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TODO FENECE EN ESTE MUNDO


San Alfonso María de Ligorio

El rico Epulón y Lázaro

"Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, aquellos que pasaron toda
su vida en atesorar bienes mundanos y descuidaron los intereses de su
alma"

Oíd lo que son todos los bienes de este mundo: son como el heno del
campo, que por la mañana nace y adorna con su verdor la campiña; por la
tarde se seca y se le cae la flor, y al día siguiente es arrojado al fuego. Esto
mismo mandó Dios predicar a Isaías cuando le dijo: Clama: El profeta le
preguntó: ¿Que es lo que he de clamar, Señor? Y Dios le respondió: Clama que
toda carne es heno, y toda su gloria semejante a la flor del prado. (Isa. XI, 6).
Por esto Santiago compara a los ricos de este mundo con las flores del heno,
que al fin se han de pasar con toda su lozanía y pompa. Se pasan y se secan y
son arrojadas al fuego: como sucedió al rico Epulón, que figuró
pomposamente en este mundo, y después fue sepultado en los Infiernos.
Atendamos pues, cristianos, a salvar el alma, y a juntar riquezas para la
eternidad que no termina jamás. Puesto que en este mundo:

-Todo fenece. (Punto 1º).


-Y fenece pronto. (Punto 2º).
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PUNTO I: TODO FENECE EN ESTE MUNDO

1. Cuando los grandes de la tierra estén embelesados en gozar de las riquezas


y de los honores adquiridos, vendrá repentinamente la muerte, y le dirá:
Dispone domui tuœ, quia morieris tu, et non vives: Dispón de las cosas de tu
casa; porque vas a morir y estás al fin de tu vida. (Isa. XXXVIII, 1) ¡Oh que
nueva tan dolorosa será ésta para ellos!
Entonces dirán los desgraciados: adiós mundo, adiós granjas, adiós esposa y
parientes, adiós amigos, adiós banquetes y bailes, adiós comedias, honores y
riquezas; todo ha terminado para nosotros. Y sin remedio, quieran o no
quieran, todo tienen que abandonarlo, según aquellas palabras del Salmo
XLVIII, 18: Cuando muriere el rico nada de lo que posee llevará consigo; ni su
gloria le acompañará al sepulcro. San Bernardo dice, que la muerte obra una
terrible separación entre el alma, el cuerpo y todas las riquezas del mundo. Si
a los grandes de la tierra, a quienes llaman felices los mundanos, es tan
amargo el nombre solo de la muerte, que ni aun quieren hablar de ella,
porque están enteramente ocupados en hallar paz en sus bienes terrenos,
como clama el Eclesiástico (XLI, 1): ¡Oh muerte , cuan amarga es tu memoria
para un hombre que vive en paz, en medio de sus riquezas! ¿Cuánto más
amarga será la muerte misma cuando se les presente en la realidad? ¡Ay de
aquél que está pegado a los bienes caducos de este mundo! Toda separación
causa dolor; por esto cuando el corazón se separe, por medio de la muerte, de
aquellos bienes en los que el hombre había puesto su confianza, debe
experimentar un profundo dolor. Esta reflexión hacía clamar al rey Agag,
cuando se le anunció que iba a morir: Con que así me ha de separar de todo la
amarga muerte! (I. Reg. XV, 32) Tal es la gran miseria de los poderosos que
viven pegados a las cosas de este mundo. Cuando están próximos a ser
llamados al juicio divino, en vez de ocuparse en preparar su alma, se ocupan
de pensar en las cosas de la tierra. Pero este, dice San Juan Crisóstomo, es el
castigo que espera a los pecadores, que por haberse olvidado de Dios en esta
vida, se olvidan de sí mismos a la hora de la muerte.

Alejandro Magno

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2. Por más apego que los hombres hayan tenido a las cosas de este mundo,
las han de abandonar sin remedio al fin de su vida. Con razón decía Job:
desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo iré al sepulcro (Job. I, 21).
Aquellos que han consumido toda su vida y han perdido el sueño, la salud y el
alma, en acumular bienes y rentas, nada han de llevar consigo después de la
muerte. Los desventurados abrirán los ojos y nada verán de cuanto han
adquirido a costa de tantos afanes. Y en aquella noche de confusión, cuando
vean abierto el abismo de la eternidad, estarán oprimidos de una tempestad
de penas y ansiedades. Refiere San Antonio, que Saladino, rey de los
Sarracenos, mandó antes de morir, que cuando le llevasen enterrar, llevaran
delante de su cadáver la mortaja con la que debía ser enterrado, y que fuese
uno gritando de esta manera: Esto es lo único que Saladino lleva al sepulcro de
todas cuantas riquezas poseía. Cuenta además, cierto filósofo de Alejandro
Magno después de su muerte, decía: Aquél que hacía temblar la tierra, ahora
está oprimido bajo un poco de tierra, y aquél a quien no bastaba todo el
mundo, le bastan al presente cuatro palmos de terreno. De otro refiere San
Agustín, que estando contemplando el sepulcro de César exclamó: A ti te
respetaban los príncipes, te veneraban las ciudades, te temían todos; ¿dónde
está ahora tu poder? (Serm. 28 ad Frat.) Que en substancia, es lo mismo que
dijo David, por estas palabras: Vi yo al impío sumamente ensalzado, y
empinado como los cedros del Líbano; pasé de allí a poco, y he que no existía
ya. (Psal. XXXVI, 35 et 36) ¡Cuantos ejemplos semejantes vemos todos los días
en el mundo! Aquel pecador, que antes era despreciado y pobre, pero después
se enriqueció y adquirió honores y dignidades, por lo cual era envidiado de
todos sus conocidos, muere al fin, y todos dicen: Este hizo fortuna en el
mundo, pero ha muerto, finalmente, y todo acabó para él.

3. Si todo perece, como vemos, ¿que motivo tenemos de ensoberbecernos?


¿De qué ensoberbece el que no es más que tierra y ceniza? (Eccl. X, 9) Así
habla el Señor a los que se engríen con los honores de las riquezas de este
mundo. ¡Ay de ellos! nos dice, ¿de dónde dimana tanta soberbia? Si poseéis
honores y bienes, acordaos de que sois polvo, y en polvo os habéis de
convertir: Quia pulvis es, et in pulverem reverteris. (Gen. III, 19) Y después de
la muerte, ¿de qué servirán esos honores que ahora os engríen? Id a un
cementerio, dice San Ambrosio, en donde están sepultados ricos y pobres, y
ved si entre ellos podéis distinguir entre pobres y ricos: todos están allí
desnudos y no tienen otra cosa sino unos pocos huesos sin carne. Cuanto
ayudaría a todos los que viven en medio del mundo la memoria de la muerte,
y que, al cabo, como observa Job, serán llevados al sepulcro, y quedarán
yertos e inmóviles entre montones de cadáveres! A la vista de aquellos
cadáveres recordarían que han de morir, y que han de estar un día como están
aquellos; y de este modo despertarían del sueño mortal a que se hallan
entregados. Pero el mal está en que los hombres mundanos no quieren pensar
en la muerte, sino cuando llega, y en la hora crítica en que han de abandonar
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este mundo y entrar en la eternidad. He aquí porque viven tan apegados al


mundo, como si jamás hubiesen de abandonarle. Sin embargo, bien pronto lo
abandonaremos, porque nuestra vida es muy breve, como vamos a ver en el
punto segundo.

PUNTO II: TODO PERECE PRONTO


 .

Job

4. Bien saben y creen los hombres que han de morir; pero se figuran la
muerte tan remota de ellos, como si nunca hubiese de llegar. Mas Job nos
avisa, que la vida del hombre es breve, por estas palabras: El hombre vive por
corto tiempo; sale como una flor que nace y luego es cortada y se marchita.
(Job. XVI, 2) Al presente, la salud del hombre es tan endeble, que la mayor
parte de ellos mueren antes de llegar a los sesenta años (Nota de
CATOLICIDAD: se habla aquí del promedio de vida en época de San Alfonso),
como lo acredita la experiencia. ¿Y qué cosa es nuestra vida, exclama
Santiago, sino un vapor, que por poco tiempo aparece y luego desaparece?
Una fiebre, una pulmonía, un catarro, arrebata al hombre. Por esto decía la
Tecuita a David: Todos nos vamos muriendo, y deslizando como el agua
derramada por la tierra la cual nunca vuelve atrás. (II. Reg. XIV, 14) Y a fe que
decía la verdad. Así como corren hacia el mar todos los ríos y todos los
arroyos, sin que vuelvan hacia atrás las aguas que llevan; así pasan los años de
nuestra vida, y nos aproximan a la muerte.

5. Y no sólo pasan, sino que pasan presto, como decía Job (IX, 25) Mis días
han corrido más velozmente que una posta. Porque cada paso que damos,
cada vez que respiramos, nos vamos acercando más y más a la muerte. San
Jerónimo solía decir, mientras estaba escribiendo, que se iba acercando a su
fin a medida que escribía: mientras escribo, exclamaba, se va acortando mi
vida. Debemos pues, decir con Job: Acórtanse nuestros días, y con ellos pasan
los placeres, los honores, las pompas y vanidades de este mundo, y sólo nos

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resta el sepulcro. (Job. XVII; 1). Toda la gloria de las fatigas que hemos sufrido
en este mundo para adquirir fama de hombres de valor, de lideratos, o de
grandes ingenios, ¿en qué vendrá a parar? en que seremos arrojados a la
huesa que sepultará todo nuestro orgullo y vanidad.

¿Con que mi bella casa, dirán los hombres mundanos, mi jardín, mis muebles
de gusto exquisito, mis pinturas, mis lujosos vestidos, ya no serán míos dentro
de breve tiempo, y sólo me pertenecerá el sepulcro. ¿Et solum mihi superest
sepulchrum?

6. En efecto, así sucederá: y si el hombre ha vivido distraído y entregado a


los negocios del mundo, ¡Cuál será su aflicción cuando el temor de la muerte,
que hace olvidar todas las cosas de esta vida: comience a apoderarse de su
alma, y le obligue a pensar en la suerte que le ha de caber después en la
eternidad! (Sn. Joann. Chrysost. sem. in 2 Tim). Entonces como dice Isaías, se
abrirán los ojos de los ciegos, es decir, de aquellos que pasaron toda su vida en
atesorar bienes mundanos y descuidaron los intereses de su alma.

Para todos estos negligentes se verificará lo que dice el Señor, a saber: que
la muerte los sorprenderá cuando menos se lo piensen (Luc. XII, 40) A estos
desventurados siempre les sorprende la muerte; y esto no obstante, en
aquellos últimos días de sus vidas deberán ajustar las cuentas de su alma,
correspondientes a los cincuenta o sesenta años que hayan vivido en este
mundo. Entonces desearán otro mes, otra semana más para poder ajustarlas
mejor y tranquilizar su propia conciencia; buscarán paz y no la encontrarán.

Y viendo que les es negado el tiempo que piden, leerá  el sacerdote la orden
divina de partir presto de este mundo, diciendo: Parte alma cristiana, de este
mundo. ¡Oh viaje tan peligroso harán a la eternidad los mundanos muriendo
en medio de tantas tinieblas y confusión, por no haber -con tiempo- arreglado
bien la cuenta que tienen que dar ante el Supremo Juez!

7. Pesados están en fiel balanza los juicios del Señor (Prov. XVI, 11) En aquel
tribunal no se examinan la nobleza, los honores ni las riquezas; solamente se
pesan dos cosas a saber: los pecados del hombre, y las gracias que Dios le
concedió. El que se encuentre que ha correspondido a las luces e inspiraciones
que recibió, será premiado; y el que no, será condenado.

Nosotros no nos acordamos de las gracias divinas; pero se acuerda de ellas


el Señor; y cuando el pecador las ha despreciado, hasta cierto punto, permite
que muera en su pecado. Y entonces las fatigas que sufrió para obtener
empleos, riquezas y aplausos en el mundo, se pierden enteramente: sirviendo
para la vida eterna solamente las obras y las tribulaciones sufridas por Dios.

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"¿Habla acaso de acumular


dinero?"
8. Por esta razón nos exhorta San Pablo, y aún nos ruega, que atendamos lo
que más nos importa: Os ruego -dice- hermanos míos, que atendáis vuestro
negocio. ¿Y de qué negocio os parece que habla San Pablo? ¿Habla acaso de
acumular dinero, y de adquirir celebridad en este mundo? No, habla del
negocio de nuestra alma, es decir, de nuestra salvación. El negocio por el cual
el Señor nos colocó y nos conserva en este mundo, es el de salvar el alma y
conseguir la vida eterna por medio de las buenas obras. Este es el único fin
para que fuimos creados, como dice el mismo San Pablo: La salvación del alma
es para nosotros, no solamente el negocio más importante, sino también el
principal, y aun el único; porque si salvamos al alma todo lo hemos salvado, y
si la perdemos, todo lo hemos perdido. He aquí lo que la Verdad Eterna nos
dice: ¿De qué aprovecha al hombre hacerse dueño de todo el mundo, si pierde
su alma? Por esta razón nos dice también la Santa Escritura, que debemos
combatir hasta el último aliento por la justicia, hasta la muerte, es decir, por la
observancia de la ley divina: Agonizare pro anim tu, et usque ad mortem certa
pro justitia. (Ecl. IV, 33). Y este es aquel negocio que nos recomienda el Divino
Salvador, cuando nos dice: Negotiamini dum vernio. Palabras que nos dan a
entender, cuánto nos importa tener siempre en la memoria el día que vendrá
a pedirnos cuenta de toda nuestra vida. 

9. Todas las cosas que hubiéremos adquirido en este mundo, los aplausos, los
honores, las riquezas, han de terminar, como hemos dicho, y han de terminar
bien presto; porque la escena o apariencia de este mundo pasa en un
momento, como expresa San Pablo: ¡Dichoso aquél que desempeña bien su
papel en ella, posponiendo los intereses corporales a los espirituales y eternos
de su alma! Lo cual se nos da a bien entender por estas palabras: El que
aborrece o mortifica su alma en este mundo, la conserva para la vida eterna.
(Joann. XII, 25). Es necedad grande de los mundanos el decir: ¡dichoso aquel
que tiene dinero! El verdadero dichoso es aquel que ama a Dios y sabe
salvarse. Esto es lo único que pedía al Señor el santo rey David. Y San Pablo
decía que había abandonado y perdido todos los bienes mundanos, y los
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miraba como basura, por ganar Cristo: Omnia detrimentum feci, et arbitror ut
stercora, ut Christum lucrifaciam. (Phil. III, 8).

10. Algunos padres de familia suelen decir: Yo no me afano tanto por mí, como
por mis hijos, a fin de dejarlos bien colocados. Mas yo les respondo: si
vosotros disipaseis los bienes que poseéis, y dejaseis sumergidos en la pobreza
a vuestros hijos, obraríais mal y pecaríais; pero obráis todavía peor, si perdéis
el alma por dejar a vuestra familia bien colocada. Y si no, decidme: si vais al
Infierno, ¿irán vuestros hijos a sacaros de allí? Además, el santo rey David
dice, que nunca vio desamparado al justo, ni a sus hijos mendigando el pan.
Atended pues, al servicio de Dios, y obrad con arreglo a la justicia, que el
Señor no dejará de proveer a vuestros hijos de lo que necesiten; y vosotros os
salvaréis y conseguiréis aquel tesoro de felicidad eterna que nadie os podrá
quitar, cuando los bienes de este mundo no los puedan arrebatar los ladrones
y la muerte. A esto os exhorta el santo Evangelio cuando nos dice: Atesorad
tesoros en el Cielo, donde no hay orín, ni polilla que los consuman, ni tampoco
ladrones que los desentierren y roben. Propongámonos, por lo tanto, como fin
principal de todas nuestras acciones, el conseguir la vida eterna, y usemos de
los bienes temporales únicamente para conservar la vida en el breve plazo de
tiempo que hemos de vivir en este miserable valle de lágrimas. Meditemos sin
cesar, que estamos aquí como pasajeros, pero encargados de una comisión
muy importante, la cual es nuestra salvación; y que si no acertamos en el
desempeño de este negocio, en vano nacimos, en vano trabajamos, en vano
fuimos redimidos con la sangre de Jesucristo, puesto que por nuestro descuido
y nuestros vicios nos condenaremos.

Sermón XLIII para la dominica decimocuarta después de Pentecostés.

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