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LA HABANA ES LA ISLA… APROXIMACIÓN AL ITINERARIO DE UNA IDEA

Dr. Edelberto Leiva Lajara


Profesor titular, Universidad de La Habana

Resumen: El artículo aborda aspectos del proceso formativo de los


discursos que colocan a La Habana en un lugar central en los imaginarios
sobre Cuba, a partir de sus vínculos con las condiciones históricas en que
se conformaron. Se asume que esta formación discursiva se corresponde,
en sus etapas, con los cambios que tienen lugar en la sociedad colonial
cubana y, en particular, la habanera, entre el siglo xvi y mediados del siglo
xix, y toma como base los elementos que, desde mediados del primero,
hacen de La Habana un centro clave en la concepción comercial y
estratégica de España en América.
Palabras clave: La Habana, metáfora de Cuba, primacía habanera.
Summary: This article analyses many aspects of the discourses formative
process that put the city of Havana in the central place of Cuban sociological
imaginary. Is assumed that this discursive formation is related directly with
the transformation of Cuban colonial society, particularly in the context of
Havana, between XVI y XVII Centuries, when this city is consolidated as a
significant center in the commercial and strategic conception of Spain in
America.
Keywords: Havana, Cuban metaphor, Havana’s prevalence
“[...] aquella urbe ultramarina, ínsula dentro de una ínsula, con
barreras de océano cerradas sobre toda aventura posible [...]”.
Alejo Carpentier (El siglo de las luces)

LAS ciudades tienen existencia real e imaginada, física y metafórica al mismo


tiempo. La tienen siempre, en confabulación sutil o en desbordada mixtura de lo
que son, de lo que creen ser y de lo que otros imaginan que son. (San Cristóbal
de) La Habana, que tiene sin duda entre sus peculiaridades la fascinación que
ejerce sobre los visitantes de disímiles orígenes y culturas, ocupa también un
lugar central en los imaginarios propiamente insulares. La fuerza de esta noción
de centralidad extrema es tal, que ha permitido en alguna ocasión concebir a
nuestra urbe como una metáfora de Cuba. Así la imagina en un texto
relativamente reciente Félix Julio Alfonso,1 pero una perspectiva casi idéntica
movía a viajeros, científicos y escritores hace ya casi dos siglos.
Se trata de una metáfora gigantesca, sin duda, poblada ella misma de una
multitud de alegorías particulares. No solo la pueblan, sino que muchas de ellas
pasan desapercibidas tanto para quien las dice como para quien las oye, porque
sus esencias se asumen como inherentes a la ciudad, como si vinieran inscritas
en la matriz de la que emerge en el tiempo. Organizan el discurso –la historia–
habanera, estructuran su lógica, e incluso, la presuponen. Ellas encarnan la
conocida capacidad de las metáforas para crear realidades, sobre todo
realidades sociales, en anticipación aparentemente profética de las posibilidades
de una entidad. La metáfora de La Habana es la urbe misma y, en este sentido,
contiene –parafraseando a Derrida– todo el universo que la compone, que se
                                                            
1
 Félix Julio Alfonso López: La Habana: ciudad mágica, p. 159 


 
mueve y traslada con ella. A sus 500 años, la ciudad reclama ser pensada en
sus orígenes y sus continuidades.
Este artículo toma como centro solo una cuestión de las muchas que puede
sugerir una aproximación a la capital cubana desde la óptica de los imaginarios
en torno a las ciudades, en este caso particular la idea de La Habana, o más
exactamente, algunos jalones de importancia en la construcción de esa idea. En
sí misma, la cuestión es predominantemente histórica, tanto como podría serlo
de referirse a la evolución social, urbanística, económica o demográfica de la
ciudad.
La aprehensión de esa idea –metáfora, alegoría…– en toda su dimensión solo
es factible en su movimiento en el tiempo, es decir, históricamente, por lo que no
puede entenderse fuera de los contextos de referencia. En su origen, no podía
manifestarse sino en la trama de una insularidad desarticulada, profundamente
regionalizada por la ausencia no solo de nexos reales de las primitivas villas y
sus embrionarios hinterlands entre sí, sino por la inexistencia de una
jerarquización efectiva del tipo centro/periferia –o capital/provincias, o cualquier
otro modo en que quiera identificarse–, propia de un imaginario que no alcanza
a ser aun manifiestamente insular. Pero a mediados del siglo XIX, cuando Cuba
no solo ya existe como entidad real, sino también ideal –con historia y proyección
de futuro–, la afirmación de la centralidad habanera con respecto al resto de las
regiones, localidades y urbes del país es ya un hecho indiscutible, y su
fundamento se refuerza con los referentes a los que se acude: “[...] Francia es
París, Inglaterra es Londres, Italia es Roma [...] La Habana [...] es la Isla de
Cuba”.

El ascenso de La Habana
En el primer siglo colonial no era posible siquiera vislumbrar una noción clara
de la poderosa centralidad que La Habana adquiriría en los imaginarios
insulares. Sin embargo, algunos de los soportes reales sobre los que se sos-
tendrá el mito del gran esplendor habanero y la superioridad indiscutible de la
ciudad y su hinterland sobre el resto de los espacios de la Isla fueron claramente
identificados de manera temprana. En primer lugar, el puerto. “En esta ysla ay
vna villa que se llama La Habana, en la qual ay muy buen puerto, donde vienen
muchos navios de Castilla e de Yucatán, e descargan mercaderías…”,2 advertían
los oficiales reales en 1532. En 1537, Lope Hurtado escribía que La Habana era
un “[...] puerto de mar, con doce vecinos muy pobres”, pero recomendaba que
se les favoreciera “[...] porque conviene conservar aquel puerto”.3
La única importancia que se le concedía a la población era la presencia de su
puerto que, incluso en ausencia todavía de un sistema que promoviera la
estancia de embarcaciones en la rada, comenzaba a ser favorecido por los
cambios que fijaron la ruta de retorno de la Carrera de Indias al norte de Cuba,
en busca de las cálidas aguas de la Corriente del Golfo. Ya en 1544 el obispo
Diego Sarmiento no vacilaba en afirmar que “[...] todas las naos que vienen de
Tierrafirme [...] y de Nueva España y otras partes, se recogen aquí”, razón por la

                                                            
2
 Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas
posesiones españolas de Ultramar. De la Isla de Cuba. Segunda Serie, t. 4, vol. II, p. 265. 
3
3Ibídem, p. 440.
 


 
que recomendaba atender al fortalecimiento del estado defensivo de la villa: “Y
provease largo, pues importa mucho [...]”.4
Su puerto y la relación que a través de él articula La Habana con el tráfico
marítimo que enlaza al Viejo y al Nuevo Mundos serán desde entonces las ata-
layas desde las que se observa y se vigila –desde el exterior y por sus propios
habitantes y autoridades– la población. La villa es un cruce de los caminos, y los
cruces de caminos con frecuencia sentaron plaza para las ferias medievales. En
cierto sentido, lo mismo ocurre con La Habana, con la particularidad de que lo
que converge en ella es la riqueza que fluye de América, junto a las personas
que la ponen en circulación: soldados, marineros, funcionarios reales,
comerciantes, religiosos…
El mar del que parece emerger, el puerto que cobija, la riqueza que protege –
junto al peligro que atrae–, el cosmopolitismo que la colorea a contrapelo de los
esfuerzos exclusivistas metropolitanos. Todo ello forma ya parte del imaginario
sobre La Habana en la segunda mitad del siglo xvi, aunque en realidad fuese
descrita también como un villorrio de cuatro calles y unos 60 vecinos españoles
en 1570.5 Y, sin embargo, la profecía del cercano esplendor ya domina sobre la
precariedad que algunos informes trasmiten. Por ello se decidió que fuera la
residencia de los gobernadores, como “confluencia de los negocios de la dicha
Ysla” y “por los muchos navios que ordinariamente alli ocurrian, asi de la Nueva
España, como del Nonbre de Dios, e Cartagena y Santa Marta e provincia de
Honduras”.6
Como comentario casi marginal, habría que recordar que aquellos tempranos
habaneros no tenían mucho interés en exponer su propia interpretación de los
intereses metropolitanos a la vecindad de los representantes del poder central.
Hacia 1553, el Cabildo de la villa hizo todo lo posible porque el gobernador
Gonzalo Pérez de Angulo retornara a Santiago de Cuba, de donde estimaba
nunca debió salir, y pudo incluso celebrar por corto tiempo un incierto éxito, hasta
que arribaron a España “deposytos antiquísimos de mas de veinte años”, que
estaban en poder de los vecinos y eran manejados por ellos como “cosa suya
propia”. Tal vez eso explique la animadversión que los habitantes de La Habana
tuvieron a su primer gobernador residente, así como la imposibilidad en que
estuvo la villa de contentar las exigencias de Jacques de Sores dos años más
tarde.
De cualquier modo, el episodio revela, muy temprano en el tiempo, el sustento
de otro de los tópicos de mayor recurrencia en torno a la villa de San Cristóbal,
el de la riqueza que atesoraban sus habitantes –al menos los más “notables”–,
diferente al del coyuntural resguardo de la que transitaba a Europa. En realidad,
resulta complicado hacerse una idea clara de la situación al respecto, habida
cuenta de la inveterada costumbre del criollo –mecanismo de resistencia, sin
duda, ante la naturaleza expoliadora de la autoridad metropolitana– de recrear
en sus informes escenarios de penuria como antesala a las solicitudes de

                                                            
4
“Visita Pastoral del Obispo Sarmiento”, en Hortensia Pichardo: Documentos para la historia de Cuba, t. 1
5
“Testimonio de la visita que hizo a su diócesis Juan del Castillo. Obispo de Cuba” (2 de agosto de 1569
a 3 de abril de 1570). En Academia de la Historia de Cuba: Papeles existentes en el Archivo General de
Indias relativos a Cuba y muy particularmente a La Habana. Ordenados y con introducción de Joaquín
Llaverías, t. I, p. 227.
6
Colección de documentos inéditos…, t. 6, vol. III, p. 348.a
 


 
mercedes, gracias y privilegios de todo tipo que constituían una parte de su
modus vivendi.
Habría que apreciar en su justo valor, además, a quien tal vez fuera el ver-
dadero descubridor de la importancia geoestratégica –como diríamos hoy– de
La Habana, Pedro Menéndez de Avilés, despiadado enemigo de los hugonotes
franceses establecidos en La Florida –a quienes, literalmente, exterminó– y
promotor de una concepción de defensa del Caribe en la que a La Habana se le
asignaba un papel central.
Sea de una forma o de otra, lo cierto es que la idea de la riqueza de La
Habana, junto a la de su valor comercial y estratégico, la convirtieron tanto en
utopía añorada de piratas y corsarios como en uno de los centros neurálgicos en
la defensa de la exclusividad española en el Nuevo Mundo. De la mano de ese
contrapunteo, se alimentó también la imagen de La Habana como plaza fuerte.
Ante ella se amilanó Francis Drake –y unos cuantos más, aunque de menos
renombre– incluso antes que la mole impresionante de Los Tres Reyes del Morro
y la mucho más modesta de San Salvador de La Punta fueran guardianes
efectivos del canal de entrada de la bahía.
En consonancia, la idea de la fidelidad de la población y sus habitantes,
prestos a defender al Rey y a la religión ante la perfidia de los enemigos de
España, también caló en el discurso que La Habana construía de sí misma y fue
asimilada por la documentación oficial en cuantos honores y ventajas eran
concedidos por el poder metropolitano. Ni unos ni otros lo creían a pies juntillas
–la ingenuidad no era una invitada usual en esa relación–, pero era una noción
naturalmente complementaria y útil a todos los intereses.
Los argumentos centrales en la Real Cédula que concede a La Habana el
título de ciudad en 1592 son precisamente, de un lado, el reconocimiento a su
importancia entre las villas de la Isla –residencia del gobernador y de los oficiales
de la Real Hacienda–, y, del otro, “[...] que los vecinos y moradores [...] de San
Cristóbal de La Habana me han servido en su defensa y resistencia contra los
enemigos”, lo que amerita su ennoblecimiento.7 Fue la primera de las pobla-
ciones de Cuba que debió su “ascenso” de villa a ciudad, por decirlo de algún
modo, a sus propios “méritos”. Baracoa (1516) y Santiago de Cuba (1522), lo
debieron a las sucesivas decisiones de asentar en la primera la sede del
Obispado de Cuba y luego trasladarla a la segunda, condición que las convertía
en ciudades de acuerdo con la tradición y las leyes de la España de la época.8
Los servicios y el valor de los vecinos en la defensa de los intereses de la
Corona adquirieron desde la segunda mitad del siglo XVI un notable valor de
cambio. No solo se anteponía a la solicitud de mercedes y gracias, sino que se
condicionaba su continuidad, más o menos sutilmente, a la respuesta positiva
del monarca. Así ocurrió, por ejemplo, con el episodio de la pérdida de la Real
Cédula que concedió a la ciudad su escudo de armas.
A mediados del siglo XVII, el Cabildo de La Habana usaba por armas tres
castillos y una llave en campo azul, concesión supuestamente hecha por la

                                                            
7
José Martín Félix de Arrate: “Llave del Nuevo Mundo, antemural de las Indias Occidentales. La Habana
descripta: noticias de su fundación, aumentos y estados”. En Los tres primeros historiadores de la Isla de
Cuba, t. I, p. 113.
8
Al respecto, ver Eduardo Torres-Cuevas y Edelberto Leiva Lajara: Historia de la Iglesia Católica en Cuba.
La Iglesia en las patrias de los criollos, pp. 92-99.
 


 
Corona, pero cuya prueba, sin poder explicar cómo ni por qué, se había perdi-
do. En el archivo del gobierno local no obraba la Real Cédula, ni en las actas
de la corporación constaba su presentación y lectura en momento alguno. Por
ello, el 22 de mayo de 1665 se suplicó a la Reina Gobernadora, con apoyo del
gobernador y capitán general, no tener en cuenta “[...] el descuido que había
habido en perder los papeles de su origen [...]”, pues la merced era recordatoria
“[...] del Valor con que sus naturales y Vecinos La defendieron como La
defenderían en las ocasiones que se ofrecieren y para honor y lustre de la
dicha Ciudad en los siglos venideros”.9
Como en toda metáfora en construcción, la que prefigura desde entonces a
La Habana como la gran ciudad que estaba llamada a ser –de hecho, la gran
metrópoli de las Antillas– maneja los elementos que se han ido mencionando
como estrategias persuasivas que se sustentan en, y, a la vez, fundan presu-
puestos culturales e ideológicos. Hay en ellos obviamente incoherencias y
contradicciones, básicamente porque no corresponden de manera estricta a la
realidad, y porque reflejan intereses, solidaridades y conflictos latentes.
La Habana detenta sin duda sobre el resto de las poblaciones de la Isla,
definidamente al menos desde mediados del siglo xvi, la ventaja de su lugar en
el sistema de comercio trasatlántico. Por eso se le otorgó la sede de la goberna-
ción de Cuba como jurisdicción, aunque el gobierno del territorio, como ejercicio
efectivo de autoridad, resultó en la práctica, durante largo tiempo, una ficción.
Sin embargo, junto a eso y por las mismas razones, ya desde entonces La
Habana se convierte en la única población del área realmente significativa para
la monarquía española, lo que tiene entre sus efectos el de convertirla –al menos
simbólicamente– en una suerte de capital del Caribe, antes de serlo incluso,
efectivamente, de Cuba.
Lo característico de la fase criolla de la evolución colonial cubana es el
predominio de lo regional y lo local –las jurisdicciones de los cabildos sí eran
mucho más reales y efectivas– sobre la percepción de Cuba como totalidad. Las
comunicaciones eran muy difíciles, no existía complementariedad económica y
los complejos socio culturales regionales, a pesar del trasfondo cultural común
de origen, evolucionaban con particularismos muy marcados. En los primeros
dos siglos, al menos, La Habana no detentaba una hegemonía real como capital,
en ninguno de estos ámbitos, sobre el resto de los espacios insulares. Por lo
mismo, aunque parezca raro, la primera versión de la grandeza de La Habana
tiene sus expresiones más claras en las percepciones desde fuera de la Isla, o
en las de funcionarios de la Corona que por sus responsabilidades y atribuciones
estaban obligados a visualizarla, al menos como aspiración, en su integridad
física, económica, social, etcétera.
Entre estos últimos, por cierto, los obispos –que eran indubitablemente
atípicos como funcionarios, pero funcionarios al fin y al cabo por obra y gracia
del Real Patronato– insistieron desde muy temprano en la excepcionalidad de
La Habana. Para ellos, no se trataba solo de la catilinaria al uso sobre la ciudad
como punto neurálgico en la Carrera de Indias, sino de los efectos concretos que
ello tuvo sobre la institucionalidad eclesiástica.
En La Habana, la situación material de la Iglesia –deplorable en toda la Isla
en las primeras décadas coloniales– mejoró ostensiblemente en plazos mucho

                                                            
9
Emilio Roig de Leuchsenring: La Habana. Apuntes históricos, t. 1, p. 74.
 


 
más cortos que en las poblaciones de la llamada tierra adentro. El estado de las
rentas eclesiásticas mejoraba de modo constante y, por otra parte, el clero tam-
bién participaba de las facilidades para la actividad productiva y comercial. Ya
en el siglo XVII, los sólidos muros de iglesias y conventos habaneros eran los
únicos rivales arquitectónicos de las fortalezas que protegían la ciudad. Por ello,
y aunque la sede del obispado de Cuba se mantuvo en Santiago, los obispos
prefirieron residir en La Habana y, eventualmente, solicitaban el traslado a esta
de la sede episcopal.
“La ciudad de Habana es lo mejor que hay en esta isla” –escribía al monarca
español en 1608 el obispo Juan de las Cabezas Altamirano– “[...] la garganta de
las Indias, donde es necesaria la asistencia del prelado por los muchos y varios
casos que suceden por el aumento de esta ciudad, la calificación de ella, al
animarse los vecinos a poblarla viendo hay donde premiar a sus hijos.10 Alonso
Enríquez de Almendáriz, el obispo que motu proprio declaró un buen día a La
Habana sede catedralicia –y luego, por cierto, la excomulgó en pleno–, la
estimaba, en 1620, “[...] la de más consideración y de mayor número de almas;
en donde hay riesgo de concurso de herejes, y algunos descendientes de
moriscos y confesos muchos, por acudir a ella todas las flotas y armadas, como
es notorio a S.M.”11
Hay conceptos mucho más definidos en estas afirmaciones. La Habana “es lo
mejor”, “la de más consideración”. La referencia es, obviamente, con respecto al
resto de las localidades de la Isla. No se trata de un hecho puntual –el puerto, el
comercio, la población, la salvaguarda del tesoro de la Corona o la parte de este
que quedaba en la ciudad–, sino de abstracciones que asientan un criterio fuerte
de la superioridad habanera.
El despliegue de esa representación de la ciudad, en términos casi idílicos,
sublimando el detalle, aparece en la descripción que hace hacia 1622 Antonio
Vázquez de Espinosa, un fraile carmelita:
[...] de ordinario hay [...] flotas y galeones y demás navíos y fragatas, por ser
el puerto y ciudad el paradero de todas las partes de las Indias, de mucho
trato y correspondencia con las demás islas de Barlovento y otras partes.
La ciudad está fundada en un llano de maravilloso sitio a la orilla de un lago
hondable o seno de mar, que entra la tierra adentro; coge sitio de una
populosa ciudad, la cual es abastecida y abundante de carnes, pescado,
tortugas, icoteas, maíz, yuca y harinas que de ordinario le vienen de Nueva
España, con muchas frutas regaladas de la tierra; aunque es de temple ca-
liente, es de buen cielo y sanos aires [...] hay en la ciudad y al rededor della
muchos platanales, palmas de cocos, ciruelos de la tierra, piñas, naranjos,
limones y otros árboles vistosos, con todas las legumbres y hortalizas de
España.12
No está claro si el entusiasta religioso confundía La Habana con el jardín del
Edén –algunas de las cosas que afirma no se deben tomar al pie de la letra–,
pero la urbe en ese momento cerraba efectivamente un primer ciclo de relativo
florecimiento, acompañado, digamos, de una primera versión de los relatos
acerca de su riqueza, grandeza y superioridad. En ella ya el enclave portuario

                                                            
10
Leví Marrero Artiles: Cuba. Economía y sociedad. El siglo XVII (1), p. 67.
11
 “El Obispo al Rey (12-8-1620)”. Memorias de la Real Sociedad Económica de La Habana,1847 
12
Antonio Vázquez de Espinosa: Compendio y descripción de las Indias Occidentales, p. 75.
 


 
aparece claramente identificado con algunas de las metáforas particulares que
desde entonces serán más usuales: garganta o llave, aplicadas en todos los
casos a su importancia estratégica como nudo gordiano que uncía al Viejo y el
Nuevo Mundos.
Resulta de interés el imaginario que con respecto a La Habana reflejan al-
gunos planos y grabados del siglo xvii, concebidos del otro lado del Atlántico.
Leví Marrero Artiles, en el tomo 3 de su fabulosa Cuba: Economía y sociedad,
reproduce dos de ellos, uno español y el otro de un artista holandés.13 En ambos
resaltan dos elementos, obviamente suficientes para los autores como
identificadores de La Habana. El primero, las numerosas embarcaciones de todo
porte surtas en la rada habanera o cruzando el canal de entrada de la bahía. La
idea no es estática, sino de movimiento: no se trata solo de los que ya están,
sino de los que llegan y salen constantemente. El segundo elemento es el de las
fortificaciones, concreción de la decisión de defender la plaza a toda costa. El
grabado holandés, de 1672, muestra cómo la dimensión en la que se
desdibujaban los relatos que cruzaban el mar dejaba intactos esos componen-
tes. El desconocimiento absoluto de los detalles del puerto y la población no era
tampoco obstáculo: el grabado fabula una ciudad de algo similar a agujas góticas
que sobresalen a lo lejos, y El Morro es una torre coronada por una especie de
fantástica cúpula.
Pero si la función de puerto escala es en la frontera de los siglos xvi y xvii el
núcleo central del imaginario que se construye alrededor de La Habana, la
primitiva élite de la ciudad, en su afán por alcanzar ventajas, privilegios y
concesiones por parte de la Corona, acude con manifiesta intencionalidad a la
ponderación de la excepcionalidad del entorno de la ciudad y de sus poten-
cialidades agrícolas. Este polo discursivo ya es discernible desde mediados del
primer siglo colonial. A finales de la década del ochenta, el hacendado habanero
Hernán Manrique de Rojas destacaba la presencia de cañaverales de hasta cua-
renta años de existencia “[...] que nunca tienen fin, ni se acaban [...]” y a los
cuales “[...]no se les hace ningún beneficio, salvo desherbárseles dos veces al
año que los siembran”. La extraordinaria condición de la tierra del hinterland
habanero quedaba reafirmada en tanto se señalaba que el azúcar producida
superaba en calidad a la de otras regiones de las Indias en donde –por demás–
“[...] los cañaverales no duran más de 3 o 4 años”.14
En esa misma exaltación de la naturaleza en torno a La Habana se centran
varios memoriales promovidos por los oligarcas habaneros en el decenio con-
clusivo del quinientos en los que apuestan por el cultivo cañero. A partir de la
desmesurada loa a las incomparables virtudes de la tierra, se reclamaba el apoyo
de la Corona a la embrionaria producción azucarera de la región. Los patricios
de la villa de San Cristóbal defendían las capacidades de su ciudad para
convertirse en un emporio exportador de azúcar y mieles, al resaltar “[...] que la
tierra es tan fértil para criar [...] caña, que una vez que se siembra dura un
cañaveral 20 y 30 y 40 años sin que se acabe ni replante, ni riegue ni se haga
más beneficio que cortar la caña de un año a otro. Por demás, afirmaban sin

                                                            
13
 Leví Marrero Artiles: Ob. cit., pp. 54-55. 
14
“Carta del hacendado Hernán Manrique de Rojas” (La Habana, 1590), en Leví Marrero Artiles: Ob. cit.,
t. 2, p. 317.
 


 
remilgos que el azúcar producido por ellos salía “[...] la mejor que hay en las
Indias”.15
Es cierto que ese recurso a la excepcionalidad no es exclusivo de la élite
habanera, pero en este caso se articulaba con la verdaderamente excepcional
condición de llave de las Indias para contribuir a la formación discursiva sobre la
grandeza de La Habana. Por otra parte, vale apuntar que el proceso presenta
otra arista, afianzada en la asimetría propia de la evolución insular, generadora
de focos de tensión entre los grupos oligárquicos regionales. Más allá de la
definición global de las potencialidades de la Isla, es visible en el ideario criollo
una asentada concepción de patria chica desde la cual se modelaron relaciones
antagónicas con las demás regiones de la colonia.
Tales enfrentamientos se manifestaron mayoritariamente –aunque no úni-
camente– en el marco de la conocida oposición entre La Habana y las villas de
la llamada tierra adentro.16 En la crítica a los privilegios habaneros, no obstante,
y en el modo en que paulatinamente se fue estableciendo la hegemonía de los
imaginarios y discursividades de la excepcionalidad habanera sobre las
aspiraciones de otras élites regionales, lo que puede hallarse es la cara de la
moneda que refleja la conflictividad del proceso dentro del marco, mucho más
amplio y complejo, de la evolución insular.

El gran puerto de San Cristóbal


En una fecha incierta, pero posiblemente de inicios del reinado de Carlos III,
don Francisco de Barreda, que se dice Piloto principal de Altura de la Carrera de
Indias, elaboró un texto en el que se propuso “[...] hacer patente demostración
del mas famoso Puerto que se dibuja en los Mapas, exponen los mas prácticos
Pilotos, y conocen los mas insignes marinos”.17 Generalmente se da por sentado
que la disertación laudatoria más grandilocuente sobre La Habana del siglo xviii
es la Llave del Nuevo Mundo…,18 obra del habanero y regidor perpetuo del
Cabildo de la ciudad José Martín Félix de Arrate, pero si se publicara en Cuba –
que no se ha hecho– el pequeño folleto de Barreda, posiblemente hiciera vacilar
esa convicción.
Cronológicamente, ambos escritos son contemporáneos –el inicio del reinado
de Carlos III data de 1759, y ambos escritos son anteriores a la ocupación de La

                                                            
15
  “Cuestionario que antes de partir hacia España y en presencia del Gobernador Juan Maldonado
Barnuevo puso a consideración de los hacendados habaneros el Procurador de La Habana Hernando
Barreda” (La Habana, 1598), en Leví Marrero Artiles: Ob. cit., t. 2, p. 316 
16
No nos detendremos en traer ejemplos de ese contrapunteo. Aparecen del mismo numerosas referencias
en los textos referidos a continuación. Manuel Martínez Escobar: Historia de Remedios. Colonización y
desenvolvimiento de Cuba, Juan Montano (Editor), La Habana, 1944; Rafael Félix Pérez y Luna: Historia
de Sancti Spíritus, Imprenta La Paz, 2t, 1888-1889; Las Villas. Biografía de una provincia, Academia de la
Historia de Cuba, La Habana, 1955; Julio Le Riverend Brusone: La Habana. Biografía de una provincia,
Imprenta Siglo XX, La Habana, 1960; Olga Portuondo Zúñiga: Santiago de Cuba desde su fundación hasta
la Guerra de los Diez Años, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 1996.
17
Francisco Barreda: Puntual, verídica, topographica descripción, del famoso puerto, y ciudad de San
Christoval de La Habana, en la isla de Cuba, una de las dé barlovento, en que se refiere el número de
vecinos que comprehende, Parroquias, Conventos, Hospitales, y Colegios, Castillos, Fuertes, Tropa,
Municiones, y otras peculiaridades dignas de la mayor atención. Por Don Francisco de Barreda… Con
licencia: En Sevilla, en la Imprenta de D. Joseph Navarro y Armijo, baxo de la Imagen de Nra. Sra. del
Populo, en calle de Genova, donde se hallara. (s. f), p. 8.
18
 José Martín Félix de Arrate: “Llave del Nuevo Mundo, antemural de las Indias Occidentales. La Habana
descripta: noticias de su fundación, aumentos y estados”. En Los tres primeros historiadores de la Isla de
Cuba, t. I 


 
Habana por los ingleses en 1762– y tienden a una exaltación desembozada de
la ciudad. Entre ellos, no obstante, hay notables diferencias, porque mientras
Arrate, miembro de la oligarquía habanera y representante de los intereses de
esas élites, desmenuza detalle a detalle los méritos que la urbe puede presentar
ante la Corona –cual genealogía en búsqueda de un título de nobleza–,
Francisco de Barreda ofrece una visión sumaria, inspirada y grandilocuente,
dirigida a ilustrar una fama de la ciudad que no requiere de detalles, ni nombres
ni instituciones. La Habana es el “[...] Gran Puerto de San Christoval [...] una
opulentisima Ciudad [...] que puede competir con las mejores de Europa [...]”.19
Podía competir, según se deriva de las continuas alabanzas del autor, por la
variedad de sus producciones, así como la capacidad de suplir aquellas cuya
carencia podría afectar a sus pobladores –como la harina, que no se producía,
pero se importaba de Nueva España en grandes cantidades–, pero también por
la magnificencia del entorno urbano. En la ciudad existen “[...] bellissimas casa
de primorosa idea, con hermosas Plazas y vistosas calles [...] con el excesso de
Calezas de alquiler [...] que passan de 3 mil [...] Tiene asimismo portentisissimos
Templos [...]”. Las solemnidades y ceremonias se realizaban en la Iglesia Mayor
con “aparato magnifico”, que no se diferenciaba del de Europa. Los hospitales,
en fin –los dos que había– eran “famosos”, y los colegios, “riquísimos”. Acerca
de las defensas habaneras, se expresa con tanto entusiasmo que no duda en su
capacidad de desestimular cualquier intento de asedio y ocupación. Podemos
imaginar que alguna desilusión debe haber experimentado el exaltado piloto
cuando poco tiempo después las defensas de La Habana cedieran ante las
fuerzas de asedio inglesas. En fin, todo ello, nos advierte, ha sido visto y notado
por él con la más seria reflexión, en los varios viajes realizados a los reinos de
Tierra Firme y Nueva España.20
Anteriormente se mencionaba que la Llave del Nuevo Mundo… de Arrate
prácticamente desmenuza todos y cada uno de los pormenores que pueden
apuntalar un discurso dirigido obviamente, no a los habaneros. Si bien los
oligarcas no tenían en realidad que compartir totalmente la visión edulcorada del
regidor, es seguro que una Llave… escrita por cualquiera de ellos se hubiera
parecido mucho a la Arrate, porque el objetivo era demostrar los sobrados
méritos de la ciudad, en todos los órdenes, para que sus hijos fueran reconocidos
y premiados por los servicios prestados a la Corona. Como parte de una
estrategia de ascenso en la jerarquía de la monarquía española, entronca a la
perfección con otros documentos de la época, en particular con los frutos del
llamado proyectismo, si bien este último se centra en los aspectos económicos
y comerciales.
En todos los casos, está claro que se sostiene sobre un discurso ya maduro,
que a su vez tiene soporte en la solidez económica y comercial alcanzada por
La Habana, encarnada en sus élites emprendedoras y audaces, capaces de
sacar de la manga ases que le permitieran, por ejemplo, terminar sacando pro-
vecho de una estructura como la del Estanco del Tabaco, o dominar la mitad,
aproximadamente, del capital inicial de la Real Compañía de Comercio de La
Habana. Arrate expone con claridad que escoger el título de su libro no le costó
mucho esfuerzo, en tanto el glorioso epíteto de Llave del Nuevo Mundo y
Antemural de las Indias Occidentales era aquel con el que la Corona había

                                                            
19
Francisco Barreda: Ob. cit., p. 10.
20
 Ibídem, pp. 11-18 


 
querido distinguir a La Habana entre el resto de las ciudades de América,21
verdadera garganta, afirma, de los reinos de Nueva España y Perú. Una plaza
de tal importancia había sido beneficiada con una especialísima atención, como
garantía de la soberanía española sobre el Nuevo Mundo y reconocimiento a las
numerosas e incuestionables muestras de fidelidad dadas por los habaneros
cuando alguna amenaza se cernía sobre ella.
En el discurso de Arrate la importancia estratégica y comercial de La Habana
es una realidad inherente. Lo que se quiere mostrar es la magnificencia de la
ciudad, su riqueza –que además refuerza la apetencia de los enemigos por la
plaza– y los méritos de todo tipo que “adornan” a sus habitantes. Es por ello que,
por las páginas de la Llave del Nuevo Mundo… desfilan fortificaciones, milicias,
fábrica de navíos, fertilidad de las tierras, obispos y hombres de letras, así como
los innumerables servicios prestados a la Corona. Junto a ello, y no en peldaño
más bajo, el “porte” de los vecinos y boato de su cotidianidad.
El traje usual de los hombres y de las mujeres en esta ciudad –escribe el
regidor habanero– es el mismo, sin diferencia, que el que se estila y usa en
los más celebrados de España [...]. De modo que apenas es visto el nuevo
ropaje, cuando ya es imitado en la especialidad del corte, en el buen gusto del
color y en la nobleza del género, no escaseándose para el vestuario los
lienzos y encajes más finos, las guarniciones y galones más ricos, los tisúes
y telas de más precio, ni los tejidos de seda de obra más primorosa y de tintes
más delicados. Y no solo se toca este costoso esmero en el ornato exterior de
las personas, sí también en la compostura interior de las casas, en donde
proporcionalmente son las alhajas y muebles muy exquisitos, pudiendo
decirse sin ponderación que en cuanto al porte y esplendor de los vecinos, no
iguala a La Habana, México ni Lima, sin embargo de la riqueza y profusión de
ambas Cortes [...].22
La Habana de Arrate es la de las élites, obviamente, pero el discurso de la
preeminencia y superioridad de la ciudad es al mismo tiempo el de la
representación que esas élites hacen de sí mismas. Y en esa dirección, a me-
diados del siglo xviii, no solo se establece la igualdad con España, sino que se
afirma, sin sonrojo, que “no iguala a La Habana, México ni Lima”, las grandes
capitales virreinales del imperio en América. Con el resto de las ciudades y villas
de la Isla Arrate ni siquiera se molesta en establecer comparaciones, pero no es
de extrañar. La centralidad de La Habana en el espacio insular era plenamente
reconocida y defendida ya entonces por las autoridades cuya jurisdicción no
emanaba de posicionamientos e intereses locales.
Cuando el obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz informa sobre el
recorrido que ha realizado por su diócesis –la más amplia, tal vez, de las visitas
pastorales cumplimentadas por los obispos de la época colonial– en la década
del cincuenta del siglo XVIII, comienza por La Habana, no solo por ser la primera
tierra que pisó, dice, sino también porque
“[...] los demás lugares de la Isla, hacen a esta Capital la Justicia de conocer
su mérito, y ninguno podrá formar, quexa sobre su antelación. Es verdad que
fue la última de las siete Poblaciones que después de la Conquista [...] se

                                                            
21
José Martín Félix de Arrate: Ob. cit., p. 8.
22
 Ibídem, pp. 167-168 

10 
 
establecieron; pero con el tiempo ha adquirido entre todas el derecho
incontestable de primacía”.23
Ese derecho incontestable es el que permite a Morell imaginar para La Ha-
bana, desde el punto de vista de la jurisdicción eclesiástica, un destino digno de
su magnificencia y grandeza: ser la cabeza de una provincia eclesiástica, un ar-
zobispado del cual fueran sufragáneos no solo las otras dos mitras que propone
hubiera en la Isla –Puerto Príncipe y Santiago–, sino la de Mérida, en Yucatán.
La jurisdicción de La Habana abarcaría, además, con toda certeza, el territorio
de La Florida, que entonces era parte del de Cuba. Es una dimensión claramente
caribeña de pensamiento, en la que el prelado –oriundo de La Española, no de
Cuba– asume a plenitud la idea de la capital cubana como metrópoli del Caribe,
sustentada en el hecho de ser la tercera ciudad en importancia en toda América,
concentrar en ella y sus partidos el 57% de la población del país y ser el centro
comercial y marítimo militar más importante entre la América hispana y Europa.
Este poderoso centro comercial podía unir e interrelacionar a Las Antillas
creando así una unidad cultural en la frontera misma del penetrante mundo pro-
testante anglosajón. Ideas similares, aunque desde una perspectiva institucional
diferente, manejó el sucesor de Morell, Santiago José de Hechavarría, al pro-
poner dotar a La Habana de una sede episcopal, aunque sin lacerar el alcance
territorial de la jurisdicción eclesiástica hasta entonces existente.24
Es en el siglo XVIII que el ámbito circuncaribeño, entendido como la gran
región conformada por el Golfo de México y el Mar Caribe, adquirió un contenido
geohistórico a través del desarrollo del sistema imperial español, en un proceso
que se concretó en buena medida en el siglo XVIII y que tuvo expresiones en
todos los terrenos, incluyendo la definición a mediados de esa centuria de las
denominaciones de los subgrupos de islas, como las grandes y pequeñas
Antillas, las islas de Barlovento y Sotavento y la propia denominación del Mar
Caribe. Con ello adquiere perfiles definidos, también, la idea del Mediterráneo
americano, perfectamente congruente con la visión braudeliana de un
[...] conjunto de rutas de mar y de tierra ligadas entre sí; de rutas, que equivale
a decir de ciudades, y lo mismo las modestas que las medianas y las mayores,
todas se agarran de la mano. Rutas y más rutas, es decir, todo un sistema de
circulación.25
Ese contexto marca el cierre del primer ciclo de formación discursiva en torno
a la superioridad y primacía habaneras. Su idea central, dominante sin duda, es
de naturaleza geoestratégica, y madura en la misma medida que esas ventajas
se materializan en diversos órdenes para desbordar los significados comerciales
y militares, extendiéndose al esplendor urbano, la fastuosidad de las élites, la
riqueza del territorio y la fidelidad a la Corona, entre otros tópicos que
complementan el núcleo original del relato para colocar a La Habana en situación
de sostener con dignidad la comparación con ciudades europeas –
esencialmente las españolas– y las más importantes de América –México y
Lima–, así como con evidente superioridad sobre el resto de las del Caribe.

                                                            
23
Pedro A. Morell de Santa Cruz: “Visita eclesiástica”, en Primeros historiadores. Siglo XVIII. Pedro Agustín
Morell de Santa Cruz, p. 6.
24
Sobre los proyectos de los obispos Morell de Santa Cruz y Santiago José de Hechavarría, ver Eduardo
Torres Cuevas y Edelberto Leiva Lajara: Ob. cit., pp. 446-456.
25
Fernand Braudel: El Mediterráneo. La Habana, 1990, p. 58.26 / RBC 50 / Dr. Edelberto Leiva Lajara
 

11 
 
En los imaginarios y en el discurso, no obstante, esa primacía no fue aceptada
sin conflictos en el espacio insular. En realidad, en la medida que se consolida
la posición habanera y las diferencias reales con el resto de las regiones de la
Isla se profundizan, la vocación hegemónica del patriciado capitalino se hace
más nítida también en el universo de las representaciones sobre sí mismo y en
el de las comparaciones con el resto de los espacios y grupos oligárquicos
regionales.
Entre las décadas del cuarenta y sesenta del setecientos, los choques entre
el patriciado habanero y las oligarquías del interior tuvieron su centro en las
contradicciones emanadas de las prerrogativas detentadas por la Real Compa-
ñía de Comercio de La Habana, pero también en el terreno de la usurpación por
La Habana de las prerrogativas que por justo derecho sus localidades habían
poseído. El Cabildo de Santiago de Cuba, por ejemplo, afirmaba en 1757 que La
Habana “[...] resultaba haverse Ilustrado [...], mientras esta (Santiago) llora y
xime su desgracia […] al ver que la Hava se ha alzado, y realzado con lo que
lexitimamente pertenece a esta Ciudad”.
La queja del cabildo santiaguero refleja con claridad y sencillez la percepción
que hacia mediados del siglo XVIII parece haber dominado en la llamada tierra
adentro con respecto a las apetencias hegemónicas de las élites habaneras. Se
trata, sobre todo, de un cuestionamiento a la red de privilegios que, a lo largo del
tiempo, pero sobre todo en la época de los primeros Borbones, propició la
profundización de la brecha que caracteriza la dinámica económica de la
jurisdicción de la población occidental con respecto a las desplegadas en el
centro-oriente de la Isla.
El reconocimiento, sin embargo, de esta casi natural primacía habanera, es el
espejo en el que proyectan sus propias aspiraciones de progreso. Así, Nicolás
Joseph de Ribera no clama por la desaparición de la Real Compañía de
Comercio de La Habana, sino por una concesión similar que coloque en mejor
posición a las élites orientales. Y, en 1789, el gobernador de la jurisdicción
oriental, Juan Bautista Vaillant, estima que el centro de la cuestión no era
cercenar la prosperidad habanera. La Habana debía conservar y aumentar su
lucimiento, siempre que esto no coartara el fomento y población del resto de la
Isla.26
Desde el otro lado del espejo, no solo era obvio que La Habana no era Cuba,
sino que su crecimiento y la particular narrativa que entretejieron las
representaciones de esplendor, riqueza y ennoblecimiento habaneros fueron
entendidos, al menos por las élites del resto de las regiones, como resultado, al
menos parcial, del menoscabo de sus propios proyectos. Es un ángulo que aún
requiere estudios detallados –como aún tantas cosas de nuestro pasado que
erróneamente con frecuencia se tienen por “sabidas”–, pero está claro que se
trata de una construcción conflictiva, mucho más en la relación y la imagen de
La Habana con respecto a otras regiones de la Isla –para las cuales por demás
era un fortísimo referente– que en la visión que sobre la ciudad domina el
imaginario allende las aguas que nos rodean.

La Habana es Cuba…

                                                            
26
  “El Governador de Cuba después de representar la importancia del Puerto de esta Plaza y Partido
desu Govno. propone faciles medios para su fomento, y población sin gravamen del erario, y con aumto
de la Navegacion, y el comercio de estos Reyno para la Resolucion que fuere del Rl agrado de S.M”
(Santiago de Cuba, 1789). ANC, CCG, Legajo 39, No. 3 

12 
 
Nunca lo ha sido, por supuesto, a no ser como metáfora, alegoría o símbolo,
como hipérbole para intentar aprehender el esplendor y la excepcionalidad
habaneras. Cuba es mucho más, pero, como representación, la exaltación de La
Habana respondió a una realidad concreta que fue cambiando de forma a lo largo
de varios siglos. No hay duda de que, en sus inicios, fue más que todo una
reacción a las ventajas geográficas de su ubicación en las redes comerciales
que comenzaban a estructurarse y a su entorno natural. Más tarde –pero ya en
el mismo siglo XVI– se hizo consciente dentro de una proyección de control de
esas rutas y de todo lo que sería el Mediterráneo americano. Luego, además, se
convirtió en una elaboración interesada que respondió a las aspiraciones de los
grupos oligárquicos habaneros, más agresiva en la medida en que estos se
fortalecían.
No obstante, ya se afirmaba casi al inicio de este trabajo que, en los primeros
dos siglos y medio de la época colonial, la regionalización típica de la época del
criollismo, con la ausencia de nexos estructurantes a nivel de toda la Isla, tanto
en lo económico y comercial como en lo político y cultural, estorbó el desarrollo
de una jerarquización centro/periferia que se expresara como parte integrante de
un imaginario efectivamente insular.
El surgimiento de un imaginario de ese tipo se hizo claramente posible solo
como resultado de los procesos que se inician en las décadas finales del siglo
XVIII, con la profunda inmersión de la poderosa élite occidental en la lógica de la
plantación esclavista y el mercado internacional de tipo capitalista hacia el que
se orientaba su producción. Es una idea que no hay espacio –ni intención– para
desarrollar, pero la idea de Cuba, con perfiles que comienzan a moverse
aceleradamente hacia lo que entendemos hoy como tal, como totalidad cultural,
solo se hizo posible a partir de la aberrante orgía esclavista y azucarera que
marca el tránsito del siglo XVIII al XIX. Con ella creció desaforadamente la
riqueza de La Habana, al ritmo en que los cañaverales devoraban las llanuras
circundantes y se extendían luego a Matanzas, Sagua, Trinidad, Cienfuegos...
Con el azúcar nace, realmente, la gran metrópoli caribeña que es La Habana,
pero también las condiciones para que la primacía habanera se haga efectiva en
un sentido moderno de jerarquización regional interna. Es una modernidad
colonial, ciertamente, a la que el azúcar y la esclavitud arrastran a Cuba, pero es
también excepcional en el escenario del colonialismo a nivel internacional. No
hay ejemplo –como indicó en su momento Moreno Fraginals– de otro grupo
social subordinado y dependiente que haya logrado, al mismo tiempo, el poder
económico, la hegemonía social y la influencia política de aquel que la
historiografía cubana identifica con frecuencia como burguesía esclavista.
El azúcar, claro, no es sino otra metáfora, aunque una muy realista. El proceso
de integración económica, comercial, regional, cultural –ni hablar de la política–,
es sumamente complejo y conflictivo, pero desde el punto de vista que nos
interesa es un momento clave aquel en el que, en los proyectos de futuro, sea
cual sea su naturaleza, comienza a dominar la representación de Cuba sobre las
regionales. Estas últimas seguirán teniendo gran vitalidad –incluso en el sentido
negativo que se le atribuye en el análisis de los procesos independentistas de la
segunda mitad del siglo XIX–, pero en las representaciones (proto) nacionales
se hace inamovible la centralidad política, económica y cultural de La Habana.
Ello ocurre por múltiples razones.
Objetivamente, la brecha que desde mucho antes se abrió entre la dinámica
social y económica habanera y la del resto de las regiones cubanas se profundiza

13 
 
a partir de finales del XVIII, hasta hacerse abismal. La Habana era tal vez el
puerto más atractivo de América, con una importantísima actividad exportadora
e importadora que fomentó las grandes fortunas de la época. Las necesidades
comerciales transforman y perfeccionan constantemente el propio puerto, en
cuya modernización se invertían en las décadas del cuarenta y cincuenta
importantes sumas.27
La importancia comercial de La Habana, de primer orden, ya no se relaciona
con una función de crucero en un imperio que por demás deja existir, sino con
las necesidades del emporio productivo azucarero en que se convierte y sus
propios requerimientos comerciales. Ese emporio con rapidez desborda el
tradicional espacio de influencia directa de la ciudad y su élite para extenderse a
la amplia llanura matancera y algo más allá, una región en que se logra una
rápida integración económica y cuyo peso es literalmente decisivo. A nivel
insular, ninguna otra región transita por un proceso ni siquiera similar, lo que
fortalece aún más la posición de La Habana. Por si fuera poco, la pérdida de las
posesiones continentales y las turbulencias características de la agonía del
Antiguo Régimen en la Península convirtieron a La Habana en el epicentro de la
política española en Ultramar. La élite de la colonia conspiró, intrigó e influyó
decisivamente en algunos momentos claves de la historia española de la etapa.
En última instancia, se educó en el ámbito de las luchas políticas.
Los sectores dominantes del occidente se esforzaron al máximo en reforzar
simbólicamente sus posiciones, identificándolas con los intereses del país, y en
ello, en realidad, obtuvieron un éxito rotundo. Como todas las hegemonías, la de
las élites habaneras se construyó y estableció de modo conflictivo, pero en
general logró la identificación del resto de los grupos regionales dominantes con
sus proyecciones esenciales, ya fueran políticas o económicas. El paradigma en
el que imaginaban su futuro estos grupos era en buena medida el del éxito
habanero. Desde finales del siglo XVIII, pero sobre todo en la primera mitad del
XIX, el núcleo de ese paradigma fue la representación de La Habana como
símbolo de modernidad, jalonado por momentos estelares como la inauguración
de la primera vía férrea en 1837, del alumbrado de gas en 1846 y la instalación
del telégrafo en 1852.
La Habana que descubre Humboldt hace que el viajero y científico europeo
se sienta admirado, olvidando los peligros que acechan al extranjero en las
ciudades antillanas. Lo mismo ocurre a un buscador de fortuna español, Antonio
de las Barras y Prado, que esperó encontrar un país por civilizar y halló “[...] una
hermosa ciudad que nos llevaba cincuenta años de ventaja en toda clase de
adelantos”.28 Alineándose con entusiasmo entre los admiradores de La Habana,
cuyos habitantes
[...] sonríen de satisfacción y aplauden el progreso de la época, que corre por
los hilos del telégrafo; que marcha por encima del ferrocarril urbano; que
atraviesa por la alameda del Prado; que se escucha en el silbido de la
locomotora; que se ve en el humo que despide la máquina de vapor y se
advierte y se saborea en los cafés y en los hoteles que se han levantado en
                                                            
27
 Jacobo de la Pezuela ofrece una relación bastante detallada de las ampliaciones y mejoras realizadas a
los diferentes muelles del puerto en las décadas del treinta, cuarenta y cincuenta del siglo xix. Ver Jacobo
de la Pezuela y Lobo: Diccionario geográfico, estadístico, histórico de la Isla de Cuba, t. 3, pp. 65-66 
28
Antonio de las Barras y Prado: La Habana a mediados del siglo XIX. Memorias de Antonio de las Barras
y Prado, p. 59.
  

14 
 
aquellas inmediaciones que eran años atrás lugares yermos, muladares y
barrancos [...].29
Barras no duda en afirmar que La Habana
“[...] nada tiene que envidiar a Nueva York, ni a Londres, ni a París, ni a Madrid.
Aquí se vienen oyendo desde hace mucho tiempo notabilidades como la
Tedesco, la Bossio, la Alboni, la Lagrange, la Fezzoli, la Garraniga, la Cortessi,
la Lotti y la Cruz Gasier, nuestra compatriota; contraltos como Salvi, Bringoli;
Musiani y Pancani, barítonos como Beneventano, Gasier y Ronconi; bajos
como Marini y otros por el estilo”.30
Los referentes comparativos de Barras son las grandes ciudades europeas y,
ya en esos años, Nueva York, los mismos que por esos años va a esgrimir Félix
Tanco Armero, tratante de culíes chinos llegado a la ciudad en 1853. Tanco es
mucho menos entusiasta que Barras, y su primera impresión no trasmite
admiración por La Habana, aunque sí algo de sorpresa. No obstante, tiene la
certeza de que, en pocos años, “[...] La Habana no solo será el quinto puerto del
mundo, sino una de las primeras ciudades, digna de competir con Londres o
París [...]”.31
No es de extrañar, por lo mismo, que en Cuba otros discursos acojan sin
remilgos la centralidad y primacía de La Habana habanera con relación al resto
de las localidades y poblaciones de la Isla. A principios del siglo XIX, Antonio
José Valdés escribe y publica una interesante historia que pretende ser de Cuba,
pero que en especial, es de La Habana.32 Como en la obra de Arrate medio siglo
antes, la única parte de la historia de Cuba en la que la isla es asumida como
totalidad es la etapa inicial de la conquista y colonización, fundamentalmente la
primera mitad del siglo XVI. Una vez que la residencia de los gobernadores
establece inequívocamente la importancia que la Corona concede a La Habana,
el resto de la Isla se desvanece en el relato.
La diferencia con la Llave del Nuevo Mundo… es que la Historia de la Isla de
Cuba y en especial de La Habana es una construcción histórica mucho más
seria, y lo que en Arrate denota sin duda como la actitud del patricio que enaltece
su ciudad natal, en Valdés es ya un tipo de interpretación en el que la historia de
La Habana bien a ser, en compendio, la de Cuba. En ella se inscriben, sin igual
relevancia, hechos y pasajes que involucran a la comunidad insular allende los
límites de la jurisdicción habanera, algo que, sin la explícita declaración que hace
Valdés, es común a todas las historias e historiadores del siglo XIX cubano.
Es importante también, que, si se revisan con cierto detalle algunos textos
locales escritos entre finales del siglo xviii y la primera mitad del siglo XIX, se
verá el modo en que esa actitud caló en otras élites locales. El de Tadeo M.
Moles, que en 1877 se publicó en el mismo tomo de la serie de Los tres primeros
historiadores de la Isla de Cuba en el que aparece la obra de Valdés, bajo el
título de “Historia de Sancti Spíritus”, ilustra fehacientemente el desgarro que
produce el abandono de otros intereses regionales a favor de los de La

                                                            
29
Ibídem, pp. 75-76.
30
 Ibídem, pp. 72-73. 
31
 Citado por Juan Pérez de la Riva: La isla de Cuba en el siglo XIX vista por los extranjeros, p. 111. 
32
Antonio José Valdés: “Historia de la Isla de Cuba y en especial de La Habana”. En Los tres primeros
historiadores de la Isla de Cuba, t. III.
 

15 
 
Habana,33 pero asumiendo su centralidad como una precondición. Lo mismo
puede decirse, por ejemplo, de la Memoria histórica, geográfica y estadística de
Cienfuegos y su jurisdicción,34 y de la Memoria histórica de la villa de Santa Clara
y su jurisdicción,35 entre otros escritos de la época.
Hacia mediados del siglo XIX, la representación que hace de La Habana una
alegoría de Cuba se ha consolidado, con la integración y la síntesis, pero en
particular con la sublimación de los elementos que a lo largo de la historia
habanera se incorporaron a las narrativas en torno a la principal urbe insular.
Cuando Arango y Parreño, con la soberbia y el optimismo propios de la élite
esclavista en vertiginoso ascenso, confesó la máxima aspiración de ver con-
vertida a Cuba en la Albión de América, reservaba a La Habana el estatus de
Londres. Medio siglo después, es esa Habana moderna, rica y cosmopolita, de
esplendor construido sobre la sangre y el sudor de miles de esclavos, de la que
Cirilo Villaverde declara con vehemencia: “[...] Francia es París, Inglaterra es
Londres, Italia es Roma. Si con bastante fundamento se dice esto [...] con no
menos, a nuestro modo de ver se pudiera decir que La Habana hoy día es la Isla
de Cuba.”36 El largo ciclo formativo del relato se había cerrado. Sus variaciones
nos acompañan día a día.

Bibliografía
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Indias relativos a Cuba y muy particularmente a La Habana. Ordenados y
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Librería de Andrés Pego, La Habana, 1876, t. I.
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de Antonio de las Barras y Prado. Imprenta de la Ciudad Lineal, Madrid,
1926.
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puerto, y ciudad de San Christoval de La Habana, en la isla de Cuba, una
de las dé barlovento, en que se refiere el número de vecinos que
comprehende, Parroquias, Conventos, Hospitales, y Colegios, Castillos,
Fuertes, Tropa, Municiones, y otras pecularidades dignas de la mayor
atención. Por Don Francisco de Barreda… Con licencia: En Sevilla, en la
Imprenta de D. Joseph Navarro y Armijo, baxo de la Imagen de Nra. Sra.
del Populo, en calle de Genova, donde se hallara. (s. f).
Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y
organización de las antiguas posesiones españolas de Ultramar. De la Isla

                                                            
33
 Tadeo M. Moles: “Historia de Sancti Spíritus”. En Los tres primeros historiadores de la Isla de Cuba, t.
III, pp. 565-630. 
34
Pedro Oliver y Bravo: Memoria histórica, geográfica y estadística de Cienfuegos y su jurisdicción.
Imprenta de don Francisco Murtra, Cienfuegos, 1846.
35
Manuel Dionisio González: Memoria histórica de la villa de Santa Clara y su jurisdicción, 1858
36
 Cirilo Villaverde. “La Habana en 1841”, en Francisco González del Valle: La Habana en 1841, p. 200 

16 
 
de Cuba. Segunda Serie, Establecimiento Tipográfico Sucesores de
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Habana, 1952.

17 
 

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