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15/12/21 21:16 Ramos Sucre: la pasión por los orígenes - José Antonio Ramos Sucre

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José Antonio Ramos Sucre


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Ramos Sucre: la pasión por los orígenes

Ramos Sucre: la pasión por los orígenes

Por Guillermo Sucre*

Crédulo en la mayor veracidad de los símbolos del arte, espera dar con una explicación musical y sintética del
universo.
(José Antonio Ramos Sucre)

José Antonio Ramos Sucre nació el 9 de junio de 1890 en Cumaná, «esa idolatrada Jerusalem», como él
mismo la llamó en uno de sus poemas iniciales. Casi no tuvo una infancia normal: fue formado obsesivamente en
estrictas disciplinas humanísticas, para las cuales estuvo especialmente dotado. En Caracas estudió leyes y, al
término de su carrera, se desempeñó circunstancialmente como juez, por cierto con sabiduría y rectitud. Desde
muy joven se ganó la vida como profesor de latín e historia universal en liceos y como traductor de diversas
lenguas en la Cancillería venezolana. Este trabajo consumió muchas de sus energías físicas; lo cumplió siempre
con el esmero y la tenacidad que le infundía su pasión intelectual, no obstante la fragilidad de su salud, sus
crónicos insomnios y la concentración que le exigía su propia obra.

Publicó en 1921 Trizas de papel, libro quizá todavía un tanto indefinido e indeciso; y en 1923, una plaquette
titulada Sobre las huellas de Humboldt, que calificó de «ensayo» y era, sin duda, algo más. En los seis años
siguientes será cuando se dibuje el verdadero trazo de su obra. Corrige los escritos de su primer libro, retoma su
«ensayo» sobre Humboldt y añade cincuenta nuevos textos, imponiéndole a todo ello un orden más vasto y
significativo. Así nace en 1925 La torre de timón, un libro que es ya lo que una conciencia poética requiere para
darnos la impresión de un universo verbal con su propia trama de significaciones.

Las formas del fuego y El cielo de esmalte, ambos de 1929, amplían y matizan su visión; con ellos culmina
también el inconfundible estilo de sus poemas en prosa. Ese genio de la concisión y de la síntesis que le permite
recrear épocas, personajes y aventuras de la historia como si estuviera -otra vez- fabulando y descifrando los
emblemas del mundo. En efecto, la poesía de Ramos Sucre dramatiza y superpone (como «los agilitados
caballos de Fidias») la más versátil metáfora del hombre y sus civilizaciones, así como la fijeza, a veces trágica,
de su destino.

La perfección: La fatalidad
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Hacia fines de 1929, Ramos Sucre salió por primera vez de Venezuela en busca de cura a los males físicos y
psicológicos que lo aquejaban. En Ginebra, el 9 de junio de 1930 -justo cuando cumplía cuarenta años-, se
envenena, muriendo pocos días después. En una de sus últimas cartas, al referirse a sus dolencias, había escrito:
«solamente el miedo al suicidio me permite sufrir con toda paciencia». Por esas mismas cartas, sin embargo,
sabemos que otro miedo se sobrepuso a aquél: el de perder sus facultades mentales. Su decisión final, pues, no
fue, como ligeramente se ha dicho, «un acto de extremo repudio a la vida»1; habría que verla más bien como la
opción de la lucidez. ¿No era lo que ya estaba inscrito, además, en varios pasajes de su obra? Una de sus
múltiples personas poéticas, que había aprendido en Lucrecio el trato con la naturaleza imparcial, lo previó así.
«Yo había concebido -dice- la resolución de salir voluntariamente de la vida al notar los síntomas del tedio, las
trabas y cadenas de la vejez»2. Otra, en un sueño que es como la experiencia de la posvida, sabe intuir la llegada
de la muerte «a la hora misma designada en el presagio». El desesperado de uno de sus poemas, luego de un
fallido intento de suicidio, llega a decir: «He sentido el estupor y la felicidad de la muerte». Ya sea por distintos
motivos, son innumerables los personajes de Ramos Sucre en los que aparece la clarividencia o la vocación
tanáticas, aun a veces en un sentido sacrificial.

La obra como prefiguración, la muerte (el vacío) que devuelve al texto su verdadero ser (lo pleno): ¿no
corresponde todo ello al sentido absoluto con que Ramos Sucre concebía y practicaba la escritura, erigiéndola en
principio autónomo y, por ello mismo, convirtiéndola en destino? Escribir, ¿no sería en el fondo, para él, un
continuo suicidio, un modo de figurarlo en la ficción y de aplazarlo en la realidad, sabiendo que finalmente ambas
se unirían? Si la escritura es «el ser que sufre de su misma perfección»3 ¿no conduce a elegir, en última
instancia, el silencio, es decir, esa forma irreparable y ya invulnerable de la palabra?

No es necesario dramatizar patéticamente la vida y la obra de Ramos Sucre -lo que él más bien rechazó-,
para encontrarles sentido a tales interrogantes. Sólo habría que subrayar esto: Ramos Sucre pertenece a ese
linaje de escritores para quienes el suicidio o la muerte forman parte del acto creador mismo. De Heinreich von
Kleist dice Cioran que es imposible leer una línea sin pensar en su suicidio: «es como si su suicidio hubiese
precedido a su obra»4. ¿No es lo mismo que podría decirse de Ramos Sucre, de la fatalidad con que se
desarrolla su escritura? Fatalidad de la escritura: signos irreversibles, inscripciones, más bien, palabras que son
epitafios; igualmente la acuidad de una visión en la que principio y fin se juntan.

Deficiencias y equívocos de la crítica: no siempre ha reparado del todo en las implicaciones y consecuencias
de este carácter de la obra de Ramos Sucre.

No deja de asombrar, por ejemplo, que sus textos hayan sido considerados simplemente como prosa. El
destino de la prosa -afirma Paul Valéry- es el de ser perecedera, es decir, el de ser comprendida. Afirmación
extrema; sin embargo, podría iluminar, por contraste, la verdadera naturaleza de la prosa de Ramos Sucre. La
manera enigmática como ésta se formula, y aun resuelve, ¿no la hace imprevisible en el plano de las
significaciones? Su propio tejido verbal, su ritmo (su «entono», como diría Ramos Sucre), sus visiones e
imágenes, su propia composición y escritura, ¿no la insertan en el orden mismo de la poesía? Asombra, por
tanto, el que se la haya comparado con la prosa de otros escritores venezolanos, contemporáneos suyos: Ramón
Hurtado y Luis Correa5. La prosa de éstos es sólo elaborada o, como suele decirse «artística»; la del segundo
con mayor dignidad, sin duda. Pero lo estético en ambas es más bien decorativo: no obedece a un tratamiento
(in)tenso del lenguaje. Cofias, nieblas y molinos (1917), de Ramón Hurtado, pertenece a ese vago género de las
«impresiones de viaje» que puso de moda entre nosotros el modernismo, a cuya retórica declinante habría
también que adscribirlo. La hora de ámbar (1921), que el autor subtitula «pequeñas prosas líricas», es todavía un
libro de menos consistencia: todo él discurre en un lenguaje evanescente, cuyo refinamiento colinda con lo
artificioso. Terra Patrum (1930),> de Luis Correa,
Biblioteca se compone
americana sobre todo de «fantasías históricas», discretas
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sobrias en su estilo, que aun saben crear cierta atmósfera, iluminar un pasado con sincero encantamiento; pero
tampoco pueden ser propuestos como textos poéticos. A uno y otro, entonces, ¿cómo compararlos o
relacionarlos con Ramos Sucre, con el poder de revelación que tiene en él la palabra?

Más allá de cualquier otra valoración estética, hay que decir que Ramos Sucre no escribió prosa sino
poemas en prosa. Lo que no es lo mismo. Es verdad que sus textos admiten muchas variantes, que no todos son
homogéneos en su estructura o en su concepción. Pero, ¿no es lo mismo que se advierte en un libro como Le
Spleen de Paris, de Baudelaire, que justamente ha sido considerado como modelo del poema en prosa? Es
también verdad que algunos de esos textos, especialmente entre los primeros que escribió Ramos Sucre, se
aproximan más al ensayo, la crónica, la reseña, y aun al discurso. Pero del mismo modo encierran una poética y
una visión del mundo. Hay todavía signos más visibles, más reveladores. Aun en sus textos discursivos o
conceptuales, Ramos Sucre se apoya sobre todo en trazos relampagueantes de lenguaje: lo que cuenta no son
sus ideas, sino el poder de una imaginación que logra iluminar antes que explicar. Imaginación que expone, no
propone. Imaginación verbal: modular todo según un ritmo, una imagen, un símbolo. «Plática profana», escrito en
1912, es buen ejemplo de esto. Se trata de un discurso en exaltación del general Ezequiel Zamora6; recordatorio
convencional, hasta prédica moral (sobre el heroísmo y la patria), gracias al poder del lenguaje, ese discurso va
adquiriendo una reverberación novelesca. La frase final, sobre todo, ¿no culmina en esa épica del destino, que es
también destello verbal, y que luego hemos admirado en algunos textos de Borges? Habría que citarla:

Anteriores días magníficos y no esos de nefasto nombre debieron componer la vida de Zamora: un escaso
destino le permitió apenas la oportunidad de mirar con asombro infantil aquella ráfaga ardiente de batalla,
pregonera de Venezuela Heroica por el ámbito de la América del Sur.

Ramos Sucre como simplemente prosista: sólo estamos ante uno de los tantos equívocos de que ha sido
objeto su obra, y no de los mayores. Hay otros tal vez más sorprendentes. En su propia época sufrió el peor de
todos: ni se la rechazó completamente, ni se la reconoció en su justo valor. La reticencia apenas disimulada y el
elogio con frecuencia externo se combinaron para de algún modo mantenerla en una suerte de limbo estético:
una obra rara, pero sin mayor trascendencia. Se la calificó, alternativa o simultáneamente, de romántica,
pamasiana, simbolista, casi como si se tratara tan sólo de la obra de un esmerado, tardío epígono; otro modo de
soslayar su radical singularidad. En efecto, ¿cómo podría pasar inadvertido el que esa obra fuese el resultado de
un trabajo continuo sobre el lenguaje; el que su rigor formal encarnara, por sí mismo, una ética y una visión del
mundo? Si, se habló de Ramos Sucre como el autor de piezas perfectas (de «esmero nimio», decían los
autosuficientes), se destacó la corrección de su estilo, se aludió a su manía lingüística (manía, en griego, quiere
decir delirio, y Platón hablaba de la divina manía del poeta): todo ello como si se tratase de algo prescindible o no
esencial (no «humano») en la poesía; el don muy peculiar de un señor avezado en gramática y en idiomas
clásicos y modernos.

Pero el formalismo de Ramos Sucre, ¿no era ya un rasgo de la conciencia moderna? Quien sepa leerme,
leerá una autobiografía en la forma, decía Valéry. Autobiografía en la forma: se entiende que ya no es el caso de
una autobiografía anecdótica, ni siquiera psicológica, sino del autor como tal (¿y aun del arte mismo?) a través de
los principios constructivos del lenguaje.

Perfección, corrección de estilo, manía lingüística: lo que, al parecer, no se quería reconocer en Ramos
Sucre era que la escritura fuese una pasión, una fatalidad: lo que hacemos al mismo tiempo que nos hace. ¿Por
qué tal renuencia, y en nombre de qué? Las respuestas son diversas y las iremos viendo a lo largo de este
análisis. Digamos sólo, por ahora, que en nombre
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americana del mensaje social en el arte; en una palabra,
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«lo humano». Ya Barthes ha explicado cómo ciertos mitos no son inocentes: se rechaza, por ejemplo, la buena
escritura porque se da por sentado que escribir mal es pensar bien; se cree que es también más vital, más
auténtico. De modo que se piensa bien, se es vital o auténtico con poco esfuerzo: sólo con recurrir a la
(auto)complacencia. ¿No es el mito de que habla Barthes lo que subyace en estas estimaciones críticas?

Así, con buena o mala intención, se aplicó y, en menor escala, se sigue aplicando a la obra de Ramos Sucre
los términos (previsibles) de «exotismo», «evasión», «intelectualismo», «deshumanización»; incluso se ha
hablado de ella como una obra «libresca». Ninguno de estos términos serviría para anular la validez estética (la
única posible) de una obra literaria. Se ha abusado tanto de ellos que ya se han convertido en contraseñas
usadas: sirven más para calificar a quienes las emplean. Es suficiente ubicarlos en el contexto preciso para intuir
que dicen lo contrario de lo que pretendían decir, lapidar. El exotismo en Ramos Sucre no es la búsqueda de
ningún nuevo pittoresque, sino verdadero exilio: nostalgia de la otra realidad. Su evasión no es irresponsabilidad
sino rechazo, distancia de la conciencia crítica. ¿Y hasta cuándo repetir que su supuesto intelectualismo no es
más que ejercicio de la inteligencia en su sentido más lúcido, más lúdico también: agudeza de espíritu; que su
llamada deshumanización es sólo resistencia a la sensiblería y la complicidad patéticas; esas excusas de que se
valen los poetas «humanos» justamente para no ser nunca culpables?

Pero me detengo en el último término. ¿Qué se intenta objetar cuando de un escritor se dice que es
«libresco»? Ya sabemos: que se inspira no en la vida sino en la literatura; que carece de emociones directas. En
ambos casos, todo escritor sería «libresco». La literatura es un sistema verbal; está formado por obra, no por
tranches de vie. El arte y la vida no son términos equivalentes por la simple razón de que en todo hecho estético
lo que cuenta es la forma; la intensidad vital de un escritor no la conocemos sino a través de su lenguaje. Y no
hay lenguaje que no provenga de otro, al que modifica, sin duda, pero sin borrarlo del todo.

El más grande personaje de la literatura hispánica es un personaje libresco: sólo que se juega la vida para
imponer al mundo lo que ha leído, la verdad de la ficción. Todo El Quijote es el combate trágico, cómico, irónico
entre el lenguaje y la realidad. En nuestro tiempo, un escritor como Borges llega a decir en uno de sus poemas:
«Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído». El poeta-lector, el
que hace de la escritura una experiencia tan viva como la experiencia más directa; ¿no es eso lo que Borges
reivindica en toda su obra? Por ello, también, Lezama puede identificar cultura y naturaleza: «el extremo
refinamiento del verbo poético (es) tan primigenio como los conjuros tribales». La literatura -propone Lezama- es
una creación reminiscente, sólo que memorizamos desde la raíz de la especie: creamos dentro de la literatura,
pero haciendo de ésta un nuevo comienzo, no una repetición. Cervantes, Borges, Lezama Lima: escritores
librescos: ponen en marcha el Libro, hacen de él una realidad cósmica. ¿No es en tal contexto donde habría que
situar lo «libresco» de Ramos Sucre? Sus poemas no son simples transcripciones de un lector erudito (¿cuántos
no los hay?), sino las transfiguraciones que practica el Lector: el que va leyendo la historia o el universo como si
fuesen el Libro.

Todas estas cosas ya han sido dichas, pero como ciertos críticos parecen sordos, hay que repetirlas una vez
más. ¿No persisten todavía modos de valoración como los señalados anteriormente? ¿No se sigue considerando
a Ramos Sucre como un poeta «sin compromiso con Dios, con su tiempo ni con su prójimo»?7. Ni siquiera un
poeta puro, como suele calificársele también; apenas una entelequia sin vida.

No obstante ello, lo cierto es que en las últimas décadas ha sobrevenido el reconocimiento casi unánime de
su obra; no importa tanto la unanimidad (que puede ser sospechosa) como la mayor justeza de ese
reconocimiento. Si Ramos Sucre nunca fue un poeta olvidado (del todo), sino (frecuentemente) mal leído, ahora
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empieza a vérsele con mayor profundidad. Aun quienes, al comienzo, no captaron la verdadera dimensión de su
obra, luego se han ido acercando a ella con otra perspectiva. Es el caso de Fernando Paz Castillo en El solitario
de la torre de timón. Lo destaco porque sus diversas lecturas de Ramos Sucre, en distintas épocas, muestran un
dinamismo ejemplar del espíritu. Al final de ellas, dice: «Pero estas impresiones, con la lectura y meditación de
sus poemas, se han ido modificando en mi espíritu. Tanto puede la influencia del arte, cuando éste llega a fijar
una forma pura y a crear un lenguaje personal y persuasivo». Añade: «Ramos Sucre me parece más claro, más
humano, dentro de sus abstracciones».

A tanto se ha llegado en la admiración por Ramos Sucre, que se le ha conferido lo que parece constituir
(junto con el barroco y el realismo mágico) el signo de mayor contemporaneidad en la literatura
hispanoamericana: el de ser un poeta surrealista o, al menos, un surrealista avant la lettre. Stefan Baciu lo ha
consagrado así, al incluirlo en su Antología de la poesía surrealista latinoamericana. En las cartas y en «ciertos»
poemas de Artaud, así como en «algunas» pinturas de Max Ernst, Baciu percibe la presencia del mundo de
Ramos Sucre; incluso interpreta la supresión del que en gran parte de su obra como una técnica ya análoga a la
de los surrealistas (sucesión de imágenes, ruptura lógica del discurso poético). Agrega también: «el misterio, el
sueño y el fuego, tres elementos casi constantes en su poesía aparecen en el mundo surrealista». Podría parecer
un tanto arbitrario tal enfoque comparatista; quizá no lo sea del todo, aunque sólo fuese por esta única razón: la
obra de Ramos Sucre participa de una corriente espiritual que, en gran medida, fue también la del surrealismo:
Novalis, Nerval, el gran romanticismo y el simbolismo, las doctrinas herméticas, la alquimia, la cábala, la magia.
Ya se sabe que Breton hablaba del surrealismo más como una actitud del espíritu y una tradición secreta que
como una simple escuela literaria. Pienso, sin embargo, que Ramos Sucre no conoció o conoció muy apenas las
obras, y los postulados, del surrealismo; que las conociera en su viaje (1929) a Europa, como sugiere Baciu, es
casi improbable; en todo caso, para la fecha de ese viaje ya Ramos Sucre había publicado todos sus libros.
Pienso, además, que Ramos Sucre tampoco buscó la contemporaneidad, o, si la buscó, fue por vías oblicuas: a
través del anacronismo. Quizá nadie más alejado que él de una estética de vanguardia; la distancia se agranda,
por supuesto, frente al llamado «vanguardismo venezolano».

Ramos Sucre no fue un contemporáneo de su época; lo es de la nuestra. ¿Por qué esa paradoja? Es posible
que una de las claves de su obra sea el equívoco mismo; lo que traducido a su idioma podría definirse, más bien,
como «lo neutro», «lo imparcial»; «lo impersonal», términos tan significativos en sus textos. Se entiende que
hablo de clave y no simplemente de estrategia, menos aún: de táctica. ¿En qué consiste esa clave?

El sentido: La paradoja

Ramos Sucre veía en lo enigmático el impulso de la creación poética. «Las obras maestras lo son de
oscuridad» y es el misterio lo que infunde «inquietud» o «respeto» al lector, afirmaba en un artículo de 1912,
cuando apenas empezaba a escribir sus primeros textos8. No creía, por otra parte, que la actualidad o la estricta
temporalidad fuesen indispensables al arte. «El tiempo es una invención de los relojeros», decía; escribo el
castellano sobre la base del latín y mis maestros vienen de muy lejos, le gustaba ufanarse; todavía más, su propia
obra no parece sino dibujar una figura remota: épocas y personajes distantes que casi no dejan traslucir el
presente (histórico) de quien los evoca.

Ambas explicaciones, comprendo, requieren una mayor dilucidación.

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Digamos, en primer lugar, que lo enigmático en la obra de Ramos Sucre no es la consecuencia (calculada o
no) de ningún ocultamiento formal o semántico. Nada más nítido, en verdad, que su sintaxis, donde la
transgresión es apenas una sutil inflexión del discurso; nada más delineado y delimitado que la composición o el
desarrollo de sus textos. Lo conciso y trabajado del lenguaje constituye una suerte de matemática expresiva.
Como en toda matemática, las palabras se combinan entre sí según su propia necesidad interna, siguiendo un
principio constructivo autónomo. «El lenguaje no consiente sinónimos», decía Ramos Sucre. Esto es, las palabras
no exponen, no ilustran, mucho menos alegorizan un contenido previo que las rige; ellas mismas van creando su
único contenido. En cualquier poema de Ramos Sucre, aun en los que parece preexistir «un tema», se percibe de
inmediato la capacidad del lenguaje que cambia lo aparentemente establecido: no designar sino signar: convertir
al objeto en signo, y al revés.

Lo cual conduce a interrogarse por una poética del conocimiento en la obra de Ramos Sucre: ¿conocemos
según los fueros de la realidad o los de la ficción? ¿conocemos el ser, o el ser no es más que nuestra manera
(verbal) de conocerlo, de enunciarlo?

Afirmaba Ramos Sucre: como no podemos asir directamente la realidad, hemos inventado el símbolo;
también: un idioma es el universo traducido a ese idioma. Cada una de estas frases parece oponerse a la otra.
¿No alude la primera a una insuficiencia del conocimiento en el hombre; la segunda, en cambio, a una riqueza del
lenguaje? Ni una ni otra cosa. El símbolo no es un mero sucedáneo de lo real; tampoco la traducción es un acopio
de su exuberancia.

Creo que, para Ramos Sucre, nuestra imposibilidad de asir directamente la realidad obedece a dos razones.
Por una parte, como mundo contingente y cambiante de lo físico, la realidad se sustrae (o desborda, que es igual)
al orden espiritual del hombre; por ello mismo, es irreductible al lenguaje: sistema de signos, no acumulación de
objetos. ¿Cómo, entonces, someter al lenguaje la infinitud de lo real sino trasponiéndola, filtrándola a través de la
imaginación relacionante? Con la imagen de uno de sus poemas, pienso, Ramos Sucre quiso sugerirlo: «la luz
llegará hasta mí después de perder su fuego en la espesa trama de los árboles».

No se trata simplemente de atenuar la luz (la realidad) sino de hacerla pasar por la trama que la ramifica en
un espacio a la vez radiante e irradiante. Conocer, por tanto, no es designar la realidad sino imaginarla: esparcir lo
que creemos es el centro y luego concebir su totalidad dispersa. Conocer no es nombrar, sino relacionar. Trama,
conexión, relación: en ello reside nuestro ser. En ello reside también nuestro estilo: no el copioso de la realidad,
sino el estilo de la imaginación o el deseo (decía Borges).

Por otra parte, como mundo histórico, ¿qué es lo real sino una lejanía? Si existe una verdad en la historia,
¿cómo precisarla, hacerla presente: a través de documentos, que son también textos; a través de hechos que,
con el transcurso de los siglos, apenas podemos comprobar? «Con el tiempo resultará manifiestamente imposible
emplear cualquier técnica que no sea la ficción», advertía Toynbee9. A partir de tal método, todo conocimiento
histórico se vuelve tan representación como la poesía, imaginación reminiscente, a la manera en que lo concebía,
igualmente, Lezama Lima. Es lo que había intuido Ramos Sucre. En un artículo de 1912, antes citado, escribía
éste con deliberada ironía: «Es sabido que cayendo enfermo de aquella divina fiebre de antigüedad el espíritu
humano, los retóricos que interpretaban a los autores antiguos atribuíanles en su entusiasmo de ignorantes, ideas
que nunca habían tenido y bellezas que nunca habían pensado». Años más tarde, en uno de los aforismos que
tituló «Granizada» lo reafirmará: «La ciencia consta de los hechos y de su explicación. Esta última es variable y
sujeta a error, pero no debemos preocuparnos, porque el error es el principal agente de la civilización»10.

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Símbolo y traducción: dos términos clave en la poética de Ramos Sucre. Se sobrentiende ya que el primero
no consiste tan sólo en sustituir una cosa por otra, manteniendo explícita o implícitamente una filiación figurativa o
conceptual entre ambas; se trata de hacer posible un campo de alusiones a través de las múltiples (sucesivas,
recurrentes) conexiones entre los signos mismos. El segundo no se reduce a un simple trasplante; propone un
verdadero doblaje de lo real: no tanto de sus contenidos, por supuesto, como de sus modulaciones. Muchos
poemas de Ramos Sucre parecerían meras descripciones, pero, ¿qué describen sino vidas o hechos imaginarios,
sueños, elaboraciones de una actividad mental con frecuencia alucinatoria, inconsciente? El propio Ramos Sucre
parece definirlos cuando dice en uno de ellos: «Yo pienso en los signos de fuego, presagios del infortunio,
descifrados por un visionario en la sala de un rey maldito». Lo cierto es que su precisión verbal está más al
servicio del delirio o de la obsesión que de una mirada ingenuamente realista. En un poema describe una
población de leprosos11. Hay en él imágenes sobrecogedoras: aves que igualan «la sucedumbre de las arpías»;
«perros siniestros, inhábiles para el ladrido»; «descendientes de una raza de hienas»; seres (los leprosos) que
«mostraban una corteza indolora en vez de epidermis» y «la alteraban con dibujos penetrantes, de inspiración
augural». Todo el texto, sin embargo, discurre sin buscar la recompensa siquiera estética de una consolación o de
una complicidad con lo trágico; el lenguaje rechaza todo pathos y se desenvuelve con la impasibilidad de otro
fatum. De este modo, el mal, en el poema, contagia al universo entero; en su lectura, contagia al lector: lo hace
sentirse responsable; en efecto, si el mal existe en forma tan despiadada, ¿no estamos implicados en él? Un
poema visionario, diríamos; habría que precisar que lo es por impasibilidad de sus imágenes, a un tiempo
siniestras e iluminadoras. Así, el símbolo en el poema no es alegoría sino organización (modulación) del lenguaje:
pasa por la literalidad del signo. De igual manera, en toda la obra de Ramos Sucre la traducción pasa por la
fatalidad que ese mismo signo va creando.

Del anacronismo en Ramos Sucre, a su vez, cabe hablar en muchos sentidos. Es evidente que cierta
tendencia lexical («beldad», «garzones», «ánades», «venablo», «canoro «, «radioso», «ebúrneo»), así como
ciertos hábitos sintácticos y aun metafóricos («la vida me aflige, impertinente amada que me cuenta amarguras»,
«el día se aleja como un rey asiático sobre un lerdo elefante»), nada o muy poco podrían convivir con una
escritura de vanguardia, es decir, con la de su época. Si la vanguardia es transgresión explícita del lenguaje o del
sistema metafórico, Ramos Sucre no podía pertenecer a ella. Lo mismo podría decirse del tiempo, casi inactual,
fuera de(l) tiempo, de sus temas. Anacronismo doble: literario y literal.

Lo desconcertante, sin embargo, es que en ambos casos el anacronismo está en función de algo distinto.
Ramos Sucre es un Pierre Menard -esta vez sí avant la lettre-, pero que no se engañaba en su empresa. Podía
ser romántico, parnasiano o simbolista, incluso, si se quiere, surrealista; sólo que imponía ciertas pautas que
hacen difícil reducirlo a ninguna de tales estéticas, mucho menos a una simple combinatoria de todas ellas.
Escribía reescribiendo una tradición, modificándola y, en consecuencia, inventándola. Manejaba lo que Menard no
parecía resignarse a aceptar: la connotación, que, en su caso, se insinúa como ironía, hipérbole, parodia, y aun
humor negro. Una idea del propio Borges serviría para explicar este tipo de anacronismo: como ya todo el mundo
quiere ser original -ha dicho éste alguna vez- la mejor forma de serlo es renunciar a la originalidad. Esto,
sabemos, posibilita otra perspectiva: la literatura como un espacio abierto (y cerrado, claro) donde puedan
dialogar atrayéndose, oponiéndose, los textos y los autores más dispares y lejanos entre sí. La fusión, no la
difusión. De algún modo, Ramos Sucre, por sus propios procedimientos, pertenece a esta utopía literaria que bien
podría serlo, igualmente, de la historia misma. ¿No se siente siempre que detrás de su texto hay un Texto, que
detrás de su obra está la Obra? Es acá donde reside su única originalidad: la del origen y sus sucesivas
(¿idénticas?) mutaciones.

La obra como enigma o como anacronismo: vamos viendo que una y otra se fundan en la paradoja.

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No siempre el enigma supone, como tampoco el símbolo, alguna realidad trascendente, sustancial; no hay
solución al enigma porque, a fin de cuentas, el sentido del mundo se nos escapa o no existe, o es sólo un tejido
de relaciones cuya clave ya no es un centro sino una nueva relación. Con la más deliberada ambigüedad, es por
lo que Ramos Sucre habla en uno de sus poemas sobre «el secreto de la esfinge impúdica». En otro poema,
después de invocar a Dante y al valor mágico que asignaba a las cifras, el personaje dibuja «un signo en la frente
de la piedra volcánica», pero justamente, «para despertar en los venideros, porfiados en calar el sentido, un ansia
inefable y un descontento sin remedio». En uno y otro caso, Ramos Sucre ofrece una explicación a la vez
decisiva y memorable. En el mundo, nos dice, al igual que en el poema, todo está expuesto: todo secreto es
impúdico ya que es visible; todo signo, por más que sustraiga su sentido, queda dibujado. Al mismo tiempo, lo
que aparece en el dibujo se vuelve aparición: ésta sólo aparece: es un espacio que muestra más que su cuerpo,
sus junturas, la figura espejeante, transparente. La dialéctica de la superficie y la profundidad se resuelve, por
tanto, en un juego de espejos: la imagen que al reflejarse es la misma, y es otra. ¿También lo contrario?

Cualquier texto de Ramos Sucre vive de esta dialéctica: una combinatoria de transparencia y de misterio.
Pero esa dialéctica tiene un nombre: composición verbal, la superficie del trasfondo, y, por supuesto, el reverso.
El arte no es más que una infinita variación de formas. ¿No sería, por ello, que Ramos Sucre tituló uno de sus
libros Las formas del fuego: las que se consumen y se consuman en sí mismas?

Por otra parte, el anacronismo en Ramos Sucre no es el intento por privilegiar, ni siquiera esclarecer, ningún
pasado. Lejos de sustraerse al presente, Ramos Sucre se instala en él. Sólo que desde una fisura que es también
una carencia: la nostalgia del origen, de lo original (¿no es, por lo demás, uno de sus mitos centrales?); el
sentimiento, en consecuencia, de que «la vraie vie est absente» (Rimbaud) o de que «l'existence est ailleurs»
(Breton). Novalis hablaba de la vida como una enfermedad del espíritu; Ramos Sucre, en uno de sus poemas, de
la «enfermedad de vivir». No quiero establecer analogías que puedan parecer caprichosas. Lo obvio es que la
búsqueda de la verdadera vida es uno de los vínculos de Ramos Sucre con la modernidad. Su obra, en el fondo,
no es más que un camino -contradictorio, muchas veces el del condenado- por alcanzarla.

Las paradojas, pues, se multiplican. Entre otros rasgos, ello es lo que confiere radicalidad a la tentativa de
Ramos Sucre: el escepticismo que no renuncia a la pasión; la pasión que no se resuelve sino en una forma de
ironía: la neutralidad. La neutralidad no es ninguna (falsa) presunción de objetividad, ni siquiera la distancia de
una sabiduría ya conquistada; es sólo la última posibilidad de no engañarse, de hacer inteligible el mundo, aun
como ininteligible. El sujeto de uno de sus poemas, ¿no aspira, como lo ve en Goethe, «al sosiego del genio
salubre», poseer «igual indiferencia ante las zozobras del mundo»?

El mal: La historia

Prefigurar, soñar o desear su propia muerte: ésta es una de las experiencias más decisivas en la poesía de
Ramos Sucre. La muerte como reconciliación: cada uno de sus libros concluye evocando su imagen. En el texto
inicial de su obra, además, Ramos Sucre había escrito: «Yo quisiera estar entre vacías tinieblas porque el mundo
lastima cruelmente mis sentidos»; «el movimiento, signo molesto de la realidad, respeta mi fantástico asilo». Se
creería, pues, que estamos ante una poesía confinada a una suerte de ensimismamiento crepuscular. Ello es
verdad, pero sólo una parte de la verdad. Las «vacías tinieblas» y el «fantástico asilo», de que habla Ramos
Sucre, bien pueden ser igualmente la manera de establecer una perspectiva: ver, desde un rincón, el mundo;
hacer posible, desde un espacio cerrado, un espacio abierto. La dialéctica entre estos dos términos es constante:
si Ramos Sucre se cierra al mundo es para asirlo más profundamente a través de formas simbólicas.

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Así, las formas «congeladas» de la poesía de Ramos Sucre, los modos obsesivos y recurrentes de su
imaginación, el gusto de sus personajes por la reclusión o por lo que se oculta, aun las continuas visiones de tus
ruinas y paisajes desolados, suscitan un efecto contrario al estatismo; adquieren una dinámica a veces
vertiginosa: nos arrojan a la intemperie del sentido (del yo, del mundo, de la historia, de la verdad).

En uno de sus textos («Sobre la poesía elocuente»), Ramos Sucre distingue entre el poeta inactual, egoísta
y el poeta de alcance profético, combativo. Aún cierta crítica tendería, por supuesto, a situar a Ramos Sucre
dentro del primer tipo; es posible, sin embargo, que él se reconociese dentro del segundo y creo que con perfecta
validez. Bastaría, para explicar esto, volver a la experiencia de la muerte. Omega la llama Ramos Sucre y es, por
otra parte, el título del último poema de su obra. Hay dos movimientos en ese poema. Uno: «Cuando la muerte
acuda finalmente a (su) ruego», el poeta invocará «un ser primaveral, con el fin de solicitar la asistencia de la
armonía de origen supremo». El otro: sus reliquias «responderán al magnetismo de una voz inquieta, proferida en
el litoral desnudo». La muerte, por tanto, es omega y alfa: termina un ciclo y empieza otro; sella una voz, pero
ésta responderá al magnetismo de otra en un «litoral desnudo», ¿la escritura que volverá a ser (re)escrita y sólo
así podrá encontrar su (infinito) sentido? Poética de la muerte en Ramos Sucre, creo que ahora podrían aclararse
los términos: se trata no de la obsesión (personal o no) sino de la lucidez de la muerte: lo que, justamente, hace
posible el ciclo de la vida, haciendo del fin un principio. Hasta podría decirse simbólicamente, que Ramos Sucre
escribe como si estuviera muerto. Los raptos visionarios de su escritura, su oscura irradiación, sus abstracciones
que son más vivas que cualquier «realismo»; también esa serenidad que ninguna angustia logra perturbar o en la
que toda angustia no hace sino aguzar la inteligencia con lo desconocido o lo sobrenatural para hacerlo destino:
¿no son los rasgos de un ser que estaba y, simultáneamente, no estaba en el tiempo?

El trato con las sombras, con lo subterráneo como si fuese un trato con la vida misma es otra de las
constantes en la obra de Ramos Sucre. En «La juventud del rapsoda» aparece no sólo «la flor enferma de
Eurídice» sino también (aunque sin nombrarla) la imagen de Perséfone, en esa joven que disfrutaba del
«privilegio de volver de entre los muertos, con el fin de asistir a las honras litúrgicas del vino» y luego desaparecía
en el momento de evadir las «preguntas insinuantes» del rapsoda. En otro poema, el personaje es acostado en
un ataúd por unos marinos, «habilitándolo para el sueño subterráneo», es decir, para las visiones. «No vi [dice]
sino imágenes de espanto y de crueldad. Un pájaro se ensañaba con su hijo». Luego añade: «He roto sin darme
cuenta la cifra de un pensamiento inexpresable, dibujada en la frente de un monolito». ¿Cuál sería esa cifra? El
personaje descubre, finalmente, una lápida que «mostraba, a la minera de una señal, una figura humana
terminada en el pico de un ave rapaz». ¿No es iluminador? Esas imágenes de espanto y de crueldad, ¿quién las
hace posibles, si no el hombre mismo? Por ello la poética de la muerte en Ramos Sucre se interna en la historia:
¿la ya codificada, la real, la mítica, la imaginaria? Todo es historia, para él; a un tiempo, nada lo es. La historia es
nuestra enajenación: la creemos real y resulta ficticia; la intuimos como ficción y se vuelve real. Toda figuración
prefigura, y al revés. ¿No es esta continua inversión de términos lo que hace alucinatorio todo lo que vivimos, y
por ello mismo la lucidez es un combate, no una simple consolación?

En un poema titulado «Penitencial», Ramos Sucre evoca la figura de «un caballero de túnica de grana», que,
después de una revelación, decide retirarse en el seno de una «religión adusta»; sus adversarios no le dan
tregua, esparcen contra él rumores falaces y así lo «devuelven a la polémica del mundo»; luego el caballero
muere -se supone que debido a esa polémica- «en la mañana de un día previsto», mientras las mujeres y los
niños, lamentan su muerte, «censuran el éxito de la cuadrilla pusilánime y besan la tierra para desviar los furores
de la venganza». La dialéctica de este poema tiende a regir casi toda la obra de Ramos Sucre; la soledad como
purificación y censura, el enfrentamiento con lo que se censura y, finalmente, la muerte sacrificial. Es la presencia
de lo sagrado y de la violencia, experiencias tan unidas en la historia del hombre. Pero lo que importa subrayar,
por ahora, es que «la polémica del mundo», en la obra de Ramos Sucre, empieza por ser una polémica con la
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historia. En efecto, Ramos Sucre fue uno de los poetas que, en la Venezuela de su tiempo, tuvo una visión
(im)personalmente crítica de la historia: mecanismo devorador que «no sirve sino para aumentar el odio entre los
hombres», decía en «Granizada». Agregaba: «Hay que desechar la historia, usar con ella el gesto de la criada
que, al amanecer de cualquier día, despide con la escoba el cadáver de un murciélago, sabandija negra, sucia y
mal agorera».

Repudio y aun desdén: Ramos Sucre, sin embargo, no se evade de la historia; por el contrario, supo
interrogarla con prolijidad. En sus poemas reviven las edades más remotas (incluso primitivas) o modernas;
gestas fundadoras o bárbaras; héroes, ascetas, rapsodas, fugitivos de la venganza, seres sanguinarios;
tradiciones culturales clásicas o heréticas; refinamiento, crueldad, rustiquez. Desde esta perspectiva, su obra
podría funcionar -¿en tono mayor o menor, qué importa?- como una gran metáfora antropológica: una poesía de
las civilizaciones. En esa metáfora no faltó el componente americano. Lo que es más significativo de lo que podría
pensarse. Mientras otros poetas (y no sólo de Venezuela) hablaban en nombre de un vago telurismo y aun
pretendían borrar la historia americana disfrazándose de indígenas ideales, meramente literarios, ya Ramos
Sucre se dedicaba a escribir, en 1923, un admirable texto sobre Humboldt y sus Viajes a las regiones
equinocciales del nuevo continente.

Pieza marginada en la producción de Ramos Sucre (¿algo adventicio en ella, una suerte de híbrido entre
reseña y ensayo?), ese texto se nos impone hoy por la riqueza de su escritura; diría más: por la novedad de su
técnica. Ramos Sucre no reseña; narra, adopta el tono del cronista, sólo que se trata de una crónica que habla no
a partir de lo visto sino de lo leído, pero haciendo de esa lectura una mirada más de la realidad. Emplea
continuamente el presente narrativo, casi siempre eludiendo el sujeto de la oración (Humboldt) como si quisiera
despersonalizarlo; crea un ritmo de secuencias vertiginoso; acumula y sintetiza a un tiempo, logrando una
densidad viva o una vivacidad densa; sabe, igualmente, desplegar los poderes del lenguaje: arcaísmos
juntamente con neologismos, vocablos con variadas acepciones que llegan con la etimología y la metáfora,
minuciosa recreación lingüística de una época, así como un vasto registro de nombres que hacen de la precisión
algo más que una nomenclatura: la originalidad, el origen de la palabra. No se trataba, pues, de sacarle partido al
texto de Humboldt; había que practicar un verdadero doblaje verbal de su visión. ¿No era el asombro, el goce del
rigor y la inocencia, la curiosidad por parte del científico del siglo XVIII (dieciecho), lo dominante en esa visión?
Ramos Sucre busca entonces equipararla a través del juego insólito de un lenguaje metafórico: «la sonsaca de un
elogio manuscrito», «la disoluta abundancia de las aguas», «la vegetación desapoderada y sin término de la
fábula y del cuento», «los mapas desleales de regiones desérticas», «el averío bullicioso de los reos». ¿No era
América, para Humboldt, una suerte de nuevo paraíso, la prodigalidad de lo natural contra la monotonía de la
historia? El juego verbal cambia: Ramos Sucre recurre esta vez a todo un sistema de metáforas vegetales: «el
verdoyo de los siglos medios», «enmalezó los nuevos planteles de la raza», «un derecho procesal absolvedor de
la instancia, tupido de excepciones y recursos». Para quien sepa leer bien: la exuberancia de un universo no
dicha, no simplemente designada o enumerada, sino dada en la inmediatez misma del lenguaje. Así era como
Ramos Sucre sabía traducir: a partir de un mismo texto producir otro; a partir de un mismo sentido crear un nuevo
lenguaje y, en consecuencia, metamorfosear ese sentido inicial, hacerlo una vez más presencia. ¿No es
justamente lo que harán después algunos novelistas hispanoamericanos cuando incorporan, en sus obras,
crónicas del pasado? ¿No estaba ya Ramos Sucre introduciendo el bricolage en la escritura?

Es posible que nos estemos aventurando demasiado en el valor del texto de Ramos Sucre. Digamos,
finalmente, esto: en Sobre las huellas de Humboldt, logró formular, porque ya lo había practicado de alguna
manera, la clave de su sistema metafórico: las grandes correspondencias culturales. Por ello, desde el comienzo,
al elogiar a Humboldt, dice:

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pertenece a la Alemania indulgente y enciclopédica de entonces. A cada paso adorna sus escritos con la
referencia del literato y del artista. Un sitio del litoral venezolano le rememora el paisaje donde Leonardo coloca a
la persona de La Gioconda, y tal escena del mercado de esclavos de Cumaná le recuerda el modo de evaluarse
los cautivos en el Trato de Argel, el drama vigoroso, aunque descosido e inorgánico de Cervantes.

Lo cual implicaba, además, para Ramos Sucre, algo muy decisivo: el rechazo de «la especialidad reclusa y
miope, tan zaherida de Eça de Queiroz», y el de la sociología, «esa interpretación determinista de la vida».

Ya en 1923, Ramos Sucre concebía la sociología como una forma de determinismo. Ello, por supuesto,
coincide con múltiples rasgos de su propia obra, pero contiene, sobre todo, una alusión más concreta e
importante. En la mente de Ramos Sucre, ¿no estarían cruzándose sociología y positivismo? ¿No constituía este
último la filosofía reinante en la Venezuela de su época, que pretendía hacer del dictador el único héroe que
necesitábamos y merecíamos? En sus primeros textos desfilan los héroes de la épica nacional, incluso la de una
figura tan controversial como Ezequiel Zamora. Lo admirable, sin embargo, es el modo como Ramos Sucre exalta
al héroe: no la prepotencia del instinto, sino la intrepidez del carácter: «una artística manera de morir», y de vivir,
para decirlo con sus propias palabras e intenciones. A este «sino orden de ideas pertenece su reconocimiento del
siglo XVIII como una suerte de paradigma: el siglo en el que el hombre se siente ciudadano del mundo y, ajeno al
mezquino patriotismo, simpatiza con «el esfuerzo generoso de la Revolución»; el siglo, en fin, en que una
inteligencia universal busca imponerse sobre lo meramente particular. Como contrapartida, no faltan sus críticas a
las guerras modernas, engendradas por los imperialismos culpables»; sobre todo su impecable retrato del
despotismo fanático y estéril de Felipe II. Las más diversas formas del despotismo y del oprobio, tan recurrentes
en la obra de Ramos Sucre, ¿no serían también réplicas (cifradas) a sus circunstancias venezolanas?

Afirmar, pues, que la historia fue solo un material de erudición para Ramos Sucre, resulta irrisorio. En uno de
sus textos, no siempre bien comprendidos por la crítica, él mismo expone sus puntos de vista al respecto. Me
refiero a «La aristocracia de los humanistas», en la que distingue la historia reducida «a un simple entretenimiento
literario», «pasatiempo de humanistas», de la historia como ciencia. Parecería plausible que Ramos Sucre
adhiriese a la primera perspectiva; lo contrario, sin embargo, es lo cierto. Por ello, dice: «La historia puede
merecer el majestuoso nombre de ciencia, desde que ésta, despojada de lo absoluto y allanada a tarea más
humilde, renuncia a explicar y antever y se reduce a describir». ¿No se trata, entonces, de una inconsecuencia
con su poética del conocimiento, de la que hemos hablado anteriormente? No sólo no lo creo así; pienso,
además, que Ramos Sucre, en este texto, lo que busca exponer es precisamente lo que lo separa del humanismo
tradicional. Éste invoca la «carencia de objetividad» para justificar la historia como recreación pero, acota Ramos
Sucre: «como si de opiniones personales no constara el tesoro de austeras disciplinas»; paradójicamente, sin
embargo, esa recreación no sigue sino la autoridad de modelos prestigiosos: «grandiosa unidad del poema
épico», «moral práctica para uso de los príncipes», personajes (que) son todos héroes, y hablan extraordinario
lenguaje sobre un tablado trágico» (todo, además, «como para público de artistas»). ¿Cómo seguir profesando tal
humanismo, cuya subjetividad está sometida a reglas de géneros (literarios, estéticos)? Contra ello reacciona la
conciencia moderna de Ramos Sucre. Opone a lo primero, la descripción; a lo segundo, la ficción. Todo
conocimiento es ficción, porque en ésta, sujeto y objeto se encuentran relacionados dialécticamente: constituye
no un absoluto sino un saber relacionante. De igual modo, describir es mostrar haciendo ver la otra trama de la
realidad: que lo que aparezca sea aparición. Es quizá lo que explica la actitud que adopta «el contemplativo» de
uno de los primeros poemas de Ramos Sucre: ver el mundo desde una «disposición ecuánime», sin aceptar
«sentimiento enfadoso ni impresión violenta». En otras palabras, describir desde esa serenidad extrema (que es
también tensión extrema) colindante con lo alucinatorio y lo real. ¿No diría, luego, Albert Camus que la
descripción es el único método posible en un mundo absurdo? Esto es lo que en la obra de Ramos Sucre hemos
llamado la neutralidad: esa pasión que sabe ser lúcida, distante; pero siendo impecable, implacable.
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La indagación de Ramos Sucre -¿habría que advertirlo?- desborda lo histórico como tal: lo es también de la
condición humana. En efecto, si Ramos Sucre describe minuciosamente la enajenación de la historia es porque
ésta parece corresponder a la de la vida misma. Así pudo explorar de veras en el mal; quiero decir que no habló
tan sólo de él, sino desde él. Gran parte de su obra es una interminable teoría de males; teoría en su doble
significado (etimológico): tesis (reflexión)y desfile (escenificación): lo mental que es a un tiempo realidad, y
viceversa. Los caudillos o mandarines cruentos que aparecen en sus poemas, los «verdugos metódicos», las
hordas invasoras, los suplicios («más esmerados, más terribles») resultan como equivalencias de otras formas
también recurrentes en sus poemas: la demencia y la enfermedad, plagas, regiones arrasadas, un bestiario
tenebroso, figuras monstruosas (como el goetheano Empous, «una larva coja de pies de asno»). Con ese vasto
catálogo del horror, en donde todo se vuelve destino, ¿qué buscaba Ramos Sucre sino darnos una imagen mítica
del mal, una imagen que comprometiera tanto nuestro inconsciente colectivo como nuestra ética? Es por lo que
ciertos procedimientos suyos -la hipérbole, el humor negro- no son un simple juego con lo macabro o «lo gótico»;
más bien encarnan una suerte de objetividad del delirio. Y dentro de ese delirio, la culpabilidad: esa íntima y final
conciencia de que el mal forma parte de nuestra propia naturaleza.

¿Cómo conjurar un mundo así constituido? Quizá la respuesta más radical -la primera- sea la de asumirlo en
su ¿exacta? ¿justa? dimensión. Es la respuesta del «maldito» de uno de los poemas de Ramos Sucre: «Yo
adolezco de una degeneración ilustre; amo el dolor, la belleza y la crueldad, sobre todo esta última, que sirve para
destruir un mundo abandonado al mal». Aun sus confesiones son más inclementes e iracundas. Inclemencia:
«Imagino constantemente la sensación del padecimiento físico, de la lesión orgánica». Iracundia: «Mi alma es
desde entonces crítica y blasfema; vive en pie de guerra contra todos los poderes humanos y divinos»; «Detesto
íntimamente a mis semejantes, quienes sólo me inspiran epigramas inhumanos». Adoptar la crueldad para
oponerse al mal, refugiarse incluso en la misantropía para rescatar lo más humano: ¿no es justamente la actitud
de Timón de Atenas, de cuyo símbolo se derivan el título y el sentido del libro a que pertenece el poema antes
citado? Ramos Sucre, en verdad, es el artista airado que cree no en lo humano o inhumano sino en lo inexorable
del arte. El sello del genio decía Proust es el sometimiento de la sensibilidad a la verdad, a la expresión; la fuerza
del arte es superior a la piedad individual. El demonismo, aun como espíritu (auto)destructivo, que recorre parte
de la obra de Ramos Sucre, más que una simple opción, es una simple réplica: el universo («abandonado al
mal») traducido a esa obra, al mismo tiempo que cuestionado (contestado) por ella. Es también una experiencia
catártica: la iracundia aniquiladora del «maldito», ¿no presupone o busca una generosidad? No importa que haya
sido escrito antes, y lo preceda, pero creo que esa generosidad aparece como un paradigma en otro poema de
Ramos Sucre: «Elogio de la soledad»: ¿Timón antes o después de la desilusión o de la lucidez (in)humana? Lo
importante es que la generosidad en ese poema sigue siendo réplica: ¿qué otra cosa es la elocuencia solidaria de
su hablante, sino también rebelión crítica? Dice:

La indiferencia no mancilla mi vida solidaria; los dolores pasados y presentes me conmueven; me he sentido
prisionero en las ergástulas; he vacilado con los ilotas ebrios para inspirar amor a la templanza; me sonrojo
de afrentosas esclavitudes; me lastima la melancolía invencible de las razas vencidas. Los hombres cautivos
de la barbarie musulmana, los judíos perseguidos en Rusia, los miserables hacinados en la noche como
muertos en la ciudad del Támesis, son mis hermanos y los amo. Tomo el periódico, no como el rentista para
tener noticias de su fortuna, sino para tener noticias de mi familia, que es toda la humanidad.

Anverso y reverso de una sola medalla: un mismo lenguaje que se desdobla y asume tanto la acritud crítica
como la comunión que no es menos crítica. Entre estos dos polos, que no son más que uno, se desarrolla e
intensifica el yo profundo de Ramos Sucre. «La fatalidad había signado mi frente», dice el bardo de uno de sus
poemas. Pero, como autor, ¿no hizo él de esa fatalidad una libertad?
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La verdad: Las máscaras

Una de las técnicas dominantes en la obra de Ramos Sucre es la de las alusiones culturales. Ya la crítica lo
ha señalado, incluso hasta el exceso, olvidando precisar, sin embargo, la verdadera naturaleza de esa técnica. En
efecto, las alusiones culturales en Ramos Sucre no constituyen el parsimonioso recuento de un saber
(impresionante o no); son metáforas que conducen a otra forma de saber: meros referentes que luego dan paso a
la visión totalizadora, a la gran metamorfosis. Como el narrador de Aurelia, Ramos Sucre parece haberse
propuesto escribir «una suerte de historia del mundo entremezclada de recuerdos de estudios y de fragmentos de
sueños». El estudio y el sueño, es decir, la ciencia y lo imaginario: todo un espíritu poético, desde la alquimia
hasta el surrealismo, ha vivido en esta alianza. ¿No es justamente lo que da la tensión a la obra de Ramos Sucre,
«alentada por la manía de la investigación»? Sus poemas no son exempla: no pretenden ilustrar el presente por
medio del pasado; tampoco darnos un mayor conocimiento de éste. Son poemas que solo nos remiten a sí
mismos: son lenguaje, signos (enigmáticos o no) que van tejiendo su propia trama de significaciones. Si parte de
algo ya dicho o codificado, es para borrarlo, para trasmutarlo o, lo que sería igual, para regresarlo a una
experiencia original: el misterio de los signos formulados por primera vez. El saber implícito en ellos se convierte
en una aventura de la imaginación: concebir «el ambiguo deslumbramiento de la verdad inalcanzable».

Quizá me equivoque, pero creo que Ramos Sucre fue uno de los primeros en nuestra lengua que
modernamente se situó en esta perspectiva. De ahí una de sus consecuencias: hacer del poema una verdadera
relectura: reescribir lo ya escrito pero poniendo en acción la (con)ciencia de la virtualidad de las formas. Si
muchos de sus poemas son paráfrasis o glosa (vocablo que él mismo empleó, con pertinencia), lo son desde un
presente de la escritura: la imaginación del texto: esa capacidad de inventar, sin caer en lo arbitrario; de precisar,
sin reducirse a lo convenido. ¿Qué lector de Ramos Sucre podría negársela? Lo mejor de su obra parece
desarrollarse como los sucesivos avatares de la Palabra.

Metamorfosis de la historia y de los textos; hay otra no menos importante en Ramos Sucre: la metamorfosis
del Yo. Tema que nos regresa a la distinción que él hacía entre el poeta egotista y el poeta visionario. En sus
poemas, con insistencia que desborda cualquier requerimiento gramatical, aparece un yo elocutivo muy marcado.
¿Sería posible deducir de esto que Ramos Sucre es un poeta egotista; hablar de su «individualismo exacerbado»
y, con una concepción ya errónea del romanticismo, afirmar su «incuestionable» «filiación romántica»?12. Vale la
pena esclarecer este aspecto. Se trata, curiosamente, de un doble equívoco, pero que tiene algo de verdad: hay
mucha ascendencia romántica en Ramos Sucre, sólo que por todo lo opuesto a como se define al romanticismo.

En la obra de Ramos Sucre, y de manera casi dominante, el yo elocutivo corresponde a múltiples yo y éstos,
a su vez, corresponden a las más disímiles personas poéticas. Se entiende, por otra parte, que cada una de estas
personas poéticas posee, por decirlo así, su propio carácter, creado y propuesto por el autor como el de un ser
autónomo. Ramos Sucre no mi(s)tifica idealizándolo, potencializándolo, su yo personal, sino que se desdobla en
otros yo, lo que ya no es lo mismo. Alteridad y aun antagonismo del yo, no su sacralización biográfica. Ramos
Sucre no traza un itinerario psicológico; sencillamente visiona «vidas imaginarias». En otras palabras, ejerce ese
don que, según Baudelaire, tiene el poeta de entrar, a su antojo, en el personaje de cada cual y encarnar su
destino.

Este don, sabemos, corresponde a una experiencia central del hombre moderno, y fue justamente el
romanticismo uno de los primeros en formularla: el sentimiento de la disociación del Yo; no tanto su desasimiento
como su disolución en la multiplicidad del mundo. Para Novalis, por ejemplo, la personalidad ya no era una
sustancia que podamos delimitar y definir, sino
> Biblioteca una armonía
americana en lo diverso. «Una personalidad verdaderamente
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sintética es un personaje que al mismo tiempo es varias personas», escribía en sus Fragmentos. Ironía
romántica: crisis del Yo en el momento mismo en que al negarlo como tal se comprobaba su expansión, su
identidad con lo universal. Esa ironía (que es también dialéctica) forma parte de una fuerte tendencia de la
tradición moderna. Y es ella la que gravita en la obra de Ramos Sucre.

Con razón se ha hablado de la ubicuidad del yo en la poesía de Ramos Sucre. No puede haber una fórmula
más certera, sobre todo si se la entiende (¿y de qué otra manera podría entendérsela?) fuera de cualquier
contexto psicológico. Es decir, si se la relaciona con la creación de personas poéticas, y, sobre todo, con la
técnica que, en tal sentido, más emplea Ramos Sucre: el monólogo dramático. Proponer un personaje (real o
imaginario) y darle una voz, hacer que él mismo narre su historia, ya sea como protagonista o testigo: desde
Robert Browning, pasando por Pound y Eliot, hasta el reciente Borges: en ello reside el desarrollo del monólogo
dramático. Sin duda, un desdoblamiento («en todo hombre hay un espectador y un actor se dice en Aurelio»); se
trata, igualmente, de una capacidad para fabular el monólogo de la otredad, el diálogo del yo. ¿Para qué
preguntarse si fue Ramos Sucre el primero en introducirlo sistemáticamente en la poesía de nuestra lengua?
Basta señalar que él se ajusta a la coherencia de toda su visión poética. La literatura como un espacio en el que
todas las obras tienen significación sólo articuladas en la Obra; la historia como ficción que, sabemos, es también
realidad; el símbolo como el sentido que sólo podemos aprehender en la refracción (espejeante) de los signos:
¿no concuerda todo ello con el monólogo dramático? Puesto que ya no hay manera de hablar de la verdad o de
expresarla, como decía Kafka, ¿no consiste éste en una manera de serla? En última instancia, el monólogo dibuja
el círculo infinito que somos: máscara y persona: la imposible transparencia del yo soy esto, pues sólo somos
(instantánea, fugazmente) lo que decimos ser.

Ponerse la máscara de los más diversos personajes, representar simultáneamente a la víctima y al verdugo
(Baudelaire), al asceta y al libertino, al santo y al perverso, al héroe y al déspota: ¿no era la extrema neutralidad a
la que podía llegar la pasión -la lucidez- de Ramos Sucre? ¿No era ganar la única identidad posible: el vasto
teatro de una humanidad que, no obstante la diferencia de situaciones, desempeña (encarna) los mismos papeles
y está sometida a igual destino? «La humanidad -advertía en su primer ensayo- es esencialmente una misma en
todas partes». Pero esta idea toma cuerpo en su obra de una manera paradójica: todo en la mismidad se resuelve
en otredad; todo en la repetición se vuelve comienzo. No es la monotonía lo que afirma Ramos Sucre, esa
continuidad de un tiempo histórico o historicista, homogéneo y vacío; lo que él afirma es la representación (casi
en la aceptación teatral del término) de lo original. Quiero decir: es el sentimiento del origen lo que hace de su
obra una duración pura, lo que no es ya transitoriedad, sino anacronismo: un tiempo que se fija en el tiempo y por
eso fluye con él. ¿Hacia dónde fluye? Hacia el origen, que, por supuesto, integra a la muerte, o donde vida y
muerte se reconcilian. Si hay un nombre que dar a esta experiencia sería el de memoria: no la simple añoranza
de un tiempo ya vivido y concluido, sino la fascinación (crítica) donde principio y fin son equivalentes. Tiempo
concreto: latente.

Ramos Sucre, creo haberlo ido sugiriendo, es un escritor quijotesco: su pasión por el Libro es igual a su
pasión por la Verdad. ¿En qué se funda esa doble pasión? Cualquiera podría intuirlo: en el Lenguaje. Nada, sin
embargo, que provoque más malos entendidos. Cierta crítica argumentaría que el propio Ramos Sucre hubiese
condenado esta interpretación. En efecto, al hablar de la imagen, precisaba que no debía tomarse como un «fin»,
sino como «un medio de expresión»; de lo contrario añadía, se llega «a parar en retórico vicioso». Pero en ese
texto -por cierto, defensa de la imagen y de la retórica-, lo que estaba reivindicando Ramos Sucre era la eficacia y
los poderes del lenguaje mismo: no lo relegaba a ser simplemente instrumento de un «contenido» previo. De ahí
que añada: «La imagen siempre está cerca del símbolo o se confunde con él, y, fuera de ser gráfica, deja por

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15/12/21 21:16 Ramos Sucre: la pasión por los orígenes - José Antonio Ramos Sucre

estela cierta vaguedad y santidad que son propias de la poesía más excelente, cercana de la música y lejana de
la escultura». También, por ello, en otro texto se refiere «a las verdades de ardua metafísica que gobiernan la
ciencia del lenguaje».

Si el lenguaje está gobernado por «verdades de ardua metafísica», ¿no es él, a su vez, el que nos gobierna?
No nos expresa. Expresa no lo que creemos ser, sino lo que decimos ser. No somos más que el lenguaje: un
sujeto verbal (no psicológico) que sólo es en el momento en que se enuncia (o aun se calla). Nuestra verdad son
las máscaras del lenguaje. Esas máscaras no son engaño: al decir que soy esto o aquello, lo soy ciertamente -
¿ciertamente?: lo represento; tampoco, por ello mismo, son (la) verdad: son lo que digo ser, y represento al
decirlo. Recordemos, por otra parte, que Ramos Sucre habla del «ambiguo deslumbramiento de la verdad
inalcanzable».

El lenguaje en la obra de Ramos Sucre: no sólo su rigor o precisión es lo que cuenta; lo que quizá más
cuenta es el hecho mismo de mostrarse como tal lenguaje: el negarse a lo inefable o indecible, el encontrar
siempre cómo nombrar lo que busca nombrar. Con Ramos Sucre, y no es poca virtud, la Retórica recobra sus
poderes: la capacidad de decir la palabra justa sin recurrir a la palabra ya dicha, o a la transgresión de la palabra
imposible; la capacidad, también, de renovar incesantemente la piel del lenguaje (de ahí sus infinitas
sustituciones) y de este modo articular una nueva visión, una nueva experiencia del mundo. En tal sentido, la
riqueza verbal en Ramos Sucre es ciertamente un universo traducido. Pero esa riqueza -hay que repetirlo- reside
en la proliferación léxica, en la voracidad sustitutiva, o no reside sólo en ella. Se llama igualmente elegancia:
hacer que todo en el discurso adquiera la forma más concisa, aun incisiva, así como el «entono» más sutilmente
elocuente. La elegancia, en Ramos Sucre, es adustez: ese último ideal de los seres problemáticos y escépticos.
Es curioso que ese ideal surja también, y sobre todo, en los seres con un marcado sentido de la muerte, los que,
como Ramos Sucre, han sentido «el estupor y la felicidad de la muerte». ¿Compensación o una manera de
mostrar la inanidad del mundo? Quizá ambas cosas a la vez: la adustez (que es obsesión) de las formas nos
evoca una suerte de eternidad, de presencia. De ahí que los adjetivos y los verbos de Ramos Sucre provoquen
de inmediato el asombro, ése al que nos han habituado escritores como Borges, otro escéptico13. ¿Y qué es
escribir sino asombrar: proponernos a través del lenguaje la intensidad con que vivimos (y continuamente vamos
gastando) nuestra primera relación con el mundo?

Las mejores imágenes de Ramos Sucre, por otra parte, reúnen lo distante y lo justo: su misterio no excluye
la exactitud de la formulación verbal, la tersura de las superficies. El que con frecuencia tienden a la abstracción
no hace sino conferirles otro grado (¿mayor?) de emotividad: son una suerte de escritura del mundo, por no decir
sólo de la materia. Escribir el mundo: hacer de él un signo mental que nos remite a la totalidad de su ritmo. Esas
imágenes, por ejemplo, muy poco podrían evocar la de un Lugones o las de un Neruda14; excluyen el
metaforismo excesivamente figurativo, el simbolismo didáctico; en cambio, estarían más cerca de las de poetas
tan distintos como Huidobro y Saint-John Perse. Son imágenes imaginantes: no buscan tanto describir o realzar la
physis del objeto como modularlo en un espacio a la vez real y virtual. En un poema, Ramos Sucre habla de la
golondrina. Sin recurrir a los juegos verbales de Huidobro en Altazor, logra crear la maravilla e inocencia de un
sentimiento cósmico. Sin recurrir tampoco a la interrogación sobre el arte y la naturaleza que Perse se plantea en
Oiseaux, logra, sin embargo, intuiciones análogas a éste: los pájaros de Braque -en el fondo, el tema de Perse en
su poema- son «afiliados como sofismas Eléatas sobre la indivisibilidad del espacio y del tiempo»; la golondrina,
en el poema de Ramos Sucre, es «una idea socrática». Al comienzo de su poema, Ramos Sucre dice:

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La golondrina conoce el calendario, divide el año por el consejo de una sabiduría innata. Puede prescindir del
aviso de la luna variable.

Según la ciencia natural, la belleza de la golondrina es el ordenamiento de su organismo para el vuelo, una
proporción entre el medio y el fin, entre el método y el resultado, una idea socrática.

La golondrina salva continentes en un día de viaje y ha conocido desde antaño la medida del orbe terrestre,
anticipándose a los dragones infalibles del mito.

La matemática verbal (que es también proporción sintáctica), la sobriedad destelleante, el don de hacer de lo
imaginario una relación justa y hasta una investigación, del universo: no son las únicas virtudes de este poema.
Se titula significativamente «La verdad» (Las formas del fuego). En la obra de Ramos Sucre podría ocupar un sitio
central: es uno de sus pocos textos que concluyen vislumbrando una solución al «enigma del universo». Esa
solución, sin embargo, no proviene de ningún conocimiento humano, como tampoco de ninguna revelación
teológica, sino, sencillamente, de la naturaleza: la «sabiduría innata» de la golondrina hace que el personaje del
poema -un astrólogo desvariado en el estudio de los anillos de Saturno, lo que ya es muy sugerente e incluso
autoalusivo- recupere «el sentimiento humano de la realidad en medio de una primavera tibia». No se trata, por
supuesto, de una moraleja. Lo que el poema parece sugerir, más bien, y más profundamente, es esa pasión por
los orígenes que subyace en toda la búsqueda de Ramos Sucre: la reconciliación de la historia y la naturaleza. En
otras palabras, propiciar el advenimiento de un mundo en el que ya no existan enigmas por resolver, en el que
todo sea transparencia, limpidez: un puro manar del lenguaje, el del hombre y el del universo; la unión de una
cosmología y de un destino personal. En un espíritu tan atormentado como el de Ramos Sucre, en pugna siempre
con «un mundo abandonado al mal», esta utopía de la inocencia no es nada raro, hasta puede ser su prevista
consecuencia: funciona como una sagesse, una suerte de mística trascendente que tiende a liberarse de los
extravíos y de las transgresiones de un conocimiento sobrehumano. Ya por ello Fausto, en uno de los poemas de
La torre de timón, rechaza las tentaciones, «las interrogaciones últimas»: y «aquel ideal orgulloso» en donde no
encontraría sino la desesperanza, que le propone Mefistófeles, y accede finalmente al «país elíseo», a la «ciudad
quimérica», «y deja entonces la investigación desconsolada». «Crédulo en la mayor veracidad de los símbolos del
arte, espera dar con una explicación musical y sintética del universo». Estamos muy lejos del aforismo: «El mal es
autor de la belleza».

* Texto extraído de «Ramos Sucre: la pasión de los orígenes», en José Antonio Ramos Sucre, Poética, compilación Katyna Henríquez
Consalvi, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, pp. (páginas) 9-38.

1. Juan Liscano, Panorama de la literatura venezolana actual, Caracas, 1973.

2. «Edad de plata», El cielo de esmalte.

3. En el poema («Tácita, la musa décima», Las formas del fuego), de donde tomo esta cita, Ramos Sucre no hace una explícita
identificación con la escritura, pero no es arbitrario suponerla. ¿No en Tácita, además, la musa del silencio?

4. Véase De l'inconvénient d'être né, París, Gallimard, 1973.

5. Véase Mariano Picón-Salas, Estudios de literatura venezolana, Caracas-Madrid, Edime, 1961, p. (página) 171. También Ángel
Rama (El universo simbólico de J. A. Ramos Sucre, Cumaná, 1978) se apoya en él.

6. Con el largo título de «Palabras para honrar el retrato del general Ezequiel Zamora», encabeza el primer libro de Ramos Sucre:
Trizas de papel (1921); este título se convierte, luego, en «Plática profana», al incorporar Ramos Sucre aquel libro en La torre de
timón (1925).

7. Juan Liscano, op. cit (opere citato).


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8. «Ideas dispersas sobre Fausto», en Los aires del presagio, op. cit.

9. Citado por Ernst Robert Curtius en Literatura europea y Edad Media latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1955, p. 24.

10. En Los aires del presagio, op. cit.

11. Bastaría comparar este poema («Los gafos», El cielo de esmalte) con «Les Lépreux» de Aloysius Bertrand en Gaspar de la Nuit,
para percibir la intensidad de Ramos Sucre y la diferencia que lo separa de muchos autores con los cuales se le ha relacionado.

12. Óscar Sambrano Urdaneta, «Ramos Sucre, el hiperestésico», Escritura, Caracas, n.º (número) 3, enero-junio de 1977.

13. Mariano Picón-Salas fue quizá el primero en considerar la relación de Ramos Sucre con Borges; véase su Dos siglos de prosa
venezolana, Caracas-Madrid, Edime, 1965.

14. De Neruda me refiero sobre todo a las Odas elementales. Con respecto a Lugones, el lector podrá hacer una interesante
experiencia comparando su poema «La golondrina» (Libro de paisajes) con el de Ramos Sucre que aquí citamos.

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