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Bolívar, A. y Salvador Mata, F. (2003). “Conocimiento didáctico”, en Fco. Salvador Mata, J.L.
Rodríguez Diéguez y A. Bolívar (dirs): Diccionario Enciclopédico de Didáctica. Archidona
(Málaga): Aljibe, vol. I, 195-215.
CONOCIMIENTO DIDÁCTICO
El giro hermenéutico, más que reducir el estatuto científico de las ciencias sociales, ha
supuesto un realineamiento de ambas (naturales y sociales). Una explicación interpretativa,
en palabras de Geertz (1994, p. 34), “centra su atención en el significado que las
instituciones, acciones, imágenes, expresiones, acontecimientos y costumbres tienen para
quienes poseen tales instituciones, acciones, costumbres, etc.”
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Dentro de las limitaciones que toda división supone, hay un cierto consenso en las
ciencias sociales en distinguir tres grandes tradiciones teóricas y prácticas de la investigación
sobre la enseñanza(Carr y Kemmis, 1988): técnico-instrumental, con una racionalidad
estratégica o teleológica; interpretativo-cultural, con una racionalidad práctico-deliberativa; y
crítica, con una racionalidad crítico-emancipatoria (crítica de las ideologías). Si bien hay
criterios más o menos claros para diferenciar la primera de las otras dos, no es tan evidente la
distinción entre la perspectiva interpretativa y crítica. El origen de esto habría que situarlo en
la polémica entre Habermas y Gadamer sobre “Hermenéutica y Crítica de las ideologías” , en
la que aceptando la teoría crítica el reto hermenéutico como necesario, estima debe ser
completado.
“(1) Las ciencias del espíritu o ciencias sociales tienen que contar efectivamente con
diversas mediaciones entre comprensión del sentido y explicación causal, a modo de
tipos ideales; (2) Con todo, ninguno de tales tipos de mediación corresponde, en
sentido estricto, al modelo científico-natural de la explicación causal nomológica”.
Se cuenta, pues, con una larga tradición, cifrada en investigar qué conductas y
procedimientos empleados por los profesores consiguen una mejora de los resultados de los
alumnos, que ha generado también un amplio corpus de conocimiento (Good y Brophy,
1986). El interés de este tipo de investigación provenía de que, una vez determinado lo que
constituye una enseñanza eficaz, se podría desarrollar una formación del profesorado, basada
en competencias necesarias para ser eficaces. En la década de los setenta, la investigación,
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basada en el supuesto de que hay una relación directa o causal entre comportamiento del
profesor y los logros de los alumnos, se concentró en conceptualizar y medir la “mejora
instructiva”, en función de los resultados de los alumnos, medidos por tests estandarizados.
Gran cantidad de estudios mostraron, como sumarizan Rosenshine y Stevens (1990, 588),
“que hay procedimientos docentes específicos que los enseñantes pueden aprender a aplicar y
que pueden producir un mayor rendimiento y una mayor dedicación de los alumnos en sus
clases”.
Lourdes Montero (1990: 252) realiza, desde una perspectiva actual, una
reinterpretación de la utilidad de los hallazgos del paradigma proceso-producto para, en lugar
de pensar que nos proporcione un “retrato robot de un profesor eficaz, extrapolable a otros
profesores futuros y en ejercicio”, con un cierto carácter prescriptivo, proponer que los
hallazgos puedan ser reconocidos y reinterpretados por otros profesores en el contexto de sus
aulas, promoviendo, así, una enseñanza basada en el conocimiento científico disponible,
alejado de la rutina o del mero empirismo. Pero esto supone una nueva concepción y papel
del profesor (profesional reflexivo), que justamente estaba ausente en la primera
investigación de proceso-producto. El papel del profesor en el desarrollo curricular, para el
paradigma proceso-producto, es el de “un técnico que posee medios para solucionar
problemas” (Montero, 1990: 270); lo que no obsta para que un “profesional competente”
deba incluir entre sus capacidades ser también un técnico eficiente, algunas de ellas
mostradas por la investigación sobre la eficacia docente.
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A pesar de las críticas recibidas, a partir del giro hermenéutico en las ciencias
sociales, el programa proceso-producto tiene tal conjunto de virtualidades que, como destaca
magistralmente Shulman, hace que sea un “ave fenix”, que continuamente resurge, con
diversas caras, de las cenizas de la investigación educativa. Entre estas virtualidades cabe
destacar: la actuación del profesor marca una diferencia en los resultados de los alumnos,
investigación centrada en el aula, posibilidad de extraer implicaciones directas y “rentables”
para tomar medidas políticas y de formación del profesorado.
Por su parte, Thomas Shuell (1996) va más lejos, pronosticando una “next generation”
de la investigación proceso-producto, por ejemplo, centrada en los efectos del profesor según
materias o áreas de contenido; en cualquier caso, con una metodología más comprehensiva:
“mediante el empleo conjunto de datos cuantitativos y cualitativos, estos estudios pueden
proveer útiles comprensiones sobre el modo en que los estudiantes adquieren conocimiento
sobre contenidos específicos durante la enseñanza en el aula. No sólo conocer la naturaleza
dinámica del aprendizaje en el aula, sino también sugerir por qué ciertas actividades en el
aula son más efectivas o inefectivas y por qué algunos estudiantes particulares recuerdan unas
cosas sobre la clase pero no otras” (pág. 757).
Con la crisis del monismo metodológico del positivismo, se produce un “ascenso del
giro interpretativo” en las ciencias sociales, desde el que se reclama un campo propio. El
enfoque interpretativo-cultural, que ha recibido otras muchas denominaciones (práctico,
hermenéutico, cultural, fenomenológico, etc), a menudo se ha vinculado también con una
metodología de investigación acorde (cualitativa, naturalista, hermenéutica, observación
participante, estudio de campo y caso etnográfico, etc.), aun cuando la metodología no
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determina el enfoque, sino al revés. Al considerar la enseñanza como una práctica social,
personalmente construida, y la escuela como una organización con cultura propia, se hace
necesario acudir a unas metodologías y técnicas de investigación diferentes. El enfoque
recoge también diversas tradiciones filosófico-metodológicas de las ciencias sociales
(hermenéutica y fenomenología, antropología cultural, neoaristorelismo, sociología
comprensiva de Weber, etc.).
Desde el ámbito curricular, Schwab (1969), muy influido por la ética aristotélica,
entiende al profesor como un agente activo que, en la situación de clase (compleja, ambigua,
dilemática e inestable), se ve obligado a deliberar y decidir las acciones entre sus creencias,
las demandas del currículum y los acontecimientos del aula. Estos caracteres, propios de una
racionalidad práctico-moral, suponen que las tareas docentes son problemas prácticos (no
teóricos o técnicos), “inciertos”, que sólo pueden ser resueltos deliberando y eligiendo
eclécticamente lo que se estima más adecuado.
Dos de los desarrollos de este enfoque más relevantes y representativos han sido el
conocimiento del profesor y ecología del aula. Ya la segunda cuestión de Fenstermacher
(¿qué conocen los docentes?) remite al conocimiento que los profesores poseen, en cuanto
resultado de su experiencia como enseñantes. Como consecuencia de la llamada “revolución
cognitiva” en los setenta, la enseñanza es considerada desde el punto de vista de las
actividades cognitivas que subyacen y que el profesorado deberá explicitar (verbalización,
pensar en voz alta, estimulación). Si el trabajo inicial se dedica a la planificación del profesor,
toma de decisiones y pensamiento que subyace en el tratamiento de la información, vistas sus
limitaciones, se orientará posteriormente a enfoques fenomenológicos o interaccionistas
(Shavelson y Stern, 1983; Clark y Peterson, 1990; Marcelo, 1987).
En esta línea se inscriben todos los estudios sobre qué conocen los profesores, a lo
que se ha llamado conocimiento práctico, conocimiento práctico personal, conocimiento
situado, local, relacional, tácito y, en una última síntesis, conocimiento del oficio que, al
decir de Carter (1990, 299), es “el conocimiento que tienen los profesores sobre las
situaciones de clase y los dilemas prácticos que se les plantean para llevar a término los
propósitos educativos en estas situaciones”. Desde las preocupaciones iniciales por los
procesos formales de procesamiento de información y toma de decisiones (conocimiento
sobre cómo piensan o actúan los profesionales), como hemos apuntado, se pasa –en una
perspectiva fenomenológico-hermenéutica– a considerar al profesor como agente
reconstructor del currículum. Esto exigirá que los propios actores dén sentido, interpretando
por reflexión-en-acción, a las experiencias vividas (investigación sobre lo que los profesores
conocen). Este conocimiento práctico, no proposicional, se expresa, normalmente, en
metáforas, imágenes, narrativas, etc.
análisis de Schön (1998) rompen, por una parte, con el modelo mediacional de estudio del
profesor, centrado en el estudio de las variables cognitivas (procesos formales) que
condicionan su actuación docente, viendo en ésta un proceso de decisión racional o lógica,
inscribible -por tanto- en una “racionalidad técnica”, que justamente denuncia Schön. Por
otra, señala las líneas de un planteamiento alternativo que desvele la forma de generarse el
conocimiento profesional del docente (“reflexión-en-la-acción”) y siente las bases de una
epistemología de la práctica. Ambos aspectos (sentar las bases de una epistemología práctica
y el conocimiento profesional inherente a dicha práctica) se dirigen -como objetivo último- a
un nuevo modelo de formación del profesorado, como “profesional reflexivo”.
Esta descripción se sitúa en una perspectiva naturalista, indagando las relaciones entre
ambiente de aula y conducta, interesándose por el papel que dicho ambiente ejerce sobre las
actuaciones. Estos estudios sobre el conocimiento del aula se sitúan en la “congruencia
funcional entre la estructura de las situaciones y la estructura de conocimiento que las
personas poseen sobre dichas situaciones” (Carter, 1990, 302). Al tiempo que se gestiona la
clase por medio de un conjunto de actividades, se gestiona el currículum por tareas.
resultan poco transferibles. Shulman (1989) señaló –además– como debilidad el haberse
limitado a procesos genéricos, olvidando el contenido de la enseñanza. El programa del
pensamiento del profesor –decía– ha fallado “en analizar la comprensión cognitiva del
contenido de la enseñanza por parte de los profesores; y las relaciones de esta comprensión y
la enseñanza que los profesores proporcionan a los alumnos”.
poder de la reflexión crítica, para poner de manifiesto los posibles intereses implícitos de las
tradiciones y recusar la propia tradición recibida. Justo esta capacidad es la que configura la
crítica de las ideologías. Es posible pensar en una “comunidad ideal de comunicación”, desde
la que se puedan establecer los propios estándares críticos.
Características
Por ello, una teoría crítica de la educación no es un discurso técnico, de un saber libre
de valores, sino que está guiado por consideraciones normativas, especialmente por su
compromiso con la justicia social, como instancia ética. Mientras en los paradigmas
tradicionales de investigación los valores, creencias e intereses humanos son, a lo sumo, sólo
objetos de estudio, en la investigación crítica son puntos guía para el estudio y la acción. Es,
en palabras de Carr (1990, 158-59), un discurso “éticamente informado, que genera un saber
acerca de lo que se debería hacer en una particular situación con el fin de dar expresión
práctica a valores e ideales educativos compartidos. Los resultados de semejante discurso no
serían, pues, principios teóricos que han de demostrarse que son correctos, sino juicios
prácticos acerca de cómo actuar educativamente en una situación práctica específica, juicios
que pueden ser defendidos discursivamente y justificados como educativamente apropiados a
las circunstancias reales a las que se aplican”. Esta alternativa supone crear comunidades de
prácticos, en un contexto de colaboración no jerárquica ni marcada por la división del trabajo,
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En su desarrollo, Pinar y Bowers (1992) han hecho una buena revisión del
movimiento, distinguiendo como núcleos organizadores la reproducción o la teoría de la
resistencia, propia de los setenta, una segunda, focalizada en los conflictos de género, raza y
clase, y una tercera, de controversias y autocrítica. En los primeros años de la década de los
ochenta, numerosos teóricos del currículum (Giroux, Apple, Popkewitz, etc.) tratan –por un
lado– de superar el reduccionismo a determinaciones economicistas, para orientarlo a la
propia transformación de la práctica escolar; o, por otro, desplazar –a mediados de los
ochenta– las contradicciones al género y raza, más que a la propia reproducción de clases. A
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La tercera fase (fines de los ochenta y años noventa) estaría marcada por una cierta
crisis dentro del movimiento sociocrítico y la huída de una parte hacia movimientos
“seductores”, como el postmodernismo o el feminismo. Junto a versiones apolíticas del
discurso postmodernista, de la argumentación con identidad propia de la teoría feminista o de
la entrada paralela de Foucault en el contexto anglosajón, se están originando análisis
micropolíticos y genealógicos de las prácticas discursivas de las instituciones educativas
modernas, que vienen a renovar los análisis marxistas. Es preciso reformular los análisis
críticos para acoger todas las nuevas cuestiones que han surgido en los nuevos movimientos
sociales y en la teorización social: esfera afectiva de la individualidad, nuevas identidades
culturales, etc.
profesores son vistos más como personas con conocimientos deficientes en algunas
dimensiones, que deben ser enseñados en los correspondientes cursos, que como
profesionales que trabajan y se esfuerzan por trabajar mejor.
Un modelo cognoscitivo hermenéutico o local, por un lado, pero crítico, por otro (en
cuanto desestabiliza los supuestos asentados y revaloriza el papel del profesorado), lleva –por
el contrario– a considerar a la escuelas como lugares de investigación de los problemas, con
unos profesores comprometidos activamente en el contexto que trabajan, mediante una acción
reflexiva recursiva. La cuestión estriba en cómo diseñar escenarios de trabajo/investigación
que puedan situar a los profesores en el centro de la generación del conocimiento y del
proceso de uso. Como concluyen Cochran-Smith y Lytle (2002) sus análisis, “una teoría del
conocimiento diferente no sólo debiera incorporar nuevos sujetos del conocimiento al mismo
conocimiento pedagógico sino también redefinir la noción de conocimiento para la enseñanza
y alterar la posición del conocimiento pedagógico y de las perspectivas de los practicantes en
relación con el conocimiento generado en el campo” (pág. 103).
Hemos dado cuenta en el artículo de los diversos enfoques que han configurado el
conocimiento didáctico. En éste último apartado se presenta un cuadro resumen (Cuadro 1), y
se propone una mediación mutua de enfoques, como modo de articular perspectivas (Bolívar,
1995).
De hecho, en el campo propiamente didáctico, esto mismo es lo que propone, sin duda
siguiendo este debate, Klafki (1986), como método de investigación de lo que llama una
didáctica crítico-constructiva, en cuanto integración de tres principios: 1) el principio
histórico-hermenéutico; 2) el principio de las ciencias experimentales (empírico); 3) el
principio de la crítica social e ideológica.
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