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culturas del desempleo de larga duración y de la nueva pobreza urbana (Engbersen et al.,
1993).
Desde esta perspectiva, la cultura se analizaba como un fenómeno construido en la
interacción de actores con intereses distintos, que podían llegar a resultados inesperados a
lo largo de los procesos de privatización de las empresas. El análisis de estos procesos
desde el punto de vista de los actores resultaba muy sugerente para entender los cambios
productivos y las formas distintas de participación de los trabajadores frente al cambio
tecnológico, de acuerdo con las características de las empresas y el entorno local, regional,
nacional e internacional.
“La nueva cultura de la participación” y las situaciones de trabajo precarias, como las que
se experimentaban en las industrias maquiladoras del norte del país. Un asunto novedoso en
la discusión intelectual del momento fue el abordaje de las identidades ocupacionales y de
género.
Otro elemento que sobresale en esta línea es la posibilidad de vincular los aspectos
objetivos de las trayectorias laborales y el mundo de representaciones construidas por los
trabajadores calificados sobre su propio desempeño, su situación actual y sus expectativas
de futuro.
El ámbito sindical fue otro espacio privilegiado para el análisis de la cultura laboral,
entendida como un proceso interactivo de creación de sentido que se expresaba en las
prácticas sociales e institucionales de los sujetos.
Este conjunto de investigaciones, a pesar de que apuntaban hacia aspectos muy disímbolos
de la llamada cultura laboral, coincidían en subrayar tres rasgos fundamentales:
La interconexión global de los procesos productivos y la flexibilización de la mano
de obra.
La existencia de tantas culturas como formas de adecuación de los modelos
productivos dominantes a las realidades socioculturales concretas.
La diversidad de prácticas de los actores laborales y de sus espacios de
significación, situados entre la producción y el consumo, el momento del trabajo y
el tiempo de ocio, la organización de la producción y la organización del mundo
doméstico de la reproducción.
CULTURAS E IDENTIDADES LABORALES EN LA PRIMERA DÉCADA DEL SIGLO
XXI.
La dimensión simbólica del trabajo
Desde finales del siglo XX, el antropólogo Luis Reygadas resaltó la importancia de un giro
en el pensamiento social mexicano hacia aspectos simbólicos y subjetivos de los fenómenos
sociales, que en el terreno de lo laboral coincidía con la interacción de diversas culturas del
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principios básicos de la interacción y, con ello, los procesos mismos de constitución del ser
social. Con este propósito, consideramos útil incorporar el concepto de “identidad social”
en el campo de los estudios laborales.
Zygmunt Bauman, ha desarrollado esta idea desde una perspectiva sociológica que él
mismo denomina “sociología de la posmodernidad” y que constituye la versión más radical
de esta corriente de pensamiento. Según este autor, mientras las relaciones humanas
estuvieron sostenidas en la cohabitación, en el conocimiento mutuo, la identidad no fue una
preocupación: “Hubo que esperar a la lenta desintegración y a la merma del poder de
control de las vecindades, para que naciera la identidad como un problema y, ante todo,
como una tarea” (Bauman, 2005: 46).
En particular, pensar en una modernidad ligera, líquida, que acaba con los anclajes sociales
de la familia, la nación, etc., e incluso con las formas de agrupamiento social que estaban
en la base de las identidades de clase y de género, y reducirla a una identidad
autorreferenciada, situada en ningún lugar, es en sí misma una simplificación de las formas
sociales “realmente existentes en el diverso y cambiante mundo actual”.
A partir de este concepto, es posible descubrir aquello que subyace a la sensación de vivir
en un mundo único, sin fronteras, que todos los días nos devuelven los medios de
comunicación y que se reproduce en la comunicación a distancia, en la internet, etc., en
suma, en la imagen de un “nosotros” donde no existen los “otros”.
Esta sensación tiene su contraparte en la fragmentación y relocalización de los procesos
productivos del centro a la periferia, en las guerras regionales exportadas desde el centro
mundial del terror y en los conflictos interétnicos y religiosos producidos por las
migraciones que son resultado de aquellas guerras y de la desigualdad social fomentada por
los instrumentos de la economía global en crisis, por poner sólo algunos ejemplos de la
contradicción entre unidad-fragmentación que revela de manera más puntual el concepto de
globalización.
Desde la antropología, Jonathan Friedman (2001) ha insistido en la necesidad de analizar lo
que pasa con la desintegración del “centro” que daba coherencia a las sociedades modernas.
La crisis de hegemonía de la sociedad industrial es una expresión de este proceso de
desintegración que viene desde el centro del sistema global.
Esta perspectiva ascendente de la globalización permite, además, observar este proceso
desde la situación existencial del sujeto, variable a lo largo de la historia, y desde la
particularidad de su experiencia que echa por tierra las concepciones pretendidamente
universales de la globalización.
La primera se refiere a las propiedades comportamentales y representacionales “atribuidas”
a una población dada. En palabras de Bourdieu (1988), sería el intento de comprender la
unidad de las prácticas sociales por medio de un concepto como el de habitus. En este
sentido, podríamos hablar de ciertas propiedades y representaciones atribuidas socialmente
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a las ocupaciones y profesiones que las distinguen a lo largo de grandes periodos históricos.
Por su parte, la “cultura diferencial” constituiría la realización de la anterior en la
especificidad histórica, espacial y subjetiva de las profesiones/ocupaciones y aludiría a la
multiplicidad de interpretaciones sobre “la naturaleza de las cosas” producidas por los
sujetos, a su diversa y variable experiencia subjetiva, pero también a la “coherencia” que
colectivamente construyen.
Identidades laborales
La pertinencia del concepto de identidad fue actualizado en México a la luz de las
contradicciones del mundo laboral, caracterizado por la convivencia entre el trabajo
descalificado y el trabajo profesional y supercalificado que exigen las nuevas tecnologías
de la información (Hualde, 1998). Los cambios producidos en el mercado de trabajo por la
presencia masiva de las mujeres fue también un factor que inspiró el desarrollo de estudios
sobre los cambios genéricos de las ocupaciones y profesiones y la segregación laboral
(Oliveira y Ariza, 1997).
Como puede verse en uno de sus textos, escrito al alimón con Didier Demazière (1997),
este autor y su colega se inclinan por un concepto de identidad asentado en la experiencia
narrada por el sujeto, a la que denominan “definiciones de situación”. A partir de estas
“definiciones”, exploran el camino interpretativo de reconstrucción para establecer el
vínculo complejo entre la experiencia individual y los marcos sociales. Atribuyen al
lenguaje un papel central para dar cuenta de las representaciones simbólicas del mundo
elaboradas por los individuos.
Esta dualidad del proceso identitario (Dubar, 2000) recupera el sentido social, sociológico e
histórico del concepto de identidad que se había perdido con el posmodernismo. Al dar a la
identidad “para sí” una dimensión temporal, es posible comprender el tránsito entre la
experiencia biográfica y los procesos sociohistóricos que la influyen y que, a su vez, sólo
existen mediante la experiencia narrada.
Desde el punto de vista del desarrollo de la llamada “sociedad del conocimiento”, el estudio
de las profesiones también es “políticamente importante”, si las vemos como monopolios
de conocimiento y competencia. En esta línea de reflexión, convendría ahondar en los
procesos de conocimiento como vías de constitución de los sujetos.
Conviene subrayar el carácter subjetivo y procesual que tiene el concepto de aprendizaje
desde esta perspectiva, que lo concibe como un esfuerzo que se despliega “a lo largo de una
historia de vida” dentro de un contexto más comprensivo de experiencia colectiva. En este
sentido el aprendizaje es “subjetivamente específico e históricamente situado”, lo que
quiere decir que está imbuido en las situaciones prácticas experimentadas por el individuo y
que incluye, además de los aspectos del conocimiento y la conciencia, las emociones y las
percepciones de sí mismo y de la situación vivida.
Identidad profesional y género.
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Las diferencias de género, de calificación, clase, etnia y muchas otras que recorren la
formación profesional de las personas a lo largo de su vida, su ingreso al mercado de
trabajo y las características de su mundo familiar, son factores que actúan de manera muy
importante en la estructuración de sus identidades.
La identidad profesional está lejos de constituir un conglomerado inmutable de valores,
normas y prácticas compartidos igualmente por hombres y mujeres. Su carácter histórico
está relacionado con el espacio y el tiempo de vida de las personas. Actualmente, los
cambios en la organización del trabajo, la introducción de nuevas tecnologías, la
disminución del trabajo industrial y la expansión de los servicios, la llamada “revolución
del conocimiento”, las nuevas formas de competencia, la mayor presencia económica de las
mujeres, la fragilidad de los lazos laborales y la creciente flexibilización del trabajo que se
expresa en la intermitencia y movilidad laboral intensa, o la exclusión definitiva de las
personas en o del trabajo son todas ellas condiciones que tienen una repercusión en las
identidades profesional y laboral y en las posibilidades de acción colectiva de los
individuos, hombres y mujeres.
De este entrelazamiento entre el mundo reproductivo y productivo resultan identidades
genérico-profesionales sostenidas en dos ejes contradictorios: la maternidad y la profesión.
En este sentido, podríamos pensar en un esquema en el que una mayoría de mujeres
construye su identidad laboral buscando de distintas maneras conciliar estas dos esferas que
constituyen parte central de su mundo de vida, otras pocas que por distintas razones eligen
sólo una de estas esferas para realizarse como madres-esposas o bien como profesionistas.
En el fondo de estas identidades laborales femeninas corren procesos contradictorios más
generales de resignificación de las categorías genéricas socialmente configuradas y
transmitidas, y las propias experiencias biográfica. En el caso de las profesionistas, la
familia y la escuela son los dos espacios sociales que más influyen en su orientación
profesional y donde tienen lugar las batallas reales y simbólicas decisivas en el futuro de la
vida de las mujeres.
En ellos construyen y reconstruyen sus gustos y preferencias profesionales, readecuando los
modelos que define la masculinidad y la feminidad de las profesiones desde una cultura
masculina no siempre explícita (Loudermilk, 2004).
Por esta razón, la elección de carreras “femeninas” o “masculinas” tiene un enorme
significado, no sólo desde el punto de vista profesional sino también de la identidad
genérica de las mujeres. Igualmente, las decisiones relativas a su vida familiar están
vinculadas a su condición laboral. Es por ello por lo que afirmamos que los perfiles
profesionales de las mujeres, su profesionalismo entendido como su desarrollo profesional,
su estado de competencia, su empleabilidad, dependen de los arreglos familiares y de sus
disposiciones, que oscilan entre la domesticidad y la realización individual, desarrolladas a
lo largo de su vida activa.
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De ahí que las identidades profesionales se estén acomodando de manera permanente a los
cambios en los procesos de transmisión del conocimiento y de aprendizaje en la escuela y
en el trabajo, y paralelamente a las modificaciones de los modelos familiares (Pacheco y
Blanco, 2007).
En el caso de las profesiones feminizadas, una aportación novedosa a esta discusión la hace
Tolentino (2007) a partir de un estudio de caso sobre enfermeras de un prestigioso hospital-
escuela de la ciudad de México. se observan ganancias para las mujeres que han logrado el
reconocimiento de su trabajo profesional más allá de los estereotipos vocacionales
predominantes en esta profesión, pero también la continuación y extensión de situaciones
de exclusión por razones de género y clase.
Desde esta perspectiva, el espacio institucional es visto como un espacio relacional
privilegiado para la construcción de las identidades profesionales. En las profesiones
masculinizadas, como la ingeniería, es común que las mujeres se adhieran al mismo tipo de
valores, compartan las mismas expectativas y adquieran en principio la misma identidad
profesional que los hombres (Beraud, 2007). No obstante, esta identidad profesional
adquirida a lo largo de su formación acaba chocando con la realidad de la vida laboral de
las empresas, regidas por el ejercicio de la autoridad, el compromiso con la empresa, la
competencia y el desequilibrio entre la vida profesional y personal.