La tomamos, sosteniéndola por el tallo entre el pulgar y el índice, y la observamos. Está seca, las nervaduras son canales vacíos por donde ya nada circula. Es marrón y frágil: una ligera presión la quebraría. Tiene varias puntas que se doblan hacia el centro y le dan una forma ahuecada. Aprovechamos esa forma y la depositamos con cuidado sobre la cinta de agua que corre a nuestros pies, junto al cordón de la vereda. La parte cóncava hacia arriba; la punta más larga hacia adelante. Es un barco. Un cajón de fruta olvidado, vacío, asoma entre bolsas de desperdicios. Lo levantamos y lo miramos bien: como todos los cajones de fruta, es rectangular. Cualquiera de sus lados puede ser la base. Si lo apoyamos sobre una de las caras menores, parece un edificio. Es un edificio. Lo dejamos junto al cordón, a dos pasos del lugar donde encontramos la hoja caída. Una mariposa que ha perdido el rumbo revolotea un minuto ante nuestros ojos, buscando alguna superficie. En un largo parpadeo baja hasta el nivel del agua y vacila; después, elige. Con cuidado para no dañarse las alas, aterriza sobre la cáscara quebradiza que navega despacio. Ahora también ella navega: es una pasajera. El agua se desliza, lenta, por el suave declive de la calle. La mariposa embarcada, también. Pero es otoño: eso hace no sólo que las hojas se sequen y caigan, y las mariposas pierdan el rumbo, sino que el viento se empeñe en trastornar los movimientos de la vida. El viento obliga al agua a cambiar de dirección. Ahora, la hoja se dirige hacia donde está el cajón de fruta. Solitario, un niño se asoma a mirar el leve espectáculo. Nunca ha visto una mariposa navegando. No sabe que lo estamos mirando, y eso hace más único su gesto de no tocarla. Se queda quieto, agachado en el borde de la vereda, vigilando el paso de la embarcación. Seguimos su mirada: va hacia la mole que corta la corriente de agua, la que a pesar del declive corre hacia allí empujada por el viento. Después, los ojos del niño vuelven a la mariposa encaramada. Sigue quieto; pero ahora nos parece menos estático que antes. Un movimiento ha empezado a insinuarse. El niño mira alternativamente el cajón y la hoja, y al fin se decide. Se agacha un poco más y, estirando el brazo, toma la mariposa por la punta de las alas y la deposita en una rodilla, desde la que ella emprenderá el vuelo otra vez. La hoja sigue navegando vacía, arrastrada por el viento. Un poco más, y se detendrá de golpe contra el cajón de madera que interrumpe el paso del agua. Tal vez intente bordearlo y seguir la marcha; tal vez quede allí detenida, como un navío anclado en el puerto. Al día siguiente leemos en los diarios que un barco que navegaba aguas arriba por un río caudaloso chocó contra el frente de un edificio, mientras la única pasajera fue salvada milagrosamente por la intervención de un gigante.