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Crítica de la catarsis; lo kitsch y lo vulgar

Las obras de arte son capaces de apropiarse lo heterogéneo a ellas, su


enredamiento en la sociedad, porque ellas mismas son al mismo tiempo algo
social. Sin embargo, su autonomía (laboriosamente arrebatada a la sociedad y
surgida socialmente) tiene la posibilidad de recaer en la heteronomía; todo lo
nuevo es mas débil que lo siempre igual acumulado y esta listo a regresar al lugar
de donde vino. El nosotros encapsulado en la objetivación de las obras no es
radicalmente diferente del nosotros exterior, si bien a menudo es un residuo de un
nosotros real pasado. Por eso, la apelación colectiva no es simplemente el pecado
original de las obras, sino que algo en su ley formal la implica. No es por pura
obsesión con la política que la filosofía griega grande concede al efecto estético
mucho mas peso de lo que su tenor objetivo hace esperar. Desde que el arte quedo
incluido en la reflexión teórica, esta padece la tentación de elevarse por encima
del arte y caer así por debajo de el y entregarlo a las relaciones de poder. Lo que
hoy se llama determinación local tiene que salir del hechizo estético; la soberanía
barata que le asigna al arte su situación social lo trata a la ligera una vez que ha
despachado su inmanencia formal como un autoengaño ingenuo y vano, como si
esa inmanencia no fuera otra cosa que aquello a lo que condena al arte su lugar en
la sociedad. La valoración que Platón hace del arte según corresponda o no a las
virtudes militares de la comunidad popular que el confunde con la utopía, su
rencor totalitario contra la decadencia real o inventada por odio, su aversión a las
mentiras de los poetas, que no son otra cosa que el carácter de apariencia del arte,
al que el llama al orden existente: todo esto mancha el concepto de arte en el
mismo instante en que se reflexiona sobre el por primera vez. Ciertamente, la
purificación de los afectos en la Poética de Aristóteles ya no se adhiere sin tapujos
a los intereses de dominio, pero los salvaguarda cuando su ideal de sublimación
encarga al arte, en vez de la satisfacción física de los instintos y las necesidades
del público, instaurar la apariencia estética como sustituto de la satisfacción: la
catarsis es una acción de purificación contra los afectos en connivencia con la
opresión. La catarsis aristotélica esta anticuada porque forma parte de la mitología
del arte y es inadecuada a los efectos reales. A cambio, las obras de arte han
consumado en si mismas mediante la espiritualización lo que los griegos
proyectaban a su efecto exterior: las obras de arte son, en el proceso entre la ley
formal y el contenido material, su propia catarsis. Sin duda, la sublimación
(incluida la sublimación estética) forma parte del progreso civilizatorio y del

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progreso intra-artístico, pero también tiene un aspecto ideológico: debido a su


falsedad, el sustituto «arte» priva a la sublimación de la dignidad que reclama para
el todo el clasicismo que sobrevivió durante mas de dos mil años bajo la
protección de la autoridad de Aristóteles La teoría de la catarsis imputa
propiamente al arte el principio que al final la industria cultural toma en sus
manos y administra. El índice de esa falsedad es la duda razonable en que el
beneficioso efecto aristotélico tuviera lugar alguna vez; el sustituto bien pueden
haberlo proporcionado siempre unos instintos atrofiados. — Incluso la categoría
de lo nuevo, que en la obra de arte representa lo que todavía no existe y aquello
mediante lo cual ella trasciende, lleva la marca de lo siempre igual bajo una
cubierta que va cambiando. La consciencia encadenada hasta hoy ni siquiera es
dueña de lo nuevo en la imagen: suena de nuevo, pero no es capaz de sonar lo
nuevo. Si la emancipación del arte solo fue posible mediante la recepción del
carácter de mercancía en tanto que apariencia de su ser-en-si, con el desarrollo
posterior el carácter de mercancía vuelve a salir de las obras de arte; a esto
contribuya no poco el Jugendstil, con la ideología de la introducción del arte en la
vida y con las sensaciones de Wilde, d'Annunzio y Maeterlinck, que son preludios
de la industria cultural. El avance de la diferenciación subjetiva, el incremento y la
difusión del ámbito de los estímulos estéticos, hizo disponibles a estos, que
pudieron ser producidos para el mercado cultural. La adhesión del arte a las
reacciones individuales más fugaces se alió con su cosificación; su semejanza
creciente con lo subjetivamente físico lo alejó en la mayor parte de la producción
de su objetividad y se puso al servicio del público; por tanto, el lema l'art pour
l'art era la tapadera de su contrario. El griterío sobre la decadencia es verdadera en
tanto que la diferenciación subjetiva tiene un aspecto de debilidad del yo, el
mismo que la mentalidad de los clientes de la industria cultural; ésta supo sacarle
partido. Lo kitsch no es, como quisiera la fe en la cultura, un mero producto de
desecho del arte, surgido mediante una acomodación desleal, sino que espera en el
arte a que llegue la ocasión de emerger desde el arte. Mientras que lo kitsch se
escapa de toda definición, también de la histórica, una de sus características más
tenaces es la ficción y, por tanto, la neutralización de sentimientos no presentes.
Lo kitsch parodia a la catarsis. Pero la misma ficción la hace el arte de calidad, y
ella era esencial para él, pues al arte de calidad le es ajena la documentación de
sentimientos presentes realmente, el volver a exponer la materia prima psíquica.
Es inútil intentar trazar de una manera abstracta las fronteras entre la ficción
estética y las baratijas sentimentales de lo kitsch. Lo kitsch es un veneno que está
mezclado con todo arte; segregarlo es uno de los esfuerzos desesperados del arte
de hoy. Complementaria al sentimiento producido y malvendido es la categoría de
lo vulgar, que afecta a todo sentimiento vendible. Qué sea vulgar en las obras de
arte es tan difícil de precisar como responder a la pregunta que planteó Erwin

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Ratz: ¿cómo se puede integrar en la vulgaridad al arte, que de acuerdo con su


gesto apriórico es protesta contra la vulgaridad? Sólo mutilado, lo vulgar
representa lo plebeyo que el arte llamado elevado deja fuera. Donde el arte
elevado se inspira en esos momentos plebeyos sin guiños de complicidad adquiere
una gravedad que es lo contrario de lo vulgar. El arte se volvió vulgar por
condescendencia: donde, mediante el humor, apela a la consciencia deformada y
la confirma. Al dominio le vendría bien que lo que él ha hecho de las masas y para
lo que él instruye a las masas figurase en el debe de las masas. El arte respeta a las
masas al presentarse ante ellas como lo que ellas podrían ser en vez de adaptarse a
ellas en su figura degradada. Socialmente, lo vulgar en el arte es la identificación
subjetiva con la humillación reproducida objetivamente. En vez de lo negado a las
masas, ellas disfrutan reactivamente, por rencor, de lo que la negación causa y
usurpa el lugar de lo negado. Que el arte inferior, el entretenimiento, sea obvio y
socialmente legítimo es ideología; esa obviedad sólo es expresión de la
omnipresencia de la represión. El modelo de lo vulgar estético es el niño que en el
anuncio guiña un ojo mientras prueba un pedazo de chocolate, como si eso fuera
pecado. En lo vulgar retorna lo reprimido con las marcas de la represión;
subjetivamente, es expresión del fracaso de esa sublimación que ensalza al arte
como catarsis y se atribuye el mérito porque se da cuenta de que hasta hoy el arte
(como toda la cultura) apenas ha salido bien. En la era de la administración total,
la cultura ya no necesita primariamente humillar a los bárbaros que ella crea; basta
que fortalezca mediante sus rituales a la barbarie, que desde tiempos inmemoriales
se venía sedimentando subjetivamente en ella. - El hecho de que aquello a lo que
el arte siempre recuerda no exista desencadena la ira; ésta es transferida a la
imagen de eso otro, que queda manchado. Los arquetipos de lo vulgar que a veces
el arte de la burguesía emancipadora domeñó de manera genial en sus payasos,
criados y papagenos son hoy las sonrientes bellezas de los anuncios en cuyo
elogio se unen en beneficio de las marcas de crema dentífrica los carteles de todos
los países, a los cuales quienes se saben engañados por tanto resplandor femenino
les pintan de negro los deslumbrantes dientes y hacen visible con santa inocencia
la verdad sobre el resplandor de la cultura. Al menos este interés es atendido por
lo vulgar. Como la vulgaridad estética imita de manera adialéctica la invariante de
la humillación social, no tiene historia; los graffiti celebran su eterno retorno.
Ninguna materia ha sido prohibida jamás por el arte en tanto que vulgar; la
vulgaridad es una relación con las materias y con aquellos a los que se apela.
Entre tanto, su expansión a lo total se ha tragado lo que decía ser noble y sublime:
una de las razones para la liquidación de lo trágico, que se ha consumado en los
finales de las operetas de Budapest. Hoy hay que rechazar todo lo que se presenta
como arte ligero; pero no menos lo noble, que es la antítesis abstracta de la
cosificación y al mismo tiempo su presa. Desde los tiempos de Baudelaire, a lo

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noble le gusta aliarse con la reacción política, como si la democracia en tanto que
tal (la categoría cuantitativa de la masa) fuera la causa de lo vulgar y no la
opresión permanente en medio de la democracia. Hay que mantenerse fiel a lo
noble en el arte, que al mismo tiempo tiene que reflejar su propia culpabilidad, su
complicidad con el privilegio. Su refugio ya sólo es la firmeza y la resistencia del
dar forma. Lo noble se convierte en lo malo, en lo vulgar, mediante su
autoposición, pues hasta hoy no hay nada noble. Mientras que, desde el verso de
Hölderlin90, ya nada santo vale para el uso, lo noble se nutre de una contradicción,
como podía notar el joven que Ida con simpatía un periódico socialista y al mismo
tiempo sentía repugnancia hacia su lenguaje y su mentalidad, el fondo subalterno
de la ideología de una cultura para todos. En todo caso, aquello por lo que ese
periódico tomaba partido no era el potencial de un pueblo liberado, sino el pueblo
como complemento de la sociedad de clases, el universo estético de votantes con
el que hay que contar.

90 Cfr. Friedrich HÖLDERLIN, «Eins hab ich die Muse gefragt», en op. cit., vol. 2, p. 230.

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