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Guerra y democracia: el papel de la opinión pública

Iván Giménez Chueca

Irak, Afganistán, Kosovo, Somalia, Kuwait, Vietnam... Las democracias se enfrentan al


desafío de las intervenciones militares, pero a diferencia de otros tipos de regímenes tienen
que justificar ante sus opiniones públicas por qué envían a sus soldados a la guerra. La
aprobación u oposición de los ciudadanos de países con gobiernos electos puede marcar el
éxito o el fracaso de una operación militar.
Si una operación militar sale mal o se complica, es un motivo importante para menoscabar
el apoyo a un gobierno. Una circunstancia que seguramente acabara teniendo su reflejo en
unas elecciones.
Los factores que determinan el apoyo o el rechazo una operación militar son variados. Por
su componente de drama humano por la pérdida de vidas, se atribuye una gran atención al
número de bajas que se derivan. También se analiza muy detenidamente el papel de los
medios de comunicación sobre la influencia que ejercen en la población cuando informan
sobre un conflicto.
Pero si se analizan detenidamente el apoyo o el rechazo popular en los principales
conflictos que han protagonizado las democracias desde el final de Segunda Guerra
Mundial, se verá cómo influyen una amplia variedad de factores. Por lo tanto, las bajas
propias o el rol de la prensa solo serían una parte de una compleja ecuación que merece ser
conocida íntegramente.

Convencer para vencer


Cuando un gobierno cree que debe participar en un conflicto, siempre busca el apoyo de la
población. Obtener y mantener este respaldo es un paso fundamental para garantizar su
éxito, y más si es contra un país del Tercer Mundo donde la superioridad militar está
prácticamente garantizada. Esta importancia de la aprobación militar es clave para superar
cualquier posible contratiempo, desde una resistencia más dura y/o la prolongación de las
hostilidades en el tiempo.
Las explicaciones que dé el gobierno y cómo lo haga determinarán en buena medida este
apoyo. Los motivos tienen que ser convincentes para la ciudadanía. Normalmente, las
razones que recaban un mayor apoyo es la defensa de la seguridad nacional, detener o
evitar crímenes contra la Humanidad, ayudar a los aliados... Un segundo punto a tener en
cuenta es ver si la ciudadanía contempla que las posibilidades de éxito son elevadas. A
partir de aquí pondera estos elementos con los posibles costes, tanto humanos (bajas)
como materiales (si la intervención será una carga para el país). Si la población considera
que los intereses en juego son tan importantes como para asumir los riesgos, la
intervención tendrá apoyo.
Para que la población sea plenamente conscientes de los intereses en juego y de los costes,
el papel de los medios de comunicación es clave. Este rol de la prensa en el caso de la
política exterior tiene más peso que en otros ámbitos. Por ejemplo, en cuestiones cercanas
como la educación, el empleo o la sanidad, los ciudadanos pueden tener una opinión
formada a partir de experiencias propias. Pero las cuestiones de la geopolítica suelen ser
percibidas como lejanas, y la población recurre a la prensa para formarse su opinión.
Los expertos en comunicación han definido el rol de los medios como transmisores de los
eventos de política internacional de diferentes maneras, según un amplio espectro
ideológico. Así pues, los teóricos más de izquierdas (como Noam Chomsky) perciben a los
grandes conglomerados de prensa como instrumentos de la propaganda del poder. Otro
modelo es el de indexado que considera que los discursos de los medios se enmarcan en la
agenda política, si hay debate entre los políticos sobre la intervención los medios lo
remarcarán, si hay consenso también se reflejará en la prensa. Un caso paradigmático de
ambos sería el rol de los medios estadounidenses en los meses previos a Irak a finales de
2002 y comienzso de 2003, si fueron marionetas del poder o aceptaron acríticamente lo
que se decía desde la Administración Busch.
En este rol de los medios de comunicación contemporáneos, se ha hablado mucho del
Efecto CNN, la información constante puede crear climas de opinión favorables a una
intervención. Un ejemplo paradigmático sería la Operación Restaurar la Esperanza
(Operation Restore Hope) en Somalia a finales de 1992, cuando las imágenes de la
población del país africano sufriendo los efectos de la hambruna y de los combates entre
las milicias crearon un clima favorable para aceptar el envío de tropas de Estados Unidos,
liderando una misión de Naciones Unidas.
Pero también hay teóricos que han cuestionado que este Efecto CNN tenga un efecto
realmente importante, más allá del impacto momentáneo. Lo sitúan en el terreno del
sensacionalismo. Para expertos como Jean-Baptiste Jeangène Vilmer, profesor de Derecho
Internacional de la Universidad McGill de Canadá, considera que el Efecto CNN tiene más
posibilidades de influir ante un gobierno con dudas sobre cómo actuar ante una crisis
internacional. Un ejemplo sería el genocidio de Ruanda o las recientes guerras del Congo
donde no había una clara voluntad de actuar por parte ni de ninguna potencia en concreto
ni de la comunidad internacional, y no sucedió nada pese a las terribles noticias que
llegaban de matanzas y abusos contra civiles.
Hoy en día, también debe tenerse en cuenta el papel de Internet, y en especial Redes
Sociales como Twitter o YouTube. Aquí abunda la información disponible, y en ocasiones
sin los filtros de los medios de comunicación. El problema del exceso de datos (o
infoxicación) puede dar lugar a que transciendan noticias erróneas —ya sean
manipulaciones interesadas, bulos o simples fallos— o a caer en el sensacionalismo, en una
línea similar a la que señalan los críticos con el Efecto CNN.
Por su parte, los gobiernos también intentan ejercer algún tipo de control sobre los medios.
Estados Unidos ha sido un referente en este campo. Tras dejar cierta libertad durante la
cobertura de la guerra en Vietnam, en los siguientes grandes conflictos, el Pentágono ha
apostado por controlar estrictamente la información que llega a la población,
especialmente restringiendo el movimiento de los periodistas sobre el terreno.
Uno de los principales objetivos de esta política informativa de EEUU (y que también
aplican otras democracias) es evita mostrar imágenes de las bajas propias o de muertos
entre la población local provocados por las propias tropas. Se prima ofrecer una visión
aséptica de la guerra con imágenes en visión nocturna de ataques áeros en la distancia.
Además de los motivos para ir a la guerra y de lo que suceda sobre el terreno, la población
también debe tener claro que el gobierno del país tiene clara la estrategia a seguir. Si una
sociedad percibe que su gobierno tiene claro qué quiere conseguir (como el caso de la
guerras en Las Malvinas de 1982 y la del Golfo en 1991) darán su apoyo incluso cuando
surjan dificultades.
Por el contrario, cuando el gobierno de un país muestra que tiene objetivos poco claros y el
escenario del conflicto es especialmente complejo (por ejemplo Somalia), la población dará
la espalada a la intervención, incluso se opondrá claramente en cuanto surjan
complicaciones como un aumento de las bajas.
En realidad este apoyo o este rechazo es una traslación más contemporáneo de lo que
definió como fuerzas morales Karl Von Clausewitz en su libro clásico De la guerra. El
militar prusiano concretamente destacó tres: las capacidades del liderazgo, las virtudes
militares del ejército y el espíritu nacional. Consideró que los tres debían tenerse en
cuenta, pero advirtió en su obra que si los dirigentes demostraban debilidad, perderían
rápidamente el apoyo de la población y eso se acaba reflejando en el campo de batalla.
Por último, el factor tiempo siempre juega en contra de las intervenciones militares. Por un
lado, si un conflicto se dilata en el tiempo, la población puede cambiar de opinión ya que
considera que el precio a pagar está siendo muy alto y/o que los intereses a defender ya no
sean tan importantes. También puede debilitar al liderazgo, al fin y al cabo, los gobiernos
democráticos se rigen por ciclos electorales, y la perspectiva de una guerra larga es un
factor de riesgo que puede contribuir decisivamente en una derrota electoral.

El temor a las bolsas de cadáveres


Un factor que merece analizarse por separado es la cuestión de las bajas en una operación
bélica. Un concepto muy extendido es la aversión de las poblaciones a asumir bajas
propias, el síndrome de las bolsas de cadáveres (body bag syndrome), ante la mayoría de
intervenciones militares. Este rechazo es aún más extendido en Europa que en Estados
Unidos.
La obsesión de los gobiernos occidentales por evitar bajas también explicaría las amplias
inversiones en armamento y la importancia que dan a disponer de fuerzas
profesionalizadas. Además, también explicaría la preferencia de estos países por lanzar
operaciones que incluyan ataques aéreos y con misiles, mientras que limitan al máximo
posible el empleo de tropas terrestes. Una muestra clara son las intervenciones que ha
liderado la OTAN en Kosovo en 1999 y en Libia en 2011, donde se confió plenamente en las
fuerzas aéreas.
Sadam Hussein dijo a la embajadora de EEUU en Irak, April C. Glaspie, en julio de 1990
(pocos días antes de la invasión de Kuwait): "la vuestra es una sociedad que no puede
aceptar 10.000 muertes en una batalla". Es una muestra más del convencimiento que hay
sobre la poca voluntad de las sociedades occidentales en este sentido. Pero este rechazo
depende mucho de las circunstancias, no hay un cifra preestablecida de bajas aceptables
¿diez? ¿cien? ¿mil?
Por ejemplo, Somalia se contempla como una intervención desastrosa cuando murieron en
combate unos 29 militares (19 de los cuales cayeron en la célebre batalla de Mogadiscio,
recreada en la película Black Hawk derribado). Mientras que en la invasión de Panama de
1989 murieron en acción 23 uniformados (21 de los cuales cayeron la primera jornada) y se
considera un éxito.
Diversos estudios consideran que el número de bajas debe analizarse algorítmicamente.
Concretamente, la cantidad de muertes que puede aceptar un país democrático deben
compararse con otros factores como los objetivos que están en juego, las perspectivas de
éxito de la misión o la imagen que tengan de cómo sus líderes están conduciendo el
conflicto.
En el caso de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, se ven claramente todos los
factores que se han comentado para determinar que la población apoye un conflicto. A lo
largo de todo el período entre 1942 y 1945 un alto porcentaje de los estadounidenses creían
que se estaba defendiendo la soberanía nacional. Veían que una victoria de Alemania y
Japón en Europa y Asia acabaría comportando un ataque directo contra Estados Unidos.
Además, entre un 75% y un 84% de los norteamericanos apoyaban una victoria
incondicional de su gobierno sobre el Eje. También se mantuvieron altos los porcentajes
que consideraban que el triunfo final estaba cerca; en especial, tras los desembarcos de
Anzio y Normandía. Curiosamente, este optimismo coincidió con los momentos que las
troaps de EEUU sufrían más bajas.

El síndrome de Vietnam
La guerra de Vietnam es vista tradicionalmente como el ejemplo paradigmático de cómo la
acumulación de bajas genera un amplio rechazo de la población a una intervención. Entre
1965 y 1973, Estados Unidos perdió unos 58.000 soldados. Según estas interpretaciones
más extendidas, los medios de comunicación, y en especial la televisión, llevaron la guerra
a los hogares americanos, mostrando imágenes de los muertos en combate y haciendo un
discurso derrotista.
Para analizar la cuestión de la percepción de bajas elevadas en Vietnam, es interesante
tener en cuenta la comparación con un conflicto como Corea (1950-1953), y que estaba
vivo en la memoria colectiva de la época. La sociedad estadounidense veía muchos
paralelismos entre ambos conflictos (contener al comunismo en Asia, compromiso del país
para con sus aliados…). Pese al amplio apoyo a ir a la guerra en el Sudeste asiático, solo 4
de cada 10 estadounidenses estaba dispuesto a asumir más bajas de las sufridas en Corea
(unos 33.000 muertos), según el estudio del think-tank estadounidense Rand Corporation,
Casualties and Consenssus. Esta cifra de bajas se superó entre 1968 y 1968, paralelamente
a cuando crecían las dudas sobre la manera de la Casa Blanca de llevar la estrategia bélica.
Pero para explicar el rechazo hay que tener en cuenta muchas más cosas. Por ejemplo, la
visión tradicional de la Ofensiva del Tet (entre el 30 de enero y el 28 de marzo de 1968)
que se considera el punto de inflexión de la guerra. Pese a que EEUU y sus aliados
sudvietnamitas rechazaron el ataque sorpresa nordvietnamita, la opinión pública
estadounidense comenzó a ver la guerra como un conflicto muy complejo, las bajas fueron
muy elevadas y la prensa se mostró muy crítica con la estrategia estadounidense.
El historiador William Hammond, uno de los grandes expertos sobre el conflicto
vietnamita, ha cuestionado esta habitual interpretación de los efectos de la Ofensiva del
Tet, surgida a posteriori del conflicto. El investigador considera que la erosión al apoyo de
la guerra tardó en llegar y fue un fenómeno más paulatino. Para apoyar sus teorías se basa
en el análisis de los sondeos que se realizaron en 1968. Los estadounidenses seguían
apoyando la estrategia militar, incluso en ese año que fue el más sangriento para sus tropas
durante el todo el conflicto con 16.000 muertos en combate.
La erosión comenzó a hacerse más patente a partir de 1969s, y en especial de 1970. Pero no
se debe a una simple cuestión de aumento del número de bajas El descontento por la
guerra englobaba muchos otros factores, como la estrategia poco clara que comenzaron a
demostrar los líderes del país para conseguir la victoria final en un plazo de tiempo
razonable. Esta crítica de la población se tradujo en una creciente demanda para que se
retirasen las tropas y lograr un acuerdo para liberar a los prisioneros de guerra. Una
política que finalmente asumió el presidente Richard Nixon.

Morir por Kuwait vs morir por Somalia


En los conflictos en los que se vio inmerso Estados Unidos a final de la década de los 80 y
principios de los 90 hay ejemplos de cómo influyen otros factores en la consideración del
éxito o el fracaso de una operación militar, más allá de las bajas. También se puede ver que
el llamado “síndrome de Vietnam” no siempre estuvo presente, ni en aquellas operaciones
que parecían entrañar más riesgos.
La Guerra del Golfo de 1991 puede considerarse un gran éxito de EEUU. Obtuvo una
victoria total con pocas bajas entre sus filas. La perspectiva antes del conflicto era de que la
mortandad entre las tropas aliadas iba a ser mucho mayor ante la presunta potencia
militar del ejército iraquí. Las estimaciones hablaban de entre 10.000 y 30.000 bajas entre
una coalición donde la mayoría de soldados eran estadounidenses.
Pese a estas previsiones tan negativas, la población estadounidense se mantenía dispuesta
a asumir un número elevado de muertes entre sus filas. Concretamente, según una
encuesta de The Washington Post a principios de enero de 1991 (pocos días antes del inicio
de la Operación Tormenta del Desierto), el porcentaje de apoyo caía por debajo del 50%
cuando se planteaba un escenario donde se superarían las 10.000 bajas.
Esta amplia tolerancia se debe a la percepción que había sobre el conflicto que se iba a
librar. Por un lado, se presentó como una guerra para evitar que un tirano (Saddam
Hussein) se anexionara un país aliado (Kuwait) y amenazara una zona vital para la
seguridad y la economía de Estados Unidos como es el Golfo Pérsico. El apoyo en este caso
rondaba el 60% entre agosto de 1990 y enero de 1991, y se mostraban dispuestos a asumir
bajas entre las filas propias. Otro factor para respaldar a la Administración de George Bush
padre fue el amplio consenso internacional que se creó contra la ocupación de Kuwait, y en
especial cuando se obtuvo la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas
para atacar al régimen de Saddam.
Cuando se mencionaba explícitamente evitar que las reservas de petróleo cayeran en
manos del régimen iraquí, solo un 44% creía que valía la pena perder soldados
estadounidenses por este motivo.
Los medios de comunicación tuvieron un papel importante en la formación de este
ambiente de opinión. Por un lado, en los meses previos se encargaron de presentar al
régimen de Saddam como una dictadura cruel, recordando la opresión sobre los kurdos,
con miles de muertos durante los años 80, muchos de ellos por armas químicas. También
se hablaron de las atrocidades que las tropas iraquíes habían cometido en Kuwait. Aquí
conviene recordar el polémico episodio de la hija del embajador kuwaití en Estados Unidos
que se hizo pasar por una joven anónima de su país y declaró falsamente en octubre de
1990 ante el Congreso norteamericano como había visto a los soldados iraquíes sacar a
bebes de las incubadoras para llevárselas y dejarlos morir. En 1992, The New York Times
reveló el engaño.
Otro punto en el que insistió mucho la prensa fue en presentar al ejército iraquí como una
gran máquina militar que era una amenaza para la región. Se resaltaba que eran las
quintas fuerzas armadas más grandes del planeta, y en especial se hablaba de la supuesta
ferocidad de sus unidades de élite: la Guardia Republicana. También se recordaba que
tenían y habían usado armamento químico en su conflicto con Irán. Durante la guerra se
demostró que no era una fuerza de combate eficiente, y causaron muy pocas bajas a la
coalición.
La Guerra del Golfo de 1991 también reunió los otros factores que ayudan a que la
población apoye la operación. El liderazgo demostró que tenía unos objetivos claros: la
expulsión de Irak de Kuwait. En Estados Unidos, a nivel interno, no hubo lucha partidista
por la estrategia de guerra, Los costes fueron bajos, apenas 148 muertos en combate; y el
conflicto tuvo una duración muy corta, apenas 41 días.
Pero en este contexto de post Guerra Fría hay otras dos intervenciones de Estados Unidos
que vale la pena analizar: Panamá (1989) y Somalia (1992-1993). Tuvieron costes similares
en vidas militares. Pero, mientras que la acción en el país centroamericano se considera un
éxito; la segunda es contemplada como un desastre por la población. En estos casos
claramente se valoran otros factores más allá de las bajas.
Ambos casos, tuvieron un amplio apoyo al principio. En Panamá (Operación Causa Justa),
la justificación que se dio fue proteger la vida de los más de 3.500 estadounidenses que
vivían en el país después de una serie de incidentes (una razón que siempre tiene peso para
la opinión pública del país), acabar con el tráfico de drogas (el dictador panameño, Manuel
Noriega, había apoyado a los carteles latinoamericanos), y proteger el estratégico Canal.
En Somalia (Operación Devolver la Esperanza), se ha presentado como un ejemplo del
efecto CNN. Las imágenes de la hambruna y de la violencia ocasionada por las milicias que
luchaban en la guerra civil de ese país africano crearon un clima favorable entre la
población norteamericana a que se interviniera. Estados Unidos ofreció a Naciones Unidas
liderar el contingente para pacificar el país.
Las diferencias entre las dos operaciones comienzan a apreciarse en su desarrollo. La
Operación Causa Justa se realizó con rapidez, con la excepción de la captura del dictador
Noriega. Pese a que Estados Unidos recibió numerosas críticas en la comunidad
internacional por la invasión, la ciudadanía mantuvo el apoyo a la Administración por la
manera por cómo se habían conseguido los objetivos, y las 23 bajas parecieron
perfectamente asumibles.
En cambio, en Somalia pese a haber una cifra similar de bajas, 29 muertos en acción, la
oposición fue mucho mayor, y también hubo debate político en el Congreso de Estados
Unidos sobre cómo se estaba dirigiendo la guerra. Esta mala percepción de la operación
militar se debe a que se alargó excesivamente en el tiempo y los objetivos cada vez se
hacían más confusos, por lo que no se veía un final claro.
La Operación Restaurar la Esperanza comenzó con un amplio apoyo en diciembre de 1992.
Los objetivos parecían cumplirse al paliarse los efectos de la hambruna y las facciones
armadas parecían avenirse a dialogar para buscar la paz en Somalia. Pero la situación
comenzó a deteriorarse en el verano de 1993. Algunas milicias, en especial las del general
Mohammed Farah Aidid, comenzaron a hostigar a las tropas de Naciones Unidas. Durante
esos meses, la ciudadanía estadounidense comenzó a percibir como muy difícil la tarea de
pacificación y reconstrucción del país africano.
Cuando se produjo la batalla de Mogadiscio en octubre de 1993, con el resultado de 18
soldados estadounidenses muertos, la población empezó a mostrarse favorable a una
retirada. Pero no fue consecuencia únicamente de las impactantes imágenes del cuerpo de
un soldado estadounidense arrastrado por los somalíes, sino que el apoyo a la intervención
comenzó a descender el verano anterior, cuando se vio que la misión de la ONU no lograba
pacificar el país fácilmente.

El poder blando de Europa


Las poblaciones de los países europeos presentan diferencias con la estadounidense a la
hora de valorar una intervención militar. A grandes rasgos, en el Viejo Continente hay un
rechazo mayor a la guerra. El informe Transatlantic Trends de 2013 indicaba que un 68%
de los estadounidenses apoyaban el uso de la fuerza para defender una causa justa, al otro
lado del Atlántico el apoyo en una coyuntura similar el porcentaje disminuía al 31%. Esta
divergencia se debe a que la opinión pública de EEUU tradicionalmente apoya las
aventuras militares si las causas les convencen.
Este rechazo a la intervención militar de los europeos no debe interpretarse como una
inclinación por el aislacionismo. Todo lo contrario. Una encuesta para el Parlamento
Europeo de 2016 indicaba que un 66% de la población de la UE quiere que los socios
comunitarios intervengan más en cuestiones de seguridad internacional. Esta cifra implica
que los europeos prefieren apostar por el poder blanco (soft power) haciendo valer su
influencia a través de la diplomacia o las relaciones económicas.
Esta idea de Europa como un poder cívico antes que militar toma forma en los trabajos de
Françops Duchêne, periodista y asesor de Jean Monnet (uno de los padres de la UE), en
1972. Aunque sus orígenes se pueden remontar a cierto rechazo a las soluciones militares
derivada de la traumática experiencia de la Segunda Guerra Mundial.
España se mantiene en esta línea de opinión similar. Según la encuesta del CIS de
septiembre de 2013 sobre la defensa nacional y las Fuerzas Armadas, un 69,6% de la
población está a favor de la acción militar para defender el territorio del Estado. Cuando se
plantea una intervención exterior, los porcentajes caen: una intervención humanitaria es
apoyada por un 44,5%, imponer la paz en otro país (35,1%), proteger los intereses
económicos españoles (28,1%), defender a otro país europeo (un 16,8%), o defender los
intereses económicos de la UE (11,1%).
Si se sigue con un análisis detallado por países, los estados europeos con una tradición
militar más reciente de grandes intervenciones militares tras la Segunda Guerra Mundial
han registrado momentos de amplio apoyo a una intervención militar.
Por ejemplo, el caso de Gran Bretaña con la Guerra de las Malvinas el apoyo popular fue
creciendo a medida que avanzaba el conflicto. Como se ha visto con los casos de las
operaciones bélicas norteamericanas, el factor de las bajas es menos determinante cuando
se demuestra que hay un liderazgo enérgico que demuestra que tiene una línea de
actuación clara.
En el caso de las Malvinas, cuando los argentinos ocuparon este archipiélago del Atlántico
Sur, el apoyo inicial de los británicos a una rápida respuesta militar era minoritario (un
44% en abril de 1982). Pero a medida que se vio que la primera ministra Margaret
Thatcher estaba realmente decidida a recuperar el territorio perdido, el apoyo subió hasta
el 80% en mayo de ese año. Este respaldo a la política del gobierno británico no descendió
ni en los momentos más duros para su contingente cuando tuvo que soportar los letales
ataques aéreos de la aviación argentina que causaron buena parte de las 255 muertes que
tuvieron las fuerzas de Reino Unido.
Francia también registra ejemplos interesantes de analizar. Hay diferencias notables en la
percepción de la población de los dos grandes conflictos postcoloniales como fueron
Indochina (1946-1954) y Argelia (1954-1962). En el primer caso, la sociedad francesa
manifestó cierta indiferencia durante buena parte del conflicto. Estaba más preocupada
por la reconstrucción del país y la guerra en el sudeste asiático le parecía un asunto lejano.
Además, las tropas que se enviaron eran voluntarias y un buen número de ellos eran
soldados de otros dominios franceses como el Magreb, África Occidental Francesa,
Madagascar…
El interés por lo que sucedía en Argelia se recuperó durante la batalla de Die Bien Phu en
1954. Pero la voluntad para restaurar el orden en Indochina era mínima, solo un 7%.
Mientras que un 60% apoyaba la solución negociada y la retirada, según datos del porta de
la Universidad de Quebec destinado a la guerra de Indochina, The Indochine War
(http://indochine.uqam.ca/).
En cambio, en Argelia la situación fue muy diferente. Conviene recordar que Francia no
consideraba este territorio como una colonia, sino directamente un departamento, y la
amplia población de origen europeo (alrededor de un millón de personas) implicaban unos
vínculos mucho más fuerte con la metrópolis que los de Indochina. Por lo que en un
principio, había apoyo a sofocar la revuelta en el país magrebí.
Pero a medida que se desarrollaba la guerra, la inestabilidad política que caracterizó a la
Cuarta República francesa, las tácticas de guerra sucia de las tropas francesas fueron
menoscabando el apoyo popular. De hecho, la inestabilidad política fue tan fuerte que el
conflicto argelino fue una de las principales causas de la caída de la Cuarta República.
Las bajas también contribuyeron a reducir el sostén de la ciudadanía, y aquí hay que
destacar una diferencia con Indochina. En ese conflicto, el ejército tuvo 75.000 muertos,
mientras que en Argelia cayeron en combate unos 20.000 soldados. Pero el rechazo se
explica porque en el país norteafricano combatía un buen número de soldados de
remplazo, mientras que el contingente en el sudeste asiático era voluntario.

Los conflictos post 11-S


La guerra de Afganistán que comenzó tras los ataques terroristas del 11-S contra Estados
Unidos ofrece un interesante análisis de las diferencias entre las opiniones de ambos lados
del Atlántico en un conflicto donde han luchado conjuntamente tropas europeas y
norteamericanas.
El apoyo al inicio de las hostilidades en Estados Unidos fue rotundo, a niveles que solo se
pueden comparar con la Segunda Guerra Mundial: un 88% de la población según una
encuesta conjunta de la empresa de estudios de opinión Gallup, el canal CNN y el diario
USA Today. Mientras que en Europa Occidental, un 62% de la ciudadanía consideraba que
había que priorizar otras medidas para capturar a los responsables de los ataques contra
Nueva York y Washington.
De igual manera, a medida que avanzaba la guerra mientras el apoyo de los
estadounidenses se iba manteniendo con altibajos, en el resto de los países de la OTAN con
tropas sobre el terreno nunca se logró un respaldo a la operación. Una encuesta del think-
tank Pew Research Centre en junio de 2009 demostraba que el apoyo a mantener las
tropas en Afganistán entre los miembros de la Alianza Atlántica no era mayoritario:
Alemania (48%), Reino Unido (46%), España (44%) y Polonia (30%). Francia estaba
dividida con un 50% a favor y un 49% en contra.
La sociedad estadounidense se ha mostrado más cambiante con la cuestión afgana. A partir
de septiembre de 2009, la oposición fue mayoritaria a mantener las tropas. Se trata de una
muestra de cómo las intervenciones que se dilatan en el tiempo van perdiendo el apoyo si
no registran avances notables. Tras ocho años de conflicto, ni se había capturado a Osama
Bin Laden ni se había traído la estabilidad al país. Además, ese año las bajas de EEUU en
Afganistán fueron más del doble que en Irak (317 vs 149, según iCasualties.org).
A partir de 2011 y con la muerte de Osama Bin Laden, los partidarios de abandonar
Afganistán fueron creciendo hasta alcanzar el máximo del 62%. La decisión del presidente
Barack Obama de reducir notablemente el contingente y limitar las operaciones de
combate a apoyar las fuerzas del gobierno afgano fue apoyada por alrededor de un 80%,
según sondeos como uno realizado por la agencia de noticia Associated Press.
En el caso de Irak, el conflicto comenzó también con un amplio apoyo de los
estadounidenses, De hecho, la opción de derrocar a Sadam Hussein siempre había sido
popular entre los ciudadanos del país; por ejemplo, un 64% lo habría hecho al final de la
guerra de 1991. Aún y así, no había un seguidismo total a la agresiva retórica de la
Administración Bush en los meses previos a la invasión.
En marzo de 2003, en vísperas de la guerra, el apoyo era del 60% si había aprobación de la
ONU, el porcentaje se reducía a un 47% si el gobierno estadounidense finalmente no
recurría al Consejo de Seguridad para obtener autorización para el ataque (como
finalmente sucedió), según los sondeos de Gallup. El desarrollo de la invasión hizo que un
89% de los ciudadanos de EEUU vieran la guerra como justificada.
Pero con el empeoramiento de la situación tras la ocupación, el apoyo fue bajando
gradualmente. En junio de 2005, los sondeos comenzaron a mostrar el descontento por la
marcha de la guerra entre la población, mencionando especialmente que EEUU no se
había vuelto más seguro y que había sido un error iniciar las hostilidades dos años antes.
Es decir, nuevamente los errores de liderazgo tienen un peso muy importante.
Paralelamente a este aumento del creciente descontento, la clase política estadounidense
comenzó a debatir sobre la retirada. Las primeras reducciones del contingente militar se
produjeron a partir de finales de 2007 hasta completarse la retirada de las fuerzas de
combate en 2011.
Actualmente, la campaña de bombardeos contra Daesh en Irak y Siria tiene el apoyo de un
62% de los estadounidenses. En Europa, el apoyo fluctúa entre el 84% de Francia y el 48%
de Grecia. España tiene una cifra igual que la de EEUU y la media de apoyo en el viejo
continente es del 69%, según datos de Pew Research Center.

Fuentes
BERINSKY, Adam J. In time of War, Understanding American Public Opinion from
World War II to Iraq, University of Chicago Press, 2009.

EVERTS, Philip y ISERNIA, Pierangelo (Ed.), Public Opinion and the International Use of
Force, Routledge/ECPR Studies in European Political Science, 2001.

LARSON, Eric Victor, Caualties and Consessus. The Historical Role of Casualties in
Domestic Support for U.S. Military Operations, RAND Corporation, 1996.

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