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PECAOOS CAPITALES
POR
4^ T h o m a s , Archiepps
III. L a Avaricia 3 o
I V . L a Lujuria 54
V . E l Baile y la Lujuria 76
V I I I . L a Gula 144
I X . L a Envidia 163
X . L a Pereza 188
II.
L a Ambición, hija de la soberbia.
Para la conservación, buen orden, progreso y de-
coro de la sociedad, estableció Dios nuestro Señor
la autoridad en ella, queriendo que hubiera dife-
rentes puestos y diversidad de servicios, de modo
que unas personas mandasen y otras obedeciesen,
a semejanza de lo que ocurre en el cuerpo humano,
donde no todos los miembros tienen el mismo des-
l6 II. LA AMBICIÓN, HIJA DE LA SOBERBIA.
III.
La Avaricia.
IV.
L a Lujuria.
D e las tres concupiscencias que vio San Juan ocu-
pando y señoreando el mundo, pone la primera
la concupiscencia de la carne. Y a la verdad, nin-
guna otra hay ni más extendida, ni más arraigada,
ni que cause estragos más funestos.
Ojalá se pudiera hoy cumplir lo que el gran após-
tol de los gentiles mandaba a los primeros fieles
como propio de santos: el ni siquiera tomar en
boca y manchar los labios con el nombre del más
infame de los vicios. No hay espejo tan quebradizo
como la castidad ni que más fácilmente se empañe;
y el pecado a ella opuesto es tan mortífero y he-
diondo, que aun el que de lejos lo estudia no está
libre de sus pestilenciales olores. L o que contra él
se diga puede ser para los inocentes demasiado y
para los endurecidos poco, puede suscitar en al-
gunos ideas peligrosas y puede en otros, por falta de
claridad y de energía, no producir el deseado efecto.
Ningún desorden hay, sin embargo, al cual deba
combatirse con más insistencia por todos los que
tengan algo de amor a Dios y al prójimo y a
la sociedad. Por causa de él es hoy el mundo
cual los pórticos de aquella piscina probática donde
yacía muchedumbre innumerable de cojos, mancos,
paralíticos y enfermos de toda especie. Como en
los días del diluvio, pudiera decirse que toda carne
IV. LA LUJURIA. 5S
V.
El Baile y la Lujuria.
Los incentivos con que la sociedad moderna
estimula y aviva la lujuria y las ocasiones que
brinda a la satisfacción de esta pasión bestial, son
tan numerosas, que en pocas páginas no podrían
ni aun someramente tratarse. En nuestro trabajo
Los daños del libro hicimos ver cuan perniciosas
para la virtud de la castidad son la mayor parte
de las novelas que hoy se lanzan al mercado. Ahora,
aunque nos repugne seguir hablando del vicio que
el Apóstol quería que ni aun siquiera se nom-
brase entre los fieles de Cristo, creemos impres-
cindible decir algo de uno de los medios más
comunes de que el tentador se vale para degradar
y envilecer las almas sumergiéndolas en el hediondo
fango de la lascivia. Porque, ciertamente, entre los
mayores incentivos de la lujuria, entre las causas
más frecuentes de la pérdida de la virtud angélica
y de la corrupción de las costumbres, hay que
poner en primer término los bailes según de ordi-
nario se estilan.
El bailar no es de suyo y por su naturaleza ilícito
o peligroso, y aun puede ser obra de virtud y oca-
sión de mérito. T a l sucede en las danzas sagradas
entre personas de un mismo sexo, que aun se usan
en algunas procesiones, recordando el baile de
David delante del arca del Señor, el de la her-
V. EL BAILE Y LA LUJURIA. 77
J
E l autor de la «Fisiología de la Pplka».
90 V¿ EL BAILE Y LA LUJURIA.
1
Autora de *E1 libro de los adolescentes», y «Diálogos entre
un aya sabia y sus discípulas».
V. EL BAILE Y LA LUJURIA. 91
VIL
L a Ira.
Hay palabras que pueden tomarse en buen o en
mal sentido, sin que envuelvan necesariamente la
noción de culpa, por ser en ellas accidental tan
sólo. Así sucede con la ira, nombre que expresa
o una pasión natural independientemente de toda
relación con la norma de las costumbres o un pe-
cado, raíz y cabeza de otros muchos. Cuando se
la llama vicio capital, se censura su desorden o su
exceso, sin los cuales puede existir y de hecho
existe en no pocas ocasiones. N o siendo contraria
a la razón, no hay por qué juzgarla reprensible,
y aun muchas veces ayuda a sostener las virtudes
o es ella misma una virtud, que recibe el nombre
de celo.
Los propios seres inanimados ofrecen especial re-
sistencia a cuanto perturba o contraría el regular fun-
cionamiento de su organismo o se dirige a destruirlos
o menoscabarlos, y aun parece que tienen voz para
protestar y quejarse, como se percibe en el lienzo
122 VII. LA IRA.
1
Eccli. x x v r n , 8. 2
Iac. i, 19.
3
Eccl. v i l , 10. 4
Psalm. xxxvi.
VII. LA IRA. '33
el temor divino . 15
1
Eccl. xt, 10. 2
Iob x x x v i , 18.
3
Eph. í v , 26. 4
Eccli. x x v i i , 33.
5
Iob x x x v i , 18. 6
Matth. v, 22.
7
Prov. x v i i i , 14. 8
Eccli. í v , 35.
0
Prov. x x x , 35. , 0
Prov. x v , 18.
1 1
Eccli. XXVIII, 1. 1 3
Prov. x x i x , 32.
, s
Iac. 1, 19. 1 1
Eccli. n i , 31.
1 5
Eccli. x x v m , 8. 1 0
2 Cor. x, 1.
134 VII. LA IRA.
Matth. v , 21—24.
VII. LA IRA.
1
Rom. XII, 19.
142 VII. LA IRA.
VIIL
L a Gula.
Fué lo primero con que el demonio tentó al Señor,
quien quiso ser tentado para enseñarnos a vencer las
tentaciones.
Tuvo hambre en el desierto, y Lucifer le excitó
a satisfacerla de un modo bien extraño: con pie-
dras convertidas en pan. Quería que calmase un
apetito natural trastornando el orden y alterando
las leyes de la naturaleza; que para dar gusto a
su paladar, obrara un estupendo milagro; que se
alimentase, no con pan bajado del cielo, como en
otro desierto se habían alimentado los israelitas,
sino con pan salido de las piedras.
Como buen capitán y guerrero muy experimen-
tado se hubo el tentador al principiar por aquí el
combate. Bien sabía que, expugnado el baluarte de
la abstinencia, la plaza de la virtud sería entera-
mente suya; que cogida la llave de esa puerta del
alma, fácilmente entrarían por ella sus compañeros
y todas las maldades de que son príncipes. Repitió
respecto del Adán segundo lo que con éxito tan
desgraciado para nosotros hizo con el Adán pri-
mero. Quiso vencer al padre de la humanidad re-
generada por medio de las mismas astucias y ataques
que al padre de la humanidad caída. La gula, en
efecto, fué quien arrojó del paraíso al primer hom-
bre, y arrojó sobre su mísera descendencia el di-
VIII. LA GULA. 145
IX.
La Envidia.
En la Epístola a los Romanos, nos previene el
Apóstol que no andemos en la obscuridad de las
emulaciones, que huyamos cuidadosamente de la
envidia.
Y se comprende que entre los vicios de que más
nos importa librarnos ponga éste, porque pocos
habrá que sean tan perjudiciales y que tanto des-
digan de un cristiano.
E s la envidia un pesar del bien ajeno, según
comúnmente se la define; y en su concepto se in-
cluye la alegría del mal de otro, pues el que se
entristece con el bien de uno, lógico es que, pol-
lo contrario, goce con su mal. L o que hace que
esta tristeza constituya propiamente envidia es el
ii*
]64 IX. LA ENVIDIA.
1
Phil. i, 1 7 ; 3 lo. 1, 10.
176 IX. LA ENVIDIA.
X.
L a Pereza.
El divino Redentor, modelo de trabajadores, con
sus obras y con sus palabras reprobó constantemente
la pereza.
Así como los siervos de la parábola evangélica se
durmieron y mientras tanto el enemigo de su señor
sembró la cizaña en el campo de trigo, así los após-
toles se entregaron al sueño mientras el Señor oraba
y sus enemigos disponían t o d o para prenderle; pero
X. LA PEREZA.
Ambición.
Acerca de esta pasión, que tanta afinidad tiene
con la soberbia, hace notar Descuret en la Medi-
cina de las pasiones:
«Veamos ahora los principales estragos que oca-
siona la ambición en la economía. El hombre sujeto
a esa pasión tarda poco en adquirir un color pálido,
aproxímanse sus cejas, húndense sus ojos en las ór-
bitas; su mirar se vuelve inquieto y receloso, sus
pómulos salientes; ahóndanse sus sienes, y sus ca-
bellos o bien se caen o ponen canos antes de tiempo.
Devorado el ambicioso por una actividad incansable,
está casi siempre ahogándose, como si acabase de
fatigarse subiendo una montaña; aun la misma es-
peranza, lejos de dilatar suavemente su corazón, le
hace experimentar dolorosas palpitaciones y un cruel
desvelo; su pulso es habitualmente febril, ardoroso
su aliento, e imperfectas sus digestiones.
Siendo esto así, ¿qué tiene de extraño que esa
pasión ocasione tantas inflamaciones, así agudas
como crónicas, de los órganos digestivos? Se ha
observado que los cánceres del estómago o del
hígado terminan a cada paso los días de aquellos
cuya existencia ha atormentado la ambición. Mueren
también muchas veces los ambiciosos víctimas de
alguna afección apoplética o de lesiones orgánicas
AMBICIÓN. 207
Avaricia.
D e los efectos de este pecado cita el mismo autor
varios casos en extremo lamentables, como suicidios
y muertes repentinas, y a propósito de sus sínto-
mas y terminación hace las siguientes reflexiones:
«¿Queréis conocer a un avaro? Examinadle sobre
todo en dos actos muy importantes para él: cuando
toma y cuando da. Cuando le hacen un presente
de algún valor, al instante su mano se expande
para recibirlo, su cara está radiante, sus ojos se
humedecen de ternura; se extasía, y su boca entre-
abierta no halla expresiones para manifestar su sor-
presa y su satisfacción: entonces goza.
Muy diferente es la escena cuando se halla preci-
sado a soltar algunas monedas: sus facciones se
ponen hoscas y se contraen; su brazo se alarga
lento y perezoso para contar cada moneda, que no
AVARICIA. LUJURIA. 209
Lujuria.
Con numerosos razonamientos de diversos órdenes
demostró F e r é , en El instinto sexual, que la
LÓPEZ PELÁEZ, Pee. capit. 14
2IO APÉNDICE.
Ira.
Esta enfermedad del alma hace resentir tan fre-
cuentemente la salud del cuerpo, que ningún trata-
dista de terapéutica deja de reconocerlo, y los alie-
nistas ofrecen de ello testimonios irrecusables. D e
la perturbación que produce en el ánimo dan idea
estas elocuentes palabras de Charron:
«¿En qué estado debe hallarse interiormente el
espíritu, para que ocasione tales desórdenes al ex-
terior? L a cólera extingue inmediata y completa-
mente la razón y el juicio para ocupar ella sola
todo el lugar de éstos; lo llena después todo de
fuego, humo, tinieblas y ruido, lo mismo que quien
echa al dueño de su propia casa, pega fuego en
la misma y se deja quemar vivo dentro de ella;
y como el barco que sin timón, sin patrón, sin
velas y sin remos corre fortuna a merced de las
olas, de los vientos y de la tempestad en medio
de la mar embravecida.
Grandes son, y a veces muy miserables y lasti-
mosos sus efectos. N o s conduce en primer lugar
a la injusticia, porque se despecha y enfada hasta
IRA. 213
Envidia.
D e este pecado, certificado del egoísmo en frase
del doctor Vindevogel, no sólo los moralistas y los
literatos, sino los médicos mismos han hecho des-
cripciones que aterran, no obstante tratarse de una
pasión que cuidadosamente se oculta. Es, dice Re-
veillé-Parise, «principio deletéreo y causa de en-
fermedad tanto más activa cuanto que ejerce su
acción en secreto y sin descanso».
Según nota el médico Charles Vidal, «La en-
vidia influye en el sistema cardio-vascular, pertur-
bando la nutrición y produciendo lesiones visce-
rales macroscópicas, que dejan ver, en la autop-
sia del envidioso, un corazón pequeño, vasos pe-
queñísimos y músculos descoloridos. La envidia
hace que se aminore asimismo la intensidad de la
irrigación sanguínea, y de aquí surgen en el orden
de la nutrición general graves perturbaciones. La
tonicidad del organismo disminuye, el cerebro se
irrita y el tubo digestivo digiere con grandes dificul-
tades. T o d o esto es causa de delicuescencia orgá-
nica, perjudicial a todos, pero muy especialmente
a los ancianos y a los organismos pobres y empo-
brecidos. El vulgo ha observado estos fenómenos y
los ha sintetizado en una frase que dice, al hablar
de ciertas personas, que se las come la envidia.
El envidioso, por último, gasta sus energías y se
fatiga inútilmente, lo cual viene a ser comerse el
2l8 APÉNDICE.
Pereza.
Ya Celso en su libro De re medica sentaba la
afirmación que Mauricio de Fleury daba por de-
mostrada, a saber, que la ociosidad disminuye la
duración de la vida y que los hombres trabajadores -
viven más tiempo que los ociosos. El acortarse la
vida de los perezosos procede, en gran parte, de
los vicios que son el cortejo obligado de este de-
fecto, no siempre proveniente de deficiencias fun-
cionales. Notan los médicos que el cerebro del i
perezoso se atrofia lo mismo que sus músculos, y |
para distraer su tedio bebe y se alcoholiza, come
demasiado, y engorda y en su cerebro, vacío de:
ideas, surge la obsesión del placer lujurioso. Pero
la pereza por sí misma es causa comúnmente de
perderse la salud y aminorarse los días de la vida.
En la notable obra Religión y medicina, que acaba
de publicar la Biblioteca de Estudios Sociales, en-
contramos los siguientes párrafos dignos de ser co-
piados:
«De la pereza se origina la suciedad; y la pol-
tronería tanto como la suciedad engendran dolen-
, cias que son frecuentemente mortales.
PEREZA. 219