-
manidad? ¿De dónde venimos? ¿Cuál es la razón de
la vida? Esas han sido las más grandes preguntas de
todos los tiempos. Los pensadores se dejaron las
pestañas en esas cuestiones, y nadie sacó nada en
claro. Por eso, después de pensar y pensar en vano,
se dedicaron a conquistar la luna, curar el catarro y
mejorar los coches. Había que disimular: las gran-
des cosas nunca serían descubiertas.
Nosotros, los que estamos aquí, de espaldas al
mundo, seguimos preocupados por las grandes co-
sas. Estamos encerrados porque conocemos las res-
puestas a las preguntas difíciles. Y si no las cono-
cemos del todo, las inventamos. Estamos aquí por-
que somos inventores, porque vemos cosas nuevas,
invisibles, y gritamos de horror cuando las descu-
brimos.

!206
Vosotros seguid viajando a la luna y mejorando
la memoria RAM de los ordenadores. No os preo-
cupéis por lo importante, que aquí estamos traba-
jando en ello.

!207
Los objetos perdidos

04 mayo, 2007
El último chupete de mi vida era azul, estaba
agujereado de mordiscos, y fue mi primer objeto
perdido. Lo dejé caer en la calle, convencido de
que ya era grande y que se podía ir por la vida sin
chupar goma mojada.
Fue un error.
Más tarde en casa lloré seis días enteros con sus
noches. Fue el principio de una larga lista de cosas
que quise mucho y que ya nunca pude volver a en-
contrar.
En esa lista hay también:

- dos chaquetas
- nueve pares de calcetines
- un cuaderno donde escribí nueve poemas
- mis tres primeras novias
- un boli de seis colores
- tres balones de fútbol y uno de baloncesto
- una maestra suplente de biología
- un padre golpeador

!208
- mi fusil de la mili
- los afiches de Barón Rojo
- un perro que se llamaba Aitor1
- el disco Thriller en vinilo
- una botella de Fanta que venía con premio
- dos primos que se han ido a vivir a Logroño2
- doce libros de Hardy Boys sin leer.

Los objetos perdidos son una raza aparte, como


los chinos. Viven todos juntos y no son sociables,
duermen poco, conversan sobre sus dueños, salen a
la calle solo por las noches, y huelen un poco a otra
época.
Seguramente están en el revés del mundo, espe-
rando ser reciclados o fundidos. Todas las llaves
que ya no abren puertas, todos los mecheros y las
tazas de café, todos los calcetines a los que les falta
el par, los long plays de los setenta, los billetes de
diez pesetas, las pelucas de las muñecas decapitadas
por hermanos menores sin escrúpulos, los teléfo-
nos móviles que pesaban medio kilo y las revistas
del corazón de la ex Checoslovaquia.
Me gustaría ser un objeto perdido.
Que mañana la enfermera Sara abra la puerta
de mi habitación y ya no me encuentre nunca.

1Al perro es posible que lo haya matado mi madre y me haya


dicho después que se perdió. Ella era muy de hacer estas cosas.

2 Ídem.

!209
Que busque debajo de la cama, en los bolsillos, en
la basura, y yo no esté.
Que me reclame y no aparezca. Que pregunte
en el barrio y nadie sepa nada de mí. Me gustaría
volver con las cosas que he perdido, con mi chupe-
te azul agujereado y mi perro. Estar del otro lado
del mundo, en el anverso de las cosas, esperando a
que alguien venga y me recupere para siempre.

!210
El mando

07 mayo, 2007
Aquí, en el hospital, hay un solo televisor para
treinta y dos enfermos. Pero ese no es el problema.
El problema es que hay cuatro mandos a distancia
para el mismo televisor. Los mandos a distancia
tienen el mismo valor que el dinero fuera de aquí.
El que tiene el mando, tiene el poder.
Al principio había uno solo, pero alguno de
nosotros los escondió. A la semana nos trajeron
otro mando idéntico. A veces estábamos viendo el
culebrón de las mañanas, cuando «alguien» ponía
los dibujos animados. No sabemos quién. Pero en-
tendimos que el primer mando estaba con vida.
Al segundo mando no le funcionaba el «mute»,
entonces trajeron un tercer mando. Y después otro
más, cuando al tercero le comenzó a fallar el nú-
mero dos.
Se sospecha que el primer mando está en poder
del Viejo Ignasi, porque a las seis de la tarde,
cuando él suele irse a dormir, la tele se apaga mis-
teriosamente.

!211
El segundo mando, sin duda, lo tiene Santiago
Parrilla, porque cada vez que hay un documental
sobre la revolución (cualquier revolución) no hay
forma de cambiar de canal.
El tercer mando lo tengo yo, muy escondido.
Nadie sabe que está en mi poder, y solo lo uso
cuando ponen el sonido muy fuerte. Les apago la
tele desde el patio, tantas veces como haga falta.
El cuarto mando, por supuesto, es el que está
sobre la mesa: el popular, el mando de todos, que
casi siempre lo tiene una enfermera.
Dicen los muy veteranos, los que tienen buena
memoria y están aquí desde antes que nadie, que
existe un quinto mando, viejísimo, que sirve para
apagar la tele cuando ocurren desgracias enormes,
como lo del tsunami, o aquello de las torres geme-
las. Nosotros no supimos nada de esos aconteci-
mientos sino hasta mucho después, cuando pudi-
mos leer los periódicos viejos que envolvían la le-
chuga. Es mejor no saber lo que ocurre afuera. Es
tanta la locura que hay tras estos muros, que aca-
baríamos preguntándonos por qué estamos noso-
tros dentro, y no toda la humanidad.
Y en realidad, tanto aquí dentro como allí fue-
ra, nadie sabe exactamente quién tiene el mando.
Eso un poco nos consuela.

!212
Actuaciones

09 mayo, 2007
Ayer el doctorcito V. estaba en medio de nues-
tra charla semanal y le dio la risa tonta, quién sabe
por qué. Y un segundo más tarde se ruborizó, bajó
la vista y creí oírle decir: «Corta, corta». Entonces
supe que quizás todo sea una farsa.
Como en el Show de Truman, por ejemplo.
Comencé a pensar que tal vez este hospital sea un
tinglado, un plató, y que nosotros, los treinta y dos
enfermos, seamos quizás participantes de un
reality. «Gran Enfermo», por ejemplo.
Esto, en lugar de preocuparme, me dio ánimos.
Pues de ser así, yo tengo alguna posibilidad de
quedar nominado y, algún día, salir a la calle.
Me imagino un mundo exterior en el que salgo
en las revistas. Que se comenta lo que hago en los
programas de la tarde, que los tertulianos de las ra-
dios hablan sobre mí. Me gustaría mucho que, en
lugar de estar loco, yo sea un petardo famoso. Es
más o menos lo mismo, pero ganas pasta.

!213
Hay datos, sin embargo, que desalientan esta
sospecha. Por ejemplo, las muertes que ocurren
cada uno o dos meses. Los enfermos que se suici-
dan o que mueren de viejos no se parecen mucho a
los nominados que salen a la calle en Gran Her-
mano.
La vida no me ha dado mayores satisfacciones.
Tampoco espero nada de lo que me queda por vi-
vir. Pero no estaría nada mal que un día yo pudiera
salir de estas paredes y que, en la calle, las chicas
me reconocieran y me pidieran autógrafos y favo-
res sexuales.
Yo serviría también para colaborador de Salsa
Rosa, sería capaz de hacerle preguntas salvajes a
cualquiera. No me corto. A veces la cámara me
adora. También el Gelatinas dice ser bueno en esto
del show business. (Me está diciendo que lo pro-
mocione, él está aquí, a mi lado).
Más tarde me iré al patio y miraré hacia el cie-
lo. Voy a esperar toda la tarde a que caiga una
bombilla gigante de luz, o que se acoplen los mi-
crófonos escondidos, o que ocurra algo que me in-
dique que todo esto no es la realidad.
Besaré a las enfermeras como en los sueños, le
pegaré cabezazos a las paredes para saber si son de
cartón piedra. Como mucho, dirán que estoy loco.
No es un precio demasiado alto.
No tengo nada que perder.

!214
Los perros

11 mayo, 2007
El perro es una máquina de amar. Te compras
uno (o lo recoges de la calle, da lo mismo) y a los
pocos días el animal te idolatra. Eres el cantante de
moda, y él es una fan quinceañera. El amor del pe-
rro no tiene cláusulas, ni altibajos, ni condiciones.
Es un amor automático y soluble, como el Nes-
quik. El perro sufre cuando te vas, se alboroza
cuando regresas y, si por él fuera, te lamería los pies
de la noche a la mañana. No le importa que seas
feo, o asesino, o desalmado. El perro no te juzga, te
ama sin ninguna razón. Su amor no tiene sentido,
no te lo mereces.
Sin embargo es agradable que alguien te venere
y desee estar contigo. Resulta tierno que un ser
vivo, con su corazón y su hígado, con sus ojitos y
su rabo sonriente, sea capaz de dormirse acurruca-
do en tus camisas sucias cuando siente nostalgia de
tu olor.
El perro es una máquina falsa, diseñada para
complacerte. Es el más doméstico de todos los se-

!215
res que alguna vez fueron salvajes. La muerte de un
perro tuyo te ha sacado más lágrimas que la muer-
te, digamos, de un vecino al que saludabas a diario.
Debería darte vergüenza el desequilibrio de tus
sentimientos, pero lo comprendes: es tu perro el
que se muere. Vecinos hay muchos.
Los perros mienten su amor automático. No
escogen amarte. Amarían a cualquiera en tu lugar.
Te ha tocado a ti y es tu perro, pero él no te ha ele-
gido entre varios, no ha sopesado tus virtudes, ni te
ama a pesar de tus defectos.
Eres el interruptor que lo acciona, eres el pica-
porte que lo abre y lo cierra, pero le das igual. No
te ama a ti, ama por naturaleza doméstica. Te ama-
ría aunque dejases de alimentarlo, te amaría aun-
que lo reventases a patadas en el hocico, te amaría
aún sangrando, te miraría complaciente mientras
lo matas, con sus ojos en modo interrogativo, y te
parecería que pregunta: ¿por qué me haces esto,
amor mío, por qué me matas si nunca hice más
que desear que aparecieras, cada tarde, por esa
puerta?
No, no les creas a los perros. Ni tampoco a tu
madre, ni a los que te cuidan; no le creas a nadie
que profese por ti un amor automático. No le creas
a tu madre, que aparece martes y jueves y te besa y
se va; ni al doctorcito que te palmea la espalda y
dice que estás mejor porque para eso le pagan; ni a
las enfermeras que te dan los buenos días sin desear
que los días sean buenos para ti.

!216
Somos perros. Vivimos en una farsa doméstica.
A veces quisiera alzar la cabeza a la luna y aullar, y
desgarrar con los dientes la piel de un conejo, y
volver al principio de la historia, cuando éramos
salvajes y todo, todo, absolutamente todo alrede-
dor era bosque y era noche. Y el amor, el odio y los
besos eran menos, pero eran de verdad.

!217
Viajar en el tiempo

14 mayo, 2007
Pienso en la posibilidad de que exista una má-
quina del tiempo y me pregunto: ¿a qué parte de
mi historia debería ir, qué acto tendría que cam-
biar, para que el futuro no me encontrase aquí, en-
cerrado? ¿O sería mejor ir más atrás y salvar a Es-
paña del nacimiento de Franco, o de David Bisbal?
Los héroes prefieren cambiar el mundo. Pero yo
quisiera salvar mi vida. Me parece mucho más im-
portante que la historia global. Cuando exista la
máquina del tiempo, yo haría diez viajes principales:
Uno. Viajaría a 1985, cuando yo estaba enamo-
rado de Carmen, y le estamparía un beso en la
boca durante el recreo. (Siempre he creído que no
lo hice por cobarde, y que ella, de algún modo, es-
peraba de mí ese gesto).
Dos. Viajaría a 1492, trataría de contactar con
Cristóbal Colón, y le diría que no viaje, que se
quede en casa cuidando de sus hijos. Pues en el
momento en que descubra América aparecerían
países que nos ganarían siempre al fútbol.

!218
Tres. Viajaría a 1977, justo al día en que mi
padre me pegó por primera vez, y le pondría laxan-
te en la comida.
Cuatro. Viajaría al último día del año 999,
cuando casi todos estaban acojonados por el fin del
mundo, y vendería parcelas en el cielo a los suici-
das. Con el dinero ganado me compraría Constan-
tinopla y sería Rey.
Cinco. Viajaría a 1991, al día en que mi madre
me compró la motoreta, y correría el riesgo de es-
caparme a viajar por Europa. Conocería los pue-
blos de Portugal, las campiñas francesas y estaría
con señoritas mochileras, a las que les regalaría te-
rrenos en Constantinopla.
Seis. Viajaría al año 33 y le diría a Cristo que
no haga el esfuerzo de volver al tercer día, que es
en vano, que los hombres seguiríamos siendo im-
béciles. También le daría un poco de agua, cuando
tenga sed.
Siete. Viajaría a diciembre de 1983 y compraría
una entrada para ver el partido España-Malta, para
poder decir «yo estuve allí» y que sea cierto.
Ocho. Viajaría a Nueva York en diciembre de
1980 y me pondría a conversar con Mark Chap-
man. Le daría mucha charla, mucha mucha, para
que llegue tarde al asesinato de John Lennon.
Nueve. Viajaría al segundo fin de semana de
mayo de 1993, el día que murió mi padre, y trata-
ría de no matarlo.

!219
Diez. Volvería al día de hoy, justo a hoy que se
cumplen catorce años exactos de la muerte de mi
padre, y él estaría vivo, y yo estaría libre. Y enton-
ces sí, con todos mis sueños cumplidos, volvería a
matarlo. Pero por primera vez.

!220
La lluvia

16 mayo, 2007
Cuando llueve largo y tupido, en el hospital
nos damos cuenta por una serie de detalles. Algu-
nos enfermos con la lluvia se vuelven extremada-
mente lúcidos, por ejemplo. Y también se percibe
el malhumor de las enfermeras, que llegan al ex-
tremo de sentarse en los pasillos y echarse a llorar.
Siempre he pensado que la lluvia potencia, o
mejor dicho subraya, nuestro estado de ánimo. Si
estás desganado, te vuelve triste. Si estás contento,
te hace feliz. A mí, particularmente, la lluvia me
pone más gordo.
Pero con las enfermeras el clima actúa de otra
forma, quizás porque ellas no son de este mundo.
En cuanto caen las primeras gotas, a la enfermera
Sara se le quita la sonrisa y comienza a hacer pu-
cheros. Si la enfermera Conchi te está poniendo
una inyección y comienza a llover, te deja la aguja
en el culo y se va a un rincón a llorar. Pero la peor
es la enfermera Ana, que directamente se hace pis.

!221
Todavía no he descubierto cuál es la relación
entre la lluvia y las enfermeras, pero ha de ser una
relación muy singular y triste. Me imagino que
ellas, todas ellas, han querido ser otra cosa en la
vida: doctoras, arquitectas, amas de casa, quizás
han querido ser hermosas y salir en las revistas.
Sospecho que durante los días de sol las enfermeras
olvidan parcialmente esos deseos, y que el agua de
lluvia les devuelve, gota a gota, los sueños rotos.
Los doctores, en cambio, cuando llega la lluvia
se ponen cachondos. Siempre ha sido igual. Y lo
tienen a huevo, porque tienen a tiro una docena de
enfermeras sensibles, tiradas por todas las habita-
ciones vacías.
Los días de lluvia los enfermos podemos hacer
lo que se nos antoja. Podemos salir al patio y coger
una pulmonía, podemos entrar a enfermería y al-
morzar pastillas de todos los colores, incluso algu-
nos locos valientes han sido capaces de escapar a la
calle y volver antes de la noche.
Estamos en una especie de libertad cuando
llueve, porque los doctores y las enfermeras se han
encerrado en los rincones para consolarse mutua-
mente. La lluvia les enciende las pasiones, les pone
dinamita en la boca y en los pechos, y son incapa-
ces de controlarse.
Yo, cuando llueve, me voy por ahí a espiarlos.
Me gusta verlos desnudarse como locos. Estos días,
que estuvo lloviendo con intermitencias, la enfer-

!222
mera Sara y el doctorcito V. no han podido bajarse
de mi cama.
No les ha importado que yo estuviese allí, mi-
rándolos. Ellos, a la suya. Solo se han dado cuenta
de mi presencia cuando he querido sumarme a la
fiesta. Pero no me han dejado.
Los doctores y las enfermeras, cuando llueve,
son muy egoístas también. Qué les costaba hacer-
me un lugarcito y darme algo de cariño.

!223
Si yo fuese un país

18 mayo, 2007
A veces me quedo mirando a mis compañeros
de encierro, sus peleas, sus amistades, y parecemos
el mundo, todos los países del mundo. Si yo fuera
un país sería uno bien gordo, pero al mismo tiem-
po sería un país que se despedaza con los años. Se-
ría Rusia. El Niño Andoni, que es pequeñito y nos
vende tabaco a precio de coste, es sin lugar a dudas
Andorra. El Gelatinas se mueve todo el tiempo por
su problema de parkinson, y además le gusta co-
mer cosas picantes. Sería México y sus terremotos.
De Santiago Parrilla hay poco que decir. Tiene
la forma de Cuba hasta cuando lo miras de perfil
(de frente parece más bien Haití).
El Vizconde sería Francia, porque huele muy
mal y siempre quiere ser el centro de atención.
El Viejo Ignasi es Inglaterra: siempre está serio
y jamás tiene ganas de jugar con nosotros a nada.
Se cree importante y cuando nos hace algún favor,
no acepta que le paguemos en euros.

!224
Todas las enfermeras (con Sara a la cabeza) son
los países del Este. Las enfermeras son rubias —al-
gunas teñidas— y tienen esa robustez de telón de
acero, esos mofletes colorados y esas mismas ansias
de libertad.
Los doctores (sobre todo V.) son los Estados
Unidos de América. Ellos mandan aquí. Nos ex-
plotan a nosotros, seducen a las enfermeras y van
armados hasta los dientes con jeringas y estetosco-
pios. Algunas veces usan el electrochoque y nos in-
vaden el cerebro.
Funcionamos como el mundo. Hay países po-
bres, países ricos y países neutrales. Algunas veces
los enfermos nos hacemos amigos de las enferme-
ras y creamos confederaciones, pero al final llega
Estados Unidos y nos pone a cada uno en nuestro
lugar.
Me gustaría ser un país.
Si yo en vez de un loco fuese una nación, ha-
bría billetes con mi rostro, y sellos, y monumentos.
Mis puños cerrados serían el Ejército y mis brazos
el Ministerio de Defensa.
Mis ojos serían dos satélites espías y mi cabello
sería el pueblo. La capital del país sería mi ombli-
go, y mi barriga la meseta central. El día de mi
cumpleaños habría desfiles por las calles, mi espal-
da sería Castilla y el culo La Mancha.
Si yo fuese una nación, mi garrote sería el País
Vasco.

!225
Personalidad

21 mayo, 2007
¿Dónde acaba la personalidad y empieza la lo-
cura? La frontera, creo yo, está en la riqueza y en el
talento. Si eres rico nunca estás loco: como mucho
serás un excéntrico. Y si tienes talento, te convier-
tes en un genio. Dalí tenía las cuatro cosas. Perso-
nalidad, locura, riqueza, talento. En este mundo,
cuanto más cosas tengas, más largos te puedes de-
jar los bigotes.
A través de la historia se ha considerado «locos»
a personajes que no lo eran (Galileo, Jesús, Juana
de Arco), y también se han tomado muy en serio a
sujetos que estaban para la camisa de fuerza (Na-
poleón, Hitler, Franco).
El mundo siempre ha sido un sitio de cobardes,
y en un mundo así la locura está muy mal vista si
no viene acompañada por la fuerza bruta.
A la mayoría de la gente le parece mucho más
loco un señor que se planta frente a un tanque mi-
litar para que este no avance, que el señor que está
dentro del tanque.

!226
Pero la verdad es que todos estamos locos.
Desde que nacemos y hasta que nos vamos de este
mundo. Algunos disimulan para no ser encerrados
en hospitales psiquiátricos, y otros (nosotros) no
tenemos la estrategia suficiente, o la picardía nece-
saria, o la hipocresía que se requiere.
Es decir: no estamos dentro del tanque.
A veces me siento con fuerzas para fingir, por-
que quizás el precio sea la libertad. Puedo fingir
que no tengo miedo, que no quiero gritar, que no
estoy loco. Puedo hacerlo. Hubo días enteros que
me mordí la lengua para no decir una sola locura,
y aguanté. Es como meter la cabeza debajo del
agua y ver cuánto tiempo puedes estar sin respirar.
No es imposible fingir cordura. Lo complicado
es mantener ese disfraz a través del tiempo: como
los políticos. Los políticos pueden hacerlo, algunos
mejor que otros. Los que más duran, llegan a pre-
sidentes.
Por eso siempre los presidentes (de cualquier
país) son malas personas en realidad. Tienen que
serlo. Fingir durante mucho tiempo otra persona-
lidad te hace malvado. Y no fingir ni un minuto te
hace loco.
En el medio están los que miran desde afuera al
loco que se para delante del tanque y lo enfrenta.
Están los espectadores, los votantes, los televiden-
tes, los mirones, los que responden las encuestas,
los que compran champú anticaspa, los que boste-
zan en el entretiempo del fútbol, los que se casan

!227
enamorados, los que pagan hipotecas a cuarenta
años. Los locos menores. Los que no se atreven a
ser Jesús ni a ser Franco, ni se dejan los bigotes lar-
gos como Dalí.

!228
Los payasos

23 mayo, 2007
Me da envidia la gente que vive disfrazada.
Obispos, reyes, toreros. Están mucho más locos
que yo, y por lo general hacen mayor daño, pero
nadie los encierra. La gente disfrazada es despre-
ciable porque toda su estirpe viene del payaso, el
ser más odioso de la Tierra. De niño mi madre me
llevaba al circo a ver a los payasos de colores, pero
yo prefería ir a la iglesia; los curas son payasos dis-
cretos, vestidos de negro: solo cuando acaparan
poder van cambiando a colores más patéticos, y se
tocan con gorros absurdos, y la voz se les pone ca-
vernosa. Antes que ir al circo, yo prefería ir a la
iglesia, o incluso la escuela, o al mismísimo dentis-
ta. Pataleaba y me aferraba al marco de las puertas
cuando mi madre me quería llevar al circo.
—No, por lo que más quieras, no me lleves allí,
que están los payasos.
—¡Pero si van todos los niños y les gusta mu-
cho, Xavier! —me decía— ¿Por qué no te gustan
los payasos?

!229
—Porque son borrachos con maquillaje que se
hacen daño. Como el papa y tú.
Era cierto. Mi padre siempre fue un señor borra-
cho, y mi madre una señora muy maquillada. Entre
ambos eran un payaso. ¿Por qué mi diversión debía
consistir en seguir viendo lo mismo que en casa?
Gritos, golpes, zancadillas.
En el circo, cuando aparecían los payasos, yo
me escondía entre las gradas y reía con miedo, para
no desentonar, pero en el fondo sabía que algo es-
taba saliendo mal. Y no me equivocaba: después de
la función los payasos se quitan la pintura y se
hunden en la bebida. Se pintan la sonrisa porque
no saben sonreír. Son políticos de colores. Son pe-
derastas impotentes.
Con el tiempo descubrí por qué no me gustan
los payasos, y la gente disfrazada en general. Ocu-
rre que ellos nunca están locos. ¿Cómo sabes
cuándo hay que encerrar a un payaso? ¿Cómo sa-
bes si un monseñor es un psicópata? ¿Cómo sabes
si un torero tiene esquizofrenia? No lo sabes. Están
disfrazados y eso los inmuniza de la locura.
Sin embargo, me gusta fantasear con lo siguien-
te: cuando un payaso se vuelve loco le cortan la
lengua; después le despintan los colores y se queda
blanco y negro. Entonces lo encierran en una habi-
tación invisible.
Yo creo que el mimo es un payaso enfermo
mental.
Y eso me alivia un poco.

!230
La esperanza

25 mayo, 2007
El doctorcito V. me recibió ayer muy serio (por
lo general cuando tenemos la charla semanal siem-
pre hace chistes) y me hizo sentar sin preámbulos.
Me miró a los ojos y me preguntó: «¿Alguna vez
tuviste la esperanza de salir de aquí?». Y fue la pri-
mera vez en trece años que me puse a pensar sobre
la esperanza.
—Siempre tuve ganas de salir —le respondí.
—¿Y la esperanza?
—Es lo mismo.
El doctorcito V. se echó para atrás, ahora sí
sonreía.
—Puedes tener ganas de tocar el piano —me
dijo—, o de tener pasta. Pero no tienes la esperan-
za. La esperanza es otra cosa.
—Dímelo tú. ¿Tengo la esperanza de salir de
aquí? —le pregunté.
—Ahora no la tienes —me dijo—. Ahora lo
que tienes es ganas, tienes deseos, tienes fantasías

!231
de salir y ser libre. Pero no estás vibrando, no sien-
tes la esperanza.
—No entiendo nada, doctorcito. Hoy estás
raro, como repeinado o algo que no alcanzo a des-
cubrir. Estás muy formal.
El doctorcito V., sin que viniera a cuento, bajó
la mirada al suelo. Cuando la levantó otra vez, te-
nía los ojos húmedos. Me dio miedo. Lo primero
que pensé es: se va, nos deja.
—Xavi —dijo, y me puso una mano en la rodi-
lla—, en una semana estás afuera. Esta mañana me
aprobaron el alta. Serás libre.
Me quedé mirándolo sin encajar del todo la
frase. El doctorcito ahora sonreía, y también llora-
ba un poco. Pero yo me quedé en blanco. Después,
con los minutos, reaccioné y lo abracé muy fuerte.
Pero pasaron horas para que yo comprendiera la
esperanza.
La esperanza es cuando abren todas las puertas
del corral y salen los animalitos corriendo. Ahora sí
tengo la famosa esperanza. No puedo dormir pen-
sando en que estaré en la calle. No puedo respirar
sabiendo que en siete días me subiré a mi motore-
ta.
Las ganas están bien, los deseos y las fantasías
también son buenas. ¡Pero la esperanza es grande!
Te deja soñar y estar cagado de miedo al mismo
tiempo.

!232
La despedida

28 mayo, 2007
Mis compañeros están preparando, en secreto,
una fiesta para homenajearme. Van de aquí para
allá, sigilosos y con gesto de misterio. El Gelatinas
intenta distraerme para que yo no pise el patio,
que es donde están organizando todo. El Vizconde
lleva dos larguísimas guirnaldas de colores en los
bolsillos, camino al patio. Cuando lo veo le digo:
—¿Qué tienes ahí?
—Una bufanda —me responde sin mirarme a
los ojos.
—¿Con este calor? —le pregunto.
Entonces me dice algo muy gracioso:
—Es que aquí dentro el tiempo es loco.
Santiago Parrilla y el Niño Andoni arrastran
dos cajones de coca colas por los pasillos. Cuando
me ven se hacen los suecos. No les pregunto nada y
sigo camino como si no existieran. Las enfermeras
también están en el ajo. Al verme susurran y bajan
la vista, cómplices. Cuando es necesario llevar ta-
blones, mesas y sillas, el doctorcito me llama a su

!233
despacho para que no vea la movida. Todos inten-
tan sin éxito que yo no descubra mi despedida.
Saldré a la calle (por primera vez después de tre-
ce años) el miércoles a las ocho de la mañana. Por lo
que supongo que la fiesta que me preparan ocurrirá
mañana por la tarde, y durará hasta la noche.
Me siento un poco extraño: a veces feliz, a ve-
ces muy triste. Casi toda mi vida adulta la pasé en-
tre cuatro paredes. Siempre hubo un muro alto, de
piedra, entre la vida real y yo.
Hay algo horrible en las despedidas. Y es que
después te quedas solo. El rumor de la fiesta se
apaga, la gente con la que te has reído ya no está, y
lo que comienza es difuso y complicado.
Tiene razón el Vizconde: aquí dentro el tiempo
es loco. Pero, ¿cómo será el tiempo allá afuera?
¿Habrá, como aquí, un grupo de personas que me
quieran? ¿Alguien fingirá bufandas para homena-
jearme? ¿Las mujeres reales serán tan tiernas como
mis enfermeras?
El próximo miércoles, cuando escriba aquí mi
última crónica, lo haré desde un cibercafé, o desde
la casa de mi madre, o desde algún sitio desconoci-
do donde la gente pasa y se va sin saludar.
Es un hecho: mañana dejo este lugar para
siempre. Y también los dejo a ellos, a mis amigos.
Debería haber una palabra en español que indique
felicidad y tristeza al mismo tiempo. Quizás la
haya. Posiblemente la palabra sea «despedida».

!234
La libertad

30 mayo, 2007
Le dije a mi madre que me soltaban a las nueve
de la mañana del martes, para poder salir tranquilo
a las ocho y que nadie me estuviese esperando. Me
abrió la puerta el doctorcito, que estaba emociona-
do. Me palmeó y me dijo: «Hala, vete ya». Me es-
taba esperando un taxi, y yo apretaba un billete de
veinte en la mano. En la otra tenía la maleta, con
un poco de ropa y mi garrote.
Le di al taxista la dirección de mi casa y abrí la
ventanilla. ¡Ah, el aire! Saqué un poco la cabeza y
cerré los ojos, como si fuese un perro feliz.
A la media hora entré a mi casa con mi propia
llave. Mi madre no estaba, claro: había ido a bus-
carme al hospital. Revisé la casa a las apuradas y
solamente conseguí doscientos cuarenta euros. Me
dije que era suficiente. Bajé al garaje. Allí estaba mi
motoreta, igual que la había dejado hace trece
años. Me subí y me fui. (Miento: antes me comí
una pera).

!235
Paseé un poco por mi barrio, viéndolo todo por
primera vez, y seguí viaje hacia cualquier sitio. Le
puse un poco de gasolina a la motoreta, almorcé en
un Pans & Company, me fumé un cigarro y le gri-
té cosas a dos chicas. Una de ellas sonrió, la otra
me puso cara de asco.
Vi cosas que hacía mucho tiempo no veía (pa-
radas de autobús muy modernas, algunos edificios
nuevos), pero el mundo me pareció el mismo, qui-
zás un poco más sucio y más triste.
Pasé sin querer por mi colegio. Me puse detrás
de un árbol y comencé a tirarle piedras a las venta-
nas. Tengo una puntería pésima. No logré romper
nada y seguí camino. A las seis de la tarde llegué al
cementerio donde está enterrado mi padre.
No le dije mucho. Solamente quería que me
viera. Que supiera que ya soy libre. Le dije casi
únicamente eso:
—Yo ya soy libre, y tú sigues muerto.
Repetí esa frase muchas veces, a veces despacio
y a veces dando gritos, hasta que dejé de llorar. En-
tonces me subí a la motoreta, me limpié los mocos
y regresé a casa.
Mi madre estaba muy preocupada. Cuando lle-
gué me comenzó a regañar. Me dijo insensible, me
dijo muchas cosas. Yo la miraba, pero no la veía.
No sé si fue entonces, o más tarde, cuando pensé
en matarla. Supongo que fue después, mientras ce-
nábamos y ella hacía ruido con la sopa.

!236
Lo sopesé con serenidad, sin perturbación: «Me
gustaría matarte», pensé. Pero todo quedó allí. De
momento no he hecho nada.
Ahora son las seis de la mañana del miércoles.
Estoy en casa y ella duerme. Podría dejar de escri-
bir, subir las escaleras con cuidado y ahogarla con
una almohada.
Podría hacer tantas cosas ahora que soy libre.
Voy a enviar este texto, que es el último, voy a
despedirme de vosotros para siempre, y cuando
salga el sol veré qué hago con ella.
Nunca me ha gustado mucho esa mujer.

!237
El sueño

30 mayo, 2021
Ahora han pasado catorce años exactos desde
mi última palabra en el periódico. Y durante todo
este tiempo soñé muchas veces hacer un libro con
mi historia y que miles de personas lo leyeran en
sus casas. Pero cuidado: no os hablo de un deseo,
sino de que, realmente, cada noche soñé esa pesadi-
lla de mierda… Me revolvía en la cama, sudado,
mientras se me aparecía en la retina un libro color
cielo que llevaba al frente una caricatura mía con
turbante en la que yo tenía cuatro manos: en una
llevaba una jeringa, en otra una taza de té, en la
otra unos tranquilizantes y en la última un bisturí.
Soñaba cada noche con un lector o lectora diferen-
tes (eran rostros desconocidos). En cada sueño, al-
guien nuevo llegaba a la página doscientos treinta y
ocho de ese libro… y sonreía. Y cada vez que ese
lector o lectora sonreía, yo tenía una erección en el
sueño, pues aunque estos lectores tenían rostros no
muy bellos ni simétricos, aquellas imágenes me ex-
citaban de manera sexual.

!238
Luego, al despertar de cada sueño y todavía
amparado por el recuerdo fugaz de esos rostros, le
inventé un nombre y un apellido a cada lector con
quien soñé que leía mi libro. No sé por qué lo hice.
Quizás con alguna esperanza. Pero durante estos
años de libertad he escrito esos nombres en una
libreta negra que llevo siempre conmigo. Es muy
probable que estas personas no existan (pues la
vida entera es el sueño de un loco), pero quiero de-
jar sentado que los nombres y apellidos con los que
soñé, por orden alfabético, han sido estos:

BENJAMÍN  ABAL, RITA  ABALONE, ORNELLA  ABALSAMO,


ANDRÉS  ABATE, NATALIA  ABBADIE, PABLO JAVIER  ABDALA,
PILAR  ABEIJÓN  , PABLO  ABEL, ANALÍA  ABELLEIRA, VANINA SOLE-
DAD  ABRAHAM, VALENTINA  ABRATTE, DIEGO LUIS  ABREGÚ, MA-
RIANO  ABSATZ, CARLOS  ACCINELLI, LUCÍA  ACCOTARDO,
D A M I Á N  A C H A G A , J U A N  A C H E R , N I C O L Á S  A C O S TA ,
AGUSTINA ACOSTA, LEANDRO EZEQUIEL ACOSTA, RODRIGO ACOS-
TA, MAJO  ACOSTA, JULIAN  ACUÑA, EZEQUIEL  ACUÑA,
V Í C T O R  A G U A D O , A N T H O N Y  A G U D E L O S Á E N Z , FA B I Á N
A L F R E D O  A G Ü E R O , C A R O L I N A V E R Ó N I C A  A G Ü E R O ,
ESTANISLAO  AGUILAR, MATÍAS  AGUILAR, AUGUSTO  AGUILAR, SE-
RENA  AGUILAR, NICOLÁS  AGUILERA, FACUNDO LIONEL  AGUIRRE,
BRENDA  AGUIRRE, MARÍA DEL MAR  AGUIRRE, JOAQUÍN  AGUIRRE
VERA, YANINA  AGUSTÍN, FACUNDO  AHUMADA, RAQUEL  AIZEN-
CANG, TERESA  ALANIS, MARIELA  ALATRISTE, FERNANDO  ALBA-
RRAN, LUCAS ALBÍN, JULIO ALBORNOZ, JÉSICA ALDERETE , PABLO
DAVID ALEMAN , MALVINA ALFARO, MARIELA ALIENO, WALTER ALI-
NI, FEDERICO  ALLEGRONI, CECILIA  ALMADA, IBANA  ALMADA,
ANITA  ALOISI, TOMÁS  ALONSO, ROMINA  ALONSO, MARÍA FERNAN-
DA  ALONSO, ELIANA  ALONSO, GERMÁN  ALONSO, DIEGO  ALONSO,
JOAQUÍN ALONSO, ROBERTO ALTAMIRANO, LUCIANA GABRIELA AL-
TERMAN, TAMARA  ALTIERI, SERGIO  ALVARADO, MARÍA LAURA  ÁL-
VAREZ, PATRICIA  ÁLVAREZ, NATALIA  ÁLVAREZ, LUIS  ÁLVAREZ,
CINTHYA  ÁLVAREZ, ARIEL  ÁLVAREZ, MATÍAS GERMÁN  ÁLVAREZ,
R O M I N A N O É  Á LVA R E Z , D A N I E L A  Á LVA R E Z C E N D Ó N ,
SEBASTIÁN  ÁLVAREZ DURÁN, JAVIER  ÁLVAREZ LELL, MANUEL  AL-
VELO, ÁLVARO  ALZOGARAY, LUCAS FEDERICO  AMABLE, CECILIA

!239
LUCÍA  AMANATTO, DAVID  AMAYA, JORGE OMAR  AMEAL,
VALERIA  AMERIKANER, JOAQUÍN  AMOR, AGUSTÍN  AMORENA,
JOSÉ AMOROCHO, SUSANA AMUCHÁSTEGUI, SEBASTIÁN ANDRÉS,
MARTINA Y LUCÍA  ANES, JULIÁN DANIEL  ANGELI, SILVANA  ANGE-
L I C C H I O , M E L I S A  A N G L E S , M AT E O  A N G U L O , M A RT I N A
VALENTINA  ANNICHINI, VALERIA  ANTIH, JUAN CRUZ  ANTON AGUI-
LAR, NICOLÁS  ANTONIO, MICAELA  ANTONIOW, MAURO  ANTUNEZ,
ALDANA APREA, MARÍA ADELA APUD, MARÍA ELENA ARADAS DÍAZ,
EDUARDO DAVID ARANCIBIA, PABLO DANIEL ARAUJO, LUIS ALFON-
SO  ARAYA RODRÍGUEZ, RAÚL  ARBELOA COCA, EZEQUIEL  ARCE,
ANDREA  ARCE, MARTÍN  ARCHILLA, ARIEL  ARES, WILFORD  ARGAN-
DOÑA, PABLO RUBÉN  ARIAGNO, FEDERICO  ARIAS, JULIETA  ARIAS,
YERIMEN  ARIAS, LAUTARO  ARIAS, ANALÍA SABRINA  ARIAS, LUCAS
MARTÍN  ARIAS, DÉBORA  ARIAS, HERNÁN  ARIAS TAMASHIRO, ALE-
JANDRO COCO  ARLÍA, LUCAS  ARMELIN, JUAN ANTONIO  ARMEN-
GOL, YAMILA  ARMESTO, GABRIEL  ARNOSO, LUCIO  AROZAMENA,
FACUNDO ARREGUI, ROCÍO ARREJORIA, MELINA ARRIETA, NAHUEL
MARTÍN  ARRIGORRÍA, ALE  ARRUA, GONZALO  ARRUBARRENA, EU-
GENIA  ARRUBE, ANTONIO  ARTAZA, ADRIANA  ASATPENCO, ANTO-
NIO  ASPRELLA, AGUSTÍN  ASSANEO, HERNÁN  ASTORGA,
PATRICIO  ATKINSON, EDUARDO  ATKINSON, SEBASTIÁN  AULADELL,
M A R C E L O  Á VA L O S , D A M I Á N  Á VA L O S , R U D O L F  AVA R O ,
SANTIAGO  AVERSA, ELIANA  AVERSO, NORA LIS  AZAR, HUGO DA-
NIEL AZCURRA, MARTÍN AZPEITIA, DANIELA AZULAY, FELIPE BACA-
LO, CECILIA LUJÁN  BACELLA, JUAN MANUEL  BACOTTI  ,
RICARDO  BADIA, JUAN MANUEL  BAFICO, GONZALO  BAGNASCO,
MARGARITA BAIGUERA, LUZ BAILO GIORDANA, CARLOS BAINOTTI,
MATÍAS BAIS, DANIELA BALADO, GRACIELA BALBI, PABLO FERNAN-
DO BALBUENA, LEONEL BALDINI , LUCAS BALERDI, MATÍAS BALES-
TRIERI  , SANTIAGO  BALLESTER, MARÍA CECILIA  BALOG, GONZALO
ANDRÉS BALONGA FALCONE, MARÍA CELESTE BALVIDARES , JULIE-
TA  BARAMBONES, MATEO  BARAVALLE, FABIÁN  BARBAZAN,
JAVIER  BARBIERI, BIANCA  BARBIERI FORCLAZ, RICARDO  BARBO-
ZA, RODRIGO BARCIA, DANIEL BARCIA REY, AMANDA BARCUS, IG-
NACIO  BARDÓN, FEDE  BARDÓN, FEDERICO  BARELA  , LARA
BELÉN  BARES, MARTÍN  BARONE, GUIDO  BARRACO, LUCAS  BA-
RRACO, MARILÚ  BARRADAS, MARTÍN ANDRÉS EMILIO  BARRAGÁN,
H U G O O S C A R  B A R R A Z A , M A R C E L O  B A R R A Z A , L U I S
FERNANDO BARRAZA, YANINA AMPARO BARRERA, JUAN BARRERA,
JUAN PABLO BARRERA, MARTINA BARRERA, LAUTARO MARTÍN BA-
RRERA, ALEJANDRO  BARRERO, SEBASTIÁN  BARRETO, NANO  BA-
RRETO, BENJAMÍN  BARRETO SIGAMPA, FACUNDO  BARRILE, VA-
LENTINA  BARRIO, MARTÍN WALTER  BARRIOS, FRANCO  BARSOTTI,
JUAN CRUZ  BASANTA CHAO, COQUI  BASILONE, NATO  BASSINE,
ELENA  BASSO, FAMILIA  BATISTA, MAXI  BATISTA, OBER  BATIZ,
ADRIÁN MARCOS BATOVAZ, TOIA BATTISTI, GONZALO APOLO BAYÁ,

!240
MANUEL  BAYALA, DIEGO  BAYÓN CASALLACHS, LEILA  BEGLEITER,
MARIANO BEGUE, PABLO BEHERENS, MARCOS BELEDO, ALICIA BE-
LINCO, MARTÍN  BELLAERA, EMILIO  BELLOCQ, ARIANA  BELTRÁN,
FERNANDO GABRIEL  BELVEDERE, JUAN BERNARDO  BENAVIDES,
NORA NOEMÍ  BENEDETICH, IGNACIO  BENEDETTI, BLAS  BENEDET-
TO, IGNACIO BENGOLEA, SOL ANAHÍ BENÍTEZ, EMANUEL BENÍTEZ,
MARTÍN BENÍTEZ, KIKE BENÍTEZ LIBERALI, JUAN MARTÍN BENTOLI-
LA, JUAN  BERALDI  , GABRIEL  BERENSTEIN, OCTAVIO  BERETTONI,
MAICA BERGAMINI, FRANCISCO BERNAL, EMMANUEL BERNAL, PA-
BLO  BERNASCONI, VALENTINA  BERNAZZA PUNTI, HUGO  BERRA,
FRANCO SANTINO  BERRA, ANTONELLA  BERRENECHEA,
DAMIÁN BERRIDY, LUCIANA VICTORIA BERRUTTI, FERNANDO BERTI,
NICOLÁS ESTEBAN  BERTINO, BÁRBARA  BERTONI, CARLOS  BETAN-
COURT, SABRINA  BETTINI, FACUNDO  BEVACQUA, AGUSTÍN  BIAFO-
RE, MARIÚ  BIAIN, MARTA  BIANCHI, EMANUEL  BIANCHI,
VANINA BIANCHI, GEORGINA BIANCHINI , LAURA BIANUCCI, VICTO-
RIA  BIBILONI, FEDERICO  BIBILONI, EDUARDO JOSÉ  BIDEGARAY,
JUAN  BINAGHI, PABLO DANIEL  BIONDI, AGUSTÍN  BIRACOURITZ,
HORACIO BISCOGLIO, EDUARDO BLAKE, NATALIA BLANCHART, NA-
TALIA  BLANCO, PABLO MARTÍN  BLANCO, MARTÍN  BLANCO, CAR-
MEN BOCACCIO, MARTÍN BOCCA, BRENDA BOCCHIGLIERE, CONS-
TANZA  BOGARI, MARTÍN  BOLDES ALVADO, CARO, JOSE Y
BELLA  BONNEFON, GUILLERMO  BONNIN, VERÓNICA  BOQUETE,
SANTIAGO  BORAU, MARTÍN  BORDÓN RAMOS, FERNANDO  BO-
RRELL, SANTIAGO BORTHWICK, DIEGO BORTNIK, JULIANA BOSCH,
ARIEL  BOSI, PAMELA  BOTTA ETTER, CHRISTIAN  BOURNISSEN,
TOMI  BOUTHEMY, JOAQUÍN Y SANTINO  BOYER, ANDREA  BRACCO,
FRANCO  BRACONI, CHRISTIAN  BRANCA, LUCAS  BRANCATO  , FER-
NANDO  BRANCHESI, ANDRÉS  BRANDANI, SANTIAGO  BRANDONI  ,
JOAQUÍN  BRANNE, GERMÁN  BRASSINI, VIRGINIA  BRAVO  , ÁNGEL
AUGUSTO  BRAVO SUMANO, NICOLÁS  BREA, SEBASTIÁN  BRINA,
CECILIA  BRIZUELA, PABLO AGUSTÍN  BRNIN CRISTOFANO,
DIEGO BRODA, TATO BRODA, FEDERICO BROLESE, MARIANO BRO-
LIO, JULIA  BRU, LÍA JEUDITH  BRUK, LEONARDO  BRUNATTI, MA-
NUEL BRUNET, NICOLÁS BRUNO, LUCIANA BRUNO, MARCOS BRU-
SA, GASTÓN  BUCCIARELLI, SILVINA  BUCHSBAUM, LUCÍA  BUE
ROCA, JAVIER BUELA, CRISTINA BUENO, SEBASTIÁN FEDERICO BU-
KOVAC, L U C I A N O  BUONAMICO, LUCIANA
MACARENA  BURUCHAGA  , PAULA GABRIELA  BUSCAYA,
FRANCISCO BUSSANDRI, PABLO BUTTI, MAXI CABANNE, GUSTI CA-
BAÑA, JUAN PEDRO  CABO, PABLO FERNANDO  CABRA, AIMÉ  CA-
BRERA, AGOSTINA  CACCAVARI, PAULA  CACCHIOTTI, BETINA  CÁ-
CERES, JULIETA CAFFAREL, EZEQUIEL CAFFARINI, LEANDRO CAHN,
NICOLÁS CALABRESE, MARISA CALABRONO, SANTINO CALCAGNO,
M A RT Í N A L E J A N D R O  C A L D E R Ó N , F E L I P E  C A L D E R Ó N  ,
LUCIANO  CALDERÓN  , ANAHÍ  CALIN, JUAN MARTÍN  CALLONI, CHI-

!241
QUI  CALÓPEZ, CANDELA  CALVO, DAMIÁN  CALVO, AMALIA  CALVO,
T O M Á S  C A LV O , M A R I T Z A  C A M A C H O , J O R G E  C A M A Ñ O ,
LUCIANO  CAMILO, MAXIMILIANO  CAMINO, ROMINA LIS  CAMPO,
M A R C E L O  C A M P O P I A N O , D A R Í O L U I S  C Á M P O R A ,
FEDERICO CAMPS, LIONEL CAMUS , GABRIEL CANALES, MARÍA CE-
CILIA  CANAN, JOSÉ NAHUEL  CANAVESE  , FERNANDO  CANDAU,
HUGO  CANO, DAMIÁN  CANOVA  , ALEJANDRO  CANTARO, SEBAS-
T I Á N  C A N T E R O , J O N AT H A N  C A N T Ó N , D I E G O  C A Ñ E D O ,
GONZALO  CAÑETE DE BOLÍVAR  , PABLO  CAÑIZA, MAGALÍ  CAPA-
RRÓS, JORGE ANDRÉS  CAPELLA PARIS, FACUNDO  CAPELLETI,
MARCELO ARTURO  CAPPIELLO, CAROLINA  CAPRIN DAL SASSO,
PABLO  CAPUTO BOGLIOLO, PAULO  CARATOZZOLO, VALERIA  CAR-
BAJO, FLORENCIA  CARBALLEIRA, MARTÍN  CARCIONE  ,
GUSTAVO  CÁRDENAS ALVA, MARTÍN  CARDO, TOMÁS  CARDONER,
JUAN CRUZ CARDOSO, BRUNO CARETTA, IGNACIO CARIDE, FRAN-
CISCO CARIGNANO, ÁNGELO CARLACHIANI, TOMÁS AGUSTÍN CAR-
LI, IVANA CARMONA, NICOLÁS NAHUEL CAROLI, BÁRBARA CARRA-
C E D O , N I C O L Á S  C A R R A N Z A , PA B L O  C A R R A S Q U E D O ,
G U S TAV O  C A R R AT E L L I , A G U S T Í N  C A R R E R A S , B E L É N
BERENICE  CARRIZO, MARTÍN ARIEL  CARRIZO, NATALIA  CARRIZO,
HACHE CARTEREY, ELDA CARTERUCHO , CAMILA CASA, BÁRBARA
MERCEDES  CASAL, JULIÁN  CASARETTO, FER  CASAS, CECILIA  CA-
S A S , PA U L O M AT E O  C A S E L L A , G U I L L E R M O  C A S E R A S ,
EDUARDO  CASSINI, JUAN  CASTAGNA, ERIKA  CASTAÑEDA, SANTIA-
GO CASTARÉS, TOMÁS CASTELLI, NORMA CASTELLUCCIO, RUBÉN
DANIEL CASTIGLIONI, JUAN MANUEL CASTILLO, NORMA CASTILLO,
JUAN  CASTRO, MARIANO  CASTRO, EMILIA  CASTRO, LUCAS
ARIEL  CASTRO, GUSTAVO MARIO  CASTRO, EMANUEL  CASTRO
MUNDEL, GREGORIO  CATALÁN, PABLO  CATRI, FAMILIA  CATRON
MARCET, AXEL  CAVALLI, DIEGO  CAVALLO  , GISELA  CAVANELAS,
PEDRO  CAYO, RAFAEL  CAYOL, IGI  CAZAL, LUCAS  CEBRERO,
LAURA  CECCONI  , LOLA  CENSI, DIEGO  CEPEDA, MANUEL  CERNE-
LLO, EZEQUIEL CERSOSIMO, RAÚL CERVIÑO, FERNANDO CERVIÑO ,
PABLO  CES, FEDERICO  CHAB, ERIC  CHACÓN PANIAGUA,
PABLO  CHANAMPA, ALEJO MARTÍN  CHANAMPE, ANA LAURA  CHA-
NETON, AGUSTINA  CHAVARRÍA, FRANCO  CHAZARRETA, GERARDO
MARTÍN CHIABRERA, IGNACIO CHIAPPE, PATRICIA CHIAZZARO, SO-
FÍA CHILIBROSTE, PABLO CHINNICI, DARÍO CHIOLI, PABLO CHIRICO,
JORGE ALBERTO  CHISPKI, GUILLERMO OSVALDO FLAVIO  CHOJO,
PIO  CHOPITEA, DIEGO  CHULAK, DIONISIO FEDERICO  CHYMCZUK,
MARTÍN  CIAPPESONI, DIEGO  CIBILS MACEDO, PAULA SABINA  CIC-
CARELLI, BENJAMÍN  CIFUENTES, MANUEL IGNACIO  CIGNONI,
JUAN CIGNONI, JUAN CARLOS CIMINO, LUCIANA CIPOLLONE, EMA-
NUEL  CLERICI, VERÓNICA  COCHIA, JUAN PABLO  COCOS, HERNÁN
DANIEL  COLAZO, MARIEL  COLL, GRACIELA  COLLAZOS, FELIPE MI-
GUEL  COLLOCA, HUGO  COLO, ARI  COLOMBO, DIEGO  COLOMBO,

!242
NICOLÁS  COLOMBO, CARLOS  COLOMBO, ILÁN  COLOMBO,
C A M I L O  C O L O T T O , O R N E L A S O F Í A  C O M PA R Í N , J O S U É
M A N U E L  C O N D A R C O F U E N T E S , J U A N J E S Ú S  C O N D E ,
JOAQUÍN  CONFORTI, DEMIÁN  CONTARTESE, JULI  CONTRERAS
BIGO, DIEGO  COOPER, EUGENIA  CÓRDOBA, DANIEL  CÓRDOBA,
DANIEL  CORINGRATO, MILI  CORNEJO, CAYETANO  CORONA, ANA
MARÍA CORONEL, ROSINA CORRADO, GABRIELA CORREA MARINE-
LLI, TATIANA CORREDERA, GIANFRANCO CORRENTE, CLAUDIO CO-
RRIES, GUILLERMO  CORTÉS, DELFINA  CORTI, PABLO  COSGAYA,
MAILÉN COSTA, FABIÁN COSTA , MARÍA MARTA COSTAFREDA, HER-
NÁN COUSTE, NILSA COUTINHO, PABLO EMILIO COVACIVICH, MAR-
CELO  COVATTI, LAUTARO  COZZANI, CLAUDIO  CRAPANZANO  ,
AGUSTÍN  CREIXENT, NATALIA PAULA  CRESPI, AGUSTÍN  CRESPO,
CARO  CRESPO, AUGUSTO  CRESSATTI, GABRIEL  CRIBIOLI,
RAMIRO  CRILCHUK  , TOMÁS  CRISTINI, DURANTE  CRIVELLI, JONA-
TAN  CROCCE, FERCHU  CROCE Y GORDINI, ALEX  CRUCIANI, JULIO
CÉSAR CRUZ, FELIPE CRUZ HENESTROSA, LINA RUTH CRUZZETTI,
CECILIA  CUBILLA, GONZALO  CUELLO, ALEJANDRO  CUELLO,
AYLÉN  CUELLO, ROBERTO  CUNEO, JORGE  CUNIBERTI,
FEDERICO  CUPULUTTI, SOFÍA ANDREA  CURATOLO  , TOMÁS  D'AM-
BRA, CECILIA D'ELETTO, LAILA EMILIA DAITTER, SERGIO DAL LAGO,
LEONARDO DAL MASO, DAVID DALETZKY, CAMILA DALLE NOGARE,
N ATA L I A  D A L M I , FA U S T O  D A LT O , D A N I E L A  D A M I A N I  ,
CRISTIAN  DARQUIER, ALAN MAURO  DASSARO, LUIS  DATES,
MATEO  DATES, ALEJANDRO MIGUEL  DAUBLER  , ÉRICA  DAVILA,
BRUNO DAVOLIO, JUAN DE ANCHORENA, HÉCTOR DE ANDA, GUS-
TAVO DE ANTONI, SOFI Y SEBA DE ESSEN, CLAUDIO DE FRANCES-
CO, PEDRO  DE GASPARI  , FEDERICO  DE GREGORIO, JULIO  DE LA
FUENTE, FLORENCIA  DE LA IGLESIA, ALEJANDRO  DE LA RÚA, VIC-
TORIA  DE LA SOTA, NADIA  DE LEÓN  , AZUL  DE LEÓN ABOY, JUAN
CARLOS  DE MARCO, MIGUEL  DE MARTINI, NORBERTO  DE PONTI,
DIEGO DE SARRO, MARÍA AGUSTINA DE TITTO, MATÍAS DE VIRGILIO,
IVANNA DÉCIMA FASOLA, JUAN DEDE, SEBASTIÁN DEFAGÓ, LAURII
Y ESTEBAN  DEL ABASTO, LEANDRO  DEL CASTELLO, CAMILA  DEL
HOYO, FORTUNA  DEL PRETE, VERÓNICA  DELESMA, LUCA  DELL
IMMAGINE, TOMÁS DELLA CHIESA, DARÍO CARLOS DELUCHI, GISE-
LA DEMARCO, JUAN DEMINAS, MARTÍN DENICOLA, SEBASTIÁN DE-
NIS LÓPEZ, DANIELA  DESBAT, IURI  DESIDERATO, YAMILA  DESIMO-
NE, MARCOS  DEVIA, LUCAS LEONEL  DI COSTA, LUCAS  DI CUNZO-
LO, CIELO DI FALCO, FRANCISCO DI GIUSTO, MATÍAS DI IORIO, PA-
BLO DI IULIO, SEBASTIÁN DI LELLO, ADRIÁN DI MARCO, JUAN MA-
NUEL  DI MARCO, ORLANDO DANIEL  DI MARTINO, GASTÓN  DI PIE-
TRO, DIEGO  DI PIETRO  , CLAUDIA  DI PRINZIO, DAMIÁN  DI SANTO,
DARÍO DI TORO, GONZALO DIAMEND, MAGDALENA AGUSTÍN DIANA,
NICOLÁS Y LUCIANA  DIAS GALARRAGA, AIN  DÍAZ, MATHIAS GA-
BRIEL  DÍAZ, SANDRA  DÍAZ, IVÁN  DÍAZ, JAQUELINE  DÍAZ,

!243
VERÓNICA  DÍAZ, WELLINGTON  DÍAZ, DANIEL  DÍAZ ARROYO,
ARIEL  DÍAZ BERMEJO, MATÍAS  DIEGO, VERÓNICA  DIEZ, PABLO  DI-
FRIERI, MARTÍN  DILLON, AMELITA  DINAMITA, JULIETA  DIOLOSA,
TOMÁS  DIP, JONATAN  DITTIERI, ARIEL  DO BRITO, JULIANA  DOBAL,
LEONARDO DOCABO, NICOLÁS DOLDÁN, ROXANA DOLINZKY , MA-
RÍA INÉS  DOMECQ  , TOMÁS LAUTARO  DOMINGO, DANIEL  DOMÍN-
G U E Z , J U L I E TA  D O M Í N G U E Z G A D E A , M A R Í A D E L O S
MILAGROS  DOMINICI, JAVIER  DONIS, SEBASTIÁN  DORREGO, GISE-
LA  DOS SANTOS CLARO, ANUKI  DOUGALL, JUAN SEBASTIÁN  DOZ,
ANDRÉS  DRZAZGA, DANIEL ALEJANDRO  DUARTE, VALERIA  DU-
BITZKY, MARÍA DUCOS, LEONARDO DUEÑAS GARCÍA, IGNACIO DU-
RRUTY, JONATHAN NICOLÁS  DYMANT, MARIANO  ECHALAR, MARÍA
AGUSTINA ECHEVERRÍA , CÉSAR ECHEVERRÍA , DANIEL EDWARDS,
LEANDRO  EKMAN, ROSANA  ELESGARAY, ÁNGEL  ELGIER,
TOMÁS ELÍAS, MANUEL ELLENA, ALDANA ENRIQUEZ, ROSA ERCO-
LANO, ALBERTO MARTÍN ESCALADA, DANIEL ESCANDELL MONTIEL,
ENRIQUE ESCUDERO, DANIEL FERNANDO ESPINDOLA, LUISA ESPI-
NOSA, DAMIÁN  ESPÓSITO, JUAN IGNACIO  ESQUENAZI,
AGOSTINA ESQUIVEL, CAROLINA ESTEBAN , FRANCISCO ESTELLER
FIORI, FERNANDO  ESTERKIN, JUAN FACUNDO  ESTÉVEZ, MARTÍN
GONZALO  ESTÉVEZ, GUSTAVO  ETCHEVERRITO, JULIETA  EUGENI,
DIEGO  EZEQUIEL CUFFARO, PATRICIA  FABIÁN, SERENA GUADALU-
PE  FAIFER, SABRINA  FALCONE, MARCOS  FALKENSTEIN, LEONAR-
DO FALKIEWICZ, JENNIFFER FALQUEZ, LUCÍA FANTI, GABRIEL FAR-
CHI, FABRICIO  FARÍAS, EMILIANO  FARÍAS, KHIANNA ZAHIARA  FA-
RÍAS, DIEGO RAÚL FARÍAS MOSMANN, LUIS ALBERTO FARIÑA, CAR-
LOS  FARIS, MARÍA LAURA  FARRO, ADÁN Y SUSANA  FARYNO, LEO-
NARDO FAUSTINOS MORALES, NICOLÁS FEDERICI, GABRIEL FELD-
MAN, JAVIER  FELDMAN, ANÍBAL  FENOGLIO  , ALEJANDRO  FERAUD,
AGUSTINA  FERNÁNDEZ, EZEQUIEL  FERNÁNDEZ, ADOLFO  FERNÁN-
DEZ, NICOLÁS FERNÁNDEZ, SANTIAGO FERNÁNDEZ, ALBANO FER-
NÁNDEZ, IVÁN ALEJANDRO  FERNÁNDEZ, ANÍBAL  FERNÁNDEZ,
GUSTAVO FERNÁNDEZ, GUIDO FERNÁNDEZ, GUSTAVO FERNÁNDEZ,
JUANETTE  FERNÁNDEZ, NOELIA  FERNÁNDEZ  , MARÍA JOSÉ  FER-
NÁNDEZ ALONSO, GONZALO  FERNÁNDEZ FUNES, ANA
GABRIELA  FERNÁNDEZ GARZA, MATÍAS  FERNÁNDEZ HURST, MA-
RIANA  FERNÁNDEZ PEDRAZA, CATALINA  FERNÁNDEZ PELLADO,
LETICIA  FERNÁNDEZ SAMANDÚ, ALDANA  FERRARI, GINO
NICOLÁS  FERRARI, LETICIA  FERRARI, KARINA  FERRARI  ,
AMALIA  FERRERA, DAMIÁN  FERRERO, CAMILO  FERRERO,
PABLO  FERRETE, JOSÉ  FERREYRA, IGNACIO  FIANDRINO,
DANIEL  FIERRO CREMASCHI, JOSÉ JORGE  FIGAL, FRANCISCO JA-
VIER  FIGUEROA, GERMÁN  FINK  , ESTEBAN  FINKELBERG, FERNAN-
DO  FINO, SILVIA  FIORI, ALEJANDRA  FIRPO, AGUSTÍN  FIRPO,
YANINA FIUMANI, GINA FLAMINI, LUCAS FLEITAS , ZULMA FLOREN-
TIN, ALEJANDRA  FLORES, NATALIA  FLORES, DANIEL  FLORES, LAU-

!244
RA FONSECA, MAURO FONSECA , DIEGO FONTANA, DOLORES FON-
TENLA MIRÓ, MAURO  FORCADELL, FEDERICO  FORCINITI,
PATRICIO  FORMENTO, FEDERICO  FORTE, FEDERICO  FORTUNACIO,
FABRIZIO  FORTUNATO, MATÍAS MARCELO  FRANCESCUTTI  , GA-
BRIELA FRANCHINI, MARÍA PÍA FRATTINI DEMATTEI, EZEQUIEL FRE-
CHERO, JACQUELINE FREUND, TOBÍAS FRIEDER, ALBERTO FRISCO,
DANIELA  FRONZA, FERNANDO  FRYD, FERNANDO  FRYD,
DIEGO  FRYDMAN, CRISTIAN OSCAR  FRYDRICH, ANDRÉS  FUCHS,
EZEQUIEL  FUCKS, MAURICIO  FUENTES, ÁLVARO  FUENTES,
JOSÉ  FUENTES, PABLO  FUIDIO, PABLO  FUMAGALLI, JUAN
IGNACIO  FUMEO, SABRINA  FUNES, JUAN MANUEL  FURCH, FRAN-
CISCO  FURLONG, NATALIA  FURRER, JUAN PABLO  GABIASSI, FEDE-
RICO  GABRIELLI, ESTEBAN DAVID  GADEA, MAGALÍ  GAETANI, AN-
DRÉS GAETANO FERRARI, JULIÁN GAGLIANO, LUCIANO GAGNI, FA-
CUNDO  GAITÁN SCHEIDEGGER, JUAN PABLO  GALARZA, LEONEL
GASTÓN  GALAZZO, ORESTES  GALEANO, ROBERTO  GALEANO
MONTI, LUCIANO  GALFIONE, MATÍAS  GALIGNIANA, LUCÍA  GALIOT-
TIZ, GUSTAVO GALLARDO KUSTER, MARCELO GALLI, AARÓN GALLI,
RODRIGO  GALLI, ANA SOL  GALLO, HUGO ANDRÉS  GALLOTTO,
MARA  GALMARINI, GABRIEL  GÁLVEZ, MARTÍN  GAMBACORTA,
CLAUDIA GAMBARO, FERNANDO GAMIZ, GASTÓN ARIEL GAMONAL,
ARIEL  GANDINI, TAMARA  GANTCHEFF, CAMILA  GAÑIZA,
SEBASTIÁN  GARAVAGLIA, JUAN IGNACIO  GARAY NOVILLO,
LAURA  GARAYCOCHEA, SALOMÉ  GARAZI, GERRY  GARBULSKY,
CARLA  GARCÍA, CLAUDIO VICTOR  GARCÍA, NICOLÁS  GARCÍA, MA-
RICEL  GARCÍA, LETICIA GABRIELA PAULA  GARCÍA, JUAN
CRUZ  GARCÍA, FRANCISCO MARTIN  GARCÍA, AGUSTÍN  GARCÍA,
JORGE VICENTE  GARCÍA, AZUL  GARCÍA, SANDRA VERÓNICA  GAR-
CÍA, ARIEL  GARCÍA, JAVIER  GARCÍA, NONI  GARCÍA, GASTÓN  GAR-
CÍA, MARCELO OSVALDO  GARCÍA, RODRIGO JAVIER  GARCÍA, SABI-
NA  GARCÍA, SANTIAGO  GARCÍA BARLETTA, MARCOS  GARCÍA MO-
ROZ, JULIÁN GARCÍA NIGRO, PABLO ALBERTO GARCÍA ORIA , CAR-
LOS GARCÍA PÉREZ, SANTIAGO GARCÍA PÍA, MARÍA LAURA GARCÍA
PRIETO, GASPAR Y CATA  GARCÍA RIESTRA, CAROLINA  GARECA,
PATRICIA  GASTALDI, GISELA  GAUNA, FERNÁNDEZ  GAVIO,
SERGIO GAYO, CRISTIAN ADRIÁN GAYOL, CRISTIAN LEONEL GENAZ-
ZINI, NATALIA  GENTILE, LORENA PAOLA  GEREZ, WALTER  GEREZ,
PABLO  GERÓNIMO, MATÍAS  GHIO, FLOR  GHIO, IGNACIO  GIACOIA,
DAMIÁN FRANCISCO  GIACOMASSO, SILVIA  GIACOMELLI, FEDERICO
ALEJANDRO  GIAROLI, YAMILA Y DANIEL  GIGLIOTTI, RODRIGO  GIL
SARDÁ, PABLO  GIMÉNEZ, ANDREA FERNANDA  GIMÉNEZ,
CARLOS  GIMÉNEZ, DANTE  GIMÉNEZ, MARÍA MERCEDES  GIMÉNEZ,
FAMILIA GIMÉNEZ CABRERA, TIZIANO GIMENO, CARLA GIORDANO,
PABLO GIOTTONINI, DONATO GIOVAGNOLI, MARÍA ANTONELLA GIO-
V E N C O , J U A N C R U Z  G I U B B I L I N I , G A L I L E O  G I U D I C E ,
SEBASTIÁN  GIUDICI, PABLO  GIULIANI, GUSTAVO  GIULIANINI, GIAN-

!245
LUCA FRANCO  GIUSTRA, LIZ  GLASERMANN, DAVID  GLEISER, MI-
CAELA GODOY, DANIEL GODOY, CRISTIAN GODOY , FRANCO GOICH,
SILVIA  GOICOECHEA, JULIÁN  GOLDMAN, JUAN IGNACIO  GOLLARE,
MATÍAS  GOMAR, EDUARDO  GÓMEZ, SANTIAGO  GÓMEZ, DIEGO
HERNÁN GÓMEZ, ERNESTO GÓMEZ, GUSTAVO GÓMEZ ÁVILA, JUAN
MARCOS  GÓMEZ BARBERO, CRUZ  GÓMEZ BOBADILLA,
NICOLÁS  GÓMEZ GERK, IARA Y  GONZA, RAÚL  GONZÁLEZ,
INÉS  GONZÁLEZ, MATEO  GONZÁLEZ, LEONARDO  GONZÁLEZ, PA-
BLO  GONZÁLEZ, GUADALUPE  GONZÁLEZ, ANDRÉS  GONZÁLEZ,
BRENDA  GONZÁLEZ, CECILIA  GONZÁLEZ, MARÍA PAZ  GONZÁLEZ,
SEBASTIÁN  GONZÁLEZ, JOSÉ LUIS  GONZÁLEZ  , ALEJANDRO MAR-
TÍN  GONZÁLEZ  , JOSÉ EDUARDO  GONZÁLEZ  , CHRISTIAN
MANUEL  GONZÁLEZ CASSANO, RAFAEL  GONZÁLEZ DE QUEVEDO,
PALOMA ALFONSINA  GONZÁLEZ MIRAMONTES, LEYDI  GONZÁLEZ
MONTOYA, MARÍA CELIA  GORDILLO, JEREMÍAS  GOROSITO,
CHE  GOTÁN, LIONEL  GOTTA, CHRISTIAN  GOZZI, MARÍA
CELESTE  GRACCA, SOLEDAD  GRANITO, MARÍA VALERIA  GRAVEN-
HORST, SANTIAGO GRAZIANO, LILIANA GRECO, MARCELO GREGO-
RIO, NICOLÁS  GRENIUK, ALEJANDRO  GRISONI, NATALIA  GROSSO,
GUSTAVO  GROSSO, LILIÁN  GROSSO, LEONEL  GRUÑEIRO,
JULIETA  GUALDE, ALAN WILLIAM  GUEIJMAN IACOPONI,
CAROLA  GUERRA, HÉCTOR  GUERRA, BELÉN  GUERRA MARTÍNEZ,
CARLOS ALBERTO GUERRERO , DOMINGO GUEVARA, LIONEL GUE-
VA R A M O S S E , PA B L O  G U I A N C E , G U A D A L U P E  G U I D A ,
ESTEBAN  GUIDO, RODRIGO  GUIDO, DAVID  GUIJARRO, HENRY  GUI-
LLÉN, DELFINA GUINI, GONZALO GUIÑAZÚ, JOAQUÍN GUISONI, MA-
NUEL  GURRI VIDAL, CÉSAR VALENTÍN  GURRIERI, JONATAN  GUTIÉ-
R R E Z , J U L I E TA S O L E D A D  G U T I É R R E Z , A R I E L H E R N Á N
ROBERTO GUTIÉRREZ, FLAVIO GUTIÉRREZ, FABIANA GABRIELA GU-
TIÉRREZ, MÓNICA  GUTIÉRREZ, JUANA  GUTMAN, FEDERICO CAR-
LOS  GUYOT, NOELIA  GUZELJ, MARTÍN  GVOZDENOVICH,
ALFREDO  HAGGE, LEONARDO  HAIL, VÍCTOR  HAMMERSLEY, MÓNI-
CA HANTZIS, MARINA HASKEL, NICANOR HEREDIA, MATÍAS HERMI-
DA, FLAVIA HERRERA, LUIS HERRERA, GONZALO HERRERA, HORA-
CIO CLAUDIO HERRERA, NICOLÁS HERRERA, MARCELO HERRERA,
V I R G I N I A  H E R R E R A L L O B E TA , M A R Í A PA Z  H E R R L E I N ,
MAURO HERTLEIN, PATRICIO HIDALGO, SANTIAGO HIDALGO, NAZA-
RENO  HIDALGO, LAUTARO  HINDI, IAN  HIRSCH, MARTÍN  HOFFMAN,
S A N T I A G O  H O P I A N , A G U S T I N A  H O U  , D A M I Á N  H U A L A ,
GRACIELA HUENCHUNAO, BRIAN HUNTER, JAVIER HURTADO, ALAN
REGINALD HYNES, PABLO IADANZA, ROMÁN IANNI, DANIEL IBARRA,
M A G D A L E N A  I C A R D I , V E R O  I C O N O , N A H U E L  I G A R Z A ,
SEBASTIÁN  IGLESIAS, MÓNICA  ILIES, IGNACIO ULISES  IMBROGNO,
GONZALO  INCERA, OSVALDO  INGRASSIA, MATÍAS  INI, LEONEL DA-
VID  INSFRÁN, EDUARDO  INTILI, GISELA  INVERNIZIO, KEVIN  INVER-
NOZ, SANTIAGO  IPOLITO, FEDERICO  IRAIZOZ HIERTZ, TOTI  IRIGO-

!246
YEN, JUAN PABLO ISAAC, JUAN FERNANDO ISIDRO, VANESA ISLAS,
MAGALÍ  ISUSI, MARIANO  ITURRI, FERNANDO  ITURRIOZ,
NICOLÁS IVE, HERNÁN JAGEMANN, RODRIGO JAIME, KEVIN JAMUI,
MANUEL  JARDI, GONZALO  JARQUE, JUAN PABLO  JEREZ MEDINA,
DANIELA  JEVOS, JUANO  JIBAJA, SEBASTIÁN  JIMÉNEZ,
CAROLINA JIMÉNEZ, CLARA JOAQUÍN DARÍO, PAULA BERENICE JO-
FRE, NATALIA  JORDAN, JUAN  JORGE, LORENA  JOSEF, DANY  JOS-
KOWICZ  , VICTORIA  JOULIÁ, PAOLA ALEJANDRA  KAISER,
CORINA  KANG, NANO  KANG, NICOLÁS  KANG, LEO  KARCAYAN,
JUAN  KARCHUT, EMILCE  KARL, FELIPE  KASCHEL, LUCIANA  KATO,
JORGE  KAUFHOLD, INÉS  KAWIOR, ANA PAULA  KECZELI MESZA-
ROS, FACUNDO  KENJI ARAKAKI, EGAR  KERBER, MILENA  KESEN,
KARY  KESSEL, KLAUS  KESTERMANN, PAULA  KEUMURDJI, ARGEN-
TINO RAÚL  KIBE, FLORENCIA  KIER JOFFÉ, ROMINA  KIPERZTOK  ,
JULIÁN  KISE, JONATHAN  KLEIN, PABLO AGUSTÍN  KLEIST,
JUAN  KOCH, OTTO  KOCHLOWSKI, FRANCISCO  KÖHNKE, GERMÁN
IGNACIO  KOLLENBERGER, MARIANO  KON, JAZMÍN  KOPPE MURI-
LLO, DIEGO  KOROL, KARDO  KOSTA, NATALIO  KOVALSKIS, IVAN
HERVOY KRBAVCIC, LORENZO KRUG, AMANDA KUEN, LUCAS KURT,
PEDRO LUCIANO  KURYGA, CATA  L. P., GASTÓN FABIÁN  LA ROTON-
DA, CAROLINA LA VITA, NATALIA LAFFONT, CELESTE LAFOURCADE,
FRANCISCO LUCAS LAFUENTE, CRISTIÁN LAGIGLIA, LUCAS LAHAM,
FRANCO  LAMAGNI, SILVIA MARÍA  LAMEIRO, SILVIA  LAMPERTI, CA-
MILA  LANFRANCO, MANUEL  LANGÉ BERNACHEA, LEANDRO  LAN-
NOO, MARTÍN  LANZARINI, MARÍA EUGENIA  LAPITZ, CRISTIAN  LA-
ROCCA, JOSÉ  LARRABURU, PABLO  LARRALDE, MARIANO  LASSA-
LLE ANDRÉS, DANIEL ESTEBAN LASTRA, RICARDO LATERRA, ROMI-
NA  LATRECCHIANA, FLORENCIA  LATTES, LUCÍA  LAURÍA,
ROMINA  LAVAGNINO, JAVIER ANDRÉS  LAVILLA, LUCAS  LAVIUZZA,
FRANCO  LAZARTE, GABRIELA  LAZCANO, FILOMENA  LE PERA,
LORD  LEAN, ERIC  LEANDRO, JAVIER  LEBON, RICARDO
ALBERTO LEDESMA, ROSA LEONOR LEDESMA, DIEGO ARIEL LEMA,
LAURA ELBA  LEMOS, PABLO DANIEL  LENCINA, CARLOS  LEÓN,
EDUARDO  LEPISCOPO, GABRIEL  LERA, JULIETA  LERENA,
DELIA  LERNER, NICOLÁS  LEV, JUANA  LEVENE ARECO,
GABRIELA  LEZCANO, FLOR  LEZCANO, PABLO  LIBERATO,
MARTÍN  LICHTMAN, VICTORIA  LICHTSCHEIN, MARCELO  LIERN,
ADRIÁN GABRIEL  LIMA, MANUEL  LIMBRICI, LUCIANA  LINARES,
MARTÍN  LINGUA, MAX  LINOK, GUIDO  LISSI, MARTIN Y JULIAN  LIT-
MAN, PABLO LIUZZO, LEANDRO GABRIEL LLANO, NICOLÁS LOBATO,
L E O N A R D O  L O B AT O , F O F I  L O D I , G U S TAV O  L O M B A R D I ,
GERMÁN LONGUET, EDGARDO LÓPEZ, ALEJANDRA NATALIA LÓPEZ,
N A H U E L  L Ó P E Z , FA C U N D O  L Ó P E Z , G O N Z A L O  L Ó P E Z ,
DIEGO LÓPEZ , JUAN MANUEL LÓPEZ PEÑA, JAVIER LÓPEZ RODRÍ-
GUEZ, JUAN PEDRO LÓPEZ SÁNCHEZ, DANIELA LÓPEZ SECO, JUAN
L I H U É N  L Ó P E Z S TA G N A R O , R O S A R I O  L Ó P E Z T O R R E S ,

!247
NICOLÁS LORENZO, MATÍAS LORENZO, SEBASTIÁN LOSINNO, GUS-
TAVO  LOUREIRO, HERNÁN  LOUREIRO, LAURA  LOZANO,
ANDREA  LUBRANO, NADIA PAOLA  LUCADEI, HORACIO  LUCCA, VE-
RÓNICA  LUCCAS, AGUSTÍN  LUCERO, SANTIAGO  LUDUEÑA, JUAN
MANUEL  LUIS, GONZALO  LUIS, DIEGO EDUARDO  LUJÁN,
JULIÁN LUNA, DANIELA GISELE LUNA, RODRIGO LUNA, MARTÍN DA-
NIEL LUNA UDOVICICH, JAVIER LUQUE, PATRICIO LUSTIG, LEONAR-
DO LYNCH, NICOLÁS MACCHIAVELLO, JÉSICA MACERI, LAUTARO Y
LUCILA  MACHADO, MARTÍN  MADER, HERNÁN FERNANDO  MAGA-
LLÁN, GUSTAVO  MAGHETTI, MARÍA EMILIA  MAGLIO, MARTÍN  MAG-
NACCO, JAVIER  MAGRA, FRANCISCO  MAINE, EZEQUIEL  MAIZEL,
CHARITO MALBRÁN, ALEJANDRO MALDONADO, PABLO MALDONA-
DO, MÓNICA  MALET, JOSÉ LUIS  MALVERDE SAHD, JUAN
IGNACIO MANCINELLA, JULIÁN GABRIEL MANCINI, FELIPE MANCU-
SO, MARIANO  MANDIL, CECI  MANNINO, HÉCTOR  MANNOCCI, MA-
TÍAS  MANOUKIAN, MAXIMILIANO  MANSILLA, FRANCO  MANTEGANI,
FRANCISCO  MANZANO, AGUSTÍN  MANZI CLARENS, RODRIGO  MA-
RABI, AGOSTINA  MARANGONI, VALERIA  MARCANGELI, JOSÉ  MAR-
CHESE, DANTE  MARCHETTI, LEANDRO  MARCHISIO, JULIETA
ROCÍO MAREK, LUIS MARI, MARIO DANTE JULIO MARIANI, LORENA
Y  MARIANO, BRAIAN  MARILLAN, AUGUSTO  MARÍN, LEONEL NICO-
LÁS  MARINAO, FERNANDO HÉCTOR  MARINELLI, LISANDRO  MARI-
NERO, MARCOS  MARONI, MARIANA  MAROTE, PABLO  MARQUEVI-
CHI, ANDRÉS MARQUIEGUI, MARCELO MARRO, FLORENCIA MARSI-
CANO  , SANTIAGO JOSÉ  MARTIN, SOLEDAD  MARTIN, ALICIA  MAR-
TIN, MARÍA LAURA MARTÍN, ADRIÁN MARTÍNEZ, DANIEL MARTÍNEZ,
RODRIGO  MARTÍNEZ, NICOLÁS  MARTÍNEZ, JULIÁN  MARTÍNEZ, PE-
DRO RICARDO  MARTÍNEZ, MADELYN  MARTÍNEZ, EMILIO
FERNANDO  MARTÍNEZ  , FERNANDO  MARTÍNEZ ÁLVAREZ,
JULIA  MARTÍNEZ APPOLLONIO, ALEJO  MARTÍNEZ PETERLIN, MÁ-
XIMO  MARTÍNEZ REAL, BENJAMÍN  MARTÍNEZ SANTACROCE, GUS-
TAVO MARTINI, GONZALO MARTINI , JUAN MARCOS MARTINO, ME-
LISA  MARTINOVIC, EMANUEL  MARZO, MÓNICA  MASCAREÑAS  ,
D I E G O  M A S I N I , M AT Í A S  M Á S P O L I , M AT Í A S  M A S S E T T I ,
MARIANO  MASTRODOMENICO  , MARTÍN  MASTROVITO, PI  MASU-
YAMA, KARINA  MATALONE, MATÍAS  MATSUMOTO, MALENA
LUNA  MATTANO, LUCÍA  MAYO, MATÍAS  MAYOR, JUAN PABLO  MA-
ZUR, SANTIAGO MAZZA, VIVIANA MAZZEO, MARO MAZZOLI, ALBER-
TO AUGUSTO  MAZZUCCHELLI, RUBÉN  MAZZUCHINI, PEDRO  MC-
CORMICK, JONATHAN Y  MECHE, ANALY  MEDINA, ERNESTO GA-
BRIEL  MELILLO, ANDREA  MELLO, LEANDRO  MELO, IVÁN  MELUL,
RAMÓN  MENARDI, VIRGINIA  MÉNDEZ, CHARLIE  MÉNDEZ,
NICOLÁS  MÉNDEZ, DIEGO MÁXIMO  MÉNDEZ  , BELÉN  MENDÍVIL,
FEDERICO  MENINI  , NATALIA  MENNICHELLI, LORENZO  MERCADO
OYARZÚN, LAURA  MERCAU, TOMÁS  MERELLO, CLARA  MERLINO
PERRI, DIEGO ANDRÉS  MERNES, CARO  MESSINA, JEZABEL  MEZA,

!248
MAXIMILIANO  MEZZALIRA, ROBERTO  MICHALSKI, TONI  MIEDES,
FEDERICO MIELGO, DANIELA MIGNELLI, FACUNDO MARÍA MIGUENS
PIRAN, LUIS  MILLA, MARIANO  MILLAN, GRISELDA  MINNITI,
BRIAN  MIÑO, FABIÁN  MIQUEO, RUBÉN ARMANDO  MIRABELLI,
JUAN  MISERERE, SEBASTIÁN  MOA, JOAQUÍN  MODARELLI, SANTIA-
G O  M Ó D I C A , G U S TAV O  M O H A D E B , R O D O L F O  M O L I N A ,
MALENA  MOLINA ZUNINO, SAMANTA  MOLL, MAXIMILIANO  MON-
GIAT, FEDERICO  MONLAO GIRERD, FLORENCIA  MONLLOR  , MÓNI-
CA  MONSALVE, CECILIA  MONTALBINI, SARA  MONTENEGRO, MAU-
RICIO NORMAN MONTENEGRO, GUILLERMO JULIO MONTERO, LEO-
POLDO  MONTERO CIANCIO, GUZMÁN  MONTGOMERY, GUILLERMI-
TO PATO  MONTIVERO, IGNACIO  MOONEY, MAX  MOORE,
JUANITO MORA, LUCAS MORALES, MARÍA SUSANA MORALES CAR-
BALLO, MARIO DARÍO  MORÁN, NATALIA SOLEDAD  MOREIRA, GUS-
TAV O  M O R E I R A , J E S Ú S  M O R E N O , G O N Z A L O  M O R E N O ,
MARIANO  MORENO, ÉRIKA  MOREYRA, LEONARDO  MORINI, GIOVA-
NA  MORO LATANZI, LEANDRO  MORONI, MANUCHO  MORONI, JU-
LIÁN MOSCATELLI, MATÍAS MOSPAN, MATÍAS MOSQUEIRA , VALEN-
TÍN  MOUTOUS, LUIS MIGUEL  MOYA, ALAN MAXIMILIANO  MOYA,
EMMA VICTORIA MOYA JIMÉNEZ, CRISTIAN MOYA NAVARRO, MAR-
TÍN  MUELAS, MARTÍN  MUGUIRO, IGNACIO  MUNARETTO,
GONZALO  MUÑOZ, SANTIAGO  MUÑOZ, GABRIEL  MURERI,
DIEGO  MURGIA, PILAR  MURPHY, ADOLFO  MURÚA, IGNACIO  MU-
RUAGA, DANIEL  MUSA BARTOWSKI, CARLOS  MUSLERA,
LEANDRO  MUZZOLON, FRANCISCO JAVIER  NABAIS, ERIC  NAMIOS,
GABRIELA ALEJANDRA  NÁPOLE, AIXA  NARDI, MARÍA INÉS  NASRA,
DAMIÁN NAVARRO, CARLA NAVARRO, RODRIGO NAVARRO CARDA-
MA, VERÓNICA NAVAS, EMILIANO NAYI, ALEJANDRO NEGRI, MARTI-
NIANO  NEMIROVSCI, OLIVERIO  NESIS RINALDI, ROBERTO  NEYRET,
JUAN MANUEL  NEYRO, IGNACIO  NEYSSEN, OBLONGO  NGHÉ, PE-
DRO  NICHOLSON, MARCO  NICOLANTONIO MASTRANGELLO, ALE-
JANDRO  NICOLÁS, FEDERICO IGNACIO  NICOLELLI, TOMÁS  NIÑO
KEHOE, LAURA  NOCEDA, MABEL  NOÉ, FEDERICO  NOGUEIRA, AN-
GIE  NOVELLE, LAURA  NUGUER, AMANDA  NULCHIS GRAMBLICKA,
GONZALO EZEQUIEL  NÚÑEZ, LINA  NÚÑEZ, JUAN MANUEL  NÚÑEZ,
ANTONIO IVÁN  NÚÑEZ, OLIVIA  NUSS, ENRIQUE  OCHOA,
ALEJANDRO  OCHS, MAURICIO  ODO, PABLO  OJEDA, EMI  OJEDA,
EVANGELINA BEATRIZ OJEDA, VICTORIA OLAECHEA, AGUSTÍN OLAI-
ZOLA, DIEGO  OLAVE, FLORENCIA  OLGUÍN, DELFINA  OLIVA,
ANALÍA  OLIVA, RENATA  OLIVER, ENVAR LEONARDO  OLIVERA,
LAURA OLIVERA LEIVA, ORNELA OLIVETI, JUAN SEBASTIÁN OLIVIE-
RI, LAURA OLMOS, PABLO OLMOS, MARCELA CELESTE OLMOS, VA-
NINA Y OMAR, EMILIANO ONETO CAJAL, LORENA OO, WALTER OR-
DÓÑEZ, SHUNKO  ORDÓÑEZ, RAMIRO  ORDÓÑEZ LATRECCHIANA,
A L E J A N D R A  O R E S K O V I C  , D I E G O  O R I O Z A B A L A , H U G O
MARIANO  OROZCO, RAMIRO  ORSATTI, JAVIER  ORTA CAAMAÑO,

!249
DAVID ALBERTO  ORTEGA AGUIRRE  , NATALIA  ORTIZ, ANA
S O L E D A D  O R T I Z , PA B L O  O S T R O V S K Y , R U T H  O T E G U I ,
ELENA  OTERMIN, FABIÁN DANIEL  OTERO, IVANA  OTERO,
LEÓN  OTERO, FEDERICO  OTTALAGANO, NATALIA  OVELAR, ALEGRA
AT I L I O  O V E R , P R I S C I L A  O YA R Z O , S A N D R O  PA C H E C O ,
MERCEDES PACHECO, UN TAL PACHI, JACINTO PACIONI, ANA PAU-
LA  PADILLA RODRÍGUEZ, LUCAS  PADÍN, MARTÍN  PADULLA,
DIEGO  PAEL, BRUNO  PAGANI, HERNÁN  PAGLIARI, RICARDO  PAHIS-
SA , LUCAS PALACIOS, FRANCISCA PALADINO, ARIEL PALAVECINO,
GONZALO  PALENCIA, PABLO  PALERMO, EMILCE  PALLADINO  , MA-
TÍAS HERNÁN  PALMA, LEONELA  PALMIERI, SERGIO DIEGO  PALUM-
BO, JUAN IGNACIO PANDOLFO, ELIZABETH PANTALEONE, FERNAN-
DO  PANTANETTI, FERNANDO  PAPA, FEDERICO  PAPAGNO,
ERNESTO  PARADA, MARÍA AMELIA  PARDOS, JUAN  PAREDES, GER-
MÁN PARENTELLA, SANTIAGO PARMA, GUIDO JULIÁN PARODI, MA-
RIANA  PARODI, JORGELINA MARTA  PAROLA, DIEGO  PAZ,
AGUSTINA  PAZ, VALERIA FABIANA  PAZ VARELA, GABRIEL  PEDEVI-
LLA, FEDRI Y LUZ  PEDRAZA, WALTER  PEIFER, LORENA  PEINADO,
DAMIÁN PELIZA, CARLOS PELLEGRINI, AMELIA PELLEGRINO SILVA,
CRISTIAN  PELLETIERI  , FRANCO  PENELLI, GINA  PENELLI,
KARINA  PENTITO  , PABLO AGUSTÍN  PEÑAMARÍA, ANDRÉS  PEPOLI,
ADRIÁN PERAGALLO , FACUNDO PERALTA, ALAN PERALTA, YANINA
SOLEDAD PERALTA, LAUTARO PERAZZO, EMMA ALMENDRA PERAZ-
ZO AMATO, NICOLÁS  PEREDNIK, FRANCO  PEREDO, DIEGO  PEREI-
RA, RODRIGO  PEREIRA OLMOS, NICOLÁS  PEREIRO, SANTIAGO JA-
VIER PERETTI, CLAUDIA PEREYRA, LUCIANO PÉREZ, JAVIER PÉREZ,
JONATHAN  PÉREZ, EZEQUIEL  PÉREZ, ALEJANDRO  PÉREZ,
SILVINA  PÉREZ, HERNÁN  PÉREZ, CHARLY  PÉREZ, NATALIA
PAULA PÉREZ, FERNANDO ARIEL PÉREZ , FRANCO PÉREZ CAPRIS-
TO, PAULA  PÉREZ GIANOLINI, ENZO  PÉREZ MAIDANA,
GONZALO  PÉREZ MARC, MARÍA LAURA  PÉREZ MENTA,
M A N U E L  P É R E Z TA B O A D A , M A R I N A  P É R E Z Z E L A S C H I ,
NICOLÁS  PERICHON, NACHO  PERILLO, ERIC NICOLÁS  PERNIA,
DA  PESSACG, LILIANA  PETROLI, COCA RAMONA  PETRUCCI, ALE-
JANDRO  PETTA, GUSTAVO  PETTINI, HERNÁN NORBERTO  PIAZZA,
PABLITO  PICASSO, LUCILLA  PICCO, GUIDO  PICCOLO, SERGIO  PI-
DUTTI, IVÁN  PIERROT, JUAN IGNACIO  PINEDA, MAXI  PINO,
IGNACIO  PINTABONA, MARCOS  PINTO, LUCILA  PINTOS, ALDO
OMAR  PIÑEIRO, GABRIELA  PIÑEYRO, YANINA  PIÑONES,
PABLO PIORNO, VICTORIA PIROLA, VÍCTOR PIROLO, MATÍAS PISONI,
FEDERICO  PISTILLI, ELSA  PLUNKETT, ROSARIO  PODESTA, LISAN-
DRO  PODESTÁ, MARÍA  PODESTÁ, SILVANA  POGGI, FABIÁN  POGGI  ,
DIEGO  POKORSKI  , FACUNDO  POLAK WALLERSTEIN, NATALIA  PO-
LIDORO, LILIAN  PONCE, ELIANA  PONCE, SEBASTIÁN  PONCE, JOR-
GELINA PONCE TRAVERSO , NINA PONIACHIK, FEDERICO PONSINI,
MARIANA HAYDEÉ PONTE, RAÚL HÉCTOR PONTILLO, ANDRÉS POPE

!250
GUERRIERO, MARIANELA  PORFIRI, LEANDRO  PORTA, PABLO  POR-
TELA, MAXI  PORTELLA, MARIÁNGELES  PORTILLA, PABLO
HERNÁN  POSE, JULIO  POSSE, GERMÁN  POSSE, VICTORIA  POZZO
GALDÓN, FLOR PRADO, RODRIGO PRADO, NICOLÁS PRADO, AGNE-
SE  PRAVISANI, FABIO HÉCTOR  PREITI, GUSTAVO  PRESMAN,
CHAPA  PRESTA, MARÍA PAULA  PRESTAMO, BRENDA  PRESTIA  ,
ADRIANO Y CIRO  PRETTI, TERESITA  PREVITERA  , ROCÍO  PRIEGUE,
M A I A  P R I E T O , J O H A N A  P R I N C I C H , G O N Z A L O  P R I N Z I ,
SANDRA  PRIORE, CAMILA  PROVERBIO, MARÍA SOLEDAD  PUECHA-
GUT, JUAN CARLOS  PUERTAS  , GLORIA NOEMÍ  PUGH,
FEDERICO  PUIGGARI, PEDRO MARIO  PUJOLS BURGOS,
AZUCENA PULICE, MARIO QUADRO , NICOLÁS QUAGLIARDI, PATRI-
CIO QUESADA, ABEL QUESI, LEONARD DE JESÚS QUINDE ALLIERI,
MAXIMILIANO QUINODOZ, JUAN QUINTANA, ANTONELLA QUINTANA,
JUAN MANUEL  QUINTANILLA, DANIEL CAMILO  QUINTERO,
MALENA  QUINTEROS, GUSTAVO  QUINTEROS, ARMINDA  QUIROGA,
F L O R C H I  Q U I R O G A , J U A N M A N U E L  Q U I R O G A , G I A N N A
ORNELLA  RABUFFETTI, SANTIAGO  RAFFA, GUSTAVO  RAMA,
IVÁN  RAMADAN, ARIEL  RAMÍREZ, MIGUEL ÁNGEL  RAMÍREZ,
JUANI  RAMÍREZ, TOMÁS AGUSTÍN  RAMÍREZ, BRISA AGUSTINA  RA-
MÍREZ FONSECA, MÁXIMO BAUTISTA  RAMÍREZ PEÑA PÁEZ, JUAN
MANUEL  RAMOS, ROMINA  RAMOS, LEONARDO GASTÓN  RAO,
AGUSTÍN  RATTO, ÉRICA  RAUSEO, IGNACIO  RAVENA, CYNTHIA  RE,
YAZMIN  RÉ, JUAN PABLO  REBOLLO TENTI, RAMIRO  REGOJO, DA-
NIEL  REINALDO  , NAZARENO  RESCHINI, CIRO  RETAMAR NIEVAS,
CLARA  RETTA, FEDERICO  REULA, LUCAS  REVAH, VERÓNICA  REY,
MARTÍN  REYES, ROMINA DÉBORAH  REYES, MATÍAS  REYNAL, VIC-
TORIA  REYNOSO, MAURO  RIANO, MARÍA SOL  RIBBA, LUIS
ÁNGEL RICARDO, SOFÍA RICCARDI, ALEJANDRO ALBERTO RICCAR-
DI, DIEGO  RICCHETTI, JUAN IGNACIO  RICO, GONZALO  RIESEN-
KAMP, MAXIMILIANO RIGO, CAMILA FLORENCIA RIGONAT, JUAN RI-
NALDI, PATRICIO  RIO, LIHUÉN  RÍO DESPÓSITO, LISANDRO  RÍOS,
RAMIRO RIOS PITA, NICOLÁS RISSO, JUAN PABLO RIVARA, CATALINA
ABRIL  RIVAROLA, LEANDRO  RIVAS, JULIO NICOLÁS  RIVAS, FEDERI-
CO RIVEIRO, SABRINA RIVERO PAGEZ , JUAN PABLO RIVEROS, JO-
NATAN  ROBERT, EZEQUIEL  ROBLEDO, FERNANDO EMMANUEL  RO-
BLES, MARÍA ANTONELLA  ROCHA  , MANUEL  ROCHA LANDOLFI,
IGNACIO  RODRÍGUEZ, SILVIO DAVID  RODRÍGUEZ, MACARENA  RO-
DRÍGUEZ, FERNANDO  RODRÍGUEZ, IGNACIO  RODRÍGUEZ,
ALICIA  RODRÍGUEZ, CRISTIAN  RODRÍGUEZ, DAVID  RODRÍGUEZ,
VÍCTOR  RODRÍGUEZ, FEDERICO  RODRÍGUEZ, GONZALO
EDUARDO  RODRÍGUEZ, LUCIO  RODRÍGUEZ, MAURO  RODRÍGUEZ,
FERNANDO OMAR  RODRÍGUEZ, MATÍAS  RODRÍGUEZ, NOELIA  RO-
DRÍGUEZ, EZEQUIEL  RODRÍGUEZ  , PAULA  RODRÍGUEZ BLANCO,
MARINA  RODRÍGUEZ CASTELLI, MARÍA ITATÍ  RODRÍGUEZ CES-
CHAN, JUAN CRUZ  RODRÍGUEZ DUARTE, CARLOS  RODRÍGUEZ

!251
ESPERÓN, MARTÍN  RODRÍGUEZ KEDIKIAN, PEPI Y LALA  RODRÍ-
GUEZ MARTIN, JUANITO  RODRÍGUEZ MAYORAL, ADRIEL
JONAS  ROITMAN, JUAMPI  ROJAS, LEONARDO ESTEBAN  ROJAS,
JOSÉ  ROJAS, CARLOS  ROJAS, VÍCTOR  ROJAS, MÓNICA  ROJAS,
GERARDO Y JUAN PABLO  ROJO, JORGE  ROLDÁN, ALDO
OCTAVIO ROLDÁN, MARÍA EUGENIA ROMÁN, CLAUDIO ROMÁN, NA-
CHO  ROMANO, CRISTIAN CÉSAR  ROMANO, ALEJANDRA  ROMANO
COLL, DIEGO  ROMBOLA, CARLOS ANDRÉS  ROMEO, IGNACIO  RO-
MERA, AGUSTÍN  ROMERO, SANTIAGO  ROMERO, DANIEL
ALBERTO  ROMERO, SEBASTIÁN  ROMERO, JUAN PABLO  ROMERO,
WALTER  ROMERO  , DIEGO  ROMITO, VALENTINO  RONDINA, HUGO
ADRIÁN  RONDINA, ALEJANDRO  ROS, WALTER OSCAR  ROSELLO,
DIEGO  ROSENFELDT, JORGE  ROSENTAL, LEÓN  ROSMAN,
MAURO ROSSETTO, LUCIANO ROSSI, SEBASTIÁN ROSSI, PAZ ROSSI,
ANALÍA ROSSI, CAROLINA ROSSI, YÉSICA ROSSI, PALI ROSSI, SOFI Y
SANTI ROSSI, FERNANDO PEDRO ROTA, PABLO ANDRÉS ROUSSEAU,
MANUEL ROVIRA, LEONARDO ROZAS, LUCÍA RUBERTO, PABLO RU-
BIN, FABIÁN  RUBINICH, MARTÍN  RÜHLE, ELIZABETH SANDRA  RUIZ,
SANTIAGO  RUIZ, LUCAS GASTÓN  RUIZ, EZEQUIEL  RUIZ,
PATRICIA  RUIZ BLANCO, ROMINA  RUSCONI, VERÓNICA  RUSSO,
BRENDA RYAN, GISELA SABAROTS, PABLO SABATE, EMILIANO SAC-
COL, FEDERICO SADOVSKY , WANDA SADOWSKI, ANDRÉS SAHADE,
GERMÁN SAID, SEBASTIÁN DAVID SALAS, CÉSAR LEONARDO SALA-
ZAR, HERNÁN  SALCEDO, FEDERICO GONZALO  SALDIVIA SEPÚLVE-
DA, MIJAIL JOEL  SALERNO, MIGUEL  SALES, LAURY  SALINAS,
ROMI  SALZBERG, GASTÓN  SAMPIETRO, RODRIGO  SAN MARTÍN,
FEDERICO  SAN MIGUEL, ANA CLARA  SÁNCHEZ, ALEJANDRO  SÁN-
CHEZ, EMILIANO ROBERTO  SÁNCHEZ, GASTÓN  SÁNCHEZ, FEDERI-
CO AUGUSTO SÁNCHEZ, CRISTIAN SÁNCHEZ , JOSÉ ANTONIO SÁN-
CHEZ ARCA, PEDRO  SÁNCHEZ SOUTO, SILVIA  SÁNCHEZ VILAR,
CAROLINA  SANCHO, JUAN GABRIEL  SANCINETO, ROSANA  SAND-
LER, MATÍAS  SANDOVAL  , ELY YAYI AIKY  SANHUEZA RAMOS, SE-
B A S T I Á N  S A N TA , L I S A N D R O  S A N TA N G E L O , B A LTA S A R
FACUNDO  SANTILLÁN, EVELYN  SANTILLÁN, MARIANA  SANTILLI,
JUAN MANUEL  SANTINI PÉRSICO, JAVIER  SANTISTEBAN PONCE,
IGNACIO  SANZÓ, EMILIO  SAPORITI, DAMIÁN  SARCHI, MARIEL  SAR-
LINGA, VIOLETA  SARTORI, FRANCISCO  SARUBBI, IGNACIO  SAS-
LAVSK, ALEJO SASSANO, FABIÁN SASSO, MARCOS SAVI, ÉRICA SO-
LEDAD  SAYAL, PAOLA  SCARDINO, PABLO ARIEL  SCARPINO  ,
MATÍAS  SCARSO, JULIETA  SCENNA, JOEL  SCHACHTEL,
EDUARDO SCHIAVONI, DARÍO JAVIER SCHILLACI , LUIS SCHKOLNIK,
JACKIE  SCHNEIDER, AGOSTINA Y CAROLA  SCHÖN, MARIELA  SCH-
PILMAN, FEDE  SCHWALB, PABLO DIEGO  SCLAR, GONZALO  SECO
FAUSTIN, ALEJANDRO  SEGADE, FRANCO  SEGALE, SANTIAGO  SE-
GURA, SIMÓN SEIJO, GABRIELA SEIJO, JOAQUÍN SEIVANE, SOL SE-
LENIS, LAUTARO  SEMINARA, DIEGO  SENARRUZZA, CECILIA  SENIN,

!252
MATÍAS  SERAFINI, ALEJANDRO  SERAFINO, MARTÍN  SEREN,
RAFAEL  SERNA MARTÍNEZ, JUAN CRUZ  SERRANO, DIEGO  SEVE-
NANS, CAROLINA SGARZI, GABRIELA SGOBBA, ADRIANA SHINZATO
KOIDE, EDUARDO  SIERRA, IVÁN  SIERRA, NINO  SIERRA,
EMANUEL  SILVA, FERNANDO  SILVA, SERGIO  SILVERII, PAULA AYE-
LÉN  SILVEYRA, MARCELA  SIMKIN, GONZALO  SIMOES, GUILLERMO
A L B E R T O  S I M U N O V I C H , G A B R I E L  S I R O TA , G A B R I E L
ALEJANDRO  SLEIMEN  , ALE  SLOBODIUK, DAMIÁN  SNAIDER  ,
FÉLIX  SOAGE, MAU Y  SOL, FAUSTINO EDUARDO  SOLARI,
GISELLE SOLER, DIEGO SOLIAN, SERGIO ADRIÁN SOLÍS, CARLA VA-
NESA  SOLÍS, RODRIGO  SOLÍS, DAVID  SOLÍS SÁNCHEZ,
EMANUEL  SOLOA, ANDRÉS  SONNET, AGUSTÍN  SORIA, PACHU  SO-
RIA, FERNANDO  SOSA, JOSÉ  SOTELO, EDGARDO  SOTO,
GUSTAVO SOTO MINO, MALENA SOTO PÉREZ, CAMILO SOUTO LO-
ZANO, LEANDRO DAMIÁN  SPAGNOLI, GRACIELA  SPINELLI,
CARLOS  SREBOT, DANIELA  STAGNARO, LUCIANA  STAIANO, GA-
BRIEL EDUARDO STEINBERG , ADRIÁN STILETANO, CELESTE STILLI-
TANI, MILTON STONA, LEANDRO STRASCHNOY, ROBERTO SUÁREZ,
NICOLÁS  SUÁREZ, SOFÍA VICTORIA  SUÁREZ, AMNERIS  SUÁREZ,
ANDREA LETICIA SUÁREZ, ANITA SUÁREZ, LUCAS SUÁREZ, FEDERI-
CO  SUÁREZ BORACCHIA, JULIÁN  SUEVO, ANDREA  SUOZZI  , VALE-
RIA  SURBANO RODRÍGUEZ, JUAN CARLOS  SWIETARSKI,
JIMENA  SZAJER, PABLO  SZWARCMAN, EMIR  TABOADA  ,
CRISTINA  TABOLARO, DIEGO  TABORDA, FRANCISCO JULIÁN  TA-
CHELLA, ANDRÉS  TÁLAMO, PEDRO  TAMONE, EVA  TAPIA, MARIANO
ANDRÉS TARCA, MAXIMILIANO TARDINI, EVELYN TARTAGLINI, LEAN-
DRO  TÁRTARA  , NADIR  TAUIL, MALENA  TAVERNA SÁNCHEZ,
JORGE TAVIERES, RAMIRO TAVOLIERI, CHRISTIAN TAYLOR, FEDERI-
CO  TEGLIO, JUAN IGNACIO  TEJEDA  , ANTONIO  TEJERINA,
ALBERTO  TENAGLIA, SOFÍA  TENENBAUM  , INÉS  TENENBERG, MA-
T Í A S  T E O D O R I , E S T E B A N  T E P L I T S K Y , M I C A  T E R C E R O ,
SANTIAGO  TERRANOVA, GERARDO  TEZZA, FACUNDO  THOMSEN,
ANTONIO  THWAITES  , LEO  TIMOSSI, MARIANO PABLO  TIRELLI, RO-
LANDO TOBAREZ, LAURA TODARO, SOFÍA TOFANI, JUAN CRUZ TO-
MALINO, DIEGO GASTÓN  TOMÁS, VANINA LIANA  TOMBOY  ,
ROSANA  TOMMASI, CRISTIAN  TONDA, MARTÍN  TONELLI,
MARA  TONGA, PATRICIO  TORDO, ANTONIO  TORO FRÍAS, MIGUEL
ÁNGEL TORRANO, ESTEBAN TORRENS, JOAQUÍN TORRES, CLAUDIA
VERÓNICA TORRES, SAYRA TORRES , ARIEL TORTI, MALVINA EUGE-
NIA  TORTI, IVÁN  TORTORELLA, CRISTIAN  TOSSOLINI, JUAN IGNA-
C I O  T R A F E R R O , D A N  T R E I Y E R , M A R T Í N  T R E N Y A N ,
ALEJANDRO  TREPAT  , SANSA  TRIDICO, ABEL  TRILLINI,
ADRIANA  TRILLO, TOMÁS  TRIPPEL, JULIÁN  TRIVELLI, SARA  TRO-
CHE, CARLA TROVARELLI, RAMIRO TROVATO, NICOLÁS TRUBIANO,
S E B A  T U K U S I V O R I , A N D R É S  U G A Z , M A R I E L  U G A Z ,
MAXIMILIANO  URDIALES, FACUNDO  URETA, GONZALO  URIBE HE-

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RRERA, JOAQUÍN  URRESTI, MARÍA DE LOS ÁNGELES  URRUTIA,
LEANDRO EMMANUEL URSO, MARCELO USBERTO, GUILLE VADILLO,
LAURA  VAINER, SERGIO  VAINSTEIN, AMMIEL  VAINSTEIN, JUAN PA-
B L O  VA L D E Z , E M M A N U E L  VA L D E Z , G O N Z A L O  VA L D E Z ,
FERNANDO  VALDIVIA, TAMARA  VALDIVIA, DANTE  VALENTINI, MI-
GUEL ÁNGEL  VALERO, NOELIA  VALLE, VALENTINA Y MARTÍN  VAL-
VANO, AGUSTÍN VALVERDE, JUAN PABLO VANEGAS, ANTONELA VA-
QUERO, SEBASTIÁN  VARAS, DIEGO HERNÁN  VARAS LUGONES,
MARCELA  VARCASIA  , JOAQUÍN  VARGAS, PABLO  VASCO,
GERMÁN  VÁZQUEZ, GONZALO  VÁZQUEZ, PABLO  VÁZQUEZ, CAR-
LOS  VÁZQUEZ, PABLO  VEGA, OSCAR  VEGA, SILVINA GRACIELA  VE-
LÁZQUEZ, TOMÁS VELCOFF, FEDERICO VELISONE, LAUTARO VELIZ,
FELIPE  VENANCIO, MAILÉN  VENTIMIGLIA, LUCAS  VENTURINO, AN-
DRÉS ALEJANDRO VERA, FEDERICO VERA BARROS, FACUNDO VER-
CELLONE, CARLOS MATEO VERDESOTO, CARLOS VERIAY VERSAG-
GI, AGUSTÍN  VERÓN, FRANCO  VERRI, PAULA FLORENCIA  VERRINA,
MILAGROS  VIAUT, FRANCISCO  VIEL, JUAN MANUEL  VIERA, MOSTA-
ZA  VIGNALE, JAVIER  VIJANDE PENAS, VIRGINIA JOSEFINA  VILA
ECHAGÜE, GERMÁN GREGORIO  VILAS, FEDERICO  VILASECA, VÍC-
TOR  VILELA, ROCÍO DEL CIELO  VILLA FERNÁNDEZ, MATÍAS  VILLA
LARREGINA, IVÁN  VILLAFUERTE ALCÁZAR  , ANDREA NOELIA  VI-
LLAGRA, MARÍA JULIA VILLALBA, FRANCISCO VILLALBA, PABLO VI-
LLALBA  , VALENTINA  VILLAMAYOR, MARCELO  VILLAMONTE,
PAULA  VILLAREJO, GUSTAVO  VILLARINO  , MAGALÍ  VILLARRUEL  ,
THIAGO  VILLAVICENCIO GORRIZ, JOAQUÍN  VILLEGAS, LUCAS  VIN-
CENZI, LAURA  VIÑAS, EZEQUIEL  VIOLA, ROMINA  VITALE, ILÁN  VI-
VANCO, LORE  VRICELLA, MAXIMILIANO  WAGNER, NICOLÁS  WAIS-
MAN, SANTIAGO  WALL, ELISEO  WALLNOFER, DAMIÁN  WEBER,
ARIANA  WERBER, MARTÍN Y CIRO  WIEMANN, PABLO  WIESEMANN,
SEBASTIÁN  WILHELM, SEBASTIÁN  WILHELM, ALEJANDRO  WI-
L L I A M S , R O N  W I L L I A M S , F E R N A N D O  W I N D I S C H M A N N ,
CARLOS  WOLANIUK, JAVIER  WOOLEY, WILLIAM  WRIGHT, JUAN
CRUZ  WYNVELDT, ANA  YALOUR, JUAN PABLO  YANNIZZI, AGUSTÍN
NICOLÁS  YÁÑEZ, LEANDRO  YARZON ECHEVERRIA  , PABLO  YESI,
ALEJANDRO Y  YÉSICA, RAMIRO  ZABALA, INÉS  ZABALA, JUAN
CRUZ ZABALZA, LAUTARO ZACARÍA , RICARDO ZACARÍAS, MANUE-
LA  ZALAZAR, ANA INÉS  ZAMBRANA PESSANO, TABATHA Y
ANDRÉS ZAMPINI, LUIS GUILLERMO ZAMUDIO, FEDERICO ZANOTTI,
AMADEO FERNANDO ZANOTTI, ALEJANDRO ZAPATA, ARIADNA MAR-
CELA  ZÁRRAGA, IGNACIO  ZAVALLA, FRANCISCO  ZAZZU,
LETIZIA  ZEBALLOS, FEDERICO  ZENOBI, ORNELLA  ZERR,
EZEQUIEL ZETA, ANDRÉS ZETINA GUTIÉRREZ , GABRIELA ZIGALER,
NICOLÁS ZILIOTTO, GASTÓN EZEQUIEL ZINNI , MARIANO ZORZANO,
ANDRÉS ZUALET, BRIAN ZUKER, YAEL ZUNINO Y LEILA ZURDO.

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Esta 1ª edición se terminó de imprimir
en Pausa Impresores, Buenos Aires, en
junio de 2021.

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