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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS  UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO

Miguel Ángel SCENNA.


Los que escribieron nuestra historia.
Ediciones La Bastilla, Buenos Aires, 1976, pp. 237-246.

Capítulo XI
Los Revisionistas

1. Nacionalismo y Revisionismo.
En la tercera década del presente siglo, los estudios históricos parecían
encaminados hacia una revalorización sustancial del pasado, en base a
investigaciones que presentaban desde una nueva óptica hechos que antaño se
consideraban definitivamente juzgados. Cierto que la enseñanza seguía
petrificada en el más ortodoxo lopizmo; pero los estudios de alto nivel,
fuertemente impulsados por la Nueva Escuela, convencieron a muchos
historiadores de que debían modificarse algunos conceptos tradicionales,
heredados de los clásicos del siglo anterior y superados o negados por los nuevos
aportes documentales.

Como hemos señalado, la nueva vertiente comenzó a perfilarse con la tercera


generación historiográfica. La evolución de la novedosa línea, ubicada dentro de
lo que hemos llamado concepción histórica del radicalismo, tuvo por abanderados
a Diego Luis Molinari y Emilio Ravignani, y llegó a culminar con Carlos Heras y
José Luis Busaniche. Prometía los mejores frutos cuando fue violentamente
sacudida por el derrumbe de 1930, que significó el fin de la Argentina liberal y el
desfasamiento de nuestro país en los planos político, económico y social. La
fractura se hizo extensiva a la historiografía, reflejándose en la, cuarta
generación entonces en plena madurez que quedó escindida en dos grupos
irreconciliables.
Para Roberto Etchepareborda, una de las consecuencias del descalabro de 1930
fue impedir que la elaboración de un nuevo concepto del pasado, ya en marcha,
pudiera llegar a la meta por los caminos normales de una investigación serena.
Fue así que lo que no se hizo a través de los carriles de la normalidad, se llevó a
cabo entre el hervor y el calor producidos por el choque de dos mentalidades
contrapuestas, enfrentadas en la más descomunal polémica que haya dividido a
los estudiosos argentinos en lo que va del siglo.

Revisar significa volver a ver, registrar y examinar con cuidado una cosa. Todo
conocimiento humano, sin posible excepción, está sujeto a permanente revisión.
Y la historia es parte del conocimiento humano. Tan absurdo es pretender que en
ella se ha dicho la última palabra, o que tal cosa es así porque lo afirmó
determinado maestro, como pretender que la cúspide del conocimiento médico
se alcanzó cuando Laennec inventó el estetoscopio hace más de cien años, o que
la física llegó al no va más con Torricelli. Más que absurdo, es peligroso
considerar terminado o canonizado un conocimiento dado.

En la década de 1920-30 reinaba soberano el concepto clásico de nuestra historia,


sustentado en la autoridad de Vicente Fidel López. Eso era lo que se leía y lo que
se enseñaba como palabra sacra. Los trabajos de Ravignani o de Molinari carecían
de difusión, y, salvo los eruditos, la mayoría ignoraba la picada que iban abriendo
para mejor comprensión del pasado. Pero la Argentina y el mundo cambiaban. Por
un lado, el cimbronazo de la primera guerra Mundial había resquebrajado
severamente el homogéneo cuadro liberal que privaba desde el siglo anterior. La
Revolución Rusa y la dictadura soviética por un lado, la Marcha sobre Roma y la
emergencia del fascismo por el otro, en medio de un descontento social
generalizado, planteaban alternativas que enjuiciaban y rechazaban los preceptos
liberales. Entre nosotros, la gran masa inmigratoria había tenido por consecuencia
que, especialmente en la zona litoral, buena parte de la población fuera hija de
extranjeros. Y desde 1916 los que se consideraban custodios de la tradición por
derecho de herencia estaban desplazados del poder por el radicalismo, que
representaba y expresaba a esos argentinos de primera generación. Surgió
entonces una suerte de pensamiento que, renegando del radicalismo y la
inmigración, terminó renegando también de la democracia, al forjar la idea de
una Argentina etérea, ubicada en un pasado inexistente.

Extasiados con la España de Primo de Rivera y la de Mussolini con su gran fachada


de orden y disciplina más sus reminiscencias del tiempo de los romanos, nutridos
intelectualmente por Charles Maurras, crearon un ideario restaurador que tomó el
nombre de nacionalismo. El sustento humano del grupo contaba con muchos
elementos de familias tradicionales, generalmente venidas a menos, con fuerte
aporte de viejas oligarquías provincianas que se sentían herederas por derecho de
sangre, de arcaicos valores, y veían con horror cómo eran desplazados y
sumergidos por la creciente ola Yrigoyenista. Pero también había entre ellos hijos
de inmigrantes enriquecidos, violentamente convertidos al tradicionalismo del
mate, poncho y guitarra, en busca de cierto status intelectual. Ya que el
nacionalismo fue esencialmente un movimiento intelectual, dentro del cual,
junto a advenedizos de toda laya, brillaron notables talentos de indiscutida
calidad.

No puede hablarse de un nacionalismo orgánico y doctrinario, porque cada uno de


sus representantes ofreció su propia versión del movimiento; pero lo cierto es que
al enjuiciar a la Argentina liberal de los tiempos de Alvear, enjuiciaron también a
la historia liberal consagrada por el lopizmo. Para formular a su vez una nueva
versión del pasado, fueron abonados por Carlos Ibarguren y su biografía del
Restaurador, y también por Dardo Corvalán Mendilaharzu, de extracción radical,
que en 1929 publicó Rosas, obra que ya anuncia el inminente revisionismo.

El nacionalismo colaboró con el general Uriburu en el derrocamiento de Yrigoyen,


en la certeza de que un cambio de estructuras por lo menos, políticas seguiría
a la revolución, para establecer el esquema paternalista autoritario por ellos
propiciado. Lejos de eso, fueron los primeros en ser desplazados del elenco
revolucionario, y la restauración del liberalismo roquista en la persona del
general Agustín P. Justo fue para ellos la más negra frustración política.

Durante la Década Infame, siempre en combate con el liberalismo, se entregaron


a una torturada búsqueda del pasado, y hallaron en la figura del Restaurador,
líder antiliberal aristocrático, la más perfecta simbolización del ser argentino.
En 1934, con motivo del Tratado Roca-Runciman, los hermanos Rodolfo y Julio
Irazusta publican La Argentina y el imperialismo británico, cuya tercera parte
está destinada a historiar el progresivo enfeudamiento de nuestro país a la
economía inglesa. Allí se examinaban por primera vez de manera coherente los
efectos del imperialismo británico en nuestra historia. La obra estuvo a punto de
ser premiada; pero una oportuna digitación oficial la desplazó del plano de
expectación y la rodeó de espeso silencio. Pese a ello, bien puede señalarse la
aparición de este libro como el comienzo del revisionismo histórico.

Así como no hay un nacionalismo en bloque, tampoco puede hablarse de un


revisionismo histórico, y se pueden discriminar tantos como historiadores lo han
cultivado, aunque teniendo como denominador común la exaltación y
reivindicación de Juan Manuel de Rosas, en torno a cuya figura gravitan los más
importantes y decisivos trabajos de este movimiento intelectual.

En contraposición al esquema liberal, podemos señalar los siguientes elementos:


sobre la Colonia, si bien suavizó las hostiles aristas del liberalismo, no adoptó una
posición propia. Antes bien, en muchos casos tomó la versión católica
reivindicatoria del período hispano. Sobre Mayo hubo más acuerdo: se le negó
carácter popular, se lo consideró un movimiento de minorías selectas; se lo
despojó de contenido civil y se lo tornó en un pronunciamiento militar. De allí la
exaltación de Saavedra, reconocido como único líder de la Gesta Maya. En cuanto
a Moreno, fue degradado de la categoría de Numen de Mayo de la historia liberal,
a la de distorsionador de los principios emancipadores, viscoso individuo perdido
en la maraña de ideologías foráneas y primer abogado vernáculo de empresas
extranjeras.
El proceso posterior es juzgado conforme a tases premisas: La Asamblea del año
XIII, como un revoltijo de ideólogos; la emergencia de los caudillos, como la
reacción neta, esencial, instintiva del pueblo contra los devaneos entreguistas y
la absorción porteña, del Directorio primero, de los unitarios después. La
culminación del enfoque, el triunfo argentino y su máximo logro como Nación, se
habría alcanzado con Juan Manuel de Rosas. Luego de la traición de Urquiza y el
desenlace de Caseros, las sombras vuelven a caer sobre la historia, y lo que sigue,
sólo es un largo proceso de claudicaciones y entregas a intereses antinacionales.
A lo sumo, dentro de la execración global hacia el período llamado de
Organización Nacional, merece destacarse que el revisionismo tomó como centro
y punto de mira de sus ataques a la figura de Domingo Faustino Sarmiento, que a
su vez había sido elevada por la historia oficial a una suerte de endiosamiento
laico.

De ese modo, y al igual que el liberalismo, el revisionismo mostró poco interés


por historiar lo que siguió a la caída, de Rosas, claro que por opuestas razones:
para aquél, la Argentina había tocado techo con Roca en 1880, que marca
definitivamente la senda que habría de seguirse por los siglos de los siglos; para
éstos, la Argentina había entrado en colapso desde 1852 y aún no se había
recuperado; sólo cabía esperar su resurrección para empalmarla con aquel
período, desechando lo que quedara en medio.

Desde ya, esta visión ofrecía muchos flancos a la crítica, por lo intensamente
parcializada; pero precisamente de su concentración en el período de Posas
extrajo sus más positivos aportes al conocimiento del pasado nacional. También
hay que tener en cuenta la fuerte connotación política del revisionismo. Era una
historia militante y combatiente, muy polemista, que rechazaba toda serenidad
académica. El choque con la escuela liberal fue inmediato y violento. Los
liberales acusaron a los revisionistas de hacer política con la historia, lo que era
cierto, pero no tenía muy en cuenta que la misma versión liberal también era una
expresión interpretativa de una política. Se probó cuando quedó tácitamente
establecida como historia oficial, dogma inmutable y sagrado al que era difícil e
inconveniente oponerse.

Día a día el encono fue subiendo de tono, hasta alcanzar elevadas temperaturas.
Para los liberales, todo revisionista era un fascista por definición. Para los
revisionistas, cualquier liberal era cipayo por excelencia. La disputa perdió todo
carácter polémico, para convertirse en un cambio de diatribas. Se empleó hasta
la presión de instituciones, ministerios y óranos periodísticos, decretándose el
destierro in situ de los revisionistas. Refiere Julio Irazusta: “No podría decir si
como causa o como efecto de la acción desarrollada por mis compañeras de
lucha, hacia esa época se organizó entre nosotros una dogmática histórica, que
excluía de su seno al que se apartara un ápice de las conclusiones alcanzadas por
los historiadores clásicos del país. Era una ortodoxia celosísima de su verdad, y
con mayor espíritu inquisitorial que la católica... Nuestros dogmatizadores de lo
temporal y pasajero, llegaron a proyectar o hacer votar una ley que penaba
hasta con prisión de varios años a los insultadores de los próceres, en términos
vagos que dejaban el pensamiento histórico a merced de una represión... Los
componentes del movimiento quedamos en un ostracismo intelectual,
equivalente a una emigración en el interior. El revisionista de la histeria
argentina debía renunciar a la notoriedad, a los honores y emolumentos, a las
cátedras universitarias, a los cargos públicos de las reparticiones culturales del
Estado a que podía aspirar por su mérito, el que lo tuviese... Lo singular era que
tal dogmatismo fuera mantenido por quienes se llamaban liberales y se decían
continuadores de los que fundaron el régimen imperante, personajes que si
cometieron errores (como todos nosotros), no son responsables de los extremos
en que incurrieron sus epígonos”.

Todo se ejerció bajo este terrorismo intelectual cubierto bajo el manto de la


democracia; desde la humillación personal impuesta al director de la Biblioteca
Nacional, Gustavo Martínez Zuviría, por la herejía de afirmar que no fue fundada
por Mariano Moreno, en lo que tenía razón, hasta el cierra hermético de la prensa
seria a hombres como Julio Irazusta, Raúl Scalabrini Ortiz y tantos otros, por
pensar por cuenta propia.

Es obvio destacar que ningún liberal citaba jamás en seis trabajos a ningún
revisionista, y viceversa. Endurecidas las posiciones, desatada la guerra santa,
nadie estaba dispuesto a dar un paso atrás ni a reconocer el más ínfimo mérito en
el oponente. El problema dejó de ser histórico para tornarse histérico, y
emergieron los sectores extremos de ambos bandos: el liberal beato quemando
incienso a Rivadavia, frente al revisionismo frenético detectando la presencia del
imperialismo británico hasta bajo las frazadas de cualquier enemigo de Rosas. No
se llegó al campo de los hechos, porque los historiadores difícilmente manejan
algo más contundente que la pluma; de otro modo, hubiéramos vuelto a la época
de los degüellos y ejecuciones sumarias. El delirio alcanzó ribetes de fantasía:
muchachos revisionistas embadurnaban de alquitrán los omnipresentes bustos del
aborrecido Sarmiento, y al día siguiente el magisterio en pleno organizaba un
desagravio con delantales blancos y loas al padre del aula.

En la cúspide de la historia liberal ahora verdaderamente oficial se destacaba


Ricardo Levene, abominando de todo revisionismo posible. Desde su elevado sitial
pontificaba: “La rebeldía contra la historia es incomprensión e ignorancia unidas.
Sus corifeos, dominados por la febril inquietud que caracteriza el espíritu de
improvisación, sueñan con una imagen deformada del mundo: el momento actual
es el único centro de perspectiva, el pasado no existe, y audaz el pensamiento
pretende imaginar a su arbitrio el porvenir”.

De manera que el disidente en opinión histórica pasaba a ser rebelde. De ese


modo Levene ponía a los revisionistas fuera de la ley, gratificándolos con el título
de ignorantes e improvisadores. El inventor de la teoría de que la historia debe
exaltar lo grande y repetir lo bueno, era consecuente consigo mismo. Y en otra
oportunidad fulminó: “Llamaremos historiador espectacular condecorándolo con
el título al que le interesa únicamente los detalles de la explosión de las
pasiones y apetencias que existen en el pasado humano y quiere traer a la vida
actual ápices y hez de la historia y busca el contender y promueve la
controversia con escándalo sentenciando dogmáticamente de un moda opuesto al
generalmente demostrado y admitido”. Más allá del rechinante estilo, el párrafo
sirve para mostrar una tónica.

De vez en cuando se suele leer en autores mal informados expresiones de


asombro por la posición revisionista. Se alega que el revisionismo no trajo nada
nuevo, porque después de todo no hizo sino repetir, o a lo sumo mejorar, lo ya
expuesto por Saldías, Quesada, Peña e Ibarguren. El revisionismo sería una
estridente reinvención del paraguas, carente de originalidad. Para formular esta
apreciación no se tiene en cuenta que los historiadores citados forjaron su visión
dentro del marco de la historia liberal y respetando sus cánones, mientras que el
revisionismo repudió expresamente esos principios, en busca de un nuevo punto
de vista, partiendo de otras premisas, edificando sobre otras bases. Ninguno lo ha
expresado mejor que José María Rosa al explicar el revisionismo con estas
palabras: “Lo esencial para el revisionismo es concluir con esa patria de los
coloniales que nos mantiene atados espiritual y en consecuencia
materialmente al extranjero. Revisar la historia es mirarla con ojos argentinos.
Por eso con los historiadores, llamémoslos académicos, no nos podemos
entender. Son opuestos a nuestros enfoques. No se trata (no se trata solamente)
de las falsedades a. designio de la historia oficial. Se trata, fundamentalmente,
de las premisas distintas de las que partimos..., aquí no se trata de un problema
de conocimiento, donde podría aplicar la dialéctica hegeliana y hablar de tesis,
antítesis y síntesis, sino de un juicio distinto de valor. Yo puedo avanzar en el
conocimiento empleando la dialéctica, pero a condición de partir de la misma
premisa; pero si cuestiono la premisa ya no hay dialéctica posible. No se puede
conciliar en una síntesis a Rivadavia y a Rosas, o a Facundo y Sarmiento, porque
necesariamente he tenido que llegar a su valorización por premisas distintas. Si
los he juzgado con el criterio de patria que he llamado colonial, necesariamente
debe excluirse a Rosas y a Facundo; si me he valido de un concepto nacional,
entonces sobran las otros. La imposibilidad de conciliar opuestos es uno de los
principios fundamentales de la lógica”.

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