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Sírio Lopes Velasco

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Los exilados y otros relatos

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Sírio Lopes Velasco

LOS EXILIADOS
y otros relatos

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Los exilados y otros relatos

DIREÇÃO EDITORIAL: Willames Frank


DIAGRAMAÇÃO: Willames Frank
DESIGNER DE CAPA: Willames Frank

O padrão ortográfico, o sistema de citações e referências bibliográficas são


prerrogativas do autor. Da mesma forma, o conteúdo da obra é de inteira e
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Goiânia-GO
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phillosacademy@gmail.com

Dados Internacionais de Catalogação na Publicação (CIP)

S260p
VELASCO. Sírio López,

Los exiliados y otros relatos. [recurso digital] / Sírio López Velasco. –


Goiânia-GO: Editora Phillos Academy, 2020.

ISBN: 978-65-88994-09-2

Disponível em: http://www.phillosacademy.com

1. Literatura. 2. América Latina. 3. Biografia. 4. Relatos.


5. Relatos de Viagem. I. Título.
CDD: 028

Índices para catálogo sistemático:


Literatura 028

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Sírio Lopes Velasco

Sírio López Velasco

LOS EXILIADOS
y otros relatos

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Los exilados y otros relatos

SUMÁRIO

A MODO DE PRESENTACIÓN ...................................... 7


LOS EXILIADOS .............................................................. 8
A LA SOMBRA DEL VESUBIO ................................. 102
CAPRI INESPERADO .................................................. 138
30 CAMELLOS ............................................................. 181
LA LUNA BAJA ........................................................... 218
BREVE CURRICULUM VITAE DEL AUTOR .......... 257

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Sírio Lopes Velasco

A MODO DE PRESENTACIÓN

Para María Josefina, mi compañera y esposa hace casi


medio siglo

Para las compañeras

Para mis hijos, nieto, y toda nuestra tribu

Todos los relatos de este libro parten de experiencias y


viajes que hemos realizado en familia.
La novela “Los Exiliados” combina la realidad de nuestro
exilio y del exilio latinoamericano en general, con un relato
de ciencia ficción que es un pretexto para dialogar en su
propio tiempo con la “Utopía” de Tomás Moro, y el “Elogio
de la locura” de Erasmo.
“A la sombra del Vesubio” es un relato de ficción e historia
que pretende trazar una breve semblanza de la vida
cotidiana y filosófica de Pompeya en el año de su
destrucción.
“Capri inesperado” es un relato de las peripecias de una
familia de turistas en el Capri contemporáneo.
“30 camellos” narra las sorpresas de cuatro visitantes
latinoamericanos en el Marruecos actual.
“La luna baja” relata el encuentro con extraterrestres en un
contexto de fin de mundo.

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Los exilados y otros relatos

LOS EXILIADOS

Corría el primer semestre de 1977. Puso a su mujer


por delante y se presentó ante el policía de inmigraciones
conteniendo la respiración. Le entregó los dos pasaportes
juntos, buscando dispersar su atención. El policía miró con
cuidado a uno y otro documento y a la tarjeta que cada uno
había rellenado en el avión antes del aterrizaje; en “motivos
del viaje” estaba marcado “vacaciones”. El policía pasó a
ambos pasaportes por debajo de una luz violeta que tenía
abajo de su mostrador y miró detenidamente al hombre y a
la mujer. Su rostro parecía demostrar el cansancio de una
guardia demasiado larga. Despegó los labios como si fuese
a preguntar algo, pero se limitó a sellar los pasaportes y a
decir “pasen”, mientras devolvía los dos documentos juntos
y se guardaba las tarjetas anexas. Simón y Carolina
sonrieron como pudieron y traspusieron el temido umbral.
Se miraron y respiraron aliviados, en un gesto que sólo ellos
podrían captar. Buscaron la estera donde saldrían sus
valijas. Ella se impacientó y Simón sintió un nudo en la
garganta cuando su equipaje se negaba a aparecer.
Confirmó en el letrero luminoso si aquella era la estera
donde saldrían las valijas de su vuelo. Muchos pasajeros ya
se iban con cara cansada y alegre, cargando sus bártulos. Al
fin despuntó, levantando la esterita, la valija que su mujer
había adornado con una cinta rosada. Ella lo miró sonriente;
casi de inmediato asomó la suya, luciendo otra de aquellas
cintas. Retiró a una y otra de la estera con gesto decidido y
las apoyó en el piso para certificarse de que eran las
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Sírio Lopes Velasco

correctas. Pasaron delante de los guardas de aduana que ni


se inmutaron ante su presencia; quizá los ayudó el hecho de
que ya le revisaban el equipaje a una adolescente con el
cabello pintado de varios colores y a un joven barbudo.
Recorrieron larguísimos pasillos orientados por el cartel de
“sortie”. Desembocaron en un amplio hall. Afuera había
varios vehículos estacionados. Las puertas hechas casi
todas de vidrio se abrieron automáticamente y una
bocanada de aire frío los recibió en la vereda. Al unísono y
como si respondiera a una orden, la pareja miró al cielo.
Estaba gris, con nubes espesas que navegaban a buena
velocidad. Con el francés que habían aprendido en la
Secundaria Simón preguntó a un hombre que portaba el
uniforme marón de alguna empresa de dónde salía algún
ómnibus que los llevara hasta París. Y recibió la respuesta
con un rápido gesto y explicación, al tiempo que el otro
seguía su camino. Siguieron la dirección indicada y al fin
dieron con la buena parada. En ella aguardaba una corta fila,
compuesta exclusivamente por jóvenes, un par de mujeres
con pañuelo árabe y tres negros. Carolina le preguntó en
voz baja por cuarta vez adónde irían cuando llegasen al
centro de la ciudad. Él, que era ateo, le respondió tratando
de sonreír y como las otras veces: “Dios proveerá”. Y se
alegraron porque el ómnibus apareció a los pocos minutos.
Cuando les llegó el turno subieron pero no quisieron
acomodar sus valijas en el compartimento reservado para
ese fin. Prefirieron conservarlas bien agarradas entre sus
piernas. La carretera estaba llena de vehículos que se
desplazaban a gran velocidad. A lo lejos aparecieron los
primeros edificios de varios pisos, muy parecidos entre sí y
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Los exilados y otros relatos

sin ningún atractivo arquitectónico. Poco después la vía de


circulación se amplió con muchas pistas y los autos
parecían correr allí las quinientas millas de Indianápolis.
Tras una de las curvas se levantó a lo lejos la torre Eiffel.
Entonces Carolina le dijo en un suspiro: “Ahora sí puedo
decir que estamos en París”. Y lo atrajo por un brazo, para
besarlo en la mejilla. Él le correspondió besándola
tiernamente en los labios. La torre desapareció después de
otra curva. Las casas y edificios se hicieron cada vez más
densos. Dos avenidas los recibieron con tránsito apretado.
Al fin el ómnibus se detuvo sin previo aviso y el chofer
anunció el fin de línea. Los pasajeros fueron bajando y ellos
fueron de los últimos en hacerlo. En el hall frente al que se
había detenido el colectivo, una serie de carteles
empapelaba una gran vidriera. La pareja se acercó a ellos
por mera curiosidad y por no saber qué hacer, y Carolina
apuntó a uno chico, rojo y de letras negras. Allí estaba
escrito “Hotel Latinoamericano”, y la dirección
correspondiente. Simón arrancó el cartel y caminaron hasta
un taxi estacionado en las proximidades. Le mostró el cartel
al taxista, que se bajó de mala gana para acomodar las
maletas en el valijero. Cuando el coche arrancó la pareja
descubrió que estaban casi frente a una gran cúpula amarilla
que se veía más allá de un puente ricamente adornado y
atrás de un edificio con apariencia de cuartel. Simón miró a
su mujer y en voz baja le dijo en español que creía que por
allí estaba la tumba de Napoleón. El taxista, sin voltear la
cabeza, dijo en un francés muy comprensible:
“Efectivamente, esos son Les Invalides y aquella es la
cúpula de la tumba de Napoleón”. El taxi se metió por una
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calle desde la que no se vio más la cúpula, y al cabo de dos


o tres dobladas hacia uno y otro lado, estacionó, no muy
lejos de su punto de partida. Simón le pagó con el poco
dinero que llevaba en el bolsillo; el otro poco se lo habían
repartido, y él llevaba una parte en una bolsita que colgaba
de su cuello, junto a los dos pasaportes, mientras que
Carolina portaba la otra en un bolsillito con cierre que tenía
su bombacha. El taxista arrancó y sólo entonces la pareja
percibió que en la vereda no había ningún cartel que
anunciase un hotel. Entraron por un gran portón que en otro
tiempo había dado paso a carruajes y en el espacioso patio
empedrado se toparon con una mujer vieja que barría
absorta y hablando sola. Simón le enseñó el cartel y ella
apuntó hacia una de las puertas que daban a aquel patio. En
una ventana contigua a aquella puerta había un cartel igual
al que ellos llevaban. Golpearon y como nadie abrió
repitieron la maniobra, ahora menos tímidamente. Nadie
vino a atender. Cuando se dieron vuelta para pedirle una
explicación a la mujer, ella ya había desaparecido. Entonces
salieron otra vez a la calle y caminaron unos metros en una
de las dos direcciones. Muy pronto vieron que en la otra
acera y a una cuadra de distancia un cartel colgaba con la
palabra “Hotel”. Su puerta estaba abierta. Encima de un
pequeño mostrador había una campanilla, de esas que en las
películas usaban para llamar a los criados, o, precisamente,
a los dependientes de los hoteles. Simón la pulsó un par de
veces, y por una puerta lateral apareció un hombre de pelo
entreverado y con un cigarrillo en la comisura de los labios.
Entre gestos y palabras Simón le hizo entender que
buscaban una pieza por una o dos noches. El hombre ni se
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Los exilados y otros relatos

inmutó y les pidió los documentos. Los examinó con


curiosidad, sin duda porque no recordaba haber visto
pasaportes de aquella nacionalidad. Les pidió que llenasen
una ficha de registro y tras decirles por señas que les
devolvería ulteriormente los documentos, los condujo al
primer piso, por una escalerita que crujía a cada paso; ni se
molestó en ofrecerse para cargar la maleta de la dama.
Abrió una de las habitaciones que daba a un corredorcito
sombrío, les franqueó la entrada, dijo “voilá”, y se marchó.
La pareja entró mirando hacia todos los lados. La habitación
tenía una estrecha cama de una plaza y media, un bidet, un
lavabo y una ventana que daba a la calle, silenciosa a
aquella hora del atardecer. Carolina preguntó por la ducha
y por el wáter. Simón se asomó al corredor y vio a los pocos
pasos la indicación del segundo. De la primera no había ni
rastro. Dejó parada la valija sin abrir y, mientras se tiraba
vestido en la cama, exclamó mirando sonriente a su mujer:
“Esto no es un hotel, sino un local donde se viene un par de
horas a hacer el amor; pero por lo menos ya estamos en
París”; y de inmediato agregó: “no te olvides que dicen que
esta gente inventó los perfumes porque se baña poco”. Ella
le respondió diciendo que por un par de días podría
arreglárselas mojando en el lavabo unas toallitas que traía y
pasándoselas por el cuerpo; y que para las partes íntimas el
bidet servía. Simón le hizo soltar la valija y la atrajo hacia
sí en la cama. Se besaron y quedaron lado a lado mirando el
techo. “Mañana buscaremos al compañero en la dirección
que nos indicaron”, dijo él. Ella fue al wáter y volvió para
descansar otro rato, con las valijas sin deshacer. “Es mejor
que preguntemos dónde se puede comer algo aquí cerca,
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Sírio Lopes Velasco

antes de que se haga más de noche” - dijo ella. Se


enjuagaron la cara en el lavabo, se peinaron como pudieron,
y tras asegurarse de que la puerta quedaba bien trancada,
bajaron la escalera. El mismo hombre de antes les indicó un
par de lugares de la cercanía y les devolvió los pasaportes.
Cuando llegaron a uno y otro lugar percibieron que eran
restaurantes con mantelitos y mesas adornadas con floreros.
Simón dijo: “En estos lugares deben cobrar caro, para
nuestras posibilidades”. Siguieron de largo y a poca
distancia apareció un pequeño comercio. A través de su
amplio ventanal vieron en el interior una dependiente y una
cliente. Entraron disfrutando el calorcito del lugar. Pidieron
una baguette, unas lonchas de jamón y queso y un litro de
leche. Se retiraron con la baguette abajo del brazo, como lo
habían visto hacer a la cliente anterior, y con el paquetito
que contenía la leche, el jamón y el queso. Volvieron al
hotel cruzándose con muy pocos transeúntes. El mismo
hombre que los había recibido miró con cara de pena lo que
llevaban encima y les recordó que debían pagar por lo
menos una noche en el acto. Simón se disculpó, aclarando
que no había entendido aquel detalle y le dijo que de
inmediato bajaría para pagarle. Sólo entonces el hombre les
dio la llave. Dejaron en la habitación sus compras, y
mientras Carolina preparaba los sándwiches con los
cubiertos de plástico del avión, él bajó para saldar la cuenta.
Ahora el hombre sonrió por primera vez y le deseó buenas
noches. Después que comieron sintieron el cansancio
causado por las largas horas de viaje y por la tensión que les
había producido el peligro de ser detenidos o rechazados en
el aeropuerto. Carolina extrajo de su cartera y de una de las
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Los exilados y otros relatos

maletas lo necesario para el aseo básico. Quedaron en ropas


menores pero ni se les ocurrió asearse, y mucho menos,
hacer el amor. Cuando despertaron, hacía un buen rato que
ya había amanecido. Simón abrió la ventana y los postigos
y vio a un buen número de personas que transitaban
apuradas en ambas aceras. Los coches desfilaban a corta
distancia el uno del otro. Cerró la ventana, dejando los
postigos abiertos. Ambos se lavaron la cara y los dientes.
Carolina se aseó todo el cuerpo como pudo. Él se afeitó muy
rápidamente la escasa barba y se frotó con una toalla
mojada el torso y las axilas. Desayunaron con el resto que
les había sobrado de la frugal cena. Ambos pasaron por el
wáter, pues no sabían dónde podrían hacerlo a lo largo de
ese día. Simón entregó la llave y pidió al dependiente si
podrían volver después del mediodía a recoger las valijas,
sin tener que pagar otra noche. El hombre dijo que aquello
sólo era posible si vaciaban la habitación y dejaban las
valijas con él, que las guardaría en la pieza contigua al
mostrador. Así pues subieron a buscar las maletas, donde
guardaron otra vez lo poco que habían sacado de ellas. Se
las entregaron al hombre y salieron, él abrigado con su
sobretodo negro, y ella con su tapado marrón.

Al primer transeúnte que cruzaron Simón le


preguntó por el metro; el hombre no entendió y entonces
Simón acentuó correctamente la palabra, pronunciando
“Metró”; ahora sí el hombre se dio por enterado y les indicó
la parada distante a un par de cuadras, haciendo dos
quiebres. Bajaron las escaleras y miraron el amplio mapa
del metro que había junto a la boletería. Verificó con
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Sírio Lopes Velasco

Carolina la única conexión que necesitarían hacer para


llegar a destino. Pidió un carnet de diez boletos, que era más
barato que diez boletos comprados por separado.
Confirmaron en uno de los carteles situados en el vértice
superior de un desvío, la dirección del buen andén. En el
vagón se veían tantas caras parisinas como aparentemente
extranjeras. El tren iba chirriando entre estación y estación,
al tiempo que un disco anunciaba el nombre de cada una.
Saltaron en la estación indicada y buscaron el andén con la
conexión que les servía. Saltaron en “Odéon” guiados por
el cartel que anunciaba el Jardin du Luxenbourg. Buscarían
a su contacto cerca de la Fontana de Médicis, próxima a la
calle del mismo nombre. Cuando llegaron al espacio verde
se sorprendieron con la cantidad de viejos sentados en los
bancos, y con las muchas madres que paseaban a sus hijos.
Se miraron y ella dijo: “debe ser porque hoy se ha asomado
un poco el sol y salen a disfrutarlo”. Cerca se levantaba la
mole del Palacio de Luxembourg, debidamente anunciado
por los carteles. Tenía algo del Palacio Legislativo de su
país natal, pero en tono más oscuro. Desde la tercera entrada
vieron el gran estanque formando un rectángulo largo y
estrecho. Muchas estatuas adornaban los senderos.
Caminaron lentamente alrededor del estanque, donde había
varios niños y algunos jóvenes y adultos manipulando
veleros en miniatura. Algunos viejos lagarteaban en los
bancos y miraban al agua, como esperando una revelación,
o tal vez evocando la infancia perdida. Otras personas
saboreaban bocadillos, o simplemente fumaban y charlaban
discretamente. Se sentaron y esperaron. Girando la cabeza
vieron que aquel parque era muy grande y que no verían al
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Los exilados y otros relatos

compañero hasta tenerlo muy cerca, pues antes se


confundiría con muchos transeúntes. Bastante después de
que el sol había pasado sobre sus cabezas, Carolina decidió
que era hora de comer algo. Simón entonces pidió que ella
siguiera esperando en aquel banco, mientras que él traería
la comida. Antes de despedirse confirmaron entre sí la
dirección del hotel, por cualquier imprevisto que los
obligase a reencontrarse allí. Simón salió otra vez a la calle
por donde habían llegado y la atravesó. Buscó y encontró
no muy lejos lo que buscaba. Volvió a comprar lo mismo
de la noche anterior, pero esta vez cambió el jamón por un
salame, que era más barato. Volvió exactamente por donde
había salido. De lejos vio a su compañera, tan desamparada
y tan elegante en aquel banco, subiéndose con la mano
izquierda el cuello del tapado. Ella preparó los sandwiches
y comieron lentamente, para saborear lo que ingerían y para
que les durase más. Algunas palomas se acercaron
rápidamente para aprovechar las migas que caían cerca de
sus pies. Cuando terminaron Carolina recogió las que
quedaban en sus faldas y las llevó a la orilla del pasto, donde
se empujaron tres palomas para devorarlas en el acto. Eran
gordas y lustrosas, con cuerpos tornasolados que iban desde
el gris oscuro hasta un marrón rojizo teñido de verde,
cercado por zonas claras. Siguieron mirando atentamente a
todos los transeúntes y en más de una ocasión creyeron
reconocer al compañero, y el corazón se les aceleró. Pero
siempre resultó que cuando la persona se acercaba revelaba
ser un viejo calvo, un asiático, e, incluso una vez, una mujer
de mediana edad vestida con un traje masculino. El sol fue
cayendo lenta pero inexorablemente. Cuando ya se ponía
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Sírio Lopes Velasco

Carolina comentó que quizá habían llegado demasiado


tarde y el compañero había pasado antes de su llegada.
Simón asintió y buscaron el metro para volver al hotel.
Cenaron el resto que les había sobrado del almuerzo tardío.
Hicieron el amor con ternura pero sin convicción,
seguramente porque estaban pensando qué les depararía el
día siguiente.

Cuando despertaron hicieron el recuento del dinero


que aún tenían, y concluyeron que podrían permanecer sólo
esa noche en el hotel, si no querían correr el riesgo de
quedarse sin dinero para comer. Se asearon y bajaron las
valijas para dejarlas otra vez con el encargado. Salieron
diciéndose que desayunarían en el lugar de espera.
Repitieron el mismo trayecto de la víspera. El banco que
habían ocupado no estaba disponible y eligieron uno
próximo. Casi sin hablar miraban hacia uno y otro lado
esperando la llegada del contacto. Los equívocos del día
anterior se repitieron con más frecuencia, y las certezas de
que era él se trastocaron en otras tantas desilusiones. Ahora
las confusiones abarcaron hasta a viejas bajitas y
regordetas. En uno de sus raros diálogos se pusieron de
acuerdo en aguantar el hambre para hacer sólo una comida
que valiese por desayuno y almuerzo. Cuando el estómago
pidió tregua Simón se dirigió al mismo comercio donde
había hecho la compra el día anterior; y volvió trayendo lo
mismo. Esa vez desayunaron-almorzaron con más
parsimonia aún que la empleada la víspera. Y Carolina
guardó meticulosamente las sobras del comestible y del
litro de leche. Después que vieron a las palomas devorarse
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Los exilados y otros relatos

las escasas migas que habían dejado, Carolina exclamó,


mirándolo a los ojos: “ellas no necesitan un techo y nunca
les falta compañía”. Simón sugirió que ella se quedase en el
banco, mientras él recorría algo del parque, pues quizá les
hubiesen pasado mal el punto exacto del contacto. Ella
asintió, pero le pidió que no demorase mucho. Lo vio
alejarse entre los transeúntes. Simón iba con el corazón
apretado, mirando muy fijamente el rostro de cada hombre
que cruzaba, como si el poder de sus ojos pudiera
transformarlo en el del compañero. Algunos de los mirados
se inquietaron, pensando quizá en una posible agresión, y
bajaron la cabeza al tiempo en que apuraban el paso. Simón
pasó frente al gran palacio y se dirigió hacia un gran
estanque que se veía volviendo al interior del área verde.
“Quizá sea este el estanque, y no el que habíamos elegido”
– pensó casi en voz alta. Se sentó un buen rato ante aquel
espejo hexagonal, donde había más gente divirtiéndose con
algunos veleros en miniatura. Se preguntó si los adultos que
veía ocupados en esos menesteres no tendrían algo mejor
para hacer. Y concluyó que aquello debía ser parte del
tiempo libre que a algunos les proporcionaba lo que Francia
había robado de sus colonias y seguía robando de sus ex
colonias. “Que no me oigan porque me denuncian” – pensó
ahora en voz baja. Como no vio llegar al contacto caminó
hacia el otro lado del estanque y dobló sucesivamente a la
derecha para recorrer varios senderos adornados de
estatuas, que acabaron por llevarlo nuevamente frente al
palacio, que ahora le pareció más lúgubre que antes. De
lejos vio que un hombre estaba parado frente a Carolina,
que permanecía sentada. Por su vestimenta descartó en
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Sírio Lopes Velasco

principio que fuera un policía, al menos de los uniformados.


Apresuró el paso y al llegar se sentó a su lado y le pasó el
brazo por el hombro. El desconocido hizo un gesto con la
mano, que se dirigía a los dos, y se alejó rápidamente. “Era
un pesado que me estaba cargando” – dijo ella. “Ojalá;
porque podría ser un tira, tanteando el terreno a ver si eras
una clandestina” – respondió Simón. — “Por lo menos no
me pidió el pasaporte, porque cada vez le tengo menos
confianza; no sé ni de qué color son las matrículas de los
autos en la capital de mi supuesto país, y me olvidé de parte
de su himno...” – se quejó ella. Simón la calmó diciéndole
que al encontrar a sus compañeros estarían más protegidos.
Y siguieron escrudiñando a los transeúntes hasta que los
ojos se les gastaron con la luz ya marchita del anochecer.
Volvieron al hotel y el encargado les cobró esa noche y les
devolvió las valijas mirándolos ahora con cierto aire de
desconfianza. En su habitación comieron los restos del
desayuno-almuerzo. Recontaron el dinero y confirmaron
que aquella sería su última noche de hotel. Se pusieron de
acuerdo en que al otro día, si no apareciese su contacto,
volverían al hotel a recoger las valijas que habrían dejado
con el encargado, y dormirían en el parque de la espera.
Decidieron usar la cama para descansar todo lo posible, y
para eso cada uno se durmió casi sin tocar al otro y dándole
la espalda, para evitar la ocasión del pecado. Más temprano
que las dos mañanas anteriores se asearon y se cambiaron
él la camisa y las medias, y ella la ropa interior y la falda,
para ver si mejoraban su suerte. Bajaron las valijas y se las
dejaron al encargado, sin decirle que aquel sería su último
día en aquella pocilga. En el metro decidieron que ese día
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Los exilados y otros relatos

desde el principio él la dejaría aguardando en un banco


cercano al estanque menor y saldría a recorrer todo el
parque para ver si hallaba al compañero. Y que se reunirían
en el banco de ella sólo a la hora del almuerzo tardío. Así
lo hicieron y Simón caminó haciendo círculos concéntricos
que fueron abarcando desde las zonas centrales del parque
hasta su periferia rodeada de calles. Las piernas ya le dolían
bastante cuando emprendió la vuelta hacia Carolina. De
lejos la vio acompañada de una mujer que veía revolotear
alrededor de las dos a un niño juguetón. Simón llegó a sentir
rabia de toda aquella alegría despreocupada, tan alejada de
la situación que debía soportar con su pareja. Pero pensó
que al menos aquella compañía protegía a Carolina de algún
pesado o de un policía curioso. Se acercó sonriendo y
Carolina le presentó a la mujer, explicando en español y con
alguna palabra mezclada de francés que la señora vivía en
las cercanías y era profesora de piano. Simón pensó que en
aquel momento podían quemar todos los pianos del mundo,
que él no se inmutaría. Pero saludó con la misma sonrisa
falsa que ya había visto en los comercios donde compraba
la comida. La mujer hablaba de su vida y la única vez que
preguntó por la de la pareja Carolina le dijo “vacances”. La
mujer los miró y dijo unas palabras de felicitaciones y con
deseos de que disfrutasen las bellezas de París. Y de
inmediato se despidió para irse con su hijo. “Menos mal
que se fue, porque la barriga ya me chifla” – dijo Simón. Y
dejó otra vez sola a su compañera para ir a comprar el
bocadillo. En el mismo comercio de antes la dependiente lo
recibió reconociéndolo, como a un viejo cliente. Masticaron
el desayuno-almuerzo sin dejar de mirar a quienes pasaban.
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Sírio Lopes Velasco

Las palomas vinieron a buscar su parte y Simón las espantó


malhumorado, tirándoles lejos las migas. El sol fue bajando
y las palomas se acercaban una y otra vez imaginando la
posibilidad de otro pequeño festín. Pero cada vez volvían a
alejarse defraudadas, a veces ensayando un corto vuelo que
las llevaba hasta algún otro banco. Decidieron volver al
hotel para recoger las valijas antes del anochecer. El
encargado les devolvió las maletas, y ellos, con el pretexto
de buscar algo dentro de ellas, las abrieron en el piso del
pequeño vestíbulo, para constatar que nada les faltaba.
Como lo que llevaban era muy poco, no les fue difícil
comprobar que nada había sido sustraído. Se despidieron
del encargado que ya se escabullía hacia la pieza lateral.
Pusieron rumbo al parque. Cuando llegaron la noche ya se
había instalado y allí había muy poca gente. De lejos vieron
que dos policías miraban la documentación de un joven
negro casi invisible. Doblaron en el primer desvío a la vista
y salieron del área verde. Buscaron el metro. Simón le
preguntó a Carolina si se acordaba cómo se decía en francés
“estación de tren”. Y ella le dijo que creía que era “gare” o
“garé”, o algo parecido. Vieron en el mapa cercano a la
boletería una parada con el nombre de Gare de Lyon. Entre
palabras y gestos Simón preguntó al boletero si de la Gare
de Lyon salían trenes. Y el hombre respondió de la misma
manera que muchos. Compraron otro carnet de diez boletos
y tomaron el metro que los depositaría en aquella estación.
Era muy grande, pero su interior era menos frío que la calle,
y ofrecía algunos bancos largos que permitían estirar todo
el cuerpo. En uno de ellos cenaron los restos del mediodía-
tarde. En otros dos que se hacían frente se acostó de lado
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Los exilados y otros relatos

cada uno con su valija al frente, mirándose sin decirse


palabras. Se pusieron de acuerdo para turnarse en la
guardia, de forma a que nunca los dos se durmieran al
mismo tiempo. Cada guardia sería de tres horas, marcadas
por uno de los grandes relojes de la estación, que era muy
visible. Cuando se acercó la medianoche vieron que en uno
de los bancos cercanos se acomodaba un mendigo barbudo
que llevaba sus cosas en un carrito de dos ruedas. El hombre
sacó una botella de vino y con el gesto les ofreció la bebida.
Simón le agradeció negando con un gesto la invitación.
“Este hombre debe saber por algún instinto especial que
estamos tan en la calle y desamparados como él” –pensó
Simón. Pero no le dijo nada a Carolina, para no apenarla
aún más. Ella pareció adivinar sus pensamientos, pues dijo
con voz que quería ser confiada: “Mañana a primera hora
volveremos al parque”. Medio vigilando y medio
dormitando fueron rotando las guardias. Demasiado
lentamente el espacio se fue aclarando. Cuando se
despertaron se dieron cuenta que el sueño había vencido a
Simón en la última guardia, y que en ese lapso las valijas
habían quedado expuestas. “Me duele todo el cuerpo” - dijo
Carolina. “Y a mi más que el cuerpo”- respondió él. Se
desperezaron con grandes gestos y se dirigieron a los baños
de la estación. El mendigo dormía roncando dulcemente.
Mientras se aseaba con una toallita que se pasó por el rostro
y por debajo de la parte superior de la camisa, Simón
comprobó que la barba le crecía y que el cuerpo ya le olía a
rancio. Carolina salió diciendo que su pelo ya estaba
grasiento, pero él la consoló convenciéndola de que se veía
más linda que nunca. “¿Estás seguro?” – preguntó ella más
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Sírio Lopes Velasco

de una vez. Y cada vez él dijo que no tenía la menor duda


de ello. Volvieron al metro. Cuando iban a cruzar desde el
Odéon hacia el parque Carolina no contuvo el grito: “¡Allá
va Aniceto!”. Simón salió corriendo como si las piernas y
todo el cuerpo no le doliera en absoluto. Haló al compañero
por un brazo y cuando lo giró descubrió que nada tenía que
ver con Aniceto. El hombre se soltó de un tirón y se alejó
con una cara que era mezcla de miedo y rabia, profiriendo
improperios. Simón se quedó con el brazo a medio bajar,
pidiendo disculpas en alta voz. “Pardon, monsieur, pardon”.
Los numerosos transeúntes pasaban sin verlo. Carolina
había visto de lejos la escena y cuando él volvió ella ya se
había dado cuenta del equívoco. Fueron a sentarse al lado
del pequeño estanque. Como su contacto no aparecía
decidieron que era hora de que él fuese a buscar el
desayuno-almuerzo, mientras ella se quedaba cuidando las
valijas. Comieron cuidando para no dejarle ni una miga a
las palomas. Después y para estirar las piernas decidieron
darse una vuelta por el gran estanque. Cuando se acercaban
Carolina estiró el brazo y gritó: “¡Aquel es Aniceto; ahora
sí estoy segura!”. Simón soltó en el acto la valija, que cayó
al piso, pero él ni se volteó para mirarla, pues ya corría hacia
el hombre de abrigo azul marino que se alejaba del
estanque. Al llegar a sus espaldas comprobó que tenía una
caperuza puesta, como aquella que siempre había visto en
los dibujos de Caperucita Roja. Esa vez por precaución se
le adelantó un poco antes de asirlo por el brazo. Y casi se le
saltaron las lágrimas cuando reconoció a un sorprendido
Aniceto, que lo abrazó con enormes ojos. “Hermano, ¡no
sabés cómo te esperamos!”- dijo Simón. Y apuntó hacia su
23
Los exilados y otros relatos

compañera que ya se acercaba arrastrando como podía a las


dos valijas. Aniceto corrió para agarrarle una de las maletas
y para abrazarla largamente. “Creo que hubo un
malentendido, pues este es el primer día que me dijeron que
ustedes podían aparecer; y yo estaba yendo a buscar un café
para volver a sentarme ante el estanque” – dijo Aniceto.
Simón le explicó lo sucedido y la confusión entre ambos
estanques. El otro sonrió diciendo que lo importante eras
que ahora se habían encontrado. Y les aclaró que allí se
llamaba Antonio, que era su nombre legal, pues todos los
refugiados recobraban sus nombres verdaderos. “En ese
caso, ella es María y yo soy Roberto” - dijo Simón. “Pero
por ahora y hasta legalizarse mantengan por las dudas los
nombres de los pasaportes” – aclaró Antonio. “Bueno,
entonces seguimos siendo Simón y Carolina”, retrucó
Roberto. ¿Y adónde vamos?, quiso saber. Antonio les dijo
que al pequeño apartamento que alquilaban con el Rubio,
muy cerca del Sacré-Coeur. Carolina preguntó qué era
aquello y Antonio aclaró que se trataba de una iglesia muy
famosa de París construida en la cima de Montmartre.
Ahora el nombre hizo más sentido a la pareja, pues le
evocaba a los pintores de la gran época de la bohemia,
algunos de cuyos apellidos les habían sonado en la
Secundaria.

Antonio los llevó al metro y siguieron hasta


Mercadet-Poissoniers. Caminaron en subida algunas pocas
cuadras y los recién llegados comentaron que en algunos de
los comerciantes y transeúntes se notaban toques árabes.
Antonio aclaró que en efecto allí había algunos árabes y
24
Sírio Lopes Velasco

otros trucos. En una esquina doblaron por una calle de una


sola cuadra que se interrumpía al fondo en una empinada
escalera. “Esta es la calle, y se llama Cyrano de Bergerac”
– dijo Antonio, que cargaba desde el metro la valija de
Carolina. Y agregó que aquella escalera conducía a la parte
alta de Montmartre y al Sacré-Coeur. Casi al llegar a ella
abrió la alta puerta a cuyo lado lucía el número cinco.
Subieron la vieja escalera de madera que daba vueltas entre
piso y piso. Al llegar al último, que era el cuarto, Antonio
abrió una de las dos puertas que daba al breve rellano.
Entraron y Carolina exclamó: “¡Hogar, dulce hogar!”. Al
lado de la puerta había una pequeña cama, instalada en lo
que venía a ser el living-cocina-comedor, o sea, todo el
apartamento con excepción del cuarto contiguo y de un mini
baño. El cuarto no tenía cama y el colchón de dos plazas se
apoyaba directamente en el piso. Una alta ventana con
balcón daba hacia la calle, y otra la imitaba en el living.
Antonio les dijo que se acomodasen en el cuarto, para
descansar mejor esos primeros días, mientras que él se
conformaría con la pequeña cama y el Rubio iría a dormir a
la casa de algún otro compañero. Simón inspeccionó las
instalaciones y Antonio le aclaró que aquel cable azul que
veía en el contador de luz que estaba al lado de la puerta
permitía que la luz consumida no pasase por el aparato, que
no la registraba; y agregó que de vez en cuando había que
sacarlo para que marcase algo, y que sobre todo si golpease
alguien que no se identificase como compañero, había que
retirarlo sin falta antes de abrir la puerta, pues podría
tratarse del concierge o del mismísimo medidor de la luz.
Acto seguido abrió de par de par la alta ventana y apuntando
25
Los exilados y otros relatos

hacia abajo en el balcón comentó: “esta es nuestra heladera,


pues en invierno no hace falta una”. Simón y Carolina
vieron que allí reposaba una botella de leche acompañada
por un paquetito de manteca, unos vasitos de yogur y algún
otro producto empaquetado. Ella se asomó al balcón, y
después de sacar medio cuerpo al vacío comentó que todos
los edificios eran iguales. Entonces reparó en el gran portón
negro que tenía casi enfrente y preguntó a Antonio por qué
tenía la gran inscripción blanca “Pathé Cinéma”. Antonio
explicó que aquello era un galpón de un estudio de cine
francés muy conocido, y que, según le constaba, allí se
seguían rodando partes de muchas películas. Y los invitó a
sentarse en las dos únicas sillas disponibles; él lo hizo en el
piso y les dijo que los pondría al tanto de las últimas
novedades y de lo que les aguardaría en el futuro inmediato.
Les sirvió un yogur a cada uno, pan con manteca, y, sin
dilaciones les espetó:

— Ustedes como yo venían a Europa para volver a nuestro


país. Pero la situación se degradó mucho en el país donde
estaba la Dirección de nuestra Organización y por eso la
misma decidió que todos nosotros debemos quedarnos por
acá

— ¿Hasta cuándo?- preguntó Simón

—No lo sé – dijo Antonio.

Entonces Carolina inquirió:

— Quedarnos aquí, ¿cómo y dónde?

26
Sírio Lopes Velasco

Antonio carraspeó y dijo que había que pedir asilo


como refugiado político oficial y que la Dirección orientaba
que eso fuera hecho en Suecia.

— ¿En Suecia? – exclamó al unísono la pareja.

— Sí – confirmó Antonio. Y agregó:

— Hay gente que ya siguió para allá y otros lo harán en


breve; para eso habrá una reunión en los próximos días.

— ¿Y tú? – preguntó Carolina.

— Bueno...yo ya pedí refugio aquí – aclaró el dueño de casa.

Simón se pasó la mano por la barbilla, y mirando a


Carolina afirmó:

— Así que la ida hasta Suecia no es tan obligatoria; y de


cualquier manera, para volver a nuestro país da lo mismo
cualquier lugar de Europa.

Carolina lo apoyó y Antonio dijo que eso lo verían


en la reunión.

Ella dijo que querían hacer algo para ayudar a pagar


el alquiler de aquel lugar donde dormirían. Y Antonio le
explicó que había algunos compañeros fabricando carteras
de cuero, que se vendían después en la calle, y que la pareja
podría sumarse a esa labor. Aclaró que él todavía
participaba de ese trabajo de vez en cuando, pero que ahora
sobre todo estaba dedicado a repartir propaganda impresa
casa por casa con el Rubio, pagados por una empresa. La
27
Los exilados y otros relatos

pareja quiso saber cuándo podría empezar y Antonio les


dijo que al otro día. Después los dejó para que se
recuperaran de la noche mal dormida, y aclaró que el trabajo
lo llamaba.

Cuando quedaron solos lo primero que hicieron fue


ducharse. Él se afeitó y ella se acicaló. Oliendo a limpio se
fueron a la cama, sin cambiar las sábanas porque no
encontraron ninguna de reserva. Intercambiaron algunas
caricias y rápidamente se durmieron como troncos. Cuando
despertaron ya anochecía. Buscaron en el balcón con qué
alimentarse. Y comieron despacio saboreando cada bocado.
De pronto golpearon a la puerta y Simón se abalanzó hacia
el cablerío del contador de luz, pero una voz se anunció
como Antonio. Simón le abrió y Antonio entró con un gran
paquete envuelto con desprolijidad. Extendió su contenido
sobre la mesita que acompañaba a las dos sillas.

— Estas son las carteras y estos son los cordones que las
arman – explicó-

Todo el material era de cuero. Antonio mostró cómo


las piezas ya venían agujereadas y tomando uno de los
cordones explicó como había que irlo trenzando en los
orificios para que la cartera quedara armada, al anudar los
cordones en los extremos. Y sacó de debajo de su abrigo
una ya pronta, para mostrarles el resultado.

— Mañana después del desayuno pueden empezar –


concluyó-.

28
Sírio Lopes Velasco

Mas de inmediato los invitó a que compartiesen sus


experiencias recientes. La pareja contó su viaje y le
preguntaron cómo era vivir en Francia. Antonio les explicó
que los parisinos tenían mal carácter, pero que en la capital
había gente de otras partes del país que eran más amables;
y además –acotó- hay muchos extranjeros, principalmente
de África; con esa gente nos llevamos bien – remató. Por
último les explicó largamente algunos detalles de la ciudad
y los tranquilizó asegurándoles que podrían moverse muy
bien usando el Metro; pero terminó aconsejando que no
salieran de noche, pues la Policía arreciaba los controles de
documentos y redadas en horario nocturno; lo que era
peligroso –dijo- pues mucha de la gente pescada in fraganti
en la ilegalidad era deportada hacia sus países de origen; y
aclaró que en el caso de Simón y Carolina la situación
podría complicarse aún más por cuanto sus documentos
eran falsos y no serían reconocidos por el país que
supuestamente había emitido los pasaportes que portaban.
Se hicieron un té y mientras lo tomaban Antonio aclaró que
ya había comido algo. La pareja le hizo muchas preguntas
y abundantes fueron las repuestas. Después Antonio dijo
que necesitaba dormir para trabajar al otro día; les preguntó
si tenían algún dinero, y les explicó dónde quedaban en las
cercanías los comercios en los que se podían comprar los
comestibles básicos.

Y se metió en la camita.

La pareja cerró la puerta que daba al cuarto.


Acomodó como pudo las cosas que sacó de las valijas y

29
Los exilados y otros relatos

luego hizo el amor con el mayor silencio posible, para que


Antonio no los oyera. Temprano por la mañana él los llamó
y desayunaron juntos. Cuando se fue la pareja se puso a
armar carteras. Carolina lo hizo mucho más fácil y
prolijamente que Simón, y lo auxilió repetidas veces. Al fin
él consiguió una cartera como la gente, cuando ella ya iba
por la tercera. Estaban muy entretenidos en la tarea cuando
Antonio golpeó la puerta y se anunció al mismo tiempo para
que no se sobresaltaran. Evaluó como buena la calidad de
las carteras que habían armado. Y de inmediato dijo,
dirigiéndose a Simón:

— Vi que tus zapatos están muy gastados y abiertos en la


punta; ¿tenés otros?

Recibió una respuesta negativa y entonces invitó a


la pareja a que lo siguiese.

Tomaron un metro y tras caminar un par de cuadras


Antonio le pidió a Carolina que se quedara mirando las
vidrieras de una gran tienda cercana. A Simón le dijo que
lo siguiese hasta la zapatería no menos grande que tenían a
pocos metros. Adentro las muchas estanterías ocupaban
espacios con varios recovecos. Antonio guió a Simón hasta
uno de ellos y lo hizo probarse uno de los zapatos de un par
muy fuerte de color marrón brillante.

— ¿Te queda bien? – preguntó.

— Sí, perfectamente-, fue la respuesta.

30
Sírio Lopes Velasco

Entonces Antonio se volvió hacia un muchacho con


aspecto de árabe que estaba a dos metros de distancia y
calzaba unas chinelas veraniegas de playa. Se agachó, puso
en las manos del otro los zapatos que miraba y le dijo unas
breves palabras en francés. De inmediato le dijo a Simón
que se pusiera el otro zapato. Cuando éste hizo lo indicado,
agarró los viejos zapatos que sonreían y los puso debajo de
la estantería, donde quedaron invisibles. Y con voz muy
tranquila dijo:

— Vámonos.

Simón abrió los ojos como si fueran dos soles, pero


su compañero ya lo precedía, saliendo de la zapatería.
Entonces le siguió el paso y en la vereda de enfrente
encontraron a Carolina. Ella miró los pies de su pareja y lo
felicitó por el buen gusto. Pero ya Antonio la tiraba del
brazo para que girasen en la cercana esquina. Cuando ya
transitaban en la otra cuadra Antonio se volteó y exclamó:
“todo tranquilo”. Carolina quiso saber qué pasaba, y Simón
se lo explicó, para preguntarle a Antonio si los compañeros
hacían aquello a menudo. Antonio sonrió y dijo que sólo
cuando era necesario para la subsistencia, y jamás contra
pequeños comerciantes. A Simón y su pareja le pareció que
había justicia en aquel proceder. Entonces el recién llegado
quiso saber qué le había dicho Antonio al otro en la
zapatería. Y oyó como respuesta:

— Vi que estaba en lo mismo que nosotros, pero que no se


animaba a ponerse los zapatos y salir por temor a que lo

31
Los exilados y otros relatos

denunciásemos; y le dije en francés: este par es para ti y este


otro es para nosotros, mostrándole tus nuevos zapatos.

La pareja se rió de la ocurrencia y Antonio remató:


“y viste que no me dijo que no, pues con el rabillo del ojo
vi que nos seguía con los zapatos puestos”.

Los días siguientes fueron para la pareja de


alternancia entre la hechura de carteras, que les reportó
algún dinero para los gastos básicos de comida e higiene, y
las visitas a algunos puntos icónicos de París que conocían
por libros y películas desde la Secundaria. A la torre Eiffel
primero no subieron porque el precio era demasiado alto
para usar el ascensor; pero cuando volvían de un paseo a pie
a lo largo de una parte del Sena, se enteraron de que se podía
subir por la escalera, sin tener que pagar nada o pagando un
precio mínimo. Así, otro día reservaron energías y después
de innúmeros escalones tuvieron la más majestuosa vista de
París que se pudiera imaginar. Allá en lo más alto
intercambiaron chistes sobre la picardía de don Eiffel que,
hasta aquel gabinete minúsculo pero dotado de un sofá,
llevaba a las jovencitas tentadas por la magnífica visión, y
que allí habían pagado sin duda y a su modo, el precio del
espectáculo inédito. Al Louvre fueron el día de entrada
libre. Y concluyeron que habría que volver por lo menos
otra media docena de veces para apreciar mínimamente los
tesoros allí reunidos. No quisieron pagar para subir al arco
de triunfo, pero disfrutaron de la larga caminata por los
Champs Élysées que los llevó hasta la plaza de la
Concordia, que ocultaba bajo ese nombre un pasado lleno

32
Sírio Lopes Velasco

de las guillotinas que allí habían funcionado a todo trapo.


Cuando llegaron por metro a “Bastille”, Simón preguntó a
un transeúnte dónde estaba el castillo; el hombre lo miró
para cerciorarse de que no estaba borracho o tomándole el
pelo; y luego, con paciencia y entre gestos y palabras,
explicó que la prisión había sido destruida por la
Revolución y que sólo quedaba como recuerdo aquella gran
plaza empedrada con su columna central. Y el hombre
siguió su camino, sacudiendo lentamente la cabeza,
abrumado por tanta ignorancia. Para su suerte en Notre
Dame se colaron en un grupo que recibía de un guía
detalladas explicaciones en español; con él subieron hasta
la enorme gran campana que tenía su cuerpo marcado
profundamente aquí y allí por los golpes seculares del
badajo; el guía rozó su mano por dentro de la campana y
ésta emitió una inesperada vibración; entonces la pareja
entendió por qué el Jorobado de Víctor Hugo ensordecía al
son del campanario.

Uno de esos días vino a saludarlos efusivamente el


Rubio y la pareja repitió los cuentos recíprocos que antes
habían intercambiado con Antonio. Un anochecer éste
apareció y nada más entrar extrajo de abajo de su abrigo un
par de guantes de cuero tan grandes como los que usaban
los primeros aviadores o automovilistas, y unas tenazas y
unas pinzas.

Carolina quiso saber de dónde provenía aquello y


Antonio sin inmutarse explicó:

33
Los exilados y otros relatos

— Ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón;


venía yo por una calle oscura y vi que se abría una puerta y
que un hombre salió corriendo atrás de otro que hasta aquel
momento estaba agachado al lado de una moto allí
estacionada en la vereda; entonces comprendí que estas
cosas eran del ladrón que quería robarse la moto, y me las
traje, pues bastante útiles que son.

Carolina y Simón se rieron a trío con él.

Antonio les informó que la esperada reunión sería al


día siguiente, y los invitó a cenar usando lo disponible en el
balcón.

En la reunión había una docena de compañeros,


pocos de los cuales eran conocidos. Tomó la palabra un
miembro de la Dirección que se había adelantado a los otros
en el viaje a Europa y planteó la ida a Suecia. Tres o cuatro
se mostraron dispuestos a acatar aquella orientación, pero
un compañero joven, rubio y de ancha frente dijo que él
venía de Bélgica, donde ya estaba establecido, y que allí se
ofrecía la oportunidad a quien quisiera, de cursar estudios
universitarios, recibiendo una pequeña beca para eso.
Simón y Carolina se pusieron de acuerdo en voz baja y
cuando les llegó el turno de hablar dijeron que optaban por
seguir al compañero de Bélgica, para enterarse de cómo
eran allí las cosas, antes de decidirse. El miembro de la
Dirección no puso objeciones, aclarando que en cualquier
lugar donde hubiera compañeros seguirían organizados y
haciendo lo mejor por su país oprimido por la dictadura.
Cuando la reunión terminó el compañero que venía de
34
Sírio Lopes Velasco

Bélgica se certificó de que aún tenían sus pasaportes y el


dinero para el pasaje, y les marcó un encuentro la tarde
siguiente en la estación desde donde partían trenes para
Bruselas. Hicieron una cena extra con Antonio, comprando
los ingredientes en los comercios próximos; se despidieron
de él con alegría y nostalgia anticipada. Durmieron
inquietos por el ignoto futuro. Cuando despertaron Antonio
ya había salido a trabajar. Desayunaron y hasta el mediodía
armaron todas las carteras que pudieron, dejándolas en fila
en el piso del cuarto. Hicieron las valijas, cerraron la puerta,
bajaron las largas escaleras y dejaron su copia de la llave en
el casillero de las cartas, como se lo había indicado Antonio.
Llegaron antes que el compañero Daniel al punto de
encuentro en la gran estación. Carolina creyó recordarla de
más de una película. Cuando estuvieron los tres juntos
compraron billetes de segunda clase. El tren arrancó
puntualmente. Daniel no cesaba de loar todos los encantos
de Bélgica, y ni se dignaba mirar el paisaje, como alguien
que ya lo conocía de sobra. Pasó el revisor de pasajes y
Daniel siguió su perorata. Pero de pronto se interrumpió y
dijo que se acercaban a la frontera y que un policía
recorrería los vagones controlando los pasaportes; pero
pidió calma a la pareja, aclarando que aquello era una mera
rutina burocrática, mas que lo mejor era que durante el
control hicieran como que no se conocían, y se retiró a una
punta de los dos largos asientos. A los pocos minutos un
policía pasó pidiendo los documentos. Miró los de la pareja
sin especial atención, y los devolvió cerrados al cabo de
segundos. Cuando se fue Daniel volvió a juntarse a la pareja
y Simón preguntó si no sellaban los pasaportes. Daniel
35
Los exilados y otros relatos

contestó que la relación con Bélgica era tan estrecha que


raramente lo hacían. Y siguieron charlando, ahora mucho
más tranquilos, hasta Bruselas.

En ese trayecto les explicó dónde se alojarían, por


lo menos, el primer tiempo, y les contó detalles de la vida
en Leuven, ciudad universitaria desde 1425.

En la capital belga Daniel compró los pasajes para


seguir viaje hacia Leuven. Un tren que les servía se presentó
pocos minutos después. En el vagón sintieron un
impresionante olor a sobaco, y Daniel les explicó que los
belgas acostumbraban a bañarse sólo los viernes. Poco
después vieron al lado de la estación la gran fábrica de
Stella Artois. A la salida la pareja se sorprendió con la
cantidad de bicicletas que estaban estacionadas en el patio
delantero de la estación. Daniel les explicó que pertenecían
a estudiantes que las dejaban allí al llegar o salir en tren,
para recogerlas después; pero aclaró que podía haber
algunas abandonadas, y que no era infrecuente que le
cortaran la traba a alguna para usarla y abandonarla al llegar
a destino; y por eso –agregó- las bicicletas tenían una
matrícula, para que su dueño pudiera recuperarla después si
la policía la encontraba abandonada. Les aclaró que
bordearían la avenida de circunvalación que primero recibía
el nombre de Tiensevest y luego el de Naamsevest, que
refería al nombre flamenco de Namur. Cruzaron la calle de
Namur y doblaron a la derecha para tomar Schapenstraat.
“Quiere decir calle de las ovejas, porque por aquí las traían
hace siglos hasta los mercados de la ciudad” - aclaró Daniel.

36
Sírio Lopes Velasco

En la primera esquina volvieron a doblar a la derecha, y


caminaron media cuadra en empinada subida. La calle se
llamaba Sneppenberg, y Daniel se detuvo en el edificio de
tres pisos del número siete. Pulsó el timbre y una voz
femenina respondió en el portero eléctrico. Subieron la
escalera hasta el tercer piso y se encontraron con Celeste,
que los recibió con una amplia sonrisa. Daniel los dejó para
reencontrarse cuanto antes con su mujer y su hija de pocos
meses, con quienes vivía allí cerca. Celeste les sirvió un té
con abundante acompañamiento y les explicó que allí vivía
con la pareja formada por Luis y Victoria, pero que había
lugar para acomodarlos en el living hasta que obtuvieran
otra residencia. Y de inmediato les dijo que lo mejor era
pedir refugio político cuanto antes, contando con la
colaboración de la sección local de Amnesty International,
que ya estaba ayudando a otros latinoamericanos. Dicho eso
les pidió los pasaportes falsos para dárselos a alguien que
podría hacérselos llegar a otros compañeros que necesitasen
viajar a Europa; les explicó que cuando fueran a la Policía
tendrían que decir que Bélgica había sido su punto de
llegada a Europa, para que no los devolvieran a Francia, y
podrían decir lo que habían hecho con los pasaportes, sin
mencionar a quién se los habían dado; y concluyó
informándolos que tendrían que registrarse en la Comuna
local, para obtener una ayuda económica que les permitiría
estudiar. Carolina le respondió que aún no estaban
convencidos de quedarse, pero que lo último que dijo
Celeste los animaba mucho. Al rato volvieron Luis y
Victoria y en animada charla le dieron a los recién llegados
muchos argumentos a favor de la opción por Bélgica, y en
37
Los exilados y otros relatos

especial por Leuven. Aclararon que por ahora había


secciones de la Universidad donde se estudiaba en francés,
aunque la vieja Universidad quedaba en manos de los
flamencos desde 1968 y una nueva ciudad en plena
construcción desde cero empezaba a recibir a la recién
creada Universidad francófona.

Esa noche, antes de dormirse, Carolina y su


compañero decidieron que se quedarían en Leuven,
reasumiendo sus nombres de María y Roberto. En el
desayuno Roberto pidió a Celeste papel y sobre para
escribir una carta a su familia, que no tenía noticias de él
desde hacía cinco años, por lo que lo imaginaría ya muerto.
Para que tuvieran certeza de que era él el remitente
mencionó el nombre del perro que tenía de niño, y prometió
enviar alguna foto en las próximas misivas. Como no estaba
seguro de que sus padres continuaban viviendo en la misma
casa alquilada que ocupaban cuando los dejó, envió la carta
a la dirección de unos tíos que tenían casa propia en la
capital de su país. Confiaba en que ellos la harían llegar a
su buen puerto, a quinientos kilómetros de distancia. María
también escribió su carta, dirigida a su madre. Mientras
tanto Celeste salió para telefonear desde la cabina que había
en la esquina al amigo de Amnesty que ayudaría a los recién
llegados y éste le respondió que pasaría a verlos esa misma
mañana después de las once. Celeste acompañó a la pareja
a poner la carta en la oficina de Correos que quedaba a unas
tres cuadras por la calle de Namur, yendo hacia el corazón
de la ciudad. Despacharon las cartas y aprovechando el
viaje siguieron hacia el centro. Las casas eran muy
38
Sírio Lopes Velasco

parecidas entre sí; daban directamente sobre la vereda, sin


ningún jardín delantero; eran de ladrillo al descubierto, con
dos pisos y fachadas terminadas en escalerita; las ventanas
eran de vidrios coloreados subdivididos en pequeños
paneles. Tras algunas cuadras de caminata ensimismada por
las atractivas fachadas y en la que cruzaron a muchos
jóvenes, sin duda estudiantes, llegaron al elegante Hotel de
Ville, en estilo flanboyant que parecía salido de un cuento
de hadas; en sus paredes innúmeros nichos albergaban
estatuas; muchas torrecillas embanderadas traían el aroma
de los torneos medievales. Del otro lado de la plaza
empedrada que le hacía frente la Catedral de San Pedro,
patrimonio de la ciudad, exhibía su mole gris. En un rincón
de la plaza una estatua metálica echaba constantemente
agua en su cabeza sin tapa craneana. Roberto jugó diciendo
que aquello era una magnífica alegoría del tormento del
estudiante, obligado a incorporar conocimientos que se
pierden al mismo ritmo en que se adquieren. Celeste dijo
que quizá aquella era exactamente la intención del escultor,
y María la acompañó en su parecer. Se entretuvieron un
buen rato saboreando el espectáculo del conjunto edilicio
que rodeaba la plaza central. Celeste miró el reloj de la
Catedral y dijo que era hora de volver para esperar al amigo
de Amnesty. Decidió llevarlos de vuelta por Schapenstraat;
las casas eran casi iguales a las de la calle de Namur. Pero
ahora, a unos doscientos metros antes de llegar al
apartamento se toparon con un compacto y larguísimo
muro de ladrillo, que el tiempo hacía ondular en varios
tramos. “Aquí es el Grand Béguinage, un convento
femenino del siglo XIII, convertido hace quince años en
39
Los exilados y otros relatos

residencia universitaria; y aquí vive Daniel” –aclaró


Celeste-. Siempre bordeando el muro pasaron por el portón
principal de entrada, en el que sólo una puertita en forma
ojival estaba abierta. A la media cuadra doblaron a la
izquierda para llegar pocos metros después al apartamento.
No hacía mucho que se habían sacado los abrigos cuando
tocaron el timbre. Era Bart, el amigo de Amnesty. Rubio
casi pelirrojo, de corta barba bien cuidada y vistiendo un
traje y corbata oscuros, los saludó afectuosamente. Felicitó
a la pareja de recién llegados por su decisión y dijo que de
inmediato los presentaría en la Comuna y marcaría en
Bruselas las entrevistas necesarias para el trámite del asilo
político; una con la ONU y la otra con la Policía; recomendó
decir toda la verdad en uno y otro lugar, y la pareja les
garantizó que así lo haría. Y se los llevó en auto y con la
compañía de Celeste otra vez al Hotel de Ville. En uno de
los despachos que daban a la calle de Namur habló,
señalando hacia la pareja, con un joven muy pelirrojo. Vino
al encuentro de los recién llegados y también saludó a
Celeste, como a una vieja conocida. Desbordaba simpatía y
hospitalidad y pidió a los tres en un arrastrado francés que
lo acompañaran a su oficina, mientras Bart se despedía para
seguir con sus gestiones. El funcionario les hizo llenar un
par de formularios y les prometió ayuda financiera desde
que se comprometieran a matricularse pronto en algún
estudio, o hasta que empezaran a trabajar; pero para eso,
aclaró, antes debían tener oficializado su pedido de refugio;
y los despidió con alegres apretones de manos, diciendo que
los aguardaba después de ese trámite. Volvieron por la calle
de Namur, y Celeste dijo que todos los compañeros
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Sírio Lopes Velasco

llamaban a aquel amable funcionario el Zanahoria. Pasaron


un par de días en los que uno de los tres dueños de casa los
acompañó en largas caminatas para que se familiarizaran
con la ciudad. Y volvió Bart para anunciar que al día
siguiente tenían cita en la ONU y en la Policía. Al otro día
vino a buscarlos en auto y los llevó hasta Bruselas. Subieron
al segundo piso del edificio donde se encontraba la oficina
de la Agencia de la ONU para los Refugiados. En una sala
de espera que parecía la de un consultorio médico una
docena de personas estaba sentada en sillas que formaban
una fila que acompañaba las paredes. Bart dijo algo a la
funcionaria que ocupaba el pequeño escritorio situado en un
rincón de la sala. Roberto observó detenidamente a sus
compañeros de espera y de inmediato concluyó que los
conflictos en el mundo eran más complejos de lo que él
imaginaba hasta aquel momento. Porque allí había gente
blanca, negra y de aspecto oriental, que hablaba diferentes
lenguas entre sí. Cuando les tocó el turno el funcionario
trajeado impecablemente les preguntó por qué motivos
estaban pidiendo asilo. Respondiendo de la manera en que
lo habían combinado antes María y Roberto dijeron que en
su país eran militantes estudiantiles y del Partido
Demócrata Cristiano, y que la dictadura amenazaba su
libertad y quizá sus vidas, y por eso habían huido hacia
Bélgica. El funcionario tomó nota de lo oído y les pidió los
documentos. Respondieron como lo habían pactado con
Celeste. El hombre los hizo llenar un formulario y les dijo
que el trámite oficial de refugio empezaba en aquel mismo
momento, dándoles una constancia que así lo atestiguaba;
pero aclaró que aún esperaría el aval de la Policía. Bart
41
Los exilados y otros relatos

agradeció y se retiraron aliviados. En la Policía se repitieron


las preguntas oídas en la ONU, pero ahora hubo insistencia
en saber qué país europeo habían tocado primero, y qué
habían hecho con sus pasaportes. Respondieron como
estaba planeado de antemano. El policía que los atendió los
hizo llenar un par de formularios y los hizo pasar a una sala
contigua donde los fotografiaron individualmente. Acto
seguido el policía les dio un papel sellado que confirmaba
provisoriamente su estadía legal en Bélgica, mientras se
expidiese la propia Policía y la ONU; les dijo que con él
podrían registrase en la Comuna, que Bart aclaró que sería
la de Leuven. Cuando volvían Bart les dijo que al atardecer
del día siguiente Amnesty había preparado para quienes
estaban llegando procedentes del mismo país de María y
Roberto una cena de bienvenida.

Al otro día Roberto y María volvieron, esta vez


solos, a mostrarle al Zanahoria los papeles recibidos en la
ONU y en la Policía. Él los recibió con la misma simpatía,
y les ratificó la promesa de ayuda financiera en breve.

En la cena la pareja vio a cuatro compañeros ya


conocidos y trabó conocimiento con otra media docena.
Amnesty flamenca estaba representada por una media
docena de atentos funcionarios, hombres y mujeres.
Después de un frugal aperitivo uno de los organizadores
pronunció un breve discurso, en francés para ser mejor
comprendido por los latinoamericanos, y anunció la llegada
del plato principal. María y Roberto se miraron cuando
vieron en el plato un gran chorizo blanco acompañado por

42
Sírio Lopes Velasco

un puré que parecía de manzana; lo probaron y


efectivamente era de manzana. Frente a ellos Bart los miró
interrogativo, mientras saboreaba aquel manjar. Hicieron
una señal de agrado con la cabeza y tragaron saliva para
mandarse al buche aquel plato. Después y con un vaso en la
mano se cruzaron charlas entre la gente de uno y otro bando.
Se despidieron con sonrisas. Cuando caminaban hacia el
apartamento Roberto quiso saber qué demonios era aquel
plato que habían comido con tanto esfuerzo. Y Celeste
explicó que para los flamencos aquello era una delicia y que
ofreciéndolo corroboraban su amistad. Y les comunicó dos
novedades importantes. Que en breve habría la prueba de
francés que habilitaría a entrar a la Universidad a quien
presentase un certificado de conclusión de Secundaria. Y
que al otro día de tarde la mujer de Daniel los llevaría hasta
el Director del Béguinage para ver si podrían conseguir un
apartamento allí.

A la mañana del día siguiente Luis los llevó hasta el


cercano supermercado Delhaize y pidió que lo observaran
a distancia y después hicieran lo mismo que él. Recogió de
dos estantes algunos comestibles baratos y luego se acercó
a la góndola de las carnes. La recorrió lentamente y agarró
un paquete con un buen pedazo de carne de res. Miró hacia
los lados y levantando su jersey lo deslizó hacia su cintura.
Se cubrió con el jersey y abotonó el abrigo que llevaba
encima. Miró hacia Roberto y María inclinando la cabeza
para decirles que era su turno. Roberto imitó el gesto del
otro, y mientras lo seguían hasta una de las cajas, María
recogió de un estante un paquete de fideos baratos. Pasaron
43
Los exilados y otros relatos

olímpicamente por dos cajas contiguas, pagando los


productos baratos. Ya en la calle Luis les aclaró que aquella
era la única forma de comer buena carne de res pues su
precio era exorbitante, y sacando de su cintura el paquete se
los mostró. Sacó una bolsa plegable de nylon que traía en
un bolsillo e invitó a Roberto a echar allí dentro también su
paquete. Ese mediodía comieron abundantes y grandotas
milanesas, regadas a mucha agua.

De tarde vino la mujer de Daniel y les explicó que


el cura que dirigía el Béguinage, llamado Olislaguer, era
totalmente imprevisible, y podría darles un apartamento
aunque dejase en la fila a belgas que esperaban aquel favor
hacía más de dos años; y agregó que de ninguna manera
podrían decirle que aún no eran oficialmente casados.
Entraron por el portón principal y bajaron por la calle
empedrada, dejando a su izquierda una iglesia grande hecha
con una piedra gris que los siglos habían oscurecido.
Bordeando las callejuelas empedradas del extenso convento
todas las casas eran muy parecidas y del mismo estilo que
habían visto en la calle de Namur. Pasaron una primera
bocacalle y poco después la mujer de Daniel se detuvo junto
a una casa como las otras, cerca de la cual y en la próxima
esquina había un viejo pozo de agua, a aquellas alturas
clausurado. Golpeó con el llamador de bronce y una mujer
con hábito oscuro abrió. Los condujo hasta el cercano buró
del Director. Una voz los mandó pasar. Desde detrás de un
macizo escritorio de roble, y en medio de la penumbra de la
pieza, se puso en pie un hombre enjuto, de cara muy adusta
y con gafas. Los hizo sentarse en tres cómodos sofás
44
Sírio Lopes Velasco

individuales que tenía enfrente. La mujer de Daniel explicó


rápidamente en francés con mucho acento hispano la
situación, usando su voz alegre y enfática de siempre. El
hombre preguntó en francés qué pensaban hacer y Roberto
contestó que matricularse en la Universidad después de
pasar la prueba de francés. El hombre preguntó qué
pensaban estudiar. Mientras respondían que ciencias
humanas, los miraba tan atentamente como un entomólogo
mira a los insectos que estudia. Acto seguido los hizo llenar
a cada uno una pequeña ficha y dijo que les daría una
respuesta inmediatamente después de que pasaran la prueba
de francés.

Y mientras esperaban los certificados que


comprobaban sus estudios secundarios, que cada familia
debía conseguir en el país y enviarlos por correo, llegó la
prueba de francés. En un Instituto que antes no conocían,
Roberto y María se juntaron a una docena de
latinoamericanos, ante una examinadora que se limitó a
entregarles un cuestionario escrito con respuestas de
selección múltiple. “Lo que nos interesa es saber si son
capaces de leer en francés y de responder adecuadamente a
las preguntas” –aclaró la mujer. Roberto vio que un
compañero tenía algunas dudas pero cuando quiso arrimarle
las respuestas el otro se volteó al instante, como picado por
un alacrán, delatando el miedo de ser descubierto. A
Roberto, por su parte, lo que más le costó fue el uso de las
formas “y” y “en”, y después de la prueba confirmó su error
con María al descubrir que el “y” se usaba para decir que se
iba hacia algún lugar, y el “en” para señalar que de allí se
45
Los exilados y otros relatos

procedía, o para decir “de eso”. Pero al día siguiente


descubrieron que todos los compatriotas habían sido
aprobados, incluso el temeroso, aunque éste pasó raspando.
María sacó mejor nota que Roberto, porque había estudiado
más y sabía muchos secretos, incluyendo los del “y” y los
del “en”. Con el certificado de aprobación en la mano se
dirigieron hasta el escritorio de Olislaguer y éste les abrió
personalmente la puerta; miró los papeles y llamó a la
religiosa que era su secretaria (y quizá otra cosa también,
pensó maliciosamente Roberto). “Llévelos al 1 del 62” –
dijo secamente. Y casi sin sonreír le dio la mano a la pareja
que agradecía efusivamente. “Ya hablé con la Comuna, y
ellos pagarán el alquiler” –agregó el cura. Y concluyó: “eso
sí, deben matricularse ahora en la primera oportunidad”. La
pareja siguió agradeciéndole pero él permaneció
imperturbable cuando los acompañó hasta la puerta. Los
despidió con un gesto de la mano. La religiosa los guió por
la primera calleja que se abría a la derecha, y luego dobló a
la izquierda; cruzaron un puentecito de novela bajo el cual
pasaba un arroyo. “Es uno de los brazos del río Dyle” – dijo
la mujer sin detenerse. Otra vez giraron a la derecha y se
abrió un jardín al fondo del cual algunos autos estaban
estacionados. “Allí termina el Béguinage” – dijo la
religiosa. Pero antes se metió por un pequeño portón que se
abría a la derecha. Un pequeño espacio cubierto albergaba
dos bicicletas y dos casilleros para cartas; un senderito de
piedra de unos quince metros conducía hasta el número 62;
del lado izquierdo estaba adornado con rosales bajos, y del
otro había un exiguo cantero delimitado por un muro de no
más de un metro de altura, bajo el cual corría el río que
46
Sírio Lopes Velasco

habían visto desde el puentecito. La mujer se detuvo ante la


puerta azul del 62 y la abrió. Inmediatamente a la izquierda
estaba la puerta número uno, mientras que a la derecha
empezaba la escalera de madera en caracol que subía al
segundo piso. “Arriba vive una pareja belga” – dijo la
religiosa. Entraron y los recibió un living amplio con una
estufa de lecha al costado izquierdo, una mesa con cuatro
sillas, una lámpara de pie y dos ventanas de pequeños
vidrios coloreados en paneles que daban al jardín. De
inmediato seguía un corredorcito de un par de metros con
un armario embutido a la derecha, y sobre él una cocina
eléctrica de dos bocas y una pileta de lavar la vajilla. El
corredorcito terminaba en la puerta del baño, que la guía
abrió para mostrar su wáter, su lavabo y su bañera, tapada
por una cortina plástica. Pegado al baño y con una puerta
que se abría a la derecha estaba el dormitorio; tenía una
cama de matrimonio, un ropero, una ventana que daba al
jardín y una ventanita que daba hacia el río; cuando la mujer
la abrió entró el suave rumor del agua. La mujer le puso la
llave a Roberto en la palma de la mano y se despidió. La
pareja se sentó en el colchón desnudo y se besaron
largamente. A continuación María se cercioró de que la
cocina eléctrica y la bañera funcionaban, y volvieron a darle
la gran noticia a los compañeros de la calle Sneppenberg.
Tan contentos como ellos, los tres les dijeron que podían
llevarse la ropa de cama y las toallas que estaban usando,
hasta que consiguieran otras, y curiosos los acompañaron
de vuelta hasta el Béguinage. Celeste comentaba en el corto
trayecto: “algunos nacen con estrella y otros estrellados”; y
todos rieron de buena gana.
47
Los exilados y otros relatos

Casi cada mañana Roberto y María vieron espiando


por una hendija de las cortinas del cuarto, que don
Olislaguer hacía la ronda verificando en detalle el estado de
los jardines del número 62. Después se enteraron de que
hacía lo mismo en todo el Béguinage. Los certificados de
Secundaria llegaron y María ya tenía clara la opción por la
Lingüística y el traductorado francés-español. Roberto
vacilaba entre la Economía y la Sociología. Pero una tarde
apareció Luis y pidió que lo acompañara porque se
matricularía en el Instituto Superior de Filosofía de la
Universidad Católica de Lovaina. Le mostró varios
documentos que explicaban los estudios que se cursaban en
el ISP. Salieron del Béguinage, subieron hasta la calle de
Namur y luego doblaron sucesivamente a la izquierda y a la
derecha. Apareció un zoológico en miniatura donde
vagaban unas cabras enanas en un amplio corral delimitado
por un alambrado. Siguieron por una alameda flanqueada
por altos árboles cuyas hojas iban desde el verde hasta el
amarillo, pasando por el marrón. Desembocaron en la plaza
a cuyo lado opuesto se levantaba la larga y elegante
Biblioteca universitaria que los aliados destruyeron en un
ataque aéreo al bombardear la estación de trenes cercana, y
reconstruyeron en su estilo original después de la Segunda
Guerra Mundial. Pero no cruzaron la plaza, sino que a su
inicio doblaron a la derecha. Una cuadra después en un
portón de hierro apenas un poco retirado de la vereda se
leyó el nombre del Instituto. Los recibió el Secretario
Académico, que era el profesor Wenin. Analizó los papeles
de Luis y tras hacerlo llenar un formulario le prometió una
pronta respuesta. Entonces se volvió hacia Roberto y le
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Sírio Lopes Velasco

preguntó si también quería matricularse. Para su propia


sorpresa Roberto dijo que sí, pero que no había llevado los
documentos. Wenin dijo que los llevara sin falta al día
siguiente. Así lo hizo. A los pocos días Wenin les comunicó
a Luis y Roberto su aceptación y les dio una constancia.
Para esas fechas María ya se había matriculado en el
Instituto de Lingüística, cuya sede estaba próxima a la del
ISP, pero no tenía el bello jardín interior que éste poseía. En
esos días llegó la noticia de que el refugio de Roberto y
María estaba oficialmente aceptado. Corrieron a mostrarle
los documentos comprobatorios del asilo y de la matrícula
universitaria a Olislaguer y al Zanahoria. El primero los
felicitó sin sonreír; el segundo se deshizo en sonrisas y les
dijo que al día siguiente ya podrían pasar para recibir la
primera remesa de la ayuda financiera mensual, sugiriendo
que abrieran una cuenta en la agencia de la Caja de Ahorros
que quedaba en la calle de Namur próxima al Béguinage, y
confirmando que él se encargaría de pagar puntualmente el
alquiler a través de giro bancario a Olislaguer. Antes de
volver Roberto decidió pasar por una librería cercana y
comprar dos obras para comenzar a montar su pequeña
biblioteca selecta. Eligió comenzar por libros relacionados
a su nueva Universidad. Una sería el “Elogio de la locura”,
publicada en 1511 París por Erasmo, que fue profesor allí
mismo en Louvain; y la otra la “Utopía” de Thomas More,
amigo de Erasmo, quien la hizo publicar en Louvain. María,
a su vez, optó por una Historia del Ducado de Brabante.
Cuando salieron dijo que debían alquilar dos trajes
tradicionales de 1500 para el baile de disfraces que la
Universidad preparaba en el inminente reinicio de las aulas,
49
Los exilados y otros relatos

para recibir a los nuevos alumnos. Roberto no quería ir,


pero ella insistió y bromeó diciendo que quizá sería una
buena ocasión para que practicasen su latín empolvado
desde el fin de la Secundaria. Y ella se salió con la suya.
Al día siguiente trajo los atuendos, y, prestados del Instituto
de Lingüística, un Manual de Latín, otro de Francés y un
tercero de Flamenco. Llegó a casa justo cuando la secretaria
de Olislaguer se iba tras tocar el timbre infructuosamente;
María la saludó con la mejor sonrisa y la mujer, muy seca,
le entregó el contrato de alquiler. En ese momento
regresaba Roberto, quien había ido a visitar a los recién
llegados Carlos y Ana, que estaban hospedados en la casa
de un cura que había trabajado varios años en América
Latina. Roberto saludó a la secretaria, que ya se iba, e
informó a María que sus amigos estaban decididos a buscar
trabajo en Bruselas y a mudarse para allá apenas tuviesen
una fuente de ingresos; y que vendrían al día siguiente a
visitarlos al Béguinage. María celebró la oportunidad de
reencontrarse tan pronto con su mejor amiga. Roberto le
recordó que Carlos, además de ser un compañero de
militancia de varios años, era también su mejor amigo.
María se acordó del contrato que había guardado en el
bolsillo de su tapado. Lo abrió y sorprendida invitó a
Roberto a examinarlo. Se sentaron en la mesa del living y
recorrieron con placer aquel documento que estaba escrito
con una letra gótica que imitaba un manuscrito. Así
homenajeaba la antigüedad del Béguinage. Lo firmaba
Olislaguer, con rúbrica muy elaborada. Tenía los sellos del
Béguinage y de la Universidad. María abrió el Manual de
Flamenco y trataron de descifrar las palabras clave del
50
Sírio Lopes Velasco

contrato, en el que destacaban los nombres de la pareja.


Siguiendo la costumbre belga para los matrimonios el cura
le había puesto a María el mismo apellido de Roberto.

A la mañana siguiente aparecieron Carlos y Ana.


Los hombres fueron a comprar pan, fideos, cebollas y
tomates en el comercio de la cercana esquina de
Schapenstraat y Sneppenberg. Roberto había apodado a su
dueño “Manolo”, pues le hacía acordar a los comerciantes
españoles establecidos en su país; y le explicó a Carlos que
con él se entendían magníficamente por gestos y algunas
frases de francés, que Manolo pronunciaba con no menor
esfuerzo que el latinoamericano. Las mujeres se quedaron
poniendo en día las noticias desde que se habían visto por
última vez. Los cuatro prepararon los fideos y pusieron la
mesa, usando los escasos ingredientes y vajilla a su
disposición. Saborearon con agua el frugal y temprano
almuerzo como si de un manjar se tratara, sin dejar de
hablar ni un minuto acerca del pasado reciente y de sus
respectivos planes. Cuando la pareja de amigos se fue,
Roberto y María decidieron dormir una placentera siesta, no
sin antes hacer el amor. Mientras se dormían ella le recordó
que su casamiento oficial no podría tardar, si no querían
correr el riesgo de que Olislaguer los expulsase al descubrir
que no eran casados. Roberto le dijo que ella dispusiera de
plena libertad para iniciar los trámites en la Comuna y para
marcar la fecha.

Cuando se despertaron de la siesta María fue al baño


y le dijo a Roberto que no encontraba el interruptor de la

51
Los exilados y otros relatos

luz. Roberto se levantó de mala gana pero notó que


tampoco había interruptor en el cuarto. En ese momento
María ahogó un grito para decir que la cocina eléctrica y la
pileta habían desaparecido del corredorcito. Él constató que
efectivamente era así. En el living no estaba la lámpara
eléctrica de pie. Se asomaron a la ventana y verificaron
estupefactos que no se veía al fin del caminito de entrada el
pequeño cobertizo para las bicicletas y los casilleros del
correo. Roberto se vistió en un santiamén y, sin calzarse,
salió al jardín; vio que por el puentecito que era visible más
allá del sauce llorón pasaban tres religiosas de largo hábito
gris que les llegaba hasta los tobillos, con una capa que
también les cubría la cabeza, y con el rostro enmarcado
desde la frente hasta el pecho por una prenda blanca.
Intuyendo lo inimaginable dio vuelta en tres saltos hasta el
living, donde María lo esperaba con enormes ojos. Roberto
tragó saliva y dijo:

— Aunque te parezca increíble, creo que estamos en otra


época; ahora no somos sólo exiliados en el espacio, sino
también en el tiempo.

— ¡Pero eso no puede ser!-exclamó María casi gritando.

Entonces ambos vieron que el pozo que estaba muy


cerca de su puerta de entrada ya no estaba tapado por una
cobertura de cemento, como antes, sino que tenía un balde
de madera apoyado en el brocal; y que del asa del balde
pendía una rústica cuerda que llegaba hasta el piso.

52
Sírio Lopes Velasco

Roberto le dijo a María que debían juntar todas las


pocas cosas que tenían en sus valijas y vestir las ropas y
calzados que ella había alquilado para el baile, pues había
que salir a averiguar qué estaba pasando. Así lo hicieron
con toda prisa, y antes de cerrar la casa cubrieron cada valija
con una sábana de la cama, para ocultar su factura de los
años 1970. Recorrieron las callejuelas empedradas que
ahora ya conocían de memoria y mientras avanzaban se
cruzaron dos veces con varias religiosas vestidas del mismo
modo que las que había visto Roberto. Tras unas cuatro
cuadras de paso rápido y asustado se plantaron frente a la
puerta de Olislaguer. Golpearon y les abrió otra religiosa
vestida como las que habían visto. Roberto dijo en francés:

— Buenas tardes; queremos hablar con el Director, por


favor.

La mujer los miró intrigada y respondió en un


francés muy dificultoso:

— Querrá Usted decir con la Grootjuffroow.

Y se corrigió: “quiero decir con la Gran Dama”.

— Sí, con ella mismo, por favor, dijo Roberto.

La religiosa les pidió que aguardasen y les cerró la


puerta en la cara. Pero muy rápidamente volvió a abrírsela
y los hizo entrar.

La religiosa los introdujo en el despacho de la Gran


Dama. Ella miró con inocultable curiosidad a los dos

53
Los exilados y otros relatos

jóvenes que arrastraban dos bultos cubiertos y con rueditas.


Preguntó algo en flamenco y Roberto le dijo en francés que
no la entendían. Ella preguntó entonces en esa lengua qué
deseaban.

Roberto miró a María y, después de carraspear y


tragar saliva, preguntó:

— Disculpe, señora, la extraña pregunta; pero ¿en qué año


estamos?

La mujer los miró como se mira a los locos y dijo:

— ¡En el año del Señor 1519, por supuesto!

María y Roberto se abrazaron para no caerse.

— Pe..pe..pero eso no puede ser - dijo María, en francés.

— ¿Dudan Ustedes de mi palabra? – exclamó la Gran


Dama.

— No señora, no, ...¡pero es tan increíble! – dijo María en


un suspiro

Reponiéndose, Roberto sacó de un bolsillo el


contrato de alquiler y extendiéndoselo a la religiosa le pidió
que lo leyera, para que entendiera mejor lo que oiría de
inmediato.
La mujer se fijó detenidamente en el papel y lo
primero que dijo fue que los nombres de los firmantes, salvo
el del Director, parecían españoles, y que ella hablaba un
poco la lengua de Castilla. Y aclaró que eso se debía al
54
Sírio Lopes Velasco

hecho de que tenía un hermano sirviendo a Carlos, recién


reconocido como Rey, después de haber sido Duque de
Brabante desde 1515.
La pareja dijo al unísono que efectivamente sus
apellidos y procedencia eran hispánicos.
Pero la Gran Dama ya había reparado en lo esencial, a saber
que un hombre firmaba como Director del Grand
Béguinage, y que el documento estaba fechado en 1977.
Mostró esos dos detalles a la pareja y dejó escapar: “sin
embargo tiene los sellos del Béguinage y de la
Universidad”.
Roberto la invitó a sentarse y pidió permiso para que
él y María pudieran hacer lo mismo. La religiosa accedió a
uno y otro pedido.
Sólo entonces Roberto buscó en otro bolsillo las
constancias que él y María habían recibido de su matrícula
en la Universidad, y se las enseñó a la Gran Dama.
Ella las recorrió rápidamente con los ojos y dijo: “¡están en
francés, y no en latín!”
Roberto le pidió entonces mucha calma para lo que
vendría ahora. La mujer se recostó en su sillón, sin dejar de
ojear los tres papeles que tenía en manos.
— Señora- dijo Roberto- aunque a Usted le parezca
imposible esos tres documentos son auténticos; están
fechados en 1977 porque mi esposa y yo venimos de ese
año y hace pocos instantes nos hemos despertado en su
época en el número 62.

Y le resumió lo vivido por ellos desde su llegada a


Lovaina hasta aquel momento.
55
Los exilados y otros relatos

Las únicas partes del cuerpo de la mujer que


estaban visibles, a saber el rostro y las manos, palidecieron
intensamente.
Y él prosiguió:

— No sabemos cómo vinimos a parar aquí, pues estábamos


durmiendo la siesta. Pero sepa Usted que en 1977 el
Director del Béguinage es un hombre y este recinto fue
transformado en residencia universitaria.

Omitió a propósito el dato crucial de que la orden de


las Beguinas estaba prácticamente extinta.
Y prosiguió informándole de que en 1977 la
Universidad se había dividido hacía casi una década y que
una de sus dos partes hablaba francés; añadiendo que si bien
la otra era flamenca, en ninguna de las dos el latín era la
lengua de todos los días.
La mujer dejó los tres papeles encima de la mesa y
musitó:
— Desde que Dante escribió la Divina Comedia en italiano,
ya me imaginaba que ese día llegaría.

Roberto, con ojos casi llorosos, le pidió ayuda hasta


el momento en el que pudiesen regresar a su tiempo.
La mujer dijo que por la matrícula de María veía que
ella era una mujer instruida.
María le confirmó que su lengua materna era el
español, pero también leía el portugués, el francés, y algo
de latín; y que estaba iniciándose al flamenco.
La Gran Dama respiró hondo y dijo que no entendía
en absoluto aquella situación, y que quizá estuviera ante un
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Sírio Lopes Velasco

milagro divino, por lo que no les negaría ayuda hasta que


pudieran regresar a su época.
Y prosiguió:

— Como saben las Beguinas aceptamos a mujeres solteras


y viudas, e incluso a casadas que vivan con sus maridos;
pero en ese caso muchas de ellas hacen voto de castidad.

Como vio que los jóvenes no entendían adonde


aquello iría a parar, aclaró:

— Lo que quiero decir es que a María puedo darle


alojamiento y ocupación aquí, pero a Usted Roberto, no.

Ante la mirada de decepción de la pareja la religiosa


acotó:

— Pero puedo presentarlo al proost, quiero decir Director,


del Hospital situado aquí cerca en Schapenstraat pues él sin
duda podrá alojarlo. Además- agregó- esa institución está
administrada por seis maestros y dos miembros de la
Facultad de Artes de la Universidad, que pueden
franquearle el acceso a los estudios que Usted quiere hacer.

Y siguió diciendo:

— Al Director puedo decirle la verdad de vuestra llegada,


porque es un hombre de espíritu abierto y no de esos que se
pasan cazando brujas a todo instante. A María –concluyó-
la dejaré viviendo en el número 62 que está actualmente
vacío porque su propietaria falleció hace poco, y la
emplearé en la copia y traducción de libros y otras tareas

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Los exilados y otros relatos

menores si hiciera falta; y Usted podrá venir a dormir con


ella cuando quiera, pero a todo el mundo, incluyendo a mis
Beguinas les diremos que son de nuestra época, que son
hermanos y que acaban de llegar de España.

Y remató:

— Claro que para eso María tendrá que vestir y vivir como
Beguina.

La pareja se miró. María dijo que por lo menos en


lo inmediato no veía otra solución y agradeció a la Gran
Dama su generosidad y hospitalidad. Y miró a Roberto.
Éste también aceptó a regañadientes y agradeció a su turno.
La Gran Dama entonces llamó a la religiosa que había
abierto la puerta a la pareja y la informó de que María
aspiraba a ingresar a la comunidad y se alojaría en el 62,
pidiéndole que la proveyera del hábito y de las llaves. Y de
inmediato le avisó que se ausentaría por algunos momentos
para acompañar a Roberto hasta el Hospital cercano.
María se quedó con la religiosa y la Gran Dama salió
con Roberto, que arrastraba su valija recubierta. Pasaron
frente a la casa de la concierge, situada al lado del gran
portón de entrada y no lejos de la iglesia de piedras claras,
relucientes. Cuando la religiosa se asomó a la puerta la Gran
Dama le dijo que no se preocupara, pues ella mismo había
traído la copia de la llave, y le presentó al recién llegado de
España, aclarándole que su hermana se incorporaría de
inmediato al Béguinage. La concierge hizo un ademán, y
sin duda iba a decir que no había visto entrar a aquel joven,
pero la Gran Dama ya abría la puertecilla y salía a la calle
58
Sírio Lopes Velasco

con Roberto. Mientras caminaban por Schapenstraat le


comunicó que el Hospital adonde lo conducía daba
asistencia a viudas y viudos pobres de la cercana parroquia
de San Quintín, y que cada nuevo inquilino debía pagar 10
Florines para costear las reparaciones de la casa que
habitaría. Roberto observó que las casas eran casi iguales
que en 1977 y que la diferencia la marcaba la calle
empedrada. Cuando llegaron a la esquina de
Rengemolenstraat la Gran Dama se detuvo ante la casa que
era mayor que las aledañas. Golpeó con energía mientras
decía:

— Aquí vive el Director, y en las otras los inquilinos.

Un criado abrió y al ver a la Gran Dama hizo un


saludo reverencial y los condujo sin decir palabra hasta el
despacho del Director. El hombre los hizo entrar, dejando
sobre la mesa los papeles que lo ocupaban en el momento.
Los invitó a sentarse y él hizo lo propio. Entonces la Gran
Dama le dijo que oiría una historia extraordinaria pero de
cuya veracidad ella estaba convencida hasta prueba en
contrario; y le pidió a Roberto que repitiese el relato que le
había hecho en el Béguinage. El joven atendió prontamente
el pedido y además de repetir lo antes dicho a la religiosa,
le extendió al Director el contrato de alquiler y las dos
constancias de inscripción a la Universidad que antes había
enseñado a la Gran Dama. A medida que Roberto hablaba
el semblante del hombre pasó de una expresión de
descreimiento a una de mayúscula sorpresa, y cuando

59
Los exilados y otros relatos

terminó de leer los tres documentos se aferró a su sillón para


balbucear:

— ¿Y tiene Usted alguna otra prueba de lo que dice?

Roberto pensó un segundo y respondió:

— Puedo decirle, por ejemplo, que Carlos, el recién


reconocido Rey de España, extenderá su reinado por
décadas, hasta que muera en un convento español.

El Director lo miró decepcionado y dijo que eso


cualquier aprendiz de adivino embaucador lo podría
vaticinar, sin que nadie pudiera desmentirlo. Roberto tragó
saliva porque comprobó la lógica de aquella respuesta y
atinó a retrucar:

— Pregúnteme Usted por algo que un joven como yo de esta


época no pueda saber o tener, y entonces verá.

El otro se mesó el cabello y dijo:

— Muéstreme Usted ese bulto que lleva y lo que tiene


adentro.

Roberto accedió gustoso. El Director y la Gran


Dama ya quedaron maravillados con la estructura de la
maleta y mucho más cuando corrió el largo cierre metálico
relámpago que la abría. El hombre quiso saber cómo se
hacía aquel cierre y el joven le respondió que no tenía ni
idea, pues eso venía de fábricas especializadas que lo
fabricaban desde fines del siglo XIX. Y acto seguido sacó
sus pertenencias. Mostró a sus dos interlocutores los
60
Sírio Lopes Velasco

pantalones que tenían un cierre semejante al de la valija, y


de inmediato sacó de un bolsillo interno el pequeño
encendedor que llevaba para algún caso de urgencia. Ante
los ojos maravillados del Director y de la Gran Dama hizo
girar con el pulgar la ruedecilla y la llama brotó de
inmediato. El Director, incrédulo, pasó la palma de una
mano por encima de la llama, para certificarse de que
aquello era realmente fuego; y rápidamente se la apretó con
la otra mano, pues casi se había quemado. La Gran Dama
preguntó si el joven sabía cómo se fabricaba aquel artefacto,
y Roberto dijo que infelizmente sólo sabía recargarlo con
gasolina, pero que era incapaz de fabricarlo. Y explicó que
en su época la gente usaba muchas cosas útiles que no sabía
fabricar, y que cada uno se proveía de lo necesario mediante
el comercio. El Director quiso saber qué era la “gasolina”,
y Roberto le dijo que se trataba de un líquido que algunas
fábricas producían a partir de una substancia parecida a la
brea que se usaba para calafatear los barcos. El Director y
la Gran Dama asintieron con la cabeza, diciendo que
conocían aquella sustancia porque muchos barcos pasaban
por Lovaina navegando por el río Dyle. Hurgando entre su
ropa Roberto extrajo entonces la “Utopía” y “El elogio de
la Locura”, y les pidió a sus interlocutores que se fijaran en
la fecha de edición de aquellos libros. El Director leyó en
uno el año 1970, y la Gran Dama leyó en el otro el de 1973.
Ambos se quedaron atónitos con las fechas, y acariciaron y
hojearon aquellos libros de una textura y una blancura de
papel que nunca antes habían visto. Antes de que se lo
preguntaran Roberto dijo que no sabía cómo hacer aquello,
pero que había oído que se lograba usando cloro para
61
Los exilados y otros relatos

blanquear la pulpa de papel que se fabricaba con la celulosa


extraída de los árboles. Y entonces de otro bolsillo interno
de su valija sacó una lapicera esferográfica, su pequeño
block de notas y su afeitadora eléctrica. Escribió su nombre
en el block y se lo pasó junto con la lapicera al Director,
instándolo con el gesto a que lo imitara. El Director escribió
su nombre y preguntó qué tinta era aquella. Roberto,
mientras le pasaba los útiles a la Gran Dama, dijo que aquel
invento no tenía muchas décadas en su época, y que la tinta
era puesta a presión en una fábrica dentro del cañito que la
lapicera llevaba adentro; y que, como podían ver, era mucho
más fácil y limpia de manejar que una pluma y un tintero.
Y entonces jugó su carta maestra. Encendió la afeitadora y
sus interlocutores movieron instintivamente la cabeza hacia
atrás. Mostró una parte de su mandíbula donde empezaba a
crecer la barba y se pasó allí la afeitadora. El hombre y la
mujer constataron que el vello había desaparecido de aquel
lugar. Roberto le dio la afeitadora al Director y éste se la
pasó por el vello del dorso de la muñeca; verificó que se
producía el mismo efecto que había obtenido Roberto.
Ahora encendió la afeitadora por la mera curiosidad de oír
su zumbido. Y Roberto se la pidió para que no se gastase la
batería. Sus dos interlocutores hicieron un gesto de que no
entendían. El joven le sacó la batería al aparato, y
accionando el mismo botón de antes, mostró que ya no
había zumbido y que el aparato ya no cortaba los vellos,
como lo demostró en el acto al pasárselo por otra parte de
la mandíbula. El Director sopesó en sus manos la batería y
le preguntó entonces quién era en su época el Papa, cómo
era Lovaina y qué otras maravillas podía contarles. Roberto
62
Sírio Lopes Velasco

dijo que el Papa era Paulo VI, que Lovaina era muy
parecida a la de ahora, pero que entre otras novedades tenía
en cada casa la fuerza que hacía mover a la afeitadora, y que
servía también para iluminarse, para transmitir las voces e
imágenes a distancia, e incluso para mover vehículos que
podían transportar decenas de personas sin necesidad de
que los tirase ninguna bestia ni humano.

El Director miró a la Gran Dama y dijo casi sin voz


que estaba inclinado a creer en el relato del joven, y
preguntó en qué podría servir a sus dos visitantes. La Gran
Dama explicó que esperaba que él lo albergase en el
Hospital, le diera una tarea remunerada y lo ayudase a entrar
a la Facultad de Artes, hasta que junto a su esposa pudieran
volver a su época.

El hombre asintió y dijo que, así como lo haría la


religiosa, lo presentaría como un recién llegado de España
para estudiar en la Universidad a quien había dado trabajo
y morada; y agregó que al profesor De Waellens, que siendo
de la mencionada Facultad, integraba el órgano de
administración del Hospital, le pediría que ayudara a
Roberto a entrar a la Universidad.

La Gran Dama se levantó agradeciendo al Director


y diciendo a Roberto que lo dejaba en buenas manos,
mientras ella se volvía al Béguinage a encargarse de María
y de sus obligaciones; agregó que el joven podría volver de
inmediato a ver a María, pues ella le dejaría la orden a la
concierge. Ambos hombres la despidieron en la puerta, y el
Director condujo a Roberto hasta una de las casas cercanas.
63
Los exilados y otros relatos

Lo introdujo hasta una pieza que tenía una cama, un baúl,


una mesa con una silla, y una palangana con una jarra y le
indicó que allí se alojaría. Agregó que por ahora sus tareas
se limitarían a ayudar en lo que él y sólo él indicase, y que
así lo haría saber a todos los que laboraban en aquel lugar.
Le prometió una entrevista con el profesor De Waellens
para la mañana siguiente. Y llamó al criado para que lo
proveyese de una ropa de uso diario, pues la que llevaba era
festiva. El criado volvió con dos vestimentas sobrantes de
pacientes ya fallecidos. Y se retiró. Roberto vistió una
delante del Director, que quedó muy admirado con sus
calzoncillos.

Ya vestido, el joven le agradeció, le avisó que no


volvería esa noche, dejó su valija y volvió al Béguinage a
encontrarse con María, llevándose el encendedor y la
máquina de afeitar. En el número 62 ella le abrió la puerta,
ya vestida de Beguina. Lo abrazó y lo besó muy fuerte,
confesándole su miedo. Él le dijo que no estaba menos
asustado pero que las cosas estaban yendo bien hasta que
pudieran volver a 1977 porque habían encontrado a dos
protectores que les daban alojamiento y trabajo, y en su
caso, también posibilidad de estudio. Ella dijo que también
estudiaría a su modo, tanto para hacer las copias y
traducciones que le pidiese la Gran Dama, como por la
investigación que había decidido emprender. Él le preguntó
de cuáles traducciones e investigaciones hablaba. Ella
aclaró que la Gran Dama ya le había pasado un ejemplar de
La Celestina, editado en Toledo por Pedro Hagenbach en
1500, rogándole que le explicara partes que no lograba
64
Sírio Lopes Velasco

entender a cabalidad, y que lo tradujera al francés; y dicho


eso mostró el libro que estaba sobre la mesa. En lo que
respecta a mi investigación –prosiguió-, ya que tengo
lapiceras y un grueso cuaderno que compré junto a los
Manuales de lenguas, voy a tomar notas de todo lo que
veamos y nos ocurra aquí, para ofrecerlas a algún
historiador cuando volvamos a nuestro tiempo. Al terminar
la frase se le escapó un sollozo. Roberto la abrazó y besó, y
la felicitó por la muy buena idea que había tenido,
prometiéndole que sistematizarían aquellas notas juntos. Y
le comentó que esperaba con expectativa la entrevista con
De Waellens para poder entrar a la Universidad. Como ya
anochecía encendieron con el encendedor de Roberto las
dos lamparillas de aceite que la Gran Dama había ordenado
entregar a María, junto con la cena frugal que tendrían que
calentar en la estufa a leña. Pensativos calentaron la
comida, y pensativos comieron. Se acostaron muy
abrazados, pero sin ningunas ganas de hacer el amor.
Temprano por la mañana, mientras María iba a misa en la
iglesia del Béguinage, Roberto se dirigió al Hospital,
masticando un pedazo de pan gris que había sobrado de la
cena. Se presentó ante el Director y en ese momento llegó
el profesor De Waellens. Su cabello gris estaba
desordenado y sus mofletes rojos denunciaban al buen
tomador de vino; pero sus ojos claros eran francos y alegres.
El Director le explicó al profesor la situación del joven
recién llegado de España. Roberto lo previno en francés que
su latín era primario, pero que estaba decidido a
perfeccionarlo al máximo. El profesor pensó un instante y
ya sonriendo dijo que creía que tenía la solución. Y explicó
65
Los exilados y otros relatos

que acababa de ingresar a la Facultad de Artes de la


Universidad un joven profesor español invitado por
Erasmo, con quien podría comunicarse en castellano,
mientras perfeccionaba con él el latín.

— ¿Usted dijo Erasmo? ¿Y cómo se llama ese profesor


español? – preguntó Roberto.

De Waellens contestó:

— Erasmo pasa mucho tiempo aquí desde que hace dos años
entró como consejero al servicio de nuestro ahora rey
Carlos. Y el profesor español es Ioannes Ludovicus Vives,
conocido en su tierra como Joan Vives, y muy amigo de
Erasmo.

Y sin mediar más palabra cogió dos manzanas que


estaban en una frutera encima de la mesa del Director, y
ofreciéndole una a Roberto le dijo que en el acto irían en
busca de Vives.

Caminaron hasta la sede de la Facultad comiéndose


cada uno su manzana.

Cuando llegaron un grupo de ruidosos estudiantes


salía por la amplia puerta dando saltos y gastando bromas
entre sí. Se sosegaron al ver a De Waellens y siguieron su
camino mirando de reojo a Roberto. El profesor se detuvo
ante un despacho y golpeó. Abrió la puerta un hombre tan
joven como Roberto. Tenía el pelo negro recortado en corta
melena, los ojos algo hundidos y tristones, y un mentón fino
que remataba un rostro marcado por una nariz muy recta y
66
Sírio Lopes Velasco

una boca con gesto decidido. De Waellens hizo las


presentaciones y explicó por qué estaban allí.

Vives miró con ojos penetrantes a Roberto y le


preguntó en castellano de qué ciudad de España venía y qué
sabía y qué pensaba de la Lógica aristotélica. El joven le
dijo que era de una aldea cercana a Sevilla, y que la Lógica
de Aristóteles, desde el punto de vista de su sistematización,
se podría separar por lo menos en dos niveles, de distinta
manera; una separación sería entre la que trata a los
enunciados sin analizar, por un lado, y la que los analiza en
sujeto y predicado, por otro; y otra separación sería entre
la que contiene enunciados y razonamientos de tipo factual,
por un lado, y la de los enunciados que establecen
necesidad, posibilidad o imposibilidad, por otro. Y como
recordó las tablas veritativas propuestas por Wittgenstein
dijo que todo aquello se podría simbolizar de una forma
similar a las matemáticas. Sin detenerse concluyó
afirmando que, no obstante su rigor para analizar formas de
razonamiento, aquella lógica no parecía muy fructífera a la
hora de crear nuevos conocimientos sobre la naturaleza, los
animales y el ser humano, que pudieran tener usos prácticos
en la vida cotidiana.

Vives lo miró con una cara de franca admiración y


dirigiéndose a De Waellens dijo:

— Este joven ya está dentro de la Universidad. Será mi


ayudante, lo entrenaré en latín, y ahora mismo lo llevo para
formalizar su matrícula.

67
Los exilados y otros relatos

— Excelente – respondió De Waellens-, el Hospital


solventará los gastos que haya que sufragar.

Y dicho eso se despidió para volver a sus


actividades.

Vives se llevó por el brazo a Roberto hasta la oficina


del Decano y en el trayecto le mostraba las instalaciones de
la Facultad. Al Decano lo presentó como un recién llegado
de España que él había hecho venir a estudiar a Lovaina. El
otro manifestó su confianza en el juicio de Vives y lo
autorizó a hablar con el encargado de la matrícula. Así lo
hicieron y una vez finalizado el rápido trámite Vives se lo
llevó nuevamente a su despacho. Le dijo que todos los días
se encontrarían allí mismo durante dos horas después del
almuerzo para practicar el latín, y de inmediato le dijo que
se había sorprendido con la crítica final que Roberto había
hecho a la lógica aristotélica, porque coincidía exactamente
con algunas ideas que tenía en mente. Resumidamente –
continuó-, y esto lo digo por ahora con cuidado porque soy
recién llegado a esta Universidad, creo que la creación de
nuevo conocimiento, incluso en el área de la educación,
debe pautarse por la observación detallada y la
experimentación, de las que se pueden deducir
explicaciones y leyes sólidas y aplicables. Y remató
diciendo que para tanto valía igualmente el latín como la
lengua vernácula. Pero dicho eso se levantó y dijo que debía
ocuparse de sus obligaciones, dejando en manos de Roberto
un Manual de latín para que empezara su entrenamiento.

68
Sírio Lopes Velasco

Roberto estudió hasta la hora del almuerzo, cuando


Vives vino a buscarlo para que comiera con él. Se
acomodaron en una taberna cercana y Vives pidió para los
dos. Mientras comían lo puso al tanto del tipo y formas de
aulas que lo aguardaban. Así le indicó que Lovaina era de
las pocas Universidades completas que tenía cinco
Facultades, pues a la de Teología se le agregaban la de
Derecho Canónico, Derecho Civil, Artes, y Medicina. En la
de Artes, donde estudiaría, la currícula incluía aulas del
trivium y del cuadrivium; el primero constituido por la
Lógica o Dialéctica, la Gramática y la Retórica; y el
segundo formado por la Aritmética, la Geometría, la
Astronomía y la Música. Aclaró que en la Facultad de Artes
los estudios duraban seis años, y que los títulos que se
podían obtener eran los de Bachiller, Licenciado, que
habilitaba a empezar a ser profesor, y Magister, o sea,
Maestro, que en Derecho y Medicina se llama Doctor. Y
Vives agregó que el joven participaría de tres tipos de
actividades pedagógicas, que eran la Lección, la Cuestión,
y la Disputación, y en cada una de ellas el alumno debía
tomar notas. Y siguió detallando su explicación como sigue.
La Lección es la fase de información y consiste en la lectura
de textos; así se da la transmisión de los conocimientos ya
adquiridos por otros, en especial los que constan en textos
antiguos. En el transcurso de la “lección” van surgiendo las
“cuestiones” en las cuales entran ya en juego los
instrumentos racionales de la lógica y de la dialéctica; así
en la Cuestión ya se pasa al terreno de la investigación y
creación; en esta fase todas las verdades se ponen en
cuestión, son problematizadas, se duda de todo. A su vez la
69
Los exilados y otros relatos

Disputa se divide en dos clases, pero en ambas es el “torneo


de los intelectuales”; aquí se discute públicamente un
problema, ante maestros, bachilleres y estudiantes, o sea,
ante toda la comunidad universitaria y aún personas de
fuera de la Universidad. La Disputa Ordinaria se realiza
aquí aproximadamente cada dos semanas, siguiendo el
ejemplo de París -aclaró Vives-, y consta de dos partes, una
por la mañana y otra por la tarde. El Maestro publica con
anticipación el tema que se va a debatir y la fecha; llegado
el día anunciado se suspenden todas las lecciones de la
mañana para que todos, maestros y estudiantes puedan
asistir; usualmente los clérigos y personalidades de la
ciudad también lo hacen, especialmente si el tema es
interesante y el maestro famoso. Y Vives detalló el
procedimiento que se desarrolla en dos sesiones. En la
primera un Bachiller, a quien previamente ha adoctrinado
el maestro, es quien habla, quien plantea el problema, y el
maestro solo interviene cuando el Bachiller se enreda; pero
los asistentes también intervienen.; entonces el bachiller
responde y contrarreplica defendiendo la posición de su
maestro; esa discusión dura prácticamente toda la mañana.
La segunda sesión se da por la tarde y recibe el nombre de
determinación magistral; en ella el maestro ordena en
sucesión lógica las objeciones presentadas contra su
doctrina; seguidamente establece argumentos a favor de la
doctrina que va a defender, para luego exponer su
pensamiento sobre la cuestión debatida; finalmente
responde a las objeciones presentadas contra su tesis. Por
último - informó Vives - tenemos ahora, reforzada por la
experiencia de Erasmo en París, la Disputa Libre, sobre
70
Sírio Lopes Velasco

cualquier cosa; de ahí su nombre de “quodlibetal”. Ésta no


tiene fecha ni frecuencia fija, pero acostumbra realizarse
cerca de Navidad y en la Fiesta de Resurrección. Aquí se
discuten las temas mas variados, desde las altas
especulaciones metafísicas hasta los más pequeños
problemas de la vida diaria, pública y privada, y la hace aún
más apasionante su duración indefinida y la libre
participación de los asistentes, sean ellos de dentro o de
fuera de la Universidad. El procedimiento es similar al de
la Disputa Ordinaria, pero se reviste de mayor solemnidad.

Roberto oyó atento la larga explicación de Vives, y


de inmediato preguntó si aprovechando la presencia de
Erasmo habría en breve alguna Disputa que lo involucrase.
Vives respondió afirmativamente y dijo que su amigo
Erasmo rompía la rutina proponiendo para las dos semanas
siguientes dos Disputas sobre libros de actualidad; una
sobre una polémica cuestión de su “Elogio de la Locura”,
publicado en París en 1511, y la otra sobre un tema de la
“Utopía” de su amigo Tomás Moro, que Erasmo acababa de
hacer publicar en 1516 allí mismo en Lovaina, en la
imprenta de Theodoricus Martinus, cuyo nombre de familia
es Mertens. Roberto quiso saber cuáles serían las dos
cuestiones propuestas. Vives le informó que la primera
rezaría más o menos así: “¿son los ricos, los universitarios,
los eclesiásticos, y aún las príncipes víctimas de la
necedad?”; y la segunda se enunciaría más o menos así:
“¿qué aspectos de la Utopía de Moro queremos para nuestra
sociedad, si es que queremos alguno?”. Roberto se restregó
las manos y preguntó cuándo sería la primera Disputa.
71
Los exilados y otros relatos

Vives le preguntó si conocía las dos obras, y el joven le dijo


que las había leído pero que las releería con atención,
ocultándole el hecho de que las tenía en su poder en edición
francesa. Vives lo felicitó por la actualización de su saber y
dijo que la primera Disputa ocurriría en una semana, al
iniciarse las aulas. Después del almuerzo, como había sido
establecido, Roberto estudió con ahínco el latín, guiado por
la orientación atenta y paciente de Vives. Antes de
despedirse Roberto le prometió que rápidamente se
agenciaría un Manual para estudiar mucho en su casa,
acordándose del que tenía María. Salió de la Facultad y pasó
por el Hospital a preguntarle al Director qué tarea podría
realizar. Éste le pidió que pusiera en orden la pequeña
biblioteca de la Institución, organizando el correspondiente
fichero, pero agregó que podía empezar la tarea a la mañana
siguiente. El joven le agradeció el encargo y se fue
directamente a ver a su compañera. Cuando llegó al 62
María le dijo que la Gran Dama había venido a hablar
largamente con ella, preguntándole cosas de 1977, diciendo
que Roberto no podría dormir todas las noches allí para no
levantar sospechas de su vínculo real, y que en próximas
charlas prometía explicarle cómo funcionaba el Béguinage;
por su parte ella le aclaró que ya trabajaba en La Celestina.
Roberto se quejó de la prohibición de dormir allí todas las
noches; pero ella lo atajó diciendo que era por el bien de
ellos y de sus protectores. Y volviendo al tema dijo que
primero pensaba resumirle en francés a la Gran Dama la
trama de la obra. Le preguntó si él se acordaba de la misma;
él le dijo que por arriba, pero que la había visto en
Secundaria. Entonces ella le leyó lo que había escrito, para
72
Sírio Lopes Velasco

traducirlo luego al francés, pidiéndole su opinión. La obra,


en dieciséis actos, en la edición que me dio la Gran Dama –
explicó María- comienza cuando Calisto ve casualmente a
Melibea en el huerto de su casa, donde ha entrado a buscar
un halcón que intentaba cazar. Él le pide su amor, pero
aunque ella lo rechaza, él ya ha caído violentamente
enamorado de Melibea. Por consejo de su criado
Sempronio, Calisto recurre a una vieja prostituta y
alcahueta profesional llamada Celestina, quien regenta un
prostíbulo con dos pupilas, Areúsa y Elicia, y haciéndose
pasar por vendedora de artículos diversos, puede entrar en
las casas y de esa manera puede actuar de casamentera o
concertar citas de amantes. El otro criado de Calisto,
Pármeno, cuya madre fue maestra de Celestina, intenta
disuadirlo de aquella pasión, pero termina despreciado por
su señor, al que solo le importa satisfacer sus deseos, y se
une a Sempronio y Celestina para explotar la pasión de
Calisto y repartirse los regalos y recompensas que
produzca. Ello ocurre porque Celestina conquista a
Pármeno mediante sus habilidades dialécticas y la promesa
de conseguir el favor de alguna de sus pupilas. Por medio
de la magia, y en especial de un conjuro a Plutón, unido a
sus habilidades dialécticas, Celestina logra también que
Melibea se enamore de Calisto. Como premio Celestina
recibe una cadena de oro, que será objeto de discordia, pues
la codicia la lleva a negarse a compartirla con los criados de
Calisto. A causa de ello éstos terminan asesinándola, por lo
cual van a prisión y son ajusticiados. Las prostitutas Elicia
y Areúsa, que han perdido a Celestina y a sus amantes,
traman que el fanfarrón Centurio asesine a Calisto, pero éste
73
Los exilados y otros relatos

en realidad solo armará un alboroto. Mientras tanto, Calisto


y Melibea gozan de su amor, pero al oír la agitación en la
calle y creyendo que sus criados están en peligro, Calisto
intenta saltar el muro de la casa de su amada, pero resbala,
cae y muere. Desesperada, Melibea se suicida y la obra
termina con el llanto de Pleberio, padre de Melibea, quien
lamenta la muerte de su hija. Alisa, madre de Melibea,
también muere, impactada por todos esos acontecimientos.

María tomó aliento y lo miró interrogativamente.

— Me parece un resumen excelente – aprobó él.

María agradeció el elogio y le pidió que ese día no se


quedara con ella, para que pudiera verter rápidamente aquel
resumen al francés, con ayuda del Manual. Oyendo esa
palabra Roberto dijo que le tomaría prestado el de latín, y
justificó su pedido refiriéndole largamente las charlas con
Vives. Se despidieron con un beso y la promesa recíproca
de que la noche siguiente la habrían de pasar juntos.

Roberto se esforzó mucho en casa y en las aulas con


Vives, mientras fichaba y ordenaba en los estantes
disponibles la biblioteca del Hospital.

Al cabo de pocos días María le dijo que la Gran


Dama había apreciado mucho su resumen y le pidió que
antes de entrar a la traducción total del libro, le sintetizara
en francés la intención de aquel tragicómico relato. Y de
inmediato lo puso al tanto de las interpretaciones que había
conocido en Secundaria. Le leyó lo que ya había escrito en
español, como sigue. Hay tres temas principales en la obra,
74
Sírio Lopes Velasco

señalados por el propio autor: la corrupción, a fin de


prevenir contra los malos y lisonjeros sirvientes que
degradan a sus amos; la prevención contra el loco amor o el
blasfemo amor cortés, que hace que los amantes crean que
sus amadas son su dios; y un tema más profundo, dramático
y filosófico, según el cual la vida humana es una constante
y feroz lucha entre opuestos: jóvenes contra viejos,
inocencia contra corrupción, ignorantes contra sabios,
pobres contra ricos, siervos contra señores, mujeres contra
hombres, el bien contra el mal, y viceversa. Cada valor
engendra dentro de sí su vicio, y viceversa. El reverso del
amor como una fuerza destructiva es uno de los aspectos de
esta visión filosófica de que es muestra la obra, cuya
intención es moralizante. Así llegamos a la interpretación
moralizante, pues la moral cristiana dominaría toda la obra,
previniendo didácticamente contra el 'loco amor' y sus
funestas consecuencias. Y la otra interpretación le da a la
obra intención artística, pues si bien no niega el fondo
moralista, argumenta que una fábula moral no contendría
personajes y caracteres, sino personificaciones ejemplares,
o sea tipos; así, su consistencia artística sería la clave del
éxito de la obra, cuya intención didáctica pasaría
desapercibida a muchos lectores.

María resolló, sacó la lengua, y tras un ¡ufa! lo miró


con ojos brillantes. Roberto la contempló con admiración,
y la aplaudió, aunque sin estrépito, para no atraer la
atención de algún oído curioso. Esa noche hicieron el amor
con lentitud y suavidad.

75
Los exilados y otros relatos

Llegó el día del inicio de la aulas y de la primera


Disputa propuesta por Erasmo. En el gran salón con
galerías la gente se apiñaba. Vives le mostró cómo abajo y
en posición destacada estaban los profesores universitarios
y algunos notables civiles y eclesiásticos de la ciudad, a
quienes hacían compañía varios ricachos; y más atrás y en
las galerías la multitud de estudiantes y algunos pocos
curiosos. En un estrado estaba de pie el mismísimo Erasmo,
acompañado del Rector, el Decano de la Facultad de Artes
y el Obispo; en un pequeño estrado inmediatamente abajo
del primero, tomaba lugar el Bachiller que presentaría la
cuestión desde el punto de vista de lo que Erasmo sostenía
en “El elogio de la locura”. Roberto examinó a cada uno
detenidamente. Erasmo ya mostraba el paso de los años,
pues por debajo de su gorra negra se escapaban mechones
de pelo blanco; tenía los ojos algo hundidos, una
prolongada pero recta nariz, una boca grande pero de labios
finos, y un poderoso mentón. El Rector era un hombre de
mediana edad, enjuto y con aire muy serio y compenetrado,
al que sólo atenuaban unos ojos celestes muy claros. El
Decano, a quien Roberto ya había conocido, era más alto y
más joven que el Rector, de pelo muy rubio y algo
ensortijado, y rostro sereno y amable. El Obispo, a su vez,
aún sentado mostraba la prominencia de su barriga,
lujosamente recubierta por ricos lienzos donde contrastaban
el blanco, el negro y el rojo; toda su figura era rechoncha y
parecía respirar con dificultad mientras se pasaba
repetidamente por la frente un blanquísimo pañuelo. El
Rector dio la bienvenida a todos, agradeció a Erasmo por
aquella iniciativa, recordó la cuestión en disputa, y pasó la
76
Sírio Lopes Velasco

palabra al Bachiller. Éste comenzó vacilante y anunció que


centraría su atención en los argumentos que se presentaban
a partir del capítulo 48 del “Elogio de la locura”. Los
comerciantes, dijo resumidamente, son la clase que más
demuestra su necedad por ser la más estulta y sórdida de
todas; muchos procuran bienes por todos los medios,
aunque para ello tengan que mentir y fraudar
constantemente; aunque a veces derrochan lo que
consiguen o se enredan en procesos sin fin que los
empobrecen al tiempo en que enriquecen a abogados
venales. Y los hay también que incluso fingen tener lo que
nunca han tenido o ya perdieron, ostentando riqueza por
pura necedad, cuando en su casa viven con mucha
estrechez. El Bachiller tomó aliento y prosiguió. Los
universitarios y docentes en general muestran su necedad,
famélicos y harapientos en sus escuelas y rodeados de
verdugos en figura de un montón de chicos que les hacen
envejecer antes de tiempo a fuerza de cansancio y que les
aturden con sus gritos, amén de los hedores que exhalan;
pero a pesar de esto se estiman por los primeros entre los
hombres; se pavonean así ante la aterrada turba y se dirigen
a ella con voz y cara tenebrosas; luego con la palmeta, las
disciplinas, o la varilla abren las carnes a los desdichados y
con razón o sin ella, les hacen víctimas de su arbitrariedad.
Véase, por ejemplo, el caso de los gramáticos, que se
pavonean y gastan toda una vida escrudiñando las partes de
la oración y palabras extrañas con las que impresionar a los
ignorantes, sin que con ello agreguen nada capaz de mejorar
la vida de unos y otros. Los jurisconsultos a su vez,
derrochan neciamente su vida en un trabajo de Sísifo,
77
Los exilados y otros relatos

catalogando e interpretando leyes que no cesan de cambiar


al sabor de los príncipes, de las guerras y de las épocas. Y
qué decir de los teólogos, que olvidando la primera ley de
Cristo que es la caridad, se enfrascan neciamente en
interminables elucubraciones sobre el significado de cada
una de las letras del nombre de Jesús, o sobre la duración
que habría tenido el embarazo de María. Hubo grandes
murmullos en la sala, y sobre todo en las galerías. Pero el
Bachiller no se amilanó y prosiguió su exposición. También
son necios los matemáticos, queriendo reducirlo todo a
números que nadie sabe si existen de per se, y triángulos,
círculos, cuadrados o rectángulos perfectos que nunca
existen en la naturaleza, cuando no impresionan a los
ignorantes con letras cabalísticas que sólo ellos fingen
entender. No menos necios son los dialécticos y los sofistas,
que se enfrascan neciamente en innúmeras distinciones e
interminables discusiones destinadas a vencer al oponente,
olvidándose de lo que debería ser el verdadero objetivo de
la razón, que es la verdad. Y los acompañan los venerados
filósofos, que están convencidos de ser los más sabios y
desprecian al resto de los hombres a quienes reducen a
ignorantes, al tiempo en que sostienen tesis tan absurdas
como la de la infinidad de los mundos, y nunca dudando de
nada pero para distanciarse de sus precursores o
contemporáneos, inventan las más locas explicaciones para
el trueno, los vientos, los eclipses y todos los misterios
físicos. El Bachiller hizo una pausa y prosiguió. Y qué
necedad hay en los eclesiásticos, desde el más encopetado
hasta el más simple cuando creen, o por lo menos fingen
creer para manipular a los incautos, ricos o pobres, en el
78
Sírio Lopes Velasco

poder de los amuletos y de imágenes pintarrajeadas,


rindiendo culto mucho más a esas representaciones de los
santos que al propio Cristo y su enseñanza mayor que es la
caridad; y a cambio de esos embustes siempre velan los
eclesiásticos por recaudar de los fieles todos los fondos que
puedan, como si Cristo hubiera sido rico para difundir su
mensaje, y la Iglesia necesitara serlo para continuar la obra
del Mesías. Sonantes murmullos se oyeron en la sala. Pero
el Bachiller continuó imperturbable, anunciando que se
aproximaba al fin de su ponencia. Ni los príncipes – dijo –
escapan infelizmente a la necedad; porque ha de verse con
qué ahínco recurren hasta al parricidio para hacerse con un
poder siempre efímero a la luz de la eternidad; pero aún
cuando el príncipe pretende ejercitarlo para el bien, lo hace
a costa de su salud y de su vida, pues debe dedicar todos los
días y todas las noches a su cargo, ser el primero en observar
las leyes, sin desviarse ni un milímetro de ellas, y actuar
controlándose siempre, sabiendo que todas las miradas
están constantemente pendientes de lo que hace o deja de
hacer; sin contar con el hecho de que frecuentemente su
cargo los lleva a enfrentar sublevaciones o los obliga a
sucesivas guerras, en las que puede perder a cada momento
la vida. Ahora bien- agregó el Bachiller- no son raros los
príncipes que viven en otra especie de necedad, cuando
renunciando a sus deberes, se limitan a dejar a su reino en
manos de consejeros y adulones, para entregarse a las más
bajas pasiones del ocio, la acumulación de riquezas, la gula
y la lujuria, acortando y desperdiciando así su existencia; y
para hacerlo oprimen a sus súbditos con impuestos
aplastantes o recurren a guerras innecesarias, generando así
79
Los exilados y otros relatos

descontentos que pueden abreviar aún más su vacía vida. El


Bachiller hizo una breve pausa y proclamó en voz alta y
firme: “He dicho”.

Escuchó muchos aplausos venidos de los rangos


estudiantiles, y algunos abucheos del resto de la platea.

El primero en objetar fue el profesor Crabbe, de la


Facultad de Teología. Dijo con palabras refinadas que así
como la salud necesitaba de la ciencia médica, la
cuantificación útil, por ejemplo en las más simples
adiciones y restas del mercado, necesitaba las Matemáticas,
la buena organización del pensamiento expresado en
lenguaje necesitaba los recursos de la Dialéctica, la
Gramática y la Retórica, y la convivencia mediante leyes en
cualquier ciudad civilizada necesitaba de la labor de la
Jurisprudencia, nadie podría negar que el conocimiento más
importante de todos, que es el de Dios, pudiese prescindir
de esa ciencia indispensable que es la Teología. El Bachiller
respondió prestamente que, según lo había entendido,
Erasmo no cuestionaba a la teología en sí, sino a su uso
impertinente y abusivo en cuestiúnculas que nada tenían
que ver con el mensaje evangélico que reunía en un sólo haz
las enseñanzas del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Ahora
le tocó el turno a un hombre tan gordo como el Obispo, a
quien Vives identificó para Roberto, como uno de los
allegados a aquel prelado. Dijo que atacando a los
eclesiásticos como Erasmo lo había hecho, se ofendía al
propio Papa y que muchos habían pagado y pagarían esa
osadía con el castigo de la Santa Inquisición, la

80
Sírio Lopes Velasco

excomunión, y a veces la muerte. El Bachiller respondió


que en el capítulo 59 de la obra comentada, su autor
reivindicaba para el Papa el noble significado de su propio
nombre, que lo iguala a un padre permanentemente
cuidadoso de su rebaño y siguiendo el mismo estilo de vida
de Cristo; pero, lo que critica Erasmo inmediatamente es la
vil compra de ese cargo eminente y/o su sustentación a
través del veneno, la espada y toda suerte de violencias,
totalmente reñidas con la forma de vida y el mensaje de
Jesús. Si así lo hicieran – y aquí me permito seguir muy de
cerca el propio texto erasmiano, aclaró el Bachiller-
tendrían que perder muchas cosas, como las inmensas
riquezas acumuladas a base de impuestos, venta de
indulgencias, o guerras, y también los muchos siervos y
caballos, y toda la clase de placeres mundanos con los que
se rodean a diario; pues tendrían que acordarse -concluyó el
Bachiller- que Pedro y Pablo vivían de limosnas para
desempeñar su pontificado. Intervinieron entonces varios
estudiantes, y unos con voz decidida e ideas claras, y otros
más confusos, apoyaron en su gran mayoría las ideas de
Erasmo que el Bachiller había resumido. Mientras se
sucedían esas intervenciones y las respuestas del Bachiller,
Roberto observó que varios notables de dentro y fuera de la
Universidad cuchicheaban entre sí. Y así se terminó la
sesión de la mañana. Vives invitó a almorzar al joven,
previniéndolo que antes de retornar a la sesión de la tarde
no se escaparía del tiempo de latín. Mientras almorzaban
Roberto aclaró con Vives algunas de las objeciones y
réplicas, para ver si había entendido exactamente lo que se
había dicho a veces en un latín oscuro para sus actuales
81
Los exilados y otros relatos

conocimientos. Vives, hablando castellano, confirmó en


casi todos los casos la interpretación, y corrigió los
equívocos más gruesos. Dicho eso quiso saber la opinión de
Roberto sobre lo que había oído. Él le respondió que antes
de la Disputa había releído la obra en cuestión y que el
resumen del bachiller le había parecido muy fiel; y que tenía
por aquellas ideas la más grande simpatía, a tal punto que
en sus estudios pretendía no detenerse en cuestiúnculas,
pues lo que más le interesaba era poner lo conocimientos al
servicio de la elevación espiritual de todos, lo que
presuponía que no podría persistir la enorme miseria de la
gran mayoría para solventar el lujo insultante de una
minoría, fuera ésta civil o religiosa.

Vives lo miró con una sonrisa aprobatoria y le dijo:

— Cuidado, joven, porque si acaba de ver que al mismísimo


Erasmo que es consejero del Rey hay gente que no lo
soporta, y más bien lo detesta, tenga presente que muy
rápidamente puede ir a parar un desconocido en las manos
de la Inquisición por decir cosas como las que acaba de
decirme.

Roberto dijo que de nada servía pensar si no se tenía


el coraje de decir lo que se pensaba. Y Vives, ya tomándolo
por el brazo para que fueran hasta su despacho a continuar
las aulas de latín, le respondió que una cosa era el decir y
otra la prudencia para saber cómo y cuándo hacerlo.

Al volver a la sesión de la tarde Roberto vio cómo


Erasmo tomaba la palabra con voz muy calma. Agradeció
82
Sírio Lopes Velasco

la participación de todos, y en especial a quienes lo habían


objetado. De inmediato ordenó lógicamente las objeciones
presentadas contra su doctrina. De inmediato amplió, con
argumentos y ejemplos que Roberto ya había leído en su
libro, las ideas antes expuestas por el Bachiller, detallando
por qué defendía tal o cuál tesis sobre la necedad reinante
en simples y poderosos, en ignorantes y en supuestamente
sabios. En eso se entretuvo un buen rato. Y cuando ya
algunos notables empezaban a impacientarse y se removían
en sus lugares, comenzó a refutar una a una las objeciones
que se le habían hecho. Lo hizo siguiendo básicamente las
ideas esbozadas por el Bachiller, pero adornándolas con
todo el peso de su erudición y su ironía.

En lo relativo a la necedad de los negociantes trajo


a colación el hecho de que allí en Lovaina la búsqueda de
riqueza a cualquier precio había multiplicado los fraudes,
robos y ventas de mercancías robadas, a despecho de los
juramentos hechos; y que eso hizo que pocas décadas atrás
la ciudad había tenido que ignorar los juramentos y
promulgar una ley que preveía las penas y los
procedimientos penales para castigar tales abusos.
Concluyó diciendo que cuando el juramento deja de tener
valor es porque la necedad humana ha alcanzado niveles
alarmantes, y que muy poco se puede esperar de gentes que,
diciéndose cristianas, obsesionados por la ganancia no
respetan ni la propia palabra empeñada y pronuncian en
vano el nombre del Señor.

83
Los exilados y otros relatos

Finalmente un masivo aplauso premió sus palabras,


pero Roberto notó que varios hombres prominentes de la
platea no aplaudieron o lo hicieron débilmente, por puro
cumplido.

Vives tomó por un brazo a Roberto y le dijo que lo


llevaba a conocer personalmente a Erasmo. Una pequeña
multitud de estudiantes y algún hombre de más edad
rodeaban al Maestro. Vives esperó que la cohorte de
admiradores se dispersara y avanzó hasta Erasmo, haciendo
las presentaciones. Roberto casi tembló cuando le dio la
mano, mientras Vives loaba ante el maestro sus ideas
innovadoras y su empeño en el latín. Erasmo miró al joven
largamente y mitad en francés y mitad en castellano dijo:

— Cuando lo saludé sentí una extraña mezcla de


proximidad y distancia, como si Usted viniera de otro
planeta pero estuviéramos muy cerca en nuestra manera de
pensar.

Roberto tuvo que tragar saliva para no delatarse, y


dijo con galantería que las ideas de Erasmo serían
admiradas en cualquier planeta. Pero ya un notable
acaparaba la atención del maestro, quien se disculpó ante
Vives y Roberto, para retirarse con quien lo reclamaba.

Apenas se vio libre Roberto corrió a comentarle a


María todos los lances de aquella Disputa. Cuando llegó al
número 62 ella lo esperaba con novedades de trabajo, pero
tuvo que esperar pacientemente a que él se despachara con
su relato. Cuando terminó le comentó que Erasmo le parecía
84
Sírio Lopes Velasco

muy valiente al desafiar a tanta gente poderosa al mismo


tiempo, y se congratuló de que Roberto hubiera tenido la
ocasión de escucharlo y estrecharle la mano en persona. Y
acto seguido lo puso al tanto de sus avances. Había hablado
mucho con la Gran Dama, que estaba muy satisfecha de
cómo avanzaba su labor con La Celestina y le había dado
muchos datos sobre el Béguinage que ella ya había anotado
y quería compartir ahora con su compañero. Fue a buscar el
cuaderno que tenía en el cuarto y le empezó a leer lo que
allí había anotado con letra muy pequeña y prolija.

Las Beguinas fueron las primeras religiosas que no hicieron


votos de pertenecer a ninguna Orden, y mantuvieron una
libertad de acción caritativa que no tenían las otras
religiosas enclaustradas. Al principio se instalaron cerca de
la iglesia parroquial, Sus casas eran independientes, pero
para mejor protegerse, entreayudarse y practicar su
devoción y actividades caritativas, formaron después
Béguinages, aunque algunas podían incluso vivir con su
esposo -como ya nos lo había dicho la Gran Dama- aclaró
María. Y siguió. A veces, como sucede con este Gran
Béguinage de Lovaina, esas comunidades se constituyeron
en pequeñas miniciudades rodeadas de su propio muro. La
regla siempre fue muy laxa, y la Beguina podía o no hacer
el voto de castidad (en acuerdo con su esposo si estaba
casada), a veces de pobreza, y raramente de obediencia.
Desde el principio estas religiosas desempeñaron
actividades económicas para garantizar su propio sustento;
así en este Béguinage he podido ver, acompañando a la
Gran Dama, cómo hasta ahora se mantienen vivas las tareas
85
Los exilados y otros relatos

de tejeduría, alfarería, fabricación de velas y el trabajo en la


huerta, que se realizan intramuros; además, y sumado al
trabajo que hacen en su propia Enfermería para cuidar a las
hermanas enfermas o más viejas, las Beguinas prestan
servicios extramuros, como asistentes en algún Hospital, lo
que les da muchos conocimientos médicos, o como
educadoras; antes de la invención de la imprenta se
copiaban aquí muchos libros, y, aprovechando el prestigio
que Lovaina se había granjeado en toda Europa en el
comercio de telas que llevaban su nombre, aquí se
blanqueaban muchos lienzos. La Gran Dama me dijo -
siguió diciendo María- que parte de la decadencia
económica de Lovaina se ha debido a que, infelizmente, el
Dyle es cada vez menos navegable y ya han hecho repetidos
pedidos al actual Rey Carlos para que lo recupere; al
parecer el soberano estaría dispuesto a aceptar los pedidos
con las dos condiciones siguientes : que los granos
transportados por barcos pagarán el impuesto (el lepel-
regt) que pagan los transportados por carreta; y que las
demás mercancías pagarán impuestos según las tarifas
establecidas por Felipe el Bueno cuando en 1436 autorizó a
los habitantes de Bruselas a construir su canal; a esos
efectos todos los barcos que pasen por Lovaina deberán
anclar aquí por lo menos un día para que se haga la
verificación del pago de esas tasas; en caso de fraude el
culpable tendrá sus mercancías confiscadas y dos tercios de
ellas pasarían al soberano, y el tercio restante a la villa. Y
Mariá continuó :

86
Sírio Lopes Velasco

— La Gran Dama me dijo que calcula que actualmente hay


en Lovaina unas dos mil quinientas casas, con una
población aproximada de veinte mil habitantes, a los que se
agregan unos cinco mil que viven en las aldeas y tierras
próximas. Este Béguinage tiene sesenta y cuatro casas, de
las que cincuenta y ocho están habitadas y seis
deshabitadas; hay nueve casas comunes, en la enfermería
hay treinta y tres personas, entre internadas y asistentes; el
total de Beguinas es de ciento seis. Todo el complejo sufrió
mucho con la gran inundación de 1517.
Ahora fíjate –agregó María- lo interesante de su
organización y funcionamiento. A la cabeza está la
Magistra (grootmeesteresse en neerlandés), o Gran Dama
(Grootjuffrouw en neerlandés), elegidas por las Maestras
(que pueden ser varias y aquí son seis) por algunos años
para hacer respetar los estatutos y controlar la organización
general; algunos Béguinages tienen más de una Gran Dama
y nuestra benefactora dijo que va a proponer que aquí se
elija por lo menos otra, para compartir con ella la dirección
de la institución –aclaró María-. La Gran Dama es asistida
por uno o varios tutores (momboor en neerlandés), que son
agentes masculinos encargados de efectuar las
transacciones financieras, por ejemplo para la compra de
propiedades o bienes, y, si hace falta, para defender en la
Justicia los intereses del Béguinage, pues esas funciones les
están prohibidas a las Beguinas. En el segundo escalón está
la Maestra del Hospital, que tiene como una de sus
atribuciones la gestión de la caja (llamada mesa del Espíritu
Santo), que es alimentada, además de por las contribuciones

87
Los exilados y otros relatos

de las Beguinas, por la donación de fieles, y que permite


financiar la estadía en la Enfermería de las Beguinas que
allí se internan o por enfermedad o por vejez y no pueden
automantenerse. A continuación viene la Maestra de la
Iglesia, la sacristana, a quien son confiados los gastos del
templo y también dirige el coro que da brillo a los cultos y
a los ejercicios espirituales. También hace parte de ese
segundo rango la concierge, que vigila los movimientos
de entrada y salida de las Beguinas, de los entregadores de
materiales y víveres, de los trabajadores externos y
visitantes en general. En el tercer escalón –prosiguió
María- están las Maestras de los Conventos, que son las
responsables del buen orden general cotidiano, del respeto
a las reglas y del buen funcionamiento del convento que les
es atribuido, y en el caso que sea el de novicias, de la
formación de éstas. Las reglas incluyen deberes de oración
y otros ejercicios religiosos. Ahora bien –llamó la atención
María-, si por la forma de elección y mandato temporario
de la Gran Dama el Béguinage parece un anticipo de la
democracia representativa que conocemos, hay que aclarar
sin embargo que dentro de la comunidad hay diferentes
situaciones. Hay las que son propietarias de su propia casa,
sea porque la hicieon construir por sus propios medios, sea
porque adquirieron una casa ya existente en una venta
pública realizada por el Béguinage; pero hay que notar que
el título de propiedad vale sólo en vida de la Beguina, y a
su muerte la casa vuelve a la comunidad, que la pone otra
vez en venta. A continuación están las Beguinas locatarias
de un cuarto en uno de los grandes inmuebles –como esos
que cruzamos al ir hasta la casa de la Gran Dama, aclaró
88
Sírio Lopes Velasco

María-, cuyo mantenimiento corre a su cargo. Y por último


están las Beguinas que no tienen recursos propios y las
novicias, que son alojadas en las casas comunes, que aquí
son nueve, y que son los conventos de los que antes hablé;
éstas deben trabajar para garantizar su subsistencia, pero
también reciben ayuda para la adquisición de comida y leña.
Hay que notar- subrayó María, aclarando que ella había sido
testigo de ello en las diversas misas- que esa jerarquía
determina también el lugar de ubicación en la iglesia; en los
oficios la Gran Dama ocupa el primer lugar, seguida por su
orden por las Maestras, las Beguinas propietarias, y por
último, las que carecen de recursos y las novicias. Y para
rematar María razonó que a pesar de la desigualdad interna
el Béguinage representaba sin duda una institución donde
las mujeres se empoderaban de una manera muy singular y
autónoma en el seno de una sociedad profundamente
marcada por el machismo, con lo que se puede concluir que
son un germen de lo que en nuestra época conocemos como
movimiento feminista.
Y María terminó su larga exposición con una sonrisa
burlona dirigida a Roberto, hombre al fin. Éste evitó la
polémica y se limitó a aplaudir y después a elogiar
vigorosamente el resumen hecho por su compañera, que,
dijo, sería muy útil en manos de cualquier historiador de
1977. Cenaron tempranamente y se durmieron
plácidamente, agotados por el ajetreo de sus respectivas
actividades.
Los días siguientes, mientras María avanzaba hacia
el final de la traducción de La Celestina, Roberto asistió
89
Los exilados y otros relatos

algunas aulas del programa patrón de la Universidad.


Vives, por ejemplo, antes de iniciar el comentario crítico
propiamente dicho de la Lógica aristotélica, recordó que
Lovaina había adoptado la política de no conferirle a ningún
docente la facultad de proclamar que esta o aquella tesis de
Aristóteles era herética, antes de que la Facultad de
Teología así lo dictaminase; y obviamente se agregaba que
en caso de contradicción entre aristotelismo y fe, habría que
descartar las ideas del Filósofo. Y acto seguido Vives
comenzó a recapitular el Organon aristotélico, diciendo que
después destacaría las partes dedicadas a los silogismos y
los sofismas, para finalmente esbozar una crítica de la
propuesta lógica de aquel genial griego. Roberto logró
acompañar lo esencial de casi toda la primera parte
expositiva. A su vez, en las aulas del gramático Beverus
revivió la crítica que a esos colegas dirigía Erasmo, pues
Roberto consideró que mucho más importante que saber a
qué parte de la frase correspondía en uno u otro enredado
caso una determinada palabra, lo más importante era saber
entender las ideas de los textos y producir textos coherentes
y consistentes; ante esa función esencial del lenguaje para
la comprensión y elaboración de los pensamientos, poco
importaba si el lector o escritor supiera o no determinar con
toda precisión si en un caso determinado estaba ante un
adjetivo o un adverbio, u otra categoría cualquiera; y
mientras oía a Beverus creyó recordar que García Marquez
habría dicho que no sólo no poseía ese saber, sino que las
faltas de ortografía se las corregía una secretaria, pues
tampoco era ducho en esos menesteres.

90
Sírio Lopes Velasco

Para gran contentamiento de su Director, Roberto


terminó de organizar la pequeña biblioteca del Hospital
mucho antes de lo que aquél había supuesto que la tarea
insumiría. Y como le dijo que pensaría cuál labor le
encargaría en lo sucesivo, Roberto aprovechó el tiempo
libre para alternar las actividades universitarias con algunos
paseos por la ciudad. Así en diferentes días se detuvo a
mirar el ajetreo del Mercado Viejo, o del Mercado de
Pescados, o el mucho más alegre y triste a la vez, Mercado
de los Pájaros. A este último fue acompañado por María,
usando la autorización que la Gran Dama les dio, desde que
no se besuquearan ni se abrazaran o tomaran de la mano en
público. Allí, juntando algo de lo que la Gran Dama le había
adelantado a ella por la traducción, y algo de lo que el
Director le había dado a él por el arreglo de la biblioteca,
compraron dos de los más hermosos pájaros que estaban a
la venta y ante la mirada de incomprensión de los muchos
frecuentadores que contemplaron la escena, los dejaron en
libertad. Rápídamente las aves hicieron un gran círculo por
sobre el mercado, y se perdieron de vista tras los altos
tejados circundantes. La pareja tuvo que usar todas sus
fuerzas para contenerse y no besarse al ver alejarse, libres y
raudos, a aquellos pájaros.
Llegó el día de la segunda Disputación provocada
por Erasmo, quien dijo que en la ocasión representaría a su
amigo Tomás Moro. Se repitió el ceremonial y también casi
se repitieron sin variantes las presencias de la primera
Disputa, realizada quince días antes. El Rector recordó a la
audiencia que la cuestión quedaba así enunciada: “¿qué

91
Los exilados y otros relatos

aspectos de la Utopía de Moro queremos para nuestra


sociedad, si es que queremos alguno?”. Y le pasó la palabra
al Bachiller, que esta vez era un muchacho menudo, muy
pelirrojo y con la cara cubierta de pecas. El joven empezó
diciendo con voz vibrante que muchas eran las ideas de la
Utopía de Moro que cabría adoptar en nuestra sociedad. Así
destacó que ya en las reflexiones iniciales se hacía notar que
no habría ladrones a quienes castigar con fieros tormentos
si todos tuvieran lo necesario para vivir dignamente. Y para
garantizar una vida sin miseria y con tiempos para el cultivo
del espíritu se propone que los trabajos de la tierra sean
rotativos, con dos años de duración, y, al igual que todo otro
trabajo, limitados a una jornada diaria de tan sólo seis horas.
Para garantizar esa igualdad de trato, Moro nos propone que
pensemos en abolir el ansia de riqueza e incluso la
propiedad individual sobre lo que debería ser de todos y
para beneficio de todos; así cada padre de familia, porque
él y los suyos han contribuido al patrimonio común, retira
gratuitamente del mercado lo que necesita para su familia,
sin tener que desembolsar ningún dinero. En esa óptica
rescato –dijo el Bachiller- el desprecio que los utopianos,
guiados por el perfeccionamiento de los conocimientos y
del espíritu, tienen por las joyas y el dinero; al punto de que
hacen con metales preciosos las cadenas de sus esclavos y
de que cuando una delegación extranjera viene a Utopía se
confunden creyendo que los señores que la encabezan son
los esclavos, debido a la gran cantidad de pesados abalorios
que portan. Roberto vio cómo al oír eso algunos de los
notables llevaron instintivamente sus manos a los pesados
collares relucientes que portaban. Pero el Bachiller ya
92
Sírio Lopes Velasco

continuaba reivindicando la generosidad de los utopianos


que consumen sólo lo necesario para una vida sana y
guardan el exceso de granos y otros frutos para los países
vecinos; cuando han producido lo suficiente dedican el
resto del tiempo laboral a reparar sus caminos y lugares y
predios públicos. Pasando al terreno político –dijo el
Bachiller- hay que reivindicar la herencia ateniense en la
costumbre utopiana de elegir desde núcleos de treinta
familias a representantes sucesivos, hasta que éstos en un
número de mil doscientos eligen entre cuatro ciudadanos
propuestos por el pueblo a un príncipe, que puede ser
depuesto si se sospecha de que alberga intenciones
tiránicas; a su vez la mayoría de los magistrados se renueva
anualmente, para evitar que se enquisten en el poder
gobernando para sí mismo en vez de hacerlo para el pueblo,
y también para dar a todos los ciudadanos la oportunidad de
ejercer rotativamente las magistraturas. Esa igualdad
determina que todos los ciudadanos usen la misma ropa, a
diferencia del vano pavoneo de prendas lujosas que vemos
en algunos de nosotros, al tiempo en que otros muchos no
tienen nada para cubrirse en invierno. Otra vez Roberto
notó cómo algunos notables ricamente ataviados se miraban
incómodos entre sí, y se volvían hacia la galería repleta de
estudiantes. El Bachiller continuó defendiendo la idea
utopiana de Hospitales estratégicamente situados, gratuitos
e iguales para todos, abiertos a quienes los necesiten y
atendidos por los mejores médicos. El Bachiller dijo:
“reivindico de los utopianos su preocupación con la salud,
que hace la vida humana apetecible y tranquila,
renunciando así a los violentos placeres que tanto daño
93
Los exilados y otros relatos

hacen en nuestra sociedad”. Y agregó que para mantener la


cohesión y tradición sana de la comunidad en cada
almuerzo y cena familiar se leen breves historias morales y
los más viejos dialogan con los más jóvenes sobre sus
enseñanzas. Otra buena idea utopiana es la gratuidad de
alojamiento y alimentación que tienen cuando se desplazan
entre una y otra de sus ciudades, pues al fin de cuentas,
todos pertenecen a la misma gran comunidad a la que han
aportado con sus trabajos y sus estudios. Su Teología y su
Filosofía moral trata de cuestiones parecidas a las
examinadas por nuestros doctores –prosiguió el Bachiller-
pero nunca se desvían de la búsqueda del Bien común y de
la felicidad general, y creen que la mayor virtud consiste en
vivir según la naturaleza; por todo eso no se pierden en la
vana disputa de Escuelas y practican con devoción sincera
su religión, aunque es ley en Utopía que toda religión sea
tolerada y que nadie sea perseguido u ofendido por su
religión; y hay que notar que sus sacerdotes son casados y
que las mujeres también pueden acceder al sacerdocio.
Ahora Roberto notó que había agitación entre muchos de
los profesores y eclesiásticos presentes. Reivindico también
para concluir–remató el Bachiller- la abominación que
sienten los utopianos por la guerra, actividad que juzgan
propia de irracionales y no de humanos, y que sólo admiten
cuando es estrictamente defensiva de su comunidad, cuya
defensa también está en manos de las mujeres, previamente
entrenadas; pensemos en cuántas preciosas vidas y ruinosas
devastaciones nos cuestan las guerras incesantes de
agresión que practicamos y sufrimos casi a cada año-
añadió.
94
Sírio Lopes Velasco

Al oír estas últimas palabras del Bachiller los que


más apaudieron fueron los estudiantes. Y como en la
anterior Disputa la primera objeción fue de un profesor de
Teología. Dijo que era inadmisible que se defendiera la idea
de que más de una religión pudiera ser la verdadera, y que
por eso habría que tolerarlas a todas por igual; porque es
sabido –agregó- que esas ideas llevaron hace tan sólo dos
años a una herejía que ya nos está costando sangre, y es
innegable que la única religión verdadera es la legada por
Jesús, codificada por la Santa Madre Iglesia, y defendida
por el Papa. Un coro de aprobaciones siguió entre los
notables y algunos estudiantes a esas objeciones. El
Bachiller empalideció pero replicó diciendo que nadie
dudaba de las verdades enunciadas por el profesor, pero que
como en Utopía se cree que toda religión debe estar
encaminada a garantizar el bien común, y como en las
cuestiones teológicas la verdad es casi siempre difícil de
establecer de forma clara y durable, lo que reivindican los
utopianos, al rechazar toda guerra agresiva, es que se
respete el sentimiento religioso de cada uno desde que no
comprometa aquel bien común y mantenga una conducta de
reciprocidad hacia las otras devociones. Un rico propietario
pidió entonces la palabra y dijo que aquello de negar la
propiedad individual y defender la propiedad común era
una herejía, pues hacía casi dos siglos que en un debate
contra los Franciscanos los teólogos papales habían
demostrado que Cristo era dueño de su propia túnica, por lo
que la propiedad individual es cristiana. El Bachiller, ahora
con más desenvoltura e ironía respondió que en primer
lugar se leía en el Génesis que Dios pone al servicio de
95
Los exilados y otros relatos

todos los hombres el goce de las tierras para que las hagan
fructificar y en ellas se multipliquen, sin distinguir entre
propietarios y no propietarios; y en segudno lugar, que una
cosa es la propiedad de una túnica, que a cada uno es lícito
tener, y otra muy distinta es la acumulación de inmensas
riquezas al precio y al mismo tiempo de la extrema miseria
de muchísimos. Varios estudiantes hicieron entonces uso de
la palabra para complementar lo dicho por el expositor con
numerosos y expresivos ejemplos que apoyaban sus tesis.
Un eclesiástico objetó que no veía cómo Moro ponía en pie
de igualdad a la mujer en cuestiones de estudios, sacerdocio
e incluso la guerra defensiva, cuando era evidente que
rodeando a Jesús no hubo ningún apóstol mujer, que la
Iglesia no las admite en el sacerdocio, y que el propio
Aristóteles dijo que carecían de la razón completa dada a
los varones, motivo por el cual y desde que se crearon hace
tres siglos las Universidades las mujeres no son admitidas
en su seno. El Bachiller se puso otra vez serio y replicó que
si no hubo apóstoles mujeres, la Virgen y Magdalena
estuvieron tan cerca de Cristo como los apóstoles; que
muchas religiones, como la de los griegos y los romanos
admitían sacerdotisas, y que el propio Platón admitió a las
mujeres en los ejerciciosy las prácticas guerreras; por
último -concluyó- en lo que respecta a las Universidades,
ya dirá el futuro si lograremos mantener nuestro tranquilo
monopolio masculino, o, así como sucede en muchas casas
de los aquí presentes, la mujer impondrá su capacidad y
vigor, exigiendo tener también aquí su espacio de desarrollo
intelectual y espiritual. Al oír la alusión al hecho de que en
muchas casas de los potentados presentes en realidad quien
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Sírio Lopes Velasco

mandaba era la mujer, la platea, principalmente en las


galerías, estalló en estruendosa carcajada. Y así, con otras
intervenciones estudiantiles que en su casi totalidad
apoyaban al Bachiller, se fue la mañana.
Durante el almuerzo Vives quiso saber la opinión de
Roberto sobre lo oído hasta allí. El joven primero aclaró
algunas dudas sobre posibles malinterpretaciones suyas del
latín empleado por unos y otros, y luego le dijo que estaba
convencido de que en “Utopía” Moro había legado un
programa que durante muchos siglos aguijonearía el
perfeccionamiento de las sociedades en todo el mundo, y
que en lo relativo a las mujeres él había soñado
precisamente la noche anterior que frecuentaba una
Universidad en la que la mayoría de los alumnos era del
sexo femenino. Vives sonrió y dijo:
— Espero no estar vivo cuando llegue ese día.

Y terminaron el almuerzo comentando uno y otro


tópico de la exposición y del debate. Después se ocuparon
de su aula de latín y volvieron para la sesión vespertina de
la Disputa.
Erasmo dijo que sus tres visitas a Inglaterra para
charlar largamente con su amigo Moro le daban una sólida
base para representarlo en aquella instancia y ante tan
distinguida platea; aunque –precisó- si algún error hubiere
en mis consideraciones, el mismo debe ser achacado sólo a
mi incapacidad y nunca al pensamiento del ilustre autor de
“Utopía”. Dicho eso recapituló las objeciones oídas en la
mañana, sin despreciar en lo más míinimo las formuladas
97
Los exilados y otros relatos

por simples estudiantes y miembros del público en general.


Después detalló y aclaró algunos aspectos de las ideas
formuladas en “Utopía” que a su parecer no habían sido
claramente expuestas y/o captadas en todos sus matices por
la mañana. Por último fue respondiendo a las objeciones
siguiendo en cada caso y como punto de partida la respuesta
que les había dado el Bachiller, pero ampliándolas y
enriqueciéndolas cada vez. Se detuvo muy largamente en la
cuestión de la tolerancia religiosa, y, aún sin nombrar a
Lutero en ningún momento, insistió en la idea de que toda
religión debía siempre mirarse en el espejo de sus ideales y
prácticas originarias, para corregir sin pausa y en actitud
autocrítica, todos los desvíos y excesos que pudiera estar
cometiendo al apartarse del buen camino; para tanto, y
como nos lo vienen recordando los franciscanos hace tres
siglos –agregó- basta ver cuán grande es la distancia entre
la forma en la que vivió Cristo y la que nosotros llevamos
cuando nos olvidamos de socorrer al pobre y al desvalido y
nos ahogamos en lujos superfluos de los que Jesús jamás
disfrutó. Cuando Erasmo terminó de hablar se dejaron oír
atronadores aplausos provenientes de las galerías. Y otra
vez Roberto notó que muchos notables no aplaudían o lo
hacían a regañadientes y tímidamente.
Acompañando a Vives fue a saludar otra vez al
Maestro, y ahora lo felicitó efusivamente por su valentía.
— Hacemos lo que podemos – dijo Erasmo, y se retiró en
brazos de un grupo que reclamaba su presencia.
Ahora, ya solos, Roberto miró a los ojos a Vives y le espetó:

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Sírio Lopes Velasco

— Si usted antes me pidió cautela ahora me permito


vaticinar que ni Erasmo ni usted tendrán vida larga en esta
Universidad; pero algo me dice que felizmente ninguno de
los dos correrá la peor de las suertes por sus opiniones.
— Ojalá Dios te oiga - le replicó Vives, y lo dejó que se
fuese a reunirse con María.
Antes de dejarlo Roberto estuvo tentado de decirle
toda la verdad, pero se contuvo a tiempo. Pasó por el
Hospital y allí dejó un billete cariñoso redactado en latín y
destinado al Director, ausente en aquel momento,
diciéndole que dormiría en el Béguinage.
Llegó al 62 y María le mostró muy alegre la
traducción completa de La Celestina que en ese mismo
momento iba a entregar a la Gran Dama. Roberto hojeó el
manuscrito y la felicitó por su prolijidad y por la corrección
de la traducción en los pasajes del primer acto que creía
recordar con cierta precisión; terminó de hojear todo el
manuscrito y se lo devolvió. Ella antes de salir le pidió que
él se encargara de preparar la cena tempranera que le
apetecía disfrutar aquel día. Cenaron frugalmente, como era
regla en el Béguinage, contándose sin prisa las novedades
de la jornada, mientras bebían la fresca agua del pozo
cercano. Después, aunque cansados, hicieron el amor.
De mañana temprano los despertó un ruido fuerte de
un vehículo que pasaba exactamente por la calle situada
atrás de la casa. Roberto pensó que debía tratarse de una de
las pesadas carretas que traían trigo al molino de agua que
tenían a una cuadra. Y otra vez se durmieron pesadamente.
99
Los exilados y otros relatos

Cuando abrieron los ojos nuevamente a María le pareció oír


el estrépito de una moto. Roberto se levantó de un salto y
comprobó que otra vez el interruptor del cuarto estaba en su
lugar; prendió la luz del baño y vio que la cocina eléctrica
estaba de vuelta sobre el armarito que contenía la pileta de
lavar la vajilla. Volvió corriendo a la cama y arrojándose
sobre María la abrazó y la besó frenéticamente. María
permanecía muda pues ya había visto el resplandor de la luz
eléctrica en el baño. Cuando se repuso atinó a decir:
— Volvimos

Miraron por la ventana que daba al jardín y allí


estaba el cobertizo de las bicicletas y del correo. Se
vistieron a toda prisa, ella con las ropas que sacó de su
valija, y él con las que traía puestas el día anterior. María se
cercioró de que su cuaderno de notas permanecía intacto, y
con todo lo que había escrito, encima de la mesa del living.
Y salieron al jardín. En el camino se cruzaron con algunas
y algunos jóvenes estudiantes que aprovechando el sol
lagarteaban en los espacios verdes o se dirigían a algún
lado; algunos miraron curiosos la ropa de Roberto. La
pareja se miró y ante el estupor de los testigos se dio un
interminable beso en la boca. Salieron bordeando la iglesia,
que había retomado su color oscurecido; franquearon el
gran portón que nadie vigilaba, doblaron al la derecha y en
la primera esquina giraron a la izquierda. En Sneppenberg
los atendió Celeste y con cara de asombro y alivio al mismo
tiempo exclamó:
— ¡Al fin aparecieron! –

100
Sírio Lopes Velasco

Preguntó por qué Roberto vestía aquellas ropas y agregó:


— Desde cuando los visitaron Carlos y Ana nadie los vio, y
ayer de mañana temprano yo mismo estuve en su casa
tocando timbre y nadie me atendió.
La pareja se miró y María dijo:
— La ropa de Roberto es la que nos estamos probando para
ir al baile de disfraces de la Universidad; y para las
explicaciones que pides hay dos posibilidades: una es que
somos muy dormilones y de sueño pesado, y la otra es
increíble; ¿cuál prefieres?
Celeste dijo que por ahora se quedaba con la
primera, porque lo más importante que quería decirles era
que de sus respectivos Institutos en la Universidad
reclamaban su presencia al día siguiente para comenzar las
aulas.
A los pocos días la TV belga dio una noticia
intrigante. En la refacción de una vieja casa de Lovaina se
había encontrado enterrado un baúl con varias pertenencias
del siglo XVI, pero que en su interior contenía también una
valija con ropas masculinas y objetos de la segunda mitad
del siglo XX que nadie sabía explicar cómo habían ido a
parar allí. Y se agregaba que especialistas de la Universidad
estaban ocupándose del asunto.

101
Los exilados y otros relatos

A LA SOMBRA DEL VESUBIO

Aquel día las nubes grises impedían ver la cima del


Vesubio. Syrius había empezado el día tomando el habitual
ientaculum a base de farro con sal acompañado de huevos,
queso, miel y algo de leche y una manzana. Todo eso se lo
permitía la holgura económica de aquella casa que lo había
acogido hacía un año. Su señor, Livio Voreno, lo había
contratado para tareas muy específicas; en primer lugar para
ser preceptor de su único hijo; en segundo lugar, para
animar las comisatio con buenas pláticas filosóficas que, a
la vez, distrajesen e instruyesen a los invitados, mientras
bebían; en tercer lugar, para auxiliarlo en misiones de
confianza, en especial las que demandaban la lectura y la
escritura del griego y del latín. Se habían conocido de
casualidad cuando Syrius acompañaba a su padre a una
negociación de compra de especias en el puerto de Rodas,
y allí había acudido Livio para comprar grandes cantidades
de esos productos. Su padre y Livio simpatizaron y salieron
a relucir las habilidades de Syrius en Filosofía, griego y
latín; entonces Livio le pidió que leyese y disertase sobre
algún tema caro a Séneca, y Syrius lo había hecho tan del
agrado del rico comerciante, que éste lo contrató en el acto,
desde que su padre estuviese de acuerdo. El padre de Syrius
había accedido en el acto, imaginando que aquella ida a
Pompeya podría significarle a su hijo una puerta de entrada
a la mismísima Roma. La cantidad paga por sus tareas no
era exorbitante pero tampoco nada despreciable, y el
contrato agradó a las tres partes. Para Syrius aquella era
102
Sírio Lopes Velasco

una gran oportunidad de mostrar ante patricios notables lo


que había aprendido frecuentando en Lyndos la escuela que
seguía las enseñanzas de Hecaton, quien había sido
discípulo del estoico Panocio de Rodas, que tanto éxito
había tenido en Roma cuando aproximó los puntos de vista
del estoicismo de algunas de las ideas que habían defendido
Platón y Aristóteles; tanto era ese éxito que Séneca lo citaba
varias veces.

Cuando Syrius terminó su frugal desayuno vino a


levantar los cazos Yosefa, la esclava que su amo había
comprado con tan sólo ocho años inmediatamente después
de que Tito destruyó el templo de los judíos en Jerusalén y
se trajo a muchos cautivos a Roma. Livio estaba allí por
negocios y le gustó aquella niña de rostro alargado y ojos
grandes de diosa, y que exhibía una boca extensa y unos
cabellos castaños que terminaban en rulos. Yosefa estaba
en aquella casa siete años antes que Syrius, y así se lo hacía
siempre recordar cuando alguna disputa sobre asuntos
caseros los oponía. Pero por encima de toda divergencia
volaba el amor que los unía prácticamente desde la llegada
del filósofo preceptor. Milagrosamente Livio había
respetado aquel sentimiento, y satisfacía sus ansias de
placer con otras esclavas. Uno de los motivos era el no
despreciable hecho de que Yosefa tenía menos carnes que
el tipo de mujer que a él le gustaba, pero también aceptaba
aquella renuncia por el afecto que sentía por su joven
filósofo. Pensaba Livio que con sus 20 años Syrius ya
estaba en edad de conocer mejor a las mujeres, empezando
por soportar con exclusividad aquella tan cercana, que tenía
103
Los exilados y otros relatos

cuatro años menos que él. Syrius, a su vez, desde el primer


momento le dijo que ella debía tener un nombre completo
como toda gente decente, y enterado del que le daban en su
pueblo, la llamaba en privado y cuando quería jugar, Yosefa
Israel.

Cuando Yosefa recogía los platos Syrius la atrajo


hacia sí, sentándola en su falda, y la besó con fuerza. Ella le
pidió que esperara hasta la noche, cuando ella vendría a
compartir su lecho, a sabiendas de sus amos. Entonces él la
dejo ir, palmeándole las ancas, y se dispuso a dirigirse al
Foro, a encontrar al importador de aceite de Hispania con
quien quería comenzar a negociar su señor. Salió del
comedor y en el patio se divirtió un segundo mirando el
juego de agua del chorro que brotaba desde el centro de la
pequeña fuente; en el impluvium que ocupaba el centro del
atrio, el agua estaba totalmente clara, porque había sido
renovada por la lluvia del día anterior. En la calle, sobre la
Vía de la Fortuna, un pequeño grupo de clientes ya esperaba
a su señor para obtener algún pequeño o gran favor, o
simplemente para renovarle a Livio su fidelidad,
poniéndolo al tanto de las últimas nuevas de la ciudad.

Al doblar la esquina tuvo que pegarse a la pared para


que un carro no salpicara su túnica con el barro dejado por
la lluvia. Luego, para cruzar la calle, usó el paso saltando
de una piedra a la siguiente, loando otra vez aquella
ocurrencia romana que su Lyndos natal no conocía, y
condenaba así a los transeúntes a ensuciarse los pies en esa
travesía.

104
Sírio Lopes Velasco

Las ventanas del primer piso se entreabrían de a


poco en la medida en que los dueños de los comercios que
había abajo de cada vivienda se ponían en actividad para
abrir sus tiendas. En las más chicas los dueños ya colgaban
del techo algunas mercancías, para aprovechar el poco
espacio disponible y para ponerlas muy a la vista de los
compradores que las adquirían desde la vereda, apoyados
en el mostrador. En la pared de uno de aquellos comercios
descubrió un anuncio de una próxima pelea de gladiadores,
y, a su lado, una mordaz crítica a un conocido senador, que
no recordaba haber visto antes; jugando con su nombre, se
lo definía como el hombre que cae, pues eran de todos
conocidas sus muy frecuentes borracheras. A medida que
caminaba volvía a constatar cómo varios edificios,
incluyendo algún templo, no habían sido plenamente
recuperados después del fuerte terremoto que diecisiete
años antes había asolado la región. Se detuvo largos
momentos a observar el tipo y dirección de las diversas
rajaduras o torceduras de esos predios, y pensó que ese día
le haría leer a su pupilo Lucio algunas líneas del texto que
Séneca había consagrado a ese tema, a saber, el sexto libro
de Naturales quaestiones, titulado De Terrae Motu.
Caminó un buen rato y yendo hacia el puerto llegó a los
amplios almacenes. El largo edificio de dos plantas estaba
repleto de aromas diversos que iban desde los picantes o
dulzones de las esencias, hasta el tufo húmedo del grano
que no se había sacado al sol, pasando por los del aceite que
alguna ánfora mal cerrada o rota había dejado escapar; en
todo caso todos esos olores eran mucho más agradables que
los que despedían las calles pompeyanas cuando los vecinos
105
Los exilados y otros relatos

arrojaban a la vía pública sus aguas servidas, incluyendo las


de los retretes, lo que no era la excepción, sino la regla. Sin
dificultad encontró al encargado de los grandes depósitos y
le hizo las preguntas y propuestas que su señor le había
encargado de formular. Como siempre, y para enojo de su
manejo filosófico del lenguaje, el otro empezó a regatear y
a aducir miles de circunstancias que dejaban mejor parada
a su parte, y peor a la del patrón de Syrius; pero al cabo de
muchas idas y vueltas, el otro fue cediendo y llegaron a un
posible entendimiento sobre bases más equitativas.
Satisfecho por lo logrado Syrius se despidió y regresó a
casa. Llegó justo cuando Livio junto a Lucio se disponían
a tomar la prandium y el primero lo invitó a tomar asiento.
Como siempre esa comida de media mañana era muy leve,
y esa vez tuvo por centro las nuevas que Syrius dio a su
señor sobre las tratativas con el almacenero. Livio hizo
varias preguntas y después se dio por satisfecho, diciendo
que pensaría con calma los términos exactos del negocio
que propondría al gerente del depósito. Y se fue a dormir
una siesta. Mientras tanto Syrius aprovechó ese tiempo para
instalarse en una de las galerías techadas del patio interno y
puso en las manos de Lucio el texto que antes había ido a
buscar. Su discípulo empezó a leer con voz apenas
entrecortada: “Hemos oído decir, oh Lucílio, el mejor de los
hombres, que Pompeya, famosa ciudad de la Campania en
donde confluyen por una parte la orilla de Sorrento y la de
la Estalia, y por otra la de Herculano, las cuales ciñen un
ameno golfo separado del mar libre, quedó allanada y
arrasada por un temblor de tierra que afectó a las comarcas
adyacentes; y ello en la estación hiberniza, que, según
106
Sírio Lopes Velasco

solían prometer nuestros mayores, estaba asegurada de esta


suerte de peligros...”. Mientras Lucio seguía leyendo,
Syrius caviló si no sería posible prever con antecedencia
tales temblores, para salvar las muchas vidas y bienes que
se perdían con ellos, con métodos que no fueran tan
discutibles como los que usaban los augures o con
respuestas menos ambiguas que las que daban los oráculos;
y también se preguntó si en algunos lugares tales
fenómenos no anunciaban la erupción de los volcanes,
cuando los había; a ese respecto recordó que un sabio
siciliano que había pasado por Lyndos afirmaba que en el
caso del Etna esa vinculación parecía claramente
establecida, y que los vecinos que plantaban viñas en su
falda se retiraban prontamente de sus casas a la menor señal
de temblor. Con esas disquisiciones se había ido muy lejos,
cuando lo llamó la voz cada vez más segura de Lucio. Lo
interrumpió y lo felicitó por los muchos progresos que
había hecho leyendo latín, y por los que estaba haciendo en
el comienzo de la lectura en griego, agregando que todo eso
se lo diría a su padre. Y acto seguido le manifestó que era
hora de pasar de la lectura a la escritura, y que cogiera su
tableta de madera con superficie de cera, para escribir lo
que él le dictaría, que sería otro trecho del mismo texto que
acababa de leer. Y comenzó a dictar: “Mil milagros obra el
sismo; muda la configuración topográfica, abaja los
montes, levanta los llanos, terraplena los valles, suscita islas
nuevas del fondo del mar. Asunto digno de investigación
son las causas que producen tales fenómenos. ¿Pídesme qué
provecho se sacará de esta investigación? El más precioso
de todos, el conocimiento de la Naturaleza”. Y así siguió
107
Los exilados y otros relatos

dictando por un buen rato, interrumpiendo la tarea cada vez


para corregir lo escrito por Lucio, y darle tiempo a que
dejara otra vez la cera de la tableta en condiciones de recibir
nueva escritura. Y cuando lo juzgó prudente dio por
terminada aquella actividad anunciando, para gran alegría
de su discípulo, que esa tarde irían a ver el entrenamiento
de los gladiadores en la palestra. Lucio se quedó jugando
por la casa, con sus gladiadores y soldados de madera hasta
que Yosefa llamó a la cena. Esa y la refección de la noche
era la única que, a la hora décima del día, reunía alrededor
del triclinium a los dueños de casa; y muchas veces Livio
invitaba a Syrius a acompañarlos, a no ser cuando quería
abordar cuestiones muy íntimas de la familia con su mujer,
Flavia. Esa vez no fue así y Syrius, tras comunicarles a
ambos lo bien que avanzaba su hijo en la lectoescritura del
latín, y aún en la del recién iniciado griego, aprovechó a
instalarse en una sala menor, adonde fue a servirlo Yosefa.
Mientras comía él la obligó a sentarse y a tratar de describir
a los dioses y personajes que veía en los vivos frescos, con
predominio del rojo, pintados en las cuatro paredes. En
algunos casos ella no tenía dudas, en particular cuando se
trataba de Venus, la patrona de la ciudad, o del Júpiter que
empuñaba el relámpago, o aún de Neptuno con su largo
tridente y su cola de monstruo marino; pero otras veces la
identificación no le resultaba tan clara, y se quedaba
dudando con el dedo índice de la mano izquierda
graciosamente apoyado sobre los labios; Syrius jugaba
diciendo que aquella dificultad debía obedecer al hecho de
que ella era zurda, y, riéndose, la auxiliaba en la tarea.

108
Sírio Lopes Velasco

Cuando terminó la comida llamó a Lucio y


cogiéndolo de la mano lo condujo hasta la Vía Stabiana,
para doblar por ésta a la derecha. Pasaron por la vereda de
enfrente de la Terma Central y siguieron de largo. Pasaron
delante de las Termas Stabianas y en su misma esquina
doblaron a la izquierda, por la Vía de la Abundancia.
Pasaron frente a la lavandería de Stephanus y siguieron su
camino. Dejaron atrás la casa y el thermopolium de
Vinicius Placidus, donde ya algunos compradores
tempraneros o atrasados aguardaban la comida que
llevarían a sus casas. Cuando llegaron cerca de la residencia
de Mario, un hombre con el que había departido varias
veces en el Foro, porque lo sabía amante de la Filosofía,
doblaron a la derecha, y entraron a la avenida bordeada en
su lado izquierdo por altos pinos. Cruzaron la vía
transversal y siempre cobijados por la sombra de los
grandes árboles llegaron a la entrada de la Gran Palestra. El
guardián que vigilaba el portón reconoció a Syrius, y como
todos en aquel lugar, sabía que, a causa de las influencias
de su señor, tanto el preceptor como su discípulo tenían
libre entrada al recinto. Algunos gladiadores descansaban a
la sombra de las galerías delimitadas por las fuertes
columnas que cerraban tres partes de la construcción. Otros
nadaban en la gran piscina, relajando los músculos tras los
ejercicios. Pero había algunos que todavía estaban en los
aparatos o practicaban combates. Su cuerpo aceitado
brillaba cubierto sólo por una corta túnica que dejaba libre
todos los movimientos. Los aparatos usados en ese
momento eran las norias horizontales, con travesaños a la
altura del cuello y de los tobillos, que obligaban al luchador
109
Los exilados y otros relatos

a saltar sin detenerse, agachando sucesivamente la cabeza,


y saltando de inmediato la altura necesaria, para que las
maderas horizontales no lo derribaran. En los simulacros de
lucha dos parejas se enfrentaban con espadas de madera.
Pero cuando el capataz vio llegar a los visitantes le pidió a
dos de ellos que vistiesen las ropas de rigor y volviesen para
demostrar sus habilidades. Cuando lo hicieron Lucio no
contuvo las exclamaciones de entusiasmo. A pocos metros
de él se enfrentaban, aunque siempre con armas de madera,
un mirmillón y un reciario. El primero portaba un casco con
cresta metálica y con una efigie de cara de león en la frente,
un poco encima de la visera, bajo la cual la redecilla
metálica cubría su rostro; su corta túnica se apretaba a la
cintura con un ancho cinturón; llevaba una leve armadura
de protección en su pierna izquierda y en su brazo derecho;
y usaba el gladio, la corta espada de las Legiones, y el
escudo rectangular curvado, también usado por los
legionarios. Le hacía frente su contrincante, portando una
protección en todo el brazo izquierdo, con el que empuñaba
el tridente, y en el derecho la red con la que trataba de
envolver y derribar al piso a su adversario; de su cintura
pendía el puñal que sería usado en caso de necesidad. Los
luchadores hicieron repetidos movimientos de ataque y
defensa, que Lucio acompañó con sus exclamaciones;
prefería a los mirmillones, pero esa vez tuvo que
contentarse con un final en el que el reciario derribó a su
contrincante y lo amenazó apoyando en su pecho el tridente
de madera. El caído, ayudado por el reciario, se levantó y
entre risas dijo con voz destorcida por el casco, que se
alegraba de que aquello fuera un simple ejercicio. Y acto
110
Sírio Lopes Velasco

seguido se desabrochó las trabas metálicas del cuello y


ofreció el casco a Lucio, para que se lo probase. El niño no
cabía dentro de sí por tamaña deferencia, y con la ayuda de
su preceptor se ajustó el artefacto, que le quedaba grande
por todos lados. Y dijo a Syrius y a los dos gladiadores que
lo miraban sonrientes, que no podía entender cómo el
mirmillón soportaba el peso del casco y cómo hacía para
combatir con la escasa visión que le dejaban la rejilla
metálica y la visera. El inquirido respondió que eso era
cuestión de hábito y del entrenamiento, que permitían
aguzar la vista, y adivinar los movimientos del adversario,
según la posición de sus piernas. Lucio manoseó
largamente el casco, haciéndolo girar en sus manos, y se lo
devolvió al luchador. Éste y su compañero lo saludaron con
el mismo gesto marcial que usaban en el anfiteatro, y se
despidieron. La tarde ya estaba muy avanzada cuando
Syrius y Lucio volvieron a casa.

Amaneció otro día, que comenzó y siguió la rutina


de costumbre. Primero la adoración ante las estatuillas de
los dioses Lares en el larario situado en el atrio. Syrius
pensó que aquella tradición romana era un inteligente
artilugio, pues, antes mismo de que las leyes escritas
consagrasen el derecho a la propiedad de las viviendas,
aquel culto las protegía, haciendo creer a quien tuviera la
tentación de violarlas, que su acto sería castigado con duras
enfermedades por los Lares. Y pensó que ese viejo culto
podría servir de introducción a una reflexión acerca de la
divergencia entre el politeísmo y el monoteísmo. Después
del culto desayunó frugalmente, y luego realizó algunas
111
Los exilados y otros relatos

encomiendas de su señor. En seguida se ocupó de la


alfabetización de Lucio, entre la leve comida de la primera
mitad del día, y la comida consistente de la décima hora,
tras la cual volvió a las tareas con su alumno. Pero como lo
vio desanimado y algo distraído, resolvió llevarlo a
cabalgar y a ejercitar el tiro con arco y flecha, en
extramuros. Del establo contiguo a la casa retiraron los dos
caballos, cuidados por un esclavo nubio. Tomaron la vía
Stabiana y salieron por la puerta del Vesubio; la guardia los
dejó pasar, sin preguntas, como tantas otras veces. Extensas
viñas y algunos huertos de árboles frutales y hortalizas se
ofrecieron a su vista. Y allá arriba campeaba la cima de la
montaña; Syrius pensó que había aplazado demasiado una
escalada hasta allí y que debía hacerla en la primera
oportunidad que se le presentase, desde que Yosefa pudiese
acompañarlo. Lucio cabalgaba con la elegancia que le había
inculcado el esclavo nubio. Echaron pie a tierra cuando
llegaron a un descampado bañado por el sol tardío de la
tarde primaveral. Syrius hincó en la tierra la alta estaca que
había llevado consigo, y dispuso en ella el rectángulo de
cuero que debía hacer el papel de blanco. Hizo parar a Lucio
a unos diez pasos de distancia, y orientando la posición de
las piernas, del tronco y del gesto para tensar el arco, de
modo que quedase un poco abajo de la mandíbula la mano
que sostenía la flecha, se alejó para permitirle el primer
disparo. Su pupilo no erró ninguno de la media docena que
efectuó. Felicitándolo por el éxito lo alejó del blanco unos
veinte pasos, y ahora los aciertos alternaban con las fallas;
por eso mantuvo esa distancia durante lo restante del aula,
y se dedicó a insistir en la corrección de puntería que la
112
Sírio Lopes Velasco

trayectoria de la flecha exigía a veinte pasos. Pensó que ese


asunto debería ser abordado en el futuro por quien se
encargase de familiarizar a Lucio con los misterios de las
matemáticas. Con su alumno acertando de más en más,
alejó nuevamente el blanco a treinta pasos. Después de
repetidas series de disparos, dio por terminado el ejercicio
por aquel día, felicitando a Lucio por los progresos
alcanzados. Volvieron por el mismo camino, cansados pero
felices, a la casa. Nada más bajar del caballo Lucio entró
como una tromba a relatar a sus padres los éxitos que había
cosechado. El padre dejó sobre la mesa unos documentos
que estaba revisando, y se complació con el relato; llamó a
la madre, para que compartiera aquella buena nueva. Ella lo
hizo al punto y después de besar al hijo, volvió a dirigir los
trabajos que las esclavas ejecutaban en la cocina,
preparando la comida nocturna.

Una de aquellas noches su señor preparó un


banquete para una media docena de invitados, con los que
ya había o con quienes pretendía entablar negocios. Se
acomodaron reclinados sobre cojines en la superficie
elevada que describía un rectángulo por cuyo lado abierto
los esclavos irían trayendo los manjares. Primero fueron
servidos rodaballos y murenas, acompañados de espárragos
silvestres y puerros; y empezó a correr el vino, en ese
momento blanco y traído de Germania; después vinieron las
gallinas y el cerdo, convenientemente aderezados, y
acompañados por un vino tinto local y otro traído de las
Galias; más tarde vinieron las uvas y las manzanas
cuidadosamente seleccionadas; desde el principio hasta el
113
Los exilados y otros relatos

fin no faltó la gran hogaza, divida en ocho porciones


claramente marcadas por el panadero preferido de Livio.
Entonces continuó corriendo sólo el vino, sin ningún
alimento de compañía, pues era la hora de la comisatio.
Syrius había pensado de antemano la cuestión que
abordaría. Trató del acierto de Séneca cuando en De los
beneficios había destacado su coincidencia con Hecaton
acerca de lo difícil que es establecer cualquier regla general,
y no sólo para ese tema; y de inmediato opinó que se
equivocó Séneca cuando quiso contrariar a Hecaton al
defender la tesis de que no se podía rechazar un beneficio
por sopesar cómo el mismo afectaría a un tercero. Syrius
dijo que, al contrario, quien así procediese en circunstancias
y por motivos justos, estaría probando la altura de su
carácter. Y puso el ejemplo de que si alguien que fuese un
amigo reciente de otra persona se enterase de que ésta, para
beneficiarlo, le retacearía un favor similar a otro viejo
amigo, tendría mucha razón moral para rechazar el
beneficio en cuestión; pues correspondía y corresponde
siempre velar por los beneficios a los viejos amigos, antes
de que por los relativos a gente que se conoce desde poco
tiempo atrás. Es cierto - destacó Syrius - que Séneca quiso
desviar la atención estableciendo una distinción entre
beneficios y deberes, considerando que estos últimos
debían tener siempre la primacía; y puso el ejemplo de que
cualquier hombre, antes de ejecutar un beneficio agraciando
a cualquiera que no fuese un familiar, debería velar por dar
primero lo que corresponde a su propia mujer y a sus
propios hijos. Mas –continuó Syrius-, no resulta nada clara
la línea divisoria que se pueda trazar entre beneficios y
114
Sírio Lopes Velasco

deberes, y agregó que estos últimos serían asunto de otra


charla. En el intercambio que siguió a la breve exposición,
los invitados se dividieron en dos bandos, mientras el dueño
de casa se limitaba a oír sonriendo. Los unos sostenían que
por respeto a quien lo otorgaba, ningún beneficio debería
ser rechazado, con independencia de cualquier otro tercero
que podría verse afectado por ese acto; porque, además –
agregaron –, era muy difícil saber en cada caso quiénes
podrían ser los indirectamente afectados por el beneficio en
cuestión, ya que las relaciones de un ciudadano destacado
abarcaban amplios círculos, dentro de los cuales esta o
aquella persona podría reclamar algún derecho a beneficio
por parte del donante. Los otros argumentaban que la
posición de Hecaton era la acertada, por cuanto en la
mayoría de los casos se podía identificar por parte del
donante y del beneficiado con mucha claridad a quiénes se
podría estar afectando por no ofrecerles el beneficio que se
concedía a otro; y que en ese caso ambos deberían poder
juzgar también claramente, quién tenía más derecho a
recibir el beneficio en cuestión, y obrar en consecuencia.
Por largo rato unos y otros quisieron defender su posición
aduciendo uno u otro ejemplo, o sacado de la Historia, de la
literatura, o de casos pompeyanos que todos los presentes
conocían. Cuando lo juzgó oportuno el dueño de casa
manifestó que no era la intención de Syrius ni la suya
propia, llegar a una única opinión, sino proporcionar
elementos de reflexión, como ya se había hecho antes en
ocasiones similares, y se haría en el futuro, para que cada
uno pudiese repensar el asunto con más precisión y
profundidad. Y dicho eso ordenó que se presentaran los dos
115
Los exilados y otros relatos

citaristas griegos, que animaron la velada hasta su fin. A


pesar de que en uno u otro momento del banquete algunos
de los invitados ya se habían retirado del salón para vaciar
el estómago y el intestino, a fin de poder seguir bebiendo a
su gusto, tres de los invitados, que sólo dejaron la casa a
altas horas de la noche, lo hicieron apoyándose en los
esclavos que los ayudaban a caminar.

Próximamente Syrius volvió a las termas, pasando


frente a la casa de Siricus primero, y al lado del lupanar
oficial después. En los baños se encontró con gente que ya
había frecuentado antes y que, como de costumbre, gustaba
platicar sobre asuntos diversos. Después que escuchó varios
chismes e informaciones de carácter comercial y político,
creyó que era el momento de intervenir. Para sorpresa de
los que estaban con él en la piscina llamó su atención hacia
el hecho de que la mayoría de las piletas allí existentes no
tenían ningún sistema para dejar salir el agua ya usada, por
lo que los frecuentadores se bañaban literalmente en el
caldo de sus respectivos fluidos y sudores. Alguien dijo que
eso siempre había sido así y Syrius respondió que no porque
se venga haciendo algo mal durante mucho tiempo había
que seguir haciéndolo aunque la razón indicase lo contrario;
y agregó de inmediato que él frecuentaba sólo las piletas
con escape y renovación de agua, y que aconsejaba que
nadie entrase a los baños con heridas abiertas, so pena de
correr el riesgo de contraer una enfermedad mortal, y
también, de perjudicar gravemente a los otros. Algunos de
quienes lo escuchaban desde piletas cercanas abandonaron
la suya y se metieron en la que estaba quien recién acababa
116
Sírio Lopes Velasco

de hablar, por lo que Syrius entendió que por lo menos parte


de los interesados había recibido bien el mensaje.

Esa noche Syrius le pidió a Livio para llevar consigo


al otro día a Lucio y a Yosefa, pero su señor estimó que su
hijo era aún pequeño para aquella escalada, y le autorizó
sólo la compañía de la esclava. Así temprano en la mañana,
después de rendir culto a los Lares y de un ientaculum más
consistente que los de costumbre, salió a caballo con Yosefa
por la Puerta del Vesubio. Cuando dejó atrás las áreas
plantadas percibió que no podían hacer la escalada en línea
recta, y que se imponía hacer algunos contornos para poder
seguir ascendiendo. Cuando la superficie cubierta de un
pasto de poca altura sobre una superficie pedregosa dio paso
a una región en la que esa superficie se intercalaba con otras
donde había una piedra gris y bastante plana, tuvieron que
descender de los caballos y prosiguieron la subida tirando a
sus monturas por las riendas. En un determinado momento
Yosefa le pidió para hacer un alto, y se sentaron a mirar el
espectáculo de la ciudad a lo lejos; los caballos
aprovecharon para alimentarse del pasto raleado disponible.
Poco después continuó la marcha a pie, y los caballos se
resistían un poco en algunos trechos, antes de sentir las
patas bien firmes para proseguir la escalada. Syrius pensó
que no en vano no hacía mucho tiempo Espartaco había
instalado en las faldas del Vesubio uno de sus
campamentos, pues el lugar era de veras de muy difícil
acceso. Después de una segunda parada siguieron hacia la
cima, y finalmente se encontraron con unas grandes
piedras; hubo que vencer el espacio entre dos de ellas para
117
Los exilados y otros relatos

percibir el enorme cráter que se abría más allá de aquel


borde. Allí dentro la tierra y las rocas variaban sus colores,
desde el rojizo hasta un ocre amarillento, pasando por
varios tonos de marrones y de grises. Se sentaron con
Yosefa a admirar aquel paisaje que en nada se parecía a los
que ambos habían visto a lo largo de toda su vida. Pero lo
que más le llamó la atención a Syrius, y así se lo hizo saber
a su compañera, fue el fuerte olor a azufre, que él había
sentido antes en su Lyndos natal cuando lo quemaban en
alguna ceremonia destinada a evitar las pestilencias; y
también y sobre todo las pequeñas nubecillas que se veían
aquí y allá en las paredes del gran agujero, y que dejaban
dudas si se trataba de pequeños remolinos levantados por el
viento, o de bocanadas de humo que exhalaba la piedra en
esos lugares. Después volvieron su vista sobre Pompeya y
sobre la cercana Herculano, y trataron de identificar a la
distancia algunas de las partes de la primera ciudad. Acto
seguido buscaron un lugar acogedor iniciando la bajada;
cuando lo encontraron, dejaron pastando a las monturas e
hicieron el amor sin prisa y sin censura, muy lejos de
cualquier ojo u oído humano. Luego ella quiso saber
cuándo le pediría su manumisión a Livio, para que, ya como
mujer libre, ambos pudieran casarse, como lo habían
planeado. Él le dijo que lo haría muy en breve, pues creía
haber ganado totalmente la simpatía del señor. Y
continuaron bajando, con mucha resistencia de los caballos,
que temían resbalarse a cada paso. Los montaron cuando la
ladera ya no era tan empinada, y volvieron a buen paso a
casa.

118
Sírio Lopes Velasco

Uno de los días siguientes Syrius decidió hacerse


presente a un juicio. Su curiosidad estaba motivada por el
hecho de que en la ciudad se había adoptado recientemente
el procedimiento que dejaba en manos de un juez el
dictamen de la sentencia final. Llegó hasta el Foro y entró
por la puerta principal del gran edificio que, a su llegada él
se había tomado el trabajo de medir, y que tenía unos
setenta y cinco pasos de largo por unos treinta y cinco de
ancho; potentes columnas del grosor de media persona le
servían de soporte principal; el vestíbulo, ricamente
adornado con estatuas doradas erigidas sobre pedestales,
daba entraba a la sala principal a través de cinco puertas.
Pero ese edificio no tenía el espacio semicircular al fondo
de la nave principal, para abrigar allí al tribunal o al juez,
como los que le habían dicho que existía en otros predios
de igual función. El juicio ya había llegado a la fase en la
que el juez había recibido la fórmula, o sea la tableta
conteniendo las alegaciones y pruebas de ambas partes, y se
estaba en el momento de la litis contestatio, que era la
última oportunidad que tenían las partes para hacer valer
ante el juez su punto de vista. Después de oír, el juez
manifestó que le parecía que los alegatos estaban muy
claros, y que dictaría su sentencia antes de la puesta del sol,
sin necesidad de postergarla. El caso se resumía a un
contrato no enteramente cumplido porque la carga que traía
lo adquirido por una de las partes no había llegado a destino
a causa de un naufragio, por lo que el comprador reclamaba
la devolución de lo pagado adelantado por aquella compra
no consumada; el vendedor, por su parte, decía que la nave
en cuestión no era responsabilidad suya, y que el embarque
119
Los exilados y otros relatos

de la compra, que sí era de su responsabilidad, había sido


efectuado puntualmente según lo previamente contratado,
por lo que se sentía perjudicado si tuviera que devolver el
dinero que compensaría por lo menos una parte de la
pérdida que le ocasionó el naufragio. Syrius aprovechó el
tiempo anunciado por el juez para vagar por los alrededores
de los templos cercanos al Foro, espiando de vez en cuando
para ver si veía a algún grupo acudiendo nuevamente al
edificio que había dejado, porque ello sería evidencia de
que el juez estaría por dictar sentencia. Se dedicó a mirar
con atención las inscripciones que había en varias casas de
las cercanías. Una decía “Si conoces la fuerza del amor y de
la naturaleza humana, ten pena de mí y hazme el bien de
concederme tus favores. Flor de Venus para mi...”; y allí se
interrumpía aquel pedido de amor, quizá porque alguna
mirada interrumpió la labor del amante, cuya súplica
probablemente iba destinada a una de las habitantes de
aquella morada, en algún tiempo. No lejos, y tal vez escrita
por el mismo autor, se leía esta frase: “Yo no me ocupo de
una Venus hecha de mármol, sino de una hecha de carne”,
en lo que más de un purista podría catalogar como una
ofensa a la diosa. En otra pared no muy distante aparecía el
testimonio de un amante colmado, que decía: “Si alguien no
ha visto la Venus que pintó Apeles, que mire a mi mujer; es
tan bonita como ella”. Syrius pensó que era temerario aquel
llamado a que extraños se fijasen en la esposa de uno,
porque nunca se sabía adonde aquello podía ir a parar, sobre
todo si el curioso fuese un hombre poderoso; y concluyó
que nunca diría ni escribiría algo parecido refiriéndose a
Yosefa. Y en otro muro, había unas expresiones a mitad de
120
Sírio Lopes Velasco

camino entre las dos que acababa de leer, en las que se


decía: “A mi querida Grata, con eterna felicidad. Te pido,
señora mía, por la Venus Física, que no te olvides de mí.
¡Guárdame siempre en tus pensamientos!”. Syrius pensaba
para sí que aquellos pompeyanos eran unos sensibleros
protegidos por su máscara mercantil y por el fasto de la
política y la jurisprudencia. Y en ese momento vio acudir
un nutrido grupo al lugar donde se manifestaría el juez. Éste
fue conciso en su sentencia, y decidió que como el vendedor
no era responsable por la nave que había naufragado, y
había cumplido su parte del contrato con un embarque en
tiempo y forma de la mercancía, y que, simultáneamente, la
cifra avanzada no era de gran importancia, para que ninguna
de ambas partes no sufriera una pérdida total, el vendedor
debía devolver al comprador la mitad de lo que había
recibido adelantado. Cada una de las partes se quejó y
murmuró con sus allegados, pero como aquella palabra era
irrevocable, tuvieron que contentarse, no sin cierto
beneplácito, a lo decidido; y se retiraron satisfechas. Syrius
hizo lo propio, regresando a casa.

Para iniciar a Lucio en el tema de la


pluriculturalidad, Syrius lo llevó a ver, en sucesión, el
templo de Venus y el de Isis cercano al anfiteatro. Para
llegar de uno al otro tuvieron que recorrer buena parte de la
ciudad. El templo de Venus aún mostraba los daños
causados por el último gran terremoto, pero dominaba el
área sacra, rodeada por un muro reticulado; sus elegantes
seis columnas frontales se apoyaban sobre un podio de toba
circundado por un pórtico adornado por bellos mármoles
121
Los exilados y otros relatos

multicolores. Syrius explicó a su discípulo que debía


sentirse honrado de su nombre, ya que aquel templo
homenajeaba a la protectora del general Lucius Cornelius
Sulla, elegido dos veces Cónsul y una vez dictador. Luego
visitaron el templo de Isis, que había sido completamente
restaurado tras el sismo, y Syrius le explicó que ese detalle
destacaba claramente la proximidad que sentían los
pompeyanos con Alejandría y Egipto, puesto que
priorizaron esa restauración a la del templo de la diosa
protectora de su ciudad; aunque –agregó- quizá ello se
debiera también al hecho de que sus dimensiones eran
mucho más pequeñas que las de otros templos de Pompeya.
Y para mostrar a su discípulo que también las obras
realizadas en temprana edad tenían reconocimiento público,
leyó la inscripción que decía: “Numerio Popidio Celsino,
hijo de Numerio, después de que el templo de Isis fue
derribado por el terremoto, reconstruyó el templo con su
propio dinero. Los decuriones, como retribución a su
generosidad, lo aceptaron como a uno de los suyos, sin tener
que pagar nada, aunque sólo contase con seis años de edad”.
Y acto seguido le mostró las diferencias arquitecturales
entre la gracilidad aérea del templo que antes habían visto,
y la compacta construcción del de Isis; en éste la nave
principal tenía como anexo una cisterna destinada a guardar
el agua, traída del Nilo y destinada a los rituales de
purificación. Syrius reflexionó con su alumno acerca de
cómo el conocimiento e interpenetración de las culturas
enriquecía a los humanos al permitirles tener una visión más
amplia del mundo y de las distintas formas de vivir.

122
Sírio Lopes Velasco

Poco después su señor le comunicó que daría otro banquete.


Los invitados eran los mismos del anterior, con la
excepción de uno. Los menús y el vino fueron tan buenos y
variados, y llegó la hora de la intervención de Syrius.
Empezó recordando que Séneca había querido establecer
una distinción entre los actos catalogados como beneficios
y aquellos causados por deberes, y que esa distinción era
criticable; mas –prosiguió- lo que lo ocuparía ahora sería la
propia cuestión del “deber”, del que Séneca había dicho en
la obra consagrada a los Beneficios, que el verbo “deber”
sólo tiene lugar entre dos, y se preguntaba cómo podría
reducirse a uno solo, que, al mismo tiempo que se obliga,
se libera. Syrius dijo que aunque esa observación no
resultaba clara, sería aprovechada por él para deducir las
tres normas fundamentales que deberían orientar cualquier
conducta; para ello –aclaró- hay que recordar que los
estoicos habían considerado entre los razonamientos a
aquellos, que llamaron “causales”, que se establecen con la
ayuda del conectivo “porque”, que no es retenido en la
Lógica aristotélica, porque no es un conectivo veritativo;
así, si parece lógico decir “Aquiles es firme en el combate
porque Aquiles es valiente”, no lo es afirmar “Séneca es
filósofo porque Séneca es calvo”, porque si en ambos casos
las dos afirmaciones son verdaderas, en el primero resulta
verdad el todo, mientras que ello no sucede en el segundo,
porque no hay relación de causa a efecto entre el hecho de
ser calvo y el hecho de ser filósofo, al punto de que hay
muchos filósofos que no son calvos. Pero –siguió diciendo
— lo que quiero sostener es que se puede fundamentar con
razones un deber con la ayuda de ese operador “porque”, y
123
Los exilados y otros relatos

afirmo que sólo de esa manera la obligación en cuestión no


es arbitraria y puede ser discutida, y eventualmente,
derogada en una discusión de enunciados. Afirmo –
prosiguió – que las obligaciones éticas tienen la forma de
Casi Razonamientos Causales en los que una auto
obligación que comienza con “debo hacer tal cosa”, es
seguida por el conectivo “porque”, y luego por un
enunciado, que, como todos, puede ser discutido y asumido
como verdadero o falso; si es asumido como verdadero,
entonces la obligación está justificada y legitimada; y si se
revela falso, entonces también cae la supuesta obligación.
Para dar un ejemplo, vean -dijo- la expresión “Debo hacer
beneficios a los amigos porque los beneficios hacen más
felices a los amigos y yo quiero hacer más felices a los
amigos”; si se concluye que es verdad que los beneficios
hacen más felices a los amigos y que yo realmente quiero
su felicidad, entonces queda legitimada la obligación de
hacer beneficios a los amigos. Ahora vean este otro caso:
“Debo traicionar a mi patria porque la traición a mi Patria
la hace más feliz”, en el que es manifiestamente falso que
la traición haga más feliz a la Patria, con lo que queda
negada la supuesta obligación de traicionar a la Patria. Para
terminar – acotó Syrius – considero que en el fondo de la
propia pregunta “¿qué debo hacer?” están embutidas tres
normas fundamentales de conducta que son las siguientes:
debo luchar para garantizar mi libertad individual de
decisión, debo ejercer esa libertad en la búsqueda de
consensos con los otros, y debo velar por la salud de la
naturaleza humana y no humana; la primera deriva del
hecho de que preguntarse “¿qué debo hacer?” presupone
124
Sírio Lopes Velasco

que podría hacer más de una cosa, lo que a su vez significa


tener libertad de decisión, sin la que la propia pregunta
carecería de sentido; la segunda deriva del hecho de que
cuando lanzo la pregunta “¿qué debo hacer?”, aunque esté
solo en mi lecho preguntándome por cómo debo actuar en
una dada circunstancia, la lanzo a cualquier ser humano
capaz de entenderla, y considero sus opiniones, aún cuando
estoy solo, sopesando qué opinarían mi mejor enemigo, o
mi mujer, o mi peor enemigo sobre lo que debería yo hacer
en ese trance; y esa apertura a la opinión de otros significa
mi apertura a establecer en consenso con ellos mi línea de
conducta, lo que vale recíprocamente para cada uno en
relación a los demás; y, por último, como la salud mental y
física de cada persona y la salud del medio donde vive, libre
de pestilencias, por ejemplo, son condiciones para que
pueda hacerse con lucidez la pregunta “¿qué debo hacer?”,
resulta que la realización adecuada de la misma exige que
me desvele por mantener mi salud, la de los otros y la del
medio donde vivo. Syrius concluyó así su exposición y de
inmediato tres de los invitados dieron sus opiniones,
diciendo que si no habían entendido detalladamente el
procedimiento de la deducción, el contenido de las tres
normas fundamentales les parecía muy justo y provechoso,
para el individuo, la comunidad y la Naturaleza en general.
Otro preguntó cómo rebatir a alguien que, odiando a
Séneca, dijera “Debo matar a los calvos porque los calvos
son peligrosos para la ciudad” ; a lo que Syrius respondió
que precisamente en ese caso el enunciado “los calvos son
peligrosos para la ciudad” era totalmente discutible y casi
seguramente falso, pues no se veía cómo alguien podría
125
Los exilados y otros relatos

aportar pruebas de que todos los calvos revistiesen esa


peligrosidad; y así se revelaba como falsa obligación la que
estipulaba “debo matar a los calvos”. Ahora el que había
hecho la pregunta manifestó su acuerdo, y tanto el dueño de
casa como los invitados se extendieron largamente sobre la
reflexión y la propuesta de Syrius; y aunque a veces el vino
trababa la lengua y la razón, se fueron con la convicción de
que habían encontrado un método para someter a revisión
cualquier obligación que se les presentase, tanto viniendo
de sí mismo, como de los otros.

Por esos días Syrius decidió presenciar el


espectáculo que se brindaba en el Anfiteatro y que varias
inscripciones promocionaban en distintos puntos de la
ciudad. A medida que se dirigía hacia allí más de un grupo
se despidió de la taberna donde bebía en abundancia, para
dirigirse al espectáculo. Cuando llegó las grandes arcadas
estaban casi tapadas por la gente que se aglomeraba en la
entrada. Entró y buscó un lugar no muy distante de la arena.
Mientras el espectáculo no empezó se ocupó mirando a su
alrededor y hacia arriba, y se sorprendió como ya lo había
hecho antes, con la cantidad de mujeres que colmaban los
anillos superiores, que era el lugar que les estaba reservado
y el único que podían ocupar en el anfiteatro. Después
comenzó el desfile de animales exóticos, para despertar el
entusiasmo del público. Luego vinieron los combates de
gladiadores sin disputa hasta la muerte. Se hacía difícil
distinguir en la arena a tantos luchadores que se enfrentaban
entre sí, pero Syrius trató de identificar por su casco y físico
a un tracio que había sido muy elogiado por Livio; al fin
126
Sírio Lopes Velasco

logró ubicarlo y vio cómo vencía. Más tarde se anunciaron


dos luchas entre gladiadores y bestias. El primero logró dar
cuenta sin grandes riesgos del toro que se le oponía. Pero el
mirmillón que se oponía a un joven león fue seriamente
herido, y tuvo que ser amparado y retirado por otros
gladiadores que acudieron prestamente en su ayuda. Por fin
llegó el plato fuerte del combate a muerte entre dos parejas
de gladiadores. En la primera el vencido tuvo su vida
perdonada por los clamores del público, que fueron
atendidos por quien presidía el espectáculo. Pero en la
segunda pareja el derrotado tuvo su muerte decretada y en
la arena exhaló su último suspiro, mientras el vencedor era
aclamado por la multitud. Syrius se preguntó hasta qué
punto el hombre necesitaba ver sangre y muerte para sentir
placer, y hasta cuándo la filosofía no podría con aquel
impulso que venía de la noche de los tiempos. Se retiró
entre el gentío que comentaba las incidencias de los
combates. Y pensativo fue a refugiarse en los brazos de
Yosefa, a quien atrajo a su lecho no bien llegó a la casa.

Otro día Syrius volvía de las tareas encomendadas


por su señor cuando decidió pasar por el lupanar oficial a
ver a su compatriota que ejercía allí su triste profesión.
Aquel edificio había sido construido especialmente para su
función, y en un ambiente de poca luminosidad albergaba
pequeños cubículos en los que cada prostituta,
invariablemente esclava griega o procedente de Asia,
recibía a sus clientes bajo frescos que representaban
diversas formas de practicar el acto sexual. Mientras
esperaba que su compatriota terminara de atender a un
127
Los exilados y otros relatos

cliente, Syrius se preguntó si los frecuentadores miraban


aquellas escenas para pedir lo que les apetecía en el día. Al
fin la mujer apareció en el pequeño vestíbulo, y como la
encargada sabía que siempre Syrius pagaba lo debido
aunque nunca practicaba allí el sexo, dejó salir a Lila hasta
la vereda, desde que no se apartase mucho de la puerta. La
muchacha, tan joven como Yosefa, tenía los ojos cansados,
pero se alegró de la posibilidad de volver a rememorar con
Syrius a su soleada Lyndos. Una vez más repasaron viejos
y agradables recuerdos de la infancia y de la adolescencia;
nunca dejaban de mencionar la diferencia de color que
había entre la bahía de su ciudad natal con la de Pompeya;
y se deleitaban evocando los acantilados y las casitas
blancas que haciéndoles frente dormían las largas siestas
veraniegas, y la empinada subida que desde ella había que
emprender para llegar a los principales templos. Cuando la
encargada señaló a Lila que era hora de terminar la charla,
Syrius le puso en la mano la moneda que equivalía a una o
dos copas de vino, que era el precio que se pagaba por el
servicio de aquellas infelices. Syrius se fue pensando si no
sería una clara falta de coraje y determinación de su parte la
ausencia de un plan para rescatar a Lila de aquella amarga
vida.

Para cambiar de ánimo salió caminando a


extramuros con Yosefa por la Puerta de Nocera; buscaron
un lugar confortable bajo los árboles y allí hicieron el amor
y saborearon lo que habían llevado para esa escapada.
Volvió a comentarle el caso de Lidia y Yosefa le sugirió
que la única salida que veía para la situación era que Syrius
128
Sírio Lopes Velasco

comprase a su compatriota para manumitirla después. Él


dijo que no sabía si tenía dinero como para eso, pero que lo
charlarían ulteriormente.

Al otro día llevó a Lucio al Odeón. Allí le recordó a


su discípulo que Sulla también había mandado edificar
aquel lugar, en cuya entrada se leía: “Cayo Quincio Valgo
y Marco Porcio hijo de Marco, duoviros, por decreto de los
decuriones adjudicaron y atestiguaron la construcción del
teatro cubierto”

Su palco y su semicírculo de asientos eran mucho


más reducidos que los del teatro mayor, pero por eso mismo
permitían una mayor proximidad con los actores. En
aquella ocasión se representaba la pieza “Las nubes”, de
Aristófanes, y aunque el argumento era simple, Syrius se lo
explicaba en voz baja a su alumno; en resumen –le dijo-
Aristófanes acusaba a Sócrates de defender la idea de que
eran las nubes y el viento los responsables por la lluvia, y
no los dioses, como creían sus conciudadanos atenienses;
también –agregó- se presentaba en la pieza a Sócrates como
a alguien que manejando el lenguaje como un brujo,
engañaba a las personas. Y tras el final jocoso, mientras se
retiraban, Syrius explicó a Lucio que en verdad todo aquello
había terminado de forma trágica, pues tiempo después de
las críticas de Aristófanes, Sócrates había sido condenado a
muerte exactamente por opiniones que aquella comedia le
adjudicaba y que lo hicieron reo de las acusaciones de
ateísmo, de corromper a la juventud con sus enseñanzas, y
de introducir nuevos dioses en la ciudad. Lucio preguntó

129
Los exilados y otros relatos

quién tenía razón en la explicación de los fenómenos


naturales, si el Sócrates de Aristófanes, o las creencias de
los atenienses, que eran muy parecidas a las de los
pompeyanos. Syrius respondió que sólo la edad y el estudio
le permitiría hacerse una opinión seria sobre aquella
importante pregunta.

En esos días fue al puerto, enviado en misión por


Livio. Allí presenció un remate de esclavos. Subidos a ua
pequeña tarima estaban hombres y mujeres de diversas
edades y procedencias, y varios niños de ambos sexos.
Syrius vio cómo les abrían la boca a la fuerza y les palpaban
los cuerpos, como se hace con los caballos. Algunos
compradores no desperdiciaban la oportunidad para
manosear a sus anchas a los más jóvenes, tanto varones
como hembras. Y la subasta avanzó en medio a chanzas y
risas de quienes compraban, y pasando a través del espeso
silencio de quienes eran comprados. Syrius decidió que
aquello era tema para su próxima intervención en la
conversatio.

Livio organizó otro banquete, y en ese caso varió la


mitad de los invitados y se les agregó uno más. Las cosas
sucedieron con el orden y la abundancia acostumbrados, y
llegó la vez de Syrius. Empezó recordando a los presentes
que Aristóteles había definido al esclavo como una
herramienta animada, y también había sostenido la tesis de
que por naturaleza hay hombres nacidos para ser esclavos,
y otros para ser señores. No obstante –agregó- es bueno
destacar que Séneca en su obra “De los Beneficios” dice:

130
Sírio Lopes Velasco

“Yerra muy mucho el que juzga que la esclavitud afecta al


hombre integralmente. La parte mejor de él está exenta; los
cuerpos están sujetos al mando y al palo de sus señores,
pero el alma es dueña de sí misma, la cual hasta tal punto
queda libre y suelta que ni aún la cárcel del cuerpo que la
encierra puede detenerla para que deje de usar de su brío y
remueva proyectos grandiosos y se abalance al infinito en
compañía de los seres celestiales”. Y Séneca agregó –siguió
diciendo Syrius- “Todos tenemos unos mismos principios y
un origen mismo. Ninguno es más noble que otro, sino
aquel que tiene un carácter más recto y más apto para las
artes buenas”. En ese punto uno de los invitados
interrumpió al expositor y dijo que aquella idea de la
supuesta igualdad de los hombres no sólo era ridícula, sino
también peligrosa para el orden, pues todos los presentes
debían tener fresca en la memoria los grandes males que
significó para Roma la revuelta de aquel desagradecido
Espartaco. Dos de los otros oyentes se pronunciaron
enfáticamente a favor de la objeción. Syrius prefirió no
abordar el tema de frente y dijo que sin duda Séneca, como
lo manifestó en esa misma obra, tuvo muy en cuenta que,
de manera muy distinta al esclavo por naturaleza al que se
había referido a Aristóteles, había que considerar a los que
son reducidos a la esclavitud a consecuencia de la guerra o
de eventos políticos, como le había sucedido al mismísimo
Platón; y de ahí que su mirada estaba muy enfocada en el
hecho de que cualquiera, incluso los que estamos
compartiendo este banquete, podamos, la fortuna no lo
quiera, ser reducidos a la esclavitud mañana o después –
concluyó Syrius-. Los ánimos de los invitados se
131
Los exilados y otros relatos

recompusieron, tratando de superar los vahos del alcohol, y


aquel que había objetado se avino a decir que teniendo en
cuenta esa eventualidad, convenía destacar el carácter
humano del esclavo; los que lo habían apoyado otra vez
compartieron su posición. Y entonces Syrius, a manera de
moraleja y recomendación, recordó que en el mismo texto
antes referido, Séneca defendió la idea de que se tratara a
los esclavos con humanidad, e incluso que se intimase con
ellos, como si de amigos se tratase, pues esa generosidad no
menoscababa en lo más mínimo en el noble su nobleza, sino
que, al contrario, la realzaba. Livio aprovechó la ocasión
para decir que cada uno debería repensar muy seriamente si
no estaba siendo demasiado cruel con sus esclavos; y la
fiesta terminó con cada invitado rumiando en público sus
bondades respectivas para con su servidumbre. Cuando los
invitados se fueron Syrius consideró oportuno recordarle a
Livio la promesa de la manumisión de Yosefa, y ahora le
agregó explícitamente que con ella pensaba casarse. El
dueño de casa se enjuagó pacientemente la cara con agua
fresca y le dijo que muy pronto cumpliría su promesa, y que
desde ya le deseaba mucha suerte a Syrius, por tener que
lidiar día a día en su futuro matrimonio, con una ex esclava.

En ese tiempo y como Syrius conocía a quien dirigía


a la servidumbre de una muy significativa casa que quedaba
en extramuros, y sabiendo que los señores se habían
ausentado para una visita a Roma, llevó hasta allí a Lucio
para que contemplase los bellos y a veces enigmáticos
frescos que la decoraban. Salieron por la Puerta de
Herculano y poco después llegaron a la casa. Les abrió un
132
Sírio Lopes Velasco

esclavo que fue a llamar a su jefe. Éste no demoró en


apersonarse y haciendo grandes reverencias a Lucio, lo
invitó a pasar junto a su maestro y a recorrer todas las
dependencias de la casa. En las diversas habitaciones y
especialmente en el triclinium, iluminado por un gran
ventanal que daba a la logia y al jardín, impresionaban las
grandes figuras destacadas siempre sobre fondo de rojo
pompeyano, que hacían un claro contraste con el piso
embaldosado en blanco y negro; en una galería de imágenes
que cubría todas las paredes se describía la iniciación de una
mujer al culto de Dionisio; entre las imágenes más
intrigantes se veía en una a una joven dándole el seno a una
cabra al son de la lira de un sileno, y en otra a un viejo sileno
que ofrece una bebida a un pequeño sátiro, mientras otro
más joven le alcanza una máscara teatral. Lucio quiso saber
el significado de aquellas escenas y su maestro le respondió
que ni siquiera la Filosofía tenía todas las respuestas, por lo
que, como él, lo único que podía hacer eran conjeturas; y
agregó que por su parte consideraba que allí había un
mensaje de que si el vino trae la alegría al cuerpo, lo que
alegra al alma es el conocimiento y también el arte,
representado por la máscara teatral, y capaz de humanizar a
un medio humano como lo es un sátiro.

Con la llegada del calor más fuerte del año Livio


cumplió su promesa, y al tiempo que manumitió a Yosefa
le permitió que viajase junto a Syrius en la importante
misión de negocios de aceite que lo llevaría pronto hasta la
Bética. Pero antes le encargó al preceptor la última

133
Los exilados y otros relatos

conversatio antes del viaje. Y le sugirió que eligiera un tema


tan polémico como el anterior.

Cuando llegó el día Syrius eligió la alternativa entre


el politeísmo y el monoteísmo. Empezó diciendo que
griegos y romanos compartían una larga herencia de
politeísmo, y que hacían bien en honrar a sus muchos
dioses; pero que esa multitud por veces confundía al
creyente, al tiempo en que lo obligaba a ceremonias sin
número. Entonces recordó que Aristóteles había sostenido
la idea de que el Primer Motor, que anima al movimiento
del Mundo, es único. Y siguió diciendo que en su Carta XLI
a Lucilio, Séneca dice, usando la palabra ‘Dios’ en singular:
“Dios está cerca de ti, contigo está; está dentro de ti”, y a
ese Dios hace el guardián y el juez de nuestras conductas.
Pero –agregó Syrius- al final de esa corta Carta, lo que
queda claro es que lo que distingue al hombre es la Razón,
por lo que se puede suponer que aquel Dios invocado por
Séneca es, de hecho, la razón con la cual debemos evaluar
y juzgar lúcidamente nuestro accionar. Y Séneca agrega –
acotó Syrius- que si esa es la naturaleza del hombre su
misión es vivir según su naturaleza, o sea según su razón.
Llegado a ese punto el expositor recordó que ya en los
orígenes de la escuela estoica se defendía la idea de que el
Mundo está gobernado por una Razón única; la novedad –
señaló Syrius- es que ahora Séneca la pone dentro de cada
hombre. Y terminó pidiendo a los presentes que
reflexionasen si no había una solución intermediaria entre
la posición politeísta y la que hace de la razón interior al
hombre el Dios que debe ser seguido; y ante el silencio
134
Sírio Lopes Velasco

curioso de los oyentes agregó: “me refiero al monoteísmo


de los judíos y de esa nueva rama del judaísmo que son los
cristianos; porque si reducen todos los dioses a uno, lo
mantienen como entidad externa al mundo y a cada hombre
del cual sería el creador; o sea, que no lo asimilan a la razón
interior a cada uno”. Para deleite de Livio los invitados se
enfrascaron en una animada discusión, en la que la única
unanimidad era el repudio al cristianismo, considerado tan
pervertidor del orden como lo fue Espartaco. Y así la velada
se extendió hasta muy entrada la noche.

Usando parte de los ahorros que guardaba para hacer


frente a la vida de casado, Syrius compró a su coterránea
Lila por ochocientos sestercios, y le pidió a Livio para
albergarla en su casa los pocos días que lo separaban de su
partida hacia Bética, pues la hasta entonces prostituta quería
recomenzar su vida como mujer liberta en Hispania,
representando allí a Livio, si éste lo desease. Livio accedió
y la huésped fue alojada junto con Yosefa, para que fueran
preparando el inminente viaje.

Un barco cuyo dueño y tripulación eran béticos,


estaba cargando las mercancías que llevaría hasta Hispania,
junto a Syrius y sus acompañantes. La mañana se anunciaba
sombría y con una extraña nube coronando el Vesubio.
Hacia la hora séptima quedó claro que aquella no era una
nube como las otras, sino que era de humo y ahora tenía la
forma de un pino de copa redonda. Se oyeron algunos
ruidos que provenían de debajo de la tierra. Mucha gente
empezó a orar a grandes voces en su casa, en las calles y

135
Los exilados y otros relatos

ante los templos, pidiendo por la ayuda de los dioses e


implorando su misericordia en caso de que se hubiesen
sentido ofendidos por algún acto de los pompeyanos; la
casa de Livio no fue la excepción, aunque éste le dijo a
Syrius que ocurriese lo que ocurriese él y su mujer
permanecerían en su residencia para salvaguardar los
bienes de la familia. No obstante le dio dinero para que
Syrius negociase con el capitán del barco el transporte de
Lucio y de la servidumbre de aquella cada hasta Miseno, al
otro lado de la bahía. Así Syrius, Lucio, Yosefa y Lila, se
despidieron de Livio y Flavia, y acompañados de los
criados de la casa se dirigieron a pasos largos hasta el
puerto. En el camino vieron a nutridos grupos de gente que
huían de la ciudad. Cuando subieron al barco, el capitán,
que ya los aguardaba ansioso pues la operación de carga ya
estaba concluida, decidió levar anclas sin perder ni un
momento más. A medida que el barco se alejaba de la orilla
la tarde se iba volviendo noche. Y cuando ya estaban del
lado opuesto de la bahía vieron con espanto una enorme
explosión que desgarró la cima de la montaña y lanzó
piedras, cenizas y llamas a distancias inimaginables; a tal
punto que algunas cenizas incandescentes vinieron a caer
no lejos de la nave. Y de inmediato vieron como una
especie de ola marrón se deslizaba montaña abajo, rumbo a
Pompeya y Herculano. Lucio y las mujeres que
acompañaban a Syrius no contuvieron sus gritos de horror,
mientras que los hombres hacían repetidos gestos
devocionales; todos oraban en voz alta y sin coordinación.
Syrius le pidió al capitán que volviesen para ayudar a las
muchas personas que estarían necesitando socorro,
136
Sírio Lopes Velasco

empezando por Livio y su mujer; pero el marino le


respondió secamente que no sólo no haría aquello, sino que
no desembarcaría al hijo y a los criados de Livio en Miseno,
porque temía que allí le impidiesen continuar viaje para
poner la nave bajo órdenes pompeyanas, y él –concluyó- le
debía cuentas sólo a su patrón que estaba en Hispania,
donde lo esperaba con el barco y la carga intactos. Y así,
hundiéndose en la falsa noche creada por el Vesubio, la
costa de Pompeya y Herculano se fue perdiendo de vista.

137
Los exilados y otros relatos

CAPRI INESPERADO

La familia Semino llegó a Capri para terminar sus


breves vacaciones en Italia. Después retornaría a Roma para
tomar el vuelo que la conduciría de vuelta hacia América
del Sur. El barco que abordaron en Sorrento terminó de
recorrer el litoral de aquella isla que de perfil parecía un
oscuro transatlántico. Una pequeña lancha lo guió por el
lado de babor hasta el puerto de Marina Grande. Las casas
visibles a ese nivel no tenían nada de especial, y en un
rincón se destacaba el modesto Hotel Maresca. El barco
atracó sin dificultad y los pasajeros comenzaron a bajar
rápidamente. Los Semino fueron de los últimos que
abandonaron la nave, pues se entretuvieron saboreando los
detalles del paisaje cercano. En el muelle recontaron su
modesto equipaje y siguieron al grueso de los pasajeros. Al
frente iba Baruj y su mujer, Eugenia, y los seguían sus hijos
veinteañeros, Carolina y Roberto. Una parte de la fila de los
recién llegados se dirigió hacia la agencia marítima, y hacia
allí fueron también los Semino. Aunque aquel barco barato
hacía la travesía de poco más de media hora entre Capri y
Sorrento dos veces por día, valía la pena comprar con
anticipación los pasajes para evitar sorpresas. Los Semino
compraron los suyos para de allí a cinco días. Después se
orientaron por otra fila que se veía a poco más de una
cuadra, a la salida de la explanada del puerto. El teleférico
demoró pocos minutos en llegar y se llevó en sus vagones
articulados a un par de docenas de viajeros. Los Semino se
apretujaron en uno de los vagones para no tener que esperar
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Sírio Lopes Velasco

el próximo viaje. A medida que subían el puerto se hacía


más visible en su conjunto, y más allá cintilaba el mar, azul
hacia Isquia, y verde en las proximidades de las paredes
rocosas de Capri. En pocos minutos el teleférico se detuvo
y sus pasajeros se expandieron por una gran explanada con
una baranda que daba hacia Marina Grande y todo el mar
circundante. Carolina y Roberto usaron sus celulares para
sacar abundantes fotos, empezando por las de sus padres al
pie de la Torre del Reloj. Después se hicieron algunas
selfies y pidieron a un turista que hablaba español, que los
tomara a los cuatro juntos. Baruj convocó a una reunión
familiar para orientarse por el mapa que los conduciría hasta
el hotel que habían reservado. Sin mucha dificultad
identificaron la calle que subía hasta el Palacio de Tiberio.
En su inicio abundaban los comercios de suvenires y bares-
restaurantes, que ocupaban incluso toda la galería
subterránea que, bajo la saliente de uno de los cerros de la
isla, escondía aquella calle por unos cien metros. Cada
Semino arrastraba su valija por la pequeña calle, mirando a
uno y otro lado. Los transeúntes vestían una muy variada
vestimenta veraniega, y en cada uno se adivinaba un turista.
Muchas veces el arte de la adivinación no era necesaria,
pues la gran filmadora o cámara lo delataba. Todos
caminaban, y muy de vez en cuando se apartaban hacia los
bordes de la callecita para ceder el paso a una especie de
camioncitos en miniatura que transportaban personas y
equipajes. Tenían una pequeña cabina sin techo con asiento
para tres personas y una carrocería abierta de menos de dos
metros de largo y poco más de uno de ancho. Sus ruedas
eran del tamaño de las de una moto pequeña. En una de las
139
Los exilados y otros relatos

curvas los recién llegados vieron una mini excavadora que


realizaba trabajos de reparación a la entrada de una
mansión. Era evidente que en aquella parte de la isla no
circulaban sino esos vehículos miniaturizados, y no estaban
permitidas ni siquiera las motos; las bicicletas, a, su vez,
aunque lo estuviesen -y los Semino se enteraron después
que tampoco eran allí las bienvenidas-, no eran nada
prácticas a la hora de enfrentar aquellas empinadas subidas
en medio de muchos transeúntes. Pero a medida que subían
disminuía el número de éstos y aparecieron las mansiones
con grandes patios delanteros donde se alternaban las flores
multicolores y algunas vides y frutales. A veces esos patios
tenían la dimensión de una pequeña granja, y la mansión se
veía a lo lejos, casi siempre con todas sus puertas y ventanas
cerradas. Al pie de muchas parras, limoneros y ciruelos de
aquellos patios se veía un amontonado de frutos que sólo
los pájaros y algún otro animalito saborearían. Los Semino
lamentaron aquél desperdicio, máxime con el hambre que
en aquellas primeras horas de la tarde los asaltaba, y por ser
conocedores de lo caro que costaban las frutas en Roma.
Como el sol castigaba fuerte, una vez reposaron a la sombra
de la densa vegetación que amparaba el gran portón de
hierro que cerraba la entrada de uno de aquellos palacetes.
En un momento de la interminable subida se vieron al pie
de una gran casa roja que ocupaba toda la esquina. Luego
de sacarse algunas fotos contra aquella casona, Carolina
descubrió en una de sus paredes una placa que recordaba
que allí había vivido Gorki y que allí había recibido la visita
de Lenin años antes de la Revolución de 1917. Esa era la
señal para que doblaran a la derecha por vía Matermania,
140
Sírio Lopes Velasco

que allí iniciaba su recorrido. La calle se ensanchó un poco,


pero no mucho. Poco después bordearon un muro que sólo
era interrumpido por una inexpresiva puerta sin vidrios y
totalmente cerrada. A su lado una placa anunciaba que allí
Margueritte Yourcenar había escrito una de sus obras más
famosas. Pasaron por una iglesia, algo retirada y en posición
más alta que la calle. Estaba completamente desierta en
aquel horario. Enjugándose el sudor hicieron otra parada
ante el portón que conducía al templo. Intercambiaron
conjeturas sobre si allí no vendrían a casarse algunas parejas
atraídas por la fama romántica de la isla. No mucho más
lejos vieron un edificio de dos pisos y del mismo color rojo
de la casa de Gorki. Al aproximarse descubrieron con alivio
que se trataba de su hotel, el Belsito. Una pequeña escalera
los llevó desde la vereda a la recepción, donde se respiraba
el aire fresco de la sombra. El encargado confirmó sus
reservas y les indicó su número de habitación, en el primer
piso. Se quedó con los pasaportes, les dio una llave de
aspecto antiguo y no se molestó en ofrecerse para cargar las
valijas de las mujeres. Los Semino abrieron la puerta y se
sorprendieron con una habitación amplia, característica de
los viejos hoteles. La comprobación estaba en la carencia
de aire acondicionado y de pequeño refrigerador. Pero una
baranda abierta hacia Marina Piccola y uno de los altos
cerros de Capri compensaba aquellas deficiencias. La cama
de matrimonio estaba ladeada por sendas camas de una
plaza, y dos mesas de luz se interponían entre unas y otras.
Un armario y una mesa con cuatro sillas completaban el
mobiliario del dormitorio. Eugenia revisó el baño, atenta
siempre a la higiene, y volvió satisfecha de lo que vio. Allí
141
Los exilados y otros relatos

había una bañera, una buena ducha, un wáter y un lavabo


decentes, e incluso un secador de pelo. Baruj se tiró en la
cama sin desvestirse ni correr la colcha. Eugenia empezó a
deshacer y ordenar el equipaje en el armario, y los jóvenes
se recostaron en la baranda, apreciando el lento desfile de
los yates que surcaban la pequeña bahía situada al cabo de
una pendiente de más de una centena de metros más abajo
que el hotel. Baruj preguntó qué deseaban comer y hacer
aquella primera tarde. Para su satisfacción y la de los
escasos recursos familiares oyó que su mujer y dos hijos
preferían merendar los sándwiches que les habían sobrado,
para luego cenar algo más consistente. Eugenia agregó que
quería ducharse de inmediato, y los dos hijos, ya tirados
cada uno en la cama que había elegido, propusieron que se
hiciera ya aquella tarde la visita a la cueva de Matermania,
aprovechando que no distaba mucho del hotel. Baruj asintió
y su mujer gritó desde abajo de la ducha que también
concordaba. Cuando Eugenia vistió un cómodo vestido
floreado los cuatro llevaron las sillas hasta el balcón y se
sentaron a comer sus bocadillos, bebiendo el refresco que
llevaban en los vasos del hotel. Cada uno llamó la atención
de los demás acerca de algún aspecto de la vasta vista que
se ofrecía a sus ojos. El lejano cerro poco poblado, los
muchos árboles que ocultaban las casas que se interponían
antes del mar, y la tranquilidad de éste, verde al principio y
azul después. Su serena inmovilidad sólo era turbada por
algunos barquitos que dejaban su lenta huella. Pasaron por
el wáter y dejaron la llave en la recepción. A la salida del
hotel siguieron el cartelito que les indicaba la dirección de
la cueva. Pronto llegaron al fin de las casas y el caminito
142
Sírio Lopes Velasco

siguió serpenteando entre altos árboles que le daban una


agradable sombra. Aquí y allí algunas flores salvajes
brotaban en tierras de nadie, y Baruj arrancó algunas de
ellas para adorno del cabello de su mujer. Roberto llamó
otra vez la atención hacia la inesperada flora lujuriante del
lugar y, sus estudios en Comercio Exterior le hicieron notar
que ningún otro hotel se veía en aquella calma zona.
Carolina observó que no se veía ningún trazo de la época
romana; no en vano iniciaba la Maestría en Historia.
Eugenia, docente universitaria de lingüística, les corrigió a
uno y otra algún detalle de sus expresiones. Como habían
vivido en un país que usaba una lengua distinta a la materna,
los jóvenes a veces cometían algún desliz cuando se servían
de esta última, y también los orientaba sobre los posibles
vocablos equivalentes en italiano. Baruj, filósofo digno de
ese nombre, oía en silencio y aspiraba la frescura del lugar.
Dejaron a un lado y a una centena de metros de distancia el
Arco Natural, y siguieron una nueva indicación de la cueva.
Bajaron una escalerita más estrecha aún que el caminito que
hasta allí los había llevado. La escalera mudó de dirección
un par de veces, y de repente desembocó en una explanada
cubierta por árboles. Allí a la derecha estaba la cueva.
Eugenia extrajo de su bolso la guía turística y leyó que en
aquel lugar el emperador Tiberio practicaba ritos religiosos
y orgías con jóvenes de ambos sexos, en su mayoría
esclavos. Siguió leyendo los detalles, y su voz retumbaba
en el interior de la cavidad de una docena de metros de
profundidad que ya recorrían los dos jóvenes. Roberto se
subió a una especie de segundo piso de un metro de altura
que había en los últimos metros de la cueva y desde allí sacó
143
Los exilados y otros relatos

varias fotos del lugar y de los suyos. Carolina lo siguió y


lo imitó, filmando también algo del lugar. Hizo notar que
infelizmente, además de aquel desnivel de dos alturas, no
quedaba ningún rasgo concreto del uso que la cueva había
tenido en tiempos imperiales. Roberto buscó en algunas
grietas visibles si no habría algo escondido que de repente
se ofreciera a su vista, quizá por un pequeño derrumbe o
sismo, para consagrar a su hermana con un descubrimiento
histórico en aquel icónico lugar. Pero lo único que encontró
fue una aplastada caja vacía de cigarrillos y una maltrecha
lata no menos vacía de refresco, que algún turista
inescrupuloso había dejado en una de aquellas estrechas
rendijas. A la entrada de la cueva un recipiente para basura
estaba casi virgen. Recorrieron por segunda vez toda la
extensión semicircular del lugar, y decidieron seguir
bajando por la escalera. No mucho después el camino
volvió a ser horizontal y estrechamente cercado por una
vegetación de un metro de altura. Llegaron al borde del
precipicio, que el camino bordeaba con seguridad, dejando
un espacio de varios metros antes del abismo. En la cima de
una pequeña isla que un estrecho brazo de mar separaba de
la mayor, brilló una gran casa roja rodeada de pocos
árboles. Era un gran barco anclado sobre un gris farallón
rocoso; su proa bajaba en escalera y en ángulo de cuarenta
y cinco grados hacia el suelo, y en su costado aparecían
varias ventanas chicas. Eugenia leyó en la guía que la había
mandado construir a fines de los años 1930 el poeta Curzio
Malaparte, quien se había peleado con el arquitecto
responsable de la obra. Baruj razonó que para llamarse
malaparte no había elegido un mal lugar para establecer su
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Sírio Lopes Velasco

residencia. Los suyos festejaron su ocurrencia y Carolina


acotó que si había un Bonaparte era lógico que existiera su
contrario. Los jóvenes fotografiaron y filmaron y los cuatro
siguieron el único camino disponible, siempre avanzando.
Cuando ya estaban algo cansados una gran explanada se
abrió ante ellos. Frente a ella se erigía un edificio de tres
pisos, casi tan rojo como la casa que habían visto antes.
Estaban en Punta Tragara y aquel edificio, lo atestiguaba
una placa, había sido construido nada menos que por Le
Corbusier, y durante la Segunda Guerra Mundial hospedó
al Alto Comando Norteamericano; allí habían estado
Eisenhower y Churchill. En los años setenta se transformó
en un caro hotel. Desde la terraza pública que daba acceso
al edificio se divisaban nítidamente los tres Faraglioni,
aunque el primero se confundía con el segundo. A esa hora
el mar fulguraba blanquecino con la luz que recibía en un
ángulo cada vez menor. Los cuatro Semino se sentaron en
uno de los bancos disponibles, para disfrutar la vista y
descansar las piernas. Allí habían reaparecido los turistas.
Y su número fue aumentando a medida que la callecita que
seguía al hotel se fue cercando de casas y se aproximaba al
aglomerado donde operaba la terminal del teleférico. La
noche se fue instalando de a poco, y ahora ya conocedores
de la distancia que siempre en subida los separaba del hotel,
los Semino decidieron cenar en el camino de vuelta.
Eugenia miró con atención varios de los menús que se
exponían ante las mesas externas de los restaurantes que
bordeaban aquel lugar estratégico. Baruj dijo que recordaba
un par de restaurantes fuera del bullicio, cuando ya se
empinaba la ruta hacia el Belsito; y sugirió que optaran por
145
Los exilados y otros relatos

uno de ellos, esperando encontrar allí precios más acordes


a sus posibilidades. Nadie se opuso a su sugerencia, y
reemprendieron la subida de horas antes. Cuando llegaron
a las casas a las que Baruj se había referido, comprobaron
que infelizmente los precios no distaban mucho de los antes
vistos. Resignados y cansados eligieron uno de los dos
locales. Los atendió un típico mozo hipócrita de los lugares
turísticos. Eligieron platos variados, de manera a
compartirlos entre los cuatro. Cuando le pidieron al mozo
platos suplementarios para hacer aquella división solidaria,
vieron como su sonrisa se opaca con la presunción de una
escasa propina por venir. Tras una demora más que
razonable llegó la comida. De inmediato quedó claro que su
cantidad era totalmente desproporcionada en relación a su
precio; máxime con el hambre que la larga caminata había
despertado en los cuatro. Pero la saborearon con el mejor
humor posible, brindando Eugenia con vino y marido e
hijos con refrescos y agua; al unísono festejaron la alegría
de estar juntos en tan deliciosa isla. Cuando llegó la hora de
pagar descubrieron que a los precios hasta entonces visibles
se agregaba una inesperada tasa que elevaba
considerablemente los valores calculados. Baruj dijo que la
ocasión valía la pena. Dejó una propina simbólica al mozo
y ya afuera del local comentó enojado que jamás volverían
a aquel antro de robo. Eugenia y sus hijos ponderaron que
en realidad lo que se cobraba allí no era la comida sino el
prestigio de Capri. Pero el filósofo permaneció inmutable
en su opinión. La distancia se hizo más larga que durante la
tarde, y la casa de Gorki ahora lucía sombría. Las camas del

146
Sírio Lopes Velasco

Belsito los recibieron sin que marido e hijos dignaran


bañarse.

— Me bañaré mañana antes del desayuno — dijo Baruj.

Y sus hijos lo acompañaron en la opción.

La triple promesa fue cumplida muy temprano en la


mañana. Eugenia los esperó en el primer piso, en la sala de
desayuno y comidas, que estaba desierta. Desayunaron
apreciando a través de un largo ventanal el mismo paisaje
que se les ofrecía desde el balcón de la habitación. Después
Eugenia llevó a los suyos hasta la gran terraza descubierta
que ocupaba la parte superior del hotel. Allí había muchas
mesas dotadas de sillas, y la brisa era fresca y transparente.
En su parte posterior se elevaba una loma plantada con
frutales, que sin duda cubrían parte de lo que se consumía
en el hotel. Abajo corría la vía Matermania, y a lo lejos los
ojos se perdían en el mar y el cielo, muy azules en aquel
horario. Los jóvenes hicieron fotos para la posteridad.
Después de mucho hablar sobre lo que habían visto trazaron
el plan de las visitas del día. Decidieron que le tocaba el
turno al Palacio de Tiberio, pues a la altura del hotel ya
tenían media subida hecha; bastaba volver a la casa de
Gorki y desde allí seguir subiendo. Así lo hicieron. En lo
que creyeron que sería el último comercio disponible
compraron lo necesario para hacerse unos bocadillos.
Siguieron y abajo y muy lejos cada vez se veía con mayor
amplitud el puerto de Marina Grande. Una vez salieron del
camino y tras cruzar unos arbustos se depararon con un
precipicio asustador que caía hacia el mar. Vieron que a la
147
Los exilados y otros relatos

misma altura en la que estaban, en otra saliente inaccesible


desde allí se veía un pequeño trecho de camino que
culminaba en un diminuto mirador. Reemprendieron la
subida y llegaron a su destino, la Villa Jovis. Para su
sorpresa, había que pagar una entrada. Lo hicieron con
gusto y comenzaron por admirar las ruinas abovedadas que
dejaban adivinar grandes cisternas de agua y las
habitaciones de la servidumbre esclava. Siguieron subiendo
y llegaron a la terraza superior, coronada sacrílegamente
por una blanca y pequeña iglesia cristiana. Una gran estatua
de la virgen le hacía compañía. En el costado sombreado de
la iglesia un largo banco adosado a la pared ofrecía sus
servicios. Los cuatro se sentaron y recorrieron de a poco los
casi trescientos sesenta grados de vistas que se ofrecían a la
contemplación. Eugenia leía lo que la guía relataba de aquel
Palacio. Cuando llegó a la parte en la que se describía cómo
el emperador mandaba despeñar desde una de sus cimas a
sus condenados, se levantaron como un resorte para
acercarse a la baja baranda metálica que contornaba la
terraza. La altura que los separaba del mar los sobrecogió,
y comprobaron que desde allí las víctimas no caían
directamente al agua, sino a unas rocas que la precedían. A
lo lejos se veía la amarronada mole del Vesubio, y más
abajo algunos destellos blancos de Nápoles. Mar adentro se
adivinaba la sombra de Isquia. Y mucho más cerca y antes
del Vesubio se divisaba la lengua costera que albergaba a
Sorrento. Los jóvenes filmaron y fueron filmados. Un
solitario turista muy pelirrojo y de bermudas les sacó fotos
a los cuatro reunidos. Después Baruj y Eugenia volvieron
al banco, mientras sus hijos investigaban partes más bajas
148
Sírio Lopes Velasco

del palacio en ruinas. Cuando al cabo de un buen rato


volvieron, la madre preparó los bocadillos. Un perro venido
no se sabía de donde se arrimó para buscar su parte. Y no
se defraudó en su expectativa, pues Eugenia lo sirvió con
algunas puntas de pan y de jamón. El animal se extendió
cuán largo era a sus pies, compartiendo con la familia aquel
refrigerio. Después volvieron a la baranda y absorbieron el
paisaje hasta que los ojos empezaron a dolerles. Carolina
sugirió que bajaran a ver las partes que ella ya había
descubierto con Roberto. Y así lo hicieron, recorriendo
todas las ruinas accesibles. Bastante después salieron de la
Villa y empezaron la bajada. Un poco abajo del borde del
camino Roberto cortó un par de racimos de una viña que
lucía salvaje. Los cuatro saborearon las frutas, que sabían
algo ácidas. Más abajo Eugenia sugirió que disfrutaran
tomando algo en un pequeño restaurant que no tenía una
linda vista al mar, pero sí ofrecía una abundante sombra en
su patio delantero cubierto por una enramada. Ella pidió el
típico limoncello de Capri y marido e hijos sendos
granizados de limón; el limón es una de las frutas más
sabrosas de la isla. Tomaron las bebidas muy lentamente,
intercambiando impresiones y planes de paseo. Volvieron
al hotel para dormir la siesta. Después bajaron hacia el
corazón del poblado, imaginando recorrer los jardines de
Augusto, y, desde las proximidades del hotel Quisisana, el
favorito de Krupp, bajar por la estrecha vía serpenteante que
él había hecho construir cuando ya expiraba el siglo XIX y
llevaba su nombre, hasta el puerto de Marina Piccola, donde
podrían bañarse en una pequeña playa. Los jardines
resultaron un sueño de flores y plantas lustrosas. Y ofrecían
149
Los exilados y otros relatos

una vista deslumbrante al mar. Pero cuando llegaron al


arranque de la vía que buscaban, un portón de hierro de
unos dos metros de altura les cerró el camino. Sin
comprender le preguntaron qué sucedía a un hombre que en
las inmediaciones recogía las hojas secas y alguno que otro
papel suelto. Les dijo que la vía estaba provisoriamente
cerrada a causa de un derrumbe en un trecho de la altísima
pared de roca que la delimitaba por un lado; y que había
personal revisando toda la pared, para eventualmente
autorizar después su reapertura. El hombre se alejó y los
Semino se miraron, solitarios ante aquel portón cerrado.
Baruj dijo que nada cambiaría sus planes y que lo saltarían.
Ayudó a su hija a encaramarse y a transponer el obstáculo.
Eugenia y Roberto lo cruzaron con fuerzas propias. Baruj
los siguió. Doblaron rápidamente la primera curva,
temerosos de que algún funcionario, gritándoles desde el
portón, los pudiera obligar a retroceder. La vía empezó a
serpentear y pronto se sintieron aislados del mundo. Más
allá del muro de un metro de altura se ofrecía el espectáculo
del mar surcado por pocos barquitos. Al otro lado la pared
rocosa subía verticalmente, cubierta por una malla metálica
destinada a contener derrumbes. En un tramo vieron que la
malla estaba rota, y el murito rajado; pero no había señales
de las rocas que quizá habían caído al abismo. Cuando ya
se aproximaban de Marina Piccola Roberto dijo que iría a
investigar una cueva que se veía un poco arriba de la vía, y
que lo esperaran a la entrada de la playa. Padres e hija
siguieron la bajada y cuando el camino se ensanchó y se
hizo horizontal otro portón metálico les cerró el paso. Unos
cien metros más allá de él se observaban las primeras
150
Sírio Lopes Velasco

construcciones, pero todo el entorno estaba desierto.


Saltaron el portón y al aproximarse a las casas vieron que
allí había una playa privada, precedida por una pequeña
plazoleta donde había una parada de ómnibus. Bordearon
aquella construcción y siguiendo su camino llegaron a una
apertura hacia el mar que ninguna barrera cerraba; más
adelante y en posición más elevada se veía un bar-
restaurante. Decidieron esperar a la vera del camino a
Roberto, y para tanto se acomodaron en unas piedras
redondeadas que servían de asiento. El aguardado se hizo
esperar por un buen rato, y al fin se apareció llevando en
manos una caja de madera. Sus padres y hermana lo miraron
intrigados. Venía con la cara roja y los ojos en ascuas. Y
soltó:

— No me van a creer.

Los atrajo fuera del camino y de miradas indiscretas


y en voz baja musitó:

— Abrí como pude un listón de esta caja, que debe pesar


unos diez kilos, y vi que aquí adentro hay diez lingotes que
por su color deben ser de oro.

Sus familiares lo miraron incrédulos y él agregó:

— Y tienen grabados el águila y la cruz gamada nazi.

Baruj preguntó dónde había encontrado aquello. Y


él respondió que en la gruta que había visitado. Y sin
detenerse precisó los hechos.

151
Los exilados y otros relatos

Entré a la gruta, que no es muy profunda, aunque lo


es algo más que la de Matermania, y tiene dos recovecos
internos bastante estrechos. Al entrar a uno de ellos observé
que una parte de la pared se había derrumbado y que se veía
la entrada de un recoveco menor donde había una fila de
estas cajas. Agarré la primera que estaba a mano y la abrí.

Y diciendo eso volvió a sacar el listón que antes


había despegado y ante los ojos desorbitados de sus
familiares fue sacando uno a uno diez lingotes de un
amarillo opaco, que depositó sobre la hierba.
Instintivamente los cuatro se miraron y miraron alrededor,
comprobando que nadie los veía. Eugenia y Carolina
opinaron que había que devolver aquello en el restaurante
próximo, pidiendo que avisaran de inmediato a la Policía.
Pero Baruj ponderó, en primer lugar, que no se sabía si los
italianos por ellos avisados devolverían aquellos lingotes a
la Policía, y, en segundo lugar, que si efectivamente lo
hacían, sus nombres saldrían a relucir y se aguarían sus
vacaciones con interrogatorios, explicaciones y entrevistas
con las autoridades y la prensa. Roberto destacó que diez
lingotes de oro no le vendrían nada mal a las pobres arcas
familiares. Carolina ahora dudó y dijo que quizá podrían
mantener consigo la caja mientras se bañaban, y, si aparecía
alguien reclamándola, la devolverían y aquella historia se
acabaría allí. Eugenia volvió a objetar, pero Baruj propuso
que se votara y sólo la madre votó en solitario por la
inmediata devolución al restaurante cercano. Así,
escondieron la caja tras uno de los árboles cercanos,
tapándola como pudieron con las ramas y hojas que
152
Sírio Lopes Velasco

encontraron en las proximidades, y se dirigieron a la entrada


de la pequeña zona pública de playa. Pasaron ante el
restaurante y doblaron suavemente a la izquierda. Vieron
que un pequeño semicírculo de guijarros delimitaba la tierra
con el mar. Se sacaron los zapatos y se instalaron a la
sombra de una roca, a pocos metros del agua. Miraron a su
alrededor, para conocer el lugar y ver si alguien los miraba
de forma especial por el asunto de la caja. Nadie les dirigía
la mirada. Unas pocas personas se amontonaban en el
semicírculo de guijarros, y otras pocas retozaban en el agua.
Baruj se quedó cuidando los bienes de la familia y Eugenia
y sus hijos se dirigieron al agua. Baruj vio que lo hacían
como quemándose a cada paso, pero Eugenia, riendo,
volteó la cabeza para decirle que aquellas piedritas
pinchaban mucho, y había que usar allí algún calzado.
Entonces él calzó sus zapatos y le alcanzó a su mujer los de
ella y los de sus hijos. Y volvió a sentarse en la sombra. Vio
como los tres entraron poco a poco al agua, y después cómo
nadaban usando el exiguo espacio disponible entre rocas,
antes de que más allá de éstas se abriera el mar donde
navegaban los barcos. Carolina fue la primera en salir, y
relevó a Baruj en su tarea de guardián. Entonces él disfrutó
del baño y salió antes de que lo hicieran sus hijos. Cuando
éstos salieron, Eugenia se secó y empezó a desembalar los
bocadillos preparados en el hotel. Comieron sin prisa,
saboreando el paraje. La playa privada aledaña, que llevaba
el nombre de “María”, tenía al borde del agua algunas
sombrillas y asientos, a los que se llegaba dejando a un lado
el bar-restaurante exclusivo. La tarde ya estaba bastante
avanzada cuando los Semino decidieron que era hora de
153
Los exilados y otros relatos

volver. Eugenia deseó en voz alta que la caja no estuviera


más donde la habían dejado. Pero allí estaba. La
envolvieron con una toalla y Roberto la cargó bajo el brazo,
disimulando su peso. Se instalaron en la parada de ómnibus
y a los pocos minutos apareció un colectivo pequeño y
estrecho, con capacidad para una docena de personas. Junto
a ellos sólo subió una pareja de aspecto nórdico. El ómnibus
fue describiendo curvas, llegó a una zona ocupada por casas
nada espectaculares, y el mar se hizo visible del lado de
Marina Grande; tras una larga subida el chofer anunció el
fin de la línea. La pareja que pareció nórdica bajó primero
y se alejó a paso rápido. Sólo al bajar los Semino se dieron
cuenta de que estaban muy cerca de la Torre del Reloj. Así,
tomaron por tercera vez el camino ascendente hacia el
Belsito, que ahora conocían de sobra. Durante todo el
trayecto se turnaron para volver la vista atrás, para ver si
alguien los seguía. Pero cada vez la respuesta fue negativa.
Ya en el hotel se bañaron de a uno. Primero lo hicieron las
mujeres, mientras Baruj y su hijo extendían sobre la cama
grande los lingotes para observarlos mejor. Cuando los
cuatro estuvieron reunidos; el matrimonio se instaló en la
cama matrimonial, ladeando de un lado y otro los lingotes
ordenados en hilera vertical; cada hijo se sentó en su
respectiva cama. Baruj preguntó de dónde podía venir
aquella caja y las muchas otras que había visto Roberto, y
cuánto podía valer aquello. Carolina recordó que al fin de
la Segunda Guerra Mundial mucho fue el oro nazi que se
dispersó en varios lugares, seguramente con la intención de
que sirviera a organizaciones y gente vinculada al Tercer
Reich después de la derrota; y agregó que le parecía lógico
154
Sírio Lopes Velasco

que Capri, que había estado bajo el dominio de Mussolini,


hubiera sido elegida para guardar una parcela de aquel oro.
Respiró y complementó su parecer diciendo que le parecía
emblemático que aquel botín estuviera escondido en una
gruta cercana a la vía Krupp, porque, no casualmente, esa
familia alemana de industriales había armado a sucesivos
gobiernos germanos a lo largo de un siglo. Roberto
consultó el celular y dijo que el oro estaba evaluado más o
menos en torno a los 1.500 dólares la onza. Eugenia quiso
saber cuántas onzas tenía un kilo, y su hijo consultó de
nuevo el celular para responder que unas 32. Baruj le pidió
que calculase cuánto valdrían aquellos lingotes que ellos
evaluaban en unos 10 kilos en total. Roberto hizo el cálculo
y dijo que valdrían algo menos de medio millón de dólares.
El silencio se hizo entre los cuatro. Eugenia ponderó que la
cifra era demasiado alta y que alguien podría andar atrás de
aquellos lingotes en aquel mismo momento, y que si llegara
hasta ellos no lo haría de buenas maneras. Al decir eso
agarró de las mano a su hija. Roberto propuso, al contrario,
volver, esta vez solo a la gruta, y traer otra de aquellas cajas.
Recibió instantáneamente una sonora negativa de los otros
tres Semino. Y los tres se pusieron el índice en los labios,
pidiéndose mucha discreción en el habla, pues alguien
podría oírlos desde el corredor o desde la habitación vecina.
Roberto acarició uno a uno los lingotes y dándolos vuelta
muy despacio constató que no tenían ninguna otra marca
particular, además de las que ya habían observado.
Carolina dijo que jamás podrían embarcar con aquellos
lingotes en el vuelo de vuelta. Baruj propuso que pensaran
con calma lo que harían, y que mientras tanto bajaran a
155
Los exilados y otros relatos

cenar al más cercano de los restaurantes, descartando el que


los había robado. Roberto devolvió los lingotes a su lugar,
y antes mismo de vestirse por completo, los cuatro
recorrieron el espacio a su disposición palmo a palmo,
buscando dónde esconder la caja. Eugenia descubrió que el
box de paredes de azulejo que albergaba la vieja bañera,
tenía una tapa en uno de sus costados, y que la misma se
abría y cerraba sin dificultad. Baruj la abrió y los cuatro,
agachándose hasta el piso, vieron que allí había una oscura
cavidad donde la caja cabría cómodamente. Roberto la
introdujo hasta un punto en el que la caja ya no era visible
para quien se limitase a abrir aquella tapa. Satisfechos, los
cuatro se acicalaron y bajaron hasta la recepción para dejar
la llave. El empleado los atendió con la misma expresión
distraída de siempre. Al fin y al cabo los Semino eran cuatro
más de los muchísimos huéspedes anónimos que año tras
año recibía aquel hotel. Ya con la noche bien instalada
bajaron respirando a plenos pulmones el aire que se hacía
fresco a aquellas horas. Baruj advirtió a los suyos que jamás
hablaran del oro en algún lugar donde hubiera otras
personas. Pasaron por el restaurante del robo y siguieron
hasta el siguiente. Entraron y antes de hacer su pedido se
informaron con el mozo sobre el valor de la tasa incidente
sobre los precios, y sobre la cantidad ofrecida en cada plato.
Cuando el mozo se retiró con el pedido, Roberto dijo
sonriente en voz baja que para una familia que tenía en su
poder medio millón de dólares, aquellos precios eran una
ganga. Eugenia lo hizo callar de inmediato con un decidido
gesto de las manos. Baruj propuso que planearan lo que
harían en el tiempo de estadía que les restaba aún en la isla,
156
Sírio Lopes Velasco

y que mientras tanto cada uno pensara con calma y para sí


“en lo otro”. Carolina ponderó que no podrían irse de allí
sin visitar la Gruta Azul. Su madre la apoyó sin reservas.
Roberto y su padre asintieron. Convinieron que aquel sería
el paseo del día siguiente. De regreso a su habitación,
Roberto comprobó que la caja y su contenido permanecían
intactos en su escondite. Esa noche el matrimonio tuvo gran
dificultad para conciliar el sueño, y finalmente tomaron
media pastilla para dormir. Sus hijos roncaban dulcemente.
A la mañana siguiente, tras el desayuno, bajaron hacia el
corazón poblado de la isla. Mientras lo hacían Baruj
preguntó qué habría en aquel otro gran cerro que delimitaba
la isla por el otro lado. Eugenia consultó la guía y dijo que
aquello era Anacapri, donde vivía la gente que trabajaba en
las actividades vinculadas al turismo en la isla y en algunas
pocas más, y donde no había nada de interés para ver.
Bajaron por teleférico hasta el puerto de Marina Grande.
Allí había atracado uno de los barcos que hacía la travesía
a Sorrento, y otro mayor que sin duda iría hasta Nápoles. Se
informaron en la agencia y supieron que desde uno de los
muelles cercanos salían botes a motor para hacer la visita a
la Gruta Azul, y que allí mismo se vendían los billetes. Los
compraron y en el muelle indicado se los mostraron a un
hombre que estaba de pie al lado de un gran bote donde ya
se acomodaban otras cuatro personas. El hombre recogió
satisfecho los pasajes y los invitó a embarcar. De inmediato
ocupó él mismo su lugar y prendió el motor. El bote
comenzó a bordear la isla, y aquí y allí se hicieron visibles
más de una gruta, coronadas por algún gran hotel o
mansión. El mar estaba muy calmo y el bote avanzaba
157
Los exilados y otros relatos

roncando fuerte y sin balancearse. Bordeó una punta rocosa


y siguió su camino en una porción de mar que antes no era
visible. Los menores de los Semino filmaban y
fotografiaban a diestra y siniestra. De pronto vieron ante
una gruta cercana un amontonado de pequeños botes a
remo. El timonel acercó su bote a ellos y sólo entonces
informó que para ingresar a la gruta había que pasarse a uno
de aquellos botecitos y para eso había que pagar otro boleto.
Baruj casi se rió en sus barbas, pero se contuvo a tiempo,
mientras sacaba del sobrecito de nylon que por dentro de la
camisa colgaba de su cuello, el dinero necesario para hacer
frente a aquel inesperado gasto. Los cuatro pasaron a uno
de los botecitos a remo y fueron alertados de que a la
entrada y a la salida de la gruta debían bajar la cabeza, pues
la marea estaba alta. El hombre que conducía el bote hizo
lo que pedía y se vieron dentro de la gruta. Al principio no
entendieron su nombre, pues todo era oscuridad. Pero al
cabo de un minuto, cuando sus pupilas se habituaron, vieron
cómo el agua iluminada por la luz que entraba a la cueva,
adquiría una tonalidad de un celeste azulado. De un lado y
otro del bote muchas medusas de pequeño tamaño nadaban
a poca profundidad, despreocupadamente. Dentro de la
gruta había varios botes, y sus remadores empezaron a
cantar desencontradamente algunos aires que
supuestamente debían agradar a los turistas. Sólo se oían
sus voces, pero no los botes de las que provenían. El bote
de los Semino dio unas cuatro vueltas dentro de la gruta,
que no era muy profunda y que en uno de sus lados
mostraba una pequeña plataforma rocosa que no estaba
cubierta por el agua. Después el botero avisó que saldrían y
158
Sírio Lopes Velasco

que no se olvidaran de agacharse. Dio el ejemplo. Al salir


los Semino se ofuscaron con la potencia del sol y el botero
dijo que si el paseo les había gustado podrían contribuir con
algún dinerito más, que muy bien le vendría a su familia.
Pero ya miraba a los próximos pasajeros que aguardaban en
otro de los botes grandes allí anclados. Baruj hizo como que
no entendió lo que había dicho el hombre y ayudó a su
mujer e hija a treparse al bote mayor en el que habían
venido. Regresaron a Marina Grande felices de haber
conocido la mítica gruta, aunque los cuatro opinaron que el
precio cobrado era excesivo en relación al espectáculo. Por
sugerencia de Eugenia, decidieron completar el día
almorzando los bocadillos preparados en el hotel, en el
mirador de la mansión de Alex Munthe. Discutieron si
harían el trayecto a pie o se informarían sobre algún
ómnibus que pudiera acercarlos a la Villa San Michele.
Baruj, Eugenia y Carolina optaron por la segunda opción.
Cuando cerca de la Torre del Reloj abordaron el pequeño
ómnibus cubierto por un techo de lona, Baruj pidió que el
chofer les indicara la parada adecuada; y le pareció que un
hombre se fijaba en su familia con especial atención.
Primero pensó que podría estar fijándose en sus bellas
mujer e hija, pero pronto apartó aquella hipótesis pues el
hombre también los miraba a él y a Roberto. El hombre
estaba vestido algo más abrigado que los turistas comunes,
aunque el sombrero de paño blanco que cubría su cabeza
era similar a muchos otros que se veían en la isla. Baruj hizo
como que no lo veía y mirando el paisaje en redondo
examinó al hombre al pasar. Llevaba gafas que le daban el
aire de un intelectual y sus manos blancas y delicadas eran
159
Los exilados y otros relatos

un claro indicio de que no ejercía ningún trabajo manual.


Cuando el chofer dio partida al motor, el hombre subió al
microómnibus y se instaló un par de asientos más adelante
que los ocupados por los Semino. Baruj pegó su boca al
oído de su esposa y le dijo en un susurro que prestase
atención a aquel hombre. El ómnibus recorrió calles
ladeadas por casas inexpresivas, y más de una vez tuvo que
maniobrar dificultosamente en una u otra curva para dar
paso a otro vehículo que venía en sentido contrario. Al fin
el chofer avisó a los Semino que habían llegado a su
destino. Bajaron y Baruj tomó a su hijo por el brazo, y
mientras apretaba el paso delante de las mujeres que los
seguían rezagadas, le dijo que observara discretamente si
alguien los seguía. Roberto sacó un par de fotos y se giró
como para sacar otras del camino que acababan de recorrer.
Entonces alcanzó a su padre y le dijo que un hombre los
seguía a la distancia. Baruj le preguntó cómo estaba vestido
y su hijo le describió al pasajero del ómnibus. El filósofo
dijo a su hijo que empezaba a ocurrir lo que él temía desde
que se quedaron con la caja, pero ordenó a su hijo que no se
volteara otra vez. A los pocos metros llegaron a la amplia
terraza externa de la mansión de Munthe. La casona estaba
cerrada para visitas. Ocuparon uno de los bancos que se
abrían sobre Marina Grande, y vieron allá abajo que en una
cancha de fútbol cercana al mar, un conjunto de figuritas se
agitaba en uno y otro sentido. Eugenia sacó los bocadillos
y los disfrutaron parsimoniosamente, bebiendo tanto un
refresco como la hermosura del lugar. Baruj miró de reojo
por encima del hombro de su mujer y no vio más al hombre
del ómnibus. Una pareja de muchachas vestidas con poca
160
Sírio Lopes Velasco

ropa ocupó el banco vecino al de los Semino. Bebían agua


en abundancia mientras cambiaban impresiones en un
estridente inglés norteamericano. Eugenia miró la guía y
dijo que desde allí podrían bajar hasta los Baños de Tiberio.
Su marido preguntó cómo podrían hacerlo y ella indicó una
gran escalera que en algún momento debería dejar a su
derecha la cancha de fútbol que veían desde allí. Y los
Semino se pusieron en marcha. La escalera comenzaba un
poco abajo de la mansión de Munthe, a la vera de la
carretera que allí pasaba contorneando el cerro. Empezaron
a bajar y fueron descubriendo al andar el recorrido en
amplio caracol que parecía que nunca terminaba. La cancha
de fútbol aumentaba en tamaño y ahora la vestimenta de los
jugadores era claramente visible. Más o menos a la mitad
del recorrido Baruj propuso un alto para descansar.
Entonces se volteó hacia lo que había sido su punto de
partida y vio a dos hombres que se inclinaban sobre el
parapeto. Tuvo la casi certeza de que uno de ellos era el
hombre del ómnibus. Así se lo hizo saber a su mujer e hijos
y reiteró que de allí en adelante deberían hablar del oro sólo
cuando estuvieran absolutamente solos, y nunca en el hotel.
Eugenia preguntó nerviosa si lo mejor no era devolver la
caja donde Roberto la había encontrado, y si no deberían
salir cuanto antes de la isla. Baruj la tranquilizó diciendo
que no sabía si el hombre del ómnibus sabía algo del oro, y
si era él uno de los que estaba en aquel momento mirando
desde el parapeto. Roberto propuso que, por las dudas,
pagasen anticipadamente toda su estadía contratada en el
hotel, por si debían abandonar la isla antes de lo previsto.
Carolina quiso saber qué harían en el caso de que pudieran
161
Los exilados y otros relatos

salir de Capri con los lingotes. Sus padres aprobaron la idea


de Roberto y Baruj ponderó, respondiendo a Carolina, que
lo único que se le había ocurrido hasta aquel momento era
la posibilidad de vender los lingotes en Nápoles, y tomar en
Roma el avión de vuelta con los billetes obtenidos en esa
venta escondidos en sus ropas. Eugenia y Carolina
preguntaron al unísono a quién podrían venderle el oro en
Nápoles. Roberto recordó que la mafia napolitana, la
Camorra, era famosa, y que no debería ser difícil encontrar
lugares que comprasen oro en Nápoles, fuera el mismo legal
o ilegal. Baruj consideró que la idea no era mala, pero para
ponerla en práctica primero deberían llegar en seguridad a
Nápoles. Los cuatro acordaron que mientras terminaban de
bajar la escalera cada uno pensase lo que cabría hacer. Al
fin llegaron a un tramo cubierto por los árboles. Baruj miró
hacia arriba y no vio más a los hombres en el parapeto.
Pocos metros más adelante terminó la escalera y se abrió
una estrecha calle. Los Semino buscaron algún indicio de la
cercanía del mar pero no atinaban a ver ninguno. La calle
estaba ladeada por altas cercas de alambrado y comenzaron
a aparecer modestas casas rodeadas de huertas y frutales.
La calle se bifurcó y la familia eligió el corredor que podría
llevarlos hacia los Baños de Tiberio. Pero a una centena de
metros descubrió que aquel camino se interrumpía en el
portón cerrado de una propiedad privada. Giraron en
redondo y en la bifurcación tomaron el otro camino
disponible. Al seguir sus vueltas se dieron cuenta de que su
dirección se alejaba del mar. La tarde ya estaba muy
avanzada cuando al fin salieron a una calle un poco más
ancha. Para su sorpresa en ese momento pasaba un
162
Sírio Lopes Velasco

microómnibus, que se detuvo a una señal de Baruj.


Subieron, cansados, y vieron cómo el vehículo empezaba a
trepar la cuesta.

— No será hoy que conoceremos los Baños de Tiberio –


lanzó Carolina.

Sus familiares rieron de su ocurrencia. El puerto


quedó otra vez abajo y algo distante. Finalmente el ómnibus
se detuvo en la terminal que ya conocían, cercana a la Torre
del Reloj. Cuando se aproximaron al corazón de la
plazoleta siempre colmada de turistas, Roberto descubrió en
sendos caballetes dos afiches que rimaban con su viejo
hobby: la navegación en globos aerostáticos. Los anuncios
informaban de un festival de balonismo que comenzaría al
día siguiente en Anacapri. A falta de una mejor propuesta,
Roberto no tuvo dificultad de convencer a los suyos de que
aquel debía ser su paseo al día siguiente. Por lo pronto
compraron en una papelería papel de regalo y cuerda, y
buscaron y encontraron un snack bar donde la comida
rápida tuviera precios razonables. Al terminar la frugal cena
los cuatro trataron de detectar alguna mirada indiscreta en
la vereda. Pero en voz baja se comunicaron unos a otros que
nada habían visto de alarmante. No obstante, cuando
llegaron muy cansados al hotel, Roberto creyó ver que en la
esquina que bajaba desde muy cerca del hotel hacia el mar,
un hombre trataba de camuflarse en la sombra. Y así lo hizo
saber a los suyos, después de llamarlos hacia adentro del
baño de la habitación, y de abrir muy fuerte y
simultáneamente los grifos del lavabo, de la bañera y de la

163
Los exilados y otros relatos

ducha. Dicho eso, en el acto se agachó y verificó que la caja


continuaba con su contenido en el escondite. Baruj propuso
siempre en voz muy baja acallada por el ruido del agua, que
al otro día y tras el desayuno, pagasen lo que debían al hotel,
sin pleitear el descuento del día que aún les quedaba
reservado, y que salieran con sus valijas y la nueva carga,
para tomarse el barco hacia Sorrento. Para ello ya tenían los
pasajes, y podrían pedir en la agencia el adelanto del viaje.
Roberto arguyó que no admitiría irse de la isla sin
contemplar los balones a los que tantas horas había
dedicado en estudios y vuelos. Eugenia dijo que en aquellos
momentos había cosas más importantes que los balones.
Carolina medió para decir que podrían llevar las valijas
para dejarlas en la agencia marítima, disfrutar del inicio del
festival de balones en Anacapri, y luego volver para tomar
el barco. Baruj consideró que la propuesta era convincente,
y Eugenia se quedó en minoría derrotada. Antes de dormir
padre e hijo envolvieron y amarraron la caja del oro con el
papel y la cuerda recién comprados. Y la pusieron debajo
de la cama del matrimonio. Después padre e hijo miraron
por el balcón y hacia la habitación vecina. Nada raro saltó
a la vista. Aliviados fueron a acostarse, mientras las mujeres
demoraban algo en hacerlo, entretenidas con sus cremas y
lociones nocturnas. Los cuatro descubrieron que a cada uno
le costaba mucho dormirse aquella noche. Primero Baruj
oyó el suave ronquido de su hija, y luego el más fuerte de
su hijo. Cuando creyó que su mujer también dormía, oyó
que en un susurro ésta le decía al oído:

— Tengo miedo.

164
Sírio Lopes Velasco

Baruj le dijo que la vida sin sal sería muy aburrida,


y la invitó a dormirse. Pero él también tenía miedo.

El sol los despertó cuando se colaba por su balcón.


Haciendo caso a una corazonada Baruj instruyó a los suyos
a que vistiesen y cargasen en sus cuerpos todo lo
indispensable, y dejasen en las valijas sólo lo secundario.
Eugenia quiso saber el por qué de aquella extraña idea, y su
marido aclaró que era una precaución por si tenían que
abandonar la isla sin las valijas. Las dos mujeres
obedecieron a regañadientes, dudando ante cada prenda si
estaban ante algo indispensable o descartable. Roberto se
plegó con facilidad al pedido de su padre. Desayunaron
rápidamente y Baruj pagó la cuenta del hotel sin aclararle
al encargado que ya saldrían con su equipaje. Lanzándose
al agua le propuso una buena paga extra sólo para él, a
manera de propina, si borraba sus datos del registro del
hotel; explicó que estaban allí sin conocimiento de sus jefes
en el trabajo y que no querían dejar ningún rastro que
pudiera marcar su pasaje por Capri. El hombre, cuando vio
los cuatro billetes de cincuenta Euros que Baruj blandía en
la mano, hizo como que se creía la historia y puso manos a
la obra. Con celeridad localizó en la computadora y en el
libro de registros los nombres de los Semino y con una
sonrisa dijo:

— Pronto. Nunca han estado aquí, y yo mismo he olvidado


sus nombres.

Baruj le agradeció, le dio el dinero y subió a la


habitación. Después Roberto bajó y trajo la noticia de que
165
Los exilados y otros relatos

en la recepción no había nadie. Bajaron en silencio con sus


bártulos, dejaron la llave sobre el mostrador, y salieron a la
calle. Pegados contra la pared, para ser invisibles desde los
balcones, ventanas y terraza del hotel, recorrieron las dos
primeras cuadras. Cuando el hotel no era ya más visible,
ocuparon el centro de la callecita para seguir bajando. Al
comprar los boletos para el teleférico Roberto descubrió
que el hombre del ómnibus los miraba; y que estaba
acompañado por otro. Así se lo hizo saber a su padre. Los
dos hombres tomaron un vagón diferente del teleférico al
que ocuparon los Semino. Abajo padre e hijo constataron
que aquellos sujetos los seguían a distancia hacia la agencia
marítima. Baruj habló con el encargado de la agencia más
alto que de costumbre, pidiendo cambiar sus pasajes para
aquella tarde y solicitando dejar sus valijas en el guarda
equipajes. El empleado confirmó que aún había plazas
disponibles para el barco de la tardecita, hizo el cambio de
billetes y les cobró y dio las fichas para que pudieran usar
dos compartimentos del guarda equipajes. Baruj condujo a
los suyos hasta aquel gran armario dividido en muchos
compartimentos y junto con Roberto acondicionaron sus
valijas. En las manos de los Semino sólo quedaron los
abrigos leves, un bolso con bocadillos y la caja envuelta con
papel de regalo. Al retirarse de la agencia Baruj vio de reojo
cómo los dos hombres que los seguían se acercaron a la
misma ventanilla donde acababan de ser atendidos y
dialogaban con el empleado. Y no los siguieron hasta el
teleférico. Cuando hacían allí la cola Roberto vio cómo los
hombres montaban guardia en las proximidades de la
agencia marítima. Comunicó ese hecho a los suyos, que se
166
Sírio Lopes Velasco

sumieron en calladas cavilaciones. Cuando se bajaron del


teleférico para dirigirse a la cercana terminal desde donde
salían los microómnibus hacia Anacapri, Carolina preguntó
a su hermano si sabría pilotar uno de los balones que allí se
exhibirían. Su hermano le dijo que no tenía ninguna duda a
ese respecto. Sus padres se miraron, adivinando la idea de
Carolina. Y los ojos de Roberto brillaron. El ómnibus hizo
su camino de curvas, bajadas y subidas, y entró a Anacapri.
Roberto preguntó al conductor dónde le convenía bajarse
para apreciar los balones. El chofer le dijo que le avisaría
en la parada más conveniente. Y cuando lo hizo los Semino
se bajaron, comprobando que nadie los seguía. A poco de
andar vieron una docena de balones multicolores que
despuntaban por sobre árboles y casas. Al llegar vieron que
ocupaban una explanada bastante amplia. Allí apenas se
balanceaban al sabor de una suave brisa que soplaba hacia
tierra firme. Pocos curiosos los apreciaban, pues el festival
sería inaugurado sólo al inicio de la tarde. Roberto los miró
detenidamente a la distancia uno a uno. Baruj consultó a su
familia para saber si todos estaban pensando lo mismo. Y la
respuesta unánime fue positiva. Roberto pidió que su
familia lo aguardase mientras él se acercaba a analizar los
balones en detalle. Los suyos lo vieron hacer y volver al
poco tiempo con una sonrisa en los labios. Hablando en voz
baja dijo:

— Hay por lo menos dos que son idénticos a algunos de los


que he pilotado, y creo que no tendremos dificultades para
llegar a Sorrento; elijo el verde y rojo.

167
Los exilados y otros relatos

Ahora la familia se acercó en grupo compacto al


balón elegido por Roberto, y sin vacilar montó en el
canasto. Roberto hizo lo propio y encendió la potente fuente
de aire caliente. Acto seguido desenganchó la cuerda del
ancla y el balón comenzó a elevarse suavemente. Un par de
curiosos se apresuró a sacar fotos del majestuoso balón, que
rápidamente tomaba altura. Los Semino no vieron que
nadie saliera corriendo y gritando ante el inesperado
despegue del balón. En cinco minutos la explanada se
perdió de vista y a sus pies se ofreció el luminoso estrecho
de Sorrento. Roberto manejaba con total calma y sus
familiares lo felicitaron por su destreza. A pesar del miedo
se esforzaron para disfrutar la belleza del paisaje. Roberto
aclaró que aterrizaría lo más cerca posible de la ciudad, pero
no tanto como para que su llegada pudiera causar alborozo.
La costa de tierra firme apareció a una cincuentena de
metros por debajo de sus pies. Roberto apuntó hacia las
casas de la población y pidió que le avisaran si veían algún
descampado. Fue Carolina la primera que advirtió uno, a
poca distancia de unas casas periféricas. Roberto dirigió
hacia allí el balón. Fue dosificando el aire caliente y
maniobrando con suavidad. El balón parecía que iba a
chocarse con los árboles que circundaban uno de los lados
del descampado, pero un súbito golpe de aire lo hizo
transponer la barrera. Y se posó suavemente en el terreno
baldío. Roberto saltó con la cuerda de amarre y la ató al
árbol más cercano. Nadie vino a su encuentro. Cuando
superaban la casa más cercana un vecino los inquirió con la
mirada. Roberto pidió que le explicara al dueño del terreno

168
Sírio Lopes Velasco

que poco después volvería a buscar el balón, para repartir


con él.

Y la familia se fue caminando hacia el caserío más


nutrido. Llegando a él preguntaron por la estación de tren.
Cuando allí llegaron descubrieron con alivio y alegría que
un convoy de la Transvesuviana pasaría en breves minutos.
Compraron los billetes y esperaron dentro de la estación,
para no mostrarse en los andenes. Cuando el tren llegó
embarcaron en la puerta del vagón más cercano y tomaron
asiento en un rincón. Italianos y turistas se mezclaban por
igual, y no vieron ninguna señal amenazante. Hablando lo
más bajo posible convinieron sus próximos pasos al llegar
a Nápoles. Pasaron ante Pompeya pero ni se entretuvieron
mirando para ver si algo podía verse de las ruinas que
habían visitado en los días anteriores. En Pozzano el mar
volvió a hacerse visible a corta distancia. Poco después
llegaron a la estación de Nápoles y buscaron en sus
cercanías un hotel barato. Preguntaron en dos si los
alojarían por una noche o dos sin documentos, pues
acababan de robarles los pasaportes. Se trataba de una
mentira, pues no querían dejar rastros de su paso por la
ciudad. Los pasaportes estaban bien al abrigo en el sobre
que Baruj tenía colgado al cuello y que sólo se sacaba para
bañarse. En ambos hoteles les dijeron que no, pero un
tercero los aceptó, a cambio de una tarifa un poco mayor
que la oficial y de que pagaran dos noches por adelantado.
Baruj así lo hizo prontamente. Luego de instalarse en la
habitación Carolina quedó a cargo de los pasaportes y de la
caja, de la que Baruj y Roberto habían extraído un lingote.
169
Los exilados y otros relatos

Eugenia salió a comprar algo para hacer bocadillos. Y los


dos hombres se dirigieron al centro viejo de la ciudad, no
distante de la estación, para buscar posibles compradores
para el oro. Se metieron en una calle donde estaba en pleno
funcionamiento un mercado callejero donde pululaba la
gente. Preguntaron a uno de los feriantes dónde podían
encontrar alguna casa o particular que comprase oro, y el
hombre les mostró un tipo de pelo ensortijado y barba a
medio hacer que miraba el ajetreo parado con las manos en
los bolsillos al lado de la puerta de uno de los viejos
edificios del lugar. El hombre los escrudiñó con mirada de
conocedor y como los vio con cara de inocentes turistas los
llevó hasta una pequeña joyería de las proximidades. Los
presentó al dueño que fumaba solitario atrás del mostrador
y se retiró. Baruj preguntó si allí se compraba oro y el
hombre respondió afirmativamente. Entonces Roberto
preguntó hasta cuánto dinero el hombre podía pagar por una
determinada cantidad de oro de primera calidad. Los ojos
del comerciante emitieron un destello y mientras miraba a
padre e hijo con un interés renovado dijo que podría
conseguir esa misma tarde hasta diez mil Euros, pero que
primero necesitaba ver la mercadería. El hombre nunca
imaginó que Baruj fuera a extraer desde dentro de su saco
un envoltorio y abriéndolo pusiera encima del mostrador un
reluciente lingote. El hombre dio un respingo y miró con
ojos desorbitados sucesivamente al lingote y a los dos
visitantes.

— Esto vale cuarenta y cinco mil Euros – dijo secamente


Baruj
170
Sírio Lopes Velasco

El comerciante acarició el lingote y lo volteó de uno y otro


lado para mirarlo detenidamente. Y dijo:

— Primero hay que saber si todo este lingote es de oro, y


cuál es su calidad.

Baruj le dijo que podría hacer allí mismo el test que


creyera conveniente, desde que no deteriorara el lingote.

El hombre se retiró y trajo una balanza, un balde con


agua y una palangana vacía. Pesó el lingote y luego lo
sumergió en el agua, recogiendo el sobrante en la
palangana. Luego pesó la palangana con el agua y emitió
un chasquido con la lengua.

— Sí –dijo- es del bueno.

Y agregó de inmediato

— Pero usted entenderá que, sin ninguna documentación,


este lingote no vale más que veinte mil Euros.

Padre e hijo se miraron y Roberto asintió.

— Muy bien -dijo Baruj- los aceptamos, pero hay otros


nueve como este.

El hombre carraspeó y dijo que ni soñando tendría


en las próximas horas la suma necesaria para comprar aquel
lingote, y mucho menos los diez juntos.

Baruj le preguntó si conocía a alguien que tuviera


aquella suma hasta el día siguiente.

171
Los exilados y otros relatos

El hombre dijo que sí, pero que deberían volver a la


mañana siguiente para tener una respuesta.
Roberto dijo que tendría que ser a primeras horas de
la mañana y el hombre concordó.
Entonces Baruj jugó su carta maestra diciendo:

— Y dígale a esa persona que si volvemos con seguridad a


nuestro país en tres días podemos decirle dónde puede
conseguir gratuitamente más lingotes como estos.

— ¿Gratuitamente? — preguntó el hombre, incrédulo.

— Exactamente – confirmó Roberto.

Dicho eso envolvieron nuevamente el lingote, Baruj


se lo guardó y salieron del comercio, para perderse
rápidamente entre el gentío, buscando el camino más corto
hacia el hotel. Al alejarse vieron de reojo cómo el
comerciante cerraba su establecimiento y salía caminando
de prisa en la dirección contraria.

Cuando los cuatro estuvieron en la habitación


mientras saboreaban los bocadillos preparados por Eugenia
y Carolina, pusieron muy excitados al tanto de las
novedades a las mujeres.

Eugenia dijo:

— Pueden matarnos a los cuatro y quedarse con el oro sin


pagar nada.

Baruj respondió:

172
Sírio Lopes Velasco

— Por eso se me ocurrió decirle que si nos dejaban volver


sanos y salvos a nuestro país allá le diríamos dónde podrían
encontrar más lingotes.

Carolina preguntó:

— ¿Y cómo van a contactarnos en nuestro país?

Roberto puso cara de entendido y respondió que esa


gente tenía contactos en todo el mundo.

— Además - agregó Baruj - pienso que podemos marcarles


un contacto en una capital cercana a la nuestra. Pero antes
ya habremos vuelto a nuestro país y no sabrán realmente
quiénes somos y dónde vivimos.

Carolina quiso saber el detalle de ese despiste, pero


él pidió confianza.
Roberto observó que los que los habían seguido en Capri sí
podrían saber sus nombres y país de origen si fueran al
Belsito.
Su padre le respondió que para eso había que jugarse
a que dieran con un empleado distinto al que habían visto a
su salida, que nada encontraría sobre ellos en los archivos
del hotel, y que, si les tocaba el mismo, esperaba que la
palabra dada a cambio de la propina funcionase. Porque –
agregó- él tampoco querrá meterse en ningún lío.
Entonces inquirió Eugenia:

— ¿Y qué pasa si mañana temprano les llevamos los diez


lingotes y además de no pagarnos nos matan?

173
Los exilados y otros relatos

Y agregó:

— ¿Y si el dinero es falso?

Baruj se pasó la mano por la barbilla y comunicó a


su familia cómo podrían proceder, aclarando que la
hipótesis planteada por Eugenia nunca podría ser
descartada; hizo el agregado de que dinero falso circulaba
en todo el mundo y que ellos lo gastarían poco a poco. Acto
seguido preguntó si estaban dispuestos a correr el riesgo, y
otra vez Eugenia quedó como voto minoritario vencido.

Esa noche una feroz tormenta azotó Nápoles. La luz


del hotel se cortó. El resplandor de los rayos y relámpagos
iluminaba las paredes de la habitación donde se habían
amontonado los cuatro en una cama de matrimonio y una
chica. En esos destellos era posible ver una y otra fila de
cucarachas que caminaban por las paredes sin prisa.
Carolina se apretó contra sus padres en la cama
matrimonial. Roberto ya dormía a pata suelta.
La mañana costó a llegar. Como aquel hotelucho no
tenía desayuno decidieron comer los restos de los
bocadillos de la noche anterior, acompañándose de lo que
había sobrado del litro de leche. Después salieron y
compraron cerca de la estación dos valijas, para disimular
en el lugar al que se dirigirían poco después.
Hecho eso pusieron rumbo a la joyería.
Baruj entró solo. El dueño lo esperaba con un hombre
de traje y sombrero que lucía una gruesa cadena de oro
cruzada sobre el abdomen. Baruj no pudo evitar el símil
con el Padrino. El hombre lo miró de arriba a abajo y dijo:
174
Sírio Lopes Velasco

— Así que usted y otro muchacho tienen diez lingotes de


oro.

— Efectivamente –dijo Baruj.

Y sin pausa agregó:

— ¿Trajo Usted los doscientos mil Euros para pagarlos?

El hombre dijo que dadas las circunstancias aquellos


lingotes no valían todo eso.
Baruj dijo que sabía perfectamente que aquel oro
valía más del doble, e hizo entonces un además de retirarse.
El hombre lo retuvo suavemente por el brazo y dijo:
— ¡Calma! estamos negociando.

Y de inmediato pidió para ver la mercancía.


Baruj le comunicó entonces cuál sería el procedimiento de
la compra y venta. Explicó que él tenía consigo dos lingotes
y que después que el joyero verificase en el acto su peso y
calidad, el dueño del dinero le abonaría cuarenta mil Euros.
Después de lo cual él saldría para entregarle el dinero a una
persona que lo esperaba y volvería con otros tres, para
repetir la operación hasta agotar los diez lingotes y sus
correspondientes doscientos mil Euros.
El hombre se sacó el sombrero, se pasó la mano por
el pelo y aceptó la oferta.
Baruj extrajo los dos lingotes y el joyero repitió la
operación del día anterior. Tras lo cual dijo al dueño del
dinero que todo estaba en orden.
El hombre hizo estallar los dedos de la mano
derecha y un hombre que se escondía tras la cortina que
175
Los exilados y otros relatos

daba acceso a la trastienda salió con dos fajos de billetes en


las manos.
Baruj contó sin prisa los cuarenta mil Euros, que
estaban separados en paquetes de diez mil, y pidió al joyero
una bolsa de papel o nylon para envolverlos.
Caminó rápidamente hasta una esquina cercana,
controlando que nadie lo siguiera. Le dio el dinero a
Carolina, quien le pasó los tres lingotes que traía; el padre
le recordó lo que debía hacer. Volvió a la joyería y ahora
salió de allí con sesenta mil Euros. Se los dio a Roberto y
recogió de él otros tres lingotes, repitiendo la orientación
antes dada a Carolina. Realizó otra transacción de sesenta
mil Euros y volvió a por su mujer. Le dio el dinero y un
gran beso; recogió de ella los últimos tres lingotes y
quedaron de encontrarse en breve.
Cuando Baruj concluyó la última transacción el
hombre quiso saber dónde y cuando le diría el lugar donde
podría encontrar otros lingotes como aquellos, sin tener que
pagar nada.
Baruj le dio el nombre y un lugar preciso en una capital
Sudamericana. Y marcó una fecha y una hora en los
próximos tres días.
El hombre pidió al joyero que anotase aquellos
datos. Y convencido de que su vendedor no era profesional,
le estrechó la mano y le auguró suerte. Pero concluyó
diciendo:
— Si el contacto falla lo buscaremos hasta el fin del mundo.

Y combinaron la contraseña del enlace.

176
Sírio Lopes Velasco

Baruj le dijo que no se preocupara, pues no habría


falla alguna. Y tomando coraje advirtió que el contacto
quedaría automáticamente suspendido si él descubriese que
alguien lo seguía. Dicho eso se escabulló lo más rápido que
pudo hasta una cercana avenida muy transitada y allí se
zambulló en el primer taxi que encontró. Se bajó en el
aeropuerto. Frente a los balcones de Alitalia encontró a los
suyos. Se cercioró de que cada uno había escondido bien su
parte de dinero entre sus ropas.
Carolina, habiendo llegado la primera y con los
cuatro pasaportes, había dejado muy avanzada la compra
de los billetes para el primer vuelo con destino a Roma.
Ahora los cuatro juntos se acercaron al mostrador para
finalizar la compra. La empleada los atendió con la cortesía
impersonal de esos casos y los encaminó hacia el checkin
de urgencia. Allí se presentaron y despacharon las dos
valijas casi vacías.
Pasaron el control de aduana.
Mientras esperaban en un bar cercano a la puerta de
embarque miraban hacia todos lados, pero no vieron a nadie
sospechoso.
Al fin llamaron a embarcar.
El vuelo fue corto y sin sobresaltos.
En Roma recogieron sus valijas y pasaron del área
nacional a la internacional.
Verificaron que sus reservas continuaban válidas y
que su vuelo saldría aquella noche.
Eugenia y María hicieron algunas compras en las
tiendas del aeropuerto, y las acomodaron en las valijas, para
que abultaran un poco. Luego los Semino fueron rotando
177
Los exilados y otros relatos

entre varios puntos de la terminal, para no llamar la atención


en ninguno. Cuando cayó la noche se presentaron
tempraneramente al checkin. Despacharon las valijas y
cruzaron los controles de aduana y de migración. En la
aduana sus cuerpos y la bolsa que antes había guardado
bocadillos, pasaron sin inconvenientes por los detectores.
En migración el policía miró distraídamente los pasaportes
de aquella típica familia de turistas y cuando encontró el
sello de entrada estampó en la misma hoja el de salida.
Buscaron su puerta de embarque y caminaron mucho para
encontrarla. Se impacientaron cuando llegó la hora marcada
y nadie se presentaba en el mostrador de la compañía para
llamar a embarcar. Allá a las cansadas dos mujeres y un
hombre se pusieron detrás del mostrador y el hombre usó el
micrófono local para llamar al embarque. A esa altura una
pequeña multitud ya se aglomeraba ante la puerta que daba
acceso al tubo. Los Semino ocuparon una posición
intermediaria en ese gentío. Dos pasaron de un lado y los
otros dos del otro lado de la fila. La respectiva funcionaria
chequeó los pasaportes y el pasaje, devolviendo a cada uno
parte de este último. La familia recorrió el tubo y ya dentro
del avión buscó sus asientos. Se sentaron juntos, respetando
sus reservas. Cuando terminó el embarque Carolina y
Roberto buscaron otros asientos de los pocos que habían
quedado libres, para poder estirarse mejor en el largo vuelo,
y dejarles esa oportunidad también a sus padres. Pocos
minutos después de la hora el avión despegó. Siguiendo su
vieja cábala Baruj comprobó en su celular la hora exacta.
Eran las 22:37.

178
Sírio Lopes Velasco

Comieron con ganas la cena servida en el avión y


ninguno de los cuatro se concentró en la película que vino
a continuación. Trataron de dormir y recuperarse de las
emociones. En plena madrugada Eugenia encontró a
Carolina en la parte trasera del avión, tomando un vaso de
agua. Abrió una cortinilla de plástico de la última ventanilla
y vio las primeras luces del día. Volvió a su asiento y le dio
la nueva a su marido. Al rato las luces se encendieron y
poco después pasaron sirviendo el desayuno.
Una hora después el avión aterrizó, bajo el aplauso
de muchos pasajeros.
El desembarque y los trámites corrieron sin dificultad.
Roberto llamó un uber y a los pocos minutos los Semino
estaban rumbo a su casa.
Se instalaron en el living y recontaron todos los
Euros. Ninguno faltó a la cita. Entonces los cuatro se
levantaron y se fundieron en un apretado abrazo.
Eugenia preguntó si valía la pena que su marido
fuera al otro día a la capital vecina para darle el dato al
contacto del mafioso que les había comprado el oro.
Baruj respondió que el hombre no se había portado del todo
mal, y que mejor era cumplir lo pactado a cabalidad.
Eugenia aceptó esas razones pero insistió para que su hijo
le hiciera compañía.
Roberto hizo por internet la compra de los pasajes
de su padre y de los suyos.
Baruj anotó en un papel los datos de la gruta donde
se encontraban los lingotes.
Al otro día padre e hijo embarcaron a primera hora
con rumbo a la capital vecina. En la gran plaza indicada
179
Los exilados y otros relatos

como lugar del encuentro Baruj vio a lo lejos, exactamente


en el lugar previamente marcado, a un hombre que llevaba
en una de sus manos una naranja y en la otra un abanico.
Se acercó a un niño que vendía caramelos allí cerca y le
puso un billete en la mano, indicándole al señor al que debía
entregarle el papel que le puso en la misma mano. El niño
miró asombrado el gran billete. Baruj le aclaró que en
ningún caso podría decirle al hombre quién le había dado
aquel papel.
El niño partió rápidamente hacia el destinatario del
mensaje. Baruj y su hijo ya salían de la gran plaza pero se
voltearon un minuto para confirmar que el mensaje había
llegado a su destino. Y comprobaron que apenas el hombre
recibió el papel el niño salió corriendo, para no dar tiempo
a que el desconocido le preguntase nada.
Entonces padre e hijo volvieron calmamente para
embarcarse nuevamente rumbo a su ciudad de residencia.

180
Sírio Lopes Velasco

30 camellos

Tomaron el ómnibus de la excursión en Málaga


hasta Algeciras. Embarcaron acordándose de la canción de
Serrat que dice que allí comienza el Mediterráneo. Vieron
quedarse atrás el peñón de Gibraltar. Desembarcaron en
Ceuta. El nuevo ómnibus de la excursión atravesó la ciudad
española en territorio marroquí y llegó a la aduana. Cientos
de vehículos se amontonaban cargando en el techo los más
diversos bultos. Miles de marroquíes, procedentes de
distintos países europeos y que iban a pasar sus vacaciones
veraniegas en sus pueblos, cargaban como hormigas
aquellos objetos. Por alguna razón legal en tierra de nadie
entre las dos aduanas se amontonaban cajas vacías de
electrodomésticos y variados papeles de embalaje. El
ómnibus llegó al control de migración y un policía marroquí
recibió del guía de la excursión los pasaportes de todos los
pasajeros. Al cabo de algunos minutos volvió y dijo que
Roberto y Rafaela tendrían que bajarse. El guía preguntó
qué sucedía y el policía lo invitó secamente a
acompañarlos. En la oficina otros dos policías miraron con
gesto hostil a los turistas y uno de ellos dijo que la pareja
tenía pasaportes que necesitaban visa de entrada. El guía
ensayó una pregunta pero fue interrumpido en el acto.
Roberto preguntó e n francés si la visa podría ser
gestionada en Ceuta. El policía respondió que debían volver
a Algeciras. Rafaela exclamó con perplejidad que aquello
no era posible. Roberto dijo que nadie les había avisado de
la necesidad de la visa. El policía dijo que debían saberlo, y
181
Los exilados y otros relatos

les pidió que abandonasen la oficina. La pareja salió con el


guía y le preguntaron cómo podrían volver a Algeciras.
Desde el ómnibus varios excursionistas los miraban
intrigados y una siria sacó la cabeza por la ventanilla para
quejarse de la demora. El guía pidió que el chofer abriera el
compartimento del equipaje. Y exigió que la pareja retirase
sus valijas. Después dijo que la pareja podría reunirse a la
excursión en Fez en los dos días venideros. Y sin más
palabras dejó a la pareja en las cercanías de la migración,
subió al ómnibus y siguió camino Marruecos adentro. La
pareja preguntó a un hombre vestido de civil cómo podían
volver al puerto de Ceuta. El hombre les indicó un taxi
estacionado no muy lejos de allí. Tomaron aquel taxi y le
explicaron al chofer lo que les ocurría. El hombre no
comentó nada y los condujo silencioso al puerto. En la
agencia marítima se enteraron de que el próximo ferry hacia
Algeciras partiría de tarde. Compraron los pasajes y
esperaron. El disgusto les había sacado hasta el hambre. El
cruce del estrecho les pareció ahora más largo que a la
venida. Al primer taxista que encontraron le pidieron que
los llevara al Consulado de Marruecos. Cuando llegaron ni
necesitaron bajarse para saber que el Consulado estaba
cerrado a aquella hora. Roberto se bajó y leyó el cartel que
anunciaba el horario de atención al público. Se lo informó
a Rafaela y decidieron que volverían al otro día a principios
del horario matutino. Pidieron al taxista que los dejara en el
hotel más próximo. El vehículo no recorrió mucha distancia
para dejarlos ante la puerta de un modesto hotel. Había
habitaciones disponibles. Se registraron, entraron a la
habitación y se tiraron en la cama sin desvestirse. Se
182
Sírio Lopes Velasco

reprocharon mutuamente aquella estupidez de no saber que


había que tener visa para entrar a Marruecos. Y se
preguntaron por qué. De repente Roberto se acordó que su
gobierno había rechazado la reivindicación de Marruecos
sobre el Sahara Occidental y eso debía haber irritado a la
monarquía marroquí. El hambre les volvió poco a poco al
cuerpo, y cuando el sol ya caía decidieron que era hora de
comer algo. Buscaron un lugar barato en las cercanías del
hotel. Luego se acostaron temprano, para ahorrar energías
para el día siguiente. Roberto le impuso a Rafaela un sexo
poco cariñoso. Y se durmieron de espaldas. Se despertaron
con la llamada programada de la recepción. Como el hotel
no tenía desayuno recogieron las valijas sin deshacer y se
fueron caminando hasta el Consulado. Cuando llegaron ya
había varios marroquíes esperando en fila improvisada en
la vereda. Se sumaron a la fila, pero cuando un funcionario
se acercó para abrir la puerta, los hizo apartarse de la fila y
esperar separados del resto. Después de que entraron
muchos marroquíes, otro funcionario los hizo pasar. La
gran sala estaba cercada por oficinas de paredes de madera
atendidas desde sucesivas ventanillas. Cuando éstas se
abrieron se formó un remolino de gente que hablaba al
unísono en árabe, tratando de ser atendida. En primera fila
estaban las mujeres, quienes se dirigían a los gritos al
funcionario de la ventanilla más cercana. Los hombres
ocupaban la segunda fila y dejaban hacer a sus cónyuges o
hijas. Roberto vio que un funcionario entraba por una puerta
que se abría a espaldas de aquel enjambre. Tiró a Rafaela
por el brazo y tras golpear educadamente aquella puerta la
abrió. El hombre que acababa de entrar se giró con ojos
183
Los exilados y otros relatos

interrogativos. Roberto le explicó lo que les había sucedido.


El hombre miró los pasaportes que el turista le enseñaba y
los invitó a sentarse adentro de la oficina. Desapareció unos
minutos y volvió informándolos de la tasa que tenían que
pagar. Roberto sacó el dinero y se lo puso en la mano. El
hombre se llevó los pasaportes y poco después volvió con
los documentos visados. Rafaela le agradeció con la mejor
de sus sonrisas, y Roberto le dio la mano efusivamente. El
otro se la apretó blandamente y les indicó la puerta de
salida. En la gran sala el enjambre seguía agitado y
ululante. La pareja se escabulló bajando la escalera del
umbral y salió a la calle respirando a plenos pulmones.
Buscaron una avenida cercana y tomaron un taxi hasta el
puerto. Llegaron a tiempo de embarcar en el ferry del
mismo horario que el del día anterior. Alegres y aliviados
desayunaron a bordo, haciendo las cuentas de los gastos
extra que habían tenido y que tendrían hasta reencontrar la
excursión. Ellos los obligarían a disminuir aún más la
modesta cantidad de dinero que habían calculado que
podrían usar en Marruecos. A la salida del puerto de Ceuta
le preguntaron a un taxista cómo podrían llegar lo antes
posible a Fez, donde una excursión los esperaba. El hombre
dijo que sólo podría llevarlos hasta la frontera, donde
habían estado el día anterior y que allí, ya en territorio
marroquí podrían tomar un ómnibus. Los dejó al lado de la
misma oficina que ya conocían. Allí había una fila de una
docena de marroquíes que hablaban en voz alta. Se sumaron
a la cola y cuando les llegó el turno un policía les hizo
rellenar un formulario. Rápidamente lo recogió y otro
hombre que vestía una jelaba blanca le preguntó a Roberto
184
Sírio Lopes Velasco

dónde iban. Roberto lo puso al tanto de su situación y el


hombre lo tomó del brazo y los condujo a través de un
amplísimo patio hacia un gran estacionamiento donde había
muchos autos. Rafaela seguía a los dos hombres,
arrastrando su valija. El hombre les indicó que aguardasen
a la entrada del estacionamiento mientras se arrimaba a
hablar con el chofer de un taxi allí estacionado. Volvió
acompañado del chofer, diciendo que él llevaría la pareja
hasta Fez. Y se despidió de los dos hombres, ignorando a
Rafaela. Roberto preguntó cuánto demoraría el viaje y el
chofer le dijo que unas cinco horas. Y de inmediato cargó
las dos maletas en el valijero. El auto era un Mercedes con
mucho uso. Al arrancar, el chofer anunció que harían una
breve parada en Tetuán, donde debía cambiar un neumático.
Y aclaró que además de un poco de francés, hablaba algo
de español. Roberto le preguntó cuánto costaría la corrida
hasta Fez y el hombre lo miró temeroso de que se
arrepintiese y le dijo que cien dólares. Roberto miró a
Rafaela y ella asintió. Entonces dijo:

— Está bien.

El chofer sonrió mostrando toda su dentadura,


donde alternaban dientes blancos y amarillentos y algún
hueco. Un fino bigote y una barba mal hecha rodeaban su
boca. La carretera se desplegó tranquila delante de ellos y
no demoraron mucho en llegar a los arrabales de Tetuán. El
hombre no entró al centro de la ciudad. Se detuvo en una
avenida e invitó a Roberto a seguirlo. Rafaela amagó
imitarlos pero el hombre le dijo que esperara en el auto.

185
Los exilados y otros relatos

Cuando el chofer entró a un edificio Roberto se dio cuenta


de que estaban dentro de una dependencia policial. El
chofer se acercó a un oficial que estaba sentado en una
pequeña habitación y tras mostrarle con el dedo a Roberto
habló en voz baja y en árabe con él. El oficial pareció
preguntar algo y el chofer le contestó con semblante a la vez
temeroso y agradecido. El oficial le hizo un gesto de
asentimiento con la cabeza y el chofer volvió con Roberto
al taxi. El chofer respiraba alegría. Roberto creyó adivinar
que el hombre necesitaba autorización policial para salir de
Tetuán y conducirlos hasta Fez, y que muy probablemente
le había prometido al oficial una propina a la vuelta. El
chofer ratificó que debía cambiar un neumático y arrancó
nuevamente. Se detuvo en un garaje de mala muerte. La
pareja bajó y vio cómo el mecánico cambiaba, no uno, sino
tres de los neumáticos, poniendo otros usados. Roberto se
sentó al lado del chofer y Rafaela se ubicó en el asiento
trasero. Retomaron la ruta y el chofer les preguntó si tenían
hijos. Respondieron que dos y le devolvieron la pregunta.
El hombre sonrió y mirando por el espejo retrovisor interno
a Rafaela dijo que era casado y que por el momento tenía
sólo una hija, llamada Fátima. El paisaje al lado de la
carretera se fue haciendo de más en más árido. Algo
alejados de la carretera se veían pequeños caseríos y gente
que transitaba montando pequeños burros. De vez en
cuando aparecía algún jinete a lomo de camello. Luego los
caseríos cesaron y sólo de vez en cuando se veía en una
altura algo distante de la carretera una construcción
amurallada de tierra que tanto podía ser una aldea cercada
como un viejo fuerte. El chofer fue soltando su lengua cada
186
Sírio Lopes Velasco

vez con más desenvoltura y Roberto aprovechó a


preguntarle por su actividad profesional y su vida familiar.
De pronto el diálogo se interrumpió porque un soldado que
estaba parado al lado de un jeep militar aparcado al costado
del camino, hizo señal de que el auto se detuviese. Se acercó
al taxi, mientras otro soldado se bajaba del jeep, armado con
una metralleta. El soldado metió la cabeza por la ventanilla
para mirar de cerca a la pareja de turistas. Y de inmediato
se llevó al chofer apartándolo unos metros del taxi. Roberto
intuyó que el soldado le estaba pidiendo una propina al
taxista, y que éste le habría dicho que podría satisfacerlo
sólo a la vuelta. El chofer volvió y el taxi retomó su camino
bajo la atenta mirada de los ocupantes del jeep. El calor
comenzó a hacerse notar con fuerza. Roberto y Rafaela
comentaron que era una pena que no se les hubiese ocurrido
traer una botella de agua. A las dos horas y poco de viaje el
chofer preguntó si no querían almorzar, pues se acercaban
a un parador propicio para ello. Rafael consultó a su
compañera y ella dijo que sí. Minutos después el vehículo
entró a un estacionamiento anexo a la carretera y el chofer
invitó a la pareja a bajar. Alrededor de un amplio patio
soleado muchas mesas ocupaban la sombra que daba el
alero de un restaurante. Todas estaban ocupadas, y sólo
quedaban vacías una media docena que estaban expuestas
al tórrido sol. El taxista eligió una de ellas y los tres se
sentaron. La pareja se dio cuenta de que todos los que
almorzaban en aquel lugar eran marroquíes y que los
miraban con visible curiosidad. Un mozo se acercó y el
chofer le preguntó algo. De inmediato sugirió a la pareja
que probaran el cordero a las brasas. Rafaela y Roberto
187
Los exilados y otros relatos

asintieron. El chofer habló otra vez en árabe con el mozo,


que se alejó hacia el edificio. Rafaela preguntó si allí había
un baño, y el chofer le indicó una casita situada al lado del
edificio. Volvió y el chofer se dirigió a su vez a aquella
casita. Rafaela le comentó a Roberto en voz baja que allí no
había wáter, sino sólo un agujero; y que tampoco había
papel higiénico, pero que por suerte ella tenía servilletas de
papel en su cartera. Él le pidió dos servilletas, para
guardarlas en el bolsillo de su pantalón, por las dudas. El
chofer volvió y a los pocos minutos vino el mozo trayendo
una tetera plateada y humeante y un gran pan chato y
redondo. El chofer explicó que era muy digestivo comer el
cordero con un té bien caliente. Rafaela destapó la tetera y
un aroma de menta llegó hasta Roberto. En ese momento el
mozo vino con una gran fuente con presas de cordero recién
sacadas de las brasas, y un gran pan chato y redondo. El olor
era delicioso, pero no había ningún cubierto a la vista. El
taxista dijo que en Marruecos se comía con las manos,
usando siempre la derecha, pues la otra se reservaba para
menesteres menos limpios. Y sirvió en los tres vasos de
vidrio una abundante porción del té. Acto seguido tomó un
trozo de cordero y empezó a masticarlo con entusiasmo. La
pareja lo imitó y comprobó que su gusto era tan bueno como
su aroma. Rafaela quiso saber cómo se condimentaba y el
taxista le dijo que sólo se usaba orégano. Algunas de las
familias árabes que los contemplaban desde las mesas
situadas en la sombra parecieron complacerse del hecho de
que los turistas hacían gestos de aprobación de la comida
que saboreaban. El cordero fue rápidamente consumido,
acompañado por dos o más vasos de té humeante, tan
188
Sírio Lopes Velasco

caliente como el abrasador sol que quemaba las cabezas de


la pareja. El chofer parecía inmune al calor. Cuando
terminaron Roberto y Rafaela hicieron una rápida visita al
baño. Cuando él volvió el chofer llamó al mozo y tras oírlo
comunicó al turista el precio del almuerzo. Roberto juzgó
que era caro y que el mozo y quizá el propio taxista podrían
llevarse una tajada de aquella suma, pero accedió
complacido por la calidad de lo que habían comido. Pagó y
retomaron la ruta sin perder tiempo. La pareja abrió todas
las ventanillas a su alcance y el aire entraba a raudales,
refrescando el vehículo; pero lo malo es que venía cargado
de tierra. Cuando el cansancio comenzaba a hacerse notar
el paisaje se fue tiñendo de verdes que salpicaban el ocre y
el rojo dominante. Luego aparecieron árboles y poco
después se vieron a lo lejos las casas. El chofer anunció la
pronta llegada a Fez. Roberto le recordó el nombre del
hotel donde se hospedaba la excursión. Le costó
pronunciarlo, y el taxista lo corrigió amablemente.
Entraron a la ciudad y tras recorrer una amplia avenida el
taxi rodeó una rotonda y se introdujo por debajo de un gran
portal que recordaba los palacios de las mil y una noches.
Se detuvo ante un edificio cuya fachada era similar al portal,
y a la que hacían compañía verdes jardines donde se
destacaban varias palmeras. El taxista bajó las valijas y se
detuvo en la puerta, viendo cómo la pareja se dirigía hacia
la recepción. Roberto le pidió que esperase hasta que
volviera para pagarle y despedirse de él. El empleado de la
recepción confirmó que la excursión estaba allí y que el
guía ya le había avisado de su probable llegada. Y diciendo
eso les dio la llave de la habitación. Roberto salió a pagarle
189
Los exilados y otros relatos

y a despedirse del taxista, que se fue con una sonrisa de


oreja a oreja, agitando la mano desde la ventanilla abierta.

Entraron a la habitación y mientras Rafaela se


duchaba Roberto le llamó la atención sobre el hecho de que
la TV que había encendido en el cuarto tenía un parlante en
el baño. Después que ambos se ducharon, constataron por
la ventana que el día agonizaba. Bajaron, cansados pero
frescos, y en la recepción les avisaron que la excursión ya
se aprestaba a cenar en el restaurante del hotel. Salieron en
busca de los excursionistas y se admiraron de las amplias,
altas y lujosas dependencias, donde alternaban formas
árabes y vitrales que no avergonzarían a ninguna catedral.
En una curva del edificio creyeron adivinar al restaurante,
y cuando entraron vieron que, además de los mozos, había
sólo dos marroquíes sentados al lado de mesas bajitas; las
alfombras cubrían buena parte del piso y había varios
narguiles a disposición de los clientes. Constataron que allí
no cenaba la excursión. Entonces le preguntaron a uno de
los mozos si el hotel tenía otro restaurante y les dijo que sí,
y que se trataba del que servía comida europea. Y les indicó
la buena dirección. La siguieron y acompañaron un
larguísimo ventanal que dejaba ver del lado exterior, ya
muy oscurecido, un gran jardín y una piscina de media
cuadra de largo. Al fin del ventanal encontraron el
restaurante. Era una gran sala con la misma falta de gracia
de los que sirven comida rápida y allí estaban los
excursionistas Al verlos el guía se levantó para saludarlos.
No les preguntó los detalles de su odisea y los invitó a
ocupar un par de las sillas libres en una de las puntas. El
190
Sírio Lopes Velasco

resto de la excursión apenas los miró un instante, para


volver a su charla. Un mozo les trajo el menú que ya había
mostrado a los otros. Verificaron que no había ni una sola
especialidad local. Pidieron como si estuvieran en la capital
de su país o en Europa. Le preguntaron al guía cuáles eran
los planes. Oyeron que al otro día temprano saldrían de Fez
hacia Marrakech y que esa noche la excursión no saldría
más del hotel. Deliberaron rápidamente y le informaron que
ellos sí saldrían, pues aunque fuera de noche, querían ver
algo de aquella mágica ciudad. El guía, insatisfecho y
contrariado en su autoridad, les contestó que no se hacía
responsable de lo que pudiera pasarles. Terminaron de
cenar lo más rápidamente que pudieron y haciendo un
saludo general al resto de los excursionistas, buscaron la
puerta de salida del hotel. Atravesaron el gran portal y en
la rotonda próxima le hicieron señas al primer taxi que pasó.
Le pidieron que les hiciera un rápido recorrido por algunos
de los principales puntos de la ciudad. El hombre los llevó
primero a la entrada de la vieja medina, aún rodeada de
murallas, donde les indicó uno de los accesos del zoco. En
el largo corredor cubierto, a aquellas horas muchos de los
comercios estaban cerrados. Pero se sentía el fuerte olor de
las especias, y aquí y allí alguna tienda mostraba la
trabajada vajilla metálica o la ropa o las alfombras locales.
Los clientes se contaban con los dedos de una mano. Sin
comprar nada, por la falta de tiempo y el dinero escaso,
volvieron al taxi. Pidieron que el taxista les mostrara un
barrio popular. El hombre los llevó a las proximidades.
Había muchos edificios de varios pisos. El taxista aclaró
que en el país no había miseria pues el Corán obliga a
191
Los exilados y otros relatos

ayudar a los demás. Pero de inmediato acotó que estaba


decido a migrar a España, donde esperaba ganar más dinero.
La pareja se bajó para caminar un poco. A lo lejos vio las
luces de la medina, sumida en la oscuridad. De pronto
vieron surgir en la cuadra siguiente a un grupo de hombres
jóvenes que caminaban por el medio de la calle. Creyeron
más prudente volver al vehículo. El taxista les aseguró que
la delincuencia era escasa, pero cuando pasaron al lado del
grupo sintieron que los miraron como a una presa que se
escapa a último momento. El taxista los llevó hasta el
Palacio Real de la ciudad. El edificio se elevaba al cabo de
una amplia plazoleta. Tenía un pórtico finamente adornado
con mosaicos en los que predominaba el celeste.
Recorrieron sus costados y decidieron que el cansancio les
aconsejaba volver al hotel. Así lo hicieron. El taxista les
cobró un precio razonable. Subieron a la habitación y se
durmieron como troncos.

Al otro día y tras un leve desayuno partió con cierto


retraso el ómnibus de la excursión. Afuera se adivinaba el
calor que el aire acondicionado ocultaba dentro del
vehículo. El guía hablaba sin parar y aquella verborragia
molestaba a Roberto y Rafaela, que en muchos momentos
preferían observar el paisaje e intercambiar comentarios. El
guía se percató de aquella actitud y los miró con cara de
ofendido. Lo estudiaron y, como él había dicho que había
nacido en Tánger, calcularon por su figura rubia y delicada
que debía ser uno de aquellos que añoraban los tiempos del
protectorado bajo dominación europea. En un momento el
guía avisó que al atravesar el largo puente que tenían por
192
Sírio Lopes Velasco

delante prestaran atención al número de saltos que sentirían.


Y los contó, hasta llegar al número de siete, como queriendo
decir que aquellos árabes no sabían construir un buen
puente. Se acercaba el mediodía cuando el guía anunció que
pararían en un restaurante donde se servía comida
occidental. La pareja comprendió por fin que aquella
excursión estaba hecha para europeos que querían conocer
Marruecos pero sin salir de casa; al menos en lo que a
comida se refería. Por suerte los mozos trajeron un gran
tajine con albóndigas. Al destapar la olla el olor local
perfumó el ambiente. La pareja comió con mucho placer.
Siguieron viaje dormitando. Pero más de una vez vieron al
borde de la carretera a algun jeep militar acechante.
Marrakech los esperó con sus largos muros rojos,
bordeados por aceras en las que se levantaban muchas
palmeras y transitaban algunos camellos cargados. El hotel
resultó ser una gran construcción de ladrillo descubierto y
con la funcionalidad impersonal de un símil europeo. La
pareja decidió combatir el calor vespertino con un baño en
la gran piscina del patio interior. Pocos excursionistas los
acompañaron, pues la mayoría prefirió quedarse en sus
habitaciones refrigeradas. El guía pasó avisando que al
atardecer llevaría al grupo a la plaza mítica de la ciudad.
Allí vieron cómo los vendedores de los comercios aledaños
perseguían machaconamente a las turistas para venderles
cualquier cosa, en especial vestimentas, mientras que
respetaban la libertad de elección de las mujeres locales. Un
par de encantadores de serpientes ponía la nota
extravagante a aquella inmensa explanada. La pareja
prefirió no probar ni el jugo de naranjas ni las ostras que
193
Los exilados y otros relatos

diversos puestos callejeros ofrecían, porque el guía había


advertido a la excursión sobre los peligros de la falta de
higiene en aquel local. El grupo se dividió en partes y la
pareja hizo un recorrido detallado de la plaza, recorriéndola
en círculo. A su alrededor se veían un par de restaurantes y
algunos edificios privados de dos plantas con balcones
privilegiados hacia aquel permanente hormiguero humano.
Se reunieron en el lugar antes convenido para regresar al
hotel. El guía avisó que al otro día habría un breve tour por
la ciudad, la visita a una aldea berebere donde se tomaría el
té local, y un espectáculo nocturno; la pareja decidió pagar
los veinte dólares suplementarios por persona que se
cobraba por este último.

El tour por la ciudad fue variado e incluyó desde la


visón externa del hotel La Mamounia, donde De Gaulle se
había encerrado para escribir sus memorias, la vista al pasar
de la mezquita que era gemela de La Giralda de Sevilla,
hasta la visita a una especiaría y perfumería, pasando por
un laberinto de callejuelas donde se ofrecían alfombras y el
recorrido de un palacio donde se habían filmado algunas
escenas de Lawrence de Arabia. El hotel permanecía oculto
tras su gran muro. En la perfumería Roberto se entretuvo
mirando las vitrinas y, como salió el último, vio como el
dueño ponía en manos del guía de la excursión algunos
billetes, sin duda su comisión por llevar hasta aquel lugar a
cada excursión bajo su férula. En el palacio los mosaicos
multicolores refrescaban las largas habitaciones
sombreadas, y el amplio patio interior intentaba combatir el
calor con una fuente de chorros transparentes. En la red de
194
Sírio Lopes Velasco

callejuelas Rafaela empezó a seguir a un hombre que le


había ofrecido una alfombra por un precio más barato que
los que había visto hasta allí. Roberto la siguió a media
cuadra de distancia, y cuando el hombre dobló por tercera
vez en aquel laberinto, la llamó para volver a juntarse con
el grupo. Ella accedió a contragusto.

Después del almuerzo la excursión puso proa hacia


la aldea berebere. En un momento del camino en
permanente subida el ómnibus hizo alto en una venta de
marroquinería y vajillería. Nadie le había pedido al guía
aquella parada. Roberto adivinó que era otro de los lugares
donde el guía habría de recibir su comisión. Varias mujeres
hicieron compras abundantes. Rafaela compró un
cachivache de poco valor, acorde a sus posibilidades.
Cuando llegaron a la aldea polvorienta un grupo de niños
asedió a los excursionistas ofreciendo cacharros de arcilla
coloreada. La pareja trató de observar el perfil de la aldea
sobreponiéndose a aquel asedio. Pero al fin tuvo que seguir
al grupo, para refugiarse en el patio interior de una casa
familiar compuesta por varias habitaciones de tierra que
hacían recordar a los ranchos sudamericanos. Las mesas
para los turistas ya estaban servidas a la sombra de un
corredor cubierto con techo de hojas de palmera. Roberto
se sentó y sintió que el sudor le empapaba la camisa y
mojaba el dinero y los pasaportes que tenía en uno de sus
bolsillos. Pensó que allí también el guía sacaría su tajada.
Una mujer vieja y dos jóvenes, ajenas a la canícula, trajeron
sendas teteras humeantes. El té con menta era delicioso.
Cuando lo terminaron el guía dijo que allí no había nada
195
Los exilados y otros relatos

más para ver. La pareja agradeció a las mujeres de la familia


y el ómnibus se dispuso a partir. Un niño insistió por
enésima vez por la ventanilla y Rafaela decidió comprarle
una jarrita de un verde de esmeralda, por un precio que el
vendedor había rebajado a menos de la mitad de lo que
inicialmente había pedido. El ómnibus puso proa a
Marrakech. A medio camino paró en un pequeño bar-
restaurante, para que los turistas tomasen algún refrigerio.
Algunos árboles y un arroyito que hacía girar un molinillo
de agua refrescaban el ambiente. El ómnibus retomó su
camino y el guía recordó a quienes estuvieran interesados
la hora en la que se encontrarían de noche en el hall del hotel
para ir al espectáculo nocturno.

Anochecía cuando el ómnibus dejó los arrabales de


la ciudad y el guía mostró un palacete lejano y aislado que
era propiedad de una celebridad del cine. No mucho
después entró por un gran portón y se detuvo en un
estacionamiento con gran capacidad. La excursión bajó y
cuando entró por un largo corredor cubierto pero sin
paredes fue recibida por sucesivos grupos musicales
bereberes que entonaban canciones al son de tambores. Las
mujeres se acompañaban de castañuelas árabes y no
llevaban turbante. Al fin del corredor el guía los introdujo a
una de las grandes carpas de colores vivos. Adentro había
tres filas de sillas que acompañaban a otras tantas largas
mesas. El guía los hizo acomodarse en torno a la que aún
estaba desocupada. Uno de los grupos que los había
recibido en el corredor hizo su entrada a la carpa, entonando
canciones ritmadas al son de los tambores y los platillos.
196
Sírio Lopes Velasco

Después lo sucedió otro, cuyas bailarinas invitaron a bailar


a los miembros de la excursión. No faltó el ridículo europeo
gordo que profana la danza local, para beneplácito de una
mujer no menos gorda que le saca fotos, riéndose. Rafaela
aceptó la invitación de una de las bailarinas, y Roberto
creyó que aquello era digno de filmarse, porque su pareja
bailaba bien. En un momento vio que la bailarina le decía
algo al oído a Rafaela. Un minuto después ella volvió a
sentarse al lado de Roberto. Le dijo que la mujer le había
pedido dinero y le había sacado las ganas de seguir
bailando. Pero de todas maneras ya estaba acalorada, y
abanicándose. La comida se demoró pero al fin aparecieron
varios mozos que dejaron en la mesa grandes bandejones
con cuscuz y varios tajines. Apenas los excursionistas
habían comenzado a probar aquellos manjares cuando el
guía avisó que comenzaría el show al exterior. Rafaela y
Roberto se apresuraron a servirse algo más de la opípara
cena, y, con algo de atraso, siguieron al grupo. No lejos de
la carpa una tribuna de varios listones de madera se ofrecía
a los visitantes. Ocupaba uno de los lados de una pista de
tierra del tamaño de una cancha de fútbol. Al fondo de la
misma se encendieron algunas luces y se vio venir al galope
a un grupo de jinetes, ataviados con ropas blancas que
Roberto había visto en la película dedicada a Patton. Al
llegar frente al público detuvieron sus caballos y dispararon
al aire un par de cargas de sus viejos fusiles. De inmediato
volvieron al galope hasta su punto de partida. La escena se
repitió por tres veces. Al fin los jinetes se retiraron
acompañados de los aplausos del público. Otras luces se
encendieron a lo lejos, y se dejó oír una música propicia a
197
Los exilados y otros relatos

la danza del vientre. Un grupo grande portaba a hombros


una plataforma circular en la que una solitaria bailarina
cubierta de velos se contorneaba. Venían acompañados por
los músicos. La melodía se transformó en otra parecida, y
el grupo y la bailarina fueron acercándose paulatinamente.
Ya frente al público la bailarina interpretó otras tres danzas,
y el grupo se alejó por donde había venido. Roberto había
filmado todo el espectáculo. En el hotel él y Rafaela
hicieron el amor inspirados por los ritmos árabes.

A la mañana siguiente la excursión siguió hacia


Casablanca. Roberto le estaba comentando algo a Rafaela
cuando desde el asiento de atrás un hombre dijo que estaba
de acuerdo. Se dieron vuelta y el hombre joven se presentó;
su mujer miraba distraídamente por la ventanilla. Eran
argentinos de Buenos Aires; él era director de teatro y su
mujer era abogada y escritora con alguna obra publicada. A
la pareja le pareció una falta de educación no seguirle la
charla al argentino, e intercambiaron algunas impresiones.
El argentino dijo que en Casablanca compraría algunos
relojes Rolex falsos para regalar, mientras que su mujer
prefería comprar ropa para ella y las dos hijas de ambos.
Contó que venían de Egipto, donde al no querer darle una
propina a un cargador de valijas cuyos servicios no había
usado, para su sorpresa y pensando que allí nadie hablaría
español, oyó decir al otro en un muy buen castizo:
“¡Maradona hijo de puta!” Los cuatro rieron de la
ocurrencia, mientras el guía los miraba molesto en medio
de una de sus peroratas. Al borde de la ruta se hizo visible
un jeep militar vigilante.
198
Sírio Lopes Velasco

En Casablanca el hotel distaba mucho de alcanzar la


categoría del de Marrakech, y, ni que hablar, del de Fez.
Cuando la pareja bajó a la recepción en un viejo ascensor
metálico sin paredes, vio al argentino discutiendo con un
empleado de la recepción. Cuando se le acercó Roberto
quiso saber qué había ocurrido y el porteño le dijo que
cuando pidió para guardar algunos valores en el cofre, el
empleado se lo quedó mirando indiscretamente, por lo que
se lo había hecho notar, pero el otro no se había inmutado.
Pero ya llegaba la mujer del argentino, con un shortcito que
no se adecuaba para nada a las costumbres locales. Roberto
le preguntó a su nuevo conocido si podrían ver algo de los
lugares donde se había filmado la película “Casablanca”
pero éste lo desengañó aclarando que ninguna de sus
escenas se había rodado en aquella ciudad. Primero los
cuatro complacieron al argentino, acompañándolo en una
concurrida calle a un local de donde salió con cuatro relojes
relucientes. Luego fue el turno de las mujeres. Mientras
Rafaela se conformaba con una blusita, la argentina se
cargó de compras, pidiendo todo en dosis doble, y hasta
triple. Y cada vez consultaba a la asombrada y, a su pesar,
envidiosa Rafaela, por lo acertado o no de su elección.
Volvieron al hotel a dejar las compras y se citaron para
cenar juntos en las proximidades. Cuando se reunieron en
el hall del hotel la apariencia de la argentina no podía dejar
a nadie indiferente. Era una réplica de alguna de las mujeres
de “Muerte en el Nilo”, pues su vestido era retro, llevaba un
sombrero con un delicado velo que le ocultaba a medias el
rostro, y fumaba con una larga pitillera. Subieron la calle
bordeando una mezquita en cuyas aceras se veían algunos
199
Los exilados y otros relatos

pocos hombres a aquella hora. Ocuparon una mesa en una


gran bar situado en una amplia avenida. Desde varias mesas
las miradas convergían hacia ellos, atraídos sin duda por la
argentina. La cena fue frugal y quedaron de ocupar los
mismos asientos de antes en el ómnibus, para seguir
compartiendo impresiones de viaje.

El día siguiente les deparó una visita relámpago a


Rabat. La vigilancia militar se hizo aún más visible. La
imponente mezquita blanca, construida recientemente bajo
las órdenes de Hassan II hacía enanos a sus visitantes. El
guía dijo que los hombres no tendrían inconveniente en
entrar a una sala donde un grupo de ancianos se turnaba para
recitar el Corán durante las veinticuatro horas del día; sólo
las mujeres que estuvieran discretamente vestidas y se
taparan el pelo con un pañuelo, podrían acompañarlos.
Desde la galería, Roberto sintió el peso de la fé en el
silencio horadado sólo por la voz del viejo de turno, que se
sentaba algunos metros más abajo. Y tras otra gran vuelta a
pie por la explanada que permitía divisar la ciudad gemela
de Rabat, la excursión siguió hacia el Palacio Real. Al
fondo de una gran explanada dotada de un estacionamiento
gigante y jardines con palmeras, se elevaba el gran palacio
blanco. Al frente de unos arcos ovalados varios soldados
montaban guardia en uniformes tradicionales. La visita
sería sólo externa, por lo que se agotó rápidamente, tras las
fotos y filmaciones de rigor. Y la excursión continuó hacia
Tánger. Era su última parada, antes de embarcar en el ferry
de vuelta a Algeciras. Antes de llegar a Tánger el ómnibus
atravesó una ciudad de casas blancas con puertas y ventanas
200
Sírio Lopes Velasco

celestes, y bordeó un largo muro que el guía dijo que era del
hotel más barato del país; se trataba de una cárcel.

En Tánger, cuando salieron del hotel, acompañando


a la pareja argentina, Rafaela fue asediada por dos
veinteañeros y dos niños, que insistían en venderle
cacharros de arcilla. Rafaela decidió comprarle a uno de los
niños un jarrón con decoración roja y marrón, que serviría
para mantener elagua más fresca. Cuando regresaba al hotel
para guardarlo en su habitación, uno de los veinteañeros se
acercó a Roberto y le preguntó en francés si aquella era su
mujer. Cuando dijo que sí, el otro, sonriente, le ofreció
treinta camellos por ella. Roberto dudó si hablaba en serio
o si aquello era una de las bromas destinadas a los turistas
en búsqueda de costumbres exóticas. Por las dudas y
también sonriente le preguntó al marroquí si tenía una
hermana joven para hacer el cambio. Los otros tres
vendedores se rieron de la ocurrencia. Y el supuesto
comprador se retiró algo confuso, en su compañía,
alejándose del hotel. La pareja argentina miró a Roberto
asombrada, y los tres decidieron reírse de lo sucedido. Poco
después volvió Rafaela y pusieron rumbo a un mercado
próximo, que les había indicado una camarera. Tánger tenía
el ambiente de todos los puertos, pero se respiraba en sus
calles el aire de las intrigas de las épocas pasadas, cuando
su administración se dividía entre varias potencias
europeas.

El mercado se abría con un pórtico, al que seguía


una calle con puestos de venta en cada acera. Los cuatro

201
Los exilados y otros relatos

turistas recorrieron la primera cuadra y decidieron que no


había allí nada que no hubieran visto antes. Entonces
decidieron volver sobre sus pasos. Al salir del mercado la
argentina invitó a Rafaela a que la acompañara a hacer
algunas compras. El argentino invitó a Roberto a tomar un
buen café con sabor local. Así hombres y mujeres se
separaron, dándose cita en el hotel. Las mujeres se
perdieron de vista entre el gentío de una concurrida calle,
en una de cuyas esquinas se detuvieron los hombres. Allí
había un bien frecuentado café, con algunas mesas en la
vereda. Roberto observó cómo cuatro mujeres veladas se
detenían a la puerta del establecimiento mientras su marido
entraba a saborear un café o a encontrarse con algún
conocido. Las mujeres permanecieron en la calle y
arrimadas a la pared, conversando discretamente entre sí. El
hombre entró y se acomodó en una mesa donde ya estaban
otros tres hombres, fumando narguilé y tomando café o té.
Roberto le comentó la escena al argentino y éste le
respondió que en Marruecos la poligamia había sido
restringida a cuatro mujeres, desde que el hombre pudiera
mantenerlas. Roberto le contestó que compadecía a quien
tuviera cuatro suegras. Y riéndose se sentaron en una mesa
libre, próxima a una de las grandes ventanas. Pidieron
sendos cafés. Y constataron que en la vereda había sentadas
en dos mesas dos mujeres no veladas, acompañadas en cada
caso por un hombre. Roberto inquirió al argentino con una
seña y una mirada. El inquirido respondió que podrían ser
extranjeros o no musulmanes. Roberto aceptó la
explicación en el momento en el que el mozo traía los cafés.
Los bebieron lentamente, agobiados por el calor. Después
202
Sírio Lopes Velasco

el argentino insistió en pagar, y volvieron al hotel, buscando


la sombra de los edificios, las casas y los árboles de las
veredas. Se despidieron en el hall hasta el almuerzo.
Roberto subió a la habitación, encendió el gran ventilador
de techo y, completamente desnudo, se tiró arriba de la
cama, sin abrirla. Al rato llegó Rafaela. Venía con las
manos vacías. Dijo que acababa de dejar con el marido de
la argentina varias prendas que su mujer había comprado y
le había pedido que las llevara hasta el hotel, mientras ella
seguía haciendo otras compras.

La hora del almuerzo pasó y la argentina no había


aparecido. Su marido insistió para que Roberto y Rafaela
no perdieran tiempo esperando más de lo que lo habían
hecho, y que salieran a almorzar. Así lo hicieron en un
pequeño restaurante cercano. Se cuidaron al pedir un plato
poco pimentado, para evitar sorpresas estomacales ahora
que la excursión tocaba a su fin. Cuando regresaron al hotel
encontraron al argentino que los aguardaba en el hall, pálido
y con un papel en la mano. Balbuceando algo ininteligible
los llevó a un rincón y le puso a Roberto el papel en la mano.
Después de leerlo rápidamente éste dejó escapar:

— ¡Esto no se puede creer!

La mirada interrogativa de Rafaela lo hizo reponerse


y releer el escrito en voz baja.
Allí se decía en letras recortadas de algún libro en francés
que si el argentino quería ver a su mujer viva, tenía que
entregar sin falta lo que aún no había entregado.

203
Los exilados y otros relatos

La pareja miró intrigada al destinatario del pedido


de rescate.
El argentino miró el piso, carraspeó y dijo que no
tenía la menor idea acerca de lo que esperaban de él.
Casi sin pensarlo Roberto dijo que él y su mujer no
volverían a España antes de que la argentina apareciera sana
y salva. Sólo después de que la frase se le escapó de los
labios miró a su mujer buscando su asentimiento. Rafaela
dijo con voz segura que así sería.
El argentino se lo agradeció con furtivas lágrimas en los
ojos, y volvió a leer el papel, con una abrumadora expresión
de devastación en el rostro.
— ¿Quiénes son los secuestradores? –preguntó Rafaela.

El argentino respondió que no se lo podía ni


imaginar.
Entonces Rafaela preguntó si no deberían acudir de
inmediato a la Policía.
El argentino la miró a ella y a su marido con gesto
dubitativo y dijo que no lo creía así, pues no descartaba que
la Policía estuviera detrás del secuestro.
Roberto no entendió la respuesta y cambió el tema,
sugiriendo que informaran al guía de lo que estaba
ocurriendo y que con Rafaela volvieran al último comercio
donde ambas mujeres habían estado juntas, para preguntar
si allí alguien podría informarles acerca de hacia dónde
había seguido su periplo la secuestrada.
El argentino asintió con entusiasmo.
El guía aún estaba almorzando en el pequeño
restaurante del hotel y los vio llegar con cara de disgusto.
204
Sírio Lopes Velasco

El argentino le dijo de sopetón lo que sucedía y le puso el


papel en las manos. El guía dijo que nunca le había pasado
algo así y que el marido debía ir de inmediato a la Policía.
Aclaró que él no podría hacer nada, pues aquella misma
tarde dejaría a la excursión en el puerto y de allí saldría
inmediatamente con otra hacia Fez. El argentino le dijo que
los tres no volverían con la excursión y que era muy fácil
lavarse las manos; pero el otro ya retomaba su almuerzo. Lo
dejaron en su quehacer y dejaron el hotel de inmediato. El
argentino todavía mascullaba improperios contra el guía y
los hijos de puta que habían secuestrado a su mujer.
Recorriendo rápidamente las calles en subida y
luego en horizontal, se acercaron a la costa. Allí Rafaela
apuntó sin vacilar un comercio que vendía marroquinería y
ropas. Adentro un hombre de gran bigote, jelaba blanca y
cabeza coronada por un fez rojo, miró más a los hombres
que a Rafaela, que era no obstante quien había lanzado la
pregunta. Explicó que la mujer por la que preguntaban
había salido en aquella dirección; y salió a la vereda para
indicar un rumbo paralelo a la costa. El argentino preguntó
si por casualidad le había dicho cuáles otros productos
pensaba comprar. El hombre se sacó el gorro, se rascó la
cabeza y dijo que le había preguntado por alguna casa que
vendiera artículos de perfumería. Rafaela agradeció y los
tres siguieron en la dirección indicada por el tendero. Pocas
cuadras más lejos vieron un comercio con amplia vitrina
que ofrecía perfumes locales y europeos. Entraron sin
consultarse previamente. Una mujer con la cabeza cubierta
por un pañuelo negro los atendió deferentemente,
arrastrando mucho el francés. Rafaela le preguntó por la
205
Los exilados y otros relatos

mujer del argentino. La comerciante hizo gestos de que no


la entendía y llamó a alguien desde la trastienda separada
del mostrador por una cortina. Apareció un hombre de
estatura mediana que vestía una jelaba marrón y tenía la
cabeza descubierta. El argentino se adelantó a Rafaela y
preguntó por su mujer. El hombre dijo sin vacilar que se
acordaba muy bien de ella y que tras comprar tres perfumes
locales, había seguido su camino. El argentino repitió las
preguntas que habían hecho al comerciante anterior. El
hombre salió a la vereda y mostró la dirección; aclaró que
la mujer no le había preguntado por ningún otro comercio
en particular. Rafaela agradeció y se despidieron del
hombre; entonces propuso en voz baja que se dividieran
para que cada uno entrara por separado a cada comercio que
apareciera de allí en adelante para preguntar por la
secuestrada. Así lo hicieron durante las próximas cinco
cuadras. A cada vez se reunían en la esquina, para
informarse mutuamente. En dos comercios alguien dijo que
había visto pasar por la vereda a una mujer que respondía a
la descripción indicada. Pero nadie aportó ningún dato
concreto. Con la expresión mucho más desanimada el
argentino se detuvo en un cruce de calles y releyó el papel
por enésima vez.
Roberto propuso que se sentasen en un solitario
banco de la placita que tenían enfrente, para pensar en los
próximos pasos. La tarde avanzaba bajo un sol quemante.
Ya sentados y a la sombra ahora fue Roberto quien preguntó
al argentino si no deberían ir a la Policía. Esta vez la
negativa del interrogado fue más enfática que antes.
Roberto miró a su esposa y lanzó para sorpresa de ésta:
206
Sírio Lopes Velasco

— ¡Entonces queremos saber toda la verdad!

El otro miró a la pareja como dudando. Y soltó:

— ¡Ya les dije que no sé nada!

Roberto le dijo que él y su mujer no tenían dinero


para bancarse una estadía indefinida en Marruecos.
El argentino dijo que él pagaría todos sus gastos.
Entonces Roberto replicó que no se trataba sólo de
un asunto de dinero, sino de saber exactamente a quién
estaban haciendo frente, para definir cómo proceder con
alguna chance de éxito.
El argentino se estrujó las manos y retorció el papel
que aún tenía en una de ellas. Rafaela sugirió que mientras
el otro se lo pensaba, fueran hasta la agencia del ferry a
cancelar su vuelta de aquella tarde y dejar el pasaje en
abierto. En el comercio más cercano preguntaron por la
agencia. Les indicaron una vaga dirección y les sugirieron
tomar un taxi, pues la distancia y el calor así lo aconsejaba.
Después de hacer el trámite en la agencia el
argentino propuso que fueran hasta el puerto, esperando que
a la hora del embarque de la excursión apareciera su mujer.
Allí llegaron en un taxi. En la sala de espera del
embarcadero había mucha gente, pero nadie conocido. De
pronto ingresó su excursión, con el guía a la cabeza. Éste
vino hacia ellos y en voz baja preguntó si había alguna
novedad. El argentino respondió negativamente. El otro
sacudió la cabeza e informó que no había comunicado nada
a la excursión, para no alarmarlos. Hizo un gesto con la
mano, a manera de saludo, y se dirigió con el grupo al
207
Los exilados y otros relatos

check-in. El argentino y la pareja esperaron en el hall que


se vaciaba poco a poco. A la media hora salió el guía,
trayendo tras de sí a un grupo de desconocidos. Saludó con
la cabeza y siguió su camino. Se oyó por los parlantes el
aviso de la inminente partida del ferry. El hall estaba
prácticamente vacío, pero Roberto notó que un hombre con
traje gris parecía observar de soslayo al trío. El argentino
no quitaba la vista de la puerta de entrada, pero su mujer no
apareció. Rafaela dijo que ya que el argentino no quería ir
a la Policía deberían ir a los hospitales, a preguntar si había
alguna mujer con rasgos y vestimenta de turista que hubiese
sido ingresada en las últimas horas. Al argentino pareció
iluminársele la mirada.
— Claro –dijo- puede haberla atropellado un vehículo.

Preguntaron en una agencia del ferry por el hospital


más importante de la ciudad y allá se fueron en taxi.
Roberto miró por el vidrio trasero y vio que el hombre del
traje gris quedaba en la vereda mirando al taxi que se
alejaba.
El recorrido no fue largo. El argentino bajó casi
corriendo y la pareja lo siguió. En la recepción el argentino
habló atropelladamente en francés y la funcionaria le pidió
que se expresara más despacio. La mujer revisó
cuidadosamente un voluminoso cuaderno que tenía a su
derecha y mirando a los tres visitantes dijo que allí en las
últimas horas no había ingresado ninguna mujer que no
fuera marroquí, ni ninguna indocumentada. El argentino le
pidió por favor que revisara nuevamente el cuaderno. La
mujer así lo hizo y repitió la negativa de antes. El argentino
208
Sírio Lopes Velasco

le pidió que se informara con los otros centros hospitalarios


para saber si su mujer estaba en alguno de ellos. La
funcionaria dijo que había sólo dos otros lugares donde
podrían haber ingresado a una persona. Tomó el teléfono y
llamó a ambas instituciones. Cada vez habló rápidamente
en árabe, pero por sus gestos se notó que insistía para que
su interlocutor verificara lo que se le pedía. Al fin meneó
negativamente la cabeza y mirando al argentino le dijo que
lo sentía, pero que no había noticias de su esposa. Y acto
seguido le recomendó que fuera de inmediato a la Policía.
El argentino agradeció, con gesto anonadado y tomó a cada
miembro de la pareja por un brazo, conduciéndolos hacia el
exterior.
Su rostro estaba desencajado y parecía debatirse en
un dilema. Invitó a la pareja a sentarse en un café cercano
para tomar algo. Se sentaron y seguía con aire a la vez
dubitativo y desolado. Roberto le tomó un brazo y le dijo
que desembuchara.
El otro se rascó el mentón y habló. Su mujer, para
inspirarse o por simple placer relajante acostumbraba
fumarse cigarrillos de marihuana. Cuando llegaron a El
Cairo decidió probar el hachís. Un funcionario del hotel le
dijo que él se lo conseguiría. Se lo trajo el día que
embarcaban en una excursión por el río Nilo. Antes de la
última escala de la vuelta y al amanecer una pareja de
hombres fuertes vestidos de traje golpeó a la puerta del
camarote e irrumpió en el aposento. Revolvieron
desprolijamente las pocas pertenencias de la pareja de
turistas y rápidamente encontraron la droga. Uno de los
invasores dijo que aquello reportaba un buen tiempo de
209
Los exilados y otros relatos

prisión en Egipto. La argentina ahogó un grito y su marido


dijo que tenían dinero para resolver el problema. En ese
momento el barco atracaba. Los hombres acompañaron a la
pareja en el desembarque, agarrando cada uno un brazo de
la mujer y uno de su marido. Afuera del desembarcadero
aguardaba un Mercedes Benz negro. Los hombres
empujaron a la pareja al banco trasero del vehículo, y se
quedaron fuera, montando guardia. El chofer ni se inmutó
en mirar a los recién llegados. Pero en el banco trasero otro
hombre, finamente vestido y bastante más grueso que los
dos captores, saludó por sus nombres a la pareja. Los
argentinos se sorprendieron mucho con ese saludo y el
marido preguntó cómo sabía sus nombres. El hombre
respondió que eso no venía al caso, y que lo importante era
que el hachís encontrado con su esposa podía llevarlos a la
cárcel por un buen tiempo. El argentino volvió a decir que
podían pagar para resolver el problema. El hombre sonrió y
dijo que así como sabía sus nombres, también sabía que su
próxima escala sería Marruecos, en una excursión que
entraría por Fez y saldría por Tánger. El argentino abrió
muy grande los ojos, y se miró con su mujer, que tenía la
misma cara de asombro. Y el otro prosiguió diciendo que
no quería su dinero, sino que simplemente llevara un
pequeño maletín, que en ningún caso podrían abrir, a un
lugar de Tánger que él les comunicaría. Y diciendo eso
levantó del piso un maletín de cuero que no era mayor que
un sobre grande de cartas. El argentino dijo sin pensar a su
mujer que por lo menos allí no podía ir ninguna cantidad
significativa de droga. El otro lo interrumpió para decirle
que sus hombres los acompañarían al hotel y al aeropuerto
210
Sírio Lopes Velasco

para certificarse de que tomaban el avión hacia Marruecos


y que si no entregaban el maletín en el local indicado habría
serias consecuencias. El argentino dudó y el otro dijo
secamente que era eso o la cárcel en Egipto. Y agregó que
si no cumplían con la entrega en Tánger el precio sería la
prisión en Marruecos o algo peor. Estas últimas palabras
fueron pronunciadas lentamente, como para no dejar dudas
de su alcance. El argentino consultó con la mirada a su
mujer y ella hizo un gesto afirmativo. Entonces el hombre
dijo que el maletín debía ser entregado en el único comercio
de muebles de madera que había en la tercera cuadra del
principal mercado de Tánger, al que se entraba por un
pórtico.
Roberto interrumpió el relato y dijo que aquel era el
mercado que habían visitado por la mañana. El argentino
asintió y aclaró que en aquella visita habían dado la vuelta
al cabo de la primera cuadra, por lo que él no había
entregado el maletín, que llevaba calado en la cintura,
debajo de la camisa.
Roberto preguntó por qué no había cumplido lo
prometido. El argentino le dijo que como aquel mismo día
abandonarían el país creyó que no entregando el encargo él
y su mujer se zafarían de algún otro lío.
Roberto le hizo observar que sucedió lo contrario y
le preguntó por el maletín. El argentino le dijo que estaba
en el cofre del hotel. Rafaela sugirió que fueran a buscarlo
de inmediato para llevarlo a su destino. El argentino miró al
cielo, que ya se oscurecía, y dijo que eso sería imposible
hasta la mañana siguiente, pues la instrucción recibida decía
que el encargo debía ser entregado antes del mediodía. En
211
Los exilados y otros relatos

ese momento Roberto creyó ver pasar por la vereda de


enfrente al hombre del traje gris. Y le comentó a su mujer y
al argentino que tenía la casi certeza de que estaban siendo
seguidos. Para su sorpresa el argentino respondió que
aquello era una buena señal, porque le indicaba a los que
debían recibir el maletín que él no había abandonado el país
y que podía entregar el encargo, manteniendo así en vida a
su mujer.
Tomaron un taxi y volvieron al hotel. Confirmaron
en recepción que podrían seguir alojados allí porque el
establecimiento tenía varias habitaciones libres. El
argentino pidió para sacar algunas pertenencias del cofre y
volvió con el pequeño maletín en manos. Se sentaron en
unos sofás situados en un rincón profundo del hall. El
argentino palpó y giró el maletín en sus manos. Y cuando
hizo un gesto como para abrirlo, Rafaela le dijo que ni se le
ocurriera hacerlo, pues aquello sí que podría meterlos en
otro gran lío a todos. El argentino sacó la mano de la
cerradura y dijo que de cualquier forma el maletín estaba
herméticamente cerrado y no era posible abrirlo. Entonces
se dirigieron a comer algo rápido y simple en el pequeño
restaurant del hotel. Rafaela creyó que desde una mesa
situada al fondo del recinto dos hombres bien trajeados los
observaban. Y así se lo hizo saber a sus acompañantes. El
argentino miró discretamente por encima del hombro y
confirmó la impresión de Rafaela. Los tres convinieron que
esa noche el argentino, acompañado del maletín, dormiría
en la habitación de la pareja. Allí se acomodó en el piso,
encima de una ancha alfombra y de dos frazadas que el calor

212
Sírio Lopes Velasco

hacía completamente innecesarias. Abajo de su cuerpo puso


el maletín.
Los tres se despertaron con los primeros rayos del
sol, que invadían indiscretamente la habitación. Rafaela
insistió en bañarse y los hombres la esperaron para bajar al
desayuno. Cada uno se sirvió un espeso café con algo de
leche. Apenas probaron los acompañamientos. El argentino
preguntó a un mozo la hora de apertura del mercado. Y se
enteraron de que muy pronto estaría abierto. Trataron de
vencer la ansiedad comentando qué harían cuando aquella
aventura acabase bien. La pareja manifestó su deseo de
volver a España lo más pronto posible. El argentino dijo que
nunca más pisaría un país árabe, y menos con su mujer. Al
decir eso se le escaparon sendas lágrimas. Rafaela puso una
mano encima de una de las suyas y lo calmó, asegurando
que su mujer estaría bien.
A diferencia de lo que habían hecho la mañana
anterior, fueron en taxi hasta el pórtico de entrada del
mercado. Entraron caminando a buen paso, y en la tercer
cuadra identificaron sin problemas el comercio. La pareja
se quedó en la vereda, y el argentino entró sólo, después de
sacarse el maletín de debajo de la camisa. La pareja vio
cómo en la penumbra del comercio un hombre con jelaba
roja recibía al visitante y ambos intercambiaron palabras en
voz baja.
Un par de minutos después el argentino salió con las
manos vacías. Rafaela quiso saber qué había ocurrido,
mientras ya se alejaban camino a la salida del mercado. El
argentino informó que el hombre le había dicho que
volviera al hotel, y que esperase allí la vuelta de su mujer;
213
Los exilados y otros relatos

y que ambos y la pareja que lo acompañaba debían tomar el


primer ferry disponible hacia España y no hablar nunca a
nadie de lo ocurrido. Y aclaró que su mano era larga y que
los encontraría en cualquier parte del mundo. El argentino
comunicó a la pareja que había aceptado todas las
condiciones, incluyendo la de su vuelta al continente.
Roberto y su mujer dijeron al unísono que había hecho muy
bien.
Un taxi los devolvió al hotel. Se sentaron en los
mismos sofás del hall que habían ocupado la noche anterior.
Las horas pasaban con la lentitud de un caracol y el
argentino no cesaba de consultar su reloj.
A pesar de lo grave de la situación Roberto no pudo
evitar preguntarse si aquel reloj sería legítimo o falso. Y se
tapó la boca, para ahogar cualquier sonrisa involuntaria.
El argentino se levantó varias veces y fue al baño y
a beber agua al restaurant. La hora del almuerzo se
aproximaba.
De pronto Rafaela, que no cesaba de mirar la gran
puerta que daba a la vereda se levantó y casi gritó:
— ¡Ahí está!
El argentino se levantó como impulsado por un
resorte y corrió hacia la puerta. Roberto vio a contraluz una
silueta femenina que le resultó familiar.
Los argentinos se fundieron en un largo abrazo
acompañado de muchos besos por todo el rostro.
Rafaela comenzó a llorar bajito y Roberto le puso
un brazo sobre los hombros.
Los argentinos se acercaron abrazados. Las dos
mujeres se besaron, y luego fue la vez de que Roberto
214
Sírio Lopes Velasco

saludara a la recién llegada. La mujer empezó a decir algo


sobre su cautiverio, pero su marido la cortó diciendo que ya
habría tiempo para eso en el ferry. Y sugirió a todos que de
inmediato recogieran sus valijas y se dirigieran al puerto.
Con las valijas ya en manos se juntaron en el hall.
El argentino pagó lo adeudado y pidió que el recepcionista
llamara un taxi. Esperaron del lado de adentro de la puerta.
El vehículo no se demoró. En el puerto buscaron la agencia
y revalidaron sus pasajes para el próximo ferry, que saldría
en pocas horas. Buscaron un café dentro del puerto y se
sentaron, aliviados. El argentino no soltaba la mano de su
mujer. Pero cuando ésta quiso empezar otra vez el relato de
lo que le había sucedido, su marido le dijo que eso era
asunto para el barco, y le indicó con un leve gesto de la
cabeza a dos hombres que parecían observarlos desde fuera
del café.
Al fin llegó la hora en la que consideraron prudente
hacer los trámites de migración y esperar en el embarcadero
interior. Los cuatro se aproximaron en dos filas y por
parejas a la ventanilla de la policía fronteriza. Los
argentinos pasaron sin problemas y esperaron a sus nuevos
amigos a un par de metros. Cuando Roberto y Rafaela se
acercaron, el policía salió de la ventanilla y se internó con
sus pasaportes en el cubículo que había atrás de su puesto
de servicio. A los dos minutos volvió acompañado con dos
hombres de muy mala cara. Uno de ellos dijo en francés
arrastrado que Rafaela debía acompañarlos hasta una
oficina cercana. Roberto preguntó qué sucedía y el hombre
le dijo que esperara allí, pues el problema no era con él.
Roberto dijo que sí lo era, pues Rafaela era su esposa. Y sin
215
Los exilados y otros relatos

esperar autorización siguió a los dos hombres y a su mujer,


pisándoles los talones. En la oficina esperaba un hombre
que a todas luces, por el tono en el que habló, era el superior
de sus dos acompañantes. Le devolvió el pasaporte a
Roberto y apenas levantó los ojos del de Rafaela para
preguntar dónde estaba el auto con el que había entrado al
país. Antes de que ella pudiera hablar, Roberto dijo que
habían entrado en una excursión en ómnibus, y describió el
periplo realizado. El hombre quiso saber el nombre de la
compañía y del guía. Rafaela le informó uno y otro dato; y
revolvió su cartera y le mostró el voucher de la excursión.
El hombre tomó un teléfono y se comunicó largamente con
alguien. De vez en cuando miraba a la pareja y asentía o
negaba. Al fin con un gesto de disgusto devolvió a la mujer
su pasaporte y dijo que debían marcharse rápido de allí y no
volver nunca más. Roberto no se lo hizo decir dos veces y
tiró a su mujer por el brazo. El policía de guardia en
migraciones los vio salir mientras atendía a los gritos a una
pareja árabe. Roberto y su mujer pasaron ante el control de
aduanas diciendo que no tenían nada que declarar. Al cabo
de un pasillo vieron la escalera del ferry. Desde la baranda
la pareja de argentinos los vio llegar y no se contuvieron;
los aplaudieron a rabiar. Cuando estuvieron juntos Roberto
relató lo ocurrido. Pensó un segundo y dijo que aquello era
una persecución a causa del lío del visado de entrada y del
apellido de su mujer, o era fruto de una simple confusión,
por el hecho de que podrían haber hecho constar a nombre
de Rafaela un auto que ingresaba una de las tantas personas
que se arremolinaban en aquel momento para pasar el
puesto de control de la frontera de Ceuta. El argentino dijo
216
Sírio Lopes Velasco

que nunca sabrían la verdad de lo que les había pasado a


una y otra pareja.
En ese momento Rafaela volvía del bar del ferry,
donde había ido a buscar una botella de agua, pues los
nervios que había pasado le habían dado mucha sed.
El ferry zarpó en ese mismo momento y Rafaela
contó que el mozo que le vendió el agua le dijo que ella no
era extranjera, sino una marroquí que se había cambiado el
nombre.
Los cuatro se miraron con ojos interrogativos. La
costa se fue alejando de a poco. Sin combinarlo, los cuatro
respiraron al mismo tiempo el aire fresco a todo pulmón, y
se rieron a carcajadas. Muchos marroquíes los miraron con
la cara de reprobación que se pone ante los turistas ruidosos.

217
Los exilados y otros relatos

LA LUNA BAJA

La familia había decidido construirse la casita en


Los Lagos. El terreno había sido comprado por la madre de
Lorenzo hacía varias décadas. Compraron los materiales del
otro lado de la frontera, donde eran más baratos. Y pusieron
manos a la obra, guiados por la experiencia del tío Eduardo.
Siguiendo su costumbre, los cimientos fueron construidos
con tanta fortaleza que permitirían sostener un edificio de
varios pisos. Como estaban en el período de vacaciones
docentes, Eugenia, además de encargarse de los dos niños,
ayudó a cargar agua para la obra. Su hija mayor, Carolina,
con sus 10 años no se habituaba a dormir bajo la carpa que
el sol calentaba sin piedad; y el menor, Sirio Roberto, de
seis años merecía permanente atención, porque en aquellos
parajes no faltaban las víboras venenosas, poco visibles en
los pastos altos. Eugenia debía recorrer varios cientos de
metros para acarrear el agua desde la orilla del lago mayor,
necesaria para todos los usos diarios, pues el agua corriente
aún no estaba instalada, como tampoco lo estaba la luz
eléctrica. De momento había que hacer las necesidades en
un balde, hasta que el baño estuviera disponible. Para tanto
la pareja cavó un pozo negro y cuando el tío Eduardo
decidió que ya se le podía poner la tapa, decidió el nombre
de la casita: “La Tempestad”. El nombre era el apropiado
porque cuando las paredes estaban levantadas y Eduardo
había ido a pasar el fin de semana a la ciudad, una tormenta
descomunal levantó la carpa donde dormía la pareja y sus
dos hijos. El viento que ululaba infló la lona, mientras
218
Sírio Lopes Velasco

Lorenzo sostenía desesperadamente el palo central y


Eugenia trataba de aguantar dos de los bordes. Los niños,
acurrucados en el espacio central aún a cubierto del agua,
lloraban desconsoladamente. Haciendo de tripas corazón, la
pareja logró estabilizar la carpa hasta que con la
aproximación del amanecer la tormenta fue amainando. Al
otro día vino el por entonces compañero de una tía de
Lorenzo, para ocuparse de la construcción del techo de lata.
Primero hubo que poner la armazón de longarinas,
espaciadas para economizar madera. Al tiempo en que las
clavaba el carpintero advirtió que con aquellas distancias y
el tamaño de las chapas, habría que ponerle piedras arriba,
para que el techo aguantara los frecuentes vendavales. El
techo se armó en un par de días, y fue el momento de encajar
las puertas y ventanas. De las primeras había sólo dos, y
metálicas, pues eran las más baratas. Ventanas había
compradas sólo una, a la que se sumaban las banderolas del
baño y de la cocina; y la otra ventana era usada y había sido
donada por un tío, que la tenía arrinconada y en desuso.
Ninguna tenía postigos, por lo que los vidrios no podían ser
transparentes, si se quería conservar algo de intimidad
dentro de la casa. Pero como las aberturas debían
permanecer trancadas por al menos tres días, la carpa siguió
hospedando a la pareja y sus dos hijos. Cuando una de las
puertas pudo abrirse, Eugenia dirigió y ayudó a poner el
wáter y su complemento, la pileta y la ducha del baño; estos
dos últimos utensilios eran de plástico barato; la cisterna del
wáter era de un rosado chillón, para alegrar el pequeño
ambiente. La pileta de la cocina era metálica y reluciente, y
cerca de ella se acomodaba la vieja heladera que había
219
Los exilados y otros relatos

donado Manuela, la madre de Lorenzo. En el living, que


también fungía como cuarto de la pareja, se acomodó una
cama de una plaza y media; y en el único cuarto verdadero
dormían los niños. Cuando la casa estuvo en condiciones
de uso (aunque los pisos seguían siendo aún de tierra) el
joven vecino que había dirigido, a cambio de un pago, los
trabajos cuando Eduardo no había podido venir, invitó a
Lorenzo a cazar mulitas. En aquel momento había venido a
hacer compañía a la pareja la madre de Eugenia, doña Irene,
que se ofreció para adobarlas. La noche era muy oscura y el
vecino se metió en pajonales que alcanzaban la altura de la
cabeza. Lorenzo pensó que si allí lo picaba una crucera
estaría frito, pues en Los Lagos no había suero antiofídico,
y mientras lograban llegar a la ciudad el veneno ya habría
hecho su trabajo. Para colmo no habían llevado ni un perro,
que eventualmente podría distraer la atención del reptil, y
también ayudar a capturar las mulitas y quizá a algún tatú.
Pero por suerte después de una media hora salieron a campo
descubierto y poco después la linterna del vecino alumbró
la primera mulita, capturada a pesar de su rápida fuga. La
bolsa se fue llenando con otras cuatro. Dos de ellas habían
tenido que ser sacadas a pala de la cueva donde ya se habían
refugiado. Cuando la pala las dejó al descubierto en su túnel
las mulitas seguían cavando con sus afiladas uñas, lo que
suscitó en Lorenzo un sentimiento de lástima y culpa. Pero
esas y otras tres capturadas a la carrera, se sumaron al botín.
Los dos jóvenes decidieron que la caza había sido
suficiente, y regresaron a casa, tratando de pisar lo mínimo
posible en los altos pajonales. Al otro día Eugenia y su
madre, acompañadas de Manuela, la madre de Lorenzo, se
220
Sírio Lopes Velasco

esmeraron para preparar el fruto de la caza. La comida fue


abundante y apetitosa. A los dos días ambas suegras se
fueron a sus respectivas casas y la pareja quedó disfrutando
la flamante casita con sus hijos. Mientras gestionaban la
instalación del agua corriente bajaban varios cientos de
metros hasta los lagos, para bañarse y bañar a los niños, y
para traer a la vuelta los baldes de agua, necesarios en la
casa, y algunos alimentos del único almacén que los vendía.
Abajo jugaban al vóleibol con algunos de los conocidos que
pasaban algunos días o sólo el fin de semana en carpas
instaladas al borde del lago mayor. Por diversión y también
para beneficiarse de comida gratuita, la pareja resolvió
acampar alguna noche al aire libre y a la orilla de aquel lago
para pescar. Los niños dormían en el piso, cubiertos por un
improvisado techo de lona. Una y otra vez las tarariras les
cortaban las líneas, que no tenían en su punta el metro
necesario de alambre. Pero varios bagres cayeron en la
bolsa familiar en una u otra de aquellas jornadas. Un día, y
mientras aún brillaba el sol, una tía pescó con su línea para
asombro general, una vieja de agua, que supuestamente no
mordía los anzuelos y sólo era posible conseguir con red.
Cuando Eugenia la preparó ensopada, como lo hacía con los
bagres, la familia descubrió por qué aquel pez prehistórico
que era descartado en su país, era una comida muy preciada
por los japoneses; su sabor era sencillamente delicioso.

Animados por los éxitos de las pesquerías,


decidieron acampar nuevamente durante la noche al lado
del lago mayor. Le dieron de comer a los niños y tiraron
varias líneas encarnadas con los grandes bivalvos que
221
Los exilados y otros relatos

encontraban allí mismo en el barro de la orilla. Los niños se


fueron aquietando poco a poco, y una hora después que el
sol había caído, empezaban a dormirse. Los acostaron abajo
del pino más próximo, distante sólo un par de metros de
donde tenían el farol a gas encendido. Entre ese pino y el
más cercano extendieron las dos guías de nylon para
amarrar en ellas el techo de lona para los niños. Cuando
comprobó que estaban completamente dormidos, Eugenia
vino a sentarse al lado de su esposo. Le tomó la mano
izquierda y ambos se besaron tiernamente. De inmediato
concentraron su atención en el agua. El silencio era absoluto
y sólo se oía de vez en cuando el coletazo de algún pez que
cazaba o huía de otro. Del otro lado del lago el bosque que
corría al lado del arroyo cercano era una muralla negra. El
viento había cesado totalmente. Eugenia llamó la atención
de su marido hacia el cielo estrellado. La casi inexistente
contaminación luminosa del lugar permitía ver un
sinnúmero de estrellas entre las que reinaban Orión y la
Cruz del Sur. Eugenia comentó que pocas veces había visto
con tanto brillo a las Tres Marías, que forman el cinturón de
Orión. De pronto una línea empezó a moverse con rapidez
e hizo sonar la latita que en la orilla daba la alarma. Lorenzo
se paró y empuñó la línea, pero la dejó correr un poco más.
Cuando creyó que había llegado el momento dio un fuerte
tirón. Creyó sentir el peso de un pez gordo en el otro
extremo. Pero pronto la línea quedó floja, señal inequívoca
de que el pez se había escapado. El pescador recogió la línea
y comprobó que la mitad de la carnada había desaparecido.
Se la mostró a su esposa, y ella reencarnó el anzuelo.
Lorenzo volvió a tirar la línea lo más lejos que pudo. Lo que
222
Sírio Lopes Velasco

no era fácil, pues las características del lugar aconsejaban a


no usar plomadas, y sólo el peso de la carnada permitía
lanzar la línea lejos. En la circunstancia el pescador quedó
satisfecho con el alcance del tiro. Y volvió a sentarse junto
a su esposa. Volvieron a tomarse de las manos y
contemplaron otra vez la inmensa bóveda estrellada. De
pronto Eugenia exclamó que la luna llena salía majestuosa
exactamente detrás del bosque que cercaba la otra ribera del
lago. Su marido le contestó que no sabía que estaban en fase
de luna llena. Fijó su vista en la baja luna que brillaba con
todo fulgor. En ese momento Eugenia casi gritó:

— ¡Parece que sigue aumentando de tamaño y está


cambiando de color!

Ahora la luna presentaba una tonalidad rojiza.


Eugenia se movió agachada hacia el farol y puso
delante del mismo un cajón, atajando su luz en la dirección
del lago. La luna disminuyó de inmediato la intensidad de
su luz, y pareció detenerse.
Entonces Lorenzo corrió el cajón para que la luz del
farol iluminase como antes hacia el lago.
La luna volvió a recobrar el fulgor perdido, pero
ahora su color era verdoso, y pareció acercarse y aumentar
un poco más de tamaño.
En ese momento Eugenia dijo a su marido en un
susurro que la luna estaba delante del bosque, pues creía ver
la línea de árboles más atrás de su luz.
Su marido tapó otra vez la luz del farol y la luna disminuyó
su resplandor.

223
Los exilados y otros relatos

— ¿Viste eso? - exclamó Eugenia.

Su marido asintió con un hilo de voz y volvió a


destapar el farol.
Entonces la luna creció y adquirió un color azulado. Pero
en su borde inferior pestañeaban luces menores blancas,
rojas y verdes, que se turnaban prendiendo y apagándose.

— ¡Eso no es la luna! masculló Eugenia.

Y de inmediato se irguió para acercarse a los niños


que seguían durmiendo como angelitos.
Lorenzo la siguió, y ambos, de pie, no despegaron
los ojos de la luz que seguía aumentando de tamaño.
El pescador percibió que ya era visible una
superficie metálica y en forma de dos platos superpuestos.

— ¡Es una nave! - dejó escapar con voz apagada.

Y asió fuertemente la mano de su mujer.


La nave se acercó a la orilla donde ambos estaban
parados y se detuvo a pocos metros, fluctuando sobre el
agua.
Eugenia hizo saber a su marido que sentía en su
cabeza una voz que le decía que no tuvieran miedo. Él le
dijo que estaba oyendo lo mismo.
Cada uno se puso de uno y otro lado de los niños
que dormían.
Una compuerta se abrió en la parte delantera de la
nave y dos figuras fluctuaron hasta la superficie del lago.
Lorenzo y su mujer constataron que eran
humanoides altos y vestían un uniforme plateado; sus
224
Sírio Lopes Velasco

rostros estaban cubiertos por un casco que sólo dejaba a la


vista sus dos grandes y rasgados ojos. Y la pareja vio que
aquellos seres no se hundían en el agua, sino que caminaron
sobre ella hasta la orilla.
Pronto salieron a tierra y se plantaron ante la pareja,
muda y muy asustada. No era posible adivinar el sexo de
los visitantes, y ni siquiera si lo tenían, y si eran uni o
plurisexuados. A sus espaldas quedó la nave, que ahora sólo
despedía leves destellos apagados. Lorenzo calculó que
mediría unos treinta metros de diámetro por unos cinco de
altura.
La pareja sintió en sus cabezas el mensaje de que
venían a buscarlos a ellos y a sus hijos, para salvarlos de la
total destrucción que la Humanidad sufriría en breve.
Hablando en voz alta y firme Lorenzo preguntó a qué se
debería aquella destrucción.
La respuesta vino del ser que todavía no había
hablado, pues si bien era telepática como los mensajes
anteriores, tenía un no sé qué de diferente en la manera en
la que la registraba su cerebro. El ser que todavía no había
hablado dijo que la destrucción vendría por una gran guerra,
que, además de la matanza gigantesca que provocaría
instantáneamente, alteraría la distribución de los mares y
ríos, envenenaría de inmediato todo el medio ambiente, y
así agudizaría catastróficamente los desequilibrios
ecológicos que llevarían a la muerte a la pequeña porción
de humanos que hasta entonces hubiera podido sobrevivir.
Eugenia alzó la voz, que de temblorosa pasó a
segura, para preguntar si podrían pensárselo una semana y
si podrían llevar con ellos a sus familiares.
225
Los exilados y otros relatos

El ser que se había comunicado primero dijo que en


una semana sin falta podrían darse cita en aquel mismo
lugar y a aquella misma hora. Sobre los familiares aclaró
que podrían escoger sólo a padres, hermanos y a los hijos
de estos últimos.
Eugenia aclaró que su padre había fallecido hacía
tiempo, y preguntó si eso le daría la oportunidad de elegir a
algún otro familiar en su lugar.
El segundo ser dijo que sabían ese detalle y
respondió negativamente a la pregunta.
Entonces ella quiso saber si otros humanos también
serían salvados. El ser que se había comunicado por último,
dijo que miles serían rescatados de todos los continentes.
Lorenzo preguntó si podrían informar a la prensa y
a quienes encontrasen en su día a día del mensaje que
habían recibido.
El primer ser dijo que podrían comunicárselo sólo a
los familiares que viajarían con ellos, y que todos debían
guardar silencio.
Eugenia quiso saber adónde los llevarían.
El segundo ser respondió que a un planeta de otra
Galaxia donde encontrarían paisajes y condiciones de vida
muy parecidas a las de la Tierra, pero que era mejor que los
humanos no supieran su localización.
Lorenzo preguntó por qué. El ser dijo que para evitar
que en caso de alguna indiscreción de alguno de quienes
serían rescatados, se evitase la mirada de astrónomos
indiscretos cuyos conocimientos pudieran tratar de usar
gobernantes belicosos; inútilmente –aclaró- pues, como
saben, las armas humanas apenas si pueden llegar a
226
Sírio Lopes Velasco

distancias ridículas en términos astronómicos; pero –


continuó – siempre es bueno evitar tentar a los dementes.
Eugenia quiso saber qué harían en el nuevo planeta.
El primer ser contestó que los humanos se organizarían y
vivirían autónomamente, sin ningún gobierno externo ni
ninguna otra especie de igual o superior inteligencia a su
alrededor.
Lorenzo quiso saber si habría alguna restricción a
esa autonomía.
El primer ser dijo que las armas estarían totalmente
prohibidas y que la vida comunitaria sería de permanente
cooperación y entreayuda, para hacer posible la felicidad de
cada uno y de todos; para eso –continuó diciendo- la
producción se organizará según las necesidades de cada uno
y de todos, y sus frutos serán distribuidos según las
necesidades de cada uno, con prescindencia de cualquier
forma de dinero. La otra restricción, si es que se puede
aplicar esa palabra –acotó el segundo ser- es que deberán
preservar y regenerar el medio ambiente que encuentren de
forma permanente, para mantener sus grandes equilibrios
ecológicos intactos; para eso –agregó- contarán con todo
nuestro apoyo tecnológico.
Eugenia hizo ademán de hacer otra pregunta, pero el
segundo ser le dijo que por ahora las preguntas y respuestas
eran suficientes, y que volverían a encontrarse en una
semana. Y agregó que a la próxima cita deberían concurrir
acompañados de los parientes que harían el viaje, y todas
las pertenencias necesarias indispensables para instalarse
los primeros tiempos en sus nuevos hogares; y aclaró de
inmediato que se refería sólo a ropa, calzados, juguetes y
227
Los exilados y otros relatos

enseres caseros básicos fácilmente portables, pues el resto


lo tendrían disponible al llegar, o lo construirían allí los
humanos con sus propias manos.
Los dos seres giraron sobre sus talones, sin levantar
los pies, y volvieron caminando sobre el agua hasta abajo
de la nave. Entonces la compuerta volvió a abrirse y se
elevaron suavemente hasta ella. Desde aquella puerta
corrediza abierta levantaron ambos brazos en señal de
saludo. La compuerta se cerró y la nave ascendió
lentamente unos metros. Se detuvo un instante y de
inmediato se disparó a una velocidad alucinante
ascendiendo al firmamento más allá del bosque.
La pareja recogió sus cosas sin hablarse. Cada uno
tomó en brazos a un niño. Ambos seguían durmiendo
plácidamente. Recorrieron unos trescientos metros hasta
donde habían dejado el viejo vehículo que Manuela les
prestaba para ir a los Lagos. Acostaron a los niños en el
asiento trasero y amontonaron los enseres en el valijero.
Decidieron ni pasar por la casita, pues la habían dejado
cerrada. Se dirigieron directamente a la ciudad, distante a
una veintena de kilómetros. Durante todo el trayecto se
preguntaron uno al otro si no habrían soñado. Y se
convencieron de que no. Y Eugenia agregó que como
prueba irrefutable tendrían la cita de la semana siguiente.
Ella miró por la ventanilla para ver si veía algo fuera de lo
común, pero no captó nada extraordinario. El cielo
estrellado los acompañó hasta que las luces de la ciudad lo
opacaron en buena medida.
Entraron al apartamento en silencio, sin descargar el
coche y llevando cada uno a uno de sus hijos dormido.
228
Sírio Lopes Velasco

Manuela salió en salto de cama de su dormitorio y extrañó


su vuelta anticipada. Lorenzo le aclaró que se lo explicarían
en el desayuno. Antes de volver a su dormitorio la madre de
Lorenzo oyó curiosa cómo Eugenia tomaba el teléfono y le
decía a su madre y hermano, que vivían en la capital,
distante a quinientos kilómetros, que al otro día sin falta
debían venir con las pertenencias personales básicas, como
si fueran a viajar a otro continente. El hermano de Eugenia
quiso saber qué locura era aquella, pues él y su mujer tenían
compromisos laborales, y su pareja de hijos debía
frecuentar el club de natación. Eugenia le replicó que se
trataba de algo de importancia vital, y que dejaran mensajes
de disculpa, alegando una emergencia familiar; pero para
calmarlo le aclaró de inmediato que todo estaba bien con
ella y la familia.
Acto seguido se certificó de que los niños dormían
en su camita de dos pisos, y se reunió con su marido.
Ambos se desvistieron y se metieron en la cama con
la luz encendida y mirando fijamente el techo. Ella aconsejó
a su marido que lo mejor era tratar de dormir para tener la
cabeza clara y el cuerpo fuerte al amanecer. Él asintió y
apagó la luz.
Durante un par de horas cada uno oyó la respiración
del otro, y cada vez que se movieron fue para tomarse de la
mano. Al fin el cansancio los venció.
Eugenia se levantó primero y junto a Manuela preparó el
desayuno de todos. Lorenzo dejó que los niños siguieran
durmiendo y fue a sentarse con ambas mujeres en la
pequeña mesa de la cocina. Mientras revolvía el té con leche
le pidió a su madre mucha calma ante lo que oiría de
229
Los exilados y otros relatos

inmediato. Y sin pausa le contó lo sucedido a la orilla del


lago mayor. Mientras hablaba Manuela se volvió más de
una vez hacia Eugenia, esperando que su nuera le aclarara
que todo aquello era una broma. Pero su cara seria apartaba
esa hipótesis. Entonces cuando Lorenzo terminó el relato
Manuela preguntó cómo y cuándo se lo dirían a los
parientes concernidos; y agregó:

— Porque al cabeza loca de tu padre yo no le hablaré, y a tu


hermana y el marido hay que avisarle cuanto antes, para que
se preparen junto a sus tres hijas.

Lorenzo le dijo que inmediatamente después del


desayuno iría personalmente a avisarle a su padre, y a su
hermana y su cuñado.
Manuela preguntó entonces si ya que ella trabajaba
desde hacía décadas en una de las principales radios de la
ciudad, no debía Lorenzo aprovechar aquel espacio para
comunicar el mensaje recibido a toda la audiencia, y en
general al país y el mundo, ya que una noticia como aquella
no dejaría de propagarse como reguero de pólvora.
Lorenzo le contestó que aquello contrariaría
expresamente la instrucción recibida de los alienígenas.
Eugenia replicó que la compasión hacia los demás bien
valía aquella transgresión.
Lorenzo reflexionó en voz alta que ni siquiera él
estaba convencido de que aquello no fuera una alucinación,
y que, en caso de que la semana siguiente así se
comprobase, no sólo se expondrían él y su mujer a un
ridículo que los marcaría de por vida, sino que también

230
Sírio Lopes Velasco

habría creado un pánico totalmente innecesario y difícil de


controlar.
Su mujer dijo que la importancia del asunto merecía
aquellos riesgos, pues le parecía muy egoísta guardar
secreto sobre lo que habían oído.
Entonces intervino Manuela para agregar que quizá aquella
divulgación llamase a la cordura a los gobernantes de las
tres grandes potencias y de las seis menores que poseían
armas capaces de destruir más de una vez a la Humanidad,
y que desde hacía años venían provocándose y
amenazándose, al borde de la guerra.
Lorenzo acató aquellos argumentos y dijo que
inmediatamente después de prevenir a los suyos se
encontraría con su madre en la radio, para divulgar la
noticia.
Su cuñado y su hermana estaban ocupados
tempraneramente en la tiendita de bisutería y trofeos
deportivos que regentaban. Sus dos hijas menores habían
quedado en casa al cuidado de la mayor, que cumpliría en
breve quince años. Ambos oyeron con sus bocas muy
abierta el relato de Lorenzo. El cuñado fue el primero en
reaccionar y preguntó si podrían llevar la mercadería
consigo. Lorenzo le aclaró que aquello contrariaba
expresamente las instrucciones recibidas. Su mujer lo
calmó recordándole que los alienígenas habían dicho que en
el nuevo planeta encontrarían o construirían todo lo
necesario para disfrutar, solidariamente, de un buen vivir.
Su marido instintivamente pasó la mano por la vitrina que
tenía ante sí, y asintió a contragusto. Lorenzo les reiteró que
tendrían pocos días para prepararse, y que se encontrarían
231
Los exilados y otros relatos

en la casita de los Lagos en seis días, para el embarque. Y


les avisó que después de comunicarle la noticia a su padre,
la divulgaría por la radio.
Su hermana le hizo notar que aquella conducta era
contraria a lo prescrito por los alienígenas. Él replicó con
los argumentos de su madre y su esposa.
Su hermana cabeceó dubitativa, pero él ya se levantaba para
ir a avisar a su padre.
Cuando llegó a su pequeña casa lo encontró en la
vereda, saboreando un whisky tempranero en compañía de
un vecino. Éste saludó al recién llegado y se volvió a su
casa, con el vaso en la mano.
Lorenzo puso al tanto de la situación a su padre. Éste
lo miraba entre risueño e intrigado mientras transcurría el
relato. Al fin exclamó:

— ¡Estás bromeando y esto es una indirecta para que tome


menos y restablezca relaciones con tu madre!

Lorenzo lo negó enfáticamente, y reiteró el plazo de


una semana; ahora su progenitor lo miró por primera vez
con cara seria y le preguntó si de verdad anunciaría todo
aquello en la radio.
Su hijo así se lo confirmó, y mientras se levantaba
para irse le dijo que lo vería a mitad de semana para saber
si estaba aprontándose como debía para la partida. El padre
quiso saber si podría llevarse algunas botellas de whisky, a
lo que Lorenzo le contestó que implícitamente los
alienígenas descartaban aquella posibilidad, pero que no la
habían negado explícitamente.

232
Sírio Lopes Velasco

— Entonces, si decido irme, me voy a guiar por lo explícito


– concluyó el padre.

Lorenzo subió al viejo coche materno y se fue a


reunirse con su progenitora en la radio. La encontró
dialogando con el Director. Éste le espetó de entrada:

— Si no fuera porque sé que tu madre es una mujer seria, y


porque también sé que hasta ahora nunca estuvo en un
manicomio, te negaría rotundamente el micrófono.

Y de inmediato le exigió que le contara aquél


encuentro con alienígenas, del que su madre sólo le había
relatado la llegada de la nave y de dos tripulantes.

Lorenzo le aclaró que sólo a la semana siguiente


tendría la certeza de que no había soñado. Y le contó los
hechos, pero ocultándole el lugar, el día exacto y la hora del
nuevo encuentro.

El Director se rascó el mentón, y dijo que a pesar de


que aún tenía dudas, así como había ocurrido con la difusora
usada por Orson Wells para anunciar una falsa invasión
marciana en los años 1930, aquella transmisión favorecería
mucho a las arcas de la radio. Y le dijo que se dirigiera al
estudio. Lorenzo así lo hizo, en compañía del Director,
mientras su madre se sumaba al operador de sonido, en su
cubículo situado al otro lado de un tabique de vidrio.
Lorenzo se sentó, con el corazón palpitante, al lado del
Director, y oyó el fin de una insípida tanda publicitaria. La

233
Los exilados y otros relatos

luz roja se encendió arriba de la mesa del estudio y el


Director tomó la palabra.

Carraspeó, se presentó y dijo que la audiencia y el


mundo oirían a partir de aquel instante una noticia
bombástica; y acotó de inmediato que quien la referiría era
un docente que era el hijo de una veterana y muy seria
animadora de la radio, por lo que sus palabras le merecían
el mayor crédito. Y de inmediato presentó a Lorenzo y le
pasó la palabra.
Lorenzo arrancó hablando lentamente y el Director
le indicó con un gesto que hablase más alto y más cerca de
micrófono. Entonces, ya con la voz más firme, el profesor
se limitó a describir pormenorizadamente el encuentro con
los alienígenas y a transmitir su alerta de que muy en breve
la Humanidad sería destruida por una guerra; y agregó por
su cuenta: “si no recapacita y cambia sus relaciones
internacionales de inmediato”. Omitió hablar sobre la
operación de salvataje y sobre el encuentro de la semana
venidera. El Director le preguntó entonces si los visitantes
le habían pedido que divulgara aquel mensaje. Lorenzo
mintió afirmando que ni se lo habían pedido ni se lo habían
prohibido. El Director inquirió ahora si Lorenzo esperaba
que los gobiernos que tenían el poder de las armas de
aniquilación entrasen en contacto con él para oír
directamente su relato y para tomar las medidas de
reconciliación necesarias. Lorenzo dijo que tendrían seis
días para hacerlo, pero ocultó el motivo de aquel plazo.

234
Sírio Lopes Velasco

El operador de sonido hizo saber a los ocupantes del


estudio que muchas llamadas telefónicas y mensajes por
internet estaban llegando en esos momentos.
El Director le respondió con un ademán que les
pasase en vivo aquellas comunicaciones.
Las llamadas y mensajes fueron los más variados.
Un oyente pidió para que Lorenzo diera más detalles de la
nave y de sus tripulantes. El profesor lo atendió con gusto y
se esforzó por extraer de la memoria algún aspecto que
hubiera escapado a su anterior descripción. Un mensaje
firmado por una mujer preguntó si Lorenzo hacía
meditación, porque ella, gracias a ese repetido ejercicio
había logrado ver y comunicarse con los espíritus. El
profesor contestó que si siempre le habían interesado las
culturas indígenas de Latinoamérica y las filosofías
orientales, nunca había practicado la meditación ni había
tenido comunicación con espíritus. El oyente siguiente le
pidió a Lorenzo que le informara la marca de aguardiente
que acostumbraba tomar, y si en ese momento estaba sobrio
en la radio, dando a entender que no lo estaba cuando
ocurrió el supuesto encuentro. El profesor confesó con
firmeza y contrariado que nunca había bebido alcohol, y se
guardó de precisar que esa abstinencia tenía por motivos un
rechazo a la costumbre del padre y el desagrado ante todo
gusto amargo. Una oyente, al parecer algo distraída o que
no había escuchado el testimonio desde el principio, quiso
saber entonces si Lorenzo era casado y si podría
acompañarlo a algún eventual futuro encuentro. El profesor
dio cuenta nuevamente de su estado civil y mintió diciendo
que nada sabía de algún encuentro por venir. Un mensaje
235
Los exilados y otros relatos

sin destinatario quiso saber si los alienígenas habían


precisado cuál de las potencias iniciaría la guerra
aniquiladora. El profesor dijo que no lo habían dicho, pero
que le parecía que aquel detalle era despreciable ante la
información de que con las sucesivas réplicas y
contrarréplicas, toda la Humanidad perecería en una guerra
de aquel tipo. Una mujer preguntó si Lorenzo ya se había
puesto en contacto con las autoridades y qué respuesta había
tenido. El Director se antepuso a su invitado y expresó que
esperaba que las autoridades nacionales e internacionales se
pusieran de inmediato en contacto, y ofrecía la radio como
mediadora posible para esa comunicación. Un hombre
afirmó que seguramente el entrevistado estaba queriendo
promoverse a costa de la credulidad de los ciudadanos de a
pie, y que previsiblemente abriría algún consultorio de
médium para lucrar con esa credulidad. Lorenzo,
francamente enojado, respondió secamente que no
necesitaba ninguna publicidad pues tanto él como su esposa
se ganaban honestamente la vida como docentes, y que
acerca de sus pasos futuros el oyente atrevido tendría la
respuesta en una semana. Una joven que se identificó como
colega de Lorenzo, sin dar su nombre, atestó la honestidad
del entrevistado, y concluyó diciendo que, dada la extensión
del Universo, lo raro no era que aparecieran seres de otros
planetas, sino precisamente lo contrario, a saber que
estuviéramos solos en el mundo, en este pequeño y
periférico planeta de la Vía Láctea. Antes de que Lorenzo
pudiera agradecer esas palabras, entró otra oyente para
preguntarle por qué no habían fotografiado el supuesto
encuentro. La respuesta fue deque habían dejado el celular
236
Sírio Lopes Velasco

en el coche, por temor a perderlo en la orilla del lago. Un


hombre se manifestó de inmediato para objetar que aquella
lejanía del móvil era bien conveniente para no tener que
aportar ninguna prueba de lo supuestamente sucedido. El
profesor pensó contraargumentar recordando una vez más
que su esposa era testigo de lo acontecido, pero se mordió
los labios para no involucrarla y exponerla nuevamente.
Casi una hora había transcurrido desde el inicio de la charla.
El operador de sonido le señaló con un gesto la hora al
Director. Éste declaró que infelizmente ya cabía entregarle
el micrófono al programa siguiente, pero renovó la
disposición de la radio a seguir recibiendo mensajes, y, -
enfatizó- principalmente de las autoridades, para pasarle los
contactos a Lorenzo. El profesor agradeció el espacio. La
luz roja que sobrevolaba la mesa, se apagó. El Director y
su invitado se pusieron de pie, y el primero prometió al
segundo transmitirle cualquier mensaje que recibiera de allí
en más. Lorenzo se lo agradeció y dejó las instalaciones de
la radio. Mientras caminaba por la vereda rumbo al coche
de su madre no sintió ninguna mirada especial sobre él.
Concluyó que o aquellas personas no habían oído la
entrevista, o no le habían dado la mínima importancia.
En el apartamento reencontró a su madre, y a su
esposa e hijos. Las dos mujeres lo felicitaron por la
entrevista. Los niños jugaban en el patio interior y
empedrado del edificio. Por obligación Lorenzo informó
que su padre no le había prometido que se les sumaría, pero
que su hermana, cuñado e hijas sí lo harían. Platicaban
alrededor de sendas tazas de té o café cuando sonó el
teléfono. Era el Director de la radio para anunciarle que las
237
Los exilados y otros relatos

autoridades locales querían verlo aquella misma tarde, y


que para eso lo esperarían ya reunidos en la sede de la Junta
Departamental. Lorenzo confirmó su presencia. Se sacó la
camisa y dijo a su madre y esposa que dormiría hasta el
almuerzo, para recuperar las horas no dormidas en la noche
y estar en forma para la charla con las autoridades locales.
Se despertó con el sol fuerte que entraba por las
rendijas de la persiana. En la mesa lo esperaba un apetitoso
almuerzo en compañía de su esposa y madre, que ya habían
dado de comer a los niños, y los habían acostado para la
siesta. Manuela comentó que aún no podía creer en lo que
les estaba pasando y que dentro de una semana ya no
estuvieran en la Tierra; y rompiendo en llanto se preguntó
en voz alta si no era mejor morirse antes. Eugenia se puso
en pie y le rodeó los hombros en un apretado abrazo.
Lorenzo hizo lo propio y la besó en una mejilla. Acto
seguido se duchó, se afeitó y se vistió con su mejor ropa
para ir al encuentro de las autoridades. Cuando llegó, la
gran sala de reuniones parecía un avispero en ebullición.
Cuando entró, el silencio se instaló en un santiamén. El
Intendente dejó la silla de la cabecera y avanzó unos pasos
para saludarlo efusivamente. Lo invitó a tomar asiento a su
lado. Lorenzo así lo hizo al tiempo en que reconocía unas
pocas caras entre todas las allí reunidas. El Intendente dijo
que no hacía falta ninguna introducción pues cada uno de
los presentes ya sabía de primera o segunda mano lo que el
profesor había comunicado en la radio aquella mañana. Y
lo invitó a reiterar su relato.
Lorenzo suspiró profundamente y venciendo el
nerviosismo que amenazaba cortarle la voz, pidió un vaso
238
Sírio Lopes Velasco

de agua. Un asistente se lo dio casi instantáneamente. En


esos breves segundos Lorenzo constató que todas las caras
lo miraban expresando una variedad de expectativa,
incredulidad y burla. Bebió algunos sorbos y empezó el
relato, incorporándole los detalles que había recordado en
la entrevista radial, y omitiendo lo mismo que en ella había
ocultado. Las caras fueron adquiriendo una expresión de
seriedad y preocupación, salvo alguna, que permaneció con
gesto divertido y burlón. Cuando hubo terminado el relato,
vinieron las preguntas. No fueron muy diferentes de las que
había oído durante la mañana. Uno de los ediles le preguntó
directamente si los alienígenas habían expresado alguna
opinión en favor o en contra de alguna ideología política o
gobierno o potencia. Lorenzo contestó que no lo habían
hecho. Otro edil, que también era docente, dijo que ante la
gravedad del mensaje aquella pregunta carecía de sentido
pues los visitantes manifestaban su preocupación por toda
la Humanidad. Algunas voces apoyaron esa manifestación.
Pero otro edil dijo que quizá los visitantes quisieran
imponer su propia ideología o religión, so pretexto de
aquella supuesta preocupación. Lorenzo retrucó
observando que dada la incomparable superioridad de su
tecnología y habilidades telepáticas, muy poco debía
importarle a los alienígenas imponer cualquier cosa en
nuestro diminuto planeta. Obtuvo varias expresiones de
apoyo. Entonces uno de los que no había dejado de mirarlo
con expresión burlona le preguntó sin ambages si él
consumía alguna droga. El profesor lo negó enfáticamente
y puso por testigo a todos sus colegas y amigos. El otro
quiso entonces saber por qué ninguna otra persona que
239
Los exilados y otros relatos

había estado presente aquel día en los Lagos había


reportado la presencia de la nave. Lorenzo dijo que no se
podía descartar que alguna persona la hubiera visto, pero
que callase el hecho por temor a ser ridiculizada; aunque –
ponderó- no mucha gente de las cercanías puede ver en
plena noche aquel sector del lago mayor donde se desarrolló
el encuentro. El escéptico volvió a la carga preguntando
cuánto había durado el supuesto evento. Lorenzo dijo que
en total no más de diez minutos, y reafirmó que esa escasez
de tiempo aumentaba las chances de que ninguna otra
persona del lugar hubiera visto lo acontecido. Una edila
preguntó si los niños habían presenciado el fenómeno.
Lorenzo aclaró que no, porque estaban durmiendo, y él
creía que eso había sido lo mejor para ellos, él y su esposa.
Otra edila preguntó por qué no había hecho alguna
filmación o foto de lo ocurrido y Lorenzo repitió lo que
había aclarado en la radio a ese respecto. El Intendente
interrumpió la serie de preguntas y respuestas afirmando
que él le creía a Lorenzo, dada la seriedad que en la ciudad
se le reconocía a él y a su madre. Otro edil quiso saber
entonces qué pensaba hacer el Intendente. Éste respondió
que ya había entrado en contacto con el Presidente y el
Parlamento Nacional y había puesto a su disposición la sala
de videoconferencias de la Intendencia para que dialogaran
directamente con Lorenzo. Aclaró que como el país era
pequeño y sus habitantes no eran muy numerosos, confiaba
en que aquellas autoridades hicieran rápidamente contacto
con él y con Lorenzo, para confirmar el horario del diálogo.
Estaba en eso cuando se le acercó un asistente y le dijo algo
en voz muy baja al oído.
240
Sírio Lopes Velasco

— ¡Ajá! - dijo el Intendente.

Y comunicó que el propio Presidente rodeado de los


Presidentes de cada Cámara Legislativa, se disponían a oír a la
mañana siguiente en videoconferencia a Lorenzo. Como dijo que
él en persona le haría compañía, un edil de la oposición sugirió
que también estuvieran presentes un representante de cada
bancada de la Junta. El Intendente respondió que no veía en ello
ningún inconveniente, y que cada bancada nombrara su
representante. Y levantó la sesión. Ya de pie le informó a
Lorenzo el horario en el que debía presentarse en la Intendencia,
y se retiró rodeado de algunos colaboradores. Varios ediles de
uno y otro sexo se aproximaron a Lorenzo y quisieron saber uno
u otro detalle de su experiencia. Una de las edilas le preguntó si
los visitantes habían precisado las fechas de la gran guerra.
Lorenzo respondió negativamente. Otros interlocutores
repitieron preguntas que él ya había respondido, pero volvió a
contestar con paciencia y solicitud, mientras se abría paso hacia
la puerta de salida.
Ya en la calle respiró el aire que se hacía más fresco con
la cercana caída de la tarde. Volvió en coche hasta su
apartamento. Al llegar informó a su esposa y su madre de lo
ocurrido en la Junta. Recibió como noticia la llegada aquella
misma noche en ómnibus procedente de la capital, de su suegra,
y de su cuñado y su esposa, con sus tres hijos. Lorenzo dijo que
iría a buscarlos a la terminal, y que, si todos y todo el equipaje
no entrara en el coche, su cuñado tendría que venirse en un taxi
con los petates sobrantes. Acto seguido le pidió a su madre que
se encargara de los niños, pues quería conversar a solas con su
esposa. La invitó a salir y en las casi desiertas calles del
vecindario le preguntó otra vez si no habrían soñado y si debían
decirle de inmediato toda la verdad a Irene y a su cuñado y
familia. Eugenia respondió que estaba segura de que no habían
241
Los exilados y otros relatos

soñado, y que debían decir a su madre, hermana y núcleo


familiar, toda la verdad. Volvieron caminando lentamente y de
la mano hasta el apartamento, donde Manuela ya preparaba una
frugal cena. Los niños jugaban en la alfombra del living-comedor
y la pareja los contempló con ternura y atajó de raíz la querella
que amenazó desencadenarse a causa de un juguete. La pareja
dio de comer a sus hijos y los devolvió a sus juegos. Lorenzo
vistió un leve abrigo y se fue en busca de sus familiares
provenientes de la capital. El ómnibus se atrasó escasos minutos.
Primero bajó Irene con una gran mirada de interrogación.
Lorenzo tomó el bolso que tenía en manos y le dijo que todo se
aclararía en su apartamento. Lo mismo repitió a su cuñado y
esposa, al tiempo en que besaba a sus pequeños hijos gemelos y
a su hija un poquito mayor que ellos. Como Lorenzo lo había
previsto, en el coche no cabía ni su cuñado ni todo el equipaje.
Acompañó a su cuñado hasta el taxi más cercano y allí cargaron
el equipaje sobrante. Lorenzo confirmó al taxista la dirección de
destino. Y volvió hacia su coche. Éste y el taxi llegaron casi
juntos al apartamento. Los hombres bajaron el equipaje y las
mujeres se encargaron de los niños. Ya dentro de la vivienda
todos se besaron efusivamente. Irene no aguantó ni un minuto
más y pidió detalles. Lorenzo propuso que primero dieran de
comer a todos los niños y que después que los acostaran en el
cuarto de Carolina y Sirio Roberto, donde habían puesto un
colchón de plaza y media en el piso, para recibir a sus tres primos,
los adultos pudieran conversar tranquilamente. Irene se mordió
los labios pero aceptó la sugerencia. El hermano de Eugenia
quiso saber de ella algo del misterio, pero ésta le reiteró la
propuesta de su esposo. Así, dieron de comer a los cinco niños y
los llevaron hasta su cuarto, en el que un colchón grande recibiría
a los sobrinos de Eugenia. Como no querían aún dormirse, les
permitieron que jugaran un poco, desde que no gritaran. Y

242
Sírio Lopes Velasco

entornaron la puerta. Así los adultos se encontraron en la mesa


del living-comedor, alrededor de la mesa donde Manuela ya
había dispuesto la comida. Apenas habían atacado las primeras
cucharadas de sopa cuando Lorenzo empezó su relato,
complementado por una u otra observación de Eugenia. Irene y
la pareja recién llegada dejó de comer, y cuando llegó la parte del
salvataje, dejaron la cuchara dentro del plato y se quedaron de
boca abierta. Del cuarto vecino llegaba el bochinche periódico de
los niños. La cuñada de Eugenia fue a tranquilizarlos y a darles
la orden de dormir. Eugenia la siguió, para ayudarla a ponerles
los pijamas veraniegos. Alrededor de la mesa Irene y el cuñado
de Lorenzo querían saber más detalles. Y, en la medida de lo que
recordaba, Lorenzo los satisfizo. Eugenia y su cuñada volvieron
a la mesa y Lorenzo le pidió a su mujer que también respondiera
sobre los detalles que le habían solicitado. Su esposa así lo hizo,
corroborando sus dichos. Entonces Lorenzo puso al tanto a los
recién llegados sobre lo que había dicho y omitido en la
entrevista radial y en la reunión con las autoridades, y pidió su
opinión sobre las omisiones. Irene ponderó que si hablaba del
salvataje habría un verdadero caos de multitudes que se
atropellarían en el lugar del embarque. Y el cuñado completó
arguyendo que ese embarque ni siquiera estaba confirmado. Su
esposa preguntó si no era muy cruel ocultarle el salvataje a los
tantos parientes que tenían, comenzando por los tíos, primos y
sus familiares, sin hablar de los amigos más íntimos. Todos
permanecieron largos minutos en silencio. Irene lo quebró para
reiterar su advertencia. Uno a uno los otros adultos le fueron
dando la razón, por lo menos de momento. Los viajeros
expusieron su cansancio con un par de bostezos. Manuela dijo
que al otro día ya habría tiempo para más decisiones y que era
hora de armar en el sofá-cama de su cuarto el lecho para Irene, y,
en el piso del living-comedor, el colchón que recibiría a la joven

243
Los exilados y otros relatos

pareja visitante. Los hombres corrieron la mesa y las sillas y


trajeron del cuarto del matrimonio dueño de casa el colchón que
dormía debajo de la cama. Manuela e Irene se fueron a preparar
la cama de la segunda. Eugenia y Lorenzo ayudaron a la pareja
visitante a hacer la suya. Hechas ambas cosas se despidieron
hasta el desayuno. Lorenzo y su mujer lavaron y secaron la
vajilla, se cepillaron los dientes, usaron el wáter y se retiraron a
su habitación; lo mismo hizo Manuela. Irene y la joven pareja
visitante se turnaron para ducharse e irse a la cama. En plena
noche Lorenzo y Eugenia oyeron más de una vez la apagada voz
de la joven pareja visitante. Era evidente que tenía mucha
dificultad para conciliar el sueño.
Minutos antes de la hora indicada Lorenzo se instaló en
la sala de videoconferencias de la Intendencia. A su lado tomaron
asiento el Intendente y los representantes de las bancadas. Con
un poco de atraso por dificultades en la conectividad se estableció
la comunicación. Cuando hubo certeza de que el Presidente y
quienes lo acompañaban podían oír y comunicarse, el Intendente
tomó la palabra. Primero evocó algunos logros de su gestión,
entre los que destacó los avances en las telecomunicaciones. El
Presidente lo felicitó por tales logros. El Intendente agradeció y
dijo que de inmediato pasaría la palabra a la persona a quien
deseaban oír desde la capital. Lorenzo sabía el relato de memoria,
y esta vez la voz no le tembló ni vaciló en ningún instante. Pero
ahora y en el momento había decidido agregar a sus palabras un
dato esencial, pues, aunque sabiendo que desobedecía la
instrucción recibida, le parecía que era un acto de crueldad de su
parte continuar ocultándolo. Y así, al fin del relato, habló de la
operación de salvataje que los alienígenas empezarían a realizar.
El Presidente lo había oído casi impasible durante todo ese rato,
pero ante este último dato su mirada se iluminó. Primero le hizo
al expositor algunas de las preguntas que antes ya le habían hecho

244
Sírio Lopes Velasco

en la radio y en la Junta. Pareció satisfecho con las respuestas.


Entonces preguntó cuándo daría comienzo la operación de
salvataje y a quiénes evacuarían los extraterrestres. Lorenzo
decidió volver a mentir y dijo que no le habían comunicado ni lo
uno ni lo otro. Pero aprovechó para machacar la idea de que los
visitantes le estaban dando a los terráqueos una última
oportunidad para que evitasen la guerra aniquiladora, y que esa
debía ser una prioridad de todos los gobiernos, y en especial de
los que hacía tiempo venían amenazándose mutuamente con el
uso de las armas nucleares, químicas y biológicas. El Presidente
manifestó su acuerdo con ese entendimiento y dijo que de su
parte instruiría a sus colaboradores a entrar de inmediato en
contacto con todas las embajadas, y en especial con aquellas de
los países que poseían el arma nuclear, para que oyesen
directamente el testimonio de Lorenzo y obrasen en
consecuencia. Lorenzo, para no ocultar toda la verdad ni tampoco
revelarla por completo, agregó el detalle de que los alienígenas
le habían dicho que los tiempos apremiaban. El Intendente, ni
corto ni perezoso, volvió a tomar la palabra para ofrecer su sala
de videoconferencias para aquel intercambio con los
embajadores. El Presidente se lo agradeció y marcó para dentro
de cuarenta y ocho horas ese nuevo intercambio. Lorenzo
agradeció al Presidente y sus colaboradores por la atención que
le habían prestado y por aquella mediación con otros países, que
le parecía fundamental en esos momentos. Y así se despidieron,
clausurando la videoconferencia.
Lorenzo saludó al Intendente y a sus acompañantes y
quedó de reencontrarlos, sin falta, en dos días en aquel mismo
horario.
Pasó por la casa de su padre y le relató la charla que
recién acababa de mantener con el Presidente. Su padre quedó
impresionado con esa interlocución y dijo que pensaría mejor en

245
Los exilados y otros relatos

la historia que le había contado su hijo, y sobre la decisión de


acompañarlo o no en la próxima ida al lago mayor. Lorenzo le
reafirmó el día y la hora, y lo instó a juntar desde ya los pocos
enseres que llevaría consigo. Se despidieron con un beso.
De inmediato se dirigió a la casa de su hermana. La
encontró sola, pues su marido había decidido abrir la tienda,
como todos los días. Lorenzo le hizo notar a su hermana que los
tiempos no estaban para preocuparse por unas pocas monedas
más. Pero en ese momento entraron las tres niñas, que jugaban
en la calle, y la charla se interrumpió. Lorenzo sólo quiso saber
antes de irse si su hermana estaba haciendo la lista de lo que
llevaría. En ese instante entró la hija mayorcita y preguntó
adónde se trataba de llevar algo. Su madre le dijo que pronto
estaban pensando organizar una excursión al campo. La niña
quiso saber si sus dos primos también serían de la partida. Y
declaró su alegría cuando oyó una respuesta positiva. Lorenzo se
despidió de todas con un beso.
Al volver al apartamento vio que sus hijos jugaban con
sus primos en el patio interior del edificio. Adentro, los tres
adultos conversaban alrededor de la mesa. Lorenzo los puso al
tanto de que por primera vez había mencionado la operación de
salvataje en la charla con el Presidente, pero sin precisar ni la
fecha ni quiénes serían los evacuados. Su cuñado opinó que no
debía haber desobedecido nuevamente las instrucciones
recibidas. Pero las dos mujeres le dieron la razón, y afirmaron
que aquello incentivaría más a las potencias nucleares a tomarse
en serio el mensaje. El profesor los instó a preparar los bártulos
que llevarían en el viaje. Y salió a visitar a algunos amigos que
conocía desde la infancia.
Recorrió una tras otra la casa o el trabajo de cada una de
sus más íntimas amistades, y todas ya estaban al tanto de su
mensaje radial. Algunos amigos sabían también que se había

246
Sírio Lopes Velasco

reunido con el Intendente y la Junta. Lorenzo les agregó las


noticias de la charla con el Presidente, de la operación de
salvataje, y de la próxima videoconferencia con los embajadores.
Se quedó a almorzar en casa de uno de los amigos, y así se lo
hizo saber a su mujer. Volvió al apartamento a dormir la siesta.
Recién se levantaba cuando tocó el teléfono. Era una de
las tres principales TV que emitían desde la capital. Le
anunciaron que esa misma tardecita llegaría un equipo para
entrevistarlo y que su testimonio saldría en el segundo
informativo nocturno y en todos los del día siguiente. Lorenzo
aceptó la entrevista e informó su domicilio.
Anochecía cuando tocaron el timbre. Eugenia abrió y se
presentaron un conocido periodista, un camarógrafo y otro
hombre, que resultó ser el encargado de la iluminación y del
sonido. Se acomodaron en el living-comedor, que las mujeres ya
habían acicalado para la ocasión. El periodista confirmó con sus
dos asistentes que todo estaba dispuesto. Se encendieron los
cuatro grandes focos que casi cegaron a Lorenzo y el periodista
empezó diciendo que a través de la Presidencia de la República
había tomado conocimiento de la singular experiencia
recientemente vivida por el entrevistado y que estaba allí para
escucharlo en persona. El profesor desarrolló con fluidez su
relato, que era interrumpido a cada minuto por el periodista,
quien, por motivos didácticos y también para hacerse ver, le
pedía que repitiera uno u otro detalle de los acontecimientos.
Lorenzo entendió la jugada y atendía con paciencia cada uno de
esos requerimientos. Lorenzo decidió incluir en su relato a la
operación de salvataje. Ante esa noticia el periodista casi saltó de
su asiento y le pidió que precisara los detalles. El profesor volvió
a mentir y reiteró lo que había manifestado al Presidente. Y
consignó esto último expresamente ahora, ratificando el detalle
de que los visitantes habían dicho que los tiempos apremiaban.

247
Los exilados y otros relatos

El periodista dijo que allí se quedaría el equipo para registrar toda


la charla con los embajadores, si éstos lo aceptaban. Lorenzo dijo
que eso deberían averiguarlo con cada Embajada que contactase
la Presidencia. El entrevistador dijo que harían eso de inmediato,
y dio por terminada la charla. Manuela e Irene ofrecieron a los
periodistas un café con galletitas, que éstos consumieron con
gusto. Como no hicieron nuevas preguntas a Lorenzo, éste
concluyó que no se lo habían tomado muy en serio. El equipo se
fue y Lorenzo cerró con alivio la puerta de su apartamento. Las
mujeres dispusieron en la mesa la cena de los niños. Éstos salían
del cuarto donde habían sido confinados para jugar. Aún no
salían de su asombro al saber que la TV de la capital había estado
allí para entrevistar a Lorenzo; pero no supieron el tenor de
aquella charla.
Después de los niños cenaron los adultos. Cuando se
acostaron Eugenia encendió la radio y oyó junto a su esposo en
una frecuencia local las noticias de la entrevista con el Presidente
y de la visita de la TV capitalina. Lorenzo la invitó a que
dedicasen todo el día siguiente a recorrer con los niños en coche
todos los lugares que más les gustaban de la ciudad y de los
alrededores más cercanos. Eugenia concordó diciendo que
aquello le haría mucho bien a todos.
El día siguiente prepararon unos emparedados y
refrescos e inmediatamente después del desayuno se despidieron
de sus familiares para hacer el paseo programado. El hermano de
Eugenia y su familia habían decido recorrer a pie y en ómnibus
la ciudad.
Por la mañana Lorenzo llevó a los suyos a los tres cerros
en los que en su niñez había remontado cometas, o ue había
simplemente escalado para contemplar desde su cima a la ciudad
modorrienta. Los niños corretearon a gusto en cada uno de esos
lugares, mientras sus padres contemplaban la ciudad a sus pies,

248
Sírio Lopes Velasco

con las manos entrelazadas. La hora del almuerzo los sorprendió


en el tercero de esos cerros, y a la sombra de un frondoso árbol
tendieron el mantel y disfrutaron de lo que habían llevado.
Carolina comentó que debían hacer aquello con más frecuencia,
y, al oírla, a Eugenia le corrió una lágrima por la mejilla. Su hija,
sorprendida, le preguntó por qué lloraba, y ella dijo que una
mosca le había molestado un ojo. Sirio Roberto comentó que las
moscas no le hacían llorar. Sus padres rieron con gusto de la
ocurrencia. Volvieron al apartamento para sestear. Dedicaron
toda la tarde a recorrer casi todos los barrios de la ciudad. Los
niños estaban encantados con aquel paseo, pues veían por
primera vez algunos de aquellos sitios. Les llamaron
especialmente la atención los lugares de casas más pobres, frente
a las cuales los niños jugaban, a veces esquivando las dudosas
aguas que corrían por la calle. Para Eugenia y Lorenzo fue más
entrañable la vista de las casas de los tíos y primos que no se
habían alejado de su ciudad natal, y la de las escuelas y Liceo que
habían frecuentado. Hicieron una parada en cada una de las
primeras, para alegría de los niños, que se saludaron
efusivamente entre sí, mostrándose recíprocamente los juguetes
que tenían a mano. Los adultos no dejaron de comentar la
entrevista que Lorenzo había dado a la radio local, y los ecos que
habían oído de la realizada por la TV capitalina, que no se veía
en directo en la ciudad. Uno u otro pariente quiso saber más
detalles del encuentro con los alienígenas, pero el matrimonio les
reiteró lo antes dicho, pues no había más que contar. Pero en más
de una casa a Eugenia o a Lorenzo se les escaparon lágrimas, que
los parientes, confusos, no supieron interpretar sino como
producto de la emoción causada por el encuentro con los
alienígenas. Después de tomar un refresco aquí o un café allí,
completaron el periplo por las casas de esos parientes más

249
Los exilados y otros relatos

cercanos, y, cuando ya entraba la noche, volvieron al


apartamento.
Al otro día Lorenzo se presentó en la Intendencia para la
videoconferencia con los embajadores. Para sorpresa del
profesor, de los representantes de los países que se sabía que
poseían el arma nuclear, sólo dos faltaban a la cita; pero no eran
de los más poderosos. La TV había sido prohibida, a pedido de
los embajadores, de filmar en directo el intercambio; pero
precisaron que sería atendida después de realizado el mismo. El
Intendente inauguró el evento aprovechando la ocasión para
vender las bellezas turísticas de su ciudad y Departamento,
exhortando a los embajadores a que invitasen a sus compatriotas
a venir a apreciarlas. Y pasó la palabra a Lorenzo, quien hizo una
vez más su relato más completo. Luego, y nada más empezar el
intercambio, uno de los embajadores de una superpotencia le dijo
que tenía noticia por tres importantes agencias internacionales
que otras personas, en todos los continentes, habían relatado un
encuentro reciente similar al contado por Lorenzo. Pero agregó
que dos de ellas habían manifestado que ellas y sus familias
harían parte del contingente que sería evacuado en breve. Otro
embajador, representante de otra de las superpotencias, confirmó
uno y otro aserto. Lorenzo respiró hondo y aliviado afirmó que
aquellas confirmaciones eran la prueba de que no estaba
inventando nada; pero precisó que a él no le habían comunicado
quiénes serían los evacuados. Y aprovechó el momento para
reiterar que lo más importante era que los embajadores
suplicasen a sus respectivos gobiernos que abandonasen las
amenazas recíprocas, para que se evitase ahora y para siempre la
guerra devastadora prevista por los extraterrestres. Cada uno de
los representantes de los países que poseían el arma nuclear y
participaban de la videoconferencia hizo votos para que aquella
exhortación tuviera éxito. Pero los tres más poderosos se

250
Sírio Lopes Velasco

acusaron recíprocamente y subrepticiamente de no compartir el


mismo entusiasmo por la paz. Intervinieron entonces tres
embajadores de países que no poseían el arma nuclear para
ofrecer sus buenos servicios de mediación, ya que no había
tiempo que perder. Y los tres le hicieron a Lorenzo preguntas que
éste ya había oído en entrevistas anteriores. En la ocasión dio las
mismas respuestas de antes, e insistió en que lo más importante
era el desarme de los ánimos y de los arsenales nucleares. Otros
embajadores de países no nucleares reiteraron ese llamado y se
ofrecieron para mediar. En total hablaron más de una veintena de
representantes del cuerpo diplomático acreditado en el país.
Luego el Intendente juzgó que era el momento de dejar entrar a
la TV, si los embajadores así lo consideraban. No hubo oposición
y las cámaras aparecieron en uno y otro polo del intercambio;
ahora había varias TV nacionales e internacionales presentes.
Primero solicitaron que Lorenzo repitiera su relato, y éste los
atendió prontamente. Luego hicieron preguntas que Lorenzo ya
había oído, a las que dio las mismas respuestas que había dado
anteriormente. En seguida los periodistas se turnaron para
conocer las reacciones de los embajadores ante aquel testimonio.
Otra vez se repitió el juego de supuesta buena voluntad y
acusaciones veladas entre las potencias nucleares. Y otra vez
vino la oferta de mediación por parte de países que no poseían el
arma atómica. Uno de los periodistas preguntó si el caso sería
llevado a la ONU. Cinco representantes de potencias nucleares
dijeron que llevarían el asunto al Consejo de Seguridad de aquel
organismo. El periodista quiso saber cuándo ocurriría aquello, y
uno de los embajadores que confiaba en que una reunión
extraordinaria del Consejo pudiera reunirse dentro de un plazo
máximo de dos días. Lorenzo ya había vuelto al anonimato y los
periodistas y embajadores dialogaban ignorándolo
olímpicamente. Finalmente el Intendente inquirió si había más

251
Los exilados y otros relatos

preguntas. Nadie se manifestó. Entonces Lorenzo volvió a


reaparecer para implorar que la ONU tomara una urgente
resolución que se tradujera en una inmediata pacificación de las
relaciones internacionales, pues los alienígenas le habían dicho
que el tiempo se acababa. Y la videoconferencia finalizó.
En los dos días siguientes la prensa trajo muchas noticias
acerca de la proyectada reunión del Consejo de Seguridad de la
ONU. Pero las mismas venían acompañadas de otras que
informaban que, reservadamente, representantes de uno y otro
bando de las potencias nucleares, dejaban entender que Lorenzo
y los otros supuestos contactados eran agentes al servicio de una
u otra facción, y que sus testimonios habían sido forjados y
pretendían favorecer a los intereses de uno u otro lado. Eugenia
y Lorenzo, quienes acompañaban en su casa los noticieros, casi
lloraron de rabia al oír esas patrañas. Manuela, Irene, el hermano
de Eugenia y la mujer de éste, compartieron su indignación.
Esta última dijo:
— ¡Se merecen lo que se les viene encima!

Pero Eugenia replicó que no tenía sentido que


millones de inocentes también fueran a pagar por la
estupidez de una minoría tan pequeña, tan ciega y tan
arrogante.
Manuela e Irene la consolaron a ella y a su marido,
argumentando que bastante habían hecho, dando la alarma
reiteradamente.
Lorenzo replicó diciendo que esos millones no se
merecían la estupidez de gobernantes que no eran siquiera
capaces de entender el mensaje de quienes habían
confesado que ellos y sus familiares serían evacuados en
breve.

252
Sírio Lopes Velasco

Irene ponderó que Lorenzo había hecho bien en


callar aquel dato, pues la ciudad hubiera entrado en
polvorosa si lo supiera, y no dejaría de allí en adelante a su
familia ni un minuto en paz. Y remató que la
responsabilidad, después de todo lo que había dicho su
yerno, cabía a los respectivos gobiernos.
Después Lorenzo recorrió una vez más la casa de su
hermana y de su padre, y constató que estaban prontos para
la partida.
En coche volvió a pasar frente a las residencias de
sus parientes más próximos y amigos más allegados. Pero
esta vez no tuvo el coraje de golpear aquellas puertas.
El Consejo de Seguridad se reunió y fue palco de
acusaciones recíprocas de los bandos nucleares. No faltaron
tampoco las acusaciones en contra de los supuestos
contactados. Y la reunión terminó anunciando para un
futuro no definido, otra reunión.
Llegó el día del segundo encuentro. Lorenzo hizo un
primer viaje hasta la casita de los Lagos llevando a la
familia de su cuñado, a Irene, y parte del equipaje. Volvió
para hacer el segundo viaje llevando a su familia, a
Manuela, y al equipaje restante.
Casi de inmediato llegó el cuñado de Lorenzo,
trayendo en su coche a su mujer, las dos hijas menores y
algo de equipaje. Volvió a la ciudad a buscar a su hija
mayor, al padre de Lorenzo y al grueso del equipaje.
Al fin todo el grupo familiar estuvo reunido. El
padre de Lorenzo aún manifestaba sus dudas sobre la
realidad de aquel viaje, pero su hijo lo hizo callar,
señalándole con un gesto la presencia de los niños.
253
Los exilados y otros relatos

En la casita esperaron el anochecer. Los niños


aprovecharon hasta el último rayo de sol para jugar en el
amplio patio cubierto por un pasto suave. Los adultos se
sentaron a tomar café frente a la casa, y respiraban la
tranquilidad del lugar, sólo turbada por el ladrido de algún
perro lejano. Dieron de cenar a los niños y les dijeron que
aquella noche dormirían en la orilla del lago. Los niños
festejaron ruidosamente aquella novedad. Las cuatro
mujeres dejaron caer unas furtivas lágrimas, que se secaron
tan prontamente, que los pequeños ni llegaron a verlas.
Poco después Lorenzo llevó al primer grupo hasta cerca de
la orilla del lago mayor. Y volvió a por el segundo. Lo
mismo hizo su cuñado, con su coche. Eugenia besó la puerta
de la casita, cuando la cerró tras de sí. Se instalaron en el
mismo lugar del campamento donde había ocurrido el
contacto. A lo lejos vieron algunas pocas luces que se
encendían con la llegada de la noche más espesa. Los niños
aún tenían energías para perseguirse entre los cercanos
pinos. Pero sus madres pronto los llamaron, temerosas de
que pudiera rondar por allí alguna víbora venenosa. Los
más pequeños se durmieron rápidamente en los brazos de
sus madres. Los otros conciliaron el sueño en frazadas que
habían sido extendidas sobre la hierba. La noche se hizo
densa y encima brillaba el firmamento con todo su
esplendor. Alguien comentó la belleza de aquel espectáculo
y Lorenzo vio como Eugenia sollozaba apagadamente. Le
pasó un brazo por encima del hombro y la besó tiernamente
en la mejilla.
Atrás del bosque surgió una fuerte luz. Todos los
adultos se incorporaron como movidos por un resorte. Los
254
Sírio Lopes Velasco

más pequeños seguían durmiendo en los brazos de sus


madres. La luz se acercó y la nave fluctuó a la misma
distancia del encuentro anterior. El padre de Lorenzo dejó
escapar un:
— ¡Carajo!
Manuela e Irene, aun sin ser creyentes, se
persignaron.
Los cuñados de Lorenzo rodearon los hombros de
sus respectivas mujeres con un apretado abrazo. Los niños
mayores seguían durmiendo plácidamente sobre las
frazadas. La compuerta de la nave se abrió y bajaron dos
seres iguales a los del primer contacto. Todos los adultos
sintieron en sus cerebros una voz que les pedía calma y los
prevenía de que serían llevados en brazos hasta la nave. Los
alienígenas cargaron uno a uno a los niños dormidos, y
luego volvieron a por cada uno de los adultos. Lorenzo
pidió para ser el último en entrar. Cuando junto a Eugenia
contempló desde la compuerta las pocas luces visibles en
las casitas de los Lagos, un lagrimón se escurrió de sus ojos.
Los dos seres cargaron en un santiamén todo el equipaje.
Lorenzo les dijo que quería quedarse por algún tiempo, para
continuar transmitiendo el mensaje de alerta a la
Humanidad. Pero oyó en su mente la respuesta que le
comunicaba que en pocas horas la guerra estallaría, a causa
de un error de una de las tantas computadoras que
manejaban los arsenales nucleares, y que desencadenaría la
respuesta automática de las otras de todos los bandos.
Y la compuerta se cerró. Los recién embarcados
fueron dispuestos en los lechos, que eran compartimentos
cerrados por una cobertura transparente, donde harían el
255
Los exilados y otros relatos

viaje. La última imagen que registró Lorenzo fue la de la


luz que había sobre su lecho.

256
Sírio Lopes Velasco

BREVE CURRICULUM VITAE DEL AUTOR

Sirio López Velasco, uruguayo-brasileño-español, nació


en Rivera (Uruguay), en 1951. Casado, dos hijos. Militó en
el MLN-Tupamaros, actuando en Uruguay, Chile y Cuba.
Exilado político en Bélgica, en 1985 se doctoró en Filosofía
en la Université Catholique de Louvain (Bélgica), en la que
también recibió el diploma de "Licencié" en Lingüística y
fue co-fundador y coordinador del Seminario de Filosofía
Latinoamericana entre 1983 y 1985 (primer Seminario de
doctorado creado por alumn@s en esa Universidad fundada
en 1425); en 2002 y 2009 realizó Posdoctorado en Filosofía
en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas (CSIC, Madrid, España), la
primera vez con beca del Ministério da Educação de Brasil.
Electo en 1988 Vice-Presidente de la International
Association of Young Philosophers (IAYP) en el XVIII
Congreso Mundial de Filosofía, realizado en Brighton,
Inglaterra, ocupó el cargo hasta el siguiente Congreso
Mundial, en 1993. Fue contratado como investigador por la
Universidad de Mainz (Alemania) en el período 1989 -
1992 para la realización del Atlas Lingüístico Diatópico y
Diastrático del Uruguay (coordinado por Harald Thun y
Adolfo Elizaincín). Fue profesor en las Universidades
PUCRS y UNISINOS (de Porto Alegre, Brasil), y desde
1989 hasta 2019 (cuando se jubiló) fue profesor Titular de
Filosofía en la Universidade Federal do Rio Grande
(FURG, en Rio Grande, Brasil); allí trabajó de 1994 a 2016
en el Programa de Posgrado en Educación Ambiental,
257
Los exilados y otros relatos

habiendo ayudado a crear la Maestría y luego el Doctorado


en Educación Ambiental (los primeros y únicos hasta hoy
en el área, en Brasil, reconocidos por el Ministerio de
Educación); fue el primer coordinador de dicha Maestría
entre 1994 y 1996. Fue miembro del Comité Científico
Internacional del 1 y del 3 Congreso Mundial de Educación
Ambiental (realizados, respectivamente, en Portugal en el
2002 y en Italia en el 2005). Fue miembro de la delegación
oficial brasileña, en el área de educación, a la “Rio + 20”
(Conferencia de la ONU sobre Desarrollo Sostenible),
realizada en Rio de Janeiro en junio de 2012. Es miembro
de dos Grupos de Trabajo de la Associação Nacional de
Pesquisa e Pós-Graduação em Filosofia (ANPOF, Brasil.
Fue Secretario en Rio Grande de la Sociedade Brasileira
para o Progresso da Ciência (SBPC). Desde 1996 desarrolla
una ética argumentativa ecomunitarista (que considera ser
“la” ética) cuyas tres normas fundamentales (entendidas
como Cuasi-Razonamientos Causales) son deducidas (con
la ayuda del operador lógico rebautizado “condicional”)
exclusivamente de las “condiciones de felicidad” de la
pregunta que instaura la ética, a saber , “¿Qué debo hacer?”;
se trata pues de una ética no dogmática, en la que las
obligaciones se sustentan sobre enunciados falseables
(superando así el abismo abierto por Hume) y evolucionan
junto con los conocimientos construidos-aceptados en la
argumentación. En base a esa ética desarrolla su propuesta
ecomunitarista, que abarca la economía, la educación, la
erótica, la política y la comunicación. Además de varios
capítulos de libros y artículos impresos o electrónicos que
vieron la luz en Brasil, América Latina, Europa y EEUU,
258
Sírio Lopes Velasco

entre sus publicaciones se destacan los siguientes libros:


"Reflexões sobre a Filosofia da Libertação" (1991), "Ética
de la Producción" (1994), "Ética de la Liberación" Vol. I
["Oiko-nomia"] (1996), " Ética de la Liberación" Vol. II
[Erótica, Pedagogía, Individuología] (1997), "Ética de la
Liberación" Vol. III [Política socioambiental
ecomunitarista] (2000), "Fundamentos lógico-lingüísticos
da ética argumentativa" (2003), "Ética para o século XXI.
Rumo ao ecomunitarismo" (2003), “Ética para mis hijos y
no-iniciados” (2003), “Alias Roberto – Diario ideológico de
una generación” (2007), “Introdução à educação ambiental
ecomunitarista” (2008), “Ecomunitarismo, socialismo del
siglo XXI e interculturalidad” (2009), “Ética
ecomunitarista” (2009), “Ucronía” (2009), “El socialismo
del siglo XXI en perspectiva ecomunitarista a la luz del
socialismo real del siglo XX” (2010), “Ideias para o
socialismo do século XXI com visão marxiana-
ecomunitarista” (2012), “La TV para el socialismo del siglo
XXI: ideas ecomunitaristas” (2013), “Confieso que sigo
soñando” (2014, co-autor con su esposa, María J. Israel
Semino), “Elementos de Filosofia da Ciência” (2014),
"Ideas y experiencias de la democracia: una mirada
ecomunitarista" (2017), “Contribuição à Teoria da
Democracia: uma perspectiva ecomunitarista” (2017),
“Filosofia da Educação. A relação educador-educando e
outras questões na perspectiva da educação ambiental
ecomunitarista” (2018), y “Cuestiones de Filosofía de la
Educación” (2019) . Orientó varias tesis de posgrado, en
Filosofia y en Educación Ambiental, y dio conferencias en

259
Los exilados y otros relatos

congresos internacionales realizados en A. Latina y en


Europa.
E-mail: lopesirio@hotmail.com

www.phillosacademy.com
260

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