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Diego Cid, “Primer Torneo Interplanetario de Pacman”

Sería erróneo pensar que todo empezó con el primer Torneo Interplanetario de
Pacman. En realidad, la locura comenzó cuando los Elrogs vieron el juego por
primera vez. Uno de ellos —dicen que fue el mismísimo Embajador, aunque es poco
probable que haya sido así— se acercó a la máquina lentamente y envolvió la palanca
de control con sus tentáculos azules. Pasó toda la mañana esquivando fantasmas y
comiendo píldoras blancas, hasta que las autoridades terranas le pidieron formalmente
que abandonara el juego. Luego del episodio, el Secretario de Comercio Espacial
intuyó que los humanos finalmente habíamos encontrado algo para exportar a Elrog,
que hasta el momento no había parecido necesitar nada de estos lares. El primer envío
se agotó a la semana terrestre. Con el segundo y tercer envío, redujimos la enorme
deuda que nuestro viejo planeta mantenía con los Elrogs. Cuando llegó la orden para
el cuarto pedido, las autoridades terranas entraron en pánico. ¡Querían una máquina
para cada habitante del planeta! La mayoría de las fábricas terrestres comenzaron a
producir Pacmans por millones; todo el mundo conocía alguien que estuviera en el
negocio. En casi todas las ciudades del mundo se levantaron monumentos al personaje
amarillo que nos había salvado de la bancarrota. Pero nadie lograba entender la
fascinación de los Elrogs por el juego; eran una raza antigua y brillante, que había
logrado el viaje en el tiempo, la generación de energía ex nihilo, el viaje intergaláctico
rápido y seguro y la inmortalidad, entre otras cosas. No faltaron oportunistas que
intentaron venderles otros juegos antiguos como el Tetris, el Memotest o el Mario
Bros, pero nada más parecía interesarles.

En los programas terranos de televisión abundaban los filósofos que elogiaban la


estructura del juego. Era, decían algunos, una genial metáfora arcade del conflicto de
lucha de clases. El gordo consumista acechado por el fantasma de la pobreza. Muchos
farsantes decían jugarlo en sus casas desde pequeños y hablaban del Pacman con
familiaridad, como si se tratase de un viejo amigo. Nadie les creía: el juego había sido
abandonado siglos atrás, y nadie lo había mencionado hasta que el primer Elrog había
enroscado sus tentáculos en la palanquita naranja.

Unos meses después del cuarto envío (que había saldado la vieja deuda con el planeta
de los pulpos), el Embajador Elrog informó sobre lo que sería el acontecimiento más
importante (y bizarro, desde mi punto de vista) de todos los tiempos: el Primer Torneo
Interplanetario de Pacman. La Tierra formó una selección de lunáticos que,
impulsados quizás por la curiosidad, habían dedicado sus vidas al juego. Tuve la
suerte de ser elegido para formar parte del equipo de periodistas que cubrirían el
evento, a desarrollarse en una luna de Phires, el segundo gigante gaseoso que orbitaba
Próxima Centauro.

Allí conocí a Ras, un pulpo gigantesco y amistoso a quien, junto con varios colegas,
Elrog había destacado para informar sobre el evento. Me ayudó a registrarme en una
de las pocas habitaciones secas del hotel y me llevó hasta la única cantina que había
en el lugar, a la que tuve que ingresar con traje de baño y esnórquel. Hablamos
durante horas; realmente no había nada que hacer hasta el otro día, cuando empezaran
las primeras partidas. Me contó sobre su vida y sobre la historia del planeta. Al
parecer, habían pasado muchos malos ratos: guerras, epidemias, sequías, hambrunas y
todo ese tipo de cosas. Me habló de su familia. Tenía una esposa en Errgus, el
gigantesco lago capital de Elrog.

Unas semanas más tarde anunciaron al ganador. Para mi sorpresa, era un humano: un
adolescente de apenas dieciséis años que había pasado el último de ellos sentado
frente a una máquina Pacman, y que había arrasado con sus oponentes, pulpos y
humanos por igual. El Embajador Elrog lo condecoró en una ceremonia hermosa, que
se llevó a cabo en un estanque lujosamente adornado y con vistas al espacio. El joven,
de apellido Guzmán, casi no podía hablar de la emoción. Cuando los pulpos
anunciaron el premio en dinero, el joven dejó caer el esnórquel y se desmayó. El
Embajador comenzó a hablar nuevamente y dijo que habría un premio extra, por
tratarse del primer torneo de este tipo: entregarían una luna agrícola al país de origen
de Guzman. Los pulpos aplaudieron suavemente con sus tentáculos, pero los humanos
tuvimos que aferrarnos los unos a los otros para no caer al agua. ¡Una luna agrícola!
¡Sería el fin del hambre en la Tierra, el fin de la economía y las finanzas opresoras!
¡El fin de las guerras, probablemente! Porque el país de origen de Guzman era la
Tierra entera, desde que los Estados Nacionales se habían fusionado en una enorme
confederación.

Unas horas más tarde, me hallaba sentado en la cantina frente a Ras, que me miraba
sonriente, esperando algún comentario de mi parte. Yo casi no podía hablar, y se lo
dije. Comenzó a reír a carcajadas, junto con todos los pulpos a su alrededor, que me
miraban con interés. Era el único humano en el lugar. Rió tanto que soltó una
nubecilla de tinta por detrás y se disculpó por ello, sonrojándose.

—Ras —dije —, ¿por qué les gusta tanto el Pacman?

—No nos gusta el Pacman, es un juego estúpido —dijo recobrando la compostura. No


supe qué otra cosa preguntarle, me hallaba demasiado confundido—. Tranquilo —
agregó—; en el caso de ustedes fue el Pacman, con los Huich fue algo parecido a lo
que ustedes llaman balero. En ese caso, ni siquiera tuvimos que dejarnos vencer en el
torneo; apenas podíamos sostenerlos.

Entendí. Me puse de pie lentamente y pensé en pagar la cuenta de la cantina, pero


luego comprendí que era ridículo.

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