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El Nombre de la Rosa

Lo debo, por un lado, a la misericordia del Señor, que ha situado nuestro


altiplano entre una cadena meridional que mira al mar, cuyos vientos cálidos recibe, y
la montaña septentrional, más alta, que le envía sus bálsamos silvestres. Y por otro
lado lo debo al hábito del arte que indignamente he adquirido por voluntad de mis
maestros. Ciertas plantas pueden crecer, aunque el clima sea adverso, si cuidas el
suelo que las rodea, su alimento, y si vigilas su desarrollo.
Has de saber, potrillo hambriento, que no hay plantas buenas para comer que no
sean también buenas para curar, siempre y cuando se ingieran en la medida adecuada.
Sólo el exceso las convierte en causa de enfermedad. Por ejemplo, la calabaza. Es de
naturaleza fría y húmeda y calma la sed, pero cuando está pasada provoca diarrea y
debes tomar una mezcla de mostaza y salmuera para astringir tus vísceras. ¿Y las
cebollas? Calientes y húmedas, pocas, vigorizan el coito, naturalmente en aquellos que
no han pronunciado nuestros votos.
Por esa puerta salimos y pasamos a la era, en la parte más oriental de la
meseta, donde, contra la muralla, había un conjunto de construcciones. Severino me
explicó que la primera albergaba los chiqueros: primero estaban las caballerizas,
después el establo donde se guardaban los bueyes, los gallineros y el corral techado
para las ovejas. Delante de los chiqueros los porquerizos estaban removiendo en una
gran tinaja la sangre de los cerdos que acababan de degollar, para que no se
coagulara. Si se la removía bien y en seguida, podía durar varios días, gracias al clima
frío, y utilizarse luego para fabricar morcillas.
En aquel momento llamaron a vísperas y los monjes se dispusieron a abandonar
sus mesas. Malaquías nos dio a entender que también nosotros debíamos marcharnos.
Él y su ayudante, Berengario, se quedarían para poner todo en orden y (así se
expresó) preparar la biblioteca para la noche. Guillermo le preguntó si después cerraría
las puertas. No hay puertas que impidan el acceso al scriptorium desde la cocina y el
refectorio, ni a la biblioteca desde el scriptorium.
Más fuerte que cualquier puerta ha de ser la interdicción del Abad. Y los monjes
deben utilizar la cocina y el refectorio hasta completas. Llegado ese momento, para
impedir que algún extraño o algún animal, para quienes no vale la interdicción, pueda
entrar en el Edificio, yo mismo cierro las puertas de abajo, que conducen a las cocinas
y al refectorio, y a partir de esa hora el Edificio queda aislado.
Grandes antorchas iluminaban el refectorio. Los monjes ocupaban una fila de
mesas, dominada por la del Abad, que estaba dispuesta perpendicularmente sobre un
amplio estrado. En el lado opuesto había un púlpito, donde ya estaba instalado el
monje que haría la lectura durante la cena. El Abad nos esperaba junto a una
fuentecilla con un paño blanco para secarse las manos después del lavado, de acuerdo
con los antiquísimos consejos de san Pacomio.

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