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LOS SIETE

PECAOOS CAPITALES
POR

DON ANTOLÍN LÓPEZ PELÁEZ


OBISPO DE JACA

CON. LA-APROBACIÓN DEL EXCiftOi Y RJÍÍO. SEÑOR


- ARZOBISPO DE FRIBURGO.

FRIBURGO DE BRISGOVIA (ALEMANIA) 1912


B. HERDER
LIBRERO-EDITOR PONTIFICIO
-BERLÍN, BSTRASBUROOj KARLSRUHE, MUNICH, VIENA, LONDRES Y'SAN LUIS
LOS SIETE
PECADOS CAPITALES
POR

DON ANTOLÍN LÓPEZ PELÁEZ


OBISPO DE JACA

C O N LA APROBACIÓN DEL EXCi&O. Y R1ÜO. SEÑOR


ARZOBISPO DE FRIBURGO.

FRIBURGO DE BRISGOVIA (ALEMANIA) 1912


B. HERDER
LIBRERO-EDITOR PONTIFICIO
BERLÍN, ESTRASBURGO, KARLSRUHE, MUNICH, VIENA, LONDRES Y SAN LUIS
Imprimatur

Friburgi Brisgoviae, die 3 Maii 1912

4^ T h o m a s , Archiepps

E s propiedad — Queda hecho el depósito que marca la ley

Tipografía de B. HBRDER en Friburgo de Brisgovia. Z912


ÍNDICE.
Pág.
I. L a Soberbia i

II. L a Ambición, hija de la soberbia 15

III. L a Avaricia 3 o

I V . L a Lujuria 54

V . E l Baile y la Lujuria 76

V I . E l Teatro, provocación a la lujuria 99

Vir. L a Ira . . 121

V I I I . L a Gula 144

I X . L a Envidia 163

X . L a Pereza 188

Apéndice. Los pecados capitales ante la Medicina . . 204


I.
La Soberbia.

El pecado es el enemigo de Dios, el muro de


separación entre el creador y la criatura; y la so-
berbia es el pecado universal, la raíz de todas las
iniquidades, el jugo venenoso que alimenta todos
los vicios, la fuerza que impulsa y arrastra a todos
los crímenes, el fondo, el resorte, el nudo y la
trama de todas las tragedias de la historia. En toda
transgresión de la ley divina hay en algún modo
una rebelión del hombre, una protesta contra el
eterno legislador, un alzamiento contra su santísima
voluntad. L a culpa es un menosprecio de Dios,
un alejamiento de él, un juicio práctico en que se
le estima en menos que a las criaturas y se le
pospone a ellas: el pecador hace de los objetos
que ama otros tantos ídolos, los coloca en el trono
reservado a la Divinidad y les rinde el incienso de
su adoración: todo lo refiere a sí; su voluntad es
la norma de su conciencia, su fin último es el pro-
pio interés suyo; y aunque en su pensamiento re-
conozca la existencia de Dios, le niega en las obras,
viviendo como si no existiera.
LÓPEZ PKLÁEZ, Pee. capit. I
2 I. LA SOBERBIA.

Considerada como un pecado especial no es menos


digna de ser arrojada del corazón la soberbia, si
queremos que a él venga y en él habite el humil-
dísimo Jesús. Ese pecado, como su nombre lo in-
dica, es un deseo desordenado de elevación, un
aprecio excesivamente subido de nuestras cuali-
dades ; es ir más allá de lo que permiten las fuerzas,
querer remontarse sobre sí mismo, ensanchar sin
límites el propio poder, brillar con fulgor inadecuado
a los méritos. Es una hinchazón monstruosa del
espíritu, por la que no se cabe en el puesto de-
parado por la Providencia, pareciendo pequeño todo
lo que sea extraño; es, en fin, un exceso de esti-
mación personal llevada hasta el punto de llenar
con ella el alma de modo que no queda sitio para
el aprecio de Dios y del prójimo.
Tan exagerada idea de la excelencia propia puede
permanecer oculta en el entendimiento o mani-
festarse al exterior con el fin de que los demás
piensen de igual modo acerca de ella. El deseo
de que los otros reconozcan nuestras preeminencias
y ventajas puede a su vez o satisfacerse con las
palabras de ellos, o no contentarse sino con sus
obras, querer la sumisión de sus alabanzas, o la
sumisión de sus personas mismas; aspirar a que
la fama publique nuestros pretendidos méritos, o
a que la sociedad los recompense; anhelar los ho-
nores y las dignidades, los primeros puestos en
el templo de la celebridad, o los primeros puestos
I. LA SOBERBIA. 3

en la jerarquía y en el régimen de las corpora-


ciones ; en una palabra, la soberbia es o vanagloria
o ambición.
L a soberbia mirada en sí misma recibe además
el nombre de orgullo, y así como es la raíz de
otros vicios, puede tener en sí propia varios grados;
pero en todos ellos, por lo mismo que va contra
la humildad, va contra la verdad y es una mentira
más o menos descarada.
Como el Faraón que decía a Moisés: «Yo no
conozco al Señor», la soberbia de algunos hombres
llega a negar que hayan recibido nada de Dios y
aun a negar a Dios mismo. Los ateos, disfrazando
su impiedad bajo diversas denominaciones, inventan
diferentes sistemas y piden a su entendimiento armas
para sacudir el yugo y rechazar toda dependencia
de un ser superior a lo humano. L e s parece ab-
surdo el hecho de la creación, y con tal de poder
prescindir del creador, devoran de buen grado los
absurdos más monstruosos: el número infinito, la
eternidad de la materia, compuesta, corruptible, limi-
tada y contingente, el movimiento naciendo de la
inercia, la vida surgiendo espontáneamente del seno
de lo inanimado, la fuerza obrando antes de existir,
la casualidad reuniendo, agrupando, ordenando y
conduciendo los átomos, la luz de la inteligencia
humana siendo una segregación cerebral, y la má-
quina maravillosa del mundo funcionando y cons-
truyéndose sin motor ni artífice.
i *
4 I. LA SOBERBIA.

Los deístas, aunque admiten la existencia del


Ser Supremo, rechazan su providencia adorable, di-
ciendo como aquel Nicanor cuyo orgullo fué tan
terriblemente castigado por losMacabeos: «Si Dios
es poderoso en el cielo, nosotros somos poderosos
en la tierra»; con lo que hacen de él un artista
que abandona su obra, un padre que no se acuerda
de sus hijos, un príncipe que no se cuida de su
pueblo, viviendo en soledad desdeñosa o en hol-
ganza inalterable, un ídolo como aquellos dioses
de los gentiles que, en frase de David, tenían ojos
y no veían, orejas y no oían, pies y manos y per-
manecían siempre quietos.
Los racionalistas confiesan el gobierno de Dios,
pero no acatando más leyes suyas que las que
alcanza la razón y manifiesta la naturaleza, sin re-
conocer que Dios hecho hombre ha hablado al
hombre verdades que éste debe abrazar aunque no
las pueda comprender. Rodeados de misterios, no
creen en el misterio; envueltos entre milagros, im-
pugnan la posibilidad del milagro; sabedores de las
escasas luces de su razón, cierran los ojos a toda otra
luz que sobre su razón brille. Y así se extravían y se
pierden lastimosamente en la investigación científica,
aprueban hoy lo que reprobarán mañana, lo que
unos edifican lo destruyen otros, y sus sistemas,
con tanto trabajo erigidos, pero sin más consistencia
que la de un castillo de naipes, se suceden sin
interrupción en la historia de las aberraciones humanas
I. LA SOBERBIA. S

como las hinchadas olas de un mar alborotado o


los montones de arena que sin cesar disipa y vuelve
a formar el huracán de los desiertos.
L o s protestantes, esos queridos hermanos nuestros,
por cuyo retorno a la casa paterna debemos rogar
incesantemente, admiten con nosotros un orden
sobrenatural, una revelación divina y por ende in-
falible, a cuyas enseñanzas es preciso que el limi-
tado entendimiento humano se sujete; pero la trun-
can y la mutilan, no teniendo por tal sino la
que se contiene en las Sagradas Escrituras; no
reconocen tribunal que interprete y aplique este
código divino, no acatan una autoridad que corte
y termine las disputas religiosas, erigen el criterio
individual y privado en arbitro y juez de la doc-
trina revelada; y de esta manera, por no humillarse
a la Iglesia fundada por el Salvador para continuar
su misión docente, andan de continuo vacilantes y
fluctuando a merced de movedizas opiniones, sin
saber ciertamente qué escritos son los que guardan
las enseñanzas de Jesús ni cómo deben ser enten-
didas, creyendo ver en su palabra santísima los
extravíos más monstruosos, las más criminales extra-
vagancias y una justificación de todos los excesos
de las pasiones, y acabando por no creer nada
sobrenatural, por no discernir en las narraciones
bíblicas nada que realmente deba conceptuarse mi-
lagroso, y por caer en la más deplorable indiferencia
religiosa y en el más desconsolador escepticismo.
6 I. LA SOBERBIA.

El orgullo de otros no va tan allá: no se re-


belan contra Dios ni combaten ninguno de sus
atributos, y confiesan que de su mano han recibido
cuanto tienen; pero juzgan que en atención a los
méritos personales les ha sido dado; con lo cual
cometen una injusticia, se apropian lo que no les
corresponde, y arrebatan al Señor lo que a él solo
pertenece.
El salir a la luz de la existencia en ningún modo
nos era debido; porque nada éramos antes de existir,
y la nada nada puede merecer y de cosa ninguna
puede ser acreedora. Infinitos seres posibles no han
tenido la suerte que nosotros y continúan envueltos
en las obscuridades del no ser. Tal vez muchos
hombres a quienes se ha dejado en las tinieblas
de la posibilidad, se portarían mejor, agradeciendo
el inestimable beneficio que se nos concedió con
llamarnos a la vida.
Si ningún derecho teníamos a existir, ninguno
nos asiste tampoco para que se nos dieran las per-
fecciones que tenemos: el uso cabal de los sentidos,
la salud, las fuerzas, el ingenio, la actividad, la
suerte en nuestras empresas y negocios, todo cuanto
de bueno poseamos es puro don de la mano liberal
del Omnipotente. A l venir al mundo no ostentába-
mos mejores títulos ni podíamos alegar mayor jus-
ticia que otros muchos hermanos nuestros desprovistos
de las ventajosas cualidades que el orgullo no agra-
dece, por jactarse de que las tiene bien merecidas.
I. LA SOBERBIA. 7

En cuanto a los bienes de la gracia, su mismo


nombre está diciendo que son gratuitos. Pecadores
en nuestro primer padre, herederos de su culpa y,
por consiguiente, hijos de ira, esclavos del demonio,
enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él, ad-
mitidos a su amistad y llamados a su reino y a
su gloria por un acto libérrimo de su bondad sin
límites, por la aplicación de los méritos de su di-
vino Hijo, que cargó sobre sí nuestras faltas como
víctima expiatoria de valor infinito, y las borró con
su preciosísima sangre, y con los clavos que ras-
garon su carne en la cruz, rasgó el decreto de
condenación que contra nosotros existía, y con su
muerte nos dio la vida sempiterna. Como tantos
otros, pudimos haber muerto antes de renacer en
las salvadoras aguas del bautismo, o haber nacido
en países idólatras o protestantes, donde no brillara
la luz de la religión verdadera, o tener padres menos
cristianos, que no se hubieran cuidado de nuestra
educación religiosa, poniendo desde el principio
nuestros pies en la senda de la virtud, o tropezar
con amigos, lecturas o seducciones que nos hubieran
arrastrado a la impiedad.
Consiste el tercer grado de orgullo en persua-
dirse uno de tener lo que en realidad no se tiene.
El aforismo: conócete a ti mismo, que la antigüedad
pagana grabó en el frontispicio de sus templos como
esencial "condición para llegar a la sabiduría, es
cosa que preocupa muy poco a la generalidad de
8 I. LA SOBERBIA.

los cristianos. Raros son los que cavan y ahondan


y descienden con el pensamiento dentro de sí para
ver su bajeza y miseria, para medir sus acciones
con la regla infalible de los juicios divinos, para
comparar su vida con la vida de Jesús, ideal y
modelo de todos. El desordenado amor propio
hace ver a cada uno con cristales de aumento su
grandeza y tiende un velo sobre sus imperfecciones.
El árbol, cuando está cargado de fruta, inclina y
abate sus ramas, mientras la espiga se levanta
más cuanto menos grano lleva: así el hombre más
vacío de merecimientos es el que más se exalta y
se engríe.
L a exagerada estimación en que el orgulloso
se tiene es por demás funesta. No procura la
enmienda de sus faltas, porque no las conoce; no
pide a Dios especial auxilio, porque no lo cree
necesario; y permanece tranquilo e indiferente en
medio de sus desarreglos, sin reparar en que está
sentado sobre un volcán y tiene a sus pies un pavo-
roso abismo. Su necia presunción, como la del edi-
ficador de la torre en la parábola evangélica, le
lleva a erigir monumentos a que no puede dar cima,
a internarse por caminos en los que muy pronto
deberá volver la espalda, a construir sobre de-
leznable arena el grandioso edificio de sus aspira-
ciones, a estrellar en triste naufragio contra duros
escollos la desarbolada nave de sus optimismos, a
ser, por sus locas empresas, el objeto de lástima
I. LA SOBERBIA. 9

universal y de risa, como aquél fabuloso ícaro que


con alas de cera quiso subir hasta tocar el sol.
El orgullo de otros, finalmente, no va por manera
directa contra Dios, pero sí contra el prójimo. No
faltan a la verdad atribuyéndose méritos que no
tienen, pero sí atribuyéndose la singularidad en ellos;
porque cumplen algunos mandamientos de la L e y ,
se atreven a decir con el fariseo del Evangelio:
«No soy y o como los demás hombres.» Aunque
supiéramos de cierto que nos adornan algunas cuali-
dades de que otros carecen, no debería ser motivo
para envanecernos y despreciarlos. Si se les hubiese
dado la misma habilidad y talento, por ventura
habrían hecho de ellos mejor uso que nosotros;
con iguales gracias hubieran prestado cooperación
más fiel y nos dejarían atrás en el camino de la
virtud. El más aventajado de los justos puede caer
en las más oprobiosas culpas y en lo más hondo
de los infiernos, y el más abyecto de los peca-
dores puede remontarse a las más eminentes cumbres
de la gracia y de la gloria.
Sucede, en efecto, que a los que más se elevan
en el concepto propio, les permite el Señor las más
vergonzosas caídas: así como ellos desde su bajeza
se rebelan contra D i o s , sienten rebelarse contra
ellos las pasiones más bajas; el orgullo, que es
la lujuria del espíritu, suele traer por consecuen-
cia la lujuria que es el orgullo de la carne;
los que quieren subir hasta el trono del Excelso,
10 I. LA SOBERBIA.

descienden hasta el fango donde se revuelcan las


bestias.
Dios castiga el orgullo de una manera terrible
y muchas veces inmediata. Lucifer, el ángel de la
hermosura, gala de los cielos, estrella del empíreo y
príncipe de las milicias divinas, al verse tan bello,
tan sabio, tan poderoso, tan sobresaliente, en vez
de alabar y mostrarse agradecido a Aquel de quien
todo lo recibiera, pretendió subir aun más, poner
su solio sobre todos los astros de la gloria, ser
semejante al Altísimo; y en un punto, sin mira-
miento a sus prendas ni a su jerarquía, con los com-
pañeros de su soberbia fué precipitado en los abis-
mos infernales, entre llamas eternas y tormentos
indecibles. Nuestros primeros padres quisieron tener
la ciencia de Dios, ser como Dios; y al instante
fueron arrojados del paraíso, desposeídos del manto
real de la gracia, y despojados del cetro con que
dominaban el mundo, llevando en sus mejillas la
señal de las lágrimas y en la frente, en vez de los
diamantes de la corona, las gotas de sudor con
que tuvieron que regar una tierra ingrata a ellos,
como ellos lo fueron al que les dio el ser, y arras-
trando a su descendencia en la fatal caída que tras-
tornó el orbe.
L o s espantosos castigos de que está llena la
historia, con los que el Señor quebranta las cer-
vices duras y hunde en el polvo las frentes altivas
que quieren elevarse hasta el cielo, no pueden estar
I. LA SOBERBIA. II

más puestos en razón ni ser más merecidos. Que


a Luzbel sentando la planta en la cúspide del em-
píreo le dominara el vértigo y se le fuese la ca-
beza, que Adán contemplándose como un Dios de
la tierra quisiera ser como el Dios del cielo, puede
comprenderse, aunque no puede disculparse; pero
que se ensoberbezca el polvo y la ceniza, que el
hombre gusano de la corrupción y saco de podre-
dumbre, flor de un día, que aun no ha abierto su
corola para mostrar la hermosura de sus pétalos
cuando ya los ve marchitos, esperando la ráfaga
de aire que ha de arrastrarlos por el lodo, burbuja
que se levanta en la corriente de la vida universal
para confundirse al instante entre sus ondas, sombra
vana que obscurece un momento la atmósfera para
desaparecer sin dejar huella en el horizonte... que
esta criatura vilísima, concebida en pecado, nacida
entre dolores, criada con lágrimas, llena de miserias
en el cuerpo, de defectos en el espíritu, de limi-
taciones y de tristezas en la vida, se hombree y
se encare con quien la sacó de la nada y la está
sosteniendo para que no vuelva a caer en los abis-
mos de donde salió, crimen es el más grande de
todos, que solamente cabe explicar por un arrebato
de demencia.
Con los demás pecados el hombre se aparta de
Dios, huye de él, va a esconderse en la tierra y
a confundirse entre las criaturas; con éste se levanta
en su pensamiento hasta el trono de la Divinidad,
12 I. LA SOBERBIA.

mira de hito en hito al Creador, y querría poner


en las propias sienes la corona de los mundos.
Los otros pecadores abusan de las dádivas que de
la liberalidad infinita del Señor han recibido; el
soberbio no cree haber recibido ninguna o nada
por lo menos que no merezca. Los otros le ofenden;
él le niega, o le combate, o le usurpa algunos
atributos; los otros le desobedecen, él le desacata;
los otros se avergüenzan de sus propios defectos,
él juzga que carece de ellos.
En las demás caídas puede haber atenuantes por
la fragilidad, por las seducciones del mundo ex-
terior; el orgulloso cae en los abismos por su in-
sensata voluntad de escalar los cielos. En las res-
tantes culpas se experimenta algún placer, aunque
grosero o imaginario; en ésta, alimentando deseos
insaciables, pretendiendo elevaciones imposibles,
principia a sentirse ya la desesperación que ha de
durar eternamente. Las otras pasiones son suscep-
tibles de dirigirse a buen fin, de encauzarse de modo
que se aproveche su fuerza, de ser domeñadas y
uncidas al carro de la gloria; ésta es una pasión
estéril, inútil para todo, que se consume en aspira-
ciones desatentadas, que se devora a sí misma y
termina en sí propia, maldecida por el Señor con
infecundidad absoluta.
El orgulloso, especialmente aborrecible a Dios,
porque es especialmente ingrato, es también aborre-
cido de los hombres. Como Caín, lleva en la frente
I. LA SOBERBIA. 13

la señal de la reprobación, y se huye de él como


de un apestado. Se le ve algo que a pesar suyo
repugna, aparta y repele, y por ende, cuanto más
se afana por captarse benevolencias, más antipatías
le persiguen. En todos sus actos se trasluce el des-
precio con que mira a los demás; y pagándole
en la misma moneda, aplicándole la ley del talión,
se le devuelve indiferencia por indiferencia, desdén
por desdén, desvío por desvío.
El mismo orgulloso es el primero en advertir la
enormidad de su delito, y procura a toda costa
ocultarlo; quiere esconder dentro de sí el vicio,
no arrojarlo lejos de sí; se avergüenza de parecer
lo que es, no se avergüenza de ser lo que desea
no parecer; se contenta con que no le desprecien
los demás, aunque a los propios ojos se vea des-
preciable. Rindiendo involuntario tributo a la humil-
dad y condenándose a sí mismo, anhela que se
le conceptúe humilde; pero no puede estar siempre
tan sobre aviso, que no ponga de manifiesto su
desdeñosa altanería: el velo de falsa modestia con
que se cubre, no es tan tupido que impida ver
del todo su interior; así como el frío pedernal
al choque del acero arroja chispas, así el orgu-
lloso, al menor choque de la contradicción, mani-
fiesta el fuego de la soberbia que guarda en las
entrañas de su espíritu.
A la manera que el erizo se recoge y envuelve
en sí mismo y se cubre de púas cuando alguno
14 I. LA SOBERBIA.

quiere tocarle, el orgulloso es todo espinas para


el que trata de curar el maligno tumor de su so-
berbia. Conociéndolo así, nadie se le acerca para
poner bálsamo en sus llagas y una venda en sus
heridas, para sostenerle cuando vacila, para apo-
yarle cuando tropieza, para levantarle cuando se le
ve caído.
No pide a Dios gracia, porque juzga que no
la necesita; no pide a los hombres consejo, porque
le parecería humillación indecorosa. El solo se cree
bastante, porque fuera de él todo lo reputa nada.
L a amistad no cabe en su corazón, que lleno de
sí mismo excluye cualquier otro afecto. Solo entre
la multitud, aislado en medio del mundo, concen-
trando en sí todo su amor y toda su vida, no pu-
diendo soportarse ni pudiendo nadie soportarle, es
planta seca y maldita, semejante a uno de esos
árboles heridos por el rayo en el desierto, sin una
flor, sin una hoja, sin que a sus ramas venga a
anidar un pájaro, ni a su sombra descanse un via-
jero, ni de su tallo brote retoño alguno.
Ciego de entendimiento el orgulloso, es también
terco y obstinado en la voluntad. No admitiendo
luces superiores a las suyas, no somete al ajeno
el propio juicio. L o que una vez ha aprendido
como seguro, lo defiende toda la vida como verdad
infalible, sin que argumentación alguna, la más
poderosa, le saque de ello. T o d o lo que sea tran-
sigir, ceder, acomodarse a la voluntad de otro, le
II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA. 15

parece siempre vituperable cobardía. Pondrá el más


decidido empeño en un puntillo de vana honra, o
en la defensa de una distinción ridicula; y por
contentar el amor propio sacando triunfante su
opinión, no temerá comprometer la hacienda con
ruinosos pleitos temerarios. Aunque vea que ha
entrado por un mal camino que le conduce a la
miseria y a la deshonra, le parecerá flaqueza retirar
el pie y volver la espalda. L a menor oposición
le irrita; las reprensiones le enfurecen; los castigos
le sacan fuera de sí. El yugo santo y suave de la
ley y de la obediencia se le figura vergonzoso e
inaceptable y no pierde ocasión de arrojarlo lejos
hecho pedazos, dispuesto siempre a rebelarse contra
la autoridad legítima, a despreciar las tradiciones
patrias, a saltar por encima de las conveniencias
públicas, a poner por los suelos las costumbres más
razonables y los usos mejor establecidos.

II.
L a Ambición, hija de la soberbia.
Para la conservación, buen orden, progreso y de-
coro de la sociedad, estableció Dios nuestro Señor
la autoridad en ella, queriendo que hubiera dife-
rentes puestos y diversidad de servicios, de modo
que unas personas mandasen y otras obedeciesen,
a semejanza de lo que ocurre en el cuerpo humano,
donde no todos los miembros tienen el mismo des-
l6 II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA.

tino y unos desempeñan funciones más importantes


que otros.
Como toda autoridad viene de Dios, y en nombre
de él y por su gracia se ejerce, los que gobiernan
y dominan a los demás, a fuer de representantes
suyos son merecedores de especial honor y aprecio.
Se les dio el poder en beneficio de los que no
lo tienen, recibieron el mando o están en puestos
distinguidos para dirigir a las muchedumbres, para
velar por el bien de la comunidad, para establecer
sobre bases sólidas el reinado de la paz y de
la justicia; y según esto, merecido es que por los
inferiores sean respetados, estimados y honrados.
Ellos mismos no deben rechazar esta reverencia,
que más que a sus personas se da a sus cargos,
porque la necesitan para desempeñarlos con fruto;
pues cuanto mayor sea su prestigio y en mayor
predicamento se hallen, más hacedero será que las
multitudes los obedezcan y los sigan.
Los empleos, las honras, las dignidades son
bienes lícitos y, por consiguiente, apetecibles; dados
al merecimiento, dan un estímulo para acrecentarlo;
los hombres, tan débiles para obrar el bien y tan
necesitados de apoyos para no desfallecer en el
camino del honor, se animan y se esfuerzan sabiendo
que les esperan los honores. L a ley del progreso
es ley de la humanidad: cada individuo aspira a
mejorar y a perfeccionarse; el deseo de sobresalir,
de ascender en la escala social, de alcanzar po-
II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA. 17

sición más conveniente y ventajosa, es como natural


e innato en el hombre; y de ahí nace muchas veces
una noble emulación y un fructuoso afán de ad-
quirir conocimientos y hacer acopio de virtudes
para poder conseguir y desempeñar dignamente los
cargos, cooperando con ellos a la gloria de Dios,
al bien del prójimo y a la santificación propia.
L o vituperable es entrometerse a ocupar puestos
sin la idoneidad suficiente, o apetecer las digni-
dades con ansia inmoderada: lo cual constituye el
vicio de la ambición, hija legítima de la soberbia.
El que está enamorado de la excelencia propia,
después de complacerse en mirarla, ansia que la
conozcan los demás para que también la admiren
y la alaben; y pareciéndole esto poco, desea verla
reconocida por signos exteriores, verla premiada con
distinciones, honores y empleos.
En las parábolas evangélicas del que se sienta
en el lugar que no le corresponde y del que asiste
al festín de bodas sin tener el vestido nupcial,
manifestó el Señor cuan mal obran los que pre-
tenden ser escogidos sin que se les haya siquiera
llamado. El, desde toda la eternidad, tiene seña-
lados los papeles que cada uno ha de representar
en la escena de la vida, las páginas que ha de
escribir en la historia, los huecos que con su pre-
sencia ha de llenar en el mundo; y con arreglo
a este plan providencial le decreta gracias, le con-
cede fuerzas, le da aptitudes. El que ocupa un
LÓPEZ PELÁEZ, Pee. capit. 2
18 II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA.

lugar que no le estaba destinado, es un intruso, un


usurpador; arrebata un honor preparado para otro;
trastorna en cuanto está de su parte el orden di-
vino ; y, falto de vocación y de los peculiares auxilios
a ella anexos, sin las condiciones naturales que su
ocupación exige, será como hueso dislocado, como
piedra fuera de asiento en el edificio, como rueda
que no gira en el engranaje de la máquina; y ni
él se encontrará tranquilo ni llegará a servir de
provecho a los otros.
Quien se ve llamado por Dios a un ministerio
social cualquiera y colocado allí por él, confíe
en su gracia y misericordia infinita; pues al echar
sobre los hombros la carga da fuerzas para sostenerla,
y a veces pone por piedras angulares las más dé-
biles para sustentar las construcciones más gran-
diosas, y elige los instrumentos más desproporcio-
nados para las empresas más difíciles. Pero el que
no advierta en sí claramente las señales de la voca-
ción divina, mostrará cordura rehuyendo cuanto
pueda los empleos elevados.
Así obran los verdaderamente virtuosos, y ejem-
plos sublimes de esto se pueden leer en las vidas de
los santos. Cuanto más grandes parecían a los ojos
de los demás, menos lo eran a los suyos: el amor
a la virtud les hacía temer por ella si la sacaban
de la obscuridad y del silencio; siempre se creían
inferiores a todos y de ninguna manera aptos para
regirlos; las imperfecciones que tal vez descubrían
II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA. 19

en el gobernarse a sí mismos, les hacían temer in-


currir en otras mucho mayores habiendo de gobernar
a sus hermanos; preocupados con la cuenta que
Dios les pediría de sus acciones, acongojábales la
idea de tener que darla también de las ajenas.
Cuanto mayor es el cargo, mayor es, en efecto,
la carga: quien manda en muchos, de mucho se
ocupa; ser el primero en los honores es ser el
último en el descanso. El que entre vosotros sea
el mayor, decía Jesucristo, sea el servidor de todos,
como yo, señor de cuanto existe, no he venido a
que me sirvan, sino a servir; y juntando seguida-
mente a la doctrina las obras y a la predicación
el ejemplo, lavó los pies a sus discípulos, sin ex-
ceptuar al apóstol que había de venderle.
Los que ocupan altos cargos han sido com-
parados acertadamente con los gigantones de las
mojigangas; lo que se ve por fuera es una figura
alta y arrogante, y lo que hay dentro es un hombre-
cillo cansado y sudoroso por el peso del armatoste.
Sabiamente se dispuso que los puestos elevados
estuviesen circuidos de esplendor y de pompa; por-
que si pudieran observarse de cerca y como ellos
son, no habría muchos que se animaran a aceptarlos.
L a solicitud continua por el bien de los inferiores,
el dolor por las faltas de ellos, la tristeza de no
poder corregirlas radicalmente, la ingratitud de los.
más favorecidos, el odio de los que no lo han sido
tanto, el oir incesantemente que se murmura de sus
20 II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA.

disposiciones, y el temor de que sean en efecto


reprensibles, forman una cruz en verdad muy pesada.
Los caminos de las alturas, sobre ser muy áspe-
ros y escabrosos, suelen ofrecer grandes peligros:
los vientos son allí más fuertes que en lo hondo
del valle; si el que está en el llano, tropieza y cae,
el golpe no será muy grave y con facilidad podrá
levantarse; en cambio, la caída del que anda por
parajes eminentes es muy estrepitosa y sus con-
secuencias terribles. Los rayos hieren con preferencia
la cabeza de los más empinados montes. Mientras
lo profundo del árbol, las raíces, escondidas y si-
lenciosas, disfrutan de quietud inalterable, lo alto
de él, la copa, está en continua agitación; y el
huracán troncha las ramas, esparce los frutos y
arrastra las hojas por el fango. El humo permanece
denso cuando se halla a flor de tierra; según se
va elevando se va enrareciendo hasta que concluye
por disiparse y desvanecerse del todo: ¡ cuántas
personas muy estimadas por sus virtudes en la vida
privada, al entrar en la vida pública han perdido
la virtud y la estima! Saúl, tan humilde como
niño de un año cuando a la fuerza se le hizo
aceptar el trono, no tardó en levantarse arcos de
triunfo por victorias que propiamente no eran suyas
y en ejercer funciones de sacerdote contra la vo-
luntad divina, atrayéndose por ello la reprobación
eterna; y David, tan manso y tan puro cuando
era pastor o andaba perseguido, cortado según
II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA. 21

el corazón de Dios, colmado de sus favores y dis-


tinguido con promesas magníficas, se ensoberbeció
con su exaltación a la dignidad real y cayó en
los mayores crímenes y en los vicios más degra-
dantes.
¡i. L a gloria de las altas dignidades humanas, ade-
más de estar acompañada de tanto trabajo y de
tantos disgustos y peligros, no durará más de lo
que dura esta triste vida, rápida como la corriente
de los ríos que van a confundirse en el océano,
fugaz como el relámpago que un instante llena de
luz vivísima el horizonte y en un instante se pierde
en las tinieblas. Los vapores que se levantan de
los mares se condensan en la atmósfera formando
extensas nubes que obscurecen el cielo y se dejan
ver de todas partes; pero no tarda el viento en
romperlas y desgarrarlas barriendo hasta sus últi-
mos jirones. Terminado el juego del ajedrez, todas
las figuras se revuelven y se confunden; bajado
el telón son iguales los que representaban los di-
versos papeles de la comedia. Así la muerte ni-
vela a los que el mundo distingue, y acabando
en un abrir y cerrar de ojos con las sombras,
fantasmas y sueños de las humanas diferencias,
cubre con vil mortaja al que anduvo cubierto de
condecoraciones, pone bajo tierra al que sobre
ella estaba más elevado, y arroja a la soledad,
a la corrupción y a los gusanos al que.más ruido
hizo en el mundo y más complacido fué por el
22 II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA.

incienso de la adulación y los obsequios del ser-


vilismo.
En nada de esto repara el ambicioso: deslumbrado
por el resplandor de las grandezas humanas y en-
loquecido por el insaciable deseo de elevación, pre-
fiere seguir los pendones de Satanás, el primer am-
bicioso, repitiendo su grito de guerra: conscendam,
subiré, subiré a lo más alto, subiré cueste lo que cueste,
antes que figurar entre los discípulos de Cristo, quien
se rebajó hasta nacer en una cueva de animales, y
se encerró a trabajar en un taller pobrísimo y huyó
de los que querían hacerle juez y nombrarle so-
berano, y sólo consintió en elevarse clavado en una
cruz, para que se oyera mejor su recomendación
de la humildad y de la pobreza.
A s í como los hijos del Zebedeo, apetecedores
de las primeras sillas en el reino de Jesús, al pre-
guntarles éste si podrían beber su cáliz, contestaron
sin vacilar, possumus, «podemos», también el que se
halla dominado por la locura de la ambición, aspira a
todo, se cree capaz de todo, y trabaja por conseguirlo
todo. Nuevo Sísifo, cuantas veces cae rodando por
la pendiente de la fortuna la piedra de sus pre-
tensiones, otras tantas torna a subir cargado con
ella para sufrir la misma decepción. Ni las nega-
tivas le vencen, ni las repulsas le cansan, ni los
desprecios le alejan. Está de continuo con el pensa-
miento donde no puede alcanzar su mano. Mari-
posa deslumbrada, revolotea en torno de los res-
II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA. 23

plandores de la luz hasta abrasarse en la llama.


Caído en el polvo, con las alas rotas y aplastado
bajo el peso de su impotencia, todavía dirige la
vista hacia las alturas donde fué a estrellarse.
Muchos de estos infelices, dignos de la risa de
los niños y de la compasión de los mayores, aca-
ban en las celdas de los manicomios: su manía
de grandezas llega a hacerlos temibles. El deseo
de la elevación absorbe toda su actividad, con-
centra todas sus afecciones, y consume todas sus
energías; tal idea, fija en su mente, clavada allí como
con garfios de hierro, les impide pensar en otra
cosa: el sistema nervioso está en constante sobre-
excitación, el corazón sométese a un trabajo en de-
masía grande, las funciones todas se alteran, los
órganos se debilitan, y perdido del todo el seso
hay que recluir en una casa de salud a estos pobres
alienados, que se entregan a las mayores extra-
vagancias, imaginándose que ya son lo que tanto
apetecieron ser.
No a todos conduce la pasión a tales extravíos;
pero a todos los lleva por sendas muy penosas.
Como hijos de un ambicioso, arrojado del paraíso
a causa de su soberbia, los humanos llevan en
la sangre el virus de esta enfermedad, y son muchos
los que, no sabiendo resistir a su funesta acción,
enloquecen imaginándose con aptitudes y mereci-
mientos muy por encima de los que realmente los
adornan; y de ahí la competencia, el choque y la
24 II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA.

lucha de pretensiones desatentadas: se juzga com-


petidores a los que no lo son, se temen asechanzas
de donde no pueden venir, y por ello se vive en
perpetua inquietud y zozobra; cada uno de tales
contrincantes es de ordinario en verdad un enemigo
que estudia el carácter de los otros para publicar
sus defectos, que espía sus acciones para sorprender
sus faltas, y que, si no advierte nada reprensible,
no dudará un punto en fingirlo; y cuando ven a
uno próximo a subir, se arrojan todos sobre él para
evitarlo.
Por ser muchos los que ambicionan las excelsi-
tudes, cada cual apela a todos los medios para
ver de conseguirlas. El tentador, después de mostrar
a Jesús los distintos reinos y la gloria del mundo,
le ofreció todo, si cadens adoraveris me, si pos-
trándose le adoraba, y la madre de Santiago y
San Juan, al pedir para ellos las primeras sillas de la
derecha y de la izquierda del Salvador, principió,
adorans et petens, por hacer reverencias e impor-
tunar con súplicas. El ambicioso no tiene ojos sino
para ver cómo agrada al que ha de favorecerle, ni
oídos sino para escuchar, a fin de contárselo, lo que
de él se dice, ni lengua sino para manifestarle
gratitud y ofrecerle el incienso de sus adulaciones.
El, de cerviz tan dura, pone sobre ella el yugo de
toda humillación, desea elevarse hasta el cielo y
tiene que arrastrarse por el polvo, se ve obligado
a ensalzar a los que más desprecia, a servir a los
II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA. 2¡

que más odia, a besar las plantas de los que juzga


muy inferiores en merecimientos. Su vida así es una
violencia inacabable, una contradicción insostenible
entre lo que es y lo que intenta parecer, un con-
traste doloroso entre la celsitud a que aspira y las
bajezas a que se somete. Pero se encorva como
el arco para lanzar a mayor altura la flecha, y se
inclina como el tigre para dar mayor el salto: se
sujeta a todos para dominar a todos, se dobla
ante los superiores para conseguir que se arrodillen
ante él los iguales, y sufre las mayores amarguras
para hacer beber el cáliz hasta las heces a los que
han de estarle sometidos.
Una vez que logra engrandecerse, tal vez sobre
las ruinas de su salud y de su fortuna o poniendo
el pie en la frente de los contrarios, le aguardan
nuevos padecimientos y decepciones. Consigue los
honores, pero no el honor; en medio de las honras
permanece deshonrado. L a bajeza de sus principios,
y la mayor aún de los medios por donde alcanzó
la elevación, le colocan siempre muy bajo en la
opinión pública. L o s que no pudieron impedir que
la estatua se pusiera sobre el pedestal, se des-
quitan tirando a ella puñados de lodo. Como la
falta de valor del militar no se conoce hasta la
hora de la batalla, las faltas del ambicioso prin-
cipian a conocerse con la piedra de toque de los
cargos. Confundido entre los demás, apenas se ad-
vertían sus defectos; al encumbrarse, de todas partes
26 II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA.

se tornan visibles. L o s inferiores le miran con en-


vidia, los iguales con enojo y los más altos con pre-
vención.
Y no del todo sin motivo, en verdad; pues apenas
obtuvo lo que deseaba, ya está deseando obtener
otra cosa, y con tal de conseguirla atropellará por
todo y no titubeará en pasar por encima de los
más dignos: siempre intranquilo y ansioso, en cada
puesto adonde llega no ve sino una posición avan-
zada para desde allí lanzarse a nuevas conquistas:
no goza en lo que tiene, porque le hace padecer
lo que le falta; nunca mira a los que deja atrás,
sino a los que aun tiene delante: el que debajo
haya millares no le agrada tanto como le disgusta
el que encima haya siquiera uno solo; lo que se
da a otros, lo siente como si se lo quitaran a
él: la subida de los demás le parece que a él le
causa un descenso; el tener compañía en los ho-
nores le es casi como no tenerlos. César prefería
ser el primero en una obscura aldea de las Galias,
que no el segundo en la capital del orbe. Aman,
que casi se sentaba en el trono de los persas y
disponía del cetro a su capricho, olvidábase de
que estaba el mundo a sus pies arrodillado para
padecer un infierno con recordar que Mardoqueo
no le hacía reverencias.
Otras pasiones, que tienen por objeto el placer
de los sentidos o la posesión de bienes materiales,
están sujetas al cansancio, a la saciedad y al dis-
II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA. 27

gusto; la ambición radica en el espíritu y tiene


como él deseos inmortales y aspiraciones sin fin:
la palabra bastante no se lee en su vocabulario: a
medida que avanza, más se ensancha el horizonte
de las grandezas, y jamás logra alcanzar el límite
que cierra el círculo de sus deseos: su sed de
dominar se irrita y se enciende más cuanto mayor
es la dominación. Alejandro, cuando el orbe en-
mudeció ante su presencia y nadie levantaba pie
ni mano sin su permiso, lloraba sin consuelo por-
que no había más laureles que ceñir, ni más na-
ciones que sojuzgar, ni más mundo que repitiera
con admiración su nombre.
Y después de haber sido todo, ve el hombre que
todo es nada; después de haber clavado la rueda de
la fortuna y de haber hecho su esclava a la victoria,
después de haber humillado todas las frentes y
puesto a sus pies todos los tronos, el humo del
incienso le hace llorar lágrimas de sangre, los cánti-
cos de triunfo suenan en sus oídos como cánticos
fúnebres, y su corazón, con poseer el universo
entero y encerrar dentro de sí la gloria humana
toda, sigue tan vacío como antes, porque su ca-
pacidad es infinita y sólo puede llenarlo Dios.
Vivamos, pues, muy prevenidos para no dejarnos
subyugar por una pasión tan insaciable y tan funesta,
y cuyas llamas, si no se apagan pronto en el cora-
zón, pueden abrasarlo y consumirlo en insensatos
deseos. Aunque parezca propia de los grandes
28 II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA.

y de las cortes, se ceba también en los pequeños


y causa terribles estragos aun en las menores al-
deas; es el vicio que quizá domina más en la
época presente, fomentado por el llamamiento de
todos los ciudadanos a la vida pública y por las
funciones de irrisoria soberanía con que se halaga
al pueblo. Donde hay dos personas allí suele haber
altercados, como un día entre los apóstoles, sobre
quién de ellos ha de parecer mayor. Pocos están
contentos en el sitio donde los colocó la Provi-
dencia, y a trueque de adelantarse a los demás
no se repara en sacrificio alguno ni aun en los
de la virtud y la honra. En las más pobres alde-
huelas son disputados los primeros puestos con no
menor encarnizamiento que en la capital; y de ahí
las desconfianzas mutuas, los recelos de unos para
con los otros, las discordias, las envidias, las ven-
ganzas, el perpetuo estado de guerra en que hoy
por doquiera se vive.
Ni son las personas eclesiásticas las menos com-
batidas por esta pasión tan violenta como temible.
A los que el diablo no puede sumergir en las
ciénagas de la sensualidad, les inspira deseos de
remontarse a las alturas, para desde ellas despeñar-
los. L o s más de los cismáticos que se separaron
de la Iglesia para ser ramas sin savia, juguetes de
los vientos, los más de los herejes sobre cuya dura
cerviz cayó el rayo abrasador del anatema, eran
astros deslumbradores que perdieron su brillo, co-
II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA. 29

lumnas firmísimas que rodaron por el suelo, a im-


pulsos del enojo que les causó el ver frustrada su
ansia ardiente de conseguir las primacías. Héroes
que habían tenido una historia inmaculada, la man-
charon con los negros borrones del asesinato y de
la perfidia, y después de haber dado a su patria
días muy gloriosos la anegaron en sangre y la
cubrieron de ruinas y de luto, solamente por ver
atajadas sus ambiciones y por conceptuar que sus
merecimientos no eran debidamente recompensados.
Para no caer en vicio tan común, que tantas
cabezas trastorna y tantos corazones abrasa, será
buen remedio pensar en los castigos que trae apa-
rejados. A los otros les impone el Señor una pena
general ; a éste le añade la que le es más contraria
y habrá de ser más sensible : el que se exalta será
humillado. El ambicioso nada aborrece como la
humillación, y ella, casi siempre ya aquí mismo, es
su paradero: cuanto más alto se eleve con la in-
tención, más hondo bajará en la realidad. Luzbel
quiso sentarse a la par de Dios y fué derribado a
lo más profundo del abismo; Adán aspiró a la
felicidad divina y perdió la suya y la nuestra; a
Nabucodònosor le parecía poco reinar sobre los
hombres y fué condenado a pacer con los animales.
Donde se cree hallar la gloria, allí por lo común
se encuentra el abatimiento: el Señor permite que
se encumbren los ambiciosos para que sea más
estrepitosa y de mayor confusión su caída. «Vi al
3° III. LA AVARICIA.

soberbio ensalzado más que los cedros del Líbano»,


decía David: «volví a mirar y ya no quedaba ni
aun el lugar donde estuvo.»
Si queremos ser ensalzados verdaderamente, hu-
millémonos bajo la mano todopoderosa del Señor,
sujetando nuestros cuellos al yugo suave y a la carga
ligera de sus mandatos. A s í es como tendremos
un día lo que el más ambicioso no pudo soñar:
aplausos que siempre resuenan, laureles que nunca
se marchitan, reinado que jamás se acaba, elevación
superior a los astros, dominio sobre todos los
mundos, esplendor que hará eclipsar mil soles,
gloria que es participación de la misma divina gloria.

III.
La Avaricia.

Del amor propio nace la soberbia, e hija del


amor propio es igualmente la avaricia. E l que se
ama a sí sobre todas las cosas, ama todas las cosas
para sí. Despreciando y teniendo en nada a los
otros, no se siente escrúpulo en poseer lo que a los
otros de alguna manera les pertenece. Quien forma
idea muy exagerada de su excelencia, llega a figu-
rarse que no hay algo que no le sea debido.
Como el amor de las honras del mundo no ar-
guye falta mientras no sea con exceso, el amor de
los bienes del mundo sólo siendo excesivo puede
calificarse de vituperable. Las riquezas son de suyo
III. LA AVARICIA. 31

indiferentes: no merecen ellas el nombre de malas,


sino el que hace mal uso de ellas. Cabe compararlas
a la escalera por donde se puede subir y se puede
bajar, pues por ella unos suben a la eterna gloria
y otros bajan al eterno fuego. Tienen grandes pe-
ligros, pero igualmente traen grandes provechos; y
empleadas bien sirven de mucho bien. Mejor son
para dejadas que para retenidas; pero sin despren-
derse de todas, con dar a los pobres sólo lo super-
fluo, se redimen los pecados, se presta a Cristo, se
compra la suma bienaventuranza.
No se prohibe trabajar para adquirir dinero, ni
ahorrar para conservarlo. El trabajo y la economía
son virtudes consagradas por el cristianismo. El
deseo de mejorar de fortuna, de asegurar el por-
venir de la familia, de estar preparado para hacer
frente a las mil eventualidades y contingencias pro-
pias del variable curso de los humanos aconteci-
mientos, y de vivir tranquilamente los años de la
vejez, condenada por los achaques a una ociosidad
forzosa, no tiene nada de reprensible, antes es muy
honesto y razonable.
Todas las cosas, cuando en su uso falta regla,
pueden ser perjudiciales. Hay venenos que en pe-
queñas dosis son medicina y que tomados en grandes
cantidades dan la muerte. No perece la mosca por
gustar la miel, sino porque se le pegan las alas a
ella. No es avaro cualquier apetecedor del oro, aun-
que eso se deduce de la significación etimológica
32 III. LA AVARICIA.

de la palabra, sino el que llega a la demasía en el


ansia por adquirirlo, en la solicitud por guardarlo,
en el dolor por perderlo.
Puede haber propiedades sin avaricia, poseyendo
las cosas como si no se poseyesen; y puede haber
avaricia sin propiedades, no teniendo nada y ape-
teciendo inmódicamente tenerlo todo. Hay quien
es avaro en el adquirir y no lo es en el conservar,
pues codicia los bienes para gastarlos, como medios
de satisfacer otras pasiones. Trataremos únicamente
de aquellos que apegan su alma a las riquezas
y tienen su corazón donde tienen su tesoro, los
cuales no usan de medios ilícitos para acrecentar
sus ganancias, y si faltan a la caridad, no faltan a
la justicia.
No llega a mortal el pecado de avaricia cuando
es leve el daño que causa al prójimo, o si, que-
riendo por demás los bienes temporales, no es
en tal grado que se prefiera perder a Dios antes
que perderlos. Pero comúnmente no es un pe-
cado como quiera, sino el más detestable y en
algún concepto la causa y la raíz de todos los
pecados.
Y con ser tan horrible, disfraza su fealdad en
tal guisa que a muchísimos les parece amable y
sus servidores son sin número. Se oculta bajo el
manto de la virtud, y se hace pasar por previsión,
parsimonia y prudencia. En un principio deja alguna
libertad y algún tiempo a los que se le rinden,
III. LA AVARICIA. 33

mas luego los domina del todo y los ocupa en


absoluto.
Si no se está muy prevenido contra la avaricia,
fácilmente arraiga en el corazón echando brotes que
costará no poco extirpar. Esta fiera, si se la per-
mite crecer, es de las que nunca o muy mal se
doman. Muchos que profesan horror a los vicios,
concluyen por abrazarse a éste, y después de ha-
berse dado a la contemplación de las riquezas del
cielo, se entregan al amor del polvo de la tierra.
Satanás, cuando tentó a Jesús, reservó para lo
último la avaricia, como un general entendido,
para hacer un supremo esfuerzo y decidir la suerte
del combate, reserva los escuadrones más pode-
rosos.
Aquellos que, por estar más cercanos al fin de
la vida, por ver abrirse a sus pies la puerta del
sepulcro, puerta de la eternidad, parece que no
debían aficionarse a lo que van a perder de un
momento a otro, son quienes sufren, y menos de
ordinario los resisten, sus más violentos ataques.
Cuando las demás pasiones decaen y se marchi-
tan, ella florece más lozana y cobra nuevos bríos:
sobre sus escombros enarbolará la bandera de
triunfo; el anciano muerto para toda sensación,
junto a su tesoro querido siente avivarse los resplan-
dores de una vida que se apaga. A l llegar al triste
invierno de la existencia, el ambicioso se ve abru-
mado con el peso de enojosas ocupaciones o con
T.ÓPEZ PELÁEZ, Pee. capit. 3
34 III. LA AVARICIA.

las pesadumbres de la ingratitud de los amigos y


de las injusticias de la opinión pública; los sensuales
sufren en el cuerpo las consecuencias de no obedecer
al espíritu; los rencorosos bajo la nieve de las canas
perciben que se va enfriando el volcán de la ira;
entonces es cuando la avaricia, como hiena que
goza encarnizándose en los cadáveres, viene a
roer a los que muy pronto serán roídos por los
gusanos. En el naufragio de todas las esperanzas
terrenas, al verse el hombre cerca de las costas
de la eternidad, adonde le empuja en arrebatado
torbellino el oleaje de la vida, se abraza en su
desesperación al oro como a tabla salvadora, sin
reparar que los metales tienen mucho peso y
le harán hundirse con más fuerza en el abismo.
El que vio huir o quebrarse todos los ídolos que
adoraba, se postra aún ante el becerro de oro;
los ojos, nublados por las tristezas y cegados pol-
las lágrimas, se regocijan con el brillo del metal ;
en él se hunden ansiosas y convulsas las manos
que no pueden ya recoger ninguna flor en el jardín
de la vida; y en su presencia palpitan gozosos
los corazones oprimidos y arrugados por la mano
del tiempo.
Se puede tener riquezas y tener a Dios; lo que
no se puede, lo ha dicho él mismo, es servir
a él y servir a las riquezas. L a avaricia, por no
alarmar a sus servidores, no les manda desde luego
que se aparten del servicio de Dios; pero así viene
III. I.A AVARICIA. 35

a suceder muy pronto. El avaro comienza por estar


distraído en las funciones religiosas, pensando en
sus negocios, y acaba por no asistir a ellas para
ocuparse en sus negocios solamente, sin advertir
que el primero, el único que nos importa, es el
de nuestra salvación y de nada sirve ganar un
mundo al que pierde el alma. V a cercenando sus
limosnas, y termina por cerrar las puertas del cora-
zón y no tener entrañas o tenerlas de bronce para
sus hermanos. No es posible mirar juntamente al
cielo y a la tierra ; y él con tanto mirar a los bienes
de la tierra, a los bienes que la tierra misma, como
si los juzgara dañosos, sepulta y esconde en sus
profundidades, se olvida de los del cielo, únicos
que en verdad pueden llamarse bienes. Como ciertos
enfermos todo lo ven amarillo, él lo ve todo de
color dorado; nuevo Midas, en oro trueca, por
lo menos con su imaginación, cuanto sus manos
tocan y su vista percibe; y aunque sus pies sean
de barro y en el cieno esté hundido, tiene el oro
en la cabeza como la estatua de Nabucodònosor.
L a madera, en contacto con la piedra mucho tiempo,
viene a petrificarse, y el corazón del codicioso unido
siempre al dinero, al fin se metaliza, se hace frío,
duro e insensible. El amor iguala al amante y a lo
amado: el avaro ama el metal, y en metal pa-
rece convertido.
El orgulloso quiere ser como Dios, quisiera subir
hasta sentarse en el trono divino; el avaro, reba-
3*
36 III. LA AVARICIA.

jándose y degradándose hasta lo inconcebible, tributa


honores divinos a la moneda y a la moneda hace
su Dios. Idólatra le llama San Pablo, y aunque
en alguna manera lo son todos los pecadores, sobre
él recae particularmente tal estigma de oprobio.
Si idólatra es quien ofrece dos granos de incienso
a un ídolo, ¿de qué otro modo calificar al que ofrece
y consagra al dinero todo su tiempo, toda su activi-
dad, toda su industria, toda su vida? ¿al que no
piensa, ni se entretiene, ni se ocupa, ni se afana
en otra cosa que en allegar, en amontonar, en
guardar dinero? ¿al que no cree en más ventura
que la que proporciona el dinero, y sólo en él
espera y confía, y a él únicamente ama, con todo
su corazón y afecto, con todos sus sentidos y po-
tencias? ¿al que le mira y admira con tal respeto,
que no se atreve a tocarlo ni a poner en él la mano,
como si fuera una reliquia sagrada?
E l orgullo se deleita con los bienes del espíritu,
la lujuria con los bienes de la carne, la avaricia
con bienes extraños e ínfimos, con los bienes de
la tierra, no menos falsos y engañadores que los
otros. Mucho se envilece quien ama cosas tan viles.
El amor es entre semejantes, y el avaro ama a un
puñado de polvo; el amador ansia ser correspondido
en su afecto, pero ¿qué correspondencia se puede
pedir a las criaturas inanimadas e insensibles?
Gran desvarío es querer llenar con tierra un cora-
zón capaz de Dios, querer que se satisfaga con
III. LA AVARICIA. 37

un poco de metal dorado el espíritu del hombre,


de quien se dice que un solo pensamiento suyo
vale más que todos los mundos y es más res-
plandeciente que todos los soles. L a sed de ri-
quezas es sed de hidrópico, que cuanto más bebe
se halla más sediento. El ardor de las otras pa-
siones concluye en tedio y cansancio; las fieras
cuando sacian el hambre no devoran nuevas víc-
timas ; el terreno no admite más agua después de
empaparse en ella; pero el corazón del avaro es
como la boca del infierno, nunca dice «Basta».
Hoy pone su gozo en adquirir una cantidad, y
cuando la tiene quiere duplicarla, y al día si-
guiente sólo mira en todo lo reunido la base y la
ocasión de nuevo lucro; y si poseyese el universo,
suspiraría por nuevas creaciones para hacerlas tam-
bién suyas. L a avaricia es fuego, y el combus-
tible de las ganancias, según crece, lo acrecienta y
lo aviva.
Los otros pecadores, malos para sí, en algunas
cosas son buenos para los demás: el avaro no sirve
de nada ni para sus prójimos ni para sí mismo.
Urraca ladrona, esconde en el nido de su alcancía
lo que nunca ha de usar. El bien es difusivo y todas
las criaturas reparten liberalmente los dones que
recibieron: el sol da su luz, el fuego su calor, el
agua su frescura, las flores sus perfumes, los árboles
sus frutos. El avaro es un monstruo en la natura-
leza, al que toda la naturaleza reprende y acusa.
38 III. LA AVARICIA.

Insaciable, como el océano, para adquirir, no tiene


el desprendimiento del océano, que envía continua-
mente vapores al aire para formar nubes que, des-
haciéndose en lluvias bienhechoras, alimentan los
ríos que a él le sirven de alimento. No conoce
que las riquezas son como el agua, cristalina y pura
cuando está corriendo, sucia y hedionda cuando se
la conserva estancada; y como el maná, dulce y
provechoso si se recogía lo preciso, infecto e hir-
viente en gusanos si se llevaba a casa más de
lo justo.
Nadie sino el codicioso deja de considerar el
dinero como un medio, dándole la importancia de
un fin. L o s demás lo buscan para gastarlo cuando
convenga; él solo ve conveniente el reunido para
retenerlo. Los otros con los bienes evitan o remedian
los males, procuran tener riquezas para tener menos
privaciones; él se priva de todo para ser más rico.
Si lo que sufre por el dinero lo sufriera por Dios,
sería un mártir. Tiene la abundancia en el arca y
la escasez en la vida. En medio de las riquezas
está pobre y necesitado, porque de nada hace uso,
y para él son como si no existiesen. Es feliz el
que se contenta con poco, y desgraciado el que
nunca se satisface. E l que no quiere más de lo
que tiene, tiene todo lo que quiere; y tanto nos
falta cuanto deseamos. A l avariento mucho menos
le complace lo que posee, que le atormenta lo
que ansia poseer. Se olvida de gozar de lo propio
III. LA AVARICIA. 39

pensando en la manera de adquirir lo ajeno. Vive


con el pensamiento en aquello de que carece, y
no vive con la realidad en aquello que le sobra.
Nada tan gustoso como la libertad, y por nada
hace el hombre mayores sacrificios. Pero el avaro
renuncia a ella en absoluto y por propia elección
se convierte en siervo. Esclavo de sus esclavos,
siendo heredero de la gloria y rey de la tierra, se
deja dominar por las mismas criaturas que yacen
insensibles a sus plantas. No tiene riquezas, las
riquezas le tienen a él; no es su poseedor, es po-
seído por ellas. Se estima libre, porque nada hace
para romper sus ligaduras, a la manera que el
pez no se nota preso en la red hasta que trata
de huir, y el ave no conoce que ha caído en el
lazo mientras no tiende las alas para volar. Son
sus cadenas de oro, que son las más fuertes de
todas.
No hay pecado que no domine y tiranice al pe-
cador; pero la avaricia es el déspota más cruel,
y su servidumbre la más ominosa, y su opresión
la más dura, y su yugo el más áspero e insufrible.
Espinas llamó Cristo a las riquezas en la parábola
del sembrador, y ningún abrojo tan punzante para
el corazón avaro. Si mucho le hieren con el deseo
de adquirirlas, no le hieren menos con el temor
de perderlas; y el mismo exceso de solicitud, la
misma ansia febril, el mismo cuidado angustioso
que puso para allegarlas, eso mismo pone para su
4° III. LA AVARICIA.

conservación. Tiene el alma donde tiene el tesoro,


cifra la felicidad en ir aumentándolo, y juzga que
sin él le sería imposible vivir. ¿ Qué mucho que se
constituya en su guardián y centinela, y día y noche
permanezca vigilando, siempre apercibido a defen-
derlo? Redobla las precauciones y nunca se estima
seguro; aumenta los criados y cree aumentar los
enemigos; la desconfianza, el recelo le hacen sos-
pechar de todo y aislarse de todos. Cuando los
demás se entregan al descanso y reparan las fuerzas
con sueño apacible, principia para él la mayor an-
gustia y llegan al colmo sus temores y congojas,
recordando robos audaces y sorpresas atrevidas,
creyendo oir en cualquier extraño ruido pisadas de
ladrones, y despertándose sobresaltado y convulso
muchas veces, como si tuviera ya sobre los ojos
el puñal y alrededor del cuello la mano del asesino.
Quien así teme por la hacienda, con mucho
temblor y espanto verá acercarse el postrer mo-
mento, en que la pérdida es segura, e imposible
el recobro. Todos los ríos en llegando al océano
cambian en amargor la dulzura de sus aguas, y
todos los amadores de la dicha del mundo la sienten
acibararse cuando piensan que ha de concluir en
la sepultura. Los que ponen su felicidad en los
placeres de los sentidos, según van subiendo la
montaña de la vida y apartándose de su prima-
vera, la encuentran más penosa y con menos en-
cantos: el sol no brilla y a ante sus ojos como en
III. LA AVARICIA. 41

otros tiempos, el cielo se les cubre de sombras, las


flores se secan y marchitan al tocarlas sus manos
abrasadas por la fiebre, el aire, que antes los regalaba
con blandas y suaves brisas, azota ahora su rostro
con cierzos heladores; vuelan las esperanzas que
hicieron nido en su corazón, como las golondrinas
al venir el invierno huyen del techo hospitalario
que resonó con sus amorosos cantares; y el pro-
fundo pesar que anubla su espíritu se extiende cual
velo fúnebre por toda la naturaleza, comunicando
a los objetos tintas de crepúsculo vespertino, pali-
deces y negruras de eclipse. L a carga de los años
les es insoportable, y están deseando llegar al se-
pulcro para tirarla en el fondo. No es preciso que
dejen los vicios, porque los vicios los han dejado
a ellos.
No así el avaro, cuyo corazón encuentra cada día
más dificultad para salir de entre la pez de las rique-
zas, y según ve aumentar el dinero ve que aumentan
las ligaduras que le oprimen. Cuando todo muere en
su alma, creeríase que su codicia comienza a vivir.
Desaparecen entonces con las otras pasiones hasta los
objetos de ellas; pero allí está intacto, fuerte, más
atractivo que nunca el objeto de su pasión, el
oro, deslumhrando su cansada vista con su brillo
y sus reflejos, alegrando su torpe oído con sones
para él tan melodiosos que por'ellos renuncia a las
armonías de los ángeles. Toda su vida fué la de-
fensa de su tesoro; mejor que desprenderse de él
42 III. LA AVARICIA.

hubiera querido desprenderse de la sangre de sus


venas; y de arrancárselo de las manos, habría sen-
tido como que le robaban la luz de los ojos y le
arrancaban las alas del corazón. Pues ¿qué sentirá,
cómo se acongojará, cuáles serán sus angustias, su
desesperación y su rabia cuando vea venir la muerte,
no a quitarle las riquezas, sino a quitar a él de
las riquezas, no sólo a arrebatarle lo que poseyó
en la vida, sino la vida misma y con ella la espe-
ranza de toda posesión? ¿cuando al manifestar su
última voluntad, manifieste lo más contrario a ella,
pronunciando la palabra que más le costó siempre,
la palabra «dejo», que al ser repetida en cada cláu-
sula testamentaria le hará el efecto mismo que si
con tenazas le fueran arrancando a pedazos la
piel? ¿cuando note que los demonios vienen a apo-
derarse de su alma, y los gusanos se preparan a
roer su cuerpo, y los herederos acusan de perezosas
las horas y cuentan impacientes los instantes que
faltan para repartirse y quizá disipar muy pronto
lo que él reunió con tantos sacrificios y privaciones
y conservó a costa de tales trabajos y desvelos?
En esto viene a parar toda su labor, como la
labor del gusano de la seda, que hila el producto
de sus propias entrañas, viene a parar en labrarse
un capullo que ha de servirle de sepultura. Des- —
nudo salió el hombre del vientre de su madre y
desnudo entra en el vientre de la tierra. Nada tenía
antes de nacer y nada tendrá después de morir.
III. LA AVARICIA. 43

L a vida es un relámpago que surge de una obs-


curidad para desaparecer en otra, un corto pa-
réntesis entre dos pobrezas absolutas. Después de
tantos afanes se termina como se empezó, al modo
de rueda de molino que dando vueltas incesante-
mente está siempre en un lugar. No se cansa de
adquirir el codicioso, y su posesión estable serán
los cinco o seis palmos de terreno, que ocupe entre
corrupción y tinieblas.
Ponía su afecto en los bienes del mundo, como
si jamás hubiera de salir del mundo o el mundo
no hubiera de acabarse nunca. Desterrado en este
valle de lágrimas, peregrino en el desierto de la
vida, recogía ansioso monedas sin valor alguno
en la patria suya, agobiándose con peso inútil que
le embargaba de seguir su camino y hacía tan di-
fícil el que así cargado entrara por la angosta
puerta del cielo como difícil es que un camello pase
por el ojo de una aguja. No comprendía que
era un convidado que al terminar el festín de la
existencia debía dejar para otros el cubierto, y un
huésped cuya habitación de una noche deben ocu-
par en la noche siguiente los demás caminantes
que en pos de él van al mismo destino. A c a b ó
el servicio, y al echarle de la casa, le quitó el señor
la librea para dársela a otros que hayan de venir
luego a servirle; acabó la comedia, y al bajar el
telón se dejan los disfraces para ser usados en
otras representaciones.
44 III. LA AVARICIA.

L a muerte para el justo es alegre y causa pesar


a los que la presencian; para el avaro es tristísima,
y muchos con ella colman el regocijo. Como el
cerdo no sirve para nada en vida y sólo degollado
es provechoso, y como la hucha de barro sólo que-
brándola da las monedas, el avaro no hace algún
bien hasta que muere. Lloran otros en ese trance
a sus padres, pero los hijos de él se alegran, porque
se les acabó una vida de privación y de sufrimiento.
E l día de la muerte es para los demás el día de
los elogios, y el momento en que muchos principian
a vivir en las páginas de la historia; si él volviera a la
vida, oyendo las maldiciones y burlas de que todos
le hacen blanco, volvería a hundirse en el sepulcro:
maldito y execrado mientras vivió, las lenguas de
los murmuradores se ceban y encarnizan en su ca-
dáver, como la segur del leñador hace mil astillas
del árbol infructuoso cuando lo arranca para echarlo
al fuego, a fin de que deje a otro un lugar que ocupa
inútilmente. No enjugó nunca una lágrima y ni una lá-
grima regará la tierra que cubre aquellos ojos que no
veían con gusto sino tierra, y oprime aquella frente
que no pensaba sino en los metales que en sus
entrañas oculta la tierra. A l contrario de Jesucristo,
pasó sin hacer bien; y de su paso por el mundo
no quedará más señal que la que deja el ave cuando
vuela o el buque cuando surca veloz las aguas.
Arrancado de sus bienes, a los que se asía y
aferraba como a los objetos más próximos el que
III. LA AVARICIA. 45

en río profundo se ahoga, despojado por los hombres


de sus vestiduras y por los gusanos de sus carnes,
perseguido por la execración y el odio hasta más
allá de la tumba, cuando, vacío de virtudes, pobre
de caridad y desnudo de toda buena obra, sea lle-
vado ante el tribunal divino, ¿qué responderá cuando
se le pregunte por el uso de los bienes que en ad-
ministración se le confiaron? ¿Qué sentirá al pre-
sentarse ante el Rey inmortal de la gloria, ante el
Dios de la majestad y de la omnipotencia, al que
siempre tuvo en menos que un puñado de barro
amarillo o unos míseros pedazos de papel? ¿Cómo
pedirá el que no atendió a petición ninguna ? ¿ Quién
socorrerá al que jamás socorrió a nadie? ¿Quién
abrirá las puertas del cielo al que tuvo siempre
cerrada su casa para el necesitado, ni clamará en
favor del que desoyó los clamores de la viuda y
del huérfano, de la desnudez y del frío, de la
enfermedad y del hambre?
* Entonces acabará de ver cuan necias eran las
ilusiones que se forjaba respecto al estado de su con-
ciencia y cuan sin fundamento las excusas con que
a sí mismo procuró engañarse. Comprenderá en-
tonces que no había exageración alguna en aquellas
palabras de San Basilio: «Pero ¿a quién falto, dice
el avaro, cuando retengo y conservo lo m í o ? — ¿ Q u é
cosas, dime, son tuyas ? ¿ De dónde sacaste lo que
tomaste para la vida? Los ricos son como aquel
que, después de su asiento en un teatro, echase
4 6 III. LA AVARICIA.

del mismo a todos los que entrasen, creyéndose


que le pertenecía y era propio aquello que en reali-
dad pertenecía a todos. Pues ocupando lo que
es común, por esta posesión se apropian lo que
es de todos. Porque si cada uno tomase única-
mente lo indispensable para atender a sus necesi-
dades y dejase al pobre lo superfluo, ninguno sería
necesitado ni tampoco habría pobres. ¿Acaso no
saliste desnudo del vientre de tu madre? ¿No has
de volver desnudo a la tierra? ¿De dónde, pues,
te han venido los bienes presentes? Si me contestas
que de la casualidad, eres un impío, que no re-
conoces al Creador, y además un ingrato a tu
bienhechor; pero si me dices que proceden de
D i o s , dime, ¿ por qué razón los has recibido ?
¿Acaso es injusto Dios, que no ha distribuido con
igualdad lo necesario para la vida? ¿Por qué, siendo
tú rico, aquél es pobre? ¿Acaso no hizo Dios esto
para que tú recibieses el premio de la benignidad,
de la fiel dispensación de tus bienes, y para que
a él se le diese el magnífico premio de la pacien-
cia? Pero tú, al encerrar todos los bienes en los
senos insaciables de la avaricia y privar de ellos
a muchísimos de tus hermanos, ¿crees que no in-
jurias a nadie? ¿Quién es avaro? El que no está
contento con aquellas cosas que son suficientes.
¿Quién es ladrón? El que quita a otro lo que le
pertenece. ¿No eres tú un avaro, no eres un ladrón
al apropiarte aquellas cosas que recibiste para que
III. LA AVARICIA. 47

las distribuyeras? Llamaríamos ladrón al que des-


nudase al vestido, ¿y al que no vistiese al desnudo,
si es que puede, se le ha de llamar de otra ma-
nera? El pan que tú detienes es del hambriento;
el vestido que tú tienes guardado en el arca, es
del desnudo; del descalzo es el calzado que se te
está pudriendo en casa; y del necesitado es el
dinero que tienes encerrado. Por tanto, injurias a
cuantos no socorres pudiendo socorrerlos.»
Tal vez pensó el avaro, y a diferencia de otros
muchos pudo poner por obra el pensamiento, con-
signar en las disposiciones testamentarias el reparto
de sus bienes entre los pobres. Pero ¿bastará esto
para justificarle a los divinos ojos? ¿reparará así
los males que su avaricia causó, tantas miserias
que debió socorrer, daños tan graves que a muy
escasa costa habría ahorrado? ¿enjugará las mismas
lágrimas que pudo evitar? Muy poco es dejar a
los pobres lo que no se puede llevar consigo, dar
a los necesitados lo que no se necesitará nunca,
empezar a ser generoso cuando se acaba la vida,
hacer el bien después 'de la muerte, disponiendo
de la hacienda para cuando ya no sea del do-
nante.
Contra toda razón imagina el avaro que no hace
ningún mal con no querer deshacerse nunca de
sus bienes, como si el Señor y Creador de las
riquezas las hubiese dejado para botín del más
astuto o del más fuerte, sin imponer a los posee-
4 8 III. LA AVARICIA.

dores obligación alguna respecto de sus hermanos,


privados de la herencia en el repartimiento de los
frutos de la tierra, madre de todos. ¡ A y de los
ricos! repetía constantemente Jesús; y estas mal-
diciones no caían sólo sobre los ricos injustos,
iban a herir también a los ricos avaros que falta-
ban a la caridad. De aquel que oyó una voz
que le decía: «Necio, esta noche te será arran-
cada el alma y la echarán en los infiernos, y los
bienes que juntaste ¿de quién serán?» no expresa
el evangelista cosa reprensible, sino que habiendo
sido el año muy abundante y no cabiéndole el
trigo en los graneros pensó en derribarlos para
darles mayor anchura. Del otro que abrasado en
torbellinos de fuego pedía una gota de agua para
refrescar sus ardientes fauces, no más se dice sino
que negaba las migajas de su mesa al mendigo
Lázaro, a quien los perros, más misericordiosos,
le lamían las úlceras. En el día del juicio uni-
versal, esto es lo que sentenciará Cristo contra los
que se hallen a su izquierda: «Id, malditos de
mi Padre, al fuego eterno, que para vosotros y para
Satanás está preparado; porque no disteis comida
al que tenía hambre, ni de beber al que estaba
sediento, ni vestidos al desnudo, ni consuelos al
triste.»
Y mientras a su alma la atormentan en los abis-
mos y a su cuerpo lo roen en el sepulcro, ¿qué
será de los bienes del avaro ? En vida hizo infelices
III. LA AVARICIA. 49

a los hijos privándolos de lo necesario; después


de su muerte los hace por lo común más infelices
dejándoles lo superfluo. No se curó de educarlos,
de instruirlos, de darles colocación conveniente,
creyendo que tendrían bastante con tener mucho
dinero, y el dinero es en ocasiones el peor de los
regalos. Mucho se estima lo que mucho cuesta:
para el avaro nada vale tanto como su tesoro, por-
que le costó sacrificios y trabajos sin cuento; pero
sus herederos, que de pronto y quizá sin esperarlo
se ven en la abundancia, procuran desquitarse de
las anteriores privaciones y no sienten derrochar
lo que sin esfuerzo alguno les vino a las manos.
Las riquezas así acumuladas son como los mon-
tones de polvo que el niño forma con mucho cui-
dado, pero que la menor ráfaga de viento deshace
y desparrama.
Sufrir en este mundo y sufrir en el otro, ser ob-
jeto de execración en la vida y de burlas en la
muerte, estar mientras vive odiado de los mismos
para quienes ahorra y quedar luego que muere
olvidado de ellos y de todos, tal es el triste y
lamentable destino del avaro. Y con ser así, ¡qué
difícil es desprenderse de esta serpiente vene-
nosa de la codicia cuando se la ha dejado ani-
dar en el corazón y rodearlo y oprimirlo con
sus anillos, que cada vez más lo estrechan y
apocan! A Jesús le seguían las turbas hambrien-
tas y desarrapadas, y le perseguían los ricos
LÓPEZ PELÁEZ, Pee. capit. 4
III. LA AVARICIA.

avaros. El joven que le preguntó lo que había


de hacer para ser perfecto, al oir que vendiera
los bienes para darlos a los pobres, se apartó al
punto de su compañía. El Salvador que hacía
a la muerte devolver sus víctimas y al sepulcro
restituir su presa, no hizo a aquel corazón romper
su ídolo; convertía el agua en vino y la tempestad
en calma, y no convirtió en generoso al tacaño;
las enfermedades, los elementos todos, los demonios
mismos le obedecían, sólo la avaricia se negó a
obedecerle. ¡Cuánto no trabajó también para sanar
de ella a Judas, administrador de las limosnas
del colegio apostólico! Delante de él predicaba
contra el amor excesivo a las riquezas y hacía mi-
lagros que confirmaron la verdad de su predicación.
L e sentaba a su mesa, le trataba familiarmente, llegó
a lavarle los pies. Conocida la traición, aun le dio
a comer su cuerpo sacrosanto y a beber su sangre [
redentora; cuando le v i o venir a entregarle, todavía \
le llamó amigo y dejó que le besara. T o d o inútil; i
el avaro pone el amor al dinero por cima de todos
los amores; por treinta monedas, por lo que hubie-
ran querido darle — quidvultis mihi daré? — puso
en los suplicios, en los oprobios, en la cruz, a su
maestro, a su bienhechor, a su Dios: monedas que
le pesaban como losas de plomo, que le abrasaban
como ascuas encendidas, y no pudo conseguir
que volviesen a cogerlas los que se las habían
dado. Por fin, anudándose al cuello el lazo que le
III. LA AVARICIA. 51

oprimía el corazón, entregó el alma a Satanás, a


quien ya se la tenía vendida.
Oigamos, pues, a Cristo: «Guardaos», nos dice
en un lugar, «guardaos de toda avaricia»; y en
otra ocasión: «Bienaventurados los pobres de es-
píritu, porque de ellos es el reino de los cielos.»
Por extraño que parezca, el monstruo de la co-
dicia es de los que más almas devoran. Todos
gritan contra él y poquísimos están libres de sus
garras. Desde el mayor al menor, dice un profeta,
nadie se halla sin este vicio. San Juan lo pone
entre las tres concupiscencias que dominan el mundo,
designándolo con el nombre de concupiscencia de los
ojos. No todos padecen esta enfermedad en el
mismo grado, pero si no se acude pronto a com-
batirla, lo común es que cause la muerte: es el
oro tan escurridizo, que poniendo el pie en sus
caminos, el hombre fácilmente resbala y se despeña.
Miremos a Cristo, que cuando nació no tuvo cuna
donde ser recostado, y durante la vida no tuvo
una piedra donde reclinar la cabeza, y al morir
no tuvo vestido con que cubrir su desnudez, y
después de muerto no tuvo sepultura suya que
recibiese su cadáver. Tanto amó la pobreza, que
no pudiendo desposarse con ella en el cielo, bajó
al mundo para hacerse pobre. Pobres fueron sus
padres, pobres sus discípulos, pobres los primeros
a quienes anunció su venida, a los pobres gustaba
de adoctrinar y de convertir, y los pobres serán
52 III. LA AVARICIA.

sus compañeros en la eterna gloria. A ellos dio,


de ellos es, el reino de los cielos, y si los ricos
lo quieren tienen que comprárselo con limosnas.
Los ricos serán admitidos también en la eterna feli-
cidad, pero a condición de que no sean ricos con
el afecto, sino pobres en el espíritu, poseyéndolo
todo como si no tuviesen nada, siendo amos de
su dinero y no servidores de él, reconociendo en
Dios el dueño de las riquezas, que en su nombre
y a su mayor gloria administran, y estando dispuestos
a perderlas todas antes que ofenderle.
Sigamos a Cristo desnudo, desnudos de exa-
gerado amor a las riquezas. Peleemos contra los de-
monios, enemigos invisibles y espirituales, que si
mucho tenemos, mucho tendrán por donde asirnos
para hacernos caer. Caminando vamos hacia la gloria,
y si vamos muy cargados, quizá no lleguemos, como
la nave muy cargada de mercancías se hunde y
la rama muy cargada de fruto se rompe.
Tengamos confianza en las promesas de Cristo.
En los cielos está nuestro Padre, a quien diaria-
mente pedimos el pan nuestro de cada día. Bus-
quemos primero su reino y su justicia; que lo demás
nos será otorgado por añadidura. El da de comer
a las aves del cielo que no aran ni siembran, y
viste, como no se vistió Salomón en los días de
su mayor gloria, a las flores del campo que no hilan
ni tejen. Sabe lo que necesitamos, y así como nos
concedió la vida, nos ayuda a conservarla. Sin
III. LA AVARICIA. 53

su permiso no caerá un cabello de nuestra cabeza,


como tampoco se mueve la hoja del árbol. Nosotros
no podemos añadir un codo a nuestra estatura,
pero él puede convertir las piedras en panes, y
venir en nuestro socorro cuando todo socorro pa-
rezca imposible.
No volvamos a esconder en la tierra lo que en
la tierra estaba escondido. El dinero sólo sirve
cuando se usa. Vale más cuando se deja que cuando
se coge. Si el avaro lo hubiera empleado bien en
alguna ocasión, desearía adquirir más, pero a fin
de volver a emplearlo. Por muchos que sean sus
goces, que nadie comprende ni se explica, goza
mucho más el que socorre al necesitado y cura al
enfermo, el que alivia un dolor y enjuga una lágrima,
el que salva de la desesperación a un hermano suyo
y evita que se ofenda al Padre de todos.
Si deseamos conservar los bienes, démoslos. Si
tanto amamos las riquezas, que sentimos no tener-
las siempre, llevémoslas por manos de los pobres
al cielo, que será nuestra eterna morada. No ate-
soremos aquí, donde estamos de paso un instante,
entre mil peligros y sustos; atesoremos para donde
no hay herrumbre ni polilla ni ladrones. Si quere-
mos ser codiciosos, seámoslo enhorabuena, pero no
de lo que tan poco vale y tan pronto hemos de
dejar. Sea tanta nuestra codicia, que no se con-
tente con menos que con los tesoros de la gloria
celestial, con poseer al mismo Dios.
54 IV. LA LUJURIA.

IV.
L a Lujuria.
D e las tres concupiscencias que vio San Juan ocu-
pando y señoreando el mundo, pone la primera
la concupiscencia de la carne. Y a la verdad, nin-
guna otra hay ni más extendida, ni más arraigada,
ni que cause estragos más funestos.
Ojalá se pudiera hoy cumplir lo que el gran após-
tol de los gentiles mandaba a los primeros fieles
como propio de santos: el ni siquiera tomar en
boca y manchar los labios con el nombre del más
infame de los vicios. No hay espejo tan quebradizo
como la castidad ni que más fácilmente se empañe;
y el pecado a ella opuesto es tan mortífero y he-
diondo, que aun el que de lejos lo estudia no está
libre de sus pestilenciales olores. L o que contra él
se diga puede ser para los inocentes demasiado y
para los endurecidos poco, puede suscitar en al-
gunos ideas peligrosas y puede en otros, por falta de
claridad y de energía, no producir el deseado efecto.
Ningún desorden hay, sin embargo, al cual deba
combatirse con más insistencia por todos los que
tengan algo de amor a Dios y al prójimo y a
la sociedad. Por causa de él es hoy el mundo
cual los pórticos de aquella piscina probática donde
yacía muchedumbre innumerable de cojos, mancos,
paralíticos y enfermos de toda especie. Como en
los días del diluvio, pudiera decirse que toda carne
IV. LA LUJURIA. 5S

se halla corrompida y que el espíritu de Dios,


a semejanza de la paloma que salió del arca, ape-
nas tiene donde posarse, por estar toda la tierra
cubierta de cieno y de podredumbre.
No hay vicio que no erija su trono en la socie-
dad y no cuente sinnúmero de servidores y de
esclavos. Pero a todos sobrepuja en lo vasto de
su dominio y en lo absoluto de su imperio el vicio
de la impureza. Desde que por el orgullo de nuestros
primeros padres el espíritu se rebeló contra Dios, la
carne a su vez se rebela contra el espíritu, y el apetito
superior, en castigo de su desobediencia a la ley
divina, se ve desobedecido por el inferior, de modo
que cada uno siente en sí, como dos hombres ri-
vales, dos inclinaciones contrarias, algo que tiende
a elevarle al cielo y algo que tira por él hacia el
fango, la lucha del ángel y de la bestia. Nuestra
misma carne, débil y mal inclinada, es nuestro ene-
migo , tanto más temible cuanto que es enemigo
doméstico, lo tenemos dentro de casa y no pode-
mos desembarazarnos de él: podemos mortificarle,
pero no matarle; vencerle, pero no suprimirle; es
un traidor perpetuo y un compañero continuo. Los
objetos de las otras pasiones se hallan fuera de nos-
otros; ésta lo tiene también dentro de nosotros
mismos y sabe conseguir su criminal satisfacción
más fácilmente que ninguna.
A las excitaciones que parten de nuestra natura-
leza corrompida se unen los incentivos de un mundo
56 IV. LA LUJURIA.

corruptor y perverso: la lujuria hoy se ostenta sin


pudor ante todos los ojos, se reviste de las más se-
ductoras formas para atraer las miradas, se vale de
todas las armonías para ganar los oídos; y sus
miasmas pestilentes inficionan toda la atmósfera
intelectual y aun diríase que están en el aire que
respiramos y en el alimento que nos sustenta. Lú-
brica se llama esta pasión y nada hay, en efecto,
que sea más resbaladizo. Nadie queda a salvo de
sus ataques. San Pablo, después de haber estado
en el tercer cielo, clamaba por que se le librase de
aquel su cuerpo de muerte y del aguijón de infierno
con que Satanás le hería. San Jerónimo, habitando
el lugar donde nació el Hijo purísimo de la Virgen
Santísima, describía con espantosos colores las te-
rribles luchas en que le ponía a punto de morir
el espíritu inmundo.
Y ninguno puede fiar de sí mismo para con-
seguir la victoria. No valió la ancianidad a los
jueces de Israel para dejar de prendarse de la casta
Susana, ni valió la sabiduría a Salomón para abs-
tenerse de tomar mujeres idólatras. David, tan santo
que su corazón estaba cortado según el corazón
divino, cometió adulterio; Sansón, tan fuerte que
no había atadura con qué se le sujetase, no pudo
romper los lazos con que le sujetó una vil mu-
jerzuela.
Los que más presumen de sí propios son los
más expuestos a convencerse de su cobardía. Cas-
IV. LA LUJURIA. 57

tigo de la soberbia, que engrandece más de lo


justo, suele ser la deshonestidad, que rebaja hasta
el último límite. Así se ha visto con espanto caer
firmes columnas, brillantes estrellas, los más altos
cedros del Líbano. A los gentiles que a pesar de
su inteligencia y de su cultura no quisieron dar a
Dios los honores que a él solo pertenecen, los
entregó Dios a su reprobo sentido y a las pasiones
de la ignominia. L a lujuria, a más de ser un pecado,
cuya general propagación en vez de hacérnoslo tener
en poco debe servir para que lo temamos y lo evite-
mos mucho, es por lo común pena de otros pecados.
Pena terrible, porque tan numerosas como terribles
son sus consecuencias, de las cuales algunas saltan
a los ojos y se padecen ya en este mismo mundo.
Todas las demás culpas, dice el Apóstol, caen
fuera del cuerpo del hombre; pero el hombre muelle
peca contra su mismo cuerpo. Cuando cree entre-
garlo al placer y al descanso, lo entrega a los pade-
cimientos y a la fatiga. Quiere gustar las dulzuras
de la vida y no hace más que llevarse a los labios una
copa de veneno en cuyo fondo se ocultan el hastío
y la muerte. Madre cruel, madre del dolor llama-
ban los paganos a la diosa de la lujuria, manifes-
tando así cuánta diferencia existe entre la realidad
de este vicio y las apariencias con que seduce y atrae
a infinidad de personas. Por complacer al cuerpo
se ofende a Dios, y lo que se consigue es perder
a Dios y perder las fuerzas, la salud, y aun la
IV. LA LUJURIA.

vida del cuerpo. Nada hay que debilite tanto como


los excesos sensuales. Quien se da a ellos es como
árbol abrasado interiormente por un fuego que con-
sume su savia, y roído por un gusano que le devora
la médula y le despedaza la raíz: su juventud con-
serva todavía el verdor de la corteza; pero ramas
secas que aparecen acá y allá, anuncian con la
amarillez de sus hojas la corrupción que lo pudre;
subsiste en pie sobre una tierra cuyos jugos ya no
absorbe, y el menor empuje del viento será bas-
tante para ponerle por el suelo y despojarle del
todo de su aparente lozanía. Amén de esas en-
fermedades asquerosas que, como de la corrup-
ción los gusanos, suelen nacer de una carne su-
mergida en el lodazal de la concupiscencia y, a se-
mejanza de la que describe Job, penetran hasta
los huesos y van con el cadáver al mismo se-
pulcro, otras muchas son el resultado de la lu-
juria o por su causa se tornan de más difícil cura-
ción o adquieren complicaciones peligrosas. Las
primeras víctimas de las epidemias y las que me-
nos resisten a la acción fatal de los gérmenes mor-
bosos, son las naturalezas que la molicie estraga,
dejándolas sin energías.
El voluptuoso pegado a los gustos groseros de
esta miserable vida querría permanecer siempre en
ella, y con su insensato proceder o se atrae una
muerte repentina, como a muchos ha sucedido, o
abrevia los días hermosos de la juventud, adelan-
IV. LA LUJURIA. 59

tándose en él la vejez a los años, o de todas suertes


va minando la salud y acumulando elementos de
destrucción y desorden, que harán tristísima y en
sumo grado infeliz la última etapa de una existencia
en que preferirá los horrores del sepulcro al dolor
que le produzcan los padecimientos físicos y morales.
Enamorado locamente de la hermosura propia y de
la ajena, su desatentada conducta no tarda en con-
vertirle en objeto de repulsión para los demás y
para sí mismo; la luz de sus ojos se apaga, las
rosas del pudor no tiñen ya sus mejillas, en sus
labios abrasados por la fiebre ha dejado de brillar
la sonrisa de la inocencia, la palidez de los cadá-
veres se descubre en una frente que se inclina bajo
el peso de la deshonra, y el cuerpo se encorva
hacia la tierra como buscando en sus profundidades
un sitio donde ocultar las decepciones y amar-
guras.
Aunque este pecado se llama de la carne, nin-
gún otro produce tanto daño en el espíritu, que
de la carne se sirve como de instrumento de activi-
dad y medio de comunicación con el mundo ex-
terior. L a memoria carece de energías y siente
pereza invencible para suscitar, retener y unir los
recuerdos; la imaginación ve cortadas sus alas o
lleva en ellas tantas especies impuras, que no
puede hacer otra cosa que arrastrarse penosamente
por los obscuros calabozos de la materia, o sumer-
girse como ángel caído en el fango de la impudicicia.
6o IV. LA LUJURIA.

El entendimiento, hundido y como sofocado en la


carne, cegado por vapores inmundos, acostumbrado
a no moverse ni reposar sino en lo que afecta a
los sentidos, llega a materializarse en cierto modo,
y le inspira la mayor repugnancia todo lo que sea
generalizar, abstraer, subir a lo suprasensible y re-
montarse a las regiones limpísimas donde resplan-
dece la luz inmortal de la idea. Y la voluntad, de
reina y señora de las facultades sensitivas, viene
a convertirse en esclava de sus esclavas, siendo lo
más lamentable que no le aflige el peso de sus
cadenas y nada hace por salir de los lazos que la
aprisionan. L a aplicación al estudio, la atención fija,
la reflexión seria, el esfuerzo intelectual, todo lo
que supone y exige violencia y trabajo, causa horror
al espíritu acostumbrado a una vida muelle y disi-
pada, cuyos recuerdos libidinosos importunan y
distraen aun en las ocupaciones más graves y peren-
torias, e inquietan, molestan y perturban de día y
de noche, en la vigilia y en el sueño, imposibili-
tando para toda labor mental de alguna importancia
y para toda resolución que lleve aparejado algún
sacrificio y aun cualquier ligera molestia.
¡Cuántos jóvenes, cuyas bellas prendas de carácter
les prometían días de gloria y cuyas altas dotes de
talento eran una esperanza para la cienoia, se han
inutilizado y perdido llevando una vida obscura e
ignominiosa por haberse entregado a vituperables
excesos! Hasta los gentiles mismos reconocían cuan
IV. LA LUJURIA. 6l

importante es la continencia para adquirir sólida


instrucción, y sus mismas falsas religiones lo con-
fesaron al decir que las Musas eran castas y que
la diosa de la sabiduría era enemiga natural de la
diosa del placer. L a estupidez, la imbecilidad, el
idiotismo, la demencia, la locura más furiosa son
muchas veces el resultado de los abusos sexuales,
resultado que no se limita al que los comete,
sino que pasa a su mísera descendencia, en la que
perpetúa las enfermedades físicas, las aberraciones
mentales, la debilidad, la degeneración y propen-
siones violentísimas al pecado de impureza.
Como esta pasión llegue a apoderarse del ánimo,
no le permite pensar en otra cosa, ni ocuparse en
otro negocio, ni valer para otro servicio. El mundo,
la sociedad, el cielo, todo entonces se reduce y se
cifra y se compendia en la satisfacción del apetito
torpe. Todas las otras aficiones son incompatibles
con ésta, que o las destruye y aniquila o las deja a
condición de que sean sus fieles servidoras. Cuando
ella lo necesita y lo manda, el avaro es pródigo,
el perezoso diligente, el iracundo manso, y el so-
berbio se abate hasta el polvo de la tierra y el
ambicioso desciende del pedestal de la gloria y se
apresura a salir del templo de la fama. Si es pre-
ciso romper los vínculos más sagrados y desoir la
voz del parentesco y violar las leyes de la fidelidad
prometida, y saltar por encima de lo que la amis-
tad y la gratitud piden y el propio honor y la
62 IV. LA LUJURIA.

reputación demandan, se pasará y atrepellará por


todo sin temor ni respeto divino ni humano. Los
cambios más profundos, las alteraciones más radi-
cales, las obra la lujuria repentinamente y con una
facilidad que pasma. A David, el más noble y
humanitario de los reyes, le llevó este vicio a la
traición y a la alevosía tiñendo sus manos en
heroica sangre: a Salomón, digno de ser desig-
nado para construir el templo del Dios único y en-
salzar las maravillas de la religión verdadera, le
hizo coger un incensario y echarse de hinojos
ante las figuras y estatuas que las mujeres por él
amadas creían dioses.
L o s otros vicios aun suelen guardar algún de-
coro, algún respeto a las formas y conveniencias
sociales: éste, violento e insensato, descubre en
todo una grosería selvática. En la parábola del
Rey que preparó un gran festín al que no asistieron
los primeros convidados, uno de éstos, en que se
simboliza la ambición, «Dadme por excusado»,
respondió, «he adquirido una villa y tengo que salir
ahora a ver cómo es»; «Os ruego que me dis-
penséis» , dijo la avaricia representada en otro,
«compré cinco yuntas de bueyes y debo marchar
a experimentarlos»; la contestación del tercero re-
vela la impetuosidad sin medida de la pasión más
despótica: «He tomado mujer y por eso no puedo ir.»
Y este cruel tirano del linaje de Adán no se con-
tenta con exigir de sus víctimas la esclavitud, re-
IV. LA LUJURIA. 63

clama también y consigue de ellas verdadero culto.


Todo pecador, al abandonar al Creador por la
criatura, incurre en una especie de idolatría; pero
en ninguno se ve tan claramente como en el liber-
tino. Nadie dice que adora un empleo, ni llama
divinidad a una moneda, ni usa las palabras sacri-
legas, realmente blasfemas, con que el obsceno
tributa honores más que humanos al objeto de sus
bestiales instintos. Isaías describe al idólatra mi-
rando absorto a su ídolo, vistiéndolo de púrpura
y adornándolo con oro y piedras preciosas, cayendo
a sus pies de rodillas, dirigiéndole humildes y fer-
vorosas súplicas, declarándose solamente dichoso
a su lado, y exclamando al fin en éxtasis de ad-
miración ante su hermosura: «Deus metes es tu:
tú eres mi Dios.» ¿ Y no es el mismo el lenguaje o
por lo menos la conducta del que se hace siervo
de la deshonestidad? Toda la diferencia consiste
en que el uno idolatra estatuas inanimadas de ma-
dera o de metal y el otro idolatra estatuas de carne
viva; y mientras aquél se contenta con sacrificar
animales y ofrecer sangre ajena, éste sacrifica su
alma y se halla dispuesto a dar la sangre propia.
Por eso en las Santas Escrituras se nombra indis-
tintamente a la idolatría fornicación y a la forni-
cación idolatría.
Las otras concupiscencias descubren rasgos ca-
racterísticos y causan daños que les son peculiares.
Ésta forma un conjunto de males y de malicia que
IV. LA LUJURIA.

verdaderamente espanta. Tiene el furor de la so-


berbia, la terquedad de la ambición, los rencores
del envidioso, y los sobresaltos de la avaricia; para
satisfacer su anhelo, atropella todo sin temor, y
después de conseguido teme de todos. En todas
partes ve rivales y competidores; juzga, y no sin
fundamento, que quien dejó a Dios por él, puede
dejarle a él por otro cualquiera; el aguijón del
temor se clava en sus entrañas con más fuerza
que se le clavó el aguijón del deseo; celos rabiosos
ponen hiél amarguísima en la engañosa copa de
sus mentidos placeres; y lo que se ansiaba como
una felicidad viene a ser un infierno anticipado,
donde los más grandes sufrimientos suelen ir acom-
pañados de los mayores crímenes.
Ninguna otra pasión tiene objeto menos dura-
dero y más inestable. Aliméntase con la mutua co-
rrespondencia del afecto; pero no hay veleta que
gire a todas las brisas como el corazón humano,
verdadero océano donde no cesa de hervir alboro-
tado oleaje y cuya pequenez es capaz de las más
grandes tormentas. Como ligera mariposa revolotea
inquieto de flor en flor, y lo que un día arrebata
sus cariños, al inmediato le produce tedio y dis-
gusto; de donde resulta que, quien excesivamente
liga su corazón al de otro, sufre lo indecible con
sus injustificados vaivenes y sus caprichosas velei-
dades. L a tan codiciada hermosura de la carne es
el vestido con que la corrupción se cubre, y el
IV. LA LUJURIA. 65

blanco sudario que oculta un cadáver futuro. Un


soplo de viento basta para marchitar la rosa, or-
gullo del jardín y encanto de la vista, arrojando
al lodo los pétalos, minutos antes llenos de frescura,
de color y lozanía. Un leve soplo le basta a la
muerte para apagar las antorchas más brillantes
y derrocar a los ídolos de los altares más ele-
vados, haciendo motivo de horror lo que antes
lo era de loco apasionamiento, vaciando los ojos,
pudriendo la carne, arrancando la piel, despren-
diendo en sucios mechones los cabellos, convir-
tiendo en foco de hediondez, en presa de gusanos,
en mansión de sabandijas un cuerpo que tal vez
había sido causante de que abandonaran a Dios
muchas almas.
Parece que al menos se perdería el vicio carnal
primeramente, moriría antes que los otros, los cuales,
radicando por manera directa en el espíritu, parti-
cipan, digámoslo así, de su inmortalidad. Por des-
gracia ocurre todo lo contrario. En el hidrópico,
sediento siempre, está figurado el impuro; su sed
de gozar se irrita y aumenta con el goce mismo,
como se excitaría la sed del que la quisiera calmar
bebiendo agua salada. El fuego de esta pasión sólo
se extingue para volver a encenderse. Se llegará
al cansancio, pero no a la hartura; se acabarán las
fuerzas, mas no el deseo. Hambre canina pade-
cerán los impúdicos, dice la Escritura; y como
perros rabiosos andarán dando vueltas a la ciudad.
LÓPEZ PELÁEZ, Pee. capit. 5
66 IV. LA LUJURIA.

Es una ilusión, con que el demonio tienta y a al-


gunos seduce, la de creer que consumada la culpa
quedará la pasión satisfecha y será fácil evitar las
recaídas. A l modo que el pájaro caído en la red
cuanto más esfuerzos hace por volar y salir de
ella, más se prende y se envuelve en las mallas,
si las alas del espíritu tocan esta pez del deleite
carnal, con mucho trabajo se remontarán ya a las
celestiales alturas de la angélica virtud.
Una voluntad inclinada a ese vicio, endurecida y
obcecada en él, si en los últimos años no puede po-
nerlo por obra, se complace en sus representaciones y
suscita sus recuerdos, pecando del modo que puede.
Y cuando esto así no fuera, una cosa es dejar de
pecar y otra arrepentirse del pecado. Asqueado, abu-
rrido, deshecha la fortuna, perdida la salud, man-
cillada la honra, lleno de dolores, colmado de des-
engaños, seco el corazón, amargada el alma, se
apartará el vicioso de los prados de la lujuria, donde
quiso coronarse de rosas y le punzaron las espinas,
donde buscó la felicidad y crecieron sus penas y
cada paso que anduvo le trajo un tormento y cada
día que llegaba era seguido de una noche más obscura
que las anteriores. Pero de aquí a volverse a Cristo,
abrazarse con su cruz, vivir su vida de mortifica-
ción, poner sobre los hombros el yugo de su ley,
hay todavía una distancia muy grande. Muchos' son
los hijos pródigos, que viviendo lujuriosamente lejos
del hogar de la familia, disipan la hacienda hasta
IV. LA LUJURIA. 6 7

faltarles bellotas que comer y envidiar la suerte de


los cerdos; pocos los que se avergüenzan y se le-
vantan y corren a la casa que albergó su antigua
virtud, clamando de lo íntimo de su corazón, con
los ojos arrasados en lágrimas de arrepentimiento:
Padre, padre mío Jesucristo, he pecado contra el
cielo y contra ti.
L o cual nace de que la lujuria, en latín luxuria,
produce en las potencias del alma efecto parecido
al de la luxación en los miembros del cuerpo. Las
disloca, las perturba en su funcionamiento, les im-
pide desarrollarse, las paraliza, las vuelve inservibles
e inútiles para la vida sobrenatural. Así como por
lo común acorta la vista del cuerpo, ciega también
los ojos del espíritu. El hombre animal no percibe
las cosas divinas, nos advierten los Libros Santos.
Sólo los de corazón limpio verán a Dios. Una mi-
rada que como la del puerco ha estado siempre
dirigida a la tierra y recreándose en el fango, no
resiste los resplandores del sol de la gracia y halla
gran dificultad en estar fija en las alturas celes-
tiales.
L a fe es la raíz de la justificación, y el lujurioso
acaba casi siempre por perder la fe. No quiere que
la virtud exista, y concluye por creer que la virtud
no existe y que la ciencia es un nombre y la moral
un fantasma y el remordimiento una ilusión y el
hombre un poco de tierra organizada que por en-
tero ha de volver a la tierra. Los gentiles llegaban
5*
68 IV. LA LUJURIA.

generalmente a la corrupción de la carne por la


corrupción del entendimiento, caían en la impureza
por no tener una moral bastante pura; el cristiano
acostumbra a seguir un orden inverso, y pierde las
creencias porque ha perdido las virtudes, y sigue
las malas doctrinas porque ha dejado las buenas
obras. Por mucho que se oculte, en el fondo de las
herejías y en la raíz de las impiedades aparece el
veneno corrosivo de la liviandad. De las seudo-
reformas protestantes del siglo X V I dijo un fautor
de ellas, que acababan en bodas como los sainetes;
y sabido es que varios de sus autores fueron mons-
truos horrendos de lascivia.
Hay instantes, sin embargo, en que la venda que
cubre los ojos cae, y la voz de los remordimientos
constantemente sufocada se hace oir, y la fascina-
ción de los sentidos embriagados se disipa: entonces
el libertino, no pudiendo negar a Dios, le odia, qui-
siera destruir al que no puede dejar de ver, y se
revuelve airado contra una religión que pone acíbar
en sus placeres e impone castigos a sus lubricidades
y que, sobre todo, disminuye las víctimas de su
desenfreno y libra de sus garras muchas veces a
la inocencia con exhortaciones a la virtud y con
terribles amenazas contra quien se deja seducir con-
sintiendo en el amor ilícito.
Es de razón que al árbol seco se le arroje a las
llamas; que en las mansiones santísimas de la gloria
no entre nada manchado; que quien se abrasó en
IV. LA LUJURIA. 6 9

el fuego de la concupiscencia continúe abrasándose


en el fuego del infierno; y el que estuvo apartado
de Dios, muera en su apartamiento y lejos de Dios
siga por toda la eternidad.
Como el áspid, de quien se dice que tapa los
oídos para no escuchar la voz de los encantadores,
el licencioso huye cuanto puede de la santa pre-
dicación, y en el profundo letargo moral en que
se abisma no le hacen impresión las más terri-
bles palabras, o si se levanta algún eco en su
conciencia, al punto procura adormecerlo y aho-
garlo con el ruido y la algazara de la vida mun-
danal o hundiéndose en los mayores abusos de
la libídine, con espantoso ultraje a la misma na-
turaleza.
Dos ángeles fueron precisos para sacar a L o t
de la ciudad nefanda. Para volver a la existencia
a los que recientemente la habían perdido, no hacía
el Señor más que tocar al féretro o coger la mano
del difunto: cuando resucitó a Lázaro, que, muerto
de cuatro días y despidiendo ya insufrible hedor,
era la imagen del habituado a la lujuria, anduvo
largo camino, mandó levantar la losa que cubría
y las ligaduras que sujetaban el cuerpo, y se acercó
al sepulcro, y gimió, lloró, se estremeció y levantó
los ojos y las manos al cielo rogando al Eterno
Padre. Mucho tiempo estuvo Noé construyendo el
arca, para que se convenciesen todos, de la proximi-
dad de} castigo; cada golpe que daba era un
7o IV. LA LUJURIA.

llamamiento elocuente a la penitencia y a la con-


versión; y sin embargo, los hombres prosiguieron
por sus livianos caminos, y hasta no verse con el
agua al cuello nadie creyó en la realidad de las
amenazas divinas. Casi todos los que han pasado
gran parte de su vida en la incontinencia, no bus-
can de veras a Dios ni aun cuando ven bajar sobre
el cuello la guadaña de la muerte. Se pone a la
cabecera de su lecho de dolor el crucifijo, y en
vez de echarse confiados y humildes en sus brazos
abiertos, al considerar que sus miradas provoca-
tivas cubrieron con un velo de lágrimas aquellos
divinos ojos, y por sus malos pasos fueron clavados
aquellos sacratísimos pies en el infamante madero,
y sus pensamientos sucios le hincaron en la cabeza
aquel cerco de punzaduras espinas, y sus vergonzosos
deleites fueron la causa de que los azotes le des-
garraran la desnuda carne, y sus criminales deseos
pusieron en manos del soldado la lanza que tras-
pasó el corazón amantísimo; horrorizados ante la
fealdad y malicia de unos actos cuya abominación
entonces, con la luz de la candela mortuoria, es
cuando la perciben, ellos mismos desde la cumbre
de la desesperación se precipitan a los abismos
de los infiernos.
Dios lo permite así, porque odia en extremo este
pecado y para su gravedad no encuentra nunca cas-
tigo suficiente. Vio la desobediencia de nuestros
primeros padres y no se arrepintió de haberlos
IV. LA LUJURIA. 71

criado; vio el fratricidio de Caín y no se arrepintió


de haber puesto en el mundo a la humanidad; v i o
pasar ante sus santísimos ojos legión innumerable
de delitos y miserias, y sólo cuando v i o a toda
carne corromper sus caminos fué cuando pronunció
aquellas palabras: Me arrepiento de haber hecho
al hombre. Palabras que hicieron a los mares saltar
sus límites y a las aguas de las nubes desgajarse
en espantosas cataratas; y un diluvio tragó a la
humana especie y barrió y limpió, transformándola
y renovándola, la tierra que se había manchado
y deshonrado con los vicios. Y como los descen-
dientes de la única familia que se libró de la uni-
versal catástrofe no cesaron en su inmundicia, no cesó
el Señor de manifestar cuan aborrecible le era: y ya
es una región, como la Pentápolis, trasformada en
infecto lago, o una ciudad, como la de Siquén, con-
vertida en cementerio, o una tribu, como casi toda
la de Benjamín, pasada a cuchillo, o un rey, como
el R e y Profeta, que agobiado por el dolor de ver
en su hogar el estupro, el incesto y el fratricidio,
ve que su hijo más amado le arroja del trono, y
le mancilla el tálamo a presencia de la multitud, y
le hace andar errante por los montes, maldecido de
unos subditos y apedreado de otros, como si fuese
un perro.
Siendo Dios la pureza infinita, déjase comprender
cuánto le desagrada un pecado que entre todos
recibe por antonomasia el nombre de impuro. Los
72 IV. LA LUJURIA.

otros trastornan también el orden divino, pero


éste de una manera especial, sujetando el apetito
superior al inferior y poniendo el espíritu a mer-
ced de la carne. Cuanto menos vale la cosa por
cuyo amor se desprecia el amor del Sumo Bien,
más se le ofende y en la comparación recibe mayor
ultraje: Esaú vendió la primogenitura por un plato
de lentejas, Judas vendió a Cristo por treinta di-
neros; el impúdico vende la gloria del cielo y la
compañía de los bienaventurados y la posesión de
Dios por un placer de bestia, renunciando por un
deleite de un instante a las delicias de toda una
eternidad. L a soberbia es propia del ángel, dotado
de espíritu inmortal; la codicia es propia del hombre,
llamado a señorear la tierra; la lujuria es lo propio
del bruto: si pudiera pecar, ése sería su pecado.
De otras culpas suelen gloriarse los hombres: de
ésta, por ser tan vergonzosa, solamente cuando han
perdido la vergüenza del todo. Como si Dios no
estuviera en todas partes y no viese todas las cosas,
buscan las tinieblas para velar su ignominia; y la
misma naturaleza que los obliga a ocultarse, los
descubre, poniendo en su rostro la degradación de
su alma y señalándolos con el carácter del reba-
jamiento y de la abyección más repulsiva, con la
señal de la bestia. Nos horrorizaríamos de ver
arrastrar por el cieno las sagradas imágenes; pues
imagen y semejanza somos de Dios y no hay
lodazal más asqueroso que la lujuria.
IV. LA LUJURIA. 13

¿Ignoráis que vuestros cuerpos no son vuestros?


dice el Apóstol. Los compró Jesucristo a un precio
incomparable, dio por rescatarlos su sangre y su
vida: manchándolos, deshonrándolos, ultrajándolos,
se irroga especial injuria al que para sí los ha ad-
quirido. Más todavía: nuestros miembros, según la
doctrina del mismo San Pablo, son miembros de
Cristo. El es nuestra cabeza, nosotros somos su
cuerpo. El Verbo divino tomó nuestra carne, ele-
vándola, dignificándola, embelleciéndola, uniéndola
a sí con lazo incapaz de romperse, e influye en cada
uno de nosotros moviéndonos y dirigiéndonos con
las luces y auxilios de su gracia. ¡ Qué crimen, por
consiguiente, infería con enérgica expresión el Após-
tol, arrancar a Cristo sus miembros para hacerlos
miembros de una meretriz!
Horrible cosa es profanar un templo: los ángeles
golpearon fuertemente en la entrada del de Jeru-
salén al impío Heliodoro, y el mansísimo Jesús
echó a latigazos a los que convirtieron en cueva de
ladrones la casa de su eterno Padre. Y , ¿quién
ignora que somos edificación de Dios y templo del
Espíritu Santo, el cual se complace en morar en
nuestra alma y como a esposa muy querida la
adorna y enriquece con sus dones más preciados?
Nuestro mismo cuerpo por el bautismo es con-
sagrado a modo de una iglesia: abluciones, preces,
exorcismos, cruces, unción, todo indica la santidad
de que debe estar revestido. ¿No será especie de
74 IV. LA LUJURIA.

sacrilegio hundir en el fango de la sensualidad una


carne sobre la que han fluido los santos óleos,
arrojar del alma el espíritu de Dios para ponerla
a los pies de Asmodeo, demonio de la lujuria?
Es una apostasía la que comete el cristiano des-
oyendo los castos llamamientos divinos para seguir
las inmundas impulsiones satánicas; y en cierto
modo peca más que quien apostata y reniega de
Cristo por temor a los verdugos, pues éste cede
con gran pesar y violencia, aquél con toda espon-
taneidad y deseo, el uno por miedo de morir, el
otro por gozar más de los falaces encantos de
la vida.
Fué causa de sumo escándalo ver a Baltasar be-
biendo vino en los vasos del templo del Señor: y al
instante una mano misteriosa trazó en la pared de la
sala del festín su sentencia de muerte, y para ejecutarla
cayeron sobre Babilonia los ejércitos enemigos. El
cristiano disoluto abusa, no de vasos que contuvie-
ron la sangre ofrecida a Dios, sino del propio cuerpo,
vaso que ha contenido la sangre del mismo Dios.
Profana con miradas inhonestas unos ojos que vieron
la hermosura divina, que han contemplado en el
altar a Dios cubierto no más que con el velo de
los accidentes eucarístieos; profana con palabras
sucias una lengua enrojecida con la sangre del
Cordero inmaculado, una lengua que ha servido a
Jesús de vehículo de gloria y de carro de triunfo
para penetrar en lo interior de su pecho; profana
IV. L A LUJURIA. 75

con deseos inmundos, haciéndolo cueva de basilis-


cos y nido de dragones, un corazón que fué trono
del Ser Supremo, centro de sus delicias, tálamo
de sus desposorios; profana, en fin, y llena de
oprobio y vilipendio una carne purificada al con-
tacto de la carne virginal del Hijo de María San-
tísima.
El cual mostró tanta repugnancia y odio a la
deshonestidad, que dejó le llamaran glotón, blas-
femo, embustero, embaucador, revoltoso, impío y
amigo de gente perdida, pero no dejó que le ca-
lumniasen en este punto; y habiendo permitido en
el colegio apostólico la avaricia y la traición de
Judas, la presunción y las negaciones de Pedro,
la vanidad y la ambición de Juan y de Santiago
y las envidias, las murmuraciones y las discordias
de los demás apóstoles, no permitió que hubiese
entre ellos ningún lujurioso ni. que a él mismo le
tentara en esta materia Satanás. A l anunciar quiénes
estarían a su derecha y quiénes a su izquierda
el día del juicio universal, manifestó que estarían
a la izquierda los chivos, animales con que se ha
representado siempre la lascivia. Para madre es-
cogió la más pura de las doncellas, y para padre
nutricio el más casto de los hombres, y en la gloria,
como Cordero sin mancha que se apacienta entre
lirios, escoge, para que más de cerca le acompañen,
a las almas vírgenes, a las cuales es dado también
entonar un cántico siempre nuevo.
76 V. EL BAILE Y LA LUJURIA.

V.
El Baile y la Lujuria.
Los incentivos con que la sociedad moderna
estimula y aviva la lujuria y las ocasiones que
brinda a la satisfacción de esta pasión bestial, son
tan numerosas, que en pocas páginas no podrían
ni aun someramente tratarse. En nuestro trabajo
Los daños del libro hicimos ver cuan perniciosas
para la virtud de la castidad son la mayor parte
de las novelas que hoy se lanzan al mercado. Ahora,
aunque nos repugne seguir hablando del vicio que
el Apóstol quería que ni aun siquiera se nom-
brase entre los fieles de Cristo, creemos impres-
cindible decir algo de uno de los medios más
comunes de que el tentador se vale para degradar
y envilecer las almas sumergiéndolas en el hediondo
fango de la lascivia. Porque, ciertamente, entre los
mayores incentivos de la lujuria, entre las causas
más frecuentes de la pérdida de la virtud angélica
y de la corrupción de las costumbres, hay que
poner en primer término los bailes según de ordi-
nario se estilan.
El bailar no es de suyo y por su naturaleza ilícito
o peligroso, y aun puede ser obra de virtud y oca-
sión de mérito. T a l sucede en las danzas sagradas
entre personas de un mismo sexo, que aun se usan
en algunas procesiones, recordando el baile de
David delante del arca del Señor, el de la her-
V. EL BAILE Y LA LUJURIA. 77

mana de Moisés después del paso del Mar Rojo y


el de Judit y las mujeres de Betulia para con-
memorar el triunfo sobre el ejército de Holofernes.
Los bailes mismos entre personas de diferente
sexo y sin referirse al culto divino, no son intrín-
secamente malos, pues tienen por objeto propio no
la deshonestidad, sino la manifestación de la alegría,
según se expresa San Ligorio, ni se hallan pro-
hibidos por ninguna ley positiva general, y hay
ocasiones en que por múltiples motivos su cele-
bración es conveniente. Más aún; el Ángel de las
Escuelas hace una observación muy digna de ser
considerada: «Supuesto que es imposible ocuparse
siempre en la vida activa y contemplativa, por eso
conviene a veces interrumpir el trabajo con el re-
creo, para que el ánimo no se quebrante con la
demasiada severidad, y pueda después dedicarse
mejor a las obras de virtud; y si la diversión se
toma con este fin y con las circunstancias debidas,
será un acto de virtud, y podrá ser meritorio, si
es informado por la gracia. Estas circunstancias
parece que se han de exigir en la distracción
del baile.»
Todavía hay en España pueblos y países donde
el baile no se ha dejado influir por las modas ex-
tranjeras y nada presenta a la vista que deba re-
prenderse. Es un ejercicio gimnástico que recuerda
tradiciones patrióticas, una manifestación de sana
y honesta alegría y un decente recreo y espar-
78 V. EL BAILE Y LA LUJURIA.

cimiento del ánimo, que se tiene a la luz del día


en el sitio más público a presencia de los padres
de familia y de las autoridades, guardándose la más
severa compostura y evitándose cuanto la moral
condena.
Pero la malicia humana, que de todo abusa, no
podía dejar de poner al servicio del libertinaje un
ejercicio que a ello tanto se presta y que tan fácil
es convertir en instrumento de perdición y en causa
de ruina espiritual. Aunque especulativamente con-
siderado carezca de culpa, tales circunstancias suelen
concurrir en él, que pocas veces podrá con razón
justificársele. El autor de la Suma Angélica exige
siete condiciones para que un baile pueda decirse
lícito, explicadas las cuales asienta: «Y porque las
dichas condiciones no se encuentran en los bailes
de nuestros tiempos, por eso no veo cómo nadie
sin pecado mortal pueda bailar por costumbre del
modo que comúnmente se usa.» El baile, conjunto
de movimientos humanos regulados por la música,
es un hecho; y para juzgar de su licitud hay que
mirarlo no solamente en sí, pero además en sus
circunstancias, en el modo como se realiza.
El paganismo se aprovechó del baile para honrar
con él a los falsos dioses, convirtiéndolo en una
parte del culto idolátrico, y como las deidades gen-
tílicas eran la personificación de todos los vicios,
nada más propio que dedicar a su honor lo que
suele ser causa de tantas impurezas. Aunque la
V. EL BAILE Y LA LUJURIA. 79

corrupción de las costumbres públicas y privadas


había llegado al último extremo, favorecida por una
religión voluptuosa, en que todo hablaba a los
sentidos para enardecerlos y lisonjearlos, no faltaron
personas que protestaban con indignación contra
el escandaloso abuso de los bailes.
Entre los griegos, Aristóteles, el primero de sus
'-. políticos, recomendaba a los magistrados que no
permitiesen a la juventud bailar; Platón, el filósofo
a quien la antigüedad llamó divino, prefirió caer
¡ en la desgracia del rey Dionisio antes que tomar
, parte en un baile de su corte; Demóstenes, el prín-
j cipe de los oradores, en sus arengas contra el rey
i Filipo de Macedonia y sus compañeros les echaba
' en cara, como acción execrable, el haber bailado;
| y Jenofonte, el gran historiador, no mencionaba
, el baile sin dedicarle los epítetos más deshonrosos.
Entre los romanos, no hace falta citar rígidos mora-
listas como Séneca, para el cual los bailes afeminan
y corrompen el corazón: los poetas más licenciosos
decían con Horacio que a la celebración de bailes
debía atribuirse una de las principales causas de
la depravación de Roma; o con Ovidio, que son
semillas de los vicios, y los sitios donde se dan,
lugares de naufragio para el pudor; y Luciano y
Juvenal los fustigaban acerbamente con el látigo
de la sátira. Cicerón, para defender al cónsul Lucio
Murena contra la acusación de haber bailado, decía
que no se podía suponer que llegara a tal extremo
8o V. EL BAILE Y LA LUJURIA.

,' de corrupción y a tan vituperables excesos, no


• conociéndose en su conducta anterior vicios que
i hiciesen creíble en él semejante desorden; y para
\ acusar a Marco Antonio le probaba su participación
i en los bailes. Corrompida y todo como estaba la
capital del mundo pagano, hubo no pocas ocasiones
en que la autoridad prohibió diversión tan peli-
grosa y expulsó de Roma a los que se dedicaban
a enseñarla.
En el pueblo de Dios la idolatría y el baile entre
personas de diferente sexo fueron contemporáneos,
o por lo menos, juntos aparecen en la historia. En
ausencia de Moisés, los israelitas en el desierto
construyeron un becerro de oro, le ofrecieron sacri-
ficios y después de haber comido y bebido se
pusieron a danzar en derredor de él. San Efrén
decía: «¿Quién enseñó el baile? No fué San Pedro\
ni fué San Juan, ni ningún otro inspirado por Dios,
sino aquel dragón antiguo, el demonio.» El trato
de la nación escogida con las otras, donde se daba
culto a Satanás y a sus ídolos, fué causa de que
también en ella estuviera en uso el baile, a pesar de
las conminaciones de los profetas, como Ezequiel, y
de las severas advertencias del libro del Eclesiástico.
Y a Job retrataba a los hijos de los impíos saltando
con panderos y cítaras y holgando al son de los
instrumentos músicos; e Isaías describía con vivos
colores el lujo provocativo con que las jóvenes de
Jerusalén se ataviaban para asistir a los bailes.
V. EL BAILE Y LA LUJURIA. 8l

L a Iglesia cuidó siempre de que sus hijos ad-


virtiesen los peligros y los daños que en las danzas
profanas por lo común existen, y procuró que las
mirasen como uno de los lazos más certeros que
el demonio tiende a la castidad. En este sentido
se expresan los concilios todos, repitiendo, como
el de Laodicea del tiempo del Papa San Silvestre I,
que «no conviene a los discípulos de Cristo el-,
bailar».
Los Santos Padres emplearon las frases más duras
y las razones más fuertes para apartar a los cris-
tianos de una distracción en que la honestidad corre
tan graves riesgos. Así San Ambrosio llama al baile
especie de idolatría, y nota que la vergüenza es
incompatible con él. San Jerónimo no creía al varón
que le afirmara salir del baile sin pecado, y acon-
sejaba a Furia que le arrojase de su casa como
a veneno mortífero. < San Fulgencio le denomina in-
cendio de la sensualidad. San Juan Crisóstomo en
una de sus homilías predicaba que en él no puede
estar Cristo, porque allí «todo es grosero, todo
torpe, todo deforme»; y llamábale, comentando
el Génesis, «incendio diabólico, horno de concupis-
cencia, enemigo de la castidad». San Basilio Magno,
en su oración 27, clamaba gimiendo y llorando:
«¡Oh cristiano! ¡Profesas el símbolo de la fe, y
danzas en los bailes!... ¡ También los hijos de la
gracia se juntan en los bailes con los demonios
enemigos de la g r a c i a ! . . . ¡ A y de mí! ¡ Oh, qué
LÓPEZ PELÁEZ, Pee. capit. 6
82 V. EL BAILE Y LA LUJURIA.

dolor ver a los hijos del bautismo, a los que


llevan el sello de Cristo, seguir, bailando, las aña-
gazas del demonio!... En los bailes ni el joven
respeta al anciano, ni éste, que se avergüenza de
sus canas, puede reprender a aquél.» San Efrén,
exponiendo los salmos, dice: «La fiesta del diablo
se celebra en los bailes. ... ] Oh astucia maligna
del demonio! Muchos cristianos alaban hoy al
Señor y mañana se reúnen con Satanás en el baile;
hoy son cristianos y mañana paganos y gentiles;
hoy siervos de Cristo y mañana del demonio, bai-
lando con él. No quieras cantar hoy en la iglesia
y mañana estar en el baile; no seas de los que
hacen un día penitencia de sus pecados, y al si-
guiente saltan en el baile para perdición de su
alma.»
No hay entre los Doctores de la Iglesia ninguno
que deje de observar los graves inconvenientes
que por lo general resultan de los bailes a que
la juventud se entrega. No es entre ellos excep-
ción el dulce y benévolo y complaciente San Fran-
cisco de Sales. Afirma en h^Filotea: «Las danzas
y bailes son cosas indiferentes de su naturaleza.»
Pero, añade, «según el modo ordinario con que
se hace este ejercicio, es muy inclinado a la parte
del mal, y por consiguiente, lleno de riesgo y pe-
ligro». L o cual explica con la comparación siguiente.
«Las setas, según Plinio, como son esponjosas y
porosas, atraen fácilmente toda la infección que
V. EL BAILE Y LA LUJURIA. 83

tienen junto a sí; por lo que estando cerca de


las serpientes, reciben su veneno. Los bailes, las
danzas, y semejantes juntas tenebrosas atraen ordi-
nariamente los vicios y pecados que reinan en un
lugar: las pendencias, las envidias, las burlas, los
locos amores; y como estos ejercicios abren los
poros del cuerpo de los que los usan, así abren los
poros del corazón. Por lo que, si alguna serpiente
llega a soplar a las orejas alguna palabra lasciva,
alguna terneza engañosa o algún requiebro vano;
o si algún basilisco arroja deshonestas miraduras y
ojeadas amorosas, los corazones están muy apare-
jados a dejarse asaltar y emponzoñar. Oh Filotea,
estas impertinentes recreaciones, de ordinario son
arriesgadas, disipan el espíritu de devoción, en-
flaquecen las fuerzas, enfrían la caridad y despiertan
en el alma mil suertes de malas afecciones; y así con-
viene no usarlas, si no es con una grande prudencia.»
Para predicar contra los bailes considéranlos los
Santos en sus relaciones principalmente con la cas-
tidad, de la que los miran como tiranos y verdugos.
San Basilio Magno en una de sus homilías, des-
pués de advertir que en ellos jóvenes de ambos
sexos «se hieren mutuamente con los dardos de la
concupiscencia y se provocan la mutua sensualidad»,
pregunta: «¿Por quién debo llorar más, por las
vírgenes o por las casadas ? Aquéllas salen del baile
con el candor virginal marchito; éstas con la fe
conyugal quebrantada; y si acaso sacan el cuerpo
6*
8 4
V. EL BAILE Y LA LUJURIA.

ileso, en el alma han recibido heridas profundas.»


San Juan Crisóstomo en la homilía acerca de David
y Saúl discurre de esta suerte: «Si una mujer, aun-
que no esté bien vestida y adornada, mirada atenta-
mente en la plaza o en la calle, con sus ojos de
ordinario fascina, ¿cómo creerán librarse de malos
deseos, cómo creerán poder no caer en culpa los
que intencionalmente acuden allí donde se reúnen
tantas mujeres haciendo alarde de su pompa y de
su lujo, con el rostro pintado, llenas de ador-
nos y atractivos, que excitan la llama de la con-
cupiscencia?» No exageraba el piadoso y doctísimo
cardenal Belarmino cuando en un sermón de la
dominica tercera de Adviento decía: «Si la paja
seca puesta en el fuego no puede menos de que-
marse, ¿podrán los jóvenes bailar con las mujeres
sin a r d e r ? . . . ¿ N o sabes los peligros de los bailes?
¿Ignoras que muchas fueron vírgenes a los bailes
y volvieron meretrices?»
Y a la verdad, aun sin consultar a la experiencia
de todos los días, la historia refiere multitud de
hechos por donde se ve cuan peligrosas son estas
diversiones. Bien lo comprendía el falso profeta
Balaam cuando aconsejó al rey de los moabitas
que para hacer pecar al pueblo de Dios y atraerle
a la idolatría nada más eficaz que enviar a sus
campamentos mujeres bien compuestas y aderezadas,
que formasen coros cantando y bailando. Herodías,
para obtener la sentencia de muerte contra el Bau-
V. EL BAILE Y LA LUJURIA. 85

tista, no halló mejor modo que ponerse a danzar %


ante el rey, que prendado de su gentileza y ga- j
llardía prometió y juró concederle cuanto le pidiese,
aunque fuera la mitad de su reino. Y Ana Bolena
con sus movimientos lascivos en un baile trastornó
el corazón y la cabeza de Enrique VIII hasta hacerle
separarse de su mujer legítima y de la obediencia
a la Santa Sede y de la fe católica, arrastrando
consigo miserablemente en la apostasía a su corte
y a su pueblo.
Amén de los gravísimos peligros que para la
honestidad hay generalmente en los bailes, existen
otros grandes riesgos que no pueden tampoco dejar
de tenerse en cuenta. El lujo, causa de tantos
males y aliciente y muchas veces motivo para caer
en pecados de lujuria, se fomenta y desarrolla como
en parte ninguna en esta clase de reuniones, que
más que otra cosa, parecen una exposición de ves-
tidos y un pretexto para lucir las mejores galas y
joyas. En unos bailes exige la sociedad que se
lleven trajes propios de aquel acto y que sólo para
él sirven, y en los demás compiten las jóvenes en
adornarse y engalanarse a fin de obtener la ad-
miración y los elogios de las muchas personas que
allí acuden para ver y ser vistas.
L a vanidad no hay para qué decir cuántos mo-
tivos tiene para alimentarse y crecer en esta especie
de certámenes de la belleza, en este concurso donde
se aspira a ganar los aplausos y atraer las miradas
86 V. EL BAILE Y LA LUJURIA.

y vencer a las rivales brillando y sobresaliendo por


todos los medios; y excitado el deseo de llamar
la atención, de agradar, de parecer bien, se com-
prende cuánto daño pueden hacer las alabanzas en
un alma así dispuesta, qué poder de seducción
sobre ella ejercerán las lisonjas de los interesados
en atraerse sus simpatías y en ganar su afecto, con
fines ulteriores, que nada tienen de lícitos ni de-
centes.
Pero como el afán de exhibición, el prurito de
distinguirse, que para muchas mujeres es la causa
de que concurran a los bailes, no siempre logra el
éxito apetecido, resulta que, buscando el dar envidia,
sienten sus crueles mordeduras, y sufren grande-
mente al ver que otras son más obsequiadas o atraen
más la atención del público; a lo cual suele juntarse
que la imaginación femenil inventa desprecios que no
hubo,. o se cree postergada, o pinta con excesivos
colores los triunfos de las compañeras, siendo todo
ello causa de rabiosos celos y de hondos dis-
gustos, que entristecen y amargan el recuerdo de
una fiesta de que el orgullo tan felices resultados
se prometía.
A los peligros que en sí mismo lleva el baile,
se junta el de las conversaciones que durante él
y en sus intervalos se acostumbran, en las que
jóvenes corrompidos tienden lazos a la inocencia
y se permiten libertades de lenguaje a que en otro
sitio no se atreverían. Tales reuniones son con fre-
y . EL BAILE Y LA LUJURIA. 87

cuencia ocasión para toda clase de críticas motiva-


das por el orgullo, por el despecho o por el odio.
El ilustre académico de la lengua Don Gabino
Tejado en la Guía práctica del joven cristiano, cal-
cada sobre La entrada en el mundo de Bresciani, des-
cribiendo los llamados bailes de sociedad dice: «Todas
a un tiempo, como agitadas por un mágico impulso,
se espían mutuamente, se devoran de envidia, y
arden en vanidad; y todas murmuran, ¡plugiera
a Dios que sus recíprocas injurias no tuviesen fun-
damento ! y todas manejan con admirable habilidad
el fácil talento de pasarse horas enteras hablando
de frivolidades, que rara vez dejan de ser com-
pletamente necias, y suelen ser con más frecuencia
corruptoras, sin que a esta bizarra lidia de vicio y
de insensatez nada tenga que oponer la prudencia
de los maridos ni la tutela de los padres.»
En algunos bailes de los apellidados elegantes
todo conspira a que se excite la voluptuosidad y
se pierda la castidad: el lujoso decorado del salón,
donde abundan las figuras lascivas o menos honestas;
la profusión de luces deslumbrantes, que realza los
adornos provocativos y aumenta el brillo de las
galas y de las joyas; el aroma de las flores, al que
se juntan los más delicados y suaves perfumes de
tocador; los dulces y sensuales acordes de la música;
y el descote de los vestidos, que más que para
cubrir la desnudez parecen hechos para ostentarla.
El exceso en este punto llega a tal grado, que
88 V. EL BAILE Y LA LUJURIA.

avergonzaría a las. bacantes mismas del paganismo.


L a mujer más licenciosa no se atrevería a estar en
su casa, entre las personas de su mayor intimidad,
con un traje como el que lleva a los bailes para
presentarse a las miradas de todo el público. Un
mahometano, el famoso Emir Abd-el-Kader, a quien
el jefe militar de Burdeos quiso obsequiar lleván-
dole a una representación teatral a la que asistieron
las señoras en traje de baile, no pudo menos de
exclamar: «¿Cómo es que a las mujeres se les per-
mite presentarse así en el centro de una civilización
tan celebrada? Y o , general, os aseguro, por mi
parte, que no puedo ni debo permanecer aquí, y
me retiro.»
Para algunos el baile no es ocupación solamente
de horas. Días antes tienen el pensamiento ocupado
con la idea y la voluntad, con el deseo de que
llegue pronto una fiesta en la que tanto esperan
gozar o divertirse; y después embargan su aten-
ción y llenan su ánimo los incidentes ocurridos,
las emociones experimentadas y tal vez las de-
cepciones sufridas. Con lo que pierden la afición
a las ocupaciones domésticas y concluyen por inu-
tilizarse para todo trabajo serio.
Además de las perturbaciones intelectuales y mo-
rales que suelen ser su consecuencia, la medicina
está conforme en señalar los múltiples trastornos físi-
cos y orgánicos de que los bailes modernos son
causa frecuentísima. El Vizconde de Saint-Laurent
V. EL BAILE Y LA LUJURIA. 89

en el opúsculo que en 1856 publicó acerca de los


bailes modernos, a algunos de los cuales califica
de verdaderos actos de prostitución, formula la
observación siguiente: «Añadiré que casi todas las
jóvenes son nerviosas; que los bailes modernos
excitan el sistema nervioso, y le hacen prevalecer
más y más, causando horribles catástrofes. L a s
emociones demasiado fuertes, los accidentes de todas
clases, ya tan. difíciles de curar, se complican con
las crisis nerviosas de los enfermos. Todo el cui-
dado de las madres debe dirigirse a calmar el sis-
tema nervioso de sus hijas, en vez de sobreexcitarlo
con esas danzas en que se agitan por las emo-
ciones del placer.» Un célebre escritor ha dicho: 1

«El vals tiene el inconveniente de desarrollar en las ¡


jóvenes palpitaciones de corazón muy peligrosas.'
Mucho sentimos dar el golpe de muerte a este
baile, que más que a los maestros de él da de
comer a los médicos; pero debemos descubrir el
velo misterioso que envuelve sus peligros.» Las
horas de la noche en que de ordinario se cele-
bran estas reuniones, la aglomeración de personas
en locales reducidos, el cansancio que produce
un ejercicio continuado y violento, el repentino
cambio de temperatura al salir a la calle, de-
terminan las peligrosas dolencias que se suelen
contraer en los bailes; los que, aparte de eso, dan

J
E l autor de la «Fisiología de la Pplka».
90 V¿ EL BAILE Y LA LUJURIA.

muchas veces origen a riñas, altercados, pendencias


y aun homicidios.
Si en la juventud se deja cobrar afición al baile,
no se perderá fácilmente con el transcurso de los
años, a pesar de los inconvenientes que de ello se
sigan. Una ilustre escritora extranjera, Madame Beau-
mont , que consagró su vida a la educación de las
1

jóvenes, después de advertir a las discípulas, que


nacían débiles e inclinadas al mal, que entre estas
inclinaciones la de agradar es la más violenta, y que
el baile es el lugar donde este deseo toma fuerza
mayor, añadía: «No es esto todo lo que sucede; os
acostumbraréis a amar el baile; tendréis un violento
deseo de ir a él con frecuencia, y ¿qué sucederá?
Que enardeceréis la sangre y destruiréis vuestra
salud, alterando y cambiando las horas del sueño.
Mientras, quedarán acaso en entera libertad vuestros
hijos y vuestros criados, no podréis vigilar el buen
orden de vuestra casa; os será necesario abando-
narla a otro, y seréis responsables de todas las
faltas que se cometan en ella.» Algunas madres
de familia, aun conociendo los perjuicios que el baile
ocasiona, dejan que sus hijas concurran, por creer
que así podrán casarse más fácilmente. L o cual es
un cebo que el diablo les ofrece y con el que
traidoramente las engaña y ciega, á fin de que no

1
Autora de *E1 libro de los adolescentes», y «Diálogos entre
un aya sabia y sus discípulas».
V. EL BAILE Y LA LUJURIA. 91

eviten la perdición espiritual de las personas que


el Señor puso a su cuidado. Para cosa tan grave
como el matrimonio no se tienen en consideración
impresiones fugitivas de una fiesta de placer, en que
tan difícilmente se distingue lo que hay de na-
tural y sincero y lo que el arte de agradar añade.
A l contrario, lo que más de una vez se consigue
es mostrar más desenvoltura y menos recato del
que a una mujer honrada corresponde, haciendo
que se formen juicios temerarios en nada favorables
para lograr un buen casamiento.
Tampoco el hacer ejercicio corporal y dar ex-
pansión al ánimo es generalmente lo que inclina
a tomar parte en los bailes. L o notaba con mucha
exactitud el autor de la Fisiología del baile al decir:
«La mujer baila como toca el piano, hace pun-
tillas o va a tiendas. Tal es la opinión general,
aun entre los padres más celosos y los maridos más
avisados.
Y o opinaría como ellos, si la mujer bailase sola,
o con otra mujer y ante un círculo de mujeres;
entonces, a todo tirar, podría el más malicioso atri-
buirle un poquito de afán por lucir su garbo, su
ligereza o sus formas. Pero la mujer no baila sola
ni con otra mujer, sino con un hombre y ante
un concurso de hombres.
Si la mujer bailase sólo por el gusto de dar
brincos, no sería el baile su placer favorito; tendría
igual afición a jugar al marro o a la pelota, o a
92 V. EL BAILE Y LA LUJURIA.

saltar a la cuerda, placeres que en cuanto a ejercicio


muscular nada tienen que pedir a ningún otro, y no
sucede así.
L a historia de la mujer civilizada dice bien claro
que sólo se descompone en público, sólo marchita
sin duelo sus adornos, y sólo es insensible a la
acción de la intemperie y de los pisotones y po-
rrazos en el baile . . . pero en brazos de un hombre
(conditio sine qua non).i>
A lo cual añade que si la mujer bailara por bailar
estaría satisfecha encontrando un hombre que la
sacara al baile, y sólo se ocuparía entonces, en
espíritu y en materia, en dar vueltas por el salón,
y sus simpatías estarían en favor del hombre más
ligero y más bailarín; pero que, lejos de ser así,
al acabar el baile no sale contenta «si sale de los
brazos de un hombre vulgar y adocenado, por
más que en el baile fuera éste una peonza y la
prudencia misma en su comportamiento».
Que los bailes modernos, generalmente hablando,
excitan y fomentan la liviandad y son ocasión de
muchas culpas internas y disponen para llegar a
pecados de obra cuando la ocasión se presente, no
lo diremos nosotros; ni referiremos lo que dicen
eclesiásticos que de intento han tratado esta ma-
teria, como Sarda y Salvany en su folleto Las
Diversiones y la Moral, y Rossignoli en su libro
La recreazione regolata, y Coloma en El primer
Baile. Seglares que viven en el mundo y por ex-
V. EL BAILE Y LA LUJURIA. 93

periencia conocen lo que es el baile, se han atre-


vido a escribir para el público lo que todos mur-
muran al oído.
M. Goncourt en la Historia de la Sociedad
de Francia dice que el baile es una carrera de
voluptuosidad íntima; y que «la mujer que valsa,
entrega al hombre más que su sonrisa, más que
su mirada, más que su mano: le entrega todo su
cuerpo». Nuestro gran estilista Pereda, después de
haber dicho que él bailó también y que no aspiraba
a la austeridad del anacoreta, pues le gustaba
«más la carne que las raíces», hace del baile una
descripción de la que sólo nos atrevemos a copiar
algunos párrafos:

«Pero ¿a qué cansarnos en traducir el pensa-


miento de la mujer en el baile, con deducciones
más o menos lógicas? ¿Hay más que consultarnos
a nosotros mismos? L a proximidad del hombre a
la mujer, cuando con ella baila, hace casi idénticas
las situaciones de entrambos: si el primero se quema,
no debe estar muy lejos del fuego la segunda.
El baile es una república en que no tienen autori-
dad ni derechos los padres y los maridos sobre
sus hijas y mujeres respectivas. Estas pertenecen
al público, que puede necesitarlas para bailar al
tenor de los siguientes preceptos:
Deberes de la mujer: Ésta sin faltar a la buena
educación no puede negarse al que primero la solicitó.
94 Y. EL BAILE Y LA LUJURIA.

Derechos del hombre: El hombre es dueño de


elegir la mujer que más le guste, y, ya en la arena,
puede estrecharla entre sus brazos, poner en íntimo
contacto con ella por lo menos todo el costado
derecho, desde la coronilla a los talones; pisarle
los pies, romperle el vestido y limpiarle el sudor de
la cara con las patillas, si no con el bigote, sin faltar
a las leyes de la decencia; pues contando con la agi-
tación y la bulla de la fiesta, no es posible establecer
un límite a los puntos de contacto, ni amojonar el
cuerpo para decir al hombre: 'aquí no se toca'.
Una observación en. honor del hombre culto.
No hay padre ni marido que repare en enviar
sus hijas y su mujer al baile; pero la sociedad se
escandaliza el día en que una soltera atraviesa sola,
de acera a acera, la calle en que vive.
Fundándome en mejor lógica establecería yo la
siguiente
Jurisprudencia: Los padres y los maridos que pro-
veen los bailes con sus hijas y sus mujeres, no tendrán
derecho a ampararse a las leyes de la justicia ni del
honor, en los casos de a g r a v i o . . . de mayor cuantía;
se les negará la sal y el fuego, y con un cencerro al
cuello expiarán su estupidez... de baile en baile.»
D e Alcalá Galiano, colaborador de La Época, es
esta definición del baile:
«En estos tiempos en que tanto se inventa, los
hombres han inventado una máquina para hacer
V. EL BAILE Y LA LUJURIA. 95

pacientes a los maridos, confiados a los padres,


prudentes a los hermanos; una máquina para hacer
que los hombres y las mujeres se entiendan sin
que se ofenda ni se enfade esa vieja gruñona lla-
mada moralidad (yo diría conciencia); una máquina
para encubrir flaquezas y tejer enredos, para con-
vertir el mundo en una balsa de aceite, para esta-
blecer la igualdad entre los hombres, y entre los
sexos la comunidad de personas, y para introducir
una paz octaviana entre los mortales. Esta máquina
se llama baile.»
Don Severo Catalina, en el libro La Mujer, hacía
esta gravísima observación:
«Quien quiera saber la filosofía de los bailes
íntimos, que se dedique a la estadística de los di-
vorcios. Nuestros antiguos creían que en ciertos
bailes hace de bastonero Satanás. Nosotros no lo
hemos visto nunca; pero si no hace de bastonero, no
debe andar muy lejos. ' V o y a desnudarme para ir a
un baile', cuentan que decía una noche cierta dama.
Y como aquella dama hay muchas. L a mujer, o es
una excepción o, como dice Maistre, mientras dura la
fiesta, trata al amante como a un marido, y al baile
y a sus incidencias como al verdadero amante.»

Selgas define el baile culto como un «viaje ra-


pidísimo alrededor de infinitos peligros para la ino-
cencia, para el pudor y para la honestidad», y añade:
«Es casi imposible que no caiga mareada una mujer
96 V. EL BAILE Y LA LUJURIA.

que valse mucho, y y o he observado que a las


mujeres les es muy difícil valsar poco». Después
de referir que habiendo dicho a una señora que
su hija estaba con un joven y «sus rostros se
hallaban casi juntos, sus manos unidas, sus miradas
inquietas, se oprimían, se estrechaban, se confundían
uno en o t r o . . . » , la madre se alarmó mucho, pero
habiendo visto que eso sucedía valsando se sonrió
tranquila y satisfecha; concluye: «¡Un vals! He
aquí una palabra que todo lo excusa. Como si en
un vals la cintura no fuera cintura, ni el brazo
brazo, ni la mano mano.»
Balzac decía en una de sus novelas que las mujeres
en la presión íntima del vals encuentran recon-
centrados todos los placeres del amor; y Bussy-
Rabutin afirmaba que «el baile es sumamente peli-
groso aun para el más austero anacoreta y no
debe concurrir a él ningún cristiano».
En resumen y para terminar:
Preciso es el descanso, justo el recreo, lícita la
expansión y el regocijo. Pero hay multitud de dis-
tracciones honestas y saludables, a las que no se
pueden aplicar aquellas palabras de San Pedro Cri-
sólogo: El que quiera divertirse con el demonio,
no espere gozar con Cristo.
Sin necesidad de entrar en más detalles, creemos
que con lo dicho basta para que los padres cris-
tianos mirando por la salvación de sus hijos, a.
la que se oponen no sólo las obras, pero tam-
V. EL BAILE Y LA LUJURIA. 97

bien los malos pensamientos yódeseos, y mirando


por su honra, pues perdida en ciertos bailes la
modestia y el pudor, es fácil caer después en los
mayores excesos, no les permitan, salvo los casos
en que alguna grave razón haya para ello y adop-
tando las convenientes precauciones, asistir a una
distracción, que por maravilla se encontrará exenta
de peligro.
Mas no terminaremos este capítulo sin mencionar
los bailes de niños, que al igual de los bailes de
sociedad tienen no pocos defensores. Para que no
se nos tache de exagerados, no diremos nada por
nuestra cuenta, limitándonos a poner aquí algunas
observaciones de una Revista de tanta autoridad
como La Unión Médico-Farmacéutica. L a cita será
larga; pero no tiene desperdicio. Después de des-
cribir estos bailes tan usados en la época de Car-
naval, y en los cuales se hace a los niños apa-
rentar una seriedad impropia de sus años, pregunta
el autor:
«¿Se divierten? Si pudiéramos leer en el fondo
de sus almas vírgenes, nos convenceríamos de que
cuanto los rodea les es indiferente por lo menos,
y quizá positivamente desagradable. Quien se di-
vierte son los mayores, los p a p a s y mamas tontos,
los parientes, los curiosos, que en apretado círculo
contemplan alborozados la zambra infantil. Para ésos
es el baile; porque, sabedlo, lectores míos, se toma
por pretexto a l niño, se toma por pantalla su
LÓPEZ PELÁEZ, Pee. capit. 7
9 8 V. EL BAILE Y LA LUJURIA.

inocencia para hacer creer que todo allí es inocente,


y para tener una ocasión más de entregarse a la
orgía carnavalesca los que no son ni niños ni ino-
centes.
Si los bailes de Carnaval siempre han sido con-
denados por la Iglesia como inmorales, pienso que
los bailes de niños tienen una malicia más refinada,
y un grado de inmoralidad mucho más perniciosa.
En ellos se abusa torpemente de un tierno ser, que
no puede defenderse, ni escoger entre el bien y
el mal; se le ofrece el vicio y el placer como la
más lícita de sus satisfacciones, con las apariencias
todas de lo bueno y de lo justo; se despiertan con
diabólica intención pasiones que debieran estar dor-
midas aún por muchos años; se rompe, por fin, el
velo de candor que la Providencia ha puesto al-
rededor del niño en sus primeros años, para que
no vea más que lo que debe ver.
Pero no sólo como antimorales deben rechazarse
estos bailes, sino también como antihigiénicos y
enemigos de la salud del niño. Los niños van allí
aprisionados en trajes inverosímiles, ya estrechos
en demasía, ya grandes y pesados, que los agobian,
con sus colas largas, mantillas, mantones, peinados
colosales, pelucas, flores, casacas, espadines, som-
breros, y otros mil detalles que todos habéis visto,
sin excluir las relucientes armaduras de hoja de
lata, en las cuales se embute el cuerpo de alguno
que otro desdichado guerrero infantil, añadiendo la
VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA. 99

espada, la lanza y el escudo, por si no tenía bas-


tante peso para abrumar sus delicados miembros.
En tal disposición permanece algunas horas en el
teatro, respirando una atmósfera impura, saturada
de polvo, calentada en exceso; el sudor abundante
se provoca; la tos protesta de un aire irrespirable;
el cansancio y la fatiga rinden bien pronto los tiernos
organismos, y muchas veces los papas tienen que
retirar a toda prisa a su hijo medio sofocado, ex-
puesto a un síncope o a una congestión. En la
salida está el mayor peligro: el cambio brusco de
temperatura, a pesar de los abrigos en que se en-
vuelve al niño, le expone a contraer muchas en-
fermedades; quizá el garrotillo hace presa en aquella
garganta de ángel, o la pulmonía se ceba en su
inocente pecho, o la congestión apaga los primeros
resplandores de su inteligencia candorosa. Dentro
de pocas horas, cuando más dentro de algún día,
acaso la risa se trueque en llanto, la muerte del
hijo querido helará la carcajada en los labios de
sus padres.»
VI.
E l Teatro, provocación a la lujuria.
Después de tratar de los bailes como uno de
los mayores enemigos de la pureza, justo es no
omitir otro de los peligros de esta virtud, un es-
collo donde naufraga también frecuentemente: el
teatro.
7*
100 VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA.

E l cual, lo mismo que los bailes, no es malo


por su naturaleza, sino por el abuso que de él
hacen los malos. Aunque sólo valiera para distraer,
divertir y recrear, valdría para algo útil; porque
útil y aun preciso es el esparcimiento del ánimo
y mucho importa educar el gusto literario y elevar
el espíritu a la noble contemplación de la belleza
artística. Pero además la representación escénica
puede ser, y de hecho lo es en algunas ocasiones,
escuela de honestas costumbres, estímulo y sostén
de la virtud, y propaganda de la verdad y del
bien. El látigo de la sátira flagelando los vicios
en la comedia y la carcajada de los espectadores
al verlos clavados en la picota del ridículo ayudan
a hacerlos aborrecidos y despreciados. En muchos
colegios católicos y en los seminarios mismos se
representan piezas teatrales. Si el teatro fuera de
suyo ilícito, no hubieran escrito para él sacerdotes
piadosos sin reprensión ninguna; la Iglesia entonces
lo habría condenado. Y lejos de ser así, por gloria
suya puede contarse que al lado de las catedrales
y a la sombra de los claustros hubiese nacido la
dramática moderna. Cuando los Santos Padres y
los autores morales condenan en general y sin dis-
tinción el teatro, se refieren a las representaciones
impías u obscenas que por desgracia han sido en
todo tiempo las más frecuentes, y en este sentido
se han de entender nuestras palabras cuando abomi-
nemos del teatro moderno.
VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA. IOI

Poderosa la escena para moralizar, eslo mucho


más todavía para pervertir, a causa de la innata
propensión al vicio, por la misma razón que los
ejemplos malos influyen más que los buenos y son
imitados más fácilmente. L a novela tiene maravilloso
poder de sugestión y de ella se sirven los enemigos
de las buenas costumbres para causar infinitos es-
tragos en la moralidad de la juventud. No cree-
mos, sin embargo, que pueda compararse su influjo
con el que ejerce sobre los espectadores la comedia,
aun siendo ésta una novela representada, como la
novela es una comedia escrita.
Si en un libro pueden leerse una y otra vez los
párrafos más interesantes, también se puede asistir
una y otra vez a la representación de una misma
pieza. Verdad es que no viéndose a los perso-
najes en la novela queda a la imaginación ancho
espacio para fingirlos; pero aunque se ven en el
teatro representados en los actores, se deja tam-
bién a la fantasía la facultad de figurárselos en ar-
monía con el propio temperamento y con la pasión
dominante.
Ciertamente que el escrito multiplicado prodigiosa-
mente por la tipografía recorre el mundo y penetra
en todas partes, mientras que la representación se
circunscribe a reducido espacio donde cabe limi-
tado número de espectadores. Empero, lo que sobre
las tablas del escenario se dice, no se ahoga dentro
de los muros. Como el horno de Babilonia lanzó
102 VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA.

fuera sus llamas abrasando a los que estaban en


su derredor, de esta fragua del teatro, donde arde
vivamente el violento fuego de las más encendidas
pasiones, saltan chispas que en multitud de espíritus
reducen a pavesas todo lo que tienen de puro y
santo. Sin contar con que los periódicos son otras
tantas bocinas que pregonan a los cuatro vientos
lo dicho en el escenario, el estreno de un drama
es la conversación del día, el asunto de interés pal-
pitante, lo que ocupa la atención entre numerosas
gentes, que lo recuerdan, lo comentan, lo discuten
y hacen que otros se fijen en él y sean conoce-
dores de sus tendencias y doctrinas.
Es preciso un esfuerzo intelectual, de que no todos
son capaces, para que de las frías e inanimadas
páginas de la novela surja viva y se destaque con
vigor la figura del héroe cuya imitación se propone
obtener de los lectores el novelista. En el teatro
vemos a los personajes, los oimos hablar, presen-
ciamos sus acciones, ante nuestros ojos brillan en
su fisonomía los relámpagos de la pasión y en
sus gestos leemos el estado de su alma. Aunque
los comediantes desempeñan papeles fingidos, se
poseen de ellos en tal forma, suelen representarlos
con tal propiedad y verdad, que parece realidad la
ilusión y se cree tener delante a las personas que
por su boca hablan. Estudiando el modo como la
naturaleza manifiesta los sentimientos, hallan con
el arte recursos para dar a su expresión particular
VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA. 103

viveza, y nuevo colorido, y más energía, y mayor


realce, a fin de que la impresión que en el pú-
blico produzca sea más fuerte y más duradera.
Para acercarse más a la realidad y hacer que con
ella se confunda la ficción, se busca el auxilio de
la pintura y de las artes decorativas y de los ade-
lantos industriales, por cuyo medio aparece ante
los ojos el lugar del suceso con lujo de detalles
que verdaderamente asombra.
L a versificación es otro de los poderosos auxiliares
del dramaturgo en su empeño de influir eficazmente
sobre el ánimo de los espectadores. L a métrica ad-
mite libertades de lenguaje que en la prosa no
son lícitas, con las que varía la colocación natural
de las palabras, combinadas de suerte que pro-
duzcan mayor efecto las ideas. Ganado el oído con
la dulzura de la cadencia, con la melodía del ritmo,
con la sonoridad de los vocablos y la fluidez de
la frase, la fantasía se rinde ante el brillo de las
imágenes y la pompa de las figuras y el ornato
de los conceptos; y doctrinas que vistas como son
horrorizarían produciendo repulsión vehemente, lle-
gan hasta el alma, para seducirla, ataviadas con las
galas más vistosas de una poesía deslumbrante.
Mayor es aun la fuerza de la seducción cuando,
como en la zarzuela y en la ópera, la música se
junta a la poesía. Los gentiles, para significar el
avasallador imperio de la música, decían que al
son de la lira de Orfeo y de Lino las fieras se
104 VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA.

amansaban y los ríos detenían su corriente y los


árboles se arrancaban de cuajo y las piedras se
colocaban unas sobre otras para formar muros y
ciudades. Las sentencias en verso llevadas sobre las
alas de la música son como flechas encendidas que
penetran hasta lo interior del espíritu; se retienen
mejor en la memoria; salen del teatro con los especta-
dores, y el público repite y conserva por mucho
tiempo las coplas y canciones en que fueron ex-
presadas.
Finalmente hay en el teatro para convencer y
persuadir y dominar los ánimos una circunstancia
que suele observarse igualmente en todas las grandes
concurrencias: entre asistir solo a una comedia o
en compañía de numerosos espectadores existe dife-
rencia muy notable en cuanto al efecto que pro-
duce. El entusiasmo es contagioso; la fiebre de
las pasiones exaltadas caldea el ambiente y se
comunica a todos los espíritus; se establece como
una corriente eléctrica entre las almas; y el ruido
de los aplausos ensordece para no oir la voz de
la conciencia, sofocando los gritos de la razón, que
en otras circunstancias se haría escuchar.
Cierto que el influjo de los espectáculos teatrales
no es el mismo sobre toda clase de personas. L o s
ancianos, en quienes el fuego de la pasión se ha
apagado bajo la nieve de las canas, no se hallan
en las mismas condiciones que el joven lleno de
vida, a quien todo sonríe en su primavera. Una per-
VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA. IO5

sona instruida puede descubrir con menos dificultad


los sofismas que, como serpientes entre flores, se
ocultan en el oropel literario. Pero aunque distinta
según el sexo, la edad, el temperamento, las in-
clinaciones y la educación, la influencia del teatro
en los espectadores rara vez es nula, sobre todo
si es repetida, si se trata de los que asisten más
de una vez a la misma representación o tienen cos-
tumbre de concurrir a las piezas de un mismo género.
El poder de la fascinación no se notará al pronto;
lentamente, suavemente, insensiblemente produce sus
dañosos efectos. No es el veneno de Mitridates, cuya
dosis aumentada gradualmente hacía el organismo
inmune contra todos los tósigos; es la gota corro-
siva que a fuerza de caer uno y otro día sobre la
peña, la ablanda y la horada. Hace al alma dor-
mitar, la entorpece y la paraliza como el más eficaz
de los narcóticos.
Algunos dicen que nada en ellos, ni en su
espíritu ni en su corazón, obran las comedias; y
así es realmente: el efecto lo han producido ya y
no tienen más que hacer. Son como ciertos enfermos
en los que el mal ha causado tales estragos, que
ni les quedan fuerzas para resistirlo ni sensibilidad
para conocerlo. Aun para éstos, sin embargo, rara
vez serán del todo innocuas las representaciones
perversas. Las cuales, si en personas inocentes hacen
nacer inclinaciones viciosas, y a los inclinados al
vicio los precipitan en sus honduras, a los ya
106 VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA.

habituados a él los endurecen y les dificultan el


retorno al buen camino.
Ni debe omitirse que algunos, aun teniendo la
seguridad de no sufrir daño ni exponerse a riesgo
con las representaciones teatrales, pecarán asis-
tiendo a ellas si con su ejemplo son causa de
que asistan otros para quienes sea nocivo el es-
pectáculo , al que no concurrirían no viéndolo
autorizado por personas constituidas en autoridad
o rodeadas de respetos y de prestigios. Además
el que concurre a una comedia mala contribuye
con su dinero y con su presencia al pecado de
los actores.
Advirtamos también que una obra escrita puede
ser moral, y puede ser inmoral representada, a causa
de la intención que se dé al pronunciarlas, a las
palabras de doble sentido y de los gestos con que
se las acompañe. A la malicia de los autores suele
juntarse la de los actores para poner como de re-
lieve con su arte el alcance y el contenido de los
pensamientos más pecaminosos.
No es de ordinario la obra escénica en sí misma
la que mayores peligros para la moralidad ofrece,
sino las circunstancias que la acompañan y en las
que se realiza. En las zarzuelas y en las óperas se
suele escoger para los coros a las mujeres más des-
envueltas y más provocativas; sus vestidos, más que
ocultar sus desnudeces, parecen tener por objeto
hacerlas más incitantes; y los bailes y danzas, obli-
VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA. 107

gado cortejo de ciertas representaciones, son nuevo


cebo y estímulo de la sensualidad.
Ni el que la representación sea moral desde
todos los puntos de vista, basta en muchos casos;
como, por ejemplo, si se pierde en su asistencia
más tiempo del disponible, si se le cobra desmedida
afición preocupando con ella el ánimo excesiva-
mente y dificultando y entorpeciendo su aplicación
a estudios serios y al cumplimiento de los deberes
del respectivo estado, o si se gasta en pagar la
entrada más de lo que los recursos permiten, o si
con este motivo se fomenta la vanidad y el lujo,
o si son ocasión de ruina espiritual las murmura-
ciones de los asistentes, las palabras deshonestas
y los trajes indecorosos.
Una misma pieza puede ser indiferente o pro-
vechosa para un auditorio y perjudicial para otro
distinto: la censura y la sátira de la avaricia, de
la usura y de la ambición serán saludables para
espectadores ricos, y ante los proletarios excitarán
tal vez el odio a la sociedad, poniendo en sus manos
las armas para vengarse de los que son presentados
en escena como explotadores del pueblo e inicuos
detentadores de sus bienes.
Aunque imitan la realidad, sus representaciones
en la escena no pueden ser copia exacta y como
su fotografía: no se conoce por ellas la vida
como en sí es. El deseo de atraer la atención del
público y de agradarle es causa de que los drama-
IOS VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA.

turgos den mayores proporciones a los objetos, y


embellezcan los asuntos, e idealicen las acciones,
y pinten con demasiada viveza de colorido los pla-
ceres y las glorias del mundo, y presenten en es-
cena personajes como en realidad sólo rarísima vez
se hallan; de donde se sigue que los aficionados
a los espectáculos de esta clase, aunque otro in-
conveniente en ellos no hubiese, se disgustan de
toda ocupación seria, viven con la imaginación en
un mundo que no es el mundo positivo; y experi-
mentando la vida tan diferente de como la imagi-
naron, le cogen aversión y tedio, si no es que vio-
lentamente se desprenden de ella.
Parece increíble que haya escritores obstinados en
decir que el teatro no puede ser inmoral y que
su influjo sobre las costumbres será siempre muy
escaso. El corazón, en frase suya, es una perla, y
las perlas no se disuelven en el lodo. No se per-
catan de que, si el lodo no las destruye, las mancha
y les quita el brillo.
Las impresiones de la escena, añaden otros, po-
drán ser fuertes; mas son fugitivas, pasan con
la rapidez de las acciones representadas, con la rapi-
dez con que pasa la misma vida.
Esto será verdad respecto de quienes lo afirman,
respecto de los autores que escriben para el teatro,
o de los críticos teatrales, o de los habituados a
los espectáculos escénicos; pero en el vulgo, y la
mayor parte de las personas son vulgo, y prin-
VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA. 109

cipalmente en los jóvenes, al salir del teatro el


teatro sale con ellos y les sigue profundamente
grabado en el cerebro, deslumbrando sus ojos, atro-
nando sus oídos, fascinando su fantasía, seduciendo
su razón.
L a sociedad misma, mirada en conjunto, no se
libra de los efectos de las representaciones es-
cénicas. L a afición al teatro, la costumbre general
de asistir a él, ha despertado y alimentado gustos
y sentimientos teatrales en la multitud, la que va a
la iglesia como a un coliseo, y acude a las sesiones
del foro en busca de emociones trágicas, y pre-
sencia los debates de las cámaras esperando in-
cidentes dramáticos, y acaba por no ver en la vida
más que una comedia sin finalidad ulterior y sin
valor real y positivo.
Aunque menor que sobre los sentimientos, es
muy considerable la acción del teatro sobre las
ideas. Las comedias de Beaumarchais hicieron más
para cambiar el antiguo régimen en Francia que
todos los discursos. De las suyas se valió Voltaire
para acelerar el triunfo de la revolución. Las de
Dumas coadyuvaron eficacísimamente al restableci-
miento del divorcio y a la prohibición de investigar
la paternidad; y la frecuencia con que se ponen en
escena dramas donde se encarece hasta lo sumo
el poder de las pasiones ha contribuido en gran
manera a la lenidad del Jurado respecto de los
crímenes pasionales. Si en los países latinos hay
IIO VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA.

bien escaso respeto a la autoridad y a la ley, y son


tantos y tan difíciles de sofocar los motines y tras-
tornos del orden público, no se olvide que son
también numerosísimas las piezas en que se pro-
cura hacer reir al público a costa de los encargados
de velar por el cumplimiento de las leyes y por
la defensa de los ciudadanos.
El teatro contemporáneo imprime el estigma del
desprecio, señala con sus burlas y persigue con sus
carcajadas al infeliz marido deshonrado por su con-
sorte; la sociedad se acostumbra así a no ver en
su infortunio más que asunto de chiste y materia para
risa, dando lugar a que la víctima de la malicia ajena,
no pudiendo soportar el ridículo de que se ve o
se cree objeto, se irrite y se ciegue hasta el punto
de quitarse la vida o dar la muerte a los que le
ultrajaron, pretendiendo que la mancha de la sangre
lavará la mancha de la ignominia con que le afrenta
un público imbuido en las ideas de los dramas
modernos. D e semejante modo el sacar a escena
tantas adúlteras, el hacer del adulterio el argu-
mento de la mayor parte de los melodramas y
tragedias hace a muchos juzgar que hay pocas
mujeres honradas, llegando a poner en duda la
fidelidad de las propias esposas y viniendo a ser
presa de la terrible pasión de los celos, que a tan
criminales extravíos ordinariamente conduce. El
matrimonio es ridiculizado sin compasión en la es-
cena y presentado como una institución odiosa,
VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA. III

llena de peligros y de inconvenientes: ¿qué mucho,


por eso, si tantas personas huyen de él substituyén-
dolo con un celibato vicioso, tan perjudicial a los
individuos como a las sociedades?
Nadie que voluntariamente no cierre los ojos a
la luz puede dejar de ver que la vida del bohemio
ha sido seguida por muchos literatos, artistas y
estudiantes desde que autores de innegable talento
la poetizaron mostrándola como el ideal de los
hombres de letras; y que con relación de causali-
dad verdadera el desarrollo de la literatura anti-
social, entre cuyos principales elementos y factores
está el teatro, coincidió con el desarrollo del anar-
quismo. L a criminalidad aumentó a medida que en
las tablas directa o indirectamente se hizo la apo-
logía del duelo, del suicidio, y de la venganza,
achacando todos los delitos a exigencias naturales,
al influjo de la educación o al medio ambiente
social.
Pero si todos los preceptos de la ley natural,
divina y eclesiástica son hollados en el escenario, con
riesgo inminente de que los espectadores a causa
del carácter contagioso del ejemplo los quebranten
también, convirtiéndose las culpas fingidas y re-
presentadas en culpas verdaderas cometidas por
los que tal vez no incurrirían en ellas de no ver-
las cohonestadas y aplaudidas, es el sexto manda-
miento de la ley de Dios el que más se in-
fringe a causa de los sofismas inmorales y de las
112 VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA.

exhibiciones escandalosas del teatro moderno. Fal-


seando el concepto de la vida y reduciendo la es-
fera del arte, se hace girar en torno del amor la
acción dramática y se le convierte en objeto casi
exclusivo de la atención del público.
Los románticos decían que cada alma al venir
al mundo venía para amar a otra alma, de la que
era como la mitad, completándose cual dos medias
naranjas al volver a unirse: cuando ambas se en-
contraban en este lugar de destierro, nadie tenía
derecho a contrariar su amor, y eran fieles a su
destino al saltar por encima de todos los obstácu-
los no respetando ni la autoridad paterna ni la
fidelidad conyugal ni deberes de clase alguna. Para
los naturalistas el amor no es más que una necesi-
dad fisiológica, la satisfacción de un instinto; y así
convierten el teatro en anfiteatro donde se exhiben
y se estudian en toda su desnudez las más repug-
nantes miserias fisiológicas. Sus tendencias han hecho
predominar el género chico y después el género
ínfimo con todas las lubricidades propias para ex-
citar a la bestia humana.
L a escena de los modernistas o decadentistas
no admite las groserías pornográficas tan comunes
en la de otras escuelas; en este concepto podrá
ser menos peligrosa para el vulgo, que no per-
cibe toda su refinada y diabólica malicia; pero
enerva, adormece y afemina el alma de las per-
sonas cultas, envolviéndola en una atmósfera as-
VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA. 113

fixiante cargada con los suaves y mortíferos per-


fumes de la voluptuosidad más exquisita y más
pérfida.
El teatro moderno principió atenuando las fal-
tas del amor, y las excusó después; más tarde hizo
de esta pasión una virtud y aun le otorgó la cuali-
dad de purificar y limpiar de todas las culpas y
redimir de todas las ignominias. Hoy en la mayor
parte de los escenarios hallan entrada todas las in-
mundicias y tienen lugar y asiento todas las de-
gradaciones de la carne y las manifestaciones más
groseras de los más bajos y sucios instintos. Allí
se prostituyen las almas para luego prostituirse los
cuerpos. No ya en nombre de la moral y de la
religión, en nombre de la decencia y de la higiene
deberían proscribirse unos espectáculos que a los
mismos gentiles harían enrojecer de vergüenza.
A u n en los teatros que para muchos pasan por
decentes la virtud de la castidad está muy expuesta
a sufrir naufragio. En ellos, al revés de lo que su-
ceder solía en los antiguos, al presentar el con-
flicto entre el deber y la pasión se hace a ésta salir
siempre vencedora, y se ponen de manifiesto las
malas artes de que echa mano la seducción para
vencer a la inocencia, y los medios de que se sirven
los culpables para lograr sus reprobados intentos,
burlando la vigilancia de padres y de cónyuges.
Cuando en la misma obra dramática no se intercalan
máximas perniciosas, recomendando el amor libre y
LÓPRZ PKT.ÁKZ, Pee. capit. 8
114 VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA.

santificando el adulterio, se pinta como tiranos y


verdugos a los maridos y como héroes a los que
rompen los lazos conyugales y quebrantan los más
sagrados juramentos. Con exagerar los placeres de
las pasiones satisfechas, se aumenta el número de
los que por darles satisfacción atraviesan por todo,
saltando por encima de lo más respetable y santo.
Aunque hubiese exactitud en las pinturas, no
debe olvidarse el carácter contagioso de las repre-
sentaciones del amor. Ovidio lo había observado
ya al decir: «El que mira las heridas de otro, se
siente herido él mismo.» Racine, no obstante que
en la lucha entre el amor y el deber hacía triunfar
al último en el ánimo de sus personajes, espan-
tado al ver los efectos de su famosísima Fedra,
se retiró del teatro, donde brillaba como astro de
primera magnitud.
Se dice que no hay riesgo en poner el vicio
ante los ojos, porque el vicio repele y es execrable.
Pero si lo ilícito desagradara siempre, el pecado
apenas sería posible. Eva comió de la fruta pro-
hibida, porque a la vista era deleitosa y se la pre-
sumía agradable al paladar. L a hipocresía, la am-
bición, la codicia, el hurto, la vanidad, el orgullo
y otras faltas semejantes exactamente conocidas
producen aversión e inspiran el deseo de evitarlas.
Los espartanos embriagaban a los ilotas para que
la juventud se retrajese de la borrachera viendo sus
repugnantes efectos. Pero si la pintura de los de-
VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA. 115

más vicios puede ser causa de que se aborrezcan,


sobre todo viendo sus consecuencias deplorables y
castigados a sus autores, no sucede lo mismo con
el vicio de la lujuria. L o reconocieron los propios
gentiles, como Aristóteles y Platón entre los grie-
gos y Cicerón y Quintiliano entre los clásicos de
Roma. Hasta Rousseau escribía a D'Alembert: «Pín-
tesenos el amor como se quiera: o seduce o no
existe. Si está mal pintado, la obra dramática re-
sulta ruin; si lo está bien, por el contrario, eclipsa
todo lo restante. Sus batallas, sus desastres, sus
padecimientos hacen que conmueva más que si no
debiese vencer dificultad alguna. Sus tristes con-
secuencias, lejos de aterrarnos, lo hacen más atrac-
tivo, por ser infeliz. Aun no queriéndolo nos per-
suadimos de que un afecto tan delicioso lo com-
pensa t o d o , y aquella suavísima imagen afemina
el corazón insensiblemente. D e la pasión se toma
lo que conduce al placer, dejándose lo que ator-
menta. Nadie piensa que debe ser un héroe, y de
tal suerte, admirando el amor honesto, nos aban-
donamos al lascivo.» L o s propios autores de co-
medias amorosas reconocen el peligro que en ellas
se encuentra. Baste citar a Alejandro Dumas, hijo,
autor que de todo tenía menos de religioso, el cual
en el discurso de ingreso en la Academia Francesa
decía: «En una palabra, señores, y es hombre de
teatro quien habla: no conviene que llevemos a
él nuestras hijas.» Y en el prólogo de una obra
8*
Il6 VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA.

suya escribió: «No traes a tu hija y haces bien,


pues, digámoslo ahora para siempre, nunca debiera
llevarse a una joven al teatro. Inmoral lo es no sólo
la pieza dramática, sino el mismo local. En donde
quiera que se pone de manifiesto el hombre, hay
en él cierta desnudez que no debe exponerse a
todas las miradas, y el teatro, aun el más bien
educado, vive de tales exhibiciones. Allí nosotros
tenemos que decirnos cosas que las muchachas no
deben oir. Acábese, pues, de una vez con la hipo-
cresía de esta palabra; el teatro es inmoral, y sé-
pase bien que siendo el teatro la pintura o la sá-
tira de las pasiones y de las costumbres, no puede
dejar de ser inmoral siendo inmorales éstas.» Y a
la verdad, si la vista de un lienzo deshonesto es
peligrosa, ¡ cuánto no lo serán los cuadros vivientes
del teatro, donde las figuras se mueven y los ojos
se iluminan con miradas de fuego, y los labios pro-
nuncian frases armoniosas y dulcísimas, y el rostro
todo refleja los destellos deslumbrantes de la pasión
más viva.
La moral es una misma para ambos sexos, y
lo prohibido a los jóvenes no se permite a los an-
cianos. Hay, con todo, en el teatro más graves
peligros para las mujeres, y no se explica cómo
padres honrados pueden llevar allá a sus hijas sin
enterarse de las piezas que se representan y aun
sabiendo que son contrarias a los preceptos de la
castidad. Bastaríales, si son cristianos, el considerar
Vr. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA. 117

que se peca no sólo con la obra, pero también con


el deseo, y que un solo mal pensamiento consen-
tido merece un infierno de inextinguibles llamas.
La pérdida del pudor, consecuencia ordinaria
de asistir frecuentemente a los espectáculos hoy
en boga, es funestísima, porque facilita el paso a
los excesos más vituperables. N o se extrañarían
muchos de ver la deshonra en sus casas si tuviesen
conocido el pernicioso influjo de las representaciones
teatrales a que sin reparo ni discernimiento llevan
a sus esposas y sus hijas. E s muy común que las
personas que imitan en sus extravíos a las heroínas
de teatro, imiten y empleen su mismo lenguaje
para disculpar y justificar los más abominables
efectos de la pasión, mostrando así cuál es la causa
de ésta.
N o falta quien diga que importa saber lo bueno y
lo malo, y que conociendo lo último es como se le
podrá prevenir; a lo cual añaden que lo que no se
oiga en el teatro se oirá en la calle y de mil modos,
imposibles de precaverse, se llegará a comprender.
Pero es indudable que conviene alejarse de los
peligros y que no se ha de poner uno voluntaria-
mente en ellos por la sola razón de que tema no
poder evitarlos todos. Nadie prueba manjares ve-
nenosos por causa de gustar y discernir lo bueno
y lo malo; y manjares del alma son las represen-
taciones escénicas, cuyas doctrinas y ejemplos asi-
mila, con más facilidad los dañosos que los útiles.
Il8 VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA.

Mejor sería no conocer el mal y de ello no debe


tenerse deseo; éste fué la causa de la caída de
nuestros primeros padres. N o negamos que pueda
convenir enseñar a los jóvenes los peligros de la
pérdida de la castidad, sus más frecuentes ocasiones
y sus ordinarios tristísimos efectos. Mas no es así,
ni con ese buen fin, como se muestra por lo común
el mal en el teatro, sino halagador y embellecido,
tentando y excitando la concupiscencia; con lo que
a los riesgos de perversión que su naturaleza ofrece
cuando se la da a conocer sin precaución de nin-
gún género, se añade la fascinación que produce
la belleza poética con que su deformidad moral
se encubre y se trasfigura.
A los males espirituales que suele producir el tea-
tro hay que agregar los temporales, que frecuente-
mente son su secuela. Viciado el aire y elevado
el calor de la atmósfera por el gran número de
personas que allí se reúnen, se originan multi-
tud de enfermedades, que si al pronto no causan
todos sus estragos, predisponen para ellos. Las
emociones vivas y fuertes que allí se experimen-
tan, son para ciertas personas causa de trastornos
mentales o desequilibrios nerviosos. Y así como
Dios envió fuego del cielo sobre las ciudades ne-
fandas de la Pentápolis, estos lugares de perdi-
ción, donde se fomentan los incendios de la sen-
sualidad, no es insólito que sean inopinadamente
pasto de las llamas, en las que pierden la vida
VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA. IIO,

del cuerpo como perdieron la del alma innumerables


espectadores.
T o d o el que tenga verdadero interés por la honra
y la salud de sus hijos y por la propia salvación
no debe llevarlos, ni darles el mal ejemplo de asistir
él, a representaciones teatrales impías u obscenas,
cual son generalmente las que hoy se estilan. Y
cuantos se interesan por el bien de la sociedad,
nada en su obsequio podrán hacer mejor que opo-
nerse al avance de la ola de cieno de la lascivia,
que en los teatros forma charca inmunda cuyas
pestíferas emanaciones envenenan la atmósfera. Los
que escriben obras inmorales y los que las re-
presentan hácenlo por ganar dinero. Si a ellas
concurriesen pocos espectadores y fuera por con-
siguiente escaso el rendimiento de su diabólico tra-
bajo, es constante que no abundaran los impuros
engendros de una sicalipsis brutal y desenfrenada.
Las autoridades tienen aún en las leyes medios
con que reprimir la impudicicia de autores y ac-
tores: con quinientas pesetas de multa autoriza a
los gobernadores civiles la ley provincial de España
para reprimir las faltas «contra la moral y la decencia
pública»; y el Código penal castiga a los que ofen-
dan a las buenas costumbres con hechos de es-
cándalo no especificados en los delitos contra la
honestidad.
L o s católicos realizarían una gran obra social no
sólo no acudiendo a las representaciones ilícitas,
120 VI. EL TEATRO, PROVOCACIÓN A LA LUJURIA.

sino también trabajando para que otros no con-


curran, y organizando ligas o asociaciones que por
medio de la prensa y valiéndose de todos los re-
cursos legales exciten el celo de la autoridad para
que cumpla con su deber, y a la vez le faciliten
su misión al formar ambiente contrario a las pro-
cacidades de la escena.
Quien sea fervoroso amante de la virtud, no se
limite a apartarse él de los escollos en que pueda
naufragar; procure que los demás se alejen también
de los lugares en que suele perderse. Una obra de
verdadero apostolado realizarán si se esfuerzan en
conseguir que las almas redimidas con la sangre
de Cristo no sean presa de Satanás entregándose
a las pompas y vanidades que renunciaron por el
santo bautismo y manchando las alas de su alma
con el lodo de la impureza, cuyas salpicaduras son
tan difíciles de evitar en los teatros de nuestros días.
Siendo tan extraordinaria la afición al teatro,
harán bien inmenso los escritores que lleven a él
piezas morales, a fin de evitar que los espectadores
se intoxiquen espiritualmente con las que hoy pri-
van. L o s sacerdotes en las ciudades populosas, va-
liéndose del pulpito y del confesonario y de los
medios que un celo prudente les sugiera, habrían
de ponerse al frente de una cruzada activa y per-
severante contra la escena pornográfica e impía.
Debería formarse una especie de índice, para re-
partirlo profusamente entre el pueblo, incluyendo
VII. LA IRA. 121

las comedias buenas, las malas y las indiferentes,


como ya en no pequeña parte lo hicieron en sus
preciosos libros el P. Burguera y el Sr. González
Echávarri; y los periódicos católicos sería oportuno
indicasen a los lectores los peligros que ofrezcan
las obras que se vayan poniendo en escena.

VIL
L a Ira.
Hay palabras que pueden tomarse en buen o en
mal sentido, sin que envuelvan necesariamente la
noción de culpa, por ser en ellas accidental tan
sólo. Así sucede con la ira, nombre que expresa
o una pasión natural independientemente de toda
relación con la norma de las costumbres o un pe-
cado, raíz y cabeza de otros muchos. Cuando se
la llama vicio capital, se censura su desorden o su
exceso, sin los cuales puede existir y de hecho
existe en no pocas ocasiones. N o siendo contraria
a la razón, no hay por qué juzgarla reprensible,
y aun muchas veces ayuda a sostener las virtudes
o es ella misma una virtud, que recibe el nombre
de celo.
Los propios seres inanimados ofrecen especial re-
sistencia a cuanto perturba o contraría el regular fun-
cionamiento de su organismo o se dirige a destruirlos
o menoscabarlos, y aun parece que tienen voz para
protestar y quejarse, como se percibe en el lienzo
122 VII. LA IRA.

que se desgarra y en la madera que se parte y


salta en astillas. En los animales el dolor es la
reacción inconsciente contra el mal experimentado,
a la cual se sigue una concentración de fuerzas y
aumento de energías conscientemente encaminadas
a evitar o repeler o combatir la causa de la per-
turbación y del daño. El instinto de conservación
que la divina providencia puso en ellos, los lleva
a huir o rechazar lo que se les representa o sienten
nocivo; y el choque o el simple contacto o la sola
vista de lo que les produce molestias o les causa
perjuicio pone en movimiento su irritabilidad con
una excitación nerviosa que hace aparecer activi-
dades latentes, de las que en estado normal nadie
se formaría idea.
E n el hombre hay además cierto fondo de no-
bleza y un sentimiento innato de justicia, que le im-
presiona, y le conmueve y le hace protestar enérgica-
mente ante el crimen impune y la iniquidad ven-
cedora y la inocencia atropellada.
Fundados en el amor de nosotros mismos ex-
perimentamos dos tendencias naturales, una que nos
lleva a desear y procurar lo que tenemos por útil,
agradable y honesto, y otra que nos inclina a re-
peler lo que nos disgusta o en algún concepto nos
perjudica, y a superar las dificultades y vencer los
obstáculos que se oponen a que consigamos lo que
nos parece un bien. Esta inclinación, por fuerte y
poderosa que sea hallándose dirigida y moderada
VII. LA IRA. 123

por la razón, lejos de perjudicar puede servir para


mucho. Ella ha sido el fundamento y el resorte de las
hazañas más atrevidas, de las resistencias más heroi-
cas, de las acciones más levantadas y sublimes. Ahí
encontraron muchos santos, siguiendo las inspiracio-
nes e impulsos de la gracia, parte de esa fuerza pro-
digiosa con que asombraron al mundo en su lucha
consigo mismos y contra su perversa naturaleza para
arrebatar el reino de los cielos que sufre violencia
y sólo se da a los esforzados. En este llamado
apetito irascible suele haber como en depósito y
en reserva y a prevención un cúmulo incalculable
de poderosas energías necesarias para los momentos
de peligro y que en él se desarrollan y revelan,
las cuales a los que ejercen autoridad ayudan
mucho para sostener el orden, para reprimir los
desmanes, para vengar las injusticias.
«Airaos, mas no pequéis», dice Dios en los sal-
mos. Puede, según e s t o , manifestarse la ira sin
pecado. E s una pasión indiferente de suyo, cuya
moralidad depende de su objeto, fin y circunstancias,
comparable a un caballo fogoso que si obedece a
la espuela nos lleva con prontitud al término del
viaje, mas si se desboca fácil es que nos arroje y
despeñe, o a un cuchillo, propio para rechazar las
injustas agresiones, pero que no manejado bien
puede herir al mismo que lo usa. En nosotros está
el hacerla, lo mismo que al cuchillo, o instrumento
de la justicia o arma para el crimen,
124 VII. LA IRA.

La flojedad de Helí y otros personajes bíblicos,


su falta de energías para atajar los excesos y para
la punición de los crímenes, fué severamente re-
prendida y castigada. Digno de loa es quien olvide
y perdone sus ofensas: vituperio merece el quedar
insensible ante las ofensas inferidas a la Majestad
de Dios. Moisés, el hombre de mayor mansedum-
bre, según testimonio de las santas Escrituras, al
bajar del monte Sinaí y hallar a la multitud ido-
latrando, tiró contra el suelo e hizo polvo las tablas
en que el dedo mismo de Dios había escrito la
L e y santísima del decálogo, y mandó a los levitas
recorrer el campamento espada en mano para dar
muerte a todos los que encontrasen. Fineés atravesó
con su daga a dos personas que v i o pecando. Sa-
muel degolló al rey A g a g perdonado por Saúl
contra el precepto de D i o s ; Elias hizo morir a
centenares de sacerdotes de los ídolos; y otros
muchos nos presenta la Biblia que, arrebatados de
una santa cólera, del celo por la divina gloria,
en uso de su autoridad o por inspiración de lo
alto, castigaron los crímenes ejemplarísimamente.
El mismo Salvador, modelo incomparable de manse-
dumbre, llamó zorra a Herodes, y raza de víboras
y sepulcros blanqueados a los fariseos, y gene-
ración perversa y adúltera a los judíos, y al ver
a los traficantes en el templo los arrojó de allí
a latigazos y echó a rodar sus mesas y sus mer-
cancías.
VII. LA IRA. 125

El apetito de venganza no es siempre desorde-


nado, ni cuando lo es implica siempre culpa grave,
ya por parvedad de la materia ya por no concurrir
la plenitud de advertencia y de consentimiento que
para el pecado mortal se requiere. Danse ímpetus
de ira anteriores a su conocimiento y en los que
la voluntad no intervino para nada, tempestades
que estallan en nosotros sin nosotros, fuego que
se enciende sin que le prestemos combustible ni
hayamos aplicado la mecha. Pero no se peca cuando
no se quiere, ni es culpable el que no fué Ubre.
N o el sentir, el consentir es lo que se castiga; no
el sufrir las acometidas del enemigo deshonra, sino
el rendir las armas sin lucha o el dejarse por co-
bardía o descuido superar en ella. L o censurable
es el desorden en el apetito de la venganza, o por-
que su autor no tiene derecho a inferirla, o porque
no la merece el objeto de ella, o porque la in-
tención no es recta ni el fin laudable, o porque
en el modo ha habido algún exceso.
Por lo mismo que existe ira reprobada e ira in-
diferente y aun digna de premio es fácil equivocarse
tomando la una por la otra, tanto más cuanto que
el vicio se suele cubrir bajo la capa de la virtud
adoptando su nombre y sus apariencias. A las per-
sonas espirituales, a quienes ni el brillo del oro
deslumhra, ni los placeres de los sentidos engañan,
el tentador procura hacerlas caer en este pecado;
y en los que tienen autoridad ocurre no pocas
126 VII. LA IRA.

veces que cuando dicen que castigan las injurias


contra ella, no hacen sino vengarse de injurias per-
sonales.
D e ahí que convenga muy mucho vivir preveni-
dos y alerta contra pasión tan poderosa y sutil,
cuyos primeros impulsos si no se atajan, no se
sabe a dónde se puede llegar, aunque se sabe
que el camino no puede ser más peligroso, ni
más contrario al que debe seguir un hombre de
buen entendimiento y sobre todo un discípulo de
Cristo.
T o d o s los vicios deforman la imagen divina en
la criatura racional; pero de una manera particular
éste. Dios es amor y la ira es odio; Dios goza en
hacer el bien, y al iracundo nada le complace como
hacer el mal a su enemigo. A todos los animales
proporciona el Señor armas para su defensa; sólo
el hombre viene a la vida desnudo y desprovisto
de medios para causar daño a fin de que entienda
que nació para la paz y el mutuo afecto. Y sólo
él, sin embargo, vive en perpetua lucha y continuo
choque con los de su misma especie: las fieras más
sanguinarias pertenecientes a una misma raza no se
hacen la guerra y por lo general viven entre sí
pacíficamente. Hasta los demonios, sembradores de
enemistades y atizadores de toda discordia, están
unidos y van de acuerdo.
La razón nos distingue de los brutos, y aunque
todos los pecados la disminuyen en algún sentido
VII. LA IRA. 127

y la amenguan, ninguno tanto como el pecado de la


ira. Este comúnmente no la perturba sólo, la arrastra
y la trastorna también; no se satisface con debili-
tar su luz, llega a extinguirla en absoluto. Ocupa
el lugar del entendimiento en el gobierno del alma
y, ciega como es, coge el timón sin reparar en el
rumbo que ha de seguir ni en los escollos contra
los que va a estrellarse.
Cómo se hallará el alma del colérico, cuál será
el horrible estado de un espíritu hecho a imagen
y semejanza de Dios, se descubre y se deja conocer
cuando la ira reviste grandes proporciones y no pu-
diendo contenerse en lo interior estalla y revienta
como un volcán; cuando el color se muda, los la-
bios tiemblan, los dientes rechinan, los ojos parecen
querer salirse de las órbitas, los cabellos se erizan,
se crispan los nervios, la voz se enronquece, la
palabra falta o sale como a borbotones, y un mo-
vimiento convulsivo agita y sacude el cuerpo todo.
Muchos pedagogos, para que los niños no se acos-
tumbren al vicio de la ira, aconsejan que cuando
están encolerizados se les ponga delante un espejo
donde observen lo feos que están entonces. Si el
que se deja dominar por esta pasión se formara
concepto del espectáculo que ofrece, seguro es que
procuraría librarse de dominación tan bochornosa.
Filósofo gentil hubo que la evitó para toda la vida
con sólo acordarse del aspecto que presenta el
iracundo.
128 VII. LA IRA.

Ira existe que no se diferencia de la locura sino


en durar menos y ser voluntaria. A veces, sin em-
bargo, se hace habitual y termina en el manicomio.
Cuantos dolores, cuantas enfermedades peligrosas,
cuantos trastornos graves en el organismo produce,
lo muestra a todos la medicina clarísimamente. La
historia, por su parte, registra hechos sin número
de muertes repentinas, como la del emperador Va-
lentiniano, a causa de un violento acceso de cólera.
Y no a sí propio daña únicamente el que con la
repetición de actos contrae este hábito funesto: se
trasmite a la prole como herencia de maldición.
Es además vicio contagioso que a los ya propensos
a él se comunica fácilmente; y más de una vez
se ha observado que por la arrebatada furia de
una sola persona un pueblo entero se conmovió
y lanzóse en el colmo del frenesí a los excesos
más criminales.
Muy desgraciado es quien se deja habitualmente
llevar y arrastrar por los ardorosos impulsos de la
ira. N o le faltarán sobradas ocasiones que se la
exciten, siendo tan imperfecta nuestra condición, tan
limitadas nuestras facultades, tan duro y arduo el
combate por la existencia, y viviendo en una so-
ciedad tan perturbada donde los intereses son tan
contrarios, las aspiraciones tan opuestas y la con-
currencia para todo tan grande. Su imaginación
sobrexcitada le pinta agravios que no existen, y
los que realmente le fueron inferidos los ve con
VII. LA IRA. I29

cristales de aumento. Su corazón ulcerado, en cuanto


se le toca, sufre grandes dolores: no es el frío pe-
dernal a quien hay que herir fuertemente con el es-
labón para que despida chispas, sino pólvora seca
que al menor roce se inflama. Como al que tiene
un miembro llagado parece que todos los golpes
y rozaduras son en lo vivo de la llaga, al colérico
le parece que en todo se intenta excitar su enojo.
Y cuando éste hace explosión, perdida la cabeza,
se hacen cosas que al recobrar la calma se lloran
sin consuelo. Ni los lazos de la amistad, ni los
vínculos de la sangre, ni los respetos más altos
contienen. Se pasa por encima de las consideracio-
nes más atendibles, y se llega a los extremos más
vituperables. A l modo que las nubes tempestuosas
se resuelven en lluvia, el llanto y el arrepentimiento
siguen por lo común a estas tempestades del alma,
tan inútilmente sin embargo como se retira la mano
que lanzó la piedra o se rompe el arco con que
la saeta mortífera fué disparada.
Si no siempre por obras, casi siempre la ira, la
ira culpable, que es la de que venimos hablando, se
manifiesta por palabras, de que por lo común amarga-
mente pesa al iracundo cuando vuelve a entrar en
el dominio de sí mismo. Los ríos al desbordarse
inundan de cieno las riberas; la olla puesta a la
lumbre, si rompe a hervir, arroja a borbollones lo
que dentro tenía, quemando lo que a su derredor
encuentra: así el airado vomita el veneno que su
LÓPEZ PELAKZ, Pee. capit. 9
130 VII. LA IRA.

inmundo corazón roído por el odio contiene, salpi-


cando a los circunstantes con insultos y calumnias
y descubriendo a trueque de hacer daño a los otros
los secretos que más le importaba guardar. Los
demás viciosos huyen de Dios, y lejos de gozarse
en ofenderle desearían que en la satisfacción de sus
vicios no hubiese ofensa ninguna: el colérico le-
vanta contra él su lengua de serpiente y su mano
de sacrilego, imitando a Calígula que, furioso por-
que la lluvia deslucía un espectáculo dio orden a
las tropas de que disparasen sus arcos contra el
cielo, sin advertir que las flechas a muy escasa
altura podían llegar y al caer habían de herir a
los soldados.
Y no sólo contra Dios, cuando la divina pro-
videncia no les depara los sucesos como se les an-
toja, y contra los prójimos de quienes han o su-
ponen haber recibido algún ultraje, se revuelven
descompuestos los iracundos. Como el perro se lanza
rabioso sobre la piedra que le ha herido, la furia
de ellos va a descargar muchas veces sobre los
seres insensibles, empeorando la propia situación
y poniéndose en ridículo ante quienes contemplaren
tales escenas de una demencia la más extremada.
Jerjes escribió amenazadora carta al monte Athos,
porque sus rocas no se dejaban cortar fácilmente;
Ciro se detuvo, perdiendo la ocasión de conquistar
entonces a Babilonia, para poner en seco un río
en cuya impetuosa corriente se le había ahogado
VII. LA IRA. 131

un caballo; Augusto César después de una tor-


menta en que estuvo a pique de perecer, no hizo,
como otro príncipe, dar al mar trescientos azotes,
pero hizo que a Neptuno, por el cual estaban los
mares representados en la mitología, se le borrara
del número de los dioses. D e muchos parecidos
hechos consignó y trasmitió la noticia la antigüedad
clásica: desgraciadamente también a los cristianos
empuja con frecuencia la ira a extremos que serían
mucho para reir si no fueran tanto para llorar.
Nada hay más natural al hombre que la sociedad,
y nada hay más contrario a la sociedad que la ira-
cundia. El esclavo de esta pasión es un martirio
para los que le rodean, y los que pueden huir de
su lado se apresuran a dejarle solo, como quien
se aleja de un animal feroz. L o s brutos más fieros
por su naturaleza, con el trato e industria del hom-
bre se vuelven mansos, y el hombre por su natura-
leza manso se vuelve alguna vez para los otros
hombres la más fiera de todas las fieras. Si hubiera
derecho a encolerizarse y a la ira pudiera respon-
derse con la ira, los desmanes traerían más des-
manes, al agravio del uno se seguiría el agravio
del otro y el mundo sería arena de no interrum-
pida batalla y la sociedad manada de animales
rabiosos. El que quiera formarse idea de los es-
tragos indecibles causados por este monstruo ho-
rrendo, ponga la vista en el campo de la historia. . .
Todas esas ciudades destruidas, todas esas comarcas
9*
132 VII. LA. IRA.

desiertas, esos cementerios donde yacen mundos,


esos naufragios donde perecieron civilizaciones flore-
cientes, esos montones de pavesas y océanos de
sangre que la humanidad deja en pos de sí mar-
cando de este modo su paso, obra suya son, la
obra de la ira. Ella fué la autora de las traiciones
más horribles, de las ventas más criminales, de las
infamias más espantosas, de las injusticias más tre-
mendas. Conquistadores de razas, dominadores del
globo, no sabiendo vencer su pasión ni logrando
dominarse a sí mismos, cayeron del pedestal de
la gloria arrastrando en la miserable caída a su
pueblo.
A las enseñanzas de la experiencia, a la autori-
dad de la historia se unen en este punto las en-
señanzas de la razón natural, la autoridad de la
filosofía. L o s moralistas gentiles, particularmente
nuestro compatriota Séneca, nos legaron páginas
elocuentes, exhortaciones vehementísimas para que
no nos dejemos señorear de tirano tan cruel. L o s
católicos tenemos un criterio más seguro y una
doctrina todavía más elevada, la voluntad de Dios,
la doctrina de los libros inspirados, en los cuales
se nos dice que no nos encolericemos con el pró-
jimo \ que seamos tardos para la i r a y no ve- 2

loces , apartándonos de e l l a arrancándola del


3 4

1
Eccli. x x v r n , 8. 2
Iac. i, 19.
3
Eccl. v i l , 10. 4
Psalm. xxxvi.
VII. LA IRA. '33

corazón , sin entregarnos a su señorío , ni dar en-


1 2

trada al d e m o n i o , porque el furor es e x e c r a b l e


3 i

y verdaderamente mata al insensato y le hace reo 5

en el juicio , y porque el iracundo se hace intrata-


6

ble , es en su casa como un l e ó n , produce mil


7 8

discordias , provoca a la riña , suscita p l e i t o s y


9 10 11

siente mayor inclinación a la c u l p a , no obra la 12

justicia de Dios ni guarda el a l m a , por olvidar


1 3 14

el temor divino . 15

Dios mismo bajó a la tierra, se hizo hombre y


habitó entre nosotros para enseñarnos la virtud con-
traria a la ira. En todas se señaló maravillosamente,
pero ésta parece quería que fuese como el distin-
tivo suyo, y por ella rogaba y conjuraba el Após-
tol a los fieles. «Aprended de mí», decía el Señor
1 6

a las muchedumbres. ¿Y qué era lo que con tanta


solemnidad mandaba aprender, no ya en sus predi-
caciones, en sus enseñanzas, sino de su propia per-
sona? N o quiso que aprendiésemos de él a domi-
nar en los vientos y en los mares, a vencer a la
muerte, a cambiar los elementos, a trastornar las

1
Eccl. xt, 10. 2
Iob x x x v i , 18.
3
Eph. í v , 26. 4
Eccli. x x v i i , 33.
5
Iob x x x v i , 18. 6
Matth. v, 22.
7
Prov. x v i i i , 14. 8
Eccli. í v , 35.
0
Prov. x x x , 35. , 0
Prov. x v , 18.
1 1
Eccli. XXVIII, 1. 1 3
Prov. x x i x , 32.
, s
Iac. 1, 19. 1 1
Eccli. n i , 31.
1 5
Eccli. x x v m , 8. 1 0
2 Cor. x, 1.
134 VII. LA IRA.

leyes de la naturaleza, a hacer, y destruir mundos.


«Aprended de m í » , dijo, «porque soy manso y
humilde de corazón.»
Por dechado de mansedumbre se presentó, y no
se puede, con efecto, poner en él los ojos sin sen-
tirse uno movido y como llevado a detestar y re-
primir la cólera, viendo qué lejos estaba de mos-
trarla cuando más parecía dársele motivos para ella.
Las gentes del pueblo le molestaban con peticiones
importunas, los sabios con cuestiones inútiles, los
apóstoles con su rudeza y con sus defectos; y los
enemigos no gozaban sino en herirle en su fama,
ofenderle en su honor, ultrajarle en su sacratísima
persona. Cordero de Dios le llamó el Bautista, y
era efectivamente como cordero que se deja tras-
quilar y lo arrastran para matarlo sin que exhale
un balido ni oponga la menor resistencia. A Judas
que le vende con un beso, le llama amigo; a Pedro
que le niega, le dirige miradas de amor; al criado
que le da de golpes, le arguye con tranquilidad y
calma; el juez se maravilla de que no responda a
los acusadores pérfidos y a los testigos falsos; en
la cruz rompe el silencio, sus labios al fin se abren —
l para qué ? {para mandar a las piedras despedazadas,
que se levanten contra los verdugos, y a la tierra
temblorosa, que los sepulte en sus entrañas, y al
cielo enlutado, que los pulverice con sus centellas,
y a los ángeles entristecidos, que con una mirada
los anonaden? Cuan lejos de e s o : de misericordia
VII. LA IRA. 135

son sus palabras: Perdónalos, Señor, ruega a su


Eterno Padre, perdón para ellos, porque no saben
lo que hacen.
Quien así venció, quien murió así, ¿podía no es-
perar que sus enseñanzas fueran atendidas, que se
pusiesen en práctica sus exhortaciones, aunque al
natural soberbio e irascible del corazón humano
costara mucho conformarse a la benignidad y a la
dulzura del corazón divino? Antes se prohibían los
actos externos de la cólera, se castigaba el ho-
micidio, el primer pecado que se cometió fuera del
Edén, el crimen que hizo al culpable Adán ver la
sangre de uno de sus hijos derramada traidoramente
por el otro. El quiere combatir este delito en su
origen, arrancar su raíz, cegar su fuente. Por eso
p r e d i c a b a : «(Disteis que fué dicho a los antiguos:
1

N o matarás; y quien matare, obligado quedará a


juicio. Mas y o os digo que todo aquel que se
enoja con su hermano, obligado será a juicio. . . .
Por tanto si fueres a ofrecer al altar, y allí te acor-
dares que tu hermano tiene alguna cosa contra ti,
deja allí tu ofrenda, vé a reconciliarte con tu her-
mano, y entonces vuelve a ofrecer.» Y después de
conminar con espantosas amenazas a los violentos,
promete recompensas inefables a los mansos. «Fe-
lices ellos», decía en el mismo prodigioso sermón de
la montaña, «porque la tierra será posesión suya.»

Matth. v , 21—24.
VII. LA IRA.

Los mansos, pues, poseerán la tierra de promisión,


que es el cielo, y la tierra que se les ha dado
para su cultivo, que es la propia alma. Señores de
su voluntad son aquí ya bienaventurados, lo que no
fueran si, señores del universo mundo, estuviesen
esclavizados por la ira. Mientras el que monta en
cólera, sale fuera de sí mismo y con sus arrebatos
ahuyenta a todos, pues nadie quiere permanecer
junto a un volcán que a la hora menos pensada
hace explosión, o junto a una fiera que sin saber
por qué se irrita y se encruelece; el que se posee
a sí, posee también el afecto de los otros; su dul-
zura atrae, su calma impone respeto, su paciencia
despunta las flechas de la envidia, su benignidad
desarma y conquista a sus enemigos. L o s proyectiles
que éstos lancen, dando en la blandura de un co-
razón pacífico no causan el destrozo que si encon-
traran fuerte resistencia. Las olas de la enemistad
son como las del océano, que baten con furor los
duros escollos y mitigan sus ímpetus en las suaves
arenas de las playas.
Cuando los apóstoles pedían a su Maestro que
enviara rayos y centellas contra las ciudades que
no le querían oir, «no sabéis de qué espíritu sois»,
les respondió Jesús. N o tiene, no, su espíritu el que
no sigue sus ejemplos y enseñanzas de caridad y
benevolencia. El Espíritu Santo no puede permanecer
tampoco en un alma turbada por la ira. Bajo la
figura de paloma se hizo visible sobre la cabeza del
VII» LA IRA. 137

Redentor en el río Jordán, expresando así cuánto


le agrada la mansedumbre y la dulzura; y por la
suavidad del aceite se simbolizan su gracia y sus
dones. Sobre un mar en calma se refleja como en
un espejo el azul de la bóveda celeste, riela la
luna, brillan las estrellas y el firmamento entero
parece haber descendido a su superficie; pero al
punto que el furor de los aquilones y el hervir de
las tempestades altera y agita las olas, desaparece
de las aguas la imagen del cielo. L o propio su-
cede en el alma, de la cual hace desaparecer la
ira los carismas celestiales.
«En esto se conocerá que sois mis discípulos»,
decía Jesús a los apóstoles, «en que mutuamente os
amáis.» El que se enfurece contra su prójimo falta
al amor que le es debido y se hace responsable de
la malquerencia que con su injustificada conducta
le puede inspirar. Revelando el Señor el secreto de
nuestra fraternidad, nos impuso el precepto de que
nos quisiéramos como hermanos y como hermanos
recíprocamente nos dispensáramos las faltas. Para
pedir al Padre común que está en los cielos, nos
enseñó una oración que es la censura más terrible
del rencoroso y vengativo: Perdónanos nuestras
deudas, decimos, como nosotros a nuestros deudores.
Así como perdonamos, así queremos que se nos per-
done. Nuestra súplica es nuestra propia sentencia. Si
negamos a los demás el perdón, el perdón nuestro
se nos negará también.
138 VII. LA IRA.

Había un rey, predicaba Jesucristo, que quiso


entrar en cuentas con su servidumbre. Y el primero
que le fué presentado, le debía diez mil talentos.
Como no tuviese con que pagar, mandó el señor que
se le vendiera con los hijos y la mujer y cuanto
tenía. Entonces el siervo, arrojándose a sus pies,
le rogaba diciendo: Señor, espérame, que todo te
lo pagaré. Compadecido el amo le dejó libre y le
perdonó la deuda. Mas luego que salió aquel siervo,
halló a otro que no le debía más que cien dena-
rios, y trabando de él le quería ahogar gritando:
Paga lo que me debes. Y echándose a sus pies
su consiervo, le decía suplicante: T e n un poco de
paciencia y todo te lo satisfaré. Mas él no quiso,
sino que fué y le mandó poner en la cárcel hasta
que diese lo que le adeudaba. Y viéndolo los de-
más se entristecieron mucho y fueron a contárselo
todo al señor. El cual le llamó y le dijo: Siervo
malo, toda la deuda te perdoné porque me lo ro-
gaste. ¿No debías, pues, tener compasión de tu
compañero, así como y o la tuve de ti? Y enojado
le hizo entregar a los atormentadores hasta que
pagase todo lo que debía. D e esta manera, decía
el divino Maestro, terminada la parábola, de esta
manera hará con vosotros mi Padre celestial si no
perdonareis de corazón cada uno a su hermano.
E n verdad que, considerando la paciencia que
Dios tiene con nosotros, parece imposible que nos-
otros no la tengamos con los que nos ofenden y
VII. LA IRA. 139

ultrajan. Si reflexionamos en el número, diversidad


y malicia de nuestros pecados, en el largo tiempo
que permanecimos en la culpa, en la resistencia
que oponíamos a los amorosos llamamientos de la
gracia, en las muchas veces que huimos de Dios
después de vueltos a sus brazos, en lo dispuesto
que ahora mismo se halla a olvidarse de nuestra
ingratitud y a reconciliarse con nosotros en cuanto
así lo queramos, a pesar de la distancia infinita que
existe entre su majestad y nuestra vileza; ¿cómo
nos atreveremos a guardar rencor a nadie? Mucho
tendremos que perdonar; pero ¿no es mucho más
lo que Dios nos perdona? Grandes serán las ofensas
que se nos han inferido: ¿lo serán, empero, tanto
como las que él de nosotros recibe? Si nuestros
enemigos atrozmente nos han injuriado, los de él
le pusieron en la cabeza un cerco de espinas, en
los labios hiél y vinagre, en los ojos una venda,
en el cuello una soga, en las manos una cuerda
para atarle a la columna de los azotes, en los hom-
bros el alba de los dementes, en las mejillas bo-
fetadas y salivazos, en los pies clavos agudísimos
y en el corazón la punta de una lanza.
En aquella horrorosa tempestad de oprobios y de
injurias, cuando los compañeros de suplicio le blas-
femaban y los causantes de él con loco júbilo se
reían, desde lo alto del más infamante de los pa-
tíbulos tendiendo una mirada sobre aquel pueblo
de hienas, que con muecas de salvajes y gestos de
14° VIL LA IRA.

demonios le insultaban, contestando con sarcas-


mos horrribles a sus quejidos y a sus ayes con voci-
feraciones de frenética alegría, y no apartaban de
él los ojos inflamados por el odio para beberle
con ellos hasta la última gota de sangre, para con-
templar ebrios de satisfacción todas sus contorsiones
y desfallecimientos, para no perder el menor de-
talle de aquel terrible espectáculo, estremeciéndose
de gozo en cada una de las fases y circunstancias
de la más espantosa de las agonías, «Señor», decía
Jesucristo a su Eterno Padre, «no saben lo que
hacen.» N o saben tampoco lo que hacen quienes
pretenden hacernos daño. En ninguna manera lo
consiguen si nosotros no queremos; porque no hay
verdadero daño más que el de la culpa, y las
ofensas que recibimos pueden aun servir para ejer-
citar nuestra virtud y para que por nuestra pa-
ciencia la tenga Dios con nosotros, perdonándonos
nuestras faltas así como nosotros perdonamos las
de nuestros ofensores. En cambio, a sí mismos se
causan un mal incalculable, pues al ofendernos in-
justamente , ofenden a nuestro Padre celestial y
llaman sobre sus cabezas el rayo de las maldiciones
divinas.
Si fuera permitido el deseo de la venganza, hasta
por vengarnos debiéramos perdonar a los que nos
injurian. Contestar a su ira con la nuestra es des-
cender al nivel s u y o ; no imitando su rencorosa con^
ducta, no devolviendo mal por mal, alcanzamos sobre
VII. LA IRA. 141

ellos una superioridad que los humilla. Cuando se


quiere herir un objeto insensible, quien se lastima
es la mano que lo golpea. A l caer sobre el suelo
las piedras de un edificio, se deshacen y se con-
vierten en ruinas. El daño que causemos a nuestros
ofensores no remediará nada, no disminuirá el que
se nos infirió. L o que conseguimos será que se nos
castigue como a él, por imitarle en su mala volun-
tad y en sus malas obras.
<íMihi vindicta et ego retribuam.» Escrito e s t á :
1

«A mí me pertenece la venganza; y o daré a cada


cual lo que merezca, dice el Señor.» El lo ve todo
y no deja nada sin castigo; pongamos en sus ma-
nos nuestra causa y no dudemos de que se nos hará
cumplida justicia. Por muy graves que fueren las
injurias que hayamos recibido, mucho más graves
serán las penas que sufrirá en el infierno nuestro
ofensor, como no nos dé satisfacción y reparación
adecuada. D o s cosas se reserva para sí el Omni-
potente: la gloria propia y el castigo ajeno. El es
el vengador de sus hijos, el que los ampara y tam-
bién el que recibe como a él hechos los ultrajes
que a ellos se dirijan. L e quitamos su oficio de
juez, que por sí cumple o por medio de los
que constituyó en autoridad; despreciamos, como
tarda o insuficiente, su justicia, y nos la queremos
hacer nosotros mismos. ¿Puede haber insensatez

1
Rom. XII, 19.
142 VII. LA IRA.

mayor? Cuanto más que el apetito desordenado de


vengarse, muchas veces o no consigue su objeto o
después de conseguido es causa de recibir mayores
agravios del mismo al que antes ofendió o de sus
amigos y parientes.
Vivamos, pues, como el Apóstol nos dice, in
multa patientia. Cuando seamos tentados de ira,
miremos a Cristo pendiente de una cruz para re-
dimir a sus enemigos, y al ver aquel Corazón que
sólo latía a impulsos de la caridad sentiremos cal-
marse los ímpetus del muy rencoroso nuestro. Antes
que la tentación llegue, imaginemos las sinrazones
que se nos pueden hacer, para preparar nuestra res-
puesta al infernal tentador cuando nos excite a ven-
garlas. Huyamos, todo lo que nos sea dable, de
la compañía de personas irascibles y de las oca-
siones en que juzguemos será provocada nuestra
cólera. Sus primeros ímpetus importa reprimir,
porque hay tanto combustible en nuestra pervertida
naturaleza, que, si dejamos prender una pequeña
chispa, puede estallar horroroso incendio. Cuando
nos sintamos dominados por esta pasión, tomémonos
algún tiempo antes de adoptar resolución alguna.
Cada vez que nos dejemos llevar de sus movi-
mientos, demos alguna limosna o hagamos alguna
penitencia, a fin de evitar o disminuir las recaídas.
H a y temperamentos en los que el apetito irascible
tiene gran desarrollo y forma su rasgo característico.
Pero la fuerza de la voluntad es muy grande con
VII. LA IRA. 143

la ayuda de la divina gracia. Hombres de pro-


pensión vehementísima a la cólera, como San Igna-
cio y San Francisco de Sales, llegaron a lo último
de la mansedumbre y de la dulzura. Si somos de
genio violento, utilicémoslo para el bien, o dirijá-
moslo a donde no pueda causar perjuicio. Disgús-
tenos nuestra mala conducta, y enfadémonos contra
nosotros cuando queden por cumplir las buenas
resoluciones que nos propusimos.
La educación influye notablemente para modifi-
car el carácter. Gran responsabilidad la de los pa-
dres que la descuidan en absoluto y se entregan a
los arrebatos de la cólera delante de sus hijos y
dependientes, o los castigan entonces cuando care-
cen de toda fuerza moral. Obra sin cordura el que
se divierte en enfadar e irritar a los niños, y tam-
bién el que les da lo que piden cuando se hallan
excitados por su mal genio; pues así se acostum-
bran a incomodarse para obtener más fácilmente lo
que se les antoja. A los niños que se ve inclinados
a la impaciencia y propensos a la irascibilidad, con-
viene aficionarlos y estimularlos a juegos que exijan
habilidad, atención y calma.
Se descuida no poco la educación en este punto,
y es de aquellos en que se debiera poner más cui-
dado, por las trascendentales consecuencias que de
un genio fuerte, violento y mal dirigido pueden
provenir.
144 VIII. LA GULA.

VIIL
L a Gula.
Fué lo primero con que el demonio tentó al Señor,
quien quiso ser tentado para enseñarnos a vencer las
tentaciones.
Tuvo hambre en el desierto, y Lucifer le excitó
a satisfacerla de un modo bien extraño: con pie-
dras convertidas en pan. Quería que calmase un
apetito natural trastornando el orden y alterando
las leyes de la naturaleza; que para dar gusto a
su paladar, obrara un estupendo milagro; que se
alimentase, no con pan bajado del cielo, como en
otro desierto se habían alimentado los israelitas,
sino con pan salido de las piedras.
Como buen capitán y guerrero muy experimen-
tado se hubo el tentador al principiar por aquí el
combate. Bien sabía que, expugnado el baluarte de
la abstinencia, la plaza de la virtud sería entera-
mente suya; que cogida la llave de esa puerta del
alma, fácilmente entrarían por ella sus compañeros
y todas las maldades de que son príncipes. Repitió
respecto del Adán segundo lo que con éxito tan
desgraciado para nosotros hizo con el Adán pri-
mero. Quiso vencer al padre de la humanidad re-
generada por medio de las mismas astucias y ataques
que al padre de la humanidad caída. La gula, en
efecto, fué quien arrojó del paraíso al primer hom-
bre, y arrojó sobre su mísera descendencia el di-
VIII. LA GULA. 145

luvio de males que inundan desde entonces el


mundo.
N o es comoquiera este pecado uno de los ca->
pítales; es la cabeza y el origen y la raíz de t o d o s , l
en cuanto fué el primero cometido en la tierra,?
sin el cual no se hubiera cometido ninguno. Co-
locó Dios a nuestros primeros padres en amenísimo
huerto poblado de infinita variedad de plantas, que
inclinaban hacia el suelo sus brazos cargados de
fragantes, suavísimos, vistosos y delicados frutos; y
de todos los árboles les permitió comer menos de
uno, y esto bajo pena de muerte. El tentador puso
en los oídos de Eva las palabras que pone en los
labios y en la pluma de algunos impíos, cuando la
Iglesia manda abstenerse de determinados manjares
en ciertos días: ¿A qué esta prohibición? ¿Por qué
no ha de poder comerse de todo? ¿Cómo es po-
sible caer en falta e incurrir en eterna muerte por
tomar alimentos dejados por Dios mismo al alcance
de nuestra mano y a los cuales él, como autor de
la naturaleza, nos inclina? La belleza de la fruta
vedada consumó la obra de la seducción, haciendo
deducir que sería tan grata al paladar como a
la vista, y Eva comió y logró que comiera su
marido.
El mundo observó con espanto que era desobe-
decido el Creador del mundo; que el rey de la
tierra había venido a ser esclavo de la gula; y
que por la posesión de una manzana renunciaba a
LÓPEZ PKLÁEZ, Pee. capit. 10
146 VIII. LA GULA.

poseer a Dios. D e s d e aquel momento se rebeló


contra el rebelde, puso bajo sus pies espinas y
abrojos, azotó su rostro con las alas de los hura-
canes, extendió sobre su cabeza un cielo cubierto
de nubes y encorvó su cuerpo hacia una tierra
ingrata, que solo se fecundaría y fertilizaría con el
sudor de su frente y que en el instante menos pen-
sado había de abrirse para tragarle y esconderle
en sus entrañas. El primer hombre v i o sublevarse en
daño suyo todos los elementos; y mucho más grande
fué su terror y su angustia cuando experimentó la
guerra en sí propio, notando que el apetito inferior
no obedecía al superior, y que la carne conspiraba
contra el espíritu. Sus hijos, los hombres todos,
recibimos de él, juntamente con la vida, su na-
turaleza rebelde, su sangre inficionada por la culpa,
sus malas y torcidas inclinaciones.
Pecado de gula fué el pecado original, del que
provinieron cuantos males la humanidad sufre, y
como un pecado original es para cada hombre la
gula, causa de un sinnúmero de trastornos físicos
y morales. En la primera culpa concurrieron muchas
circunstancias para hacerla tan grave y merecedora
de tan graves castigos: el pecado de la gula no
excedería los límites de leve si no le acompañasen
circunstancias y no le siguiesen efectos que cambian
y aumentan su culpabilidad. Fácilmente se comete
y fácilmente se perdona. N o al comer la fruta de
un árbol, no en un manjar prohibido, sino en toda
VIII. LA GULA. 147

clase de comida, siempre que tomamos alimento,


podemos faltar al orden establecido por D i o s , po-
demos ir contra el dictamen de la razón, que es la
regla próxima de nuestros actos. —
El fin de la refección es el sostenimiento de la
vida mediante la conservación de la salud y de
las fuerzas. La vida es un trabajo continuo, trabajo
de desarrollo, de perfeccionamiento o simplemente
de defensa, cuyas pérdidas, propias de todo trabajo,
es preciso reparar con la alimentación, la cual es
como el combustible que mantiene encendida la
- caldera en la máquina de nuestro organismo. T o d o
lo que a este objeto no sirviere, todo lo que con
este fin no se conforme, por demás es y fuera de
regla. Y no es fácil en cada caso discernir dónde
acaba lo preciso y comienza lo superfluo, dónde
está lo conveniente y dónde puede estar lo dañoso.
En una misma persona no ha de ser siempre una
misma la manera de sustentación, pues se debe
tener en cuenta la diferencia de edad, de salud,
de trabajos, de apetencia y hasta de posición social.
Por muchas causas y por numerosos conceptos
p u e d e haber desorden: en la cantidad, por exceso;
en la calidad, por ser demasiadamente exquisitos o
preparados con demasiado estudio los manjares; en
el modo, por la avidez con que se devora más bien
que se come; en el tiempo, adelantando la hora
sin necesidad ni conveniencia, sólo por anticipar
el gusto de saborear las viandas; y en el fin, to-
10*
148 VIH. LA GULA.

mando por tal el placer de la comida, que no es


sino un medio ordenado por Dios para excitarnos
a la nutrición, sin la cual las fuerzas decaen y la
misma vida, como lámpara sin aceite, llega a ex-
tinguirse. N o es pecado comer con g u s t o , sino
comer por sólo gusto. Los alimentos son deleitosos
para hacerse atractivos, pero no para tomarse nada
más que por el atractivo del deleite. Esto sería
cambiar el orden de la naturaleza, lo cual no se
verifica sin culpa. N o e s , sin embargo, de gra-
vedad, a menos que en el placer de la mesa se
ponga el fin último de la vida, y primero que re-
nunciar a él esté uno dispuesto a renunciar a Dios,
quebrantando sus mandamientos y los de su Iglesia.
Aunque semejantes hombres parezcan imposibles,
se dan sin embargo, para confusión y oprobio de
la humana naturaleza. L o s hay para quienes, según
la enérgica expresión de San Pablo, su dios es su
vientre. Como el epicúreo que no se avergonzaba
de decir que su oficio era comer para vomitar y
vomitar para comer, y a semejanza del salvaje que,
preguntándole un misionero para qué fin creía haber |
venido al mundo, contestó que para comer arroz; j
algunos cristianos, despreciadores de la doctrina y
enemigos de la cruz de Cristo, llamándose servi-
dores suyos, no sirven más que al estómago, y en
lugar de comer para vivir viven para comer. Imi-
tadores del animal que colocado debajo de la en-
cina devora su fruto con la vista fija en él, sin le-
VIII. LA GULA. H9

vantarla nunca al árbol de donde procede, se pre-


cipitan sobre el alimento para saciar sus bestiales
instintos, sin acordarse de dar gracias al que les
dio la vida y los medios con que sostenerla. Su
primer pensamiento al levantarse de la cama es cómo
han de regalar el gusto aquel día, y la única
ocupación de aquel y de los demás días es poner
por obra el mismo pensamiento, que sería también
el único en el alma de un cerdo si un cerdo tu-
viese alma.^_
Aquello se adora que excesivamente se ama; el
amor convierte en ídolos sus objetos. El pueblo
israelita se sentó al pie del monte Sinaí para comer
y beber, y se levantó para idolatrar. Se olvidó
del Dios que maravillosamente le había sacado de
Egipto, y cayó de rodillas ante la imagen de un
becerro. T o d o el que peca niega a Dios, apostata
de Dios, se rebela contra Dios, le vuelve las es-
paldas para buscar satisfacción a sus reprobables
deseos; examina, compara, pone en un platillo de
la balanza al Creador y en el otro a la criatura, y
juzga a ésta más digna de ser amada, o mejor o
más útil o de mayor deleite. El glotón le desprecia
más que nadie, porque le pospone a las cosas que
valen menos.
N o se puede descender a mayores bajezas que
en la gula, ni con ninguna otra comparación se
puede hacer bajar a Dios tanto. Por un puñado de
lentejas renunció Esaú a ser considerado como hijo
VIII. LA GULA.

primogénito de un patriarca; por un puñado de


comida hay quien renuncia a tener por padre a
Dios. L o s placeres del cielo, propios de los ángeles,
se abandonan por un placer material, propio de las
bestias. L o s puerros y cebollas de Egipto eran de-
seados en el desierto por los hijos de Israel, a quienes
fastidiaba el maná que contenía los sabores de todas
las dulzuras. Hijos del Salvador, apacentados con
su propia carne y sangre divina en la tierra y lla-
mados a gozarle eternamente en su gloria, todo lo
desdeñan con tal de satisfacer el apetito que les
es común con los animales y es el propio y ca-
racterístico del animal.
Seres hay en lo último de la escala zoológica
que no se distinguen de las plantas más que en
las funciones nutritivas y que no tienen otro signo
de sensibilidad más que éste. Ningún sentido más
grosero que el del gusto. Por ningún otro nos po-
nemos en relación tan íntima con la materia. L o s
demás nos dan a conocer sus cualidades, este intro-
duce en nosotros su misma substancia; y no de
modo sutil y como en quinta esencia, cual sucede
con el olfato, sino según en la realidad existe.
Cierto, la gula pocas veces lleva al hombre al
desprecio formal de D i o s , a compararle de una
manera positiva con el objeto de la pasión y ha-
cerle formar juicio de que, puesto a elegir, le es
preferible seguir a ésta. Pero con frecuencia le dis-
pone, le inclina, le arrastra a quebrantar los pre-
VIII. LA GULA.

ceptos del Señor, a oponerse a la voluntad divina.


Los alimentos tienen por objeto prolongar la vida
conservando la salud del hombre, y para no pocos,
por causa de una gula desenfrenada, son motivo de
enfermedades, de vejez anticipada y de muerte pre-
matura.
La leña alimenta el fuego, mas si se amontona
mucha leña, el fuego queda sofocado; con el agua
se fertiliza la tierra, pero si cae con exceso, más
daño le hace que beneficio. L a demasiada copia,
variedad y preparación del mantenimiento hace tra-
bajar demasiadamente al estómago, produce abun-
dancia de nocivos humores, acumula los residuos
de una nutrición superflua, vicia la sangre, entor-
pece todas las funciones vitales, y cuando no causa
trastornos violentos en el organismo, va preparando
elementos morbosos que lentamente minan las más
robustas complexiones. La medicina desde los tiem-
pos de Hipócrates y de Galeno señala la intem-
perancia como el origen de la mayoría de las en-
fermedades, lo cual expresa el buen sentido de los
pueblos con múltiples adagios.
La historia nos refiere la frugalidad de los hom-
bres en los tiempos patriarcales y en la primera
edad de la población helena, describiéndonos cuan
parcos eran sus más espléndidos convites; y por
la Biblia y por Homero sabemos también a qué
extrema ancianidad llegaban. L o s antiguos ana-
coretas, y lo propio se observa en las órdenes re-
152 VIH. LA GULA.

ligiosas más rígidas, siendo abstinentes hasta lo


sumo, morían de puro viejos después de haber vi-
vido sanos y felices. H o y mismo es la templanza
una de las causas potísimas de que la robustez y
la longevidad residan entre los habitadores del
campo más bien que en las ciudades. Y lo que
sucede en los individuos, sucede en las naciones.
Durante las seis primeras centurias de su existencia,
Roma fué modelo de sobriedad; y entonces no se
conocían en ella médicos y sus armas dominaron el
mundo. Pero al vencer al Asia quedó vencida por
los vicios y esclavizada por los deleites de ésta.
N o hubo desde entonces pueblo más dado a la
glotonería, ni de otro se sabe que más presto y a
mayor decadencia llegara.
N o consiguen los gulosos, antes al contrario, el
fin de la alimentación, que es, como hemos dicho,
reparar las fuerzas y sostener la vida. Tampoco
consiguen el fin que ellos se proponen: recrear el
paladar y satisfacer el gusto. La misma naturaleza
castiga a los que de ella abusan; y los que tras-
tornan sus leyes sufren a su vez no ligeros tras-
tornos. L a hartura es compañera del hastío. La
sensibilidad excitada más allá de los límites de lo
justo, se irrita primero y luego se embota. Los
resortes del goce usados con exceso se gastan,
se aflojan y dejan de funcionar. N o encontrando
ya en la mesa la delectación de antes, acude el
goloso a todos los aperitivos, a los excitantes más
VIII. • LA GULA. 153

enérgicos, a los condimentos más fuertes; pero


pronto no consigue otra cosa que estragar el pala-
dar y perder o pervertir el gusto. El estómago, a
quien oprime y tiraniza y ultraja, haciéndole cóm-
plice de los mayores excesos y condenándolo a un
trabajo continuo superior a sus fuerzas, se venga
también y toma el desquite proporcionando moles-
tias, incomodidades, náuseas, cansancio, dolores. Las
horas del sueño, para los demás reparadoras, tranqui-
las, de paz y de sosiego, y que son causa de que al
final de cada noche se goce como de una nueva exis-
tencia, y se observen en la naturaleza tales encantos
que parece en aquel momento otra vez creada, son
para el glotón horas de pena, de fatiga y de angustia.
Cuando el insomnio deja de atormentarle, no por
eso descansa. Su imaginación no reposa, sobrexci-
tada por fantasmas torpes; y pesadillas terribles
le asaltan y acongojan. El dolor se acuesta en su
mismo lecho, y con sus gritos le despierta. L a al-
borada, para los otros tan agradable y deleitosa,
le encuentra con la boca amarga, el estómago ocu-
pado, los ojos soñolientos, la cabeza dolorida, con
el cansancio en todo el cuerpo, y en el alma el
tedio y el disgusto.
| Muchos le envidian y él envidia a todos. Se le
cree feliz, y no hay nadie más desgraciado. Él, que
pone la dicha en el deleite y ninguno encontraba
como el de la mesa, se acerca ya a la mesa como
a un suplicio. Tiene que privarse de lo que más
VIII. LA GULA.

le gusta. L a sola vista de los manjares que antes


mas apetecía, ahora le asquea. Entre el júbilo de
los convidados él está triste, pensando en el daño
que puede hacerle la comida, aun tomada con
riguroso método. Y no es infrecuente que el es-
tómago muy regalado se resista a aceptar o re-
tener toda clase de mantenimiento y que muera
de hambre quien más ha comido y mayor abun-
dancia y diversidad posee de comida.
A la par que arruina su salud, arruina su ha-
cienda el glotón. L o que le envejece le empobrece.
El estómago es como el tonel de las Danaides, que
nunca se acababa de llenar; es un saco que, si hoy
está colmado, mañana está vacío; un acreedor im-
portuno que nunca se da por bastantemente pa-
gado y todos los días vuelve con exigencias. L o s
irracionales no siguen comiendo ni bebiendo luego
que satisfacen su hambre o apagan su s e d ; él solo,
usando de la libertad para abusar de la naturaleza,
desoye sus dictámenes y conculca sus preceptos.
D e la razón se vale para discurrir los modos y
trazas de excitar y complacer su apetito sensi-
tivo. L o s animales rehuyen lo que les es da-
ñ o s o ; y él no mira sino a calmar su gula, cueste
lo que cueste y venga el daño que venga. Para
lisonjear este apetito se ponen a contribución los
aires y la mar, se despuebla de animales la tierra,
y trabajan sin descanso la mayor parte de los
hombres.
VIII. LA GULA.

Siéntase a la mesa la ostentación como com-


pañera de la gula; y preciso es recrear la vista,
más difícil de contentar que el estómago. A los
gastos de la mucha y diferente y muy prepa-
rada comida suelen juntarse los aun mayores del
lujo en el servicio y de la abundancia de los
criados.
Quien de esta pasión es subdito, no tiene oídos
para escuchar la voz de la caridad; ocupado en
procurarse deleites animales, tórnase insensible al
dolor de sus hermanos. Como si el corazón se le
hubiera bajado al vientre, nada le conmueve ni
le interesa nada que con su regalo no se rela-
cione. El rico epulón de la parábola evangélica,
cuando la cosecha era grande, no pensaba sino en
el modo de ensanchar sus graneros; y a nadie
hacía participante de su júbilo; y consigo mismo
hablaba, invitando a su alma al regocijo porque en
aquel año le sobraría que comer. Diariamente la
mesa del otro execrado por Jesús rebosaba de man-
jares, y ni las migajas caídas al suelo permitía lle-
vasen al mendigo Lázaro que de hambre agonizaba
a las puertas de su palacio y a quien los perros,
más misericordiosos, iban a lamer las llagas.
Faltos de caridad, los tiranizados por el monstruo
insaciable de la gula no temen tampoco faltar a la
justicia. Su voracidad rabiosa no se detiene ante
la consideración de que arruinan a su familia, y
malgastan el pan de sus hijos, y a ellos mismos
i 6
5 VIII. LA GULA.

puede pasarles lo que al pródigo del Evangelio,


que después de haber disipado la herencia paterna
se moría de hambre, obligado a guardar puercos,
cuya vida era tan semejante a la suya, y no per-
mitiéndosele apenas comer de las bellotas con que
ellos se apacentaban. Se contraen deudas, porque
hay quien derrocha en francachelas el domingo lo
que ganó con su trabajo de toda la semana; y no
se pagan, porque ningún otro acreedor es más
exigente y más importuno y tirano que la gula.
Si- se condesciende con esta pasión y se la deja
crecer y erigirse en señora, obliga a hurtar lo que
le agrada; cosa no poco frecuente en los hijos de
familia y en los domésticos; y aun llega a hacer
que, perdido todo respeto a la propiedad y todo
temor a la deshonra y al castigo, no se repare en
el modo de adquirir riquezas para convertirlas en
lo que al paladar se le antoje. Se consigue hartura
con el hambre ajena, se compran con el sudor de
los obreros los platos más exquisitos y costosos, y
a veces en un festín se consume la hacienda de
muchos infelices, a quienes se la arrebató la usura
o la rapiña. El de Baltasar fué una realidad y
un símbolo: con la venta de los vasos sagrados,
con el despojo de los altares, con los bienes de
que impíamente se desposeyó a los templos y a
sus ministros, sustentan el lujo escandaloso de sus
mesas muchos sacrilegos, para quienes están ya es-
critas las palabras terribles que una mano sin. brazo.
VIII. LA GULA.

escribió en Babilonia cuando iba a caer sobre ella


el castigo de Dios.
La codicia, que acude a cualquier medio a trueque
de llegar al fin, es por lo común inseparable com-
pañera de la gula, porque ésta, además de ser
causa de que se gaste mucho, es causa de que se
gane poco. Cuando la ociosidad no la produce, es
producida por ella. Se emplea mucho tiempo en
comer, y hay que emplear mucho en digerir. El
exceso de comida dificulta la digestión, tornándola
sumamente laboriosa; y para ayudarla han de con-
currir y ponerse en actividad todas las fuerzas vi-
tales. El mucho comer cansa más que el mucho _
trabajar. Así se explica que tantas personas sin
hacer nada estén inhábiles e incapaces para todo.
N o sudan con el trabajo de sus manos o de su
inteligencia; pero sudan y trasudan con los tra-
bajos de la digestión. Otros se cansan y fatigan
para que ellos coman, y ellos después de comer ex-
perimentan más fatiga y cansancio que los braceros
que les cultivan las tierras. Vuelven a la mesa sin
haber terminado de digerir, convirtiendo la vida
en continuado banquete y el cuerpo en una má-
quina de comer. Como el cerdo gruñe cuando se le
aparta de la comida, se disgustan y se enojan
cuando tienen que ocuparse en algo que no tenga
relación con sus festines.
L o s trabajos intelectuales les repugnan extremada-
mente y les dan muy escaso fruto. Las horas de
VIII. LA GULA.

la mañana son las más a propósito para estudiar,!


porque es cuando el estómago se encuentra más!
vacío. Casi todos los sabios y los grandes gober-
nantes y conquistadores fueron sobrios, y con la
abstinencia se preparaban y disponían a las obras
de mayor dificultad y empeño. N o parece sino que
las fuerzas que consume el estómago, se roban
al alma; o que ésta disminuye y se aminora en
contraria proporción que el cuerpo. En una carne
regalada hasta la saciedad con toda suerte de ape-
titosos y suculentos bocados, se halla el espíritu
como el pájaro que tiene los pies metidos en el
cepo o las alas pegadas en la liga.
Quien desciende tanto, hasta ponerse al nivel y
aun por debajo de los animales inmundos, con
dificultad sube a las regiones sobrenaturales y muy
pronto se cansa de entender en cosas del cielo.
L o s israelitas se fastidiaban del pan celestial pre-
parado por mano de ángeles y se arrojaron voraz-
mente sobre las codornices que como una nube
cayeron en su campamento; por eso también
cayó sobre ellos la ira de D i o s , y cuando aun
tenían la carne en la boca matólos a millares. «Yo
tengo otra comida, que vosotros ignoráis», decía
Jesús; «y es hacer la voluntad de mi Padre.» El
guloso no conoce más comida que la que se tri-
tura con los dientes, ni quiere saber sino de las
cosas que saben bien al paladar. Su alma, man-
chada con los inmundos deleites de la gula, es como
VIII. LA GULA. 159

un espejo sucio donde la imagen de la hermosura


del firmamento no puede retratarse. L o s vapores de
la digestión, el humo que de un estómago sobre-
cargado de manjares sube como de una olla hir-
viendo, forman nubes espesas que entoldan y en-
tenebrecen el cielo del espíritu, impidiéndole ver
las cosas divinas.
N o gustando ni concibiendo siquiera los placeres
celestiales, el hombre fácilmente se precipita en los
carnales. «La abundancia y la hartura, he aquí el
origen de las iniquidades de Sodoma», clamaba un
profeta. Verdadero prodigio sería que gula y lujuria
caminasen separadas. T o d o s los que desean con-
servarse castos, principian por ser sobrios. Dar co-
mida superflua al cuerpo, es dar armas a un ene-
migo. El que monta una cabalgadura falsa, no la
deja comer cuanto quiere, temeroso de que, si co-
bra excesivas fuerzas, las emplee en derribarle y
acocearle. La carne es como una bestia mal incli-
nada y maliciosa, que en todo momento busca oca-
sión de tirar la carga, y con facilidad echa al suelo
y arrastra por el lodo al jinete no llevando tem-
pladas las riendas.
La gravedad de este vicio, más que en sí pro-
pio, estriba, pues, en sus ordinarias consecuencias;
y en que, puesto en él el hombre, frecuentemente
resbala, se desliza y cae despeñado en los más pro-
fundos abismos de la miseria espiritual. E s como
un ladrón doméstico que no se atreve o no cuenta
VIII. LA GULA.

con fuerzas para robar a su amo, pero entrega la


llave a fin de que entren en la casa multitud de
bandidos que la saqueen y despojen por completo.
Por eso Jesucristo nuestro Redentor predicando
la terribilidad del juicio último, que se deja conocer
por las espantosas señales que han de precederle,
no otra cosa con mayor solicitud recomendábales
sino que huyesen de la crápula, no fuera que, te-
niendo pesado el estómago, pesados también se
volviesen sus corazones. Este vicio lo castigó Dios
con terribles penas. En las sagradas historias se
da noticia de multitud de convites que por dis-
posición divina acabaron desastradamente. Comiendo
y bebiendo estaban los hombres sin curarse de
las amenazas de N o é , cuando se rompieron las cata-
ratas del cielo, y un diluvio barrió a la humani-
dad degradada y corrompida, rayéndola de sobre
la haz de la tierra.
Predicó el Salvador la templanza, y, como siem-
pre, acompañaba a la predicación el ejemplo. Vivió
treinta años en los trabajos y pobreza de un taller;
y si durante su vida pública asistió a banquetes y
se sentó a la mesa de los pecadores, fué para tener
ocasión de distribuirles el pan de su palabra divina.
N o s refiere la Escritura cuáles ejemplos mostró de
abstinencia en Siquén, en Jerusalén y en casa de
Lázaro. Cuando milagrosamente alimentó a las mu-
chedumbres en el desierto, no les dio más que pan
•y peces; e hizo que sobrasen algunas canastas llenas,
VIII. LA GULA. 161

para advertir que al moderado en la comida nunca


le faltará que comer. Se preparó a las tentaciones
con un riguroso y total ayuno de cuarenta días;
y condenado a muerte, amargó el paladar con
mirra, hiél y vinagre. Su vida de mortificación imi-
taron los santos, amadores de la cruz; y la que
llevaban los primeros cristianos debiera avergonzar y
confundir a los hijos de este siglo. Aunque para ello
basta escuchar la voz de la razón y de la conciencia.
La razón natural nos dicta que el cuerpo fué
hecho para el alma y no ésta para aquél; que Dios
puso placer en los alimentos para que se comiese,
pero que no se ha de comer por el placer de los
alimentos; que el espíritu debe dirigir y refrenar
los apetitos de la carne, sin consentir que ésta sa-
cuda el y u g o y se erija de esclava en señora y
deseche toda ley que no esté conforme con su
capricho y con su antojo. Claro aparece que es un
desorden perder la salud con lo que tiene por ob-
jeto conservarla; echar leña al fuego de la con-
cupiscencia, tan vivo y tan inflamable de s u y o , y
arrojar tanto dinero al muladar, arruinándose por
un gusto que no se extiende más que a dos dedos
de espacio y a brevísima cantidad de tiempo. Ce-
bamos un cuerpo que muy pronto ha de ser cebo
de gusanos; y no nos cuidamos apenas de alimen-
tar un alma que dura para siempre.
A m e m o s en buen hora los deleites y regalos;
pero no ha llegado aún la sazón de ellos. Tiempo
LÓPHZ PELÁEZ, Pee. capit. 11
162 VIH. LA GULA.

es éste de caminar y de combatir; y el que pere-


grina hacia su patria piensa más en el término del
viaje que en salirse del camino y detenerse a pa-
ladear frutos que le puedan producir la muerte; y
el soldado no ignora que así como la nave muy car-
gada corre gran peligro de padecer naufragio, así para
manejar bien las armas se ha de estar muy ligero.
Saúl mandó que hasta no terminar la batalla nin-
guno probase bocado, y a su hijo Jonatás por haber
gustado un poco de miel quiso dar muerte.
N o de solo pan vive el hombre, contestemos con
Jesús a Lucifer, sino de toda palabra que sale de
boca de D i o s ; y palabra de Dios es que dará el
ciento por uno de lo que por amor de él se deje,
y que al que venza le obsequiará con un maná es-
condido de cuyas delicias ni siquiera el pensamiento
cabe ahora en el corazón humano.
En acabando de vivir, se acaba de comer; pero
el que come la carne y la sangre del Hijo de Dios
vive para siempre. Cosa sería por demás abomi-
nable hacer instrumento de las vilezas de la gula
una lengua que ha sido enrojecida con la sangre
del Inmaculado Cordero, convertir en puerta del
infierno y de los deleites que a él conducen una
boca por donde entró el mismo Dios para lim-
piar y purificar y santificar el alma. Pues tan
apasionados somos por todo lo que es deleitable,
aspiremos a las verdaderas delicias haciéndonos
dignos de ellas; tengamos un poco de paciencia,
IX. LA ENVIDIA.

que el tiempo es breve, y lo que al tiempo sigue


nunca se acaba; despreciemos deleites sin más
consistencia ni duración que sombra que se des-
vanece o sueño del cual no se conserva la me-
moria, y nos alimentaremos eternamente con co-
mida de ángeles. Si aquí tenemos hambre y sed
de justicia, seremos saciados en todas nuestras
aspiraciones y deseos con los tesoros inacabables
de la liberalidad infinita en la mesa que desde
toda la eternidad nos tiene preparada el Esposo
celestial de nuestras almas.

IX.
La Envidia.
En la Epístola a los Romanos, nos previene el
Apóstol que no andemos en la obscuridad de las
emulaciones, que huyamos cuidadosamente de la
envidia.
Y se comprende que entre los vicios de que más
nos importa librarnos ponga éste, porque pocos
habrá que sean tan perjudiciales y que tanto des-
digan de un cristiano.
E s la envidia un pesar del bien ajeno, según
comúnmente se la define; y en su concepto se in-
cluye la alegría del mal de otro, pues el que se
entristece con el bien de uno, lógico es que, pol-
lo contrario, goce con su mal. L o que hace que
esta tristeza constituya propiamente envidia es el
ii*
]64 IX. LA ENVIDIA.

afligirse del bien del prójimo como si fuese para


nosotros un mal, como si implicara una disminución
del bien nuestro.
Se puede sentir pesar del bien ajeno sin caer en
el pecado de envidia; ya porque temamos que de
él se use en contra de nosotros, ya porque nos
duela el advertir que se emplea en ofender a Dios
de quien se ha recibido, ya porque nos indignen
las injusticias y criminales artes con que se llegó
a obtenerlo.
Si nos apesara el bien de alguno, no porque
él lo posea, sino por faltarnos a nosotros; no por-
que haya llegado a conseguirlo él, sino porque
nosotros por culpa nuestra, por no poner en eje-
cución suficientemente los medios adecuados, no
llegamos al mismo fin; no porque deseemos que
nuestro prójimo descienda a nuestro nivel, sino
porque desearíamos con el trabajo honrado llegar
hasta su altura, no hay envidia, sino emulación
noble, acicate de la pereza, estímulo para la acción,
impulso para la concurrencia legítima y las pacíficas
luchas del progreso, fuente abundante de grandes
sacrificios y empresas heroicas.
L a envidia se distingue asimismo de los celos,
aunque no siempre anden separados. Aquélla se
refiere al bien ajeno; éstos al bien propio. El celoso
quiere ser exclusivo en la posesión de su dicha e
infundadamente a cada momento teme que le sea
arrebatada; el envidioso se olvida de sí mismo
IX. LA ENVIDIA.

para no pensar sino en los demás y para él no


hay más goce que la contemplación del mal ajeno.
El orgullo es la principal raíz de este pecado.
El que sufre los estímulos de un exagerado amor
propio no se satisface con abundancia de bienes,
por grande que ella sea; aspira a no tener en nada
iguales ni superiores, y aunque nada pierda con lo
que otros ganen, le disgusta y le parece una humi-
llación el no verse solo en la posesión del bien.
Porque nadie está libre de los ataques del egoísmo,
nadie se puede creer seguro de los asaltos de la
envidia. Las personas espirituales, en cuyos cora-
zones encuentran un eco de repulsión y de horror
todos los vicios, no suelen ser las menos tentadas
por éste; el cual sabe disfrazarse tan bien, que en
ocasiones resulta difícil discernirlo de la virtud y
casi se confunde con un santo celo, aparentando
que lo que desagrada y enoja no es la virtud de
nuestro prójimo, sino el que no sea tan perfecta
como generalmente se opina; no su talento, sino
los defectos científicos o literarios en que ha in-
currido; no su fortuna, sino el que no haga de
ella todo el buen uso que podía hacer. Cuando
la envidia se desata contra una persona adornada
de buenas y malas cualidades, procura convencerse
de que no es el brillo de sus altas prendas lo
que la irrita y saca de quicio, sino el disgusto de
percibir cómo abusa de los dones dispensados por
la suprema liberalidad.
IX. LA ENVIDIA.

El primer pecado cometido fué el pecado de


envidia. Luzbel, ante el resplandor de la divina
gloria, aunque adornado de tan excelsas perfecciones,
no pudo sufrir el observarse inferior al que le había
creado, y pretendió ascender hasta su trono y hacerse
semejante al Altísimo. Sabía que el Verbo tomaría
la naturaleza humana, y el ver privada de este honor
a la naturaleza angélica, le colmaba de odio y de
furor, impidiéndole adorar al futuro Dios humanado.
Caído Satanás con sus compañeros de envidia
desde las alturas del cielo a los abismos infernales,
no podía advertir sin estremecimientos de rabia
que el hombre estuviese en un paraíso de deleites
y fuera destinado a ocupar las sillas que los ángeles
rebeldes ocuparon en la mansión de la suprema
gloria. La envidia le llevó a poner lazos a su ino-
cencia y asechanzas contra su virtud. Siendo él el
primer envidioso, el envidioso por antonomasia, tiene
la osadía de atribuir al Señor esta pasión infame.
«Os prohibió comer del árbol que está en medio
del paraíso», dijo en figura de serpiente a Eva, «por-
que sabe que luego de gustados sus frutos seréis
semejantes a él, y no quiere que conozcáis como
él la ciencia del bien y del mal.» Así fué como Eva
siguió las falaces inspiraciones de Satanás para
seducir a nuestro primer padre. D e este modo se
verifica lo que dice el Espíritu Santo, que «por la
envidia del diablo entró la muerte en el universo
mundo».
IX. LA ENVIDIA.

El primer hombre tuvo envidia de D i o s ; quiso,


comiendo el fruto prohibido, ser como D i o s ; la en-
vidia del demonio le precipitó en el abismo in-
sondable de la desobediencia y del pecado. Su
primer hijo fué igualmente un envidioso; el segundo
delito cometido en la tierra tuvo también por causa
la envidia: ella es la que armó la diestra de Caín
y le lanzó contra su inocente hermano Abel para
arrebatarle una vida que Dios con multitud de signos
aprobaba.
Su veneno inoculado en la caída naturaleza hu-
mana por el hálito pestífero de la infernal serpiente
de tal manera la ha corrompido y estragado, que
pocos son inmunes a su acción corrosiva. Sus mani-
festaciones se descubren en la primera edad del
hombre y se anticipan al uso del entendimiento,
no siendo raro encontrar tiernos niños que enfer-
man, se consumen y mueren devorados por el fuego
de la envidia; lo cual debieran tener muy ad-
vertido los padres y educadores a fin de evitar en
lo posible preferencias que susciten celos entre her-
manos.
El corazón humano está inclinado al mal desde
su principio; hay en él un fondo de vileza y un
abismo de perversión que no se puede sondear
sin sentirse acometido del vértigo a la vista de sus
inmensas profundidades. Como de las frías en-
trañas del duro pedernal saltan chispas abrasadoras
al contacto del acero, al contacto de la felicidad
i68 IX. LA ENVIDIA.

ajena se sienten muchos espíritus abrasados con el


fuego del despecho y del odio. El sol, a medida que
se eleva en el horizonte, va haciendo levantarse del
suelo espesos vapores que se condensan en negras
nubes pretendiendo obscurecerle y quitar a sus rayos
calor y brillo. Cuando la fortuna del prójimo luce
con vivo resplandor, en las almas bajas y viles se
forman exhalaciones de cólera y humo de envidia
que quisieran atajarla u obscurecerla.
Pero los sentimientos que experimentemos de esta
pasión en lo íntimo de nuestro espíritu no son
pecaminosos si son puramente instintivos y espon-
táneos, si no interviene en ellos conocimiento y de-
liberación, si se producen en nosotros sin nosotros;
y pueden servirnos de ocasión de prueba y de materia
de virtud, si lejos de consentir en ellos la voluntad
los resiste y los rechaza: entonces sólo se imputa-
rán a culpa cuando libremente los produzcamos o
los aceptemos, culpa de suyo grave si grave es el
mal de que nos alegramos y grande el bien que
nos entristece.
Para comprenderlo así, para medir la gravedad
del pecado de envidia, basta con tener en cuenta
que se opone en derechura a la más excelente de
las virtudes, a la caridad, mayor aún que la fe y
que la esperanza, en dicho del Apóstol.
Dios nos manda amar al prójimo como a nosotros
mismos, y por eso, dice San Pablo, debemos gozar
con los que gozan y afligirnos con los que se afligen.
IX. LA ENVIDIA. 169

El envidioso hace todo lo contrario: las lágrimas


provocan su risa, y la felicidad de los demás le
causa acerbo dolor.
Nada más contrario a la sociedad que la envidia.
Sus individuos somos como miembros de un mismo
cuerpo, y en el cuerpo cada miembro participa del
bien y del mal que los otros experimentan, sin que
unos a otros se envidien por hallarse colocados a
desigual altura. Si se nos clava una espina en el
pie, al momento los ojos miran en qué sitio está
y las manos acuden a sacarla y cerrar la herida,
y todo el cuerpo siente satisfacción y descanso
desde que recobra la salud el miembro dolorido.
E s necesario violentar las leyes naturales para
seguir las de la envidia; por eso se la ha llamado
crimen de lesa humanidad y al envidioso apóstata
de la naturaleza. Las más feroces bestias pertene-
cientes a una misma especie viven por lo común
en paz entre sí. L o s demonios mismos, prototipos
de la envidia, no se la tienen unos a otros. Somos
naturalmente inclinados a estimar a los que nos
están más unidos por los vínculos de la sangre,
o de la misma profesión o del común interés, y a
ésos es a quienes el envidioso más aborrece. L o s
lazos de la familia, que son los más difíciles de soltar,
no representan nada para esta pasión de que se
avergonzarían los brutos. Llenas están las Escrituras
Santas, no menos que las historias profanas, de
tristes ejemplos de cómo este monstruo nace y se
i7o IX. LA ENVIDIA.

desarrolla entre los afectos más íntimos del hogar.


Los fueros de la gratitud le son también descono-
cidos: el envidioso se cree rebajado al recibir un
favor y su rabia se aumenta más con el desprendi-
miento y la generosidad que observa en el que por
verle enriquecido con mayores bienes y virtudes
mira un enemigo aborrecible y no un protector
desinteresado.
El envidioso borra de su alma el distintivo de
los cristianos. «En esto os conocerá el mundo por
mis discípulos», decía Jesús, «en que os amáis los
unos a los otros.» «Aprended de mí», predicaba, «que
soy manso y humilde de corazón.» El que excitado
por las furias de la envidia tiene un corazón lleno
de hiél para su hermano, no merece el amor de
Jesucristo, todo cariño e indulgencia, que hace
nacer el sol y descender la lluvia lo mismo sobre
los malos que sobre los buenos, y reprendió fuerte-
mente la envidia en la parábola de los viñadores,
de los cuales los que habían principiado a trabajar
primero se quejaban de que se diese igual salario a
los que habían venido últimamente; y en la parábola
del hijo pródigo, cuyo hermano al saber que el padre
le daba un convite prorrumpió en muy amargas re-
criminaciones. Por eso en las Sagradas Letras expresa-
mente se dice que los envidiosos son del número
de los que no entrarán en el reino de los cielos.
Después de Jesucristo la envidia reviste malicia
mayor. Él es nuestra cabeza, y todos los cristianos
IX. LA ENVIDIA. 171

formamos un cuerpo, y tenemos una misma madre,


que es la Iglesia santa, y nos alimentamos con unos
mismos sacramentos, y estamos redimidos con una
misma preciosa sangre, y profesamos una misma
fe, y nos confortamos con igual esperanza, y a una
herencia somos llamados todos. D e cada uno dice
Jesús: «El que os ama a vosotros me ama a mí;
el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia.» La
religión católica multiplica los lazos del amor mutuo
para unir todos los corazones y formar con ellos
uno solo que lata a impulsos y al unísono del di-
vino Corazón, que no palpita sino bajo las influencias
de la caridad; pero en vano es tratándose del en-
vidioso, quien ve un rival y un objeto de aversión
en cuantos son tan favorecidos como él por la
divina providencia.
Entristeciéndose con la alegría del prójimo, in-
dignándose de verle feliz, reputando como un mal
para sí el bien ajeno, el envidioso directa o in-
directamente se rebela contra la sabiduría divina,
ordenadora de cuanto en el mundo sucede. Su
pecado es un pecado contra el Espíritu Santo, ma-
nantial del amor y dispensador de toda verdadera
ventura. El Espíritu divino no puede reposar en
un alma inquieta y alterada por los negros pensa-
mientos de la implacable envidia.
Esta pasión egoísta y rencorosa seca en el cora-
zón las fuentes de la benevolencia y del afecto,
privándole de las ventajas que produce y de los
172 IX. LA ENVIDIA.

consuelos que trae el hacer el bien y apartar el mal


de nuestros hermanos. A l contrario, goza el envidioso
en la destrucción y en la ruina; y si no se atreve o
no puede causarla, a los menos en verla recibe su
placer más grande. Por tal causa se aisla y se rodea
como de un muro, que impide llegar hasta él las
influencias bienhechoras del amor recíproco; mien-
tras, muy diferentemente, el que vive en caridad,
participa de los méritos de los demás cristianos,
hace suyo el bien espiritual de los otros, y cuanto
más abundan en gracia los justos más con ella enri-
quecido se nota.
Aparte de ser éste en sí mismo un pecado tan
grave, da origen a muchos de muy funestas con-
secuencias. Cada vicio se opone a una virtud; éste
puede decirse que se opone a todas. El odio suele
ser su compañero obligado. Del pesar del bien ajeno
se pasa al deseo de que tal bien no exista. Dis-
gusta ver la prosperidad del prójimo, y luego hasta
la vista de él disgusta. En algunos temperamentos
este rencor no sabe mantenerse oculto y estalla
como un volcán produciendo los mayores estragos
sin retroceder ni ante la muerte del que se supone
un rival peligroso. El caso de Joab, que, no pudiendo
sufrir que en los ejércitos de Israel hubiera otros
generales de fama, se deshizo por traición de cuantos
podían hacerle sombra en la corte de D a v i d , se
ve repetido con triste frecuencia en las páginas de
la historia. Como en Roma las rivalidades de Mario
IX. LA ENVIDIA. 173

y de Sila, de César y de Pornpeyo, de Augusto


y de Antonio causaron a la república males sin
número, en todos los países las envidias de los
llamados grandes han dejado de sí dolorosísimos
recuerdos. El envidioso pasará con gusto sobre
los escombros de su ciudad y sobre las cenizas
de la patria, a trueque de ver abatido el objeto
que irrita y encona su cruel pasión. Escribir la
historia de las guerras civiles y de las discordias
sociales que han ensangrentado la tierra, equivale
a escribir la historia de la envidia. La lucha de
clases que con más o menos encarnecimiento ha
existido siempre para daño de la humanidad, y
es hoy su más terrible plaga, reconoce ésta como
una de sus causas más comunes; y lo fué también
del luteranismo y de los más de los cismas y
herejías que desgarraron la túnica inconsútil de la
Iglesia.
N o por falta de voluntad, sino por falta de valor,
muchos envidiosos no llegan a tamaños excesos.
Se regocijarán hasta lo sumo si ven a su com-
petidor caído; pero, por temor a las consecuencias
que les pueden sobrevenir, no se decidirán a em-
pujarle para que caiga. Si le hieren, será por la es-
palda y sobre seguro, no frente a frente y con
riesgos.
Su principal arma es la lengua. La verdad no
tiene ante sus ojos derecho alguno. L a santidad
más elevada no les infunde respeto. Vino al mundo
174 IX. LA ENVIDIA.

el Santo de los Santos, el Santo por esencia, y la


envidia le puso en una cruz, obligando al juez a
condenarle. Su vida inocentísima, espejo y dechado
de todas las virtudes, fué ajada y afeada por el
hálito venenoso de la calumnia. L o s fariseos, los
escribas, los príncipes de los sacerdotes, viéndole
curar a los enfermos en día festivo, deducían que no
guardaba la ley del sábado; si aceptaba convites
de pecadores para tener ocasión de predicarles el
Evangelio, le llamaban glotón y amigo de gente
perdida; al presenciar milagros, los atribuían a trato
con Satanás; cuando mandaba dar a Dios lo que
es de Dios y al cesar lo que es del cesar, toma-
ban pretexto para calificarle de revoltoso y al-
borotador de la plebe; y en todas sus acciones y
palabras buscaban motivo de crítica y de censura.
Como hacen todos los que obran bajo este mismo
nefando impulso, al principio no se atrevían a ca-
lumniarle, como no fuera ante reducido círculo
de personas de toda su confianza. Aisladamente y
sin conspiración dirigían contra él las saetas en-
venenadas de sus lenguas; pero cuando observaron
que eran muchos los que participaban del mismo
sentimiento, creció su audacia, unieron sus fuerzas,
trabajaron sin rebozo y no cesó su conjura, hasta
que con ferocidad de chacales y de hienas pudieron
gozarse en los tormentos de su agonía, riéndose de
los dolores de su muerte con horribles sarcasmos
y satánicas burlas. Después de esto no puede ex-
IX. LA ENVIDIA. 175

traflar que los apóstoles se quejen de las dificul-


tades que les suscitaba la envidia , y que los Santos
1

Padres con dolorido acento narren las innúmeras


persecuciones con que sus émulos inicuamente los
vejaron.
Maestros en el arte de la murmuración suelen
ser los envidiosos, por lo mismo que tanto lo ejer-
cen y en él de manera principal fían el triunfo
de sus perversos designios. Ocultan con cuidado
el fin que se proponen, y pretenden que sólo al
bien público y a la santidad de la religión miran en
sus palabras. Así procedía Absalón cuando criti-
caba los actos de su padre. Para no prevenir en
su contra el ánimo de los oyentes, comenzarán
alabando al que desean quitar con sus lenguas la
vida y haciendo mil protestas de la singular esti-
mación en que le tienen y del gran dolor que les
causa ver afeadas con defectos cualidades tan apre-
ciables en persona tan digna de elogio. Como entre
todas las buenas prendas será una la que más se
envidie, con tal de negar ésta se hará el sacrificio
de reconocer las otras. Si oyen aplaudir a la persona
envidiada, se guardarán mucho de mostrar indigna-
ción, y aun asentirán como no vean otro camino
de hacer daño; luego, no obstante, vendrán las
dudas, las rebajas del mérito, y las insinuaciones
maliciosas. A veces el silencio dirá más que las pa-

1
Phil. i, 1 7 ; 3 lo. 1, 10.
176 IX. LA ENVIDIA.

labras. En ocasiones un gesto será más elocuente


que un discurso de censura.
Y es lo más extraño e incalificable que a quien
de tan atroz manera maltrata a su prójimo ningún
motivo le asiste para ello. N o tenemos menos bienes
porque los otros tengan más. Por lo común sus
poseedores nada han hecho para adquirirlos: la
Providencia se los trajo a las manos, o se encon-
traron con ellos al venir al mundo. Si no les per-
teneciesen, no por eso pasarían a nosotros. Hasta
se envidia el talento, la hermosura, la salud y
otras dotes que son incomunicables y concede el
Señor según los altos decretos de su sabiduría
eterna. El vengativo y el iracundo desean y causan
el mal por agravios e injurias que han recibido;
pero ¿a quién ofende y daña el que ha recibido
de Dios lo que Dios no tuvo a bien otorgar a
otros?
Si, a lo menos, de su injusto proceder reportase
el envidioso alguna ventaja, comprenderíase, aun-
que no por ello podría excusarse. Pero es ésta
una culpa muy rectamente calificada de diabólica.
Solo el diablo, en efecto, hace el mal por hacer
mal. D e él es propio causar perjuicio sin motivo
alguno y tener por ocupación y empleo producir
estragos y acumular ruinas. Las otras pasiones,
aunque fútiles y vanas, ponen algunos pretextos
que los justifiquen o atenúen su falta. El ladrón
alegará la necesidad de remediar su pobreza, el
IX, LA ENVIDIA. 177

avaro lo mucho que le costó adquirir el dinero de


que no quiere desprenderse, el ambicioso el derecho
que juzga tener para aspirar a las preeminencias y
dignidades, el glotón y el impuro la fuerza con
que los solicita y arrastra el deleite de los senti-
dos. Mas el envidioso ¿qué pretextará para su de-
fensa? ¿Qué apariencia de bien honesto, útil o de-
leitable podrá ser el móvil de su extraña conducta?
¿Qué gana con que otros se pierdan, y cómo re-
dundará en felicidad suya la infelicidad de quien
nada ha hecho para ser odiado?
Vicio es éste que no se logra cohonestar a los
ojos de nadie con excusa alguna. El que lo tiene,
o no lo conoce, o procura no fijar en él la vista,
o es el primero en advertir su bajeza y su des-
honra. Se verá al vanidoso gloriarse de sus ho-
nores, al iracundo de sus venganzas, al avariento
de sus riquezas, y aun al carnal del gran número
de víctimas de su lujuria; pero no se ve a ningún
envidioso hacer alarde de su envidia.
N o hay pecado más común y pocos habrá más
detestables ante el divino acatamiento. Sin em-
bargo, por maravilla alguno se acusa de él en el
tribunal de la penitencia; y de ahí lo dificultoso de
que se cure un mal para el que no se pide re-
medio al facultativo y cuya existencia trata de ocul-
tarse a sí propio el paciente. L o mismo en las en-
fermedades espirituales que en las temporales sirve
de consuelo el tener un corazón amigo donde
LÓPEZ PELÁEZ, Pee. capit. 12
178 IX. LA ENVIDIA.

desahogar el dolor con referir las penas, y se encuen-


tra algún alivio escuchando palabras cariñosas y
viendo que se nos acompaña en nuestras afliccio-
nes. El envidioso carece de este bálsamo para las
heridas de su alma: son tan vergonzosas que no
se atreve a manifestarlas a nadie.
Entre sus muchos tormentos no es el menor la
continua violencia que se ha de hacer para que no
se descubra el fuego que interiormente le devora.
Quisiera perjudicar al que provoca su envidia, y
a la vez quiere que no se note el sentimiento que
a ello le impulsa. La rabia le empuja a saciar sus
instintos de hiena, y el temor — pues vicio tan villano
es propio sólo de personas apocadas y pusilánimes —
le contiene y le sujeta bien a pesar suyo, impidién-
dole sus bárbaras satisfacciones. D e ahí que acuda
al anónimo, a la delación cobarde, a las palabras
de doble sentido, a las insinuaciones embozadas,
a medios que no le comprometan, pero con los
cuales difícilmente logra sus malvados intentos, y
sólo consigue aumentar las propias tristezas y amar-
guras.
Dícese que esta pasión es la más injusta de todas,
porque se ensaña contra quien menos lo merece y
ningún motivo ha dado para ello, y a la vez la
más justa, pues toma venganza del que la engendra
y la mantiene. Ella es su juez y su verdugo, y
el instrumento de que Dios se sirve para empezar
a atormentarle aquí en la tierra. Como el gusano
IX. LA ENVIDIA. 179

que nace en el madero principia luego a roerle,


esta víbora derrama su ponzoña en el seno que
la procrea, y acaba por destrozarlo. E s como el
fuego que no abrasa sin consumirse. Otros pecados
se castigan en el infierno; para éste el infierno
comienza ya aquí, aquí comienza ya el reo de él
a sentir ansias de muerte, a rabiar y desesperarse
viendo la dicha de los otros, como los reprobos
se roen y se despedazan viendo la felicidad de los
bienaventurados.
Dios suele penar al envidioso sacando ileso de
sus asechanzas al justo y subiéndole a lugar más
preeminente. Las olas del diluvio, en vez de su-
mergir el arca de Noé, la colocaron sobre los más
altos montes. El fuego del crisol no destruye el
oro; atestigua sus quilates y pone de manifiesto su
resistencia. N o pueden las nubes ocultar mucho
tiempo el azul de la bóveda celeste, ni por los
ladridos de los perros deja la luna de seguir majes-
tuosamente su marcha.
Cuando se prepara el envidioso a entonar el cán-
tico del triunfo sobre sus inocentes víctimas, enton-
ces acostumbra el Señor a prenderle en sus pro-
pios lazos y a volver en su contra los instrumentos
de sus venganzas. L o s hermanos de José le ven-
dieron como esclavo, celosos de las preferencias de
su padre y de sus sueños de ventura, y sólo con-
siguieron que su padre le tuviese mayor cariño,
y que la realización de los sueños se anticipara.
12»
i8o IX. LA ENVIDIA.

Aman disponía la horca de Mardoqueo para que


no le llegasen los merecidos honores, y consiguió
con ello morir ahorcado, no sin antes ver a su rival
en el colmo del honor. Faraón, envidiando la pros-
peridad de los israelitas, los empujó hacia los abis-
mos del Mar Rojo, para que pasaran milagrosamente
a pie enjuto y presenciasen cómo él y su ejército
eran tragados por las olas.
Si alguna vez el hombre dominado por la envidia
logra la criminal satisfacción de gozarse en la des-
gracia de aquel a quien ha hecho blanco de sus tiros,
la voz de la conciencia le reprende y le recrimina
y arroja sobre las dulzuras de su júbilo la hiél
amarguísima del remordimiento. Por otra parte, no
le contenta ver caído uno de los que le hacían
sombra, al reparar cuántos son los que aun se en-
cuentran elevados; su furia no la irritan sólo los
que van delante por dolerle que le sean superiores;
se lanza contra los que están a su lado a causa de
no poder pasarles; y aun se encruelece contra los
que deja atrás por temor de que se pongan a par
de él.
Como la lechuza no puede sufrir la luz y se
esconde entre las sombras, él, en medio de los bene-
ficios que pródiga derrama la Providencia, entre los
resplandores de la liberalidad divina, que por todas
partes se difunden, padece horriblemente y acaba
por no poder resistir la vista de una sociedad en
que hay tantas personas que son o se le figuran
IX. LA ENVIDIA.

felices. Rehuye el trato de las gentes cuanto le es


dable, y su despecho en la soledad se aviva y se
acrecienta. Las gentes a su vez se apartan de su
lado como de un animal rabioso, pues cada cual,
advirtiendo su comportamiento con los otros, teme
que le llegue también su turno.
Las otras pasiones, por punto general, con la edad
se amortiguan; ésta no. Muchas de ellas sienten al-
guna vez el cansancio; ésta nunca. E s un fuego de in-
fierno — sicut infernus aemulatio —, y tiene su dura-
ción sin fin. E s un tósigo que bebiéndose siempre se
le encuentra llenando la copa siempre que a ella se
aplican los labios. David apaciguó con su música
al demonio de Saúl, pero no supo apaciguar su
envidia.
N o hay lugar donde el envidioso esté libre de
su dolor. E n el mundo escucha las ajenas alabanzas
que le destrozan los oídos; en la soledad le acom-
paña y le mortifica su recuerdo. Enterarse de ellas
es su martirio; y su ocupación consiste en espiar
y conocer cuáles y a quiénes se tributan. Hiere su
vista el brillo de la gloria de los demás y no sabe
separar de él los ojos, como la mariposa revolotea
en rededor de la llama en que ha de abrasarse.
Su apasionamiento le abulta las perfecciones que
envidia y le presenta con gran exageración los ho-
nores que los demás reciben. U n pequeño elogio
que unas doncellas hacían de David bastó para
que Saúl exclamase: «¿Qué falta ya para que se le
182 IX. LA ENVIDIA.

proclame rey?» Herodes sentía celos hasta de los


niños y mandó degollar gran número por si entre
ellos había algún competidor al trono.
La imaginación sobrexcitada, fija siempre en el
pensamiento de la superioridad ajena, le hace ver
desprecios, humillaciones y fracasos, que en realidad
no ha sufrido. D e momento en momento crece su me-
lancolía y su hipocondría se agrava, se vuelve más
huraño y misántropo, hasta llegar a sentir odio a la
humanidad entera y en ocasiones desear, como
Nerón, que el género humano no tuviese más que
una cabeza, para poder cortarla de un solo golpe.
La convicción de su impotencia le arrebata y le
enloquece. N o pudiendo arrojar de sí el veneno que
elabora, él propio se intoxica y se va matando sin
sentirlo. Se parece a la avispa que al clavar el
aguijón pierde la existencia. Putredo ossium llaman
las Sagradas Escrituras a la envidia. Llega en efecto
a los huesos y los pudre; corrompe la sangre; seca
las entrañas; abrasa el corazón; exacerba la bilis;
perturba las digestiones; consume las fuerzas; tras-
torna el cerebro; impide el buen funcionamiento
del organismo; envenena los manantiales de la vida;
y más de una vez acarrea una muerte prematura
entre el desamparo de los hombres, el temor de
la eterna justicia y dolores que parecen el prin-
cipio de los preparados en el infierno; o hace que
el envidioso, no pudiéndose resistir a sí mismo,
se arranque la vida, como hizo Aquitofel al advertir
IX. LA ENVIDIA. I8 3

que Absalón prefería a los suyos los consejos de


Cusai.
Cuando Caín mató por envidia a su hermano
Abel y la sangre de éste clamaba al cielo venganza,
la venganza que el cielo tomó, fué dejarle vivir y
ponerle una señal para que nadie le matase. La
muerte es mil veces preferible a la vida lúgubre,
rabiosa, desesperada del infeliz envidioso que lleva
clavadas en su corazón las garras agudísimas de
las furias infernales, y ni aun con océanos de sangre
lograría apagar el fuego devorador que, sin consu-
mirla, abrasa su alma. Sobre su frente puso la Pro-
videncia la señal de Caín, para que los hombres
no se le aproximaran tanto que fuesen víctimas
de su veneno. Por mucho que disimule su ma-
licia, no puede estar siempre tan sobre aviso que
en muchas ocasiones no la deje descubrir bien a
las claras. A la vista del que supone rival, se le
muda el color, se inquieta, se agita, un temblor
nervioso recorre todos sus miembros, la lengua se
le traba, las palabras se entrecortan, falta soltura
en sus movimientos, y la sonrisa, que como horrible
mueca contrae sus labios, a la legua descubre cuan
forzada viene. Se repite la historia de los fariseos
en sus acusaciones contra Jesús: nada dejaban por
intentar a fin de que no se les creyese sus ene-
migos personales. Pero los evangelistas advierten
que a Pilatos no se le ocultó que, si le acusaron y
le llevaron a su tribunal, fué tan sólo por envidia.
IX. I.A ENVIDIA.

Si el dragón de la envidia ha permanecido mucho


tiempo enroscado en un alma, haciendo allí su
horrible nido y la mansión de otros monstruos
que suelen acompañarle, es lo ordinario que se
manifieste al exterior la desolación y la suprema
infelicidad de aquel espíritu. Los ojos hundidos y
a veces animados con un fulgor siniestro a manera
de brillo fosfórico, la mirada o vaga y errante o
extrañamente fija en un punto invisible del espacio
y sin resistir nunca la mirada de las demás per-
sonas, las cejas de continuo fruncidas, arrugas
profundas surcando una frente que la hipocresía
inclina hacia el suelo, la tez amarillenta y denegrida,
como si fuera bilis y no sangre lo que corre por
sus venas, los labios adelgazados y descoloridos
moviéndose convulsivamente al modo que los de
un epiléptico, los dientes descarnados, el cuerpo
enjuto y de hora en hora secándose como planta
maldita, son en ocasiones indicios de un alma en
que se ha agotado la fuente del amor, y ya no
baja el celestial rocío de la caridad, ni crece la
flor hermosa de la esperanza, ni la luz de la dicha
refleja nunca sus brillantes destellos.
N o en todos los espíritus el gusano roedor de
la envidia da tan fuertes dentelladas y causa heri-
das tan profundas, ni los accesos de este mal pro
ducen en todos los organismos tan graves estragos.
Pero es lo suficiente para que se nos quite la vida
de la gracia, para darnos una muerte eterna; y
IX. LA ENVIDIA.

esto debiera sobrar para que estuviésemos con pre-


vención y muy en guardia contra sus acometidas, y
para que, si alguna vez descuidados y como dor-
midos hemos dejado que el gran envidioso de nues-
tra salvación siembre esta cizaña entre el trigo de
nuestras virtudes, nos apliquemos al punto a arran-
carla, a fin de que la consuma el fuego de nuestra
execración más viva.
Si el tentador quiere convencernos de que la
honra que se tributa a alguno obscurece y rebaja
en cierto modo la nuestra, que debería ser aun más
grande, digámosle aquellas palabras de la Escri-
tura: «a solo Dios es debido el honor y la gloria» ;
y recordemos el ejemplo del Bautista, que cuando
sus discípulos se celaron d e que las muchedumbres
se iban tras de Jesús enamoradas de sus doctrinas y
maravilladas de sus obras, se apresuró a contestar-
les: «Conviene que él crezca y que y o disminuya.»
Si nos representa que otros se entremeten a hacer
las cosas que ya veníamos haciendo con gran fruto
y sin necesidad de nadie, respondamos como Moisés
a Josué: ¡ Quién me diera que todos profetizasen y
que el espíritu de Dios se difundiera plenísima-
mente en la multitud!
Consideremos cuan diferente, si dejamos entrar
en nuestros corazones a la envidia, es nuestra con-
ducta y la conducta de Dios y cuánto distamos
de su espíritu. El de los males sabe sacar bienes, y
nosotros aun de los mismos bienes sacamos males.
IX. LA ENVIDIA.

Él v i o todas las cosas que había hecho y se com-


plació viéndolas muy buenas, y a nosotros, como
no esté en nosotros mismos, todo bien, con ser de
su naturaleza agradable, nos desagrada y nos mor-
tifica.
Si reparáramos en la nada de todo lo que el
mundo ofrece, con seguridad que no habría cosa
que tentase nuestra envidia. L o s bienes de acá
abajo son pocos, y caducos, e insípidos, e incons-
tantes, y no pueden llenar un corazón que puede
poseer el bien supremo. T o d o esto te daré si ca-
yendo me adorares, decía Satanás a Jesucristo nues-
tro Señor, presentándole la gloria y la ventura de
todos los reinos. También a nosotros, para ver-
nos atenazados y roídos por las mordeduras de
una rabiosa envidia, nos muestra la dicha de mu-
chas personas aunque sólo por de fuera y sin pasar
de la superficie. N o s hace ver las ventajas de las
riquezas, pero no el trabajo con que se consiguen,
el temor con que se guardan, la facilidad con que
se pierden. Mostrarános el brillo de los honores y
de los cargos, pero no las incomodidades y la
responsabilidad de las cargas, pero no las espinas
de que está erizado el camino de la mundanal
gloria, no los desvelos y fatigas que cuesta subir
hasta su cumbre, ni las luchas sin descanso con
injustos competidores, ni la volubilidad y tiranías
de la opinión dispensadora de la fama. Si pudiera,
mos conocer a fondo el estado de ánimo de mu-
IX. LA ENVIDIA. I8 7

chos a quienes se juzga felices, más que envidia


nos inspirarían profunda lástima. Muchas veces se
envidia a aquellos de quienes somos envidiados.
N o estos bienes limitados, que al repartirse se
disminuyen, codiciemos; tened emulación por me-
jores carismas, nos amonesta el Apóstol. L o s bienes
de la gracia se multiplican cuanto se dividen y se
distribuyen, y la herencia de la gloria no es menor
para cada uno porque sean más los herederos.
Con razón se excluye del reino de los cielos a los
envidiosos; si les fuera dado entrar en aquella
mansión de paz, de amor y de ventura, al ver
a todos contentos y satisfechos, su envidia ante
tamaña felicidad daríales tanto disgusto que a ser
posible les causaría la muerte.
Pensemos finalmente que con esta pasión no lo-
gramos sino producirnos tristezas y contribuir a
la gloria de nuestros rivales. Seríamos como los
cautivos que en los triunfos de Roma acompaña-
ban encadenados al vencedor, para dar testimonio
de sus hazañas y servir de ornato en sus ho-
nores. Envidiar a uno es reconocer su superioridad.
El que camina a la luz del sol tiene que hacer
sombra; esta sombra es la envidia para los que
llevan en la frente el fúlgido nimbo del genio.
T o d o s saben que no hubo grande hombre que no
suscitara enemigos, y que la grandeza de cada cual
se mide por el número de los que le envidian y le
calumnian; y así, si nos sumamos a los envidiosos
i88 X. LA PEREZA.

de una persona, contribuimos contra nuestra inten-


ción y voluntad a darle importancia a los ojos de
las gentes.
Si nos disgusta el que otros nos pasen delante
en la virtud y en la ciencia y den cima más pronto
y con más felicidad a sus proyectos, no sea por el
bien de que gozan sino por el que a nosotros nos
falta. N o nos irriten ellos, que no son la causa ni
tienen culpa de lo que nos ocurre, sino nuestra
desidia, nuestra torpeza, nuestro descuido. N o los
precipitemos de su pedestal para que desciendan a
nuestro bajo nivel; elevémonos sin perjudicarles
para subir hasta su misma altura. Su virtud no sea
causa de que por la ruin envidia perdamos la nues-
tra; antes por lo contrario, sírvanos de aguijón y de
acicate para seguir sus huellas hasta ponernos a su
lado, hasta cogerles la delantera si nos es posible.

X.
L a Pereza.
El divino Redentor, modelo de trabajadores, con
sus obras y con sus palabras reprobó constantemente
la pereza.
Así como los siervos de la parábola evangélica se
durmieron y mientras tanto el enemigo de su señor
sembró la cizaña en el campo de trigo, así los após-
toles se entregaron al sueño mientras el Señor oraba
y sus enemigos disponían t o d o para prenderle; pero
X. LA PEREZA.

luego que recibieron el Espíritu Santo se portaron


diligentísimamente en el resto de su vida, siendo
dechados de actividad y de celo.
La Sagrada Escritura toda abunda en exhorta-
ciones para que huyamos y desterremos el vicio
de la pereza. L o s libros de Salomón, particular-
mente, presentan multitud de consideraciones por
donde se ve cuántos son y cuan graves y diversos
los daños que produce.
Consiste este pecado en un excesivo y desorde-
nado amor de reposo.
El descanso carece de culpa cuando no es con
exceso. Sin él sería imposible trabajar, porque se
agotarían pronto las fuerzas si no se las reparase,
y el organismo padecería si se le tuviera constante-
mente en ejercicio, como se rompería la cuerda
del arco si permaneciera siempre tirante, y las
de los instrumentos músicos si alguna vez no se
aflojasen. El perezoso descansa con el fin de huir
del trabajo, cuando se debe descansar para no inu-
tilizarse en él, como un medio para poder seguir
trabajando.
D e la clase de ocupaciones a que cada uno se
dedica, de la edad, de la robustez, de la condición
social y de otras muchas circunstancias depende la
cantidad de descanso que pueda y deba tomarse.
H a y quien trabaja poco dedicando al trabajo mucho
tiempo. La pereza impide a unos principiar ninguna
ocupación provechosa, a otros no les deja terminar
190 X. LA PEREZA.

las principiadas y es causa de que si muchos las ter-


minan, no sea con la debida perfección, por no haber
puesto la suficiente diligencia ni haber ejercitado la
actividad con el celo y entusiasmo que se requería.
El sentir repugnancia por el trabajo, el sacar
disgusto en el cumplimiento de la obligación, y
aun el decaer de ánimo en el bien obrar, no
debe reputarse por culpa cuando no interviene la
voluntad, siendo causa de que se murmure y se
desapruebe la voluntad de Dios. Precisamente da
pruebas de mayor fortaleza de espíritu el que no
abandona el camino de la virtud cuando más ás-
pero y erizado de dificultades se le presenta, y sigue
cumpliendo sus obligaciones a pesar de todas las
resistencias que encuentre y de todos los óbices
que le salgan al paso. E n ocasiones la tristeza que
se experimenta al ejecutar lo que está mandado,
tiene tan sólo por origen la consideración de los es-
fuerzos que se precisa hacer para ponerlo por obra,
y es causada por nuestra naturaleza flaca y decaída,
que apetece el reposo como su bien más grande y
se resiste a todo lo que significa molestias y esfuerzos.
Únicamente será pecado mortal la pereza cuando por
su causa se abandona una obligación grave.
El ser perezoso no quita el ocuparse en el tra-
bajo, si tal nombre merece una sucesión de fri-
volidades para entretener el tiempo. Como es difícil
estar sin hacer nada, el que está dominado por la
pereza, a la vez que rehuye el trabajo propio de
X. LA PEREZA.

su oficio o profesión y toda ocupación seria y pro-


vechosa, se distrae en bagatelas y nonadas insubs-
tanciales y pueriles cuando no se dedica exclusiva-
mente a satisfacer sus vicios. Su trabajo es como
el de los niños que se afanan en construir castillos
de naipes o casitas de barro que ellos mismos, vista
la inutilidad de su tarea, se apresuran a deshacer;
y en algún sentido recuerda el de la araña que pasa
la vida hilando y urdiendo telas para cazar moscas.
L o s apóstoles dijeron una vez a Jesús: «Señor, toda
la noche no paramos de trabajar y ninguna pesca
hemos cogido.» Así muchos hombres, para quienes la
vida es noche continuada, pues no ven lo que les con-
viene, al salir de ella, con la luz de la candela mor-
tuoria, que disipará las espesas tinieblas de que había
estado rodeado su entendimiento, notarán que ningún
fruto han conseguido y que al igual de aquellos
varones de riquezas de este siglo, de que habla la
Escritura, nada encuentran entre sus manos.
Aunque el vicio de la pereza es más perjudicial
por los desastrosos efectos que de él comúnmente
se siguen, también constituye en sí mismo un des-
orden detestable.
E s ley de Dios que el hombre trabaje. Hubiera
trabajado aun en el estado de felicidad y de ino-
cencia. Si se colocó al primero en el paraíso, fué
para que lo labrara y custodiase. Aquella labor
no hubiera sido difícil ni penosa, y habría aumen-
tado las delicias que en el edén se gozaban. Por el
192 X. LA PEREZA.

pecado de nuestro padre fué maldita nuestra morada;


la tierra se cubrió de espinas y abrojos, los ele-
mentos se rebelaron contra el que había sido re-
belde al Creador; y el hombre se v i o forzado a
comer el pan con el sudor de su rostro. D e s d e
entonces el trabajo tuvo también el carácter de
pena. Pero la providencia misericordiosísima del
Señor dispuso que lo que era castigo de nuestras
culpas fuese también expiación de ellas, que satis-
ficiéramos a la justicia divina aceptando las penali-
dades anejas al trabajo, y con la mortificación que
le es propia, nos purificáramos y rehabilitásemos y
ennobleciéramos y nos dispusiésemos para el sacri-
ficio que consigo lleva la virtud.
El que, influido por la pereza, se entrega al
ocio, se resiste a la voluntad divina, se opone a sus
mandatos y trata de salirse del orden por ella
establecido. Se le dieron las manos para trabajar.
Todas sus facultades tienden a desarrollarse y piden
ser ejercitadas. T o d o le está indicando que nació
para el trabajo como el ave para el vuelo. Sus
fuerzas no se las concedió él a sí mismo; de Dios
las recibió y no para que las tuviese ociosas.
El perezoso se figura que no hace nada malo,
puesto que no hace nada. Pero hay faltas de co-
misión y las hay de omisión; y mal hace el que
no hace lo que debe. Las vírgenes que el divino
Esposo calificó de necias y no quiso recibir a las
bodas, nada habían hecho sino dormitar y dejar
X. LA PEREZA. 193

que se extinguiesen las luces. El siervo de la pará-


bola evangélica condenado a tinieblas perdurables,
no había perdido el talento que se le confiara:
para tenerlo muy seguro lo había enterrado; mas
porque no negoció con él, recibió el terrible castigo.
La higuera maldita por el Señor y arrojada al fuego,
no lo fué por dar malos frutos, y solamente por-
que no los daba ni buenos ni malos. ¿Qué diría-
mos de un criado que considerase como una in-
justicia el ser despedido de la casa de labranza
por sólo no trabajar, y alegase en su defensa que
no hacía mal ninguno?
Quien no sirve a Dios en esta vida, no le gozará
en la otra; y no le sirve quien no cumple sus santos
mandamientos, ni practica en honor suyo y en re-
conocimiento de su supremo dominio todo aquello
a que está obligado. N o se otorga el premio sino
al que vence en la lucha, ni gana su salario el jor-
nalero negándose a emplear en servicio del amo
el tiempo convenido. Dios nos sacó de la nada, donde
nada teníamos ni merecíamos, nos dotó de poten-
cias, sentidos y miembros como otros tantos ins-
trumentos de trabajo, y nos dijo del mismo modo
que a los operarios de la parábola evangélica: Ite
et vos in vineam meam, — Id también vosotros
a mi viña. En la misma parábola se nos refiere
que el señor salió muy temprano a llamar a los
obreros y volvió en varias horas, y aun cuando era
ya muy tarde no dejó de invitar al trabajo; a los
LÓPEZ PELÁEZJ Pee. capit. 13
194 X. LA PEREZA.

que encontró en la plaza mano sobre mano, no los


reprendió por estar murmurando o por otra causa
cualquiera, sino únicamente por la ociosidad. «¿Cómo
es que estáis aquí todo el día ociosos?» les decía.
Honrando así el trabajo y dándonos ejemplo al-
tísimo que imitar, Dios se llama el Supremo Hace-
dor, pues, en efecto, hizo el mundo en seis días,
y, aunque con un acto simplicísimo, continúa gober-
nando y rigiendo el universo y dando el ser y la
subsistencia a todas las cosas e influyendo con sus
gracias y luces y auxilios en nuestras almas. El
Verbo, por quien fué hecho todo de la nada, se
hizo hombre, y además de tomar nuestra carne
miserable y pasible tomó el oficio de carpintero
y ganó el pan con sus manos. Cuando dejó el taller,
no dejó de trabajar; apenas dormía; recorría in-
cesantemente poblados y campiñas, curando las en-
fermedades y anunciando la buena nueva entre los
ardores del estío y los hielos del invierno; y más
de una vez tuvo que detenerse en los caminos ren-
dido por el cansancio y la fatiga.
Sus apóstoles, todos ellos hijos del trabajo, con-
tinuaron ejercitando sus antiguos oficios en cuanto
el oficio del apostolado se lo permitía. San Pablo
se gloriaba de ello, de no comer sino lo que había
ganado con sus manos, porque así a nadie había
sido gravoso, y concluía diciendo: El que no quiera
trabajar, que no coma. T o d o s los santos han sido
modelos de actividad y diligencia: los antiguos
X. LA PEREZA. 195

religiosos compartían el tiempo, como hacen aun


hoy muchas Ordenes, entre los trabajos del espíritu
y el trabajo manual; los Padres del yermo hacían
cestos y esteras y otras obras; y cuando no podían
venderlas para socorro de los pobres, las deshacían
para con sus materiales volver a trabajar, con el
fin de no estar nunca ociosos.
Aun las naciones que no habían sido alumbradas
con los resplandores del Evangelio, por la sola luz
de la razón natural concibieron tal horror a la
ociosidad y a la vagancia, que en algunas se creyó
que no podía castigarse con menor pena que la de
muerte, y en otras se desterraba al que no probaba
dedicarse a algún trabajo.
El que no quiere trabajar es indigno de vivir
en un mundo donde todo trabaja y se mueve y
se agita y está en perpetua actividad. Es injusto
que no sirva a Dios cumpliendo la ley del trabajo
aquel a quien todas las criaturas sirven y por quien
todas trabajan sin traspasar nunca las leyes que
por el Creador les fueron impuestas. El sol alumbra
sus días y la luna sus noches; los ríos corren fer-
tilizando sus campiñas; los árboles se visten de
flores y se enriquecen de frutos; y no hay cria-
tura que no cumpla los propios fines. Solo el hombre
cree no tener destino que cumplir y poder estar
en inalterable reposo en el seno de la naturaleza,
donde nada está en completa quietud y se mueve
cuanto vive, porque sin movimiento no hay vida.
13*
X, LA PEREZA,

El Espíritu Santo, como si diera más importancia


a una criatura irracional que a un hombre pere-
zoso, le manda que vaya a aprender de la hor-
miga. Hay animales, en efecto, que le llevan mucha
ventaja en orden, previsión, actividad, economía y
ahorro.
Si en la naturaleza es un monstruo, para la so-
ciedad es una carga el que aborrece el trabajo.
E s un parásito social que vive de chupar el sudor
ajeno. Los demás se cansan para que él se recree.
Formando parte de la sociedad quiere aprovecharse
de sus ventajas sin cumplir sus obligaciones. E s
una rueda de la maquinaria social que, colocada
en un engranaje, puesto en movimiento, hace, sin
embargo, lo posible por permanecer inmóvil. Sol-
dado rezagado en el camino del progreso, abandona
las armas del trabajo, con que se lucha por la civili-
zación, desertando del puesto de honor que se le
había confiado. Cuando muere se le arroja en el
sepulcro como se tira al suelo un fardo que pesa
e incomoda; y de su paso por el planeta, que no
regó ni fecundizó con el sudor de su frente, que-
dará menor vestigio que el que deja el gusano que
negligentemente se arrastra por el polvo.
Inútil y aun perjudicial para los demás, a nadie
causa más daño que a sí mismo el perezoso. Pierde
el tiempo, y el tiempo es lo que más vale en el
mundo después de la divina gracia. Decir que es
oro no es decir bastante. En cierto modo vale tanto
X. LA PEREZA. 197

como D i o s , porque haciendo de él buen uso se


llega a poseer a Dios. N o es nuestro más que el
presente: el pasado desapareció de nuestras manos;
el porvenir no nos pertenece aún y tal vez no venga
para nosotros. Una vez perdido, no se recobra. Pasan
los días y no vuelven. Cada hora que da el reloj
es una parte que se nos arrebata de nuestra vida,
de la cual sabemos lo que ha durado, pero no sabe-
mos cuánto le resta de duración. En lugar de apro-
vechar el tiempo que tan de prisa corre, el pere-
zoso, como si fuese enemigo suyo, no piensa más
que en matarlo, en gastarlo, en deshacerse de él,
sin reparar que puede tener que arrepentirse cuando
ya el arrepentimiento sea en vano.
Como el trabajo es instrumento de producción
y fuente de riqueza, quien a él no se dedica y se
ocupa sólo en vivir de su fortuna, bien presto la
ve venir a menos si ya no es testigo de su total
ruina. Investigando la causa de que tantas familias,
en otro tiempo poderosas, hayan perdido su lustre
y esplendor, acabando por llegar al estado más
lastimoso, encontraremos en el principio de la deca-
dencia casi siempre a la ociosidad con su acom-
pañamiento de vicios. L a pereza camina muy lenta-
mente y la miseria la alcanza pronto. Las naciones
más indolentes son también las más atrasadas; y
cuando se ponen en lucha con otras más trabaja-
doras, son prestamente vencidas en todos los te-
rrenos.
198 X. LA. PEREZA.

A la vez que su hacienda, el perezoso arruina


la salud. Tal vez por no perderla rehuye el trabajo,
y no hay mejor remedio que el trabajo para con-
servarla. D e s d e los tiempos de Hipócrates viene
observando la medicina que la ociosidad es causa
muy frecuente de perder la salud. Basta comparar los
braceros de nuestros campos con la gente que vive
holgada en las ciudades para deducir cuánto aumenta
la robustez y sostiene las fuerzas y vigoriza al
cuerpo el trabajo. Se comprende bien que por el
desmedido reposo sufra trastornos graves el orga-
nismo y que de igual manera pierdan de su natural
vigor las facultades del espíritu dejando de ejer-
citarse. El agua corriente es clara y pura y cría
sabrosos p e c e s ; en dejándola estancar se ensucia
y se corrompe y ofrece habitación a venenosos rep-
tiles. El aire, sin el cual no se vive, pronto se
vicia y deja de ser respirable y llega a causar la
muerte, si deja de estar en movimiento. La espada
si se tiene siempre en la vaina se enmohece, y los
metales necesitan el uso para no criar herrumbre.
Ya era notado de los antiguos que la memoria
cultivándose es cómo se aumenta. A l modo que
una lámpara cesa de alumbrar no echándole aceite,
así la luz del entendimiento se debilita si el estudio
no le ofrece combustible. Se ha visto algunos
hombres que dieron claras muestras de enten-
dimientos privilegiados, y después de brillar un ins-
tante en el horizonte de la ciencia desaparecieron
X. LA PEREZA. 199

súbitamente cual fulgor de relámpago en noche


de invierno: la pereza los atrajo a sus abismos y
los retuvo en las lobregueces de sus prisiones y
les cortó las alas, como Dalila cortó a Sansón los
cabellos, para que no se levantaran a las regiones
del ideal y del sacrificio.
H u y e el cuerpo al trabajo el perezosp para con-
servar la salud, y la altera con las enfermedades
que ocasiona la falta de ejercicio. Busca también
el pasar mejor la vida y también le sucede todo
lo contrario. El descanso es agradable después del
trabajo, cuando se ha merecido, cuando hay de-
recho a él; pero nada cansa más cuando se toma
con exceso y por única ocupación. El desorden
moral, la violación de la ley, produce remordi-
mientos o es causa de tristeza o altera dolorosa-
mente el espíritu, verificándose por lo común que
en el pecado se lleva la penitencia; y así ocurre
al quebrantar el precepto que nos obliga al tra-
bajo. La mejor manera de emplear el tiempo y
de que la vida no canse, es tener distribuidas todas
sus horas, dedicando a ocupaciones útiles, después
de cumplir exactamente nuestros deberes, cuantas
nos sea posible.
Como la rueda de molino puesta en movimiento,
si no tiene que moler, a sí propia se desgasta, la
inteligencia del hombre necesita un objeto para su
constante actividad. El que no quiere buscarlo en
el trabajo, lo buscará en cualquier otra cosa que
30O X. LA PEREZA.

más le agrade. Pero dependiendo esto de su vo-


luntad y siendo la voluntad voluble, tornadiza y
caprichosa, pronto se cansa de aquella ocupación,
o distracción, mejor dicho, y busca otra en la cual
luego le acontece lo propio. El que es avaro del
tiempo, única avaricia permitida, nunca tiene el que
necesita, todo le resulta escaso. Para el ocioso el
gran problema es cómo pasará el día, de qué ma-
nera se le acabará más presto y le resultará menos
aburrido. L o s pasatiempos que más le entretenían,
a fuerza de repetirse acaban por serle enojosos; los
nuevos con que trata de distraerse corren la misma
suerte no tardando. El tedio, el fastidio, el disgusto,
el cansancio de todo se apoderan de su corazón y
se clavan en él como un dardo que inútilmente se
esfuerza por arrancar.
Si pudiéramos ver el estado de ánimo de los
que parecen y quieren parecer más dichosos, por-
que no tienen que trabajar para vivir y viven sin
trabajo alguno, nos convenceríamos de que la reali-
dad es muy distinta de la apariencia. H a y en este
valle de lágrimas tantas amarguras, es todo lo del
mundo y el mundo todo tan pequeño para un
corazón llamado a poseer al infinito, que quien
pone la felicidad en sus placeres y en experimen-
tarlos y saborearlos ocupa todo el tiempo, es el que
mejor nota lo insubstancial y vano de la vida y
menor aprecio hace de ella, no siendo infrecuente
que, por mirarla como carga pesada e insoportable,
X. LA PEREZA. 20I

la arroje en el fondo del sepulcro por medio del


suicidio, para buscar un descanso eterno que sólo
hallan los que cumplieron la ley divina, natural y
social del trabajo. El buen trabajador templa el
espíritu y endurece el cuerpo; mientras que los
dedicados enteramente a la molicie, al recreo, al
regalo y al ocio, no tienen fuerza para resistir los
golpes de las enfermedades; y los vaivenes de la
adversa fortuna, las contradicciones y obstáculos,
primero los irritan, después los amilanan y, por
fin, a no pocos, los lanzan a la desesperación y a
la misma muerte.
Muchos son los males temporales que la ocio-
sidad, hija de la pereza, causa; pero los espirituales
son todavía mayores. A la manera que un terreno,
si no se le labra y siembra y cultiva, en igual de
producir buena hierba, la produce mala y se cubre
luego de cardos y abrojos y plantas dañinas, el
espíritu que no se consagra al trabajo está lleno
de varios deseos y de pensamientos injustos y tor-
pes. Consejo era de los Santos Padres: Siempre te
encuentre el diablo ocupado. Para el que está ocioso,
no hace falta diablo que le tiente. El mismo es su
tentador. Si una vasija está llena de líquido, no se
le puede echar más. Cuando el hombre está ocu-
pado con el trabajo, el demonio, que anda siempre
en derredor nuestro buscando la manera de de-
vorarnos, no encuentra facilidad de sugerirle peca-
minosos pensamientos y ponerle en ocupaciones
202 X. LA PEREZA.

peligrosas. En cambio, si el alma se halla vacía


de los pensamientos propios del que permanece
empleado en llenar sus obligaciones, fácil es a su
enemigo poner allí ideas engañadoras y perjudiciales.
L o cual nos dio a entender el divino Maestro
cuando nos refería que el diablo, habiendo vuelto
a un alma y encontrándola vacante, trajo consigo
otros siete espíritus que hicieron sus postrimerías
mucho peores aún que habían sido sus comienzos.
La imaginación, la loca de la casa, como la
llamaba Santa Teresa, si no se tiene ocupada con
el trabajo, da en los mayores desvarios, y se ocupa
en fingir y pintar placeres que seducen a la volun-
tad y la apartan de la virtud, que es únicamente
donde el verdadero placer existe. El caballo des-
cansado mucho tiempo es un peligro para el jinete:
la carne no domada con el trabajo se rebela con-
tra el espíritu y no sufre el freno de la ley.
En la historia de las grandes caídas, en el fondo
de las perversiones morales más escandalosas, halla-
remos el ocio como instigador, o como cómplice
por las ocasiones que a las malas obras presta.
David, mientras estuvo guerreando contra los ene-
migos de su religión y de su patria, era el hombre
temeroso de D i o s , cuyo corazón estaba cortado
según el Corazón divino; cuando entretenía su
ociosidad paseando por su palacio y recreando la
vista en los jardines vecinos, cayó en adulterio,
manchó sus manos con la sangre de uno de sus
X. LA PEREZA. 203

más fieles subditos y fué motivo de escándalo para


todo el país. Salomón, en cuanto dejó de ocuparse
en la construcción del templo, a pesar de su por-
tentosa sabiduría, incurrió en la necedad de ponerse
de hinojos ante los ídolos que construyó para sus
mujeres. El profeta Ezequiel indica la ociosidad
como una de las causas que precipitaron a Sodoma
en desórdenes que no pueden nombrarse.
Si queremos evitar los vicios, huyamos de la
ociosidad, que es madre de todos ellos. Pensemos
cuánto castigará Dios una vida ociosa, si hasta una
palabra ociosa castiga. El trabajo es breve, porque
brevísima es la vida; y el premio será sin fin, por-
que la vida que a los trabajos de ésta sigue no
concluye nunca. N o hay relación entre lo que aquí
se sufre y lo que allá se goza. «Alégrate, siervo
bueno», dirá el Señor a sus buenos trabajadores en
el día de la cuenta; «porque fuiste fiel en lo poco,
te haré dueño de lo mucho.»
L o s que tengan otras personas bajo sus cuida-
dos, acostúmbrenlas a ser activas y diligentes: que
ninguna otra riqueza mayor que el espíritu de la-
boriosidad pueden dejarles. Amontonar bienes de
fortuna para los herederos, si no están enseñados a
conservarlos y adquirirlos, es darles medios para
labrar su infelicidad temporal y eterna.
El hombre sigue hasta la vejez el camino que
emprendió desde su adolescencia. Muy difícilmente
se sujeta al y u g o el animal que no lo llevó a su
204 X. LA PEREZA.

debido tiempo. El que, abandonado por los padres,


juguetea y corre mientras los demás niños adquieren
en la escuela hábitos de laboriosidad, de honradez
y disciplina, tiene mucho adelantado para ser toda
la vida un holgazán, un vago y un vicioso, que
acabe por decir como el mayordomo infiel de la
parábola evangélica: «Para trabajar no sirvo; pedir
me da vergüenza; pero ya sé qué hacer»; y lo
que haga, será dedicarse al hurto y a la estafa y
a los demás delitos que tienen por paradero la
prisión y la ignominia. Procuren, pues, los padres
de familia ser ejemplo de diligencia, de método y
de orden, y hacer que sus hijos, desde la más tierna
edad, cobren afición al trabajo ya manual ya intelec-
tual, según las circunstancias personales y las de su
casa, dedicándolos a él prudentemente conforme sus
fuerzas y salud lo permitan.
Seamos todos enemigos del o c i o , cuyos ama-
dores, en frase de Salomón, son entre los hombres
los más necios. Trabajemos con la mira puesta en
Dios, cuyas órdenes cumplimos y cuya gloria pro-
movemos trabajando cristianamente. Tengamos en
cuenta que, según las enseñanzas del Apóstol, «el
que poco siembra poco recoge», y «cada uno reci-
birá la merced conforme a la labor».
APÉNDICE.

L o s pecados capitales ante la Medicina.


El ilustre médico y observante sacerdote trapense
Debreine en su precioso libro La Teología Moral
en sus relaciones con la Fisiología y la Higiene,
observa muy exactamente que «sin la religión cris-
tiana-católica y su admirable y divina moral, la
filosofía, la higiene y la medicina serían muy im-
potentes para arreglar la conducta moral de los
hombres». Pero, después de demostrar abundante-
mente esta verdad en las Reflexiones sobre las
pasiones, añade: «La medicina y sobre todo la
higiene son también auxiliares poderosos de que
debemos echar mano para combatir nuestras pa-
siones, y principalmente para evitar que crezcan,
se desarrollen y progresen.» En los capítulos an-
teriores hemos considerado los pecados capitales
principalmente a la luz de la razón y de la reve-
lación divina, aunque sin olvidar sus relaciones con
la salud del cuerpo. N o será fuera de propósito
insistir sobre este último aspecto, al que tanta im-
portancia se concede en esta época positivista, co-
rroborando nuestras afirmaciones acerca del particular
206 APÉNDICE.

con el testimonio de médicos eminentes, basado en el


dictamen de la experiencia y en cifras estadísticas.

Ambición.
Acerca de esta pasión, que tanta afinidad tiene
con la soberbia, hace notar Descuret en la Medi-
cina de las pasiones:
«Veamos ahora los principales estragos que oca-
siona la ambición en la economía. El hombre sujeto
a esa pasión tarda poco en adquirir un color pálido,
aproxímanse sus cejas, húndense sus ojos en las ór-
bitas; su mirar se vuelve inquieto y receloso, sus
pómulos salientes; ahóndanse sus sienes, y sus ca-
bellos o bien se caen o ponen canos antes de tiempo.
Devorado el ambicioso por una actividad incansable,
está casi siempre ahogándose, como si acabase de
fatigarse subiendo una montaña; aun la misma es-
peranza, lejos de dilatar suavemente su corazón, le
hace experimentar dolorosas palpitaciones y un cruel
desvelo; su pulso es habitualmente febril, ardoroso
su aliento, e imperfectas sus digestiones.
Siendo esto así, ¿qué tiene de extraño que esa
pasión ocasione tantas inflamaciones, así agudas
como crónicas, de los órganos digestivos? Se ha
observado que los cánceres del estómago o del
hígado terminan a cada paso los días de aquellos
cuya existencia ha atormentado la ambición. Mueren
también muchas veces los ambiciosos víctimas de
alguna afección apoplética o de lesiones orgánicas
AMBICIÓN. 207

del corazón. Pero el término más ordinario de esta


pasión es la melancolía, y sobre todo la monomanía
ambiciosa; así es que en los establecimientos des-
tinados a la curación de los afectados de enajena-
ción mental abundan en especial los desgraciados
que han visto frustradas sus esperanzas, o cuya am-
bición se ha visto engañada, y que se creen gene-
rales, ministros, soberanos y papas, y hasta dioses.
Y sin embargo, a pesar de las terribles lecciones
de la historia, y a pesar de su propia experiencia,
todavía se dejan fascinar los hombres por esa ne-
cesidad postiza, por esa sed inmoderada de gloria,
de poder, de honores y riquezas. Por e s t o , tras
cada violenta conmoción política podemos estar se-
guros de que se llenarán las casas de locos. Así
sucedió en Francia después de la revolución de 1789
y ha vuelto a suceder después de los aconteci-
mientos de 1830.
En la segunda Relación publicada por Mr. Des-
portes, en un total de 8.272 afectados de enajena-
ción mental no se hallan más que 130 conducidos
a tan triste estado por la ambición; mas en el
número de 150, que indica los que contrajeron la
enfermedad a consecuencia de reveses de fortuna,
¡ cuantos no habrá que la deben a ambiciones frus-
tradas! Y resta aun por último el número de 1.576
para aquellos en quienes quedó desconocida la causa
de la enfermedad; ¿en cuántos de éstos no des-
empeñaría un gran papel la ambición ? Y o he podido
208 APÉNDICE.

observar en los establecimientos de los señores Es-


quirol, Belhome, Falret y Voisin, donde los en-
fermos pagan pensiones bastante crecidas, que el
número de locos por ambición es proporcional-
mente mucho mayor que en los establecimientos
dependientes de la administración de los hospitales.
Por otra parte, la monomanía ambiciosa y la lipe-
manía son las dos formas de enajenación mental
primitivamente determinadas por la ambición; pero,
según he podido cerciorarme, degeneran fácilmente
en manía y en demencia.»

Avaricia.
D e los efectos de este pecado cita el mismo autor
varios casos en extremo lamentables, como suicidios
y muertes repentinas, y a propósito de sus sínto-
mas y terminación hace las siguientes reflexiones:
«¿Queréis conocer a un avaro? Examinadle sobre
todo en dos actos muy importantes para él: cuando
toma y cuando da. Cuando le hacen un presente
de algún valor, al instante su mano se expande
para recibirlo, su cara está radiante, sus ojos se
humedecen de ternura; se extasía, y su boca entre-
abierta no halla expresiones para manifestar su sor-
presa y su satisfacción: entonces goza.
Muy diferente es la escena cuando se halla preci-
sado a soltar algunas monedas: sus facciones se
ponen hoscas y se contraen; su brazo se alarga
lento y perezoso para contar cada moneda, que no
AVARICIA. LUJURIA. 209

suelta sino con mucha dificultad y después de


haberla estrechado como por última vez entre el
pulgar y el índice; y luego sus inquietos ojos siguen
tristemente hasta vuestro bolsillo el dinero que ha
debido sacar del s u y o : entonces padece.
La avaricia es sin disputa el vicio más miserable
y odioso de cuantos degradan el corazón del hombre.
Las demás pasiones pueden al menos hallarse con
algunas virtudes, o ser excusadas por algunas buenas
cualidades; pero la avaricia destruye todas las vir-
tudes, echa a perder todas las buenas cualidades,
y puede arrastrar a todos los crímenes. Y, con efecto,
la usura, la inhumanidad, la ingratitud, no son harto
a menudo más que los frutos de tan monstruoso
vicio. El avaro, enemigo de Dios y de la sociedad,
en justa compensación, llega a ser verdugo de sí
mismo. Las privaciones de toda suerte que se im-
p o n e , los temores continuos que le asaltan, las
visiones de su imaginación enferma, le hacen ex-
perimentar frecuentes y crueles desvelos, que pronto
le dejan la cara pálida, resecan sus facciones, y más
adelante producen el enflaquecimiento general del
cuerpo. En un período más avanzado, vése terminar
esta pasión por la melancolía, el marasmo, la lo-
cura, y, en algún caso raro, por el suicidio.»

Lujuria.
Con numerosos razonamientos de diversos órdenes
demostró F e r é , en El instinto sexual, que la
LÓPEZ PELÁEZ, Pee. capit. 14
2IO APÉNDICE.

observancia de la castidad no ofrece inconvenientes


para la salud. Surbled, autor de La Moral en sus
relaciones con la Medicina y la Higiene, deduce
la misma conclusión del hecho de que este instinto
se diferencia de los demás en no ser esencial a la
vida orgánica. Idea que Scotti en su Catecismo
médico expresó con estas palabras: «La naturaleza
al dotar al hombre de la facultad de la propagación,
no le impone el deber de la misma. Ya se entiende
cuan distinta es una cosa de otra, y cuan grande
sería el desorden que aparecería en el mundo si
en toda ocasión debiéramos hacer cuanto podemos.»
Como demuestra Ribbing en La higiene sexual y
sus consecuencias morales, «las menores nociones
históricas y etnográficas enseñan que la obligación
de la continencia se encuentra en las religiones y
en las costumbres de ciertos pueblos.» En la pre-
vención con que h o y la miran ciertas gentes, entra
por mucho el odio a la religión católica; pero, dicen
muy bien Moureau y Lavrand en su obra El médico
cristiano: «¿Acaso la continencia dejará de ser per-
mitida desde el momento que la ha adoptado la
Iglesia?» El buen sentido se impuso a toda otra
consideración en la Conferencia internacional de pro-
filaxis moral y sanitaria, celebrada en Bruselas el
año 1902, al adoptar por unanimidad la conclusión
siguiente: «Debe enseñarse a la juventud masculina,
que no tan sólo nada tienen de perjudiciales la cas-
tidad y la continencia, sino que son virtudes alta-
LUJURIA. 211

mente recomendables desde el exclusivo punto de


vista médico e higiénico.»
En cambio, las funestas consecuencias del vicio
opuesto se hallan tan a la vista que nadie se atreve
a negarlas. Los estragos de la lujuria es el título
de una obra ascética de Arbiol, y sobre el mismo
tema han disertado médicos eminentes. N o s con-
tentaremos con copiar un párrafo de Blanc y Benet
en La moderación de la libídine:
«Decaído el tono orgánico con los trastornos de
la nutrición, compréndese que sea menor la reacción
del organismo contra las causas morbíficas; piérdese
en parte o por completo la inmunidad natural contra
cierta clase de gérmenes si existe en la economía
un órgano enfermo, una pars minoris resistentice;
en ella hace sentir especialmente su contragolpe
la pasión, por allí comienza la declinación del total
organismo; pues sabido es que, en éste, todo es
solidario y no puede enfermar un órgano sin que,
por aquel consensus que decían los antiguos, no
se resientan todos en más o en menos.
En un individuo será el mismo sistema nervioso
el que aparezca quebrantado en primer término, y
se alcanza por lo dicho que sea él quien sufra más
directamente las consecuencias; y en este caso ve-
ráse aparecer la neurastenia con todas sus variedades,
o la epilepsia, el histerismo, la misma tabes, la
locura, etc.; en otros será el pulmón el que, cediendo
al ataque del bacilo de Koch, vea aparecer en sus
i4*
212 APÉNDICE.

vértices algunos tubérculos en focos varios; en otros


los desórdenes dispépticos contribuirán a la ruina
general, etc.; } quien podrá contar los trastornos
por donde puede venir la enfermedad y la muerte
al esclavo de la voluptuosidad?»

Ira.
Esta enfermedad del alma hace resentir tan fre-
cuentemente la salud del cuerpo, que ningún trata-
dista de terapéutica deja de reconocerlo, y los alie-
nistas ofrecen de ello testimonios irrecusables. D e
la perturbación que produce en el ánimo dan idea
estas elocuentes palabras de Charron:
«¿En qué estado debe hallarse interiormente el
espíritu, para que ocasione tales desórdenes al ex-
terior? L a cólera extingue inmediata y completa-
mente la razón y el juicio para ocupar ella sola
todo el lugar de éstos; lo llena después todo de
fuego, humo, tinieblas y ruido, lo mismo que quien
echa al dueño de su propia casa, pega fuego en
la misma y se deja quemar vivo dentro de ella;
y como el barco que sin timón, sin patrón, sin
velas y sin remos corre fortuna a merced de las
olas, de los vientos y de la tempestad en medio
de la mar embravecida.
Grandes son, y a veces muy miserables y lasti-
mosos sus efectos. N o s conduce en primer lugar
a la injusticia, porque se despecha y enfada hasta
IRA. 213

por una oposición fundada y por la conciencia que


se tiene de haberse incomodado sin razón. Enfádase
también por el silencio y la frialdad, porque cree
entonces el sujeto que no se hace caso de él ni
de su cólera; lo cual es más propio de las mujeres,
que se embravecen para hacer embravecer más a
los otros, y se encolerizan a veces en términos de
ponerse rabiosas cuando advierten que uno no se
digna hacer caso de su cólera. D e modo que re-
sulta claro que la cólera es un fiero animal que
no se deja ganar o domesticar, ni por medio de
defensas o excusas, ni por falta de defensa y si-
lencio. Manifiesta también su injusticia en querer
ser juez y parte al mismo tiempo, y en pretender
que todos se afecten de la misma pasión; y por
ser inconsiderada y temeraria, nos conduce y pre-
cipita a grandes escollos, y muchas veces a los
mismos que a otros queríamos evitar; dat pcenas
dum exigit. Parécese propiamente esta pasión a las
grandes ruinas, que se rompen sobre aquello donde
caen; desea con tanto afán el mal ajeno que no
cuida de evitar el suyo propio. N o s embaraza y
nos aprisiona, y nos hace decir y cometer cosas
indignas, vergonzosas y pésimas. N o s saca final-
mente tan fuera de nuestros quicios, que nos hace
cometer actos escandalosos e irreparables, asesi-
natos, envenenamientos y traiciones, que suelen ir
seguidos de grandes arrepentimientos. Testigo de
ello es Alejandro el Grande, después de haber
214 APÉNDICE.

muerto a Clito; pues, según decía Pitágoras, el


fin de la cólera fué el principio del arrepenti-
miento.»
Gula.
El doctor Mariscal en su laureada obra Higiene
de la inteligencia: Contribución al estudio de las
relaciones que existen entre lo físico y lo moral
del hombre, y manera de aprovechar estas relaciones
en beneficio de su salud, pondera muy encarecida-
mente las ventajas de la sobriedad y pone de mani-
fiesto las desastrosas consecuencias de la glotonería.
D e él tomamos los siguientes párrafos:
«Para cada individuo que muere de hambre o
de inanición en este mundo mueren mil por causa
de los excesos gastronómicos, víctimas de los fa-
laces y pérfidos encantos de ese vicio, a quien in-
corregibles sibaritas han elevado al coro de las
nueve hermanas, exaltándole con el nombre im-
propio a todas luces de décima musa o Musa Gas-
terea, por no tener aquella privilegiada vista de
que disfrutaba el célebre poeta y moralista inglés
José A d d i s o n , la que le permitía descubrir, em-
boscados bajo cada uno de los platos de las comi-
das opíparas a que concurría, a enemigos tan terri-
bles del hombre como son la gota, la litiasis, la
hidropesía, etc.
Creo de mi deber hacer constar, en alabanza de
la vida templada, que, al contrario de lo qué ocurre
con los que abusan de los placeres de la mesa,
GULA. 215

en los que no parece sino que los vapores que se


desprenden del antro o sima que tienen por estó-
mago, a la par que perturban su organismo y le
predisponen a toda clase de padecimientos, embo-
tan su sensibilidad, disminuyen su inteligencia y aho-
gan en el ardiente quimo de sus indigestiones todo
sentimiento y afección humanos, haciéndolos in-
diferentes a cuanto les rodea y no se relacione con
el goce sensual de su paladar estragado; las per-
sonas sobrias, no traspasando los límites razonables,
disfrutan de buena salud, de un sueño dulce y tran-
quilo, de una gran perspicacia en sus sentidos, de
excelente memoria, sano juicio y gran dominio sobre
sus pasiones.
'El cuerpo quebrantado por los excesos de las
orgías del día anterior', dice Horacio en una de
sus sátiras, 'embrutece el espíritu y arrastra por el
fango esta partícula de la inteligencia divina'. El
hombre sobrio que, después de una cena ligera,
siente reparadas sus fuerzas por el sueño, se le-
vanta lleno de vigor para volver a empezar sus
ocupaciones.
S e a m o s , p u e s , sobrios; comamos siempre bas-
tante menos de lo que nuestro paladar solicite, y,
principalmente por la noche, cenemos tan frugal-
mente como Platón, y, como él, advertiremos que,
si nos saben a poco nuestras refacciones en el mo-
mento de hacerlas, las encontraremos deliciosas a
la mañana siguiente. 'Come poco y cena más poco',
2 l 6 APÉNDICE.

dice D o n Quijote a Sancho en uno de los consejos


que le da cuando le está aleccionando para que
salga airoso en su empleo de gobernador de la
ínsula Barataría, 'que la salud de todo el cuerpo
se fragua en la oficina del estómago.' Para no de-
jarnos llevar de la glotonería y para desechar un
vicio que tantos trastornos es susceptible de pro-
vocar en nuestra salud y en nuestra inteligencia,
recordemos que el sentido que se extasía ante los
placeres de la mesa es el menos noble y el más
grosero de los que posee el hombre; que así como
la vista y el oído excitan la inteligencia, reciben
las emociones de lo sublime y lo bello, conmueven
el alma y trasmiten y comunican los sentimientos
y afecciones, el gusto, el tacto, y algo también el
olfato, excitan las voluptuosidades del cuerpo y des-
piertan lo que de bestia tiene el hombre en su
doble naturaleza; y si los unos elevan la esencia
moral humana hasta los cielos, arrastran los otros
en su caída el espíritu, débil esclavo de un cuerpo
intemperante, y se revuelcan con él en el lodazal
del vicio, extinguiendo a la par la luz de la in-
teligencia, que es un don emanado de la divinidad,
y como tal, casto y puro; pues cuanto más se
hace uso de los sentidos innobles, más se debili-
tan los que pueden llamarse sentidos nobles y
auxiliares del espíritu, y con ellos, las facultades
del alma.»
ENVIDIA. 217

Envidia.
D e este pecado, certificado del egoísmo en frase
del doctor Vindevogel, no sólo los moralistas y los
literatos, sino los médicos mismos han hecho des-
cripciones que aterran, no obstante tratarse de una
pasión que cuidadosamente se oculta. Es, dice Re-
veillé-Parise, «principio deletéreo y causa de en-
fermedad tanto más activa cuanto que ejerce su
acción en secreto y sin descanso».
Según nota el médico Charles Vidal, «La en-
vidia influye en el sistema cardio-vascular, pertur-
bando la nutrición y produciendo lesiones visce-
rales macroscópicas, que dejan ver, en la autop-
sia del envidioso, un corazón pequeño, vasos pe-
queñísimos y músculos descoloridos. La envidia
hace que se aminore asimismo la intensidad de la
irrigación sanguínea, y de aquí surgen en el orden
de la nutrición general graves perturbaciones. La
tonicidad del organismo disminuye, el cerebro se
irrita y el tubo digestivo digiere con grandes dificul-
tades. T o d o esto es causa de delicuescencia orgá-
nica, perjudicial a todos, pero muy especialmente
a los ancianos y a los organismos pobres y empo-
brecidos. El vulgo ha observado estos fenómenos y
los ha sintetizado en una frase que dice, al hablar
de ciertas personas, que se las come la envidia.
El envidioso, por último, gasta sus energías y se
fatiga inútilmente, lo cual viene a ser comerse el
2l8 APÉNDICE.

capital y la renta y también desobedecer a la ley


natural, que es el gran secreto de la vida, según
la cual debemos realizarlo todo con el mínimum
de fatiga y de gasto, a fin de economizar nuestras
fuerzas.»

Pereza.
Ya Celso en su libro De re medica sentaba la
afirmación que Mauricio de Fleury daba por de-
mostrada, a saber, que la ociosidad disminuye la
duración de la vida y que los hombres trabajadores -
viven más tiempo que los ociosos. El acortarse la
vida de los perezosos procede, en gran parte, de
los vicios que son el cortejo obligado de este de-
fecto, no siempre proveniente de deficiencias fun-
cionales. Notan los médicos que el cerebro del i
perezoso se atrofia lo mismo que sus músculos, y |
para distraer su tedio bebe y se alcoholiza, come
demasiado, y engorda y en su cerebro, vacío de:
ideas, surge la obsesión del placer lujurioso. Pero
la pereza por sí misma es causa comúnmente de
perderse la salud y aminorarse los días de la vida.
En la notable obra Religión y medicina, que acaba
de publicar la Biblioteca de Estudios Sociales, en-
contramos los siguientes párrafos dignos de ser co-
piados:
«De la pereza se origina la suciedad; y la pol-
tronería tanto como la suciedad engendran dolen-
, cias que son frecuentemente mortales.
PEREZA. 219

¿Quién no ha observado, por otra parte, cuan


escaso es el número de empleados o de comer-
ciantes que llegan al momento tan deseado del
retiro? Cuando llegan a obtener este descanso, ob-
jeto de las ambiciones de toda su vida, no tardan
en enfermar y en morir, tanto porque falta a su
organismo gran parte de su tónico ordinario, cual
era la energía nerviosa procreada por las necesi-
dades del trabajo cotidiano, cuanto porque de pronto
se sienten deprimidos por el tedio.»
J «Antes de cumplirse los tres años después de su
! retiro», afirma La Médecine Française, en su número
del 29 de octubre de 1908, «mueren, en su inmensaj
mayoría, los empleados, los comerciantes y los!
militares retirados. \
Y es porque les falta el trabajo, regulador el
más eficaz de la tensión nerviosa.
N o faltan personas que temen gastar sus energías
dedicándose a un trabajo constante, cuando precisa-
mente el trabajo, realizado en debidas condiciones,
proporciona al hombre un suplemento de salud y
de vida.»
Obras del mismo autor.
La Exposición continua del Santísimo.
Las aras de la Catedral de Lugo..
El darwinismo y la ciencia.
El Pontificado.
Historia del culto eucarístico en Lugo.
El monasterio de Sámos.
Historia de la enseñanza en Lugo, obra premiada.
El gran gallego, obra premiada.
Los benedictinos de Monforte, obra premiada.
De la región gallega. .
El señorío temporal de ¡os obispos dé Lugo, dos vo-
lúmenes, obra premiada. - •-
Las poesías de Feijóo,
Los escritos de Sarmiento.
Argos divina, obra premiada.
El Derecho español en sus relaciones con la Iglesia,
obra premiada. ' -•'
El obispo S. Capitón, obra premiada.
La censura eclesiástica, obra premiada.
Los daños del libro.
Estudios canónicos.
Importancia de la prensa.
De la Diócesis del Sacramento.
La cruzada de la Buena,Prensa.
Sermones. .. ~:
Injusticias del Estado español.
El clero en la política.
El presupuesto del Clero.
San Froilán ie Lugo.
Vida postuma de un Santo.
Discursos pronunciados en Lugo.'

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