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Si asimilamos los términos “individualismo” y “colectivismo” a los dos puntos que determinan una
recta –en este caso, la “flecha del tiempo”– tendríamos que hacer pasar esta recta por las diferentes
décadas, sucesivas o retrospectivas, respecto de la primera década del siglo XXI tomada como
referencia. Es evidente que si partimos del segmento de recta que corresponde a esta primera
década del siglo XXI, cuando la prolongamos hacia atrás, podremos representarla como una línea
llena; cuando la prolongamos hacia el futuro, la convención es que la representemos como una línea
punteada.
La prolongación hacia atrás de la “línea llena” nos llevará a atravesar muchos sucesos de cada
década, pertinentes para nuestro asunto, precisamente aquellos, en nuestro caso, que tienen que
ver con las constituciones y disoluciones de las diversas asociaciones internacionales de
trabajadores, en sentido amplio, en las cuales se formuló la distinción entre individualismo y
colectivismo (dejamos de lado los antecedentes doctrinales, como pueda serlo el de Juan Hipólito
de Colins, “barón de Colins”, que en 1835 publicó anónimamente Du pacte social, y en 1853 el primer
tomo de Qu’est-ce que la Science Sociale, obras en las que expuso el “socialismo racional” y acuñó,
según muchos autores, el vocablo “colectivismo”). Por ejemplo y, ante todo, con la práctica
“bancarrota” de la III Internacional, la que tuvo lugar en la anteúltima década del siglo XX,
determinada por la caída de la Unión Soviética. Prolongando la línea hacia atrás llegaremos al final
de la segunda década del siglo XX, al año 1919, en el que se constituyó esa III Internacional (la de
Lenin, el Komintern), como consecuencia de la “bancarrota de la II Internacional”. También en este
mismo año nos encontraremos con la llamada “Internacional dos y media” (la Internacional de
Ámsterdam). Si seguimos prolongando la línea hacia atrás, la recta nos llevaría al Congreso
Internacional Socialista de 1889, en el que se constituyó la II Internacional; y prologando la recta de
puntos llenos, nos encontraríamos muy pronto con los principios de la ruptura de la I Internacional
(que había sido constituida en 1864), con los años que van de 1868 a 1872, en los que Marx y
Bakunin intentaron imponer sus ideas sobre esa I Internacional. Pues fue en el Congreso de Basilea,
en 1869, cuando se formuló por primera vez, en el terreno político, el concepto de colectivismo (como
socialismo no estatal) de los bakuninistas, que se enfrentaron con el individualismo burgués. Un
individualismo representado, según Bakunin, en aquel “miserable libro” titulado El contrato social, en
el que comienza el relato de la sociedad política por unos individuos aislados y libres que se reúnen
con otros individuos en un pacto social.
Pero el colectivismo anarquista se enfrentó con los autoritarios, como se llamaba entonces a los
marxistas, los cuales, para diferenciarse de sus adversarios, tomaron el nombre de comunistas. En
septiembre de 1872, fecha de la Conferencia de La Haya, Marx había logrado la expulsión de
Bakunin de la Internacional, y había trasladado el Consejo General a Nueva York. Nuestra línea
recta, mediante un ligero giro angular, nos acerca ahora al Congreso de Córdoba, celebrado en el
Teatro Moratín de esta ciudad el día 26 de diciembre de 1872. Congreso en el que se aprobaron las
conclusiones del congreso de Saint-Imier. El anarquismo español quedó así constituido como un
conjunto de federaciones “soberanamente independientes”. Y los delegados de este tercer congreso
de la Federación española de la AIT, retaron a pública controversia a todos los que deseasen
combatir los principios de la Internacional. Según cuenta Díaz del Moral, por las paredes de las calles
de Córdoba se fijó el anuncio de un Reto que se abriría el primero de enero de 1873 en los salones
del Café del Recreo. “¡Trabajadores de Córdoba, no dejéis de asistir! ¡Defensores del privilegio,
aceptad el reto! ¡Salud, Anarquía y Colectivismo!”. (Pero la controversia no tuvo lugar por ausencia
de “representantes de los defensores del privilegio”.)
Lo paradójico de la contraposición entre anarquistas y comunistas era que los no autoritarios,
aunque se consideraban colectivistas, asumían el más radical individualismo anarquista. Un
individualismo muy ambiguo, sobre todo en aquello que tenía que ver con la propiedad privada, pero
no meramente psicológica, puesto que ya en 1845 Max Stirner había presentado a la propiedad
privada como inseparable del individuo único (Der Einzige und sein Eigentum).
La prolongación retrospectiva de nuestra línea llena, cuando pasa por España, se detiene
precisamente, un poco antes que en el punto correspondiente al Congreso de Córdoba, en la sesión
del Congreso de los Diputados celebrada en Madrid el 19 de octubre de 1871, en la cual Emilio
Castelar (que dos años después llegaría a ser presidente de la República proclamada el 1º de junio
de 1873, bajo la presidencia de Salmerón) habló de la I Internacional, enfrentándose al voto
aprobatorio que había sugerido el presidente del congreso en la ocasión, señor Candau. Y nos
detenemos aquí porque fue, en esta ocasión, cuando por primera vez se formuló, al menos en sede
parlamentaria, la oposición entre el individualismo y el colectivismo. Dice el cronista de La
Época (viernes, 20 de octubre de 1871):
«Este discurso es hoy aplaudido por todos; y verdaderamente nadie puede quedar
quejoso de él. Para el oyente que acude a recibir impresiones gratas y a admirar las
grandes dotes oratorias del Sr. Castelar, este tuvo períodos muy preparados y limados,
esparcidos artísticamente por su discurso, como coloca una elegante dama las joyas en
su prendido; para los sabios, el Sr. Castelar tuvo generalizaciones y síntesis en
abundancia; unas falsas, otras atrevidas, algunas verdaderas, muchas temerarias, pero
todas ellas hijas de vasta lectura y trato familiar con la ciencia contemporánea. Para los
economistas, aunque el señor Castelar sentó algunas proposiciones heterodoxas, tuvo
en cambio el mérito de sostener la propiedad individual y la libertad del comercio. Para
los individualistas, el Sr. Castelar defendió con ardor los derechos individuales. Los
socialistas no pueden darse por quejosos, pues aunque calificó de ‘aberraciones’ sus
doctrinas, el señor Castelar les dijo que el porvenir era suyo, y les asimiló a los padres de
la Iglesia y a los fundadores de religiones. […] El papel que en el movimiento social
atribuye el Sr. Castelar a la raza slava, es exagerado: si el Sr. Castelar hubiera recordado
que la propiedad individual apenas existe en el Oriente, que la propiedad colectiva, ya del
Estado, ya del soberano, ya del municipio, es lo general en Asia y aun en las colonias que
los europeos conservan en esta parte del mundo, no hubiera extrañado que los obreros
rusos fuesen los más tenaces en sostener el colectivismo. Rusia es casi un Estado
asiático; pero el progreso en ella no se introduce a favor de las ideas sobre propiedad
colectiva, sino al contrario, con la abolición de la servidumbre, decretada por el emperador
Alejandro, merced a la cual aquel Estado está pasando del régimen colectivo propio del
Oriente a la propiedad individual propia de Europa, y sin la cual no es dable el progreso.
Todo cuanto dijo el Sr. Castelar con su acostumbrada elocuencia sobre la misión de la
raza eslava fue en el fondo la atenuación de un resto de barbarie. No obstante su
admiración hacia Bakounine, el Sr. Castelar lo reconoce así, puesto que en el Congreso
de Berna decidió la victoria a favor de la propiedad individual. En cambio en el de Basilea,
último de la serie que citó, el colectivismo triunfó; el colectivismo, que no es como el Sr.
Castelar erróneamente suponía, la propiedad colectiva de la tierra, sino el derecho igual
a todos los instrumentos de trabajo. Otro error notable del Sr. Castelar fue el de confundir
los Congresos obreros con La Internacional. Hay gran relación entre ambas cosas, pero
son diversas, y a veces han sido opuestas. Los congresos obreros son la deliberación. La
Internacional es ante todo y sobre todo la acción.»
En el mismo día otro periódico de Madrid, el diario liberal La Iberia, transcribe así el discurso de
Castelar:
«Un hombre de genio emprendedor y activo [Bakunin], hombre verdaderamente
extraordinario por sus altas cualidades de propagandista y de organizador, vino a traer el
esfuerzo de su gran talento y de su gran palabra, desde el fondo de Siberia, donde se
viera confinado por anteriores revoluciones políticas; y de donde milagrosamente se
escapara, a las fórmulas slavas, con las cuales se hallaba unido, no sólo por un grande
convencimiento, sino también por su raza, por su sangre, por su origen; que aquel hombre
era ruso, era slavo también. En esto celebrose el primer Congreso que la democracia
europea podía celebrar, allá por setiembre de 1867, y en la ciudad de Ginebra. Los
colectivistas slavos y sus muchos secuaces y sectarios presentaron la fórmula rusa a la
adopción de la democracia europea. La democracia europea rechazó esa fórmula.
Entonces se decidió, a instancia de los mismos desairados, que en el futuro Congreso de
la Paz y de la Libertad se votara por nacionalidades. Y en efecto, celebróse otro Congreso
de la democracia en Berna, por setiembre de 1868. Los colectivistas volvieron a presentar
sus fórmulas a la adopción de los demócratas. Votaban los individuos de cada
nacionalidad aparte, y se consideraba el voto de la mayoría como el voto de toda la
nacionalidad. Y si había un solo individuo de una nación, éste solo tenía el voto. En tal
caso me encontraba yo. Los alemanes, los franceses, los italianos y los suizos, que tenían
cuatro votos en el Congreso, en cuanto se presentó la fórmula da la propiedad colectiva,
votaron contra ella; pero los rusos, los polacos, los anglo-americanos y los ingleses, que
tenían cuatro votos también, votaron en favor de la propiedad colectiva. El gran problema
había caído en un empate, y no era posible su decisión. Muchos de los más liberales se
hallaban consternados, temiendo que un Congreso de la democracia europea apareciese
a los ojos del mundo como un Congreso colectivista. Y entonces yo [Emilio Castelar], que
tenía reconocido mi voto, decidí aquel gran litigio en armonía con las ideas de toda mi
vida, y lo decidí a favor de la propiedad individual. El colectivismo fue condenado en el
Congreso de Berna. Los slavos nos dijeron que éramos demócratas puramente
formalistas; que éramos republicanos puramente platónicos, y nos amenazaron con volver
contra nosotros, contra la democracia política, las diferentes asociaciones de trabajadores
que habían establecido, que habían organizado en toda Europa.»
La recta que hemos hecho pasar como línea llena por todas las décadas comprendidas entre los
años 2010 a 2001 y los años 1870 a 1861, y que pretendemos prolongar, con línea punteada, por
las décadas futuras de nuestro siglo, es de hecho la recta que ha servido, durante siglo y medio,
para organizar, mediante una oposición dicotómica, la “materia” de las sociedades que han vivido
realmente en la Tierra durante el pasado siglo y medio. Una dicotomía concebida no como
meramente binaria (como pudiera serlo, acaso, la partición según el Yin-Yang) sino como
contradictoria o, si se prefiere, dioscúrica (Castor/Polux), incluso zoroástrica (Ormuz/Arimán) o
maniquea (Bien/Mal). Por ejemplo, la organización dicotómica de España en las dos mitades
consabidas (la izquierda y la derecha) que Antonio Machado estableció cuando dijo: “Una de las dos
Españas ha de helarte el corazón.”
Una organización dicotómica que polarizó el campo político durante quince décadas, y que asumió
modulaciones fluctuantes según las fases de la línea del tiempo considerada
(conservadores/progresistas, Antiguo Régimen/Nuevo Régimen, Occidente/Oriente). El material
organizado en función de este dualismo se formuló inicialmente en el terreno del trabajo agrícola
(individualismo/colectivismo, tal como aparece en el famoso libro de Joaquín Costa, Colectivismo
agrario en España, Madrid 1898), en el que se contraponen los municipios que se ajustan a la
propiedad individual, por ejemplo los mayorazgos, y los sistemas comunales que ya comenzaban a
ser llamados colectivistas, ante todo por referencia a la materia agrícola, aunque fueron
extendiéndose a otros géneros de materia. De este modo fueron organizándose, según el modelo
dicotómico, los campos políticos a diferentes escalas, desde la escala aldeana –Llánaves, en León;
Ansó, en Aragón; Caso, en Asturias– hasta la escala internacional –el bloque comunista y el bloque
capitalista, durante la época de la Guerra Fría–.
Lo que aquí nos importa constatar es hasta qué punto estas “biparticiones maniqueas” del mundo
histórico, social, político y religioso, tienen que ver, ya sea por causalidad, ya sea por mera analogía,
con el dualismo primario individualismo/colectivismo. Acaso los términos rígidos de esta oposición
quedarán enmascarados o redefinidos en otros conceptos más complejos: en lugar de individualismo
se hablará de “personalismo”, en lugar de colectivismo se hablará de “comunismo” o de “socialismo”;
en lugar de individualismo se hablará de “liberalismo” y el lugar de colectivismo se hablará de
“socialdemocracia”. Pero las oposiciones, tales como las que enfrentan hoy al liberalismo y al
socialismo, o a las democracias liberales y a la socialdemocracia, seguirán manteniendo
correspondencia con la oposición entre el individualismo y el colectivismo.
Acabamos de sugerir hasta qué punto la contraposición dualista (“maniquea”) entre individualistas
y colectivistas, sin perjuicio de haberse formulado originariamente en el ámbito de las categorías
económicas, no se agota en estas categorías, sino que se encuentra también en otras, ya sea por
influencia directa de las categorías económicas, ya sea por analogía con ellas, sin negar que, sin
embargo, las modulaciones análogas, en principio independientes, podrían mantener afinidades o
incompatibilidades electivas.
En general: ¿qué podemos esperar de este “despliegue”, a través de las diversas categorías, de
la oposición individualismo/colectivismo originariamente formulada en el ámbito de las categorías
económico políticas? La ampliación de este dualismo a las categorías del arte, de la religión, de la
familia o del lenguaje –ampliación que en la terminología escolástica se denominaría
“trascendental”–, ¿no nos alejará del sentido de la dicotomía original? Sin duda, pero en todo caso
este alejamiento es necesario si queremos liberarnos de un confinamiento en la categoría de partida
que pudiera hacernos pensar que en ella, y sólo en ella, podemos encontrar las claves ulteriores de
la oposición. Un confinamiento que nos conduciría al más pleno reduccionismo economicista. Sólo
cuando advertimos la naturaleza “trascendental” de la oposición que nos ocupa, es decir, cuando
advertimos que esta oposición es una modulación muy importante, sin duda, pero que está
acompañada de otras modulaciones irreductibles a ella, podremos calibrar el verdadero alcance de
la oposición de la que hemos partido.
De hecho, es evidente que los individualismos no sólo aparecen en la categoría económica, sino
también en otras categorías culturales; y los colectivismos, no sólo tienen lugar en las categorías
económicas, sino también en las categorías artísticas, religiosas, políticas o gramaticales (en donde
nos encontramos con la oposición entre los pronombres personales en singular y en plural, muy
especialmente entre el Yo y el Nosotros; pues no cabe duda que esta oposición se corresponde, de
algún modo, con la oposición entre un cierto individualismo y un cierto colectivismo).
¿Habría alguna manera de establecer algún criterio de clasificación de esta diversidad tan
heterogénea de “modulaciones categoriales” de la contraposición dicotómica (incluso maniquea)
entre el individualismo y el colectivismo, en su sentido analógico-trascendental más amplio?
Ahora bien, el lenguaje, así entendido, se despliega según los tres ejes consabidos –el eje
sintáctico, el eje semántico y el eje pragmático– en función de los cuales puede organizarse el mismo
espacio gnoseológico, es decir, el espacio en el que se contienen las ciencias positivas, tales como
la Geometría, la Mecánica, la Química o la Termodinámica (me permito remitir aquí al volumen 1,
págs. 110-126, de Teoría del Cierre Categorial, Pentalfa, Oviedo, 1992).
Supuesta la teoría del espacio gnoseológico podemos ensayar una primera clasificación de los
individualismo y de los colectivismos –es decir, de sus diversas modulaciones categoriales– tomando
como criterio los respectivos ejes sintáctico, semántico y pragmático. Y podemos esperar que la
perspectiva sintáctica nos lleve a modulaciones del individualismo y del colectivismo de naturaleza
predominantemente lógica (o lógico gramatical), mientras que la perspectiva semántica nos llevará
a modulaciones de naturaleza predominantemente óntica (es decir, objetiva, con independencia del
sujeto operatorio), mientras que la perspectiva pragmática nos llevaría a modulaciones de naturaleza
ontológica (porque desde ella el sujeto operatorio antrópico aparece enfrentado a las cosas mismas,
en tanto éstas dependen, de algún modo, de sus operaciones).
(1) Comenzaremos por el recuerdo del tipo de sofismas (tan frecuente en las discusiones políticas
parlamentarias al uso) que tienen una estructura similar a la que ofrece el que podríamos llamar
“silogismo apostólico”: “Los apóstoles son doce; Pedro es apóstol; luego Pedro es doce.” Este
silogismo se reproduce hoy con frecuencia en los discursos de los políticos: “Un pueblo, constituido
por los ciudadanos de una sociedad democrática, es libre. Pedro es un ciudadano cualquiera de esta
democracia, luego Pedro el libre.”
(2) Sin embargo, la distinción entre estos dos sentidos de un mismo término, no solamente no
resuelve la cuestión, sino que abre otras cuestiones diferentes. Y esto se debe a que no es nada
fácil separar estos sentidos, por cuanto ellos están siempre unidos e involucrados, sin perjuicio de
que sean disociables. Esta es la razón por la cual la copulativa “y” titular (individualismo “y”
colectivismo) no sólo tenga un alcance conjuntivo explícito, sino también un alcance implícito
disyuntivo (como lo tiene la expresión, de resonancias sartrianas, “el Ser y la Nada”).
(3) También la oposición entre las ciencias idiográficas y las ciencias nomotéticas (que, desde
Windelband y Rickert, atraviesa todas las teorías de las ciencias naturales o culturales) envuelve la
contraposición entre el individualismo y el colectivismo. La Historia de los Papas de Ranke procede
necesariamente, al establecer las series de los papas del Renacimiento, por conceptos
individualistas (idiográficos); la Embriología de Wolff, al establecer la serie de las fases del embrión
de pollo, procede necesariamente por conceptos colectivistas (nomotéticos).
(4) En general, las relaciones holóticas entre las partes y los todos (por ejemplo, la relación
diairológica entre los elementos y la clase lógica a la que pertenecen; o bien, la relación sinalógica o
atributiva entre las partes y el todo atributivo, contienen la oposición entre un individualismo lógico y
un colectivismo lógico). La conocida representación de las clases lógicas mediante círculos y puntos
marcados en su recinto, que Euler ofreció a una princesa de Alemania, intentaba explicar los
silogismos distributivos aristotélicos, pero lo hacía por medio de silogismos atributivos eulerianos.
Sospechamos que las “ideas trascendentales” que están en el fondo de la oposición entre los
individualismos y los colectivismos tienen que ver con las ideas holóticas, es decir, con la llamada
“teoría de los todos y las partes”.
(1) Citaremos ante todo las modulaciones teológicas. En esta categoría semántica nos
encontramos, en primer lugar, con la contraposición entre las ideas individualistas de Dios (las ideas
del monoteísmo, que postulan la unicidad del Ser divino, salvando la paradoja de que éste ser único,
singular, se presenta de hecho pluralmente, unas veces como Yahvé, otras veces como Deus, y
otras como Alá) y las ideas colectivistas de Dios (las ideas del politeísmo, en las cuales los dioses
olímpicos, por ejemplo, han de considerarse como un “colectivo” bien diferenciado del “colectivo de
las musas” o del colectivo de los mortales).
(2) Dentro de la categoría sebasmática, que engloba a las religiones de la Tierra, encontramos
importantes modulaciones de la oposición entre el individualismo y el colectivismo. Por ejemplo, la
religiosidad propia del místico que busca en soledad (“solo con el Solo”) la identificación con Dios, y
la religiosidad del pueblo cristiano o mahometano que reza en ceremonias colectivas perfectamente
pautadas en sus gestos o genuflexiones clonadas, o en sus corales. O bien, en el terreno más
doméstico de la convivencia, la contraposición entre el individualismo de los monjes (de su cueva,
de su cabaña, de su cubículo o de su celda) y el comunismo frailuno o colectivismo de los conventos
(que, por cierto, fueron muchas veces el resultado paradójico de la “congregación de los monjes”, de
la transformación de los monasterios en cenobios, y de los monjes en frailes).
(4) La oposición entre la Ética y la Moral (que está en el fondo de la oposición entre los derechos
humanos y los derechos positivos, del “Estado de derecho”) o, si se prefiere, entre el Hombre y el
Ciudadano, puede considerarse también como una modulación de la oposición entre el
individualismo y el colectivismo. Los derechos humanos, proclamados en 1948, irían referidos
esencialmente a la dimensión ética, es decir, individual, de las personas, porque los derechos
humanos se supone que afectan a cualquier individuo humano, cualquiera que sea el “colectivo”
político, social, cultural, lingüístico, &c., al que pertenece. En cambio, las normas morales son
esencialmente colectivas, porque los mores, las costumbres, no son individuales, sino precisamente
grupales, colectivas. La contraposición entre los derechos humanos (“éticos”) y los derechos
positivos (“morales”) se manifestó claramente en el momento en el cual, en los años que sucedieron
a 1948, los Estados, al “recibir” la Declaración Universal, fueron introduciendo “cláusulas de
salvaguarda” de los propios derechos positivos.
(5) El colectivismo en el arte (o en las ceremonias de disfrute del arte) ha ido en aumento en las
últimas décadas, y no ya como colectivismo estadístico –resultado de la yuxtaposición de millones
de espectadores individualistas de radio o televisión, que escuchan o contemplan la boda de un
príncipe– sino también en los colectivismos asamblearios o gregarios de las decenas de miles de
individuos participativos que asisten, paradójicamente, a un concierto de clarinete que un individuo,
como Woody Allen, ofrece en solitario. El colectivismo –en arte, en política, en religión, en deporte–
sigue organizándose en nuestro siglo en función del individualismo más exacerbado, y constituye el
medio a través del cual un individuo puede alcanzar su divinización o apoteosis.
(6) Una mención especial merece el incremento que experimenta, en las últimas décadas, la
utilización del rótulo “colectivo” como autodefinición de grupos sociales de muy reducido número de
miembros, al menos comparados con los grandes colectivos tipo sindicatos o partidos políticos.
Grupos que, paradójicamente, por su tamaño diminuto, están más cerca de un individualismo que
busca la diferenciación singular con otros grupos, pero que, al mismo tiempo, huye del individualismo
personal y busca la neutralización, mediante el rótulo de “colectivo”, con el que trata de beneficiarse
del “nosotros” (sustituyéndolo por “colectivo”). Nos referimos a colectivos tales como “Colectivo de
celiacos de la ciudad K”, “Colectivo de enfermeras del hospital central”, “Colectivo de grabadores
españoles”, “Colectivo de pintura Leganés”, &c. Estos colectivos, al acumularse unos a otros,
requieren ampliar su rótulo anti individualista, como por ejemplo el colectivo Hollywood in Cambodia,
de Buenos Aires, autodenominado “Colectivo de colectivos de artistas”. En el límite del proceso hacia
el colectivismo del porvenir podremos esperar, en el futuro, un requerimiento como el siguiente:
“¡Colectivos de todos los países, uníos!”
C) En cuanto a las modulaciones del individualismo y del colectivismo que pudieran ser reducidos
al eje pragmático (el eje ontológico por excelencia, por cuanto en él las realidades objetivas, pero
antrópicas, están seleccionadas en función de los intereses de los sujetos operatorios), nos
limitaremos a sugerir una clasificación sumaria de los mismos:
(1) Las modulaciones dualistas de la oposición, es decir, aquellas en las cuales individualistas y
colectivistas se muestran como términos opuestos e incompatibles (dioscúricos), disociables pero
inseparables. Son modulaciones próximas a la visión dualista del mundo, las modulaciones
zaratústricas o maniqueas de que hemos hablado. Ocurre, sin embargo, que la distribución de
papeles suele ser oscilante y ambigua. Así la oposición política entre las izquierdas y las derechas
(que muchos entienden como una oposición entre concepciones del mundo opuestas, por tanto,
como una oposición trascendental) es interpretada unas veces como si la izquierda fuese “el reino
de la colectividad socialista”, frente a la derecha interpretada como “el reino de la individualidad
egoísta y explotadora”; pero otras veces la derecha será vista como expresión del colectivo más
gregario formado por las élites de los explotadores, frente a la izquierda, en la que se incluyen los
verdaderos individuos de carne y hueso, aquellos que están amparados precisamente por los
derechos humanos.
(2) Las modulaciones monistas que pretenden, o bien reducir las colectividades, el nosotros, al
yo, declarando al nosotros como una ilusión del yo (Max Stirner, Le Dantec), o bien reduciendo el yo
al nosotros, declarando al yo como un espejismo del nosotros.
(3) Los modelos pluralistas que, de un modo u otro, consideran a los términos “individualismo” y
“colectivismo” como meras abstracciones sin correlato real, o con correlatos imaginarios,
sustantivados. Las modelos pluralistas tenderían a declarar ilusoria o abstracta la misma oposición
general entre individualismo y colectivismo; tal oposición abstracta escondería, en realidad,
oposiciones concretas muy heterogéneas, involucradas entre sí. Por ejemplo, la oposición gramatical
(propia de la Gramática general) entre los pronombres yo y nosotros, se resolvería en los distintos
yos y nosotros dados en el ámbito de una misma lengua, o en diferentes lenguas (los yos y nosotros
de la lengua inglesa, los infinitos nosotros y yos de la lengua rusa, o china o francesa). O dicho de
otro modo, la oposición entre el yo y el nosotros no sólo se dibujaría en el plano abstracto de la
gramática general, sino en la estructura de todos los lenguajes diversos que contienen la oposición
de los pronombres personales en singulares y plurales. No parecería gratuito poner en
correspondencia el yo y el nosotros de la sociedad humana viviente con las individualidades de los
próceres que descansan eternamente en sus panteones frente al colectivismo de las hueseras de
los cementerios, respectivamente (sin olvidar que esta dicotomía queda enteramente desbordada
cuando, tras la incineración, el propio marco de la dicotomía desaparece).
4
Desde el planteamiento que hemos creído poder dar a la cuestión propuesta sobre la oposición
individualismos/colectivismos en el siglo XXI, se nos abren múltiples perspectivas que nos permiten,
si no nos equivocamos, decir algo sistemático sobre las modulaciones de esta oposición, o más bien,
sobre los tipos de estas modulaciones, que puedan configurarse en el espacio vacío del siglo por
venir.
A) Nos atrevemos a decir que no tenemos por qué suponer que las modulaciones lógico
sintácticas de la oposición entre el individualismo y el colectivismo no vaya a quedar intacta en el
siglo que comienza, si bien acaso pudiéramos preveer (no profetizar) algún incremento significativo
de los modelos pragmáticos de tipo reduccionista a favor de los colectivismos de tipo estadístico.
Las técnicas en ascenso de la mecánica estadística, del tratamiento estadístico de la Astronomía,
de la clonación biológica o de la aritmética política, permiten suponer un incremento significativo de
las modulaciones lógicas del colectivismo, cuya influencia en el campo semántico podrá ser de gran
alcance.
Los historiadores y los sociólogos suelen insistir en la interpretación que subraya, en las
estadísticas de religiosidad, el descenso de la curva de creencia en el Dios de las religiones terciarias
tradicionales, o en las creencias en los númenes espirituales tradicionales. Pero la verdadera
cuestión, para nuestro asunto, habría que ponerla no tanto en la constatación de este hecho (del
hecho del descenso) sino en el análisis de los efectos que esta caída pueda ejercer sobre los
individuos y colectivos humanos que siguen y seguirán viviendo en las próximas décadas (en el
supuesto de que un gigantesco meteorito no destruya la vida humana de la superficie de la Tierra,
sin necesidad de que por ello su eje de rotación apenas se altere), y que durante milenios han estado
acostumbrados a vivir en la Tierra como si estuvieran acompañados, muchas veces tutelados o
amenazados, por otros seres vivientes no humanos, sobre los cuales el cristianismo consiguió poner
al hombre como el sujeto más elevado en la jerarquía del universo creado por Dios. Las creencias
milenarias en estos seres inteligentes no pueden ser sustituidas por las creencias en los átomos de
Helio o en los colectivos de quarks impersonales, como sugiere ese “colectivismo molecular o
atómico” de tantos científicos de nuestros días, que pretenden presentarlo como alternativa de los
colectivos de espíritus tradicionales. El resurgimiento sorprendente de las creencias en
extraterrestres, en la medida en que pueda ser considerada como la religión de nuestro tiempo, sería
la mejor prueba de la resistencia a aceptar el monoteísmo de la inteligencia representado por el
humanismo radical.
C) El acento lo pondríamos, por nuestra parte, en las modulaciones que hemos agrupado en torno
al eje pragmático. Y dadas las limitaciones del espacio de que disponemos, me atendré únicamente
a las modulaciones dadas en la perspectiva que hemos llamado pluralista, que es la perspectiva más
próxima al materialismo, al menos en cuanto se opone tanto a los monismos de cualquier tipo como
a los dualismos (sean meramente binarios, sean zoroástricos, sean maniqueos). Y en estas
condiciones cabría aventurarse en predecir (no en profetizar) que las modulaciones de la oposición
entre individualismo y colectivismo que puedan darse en el siglo que corre, seguirán siendo
contraposiciones abstractas, producto de las tendencias más groseras y persistentes hacia la
sustantivación de las ideas universales.
D) Sin embargo, acaso la expresión más interesante que pueda alcanzar la oposición entre
individualismos y colectivismos a lo largo del siglo XXI no haya que circunscribirla a la oposición
entre democracias occidentales y autocracias o teocracias asiáticas.
Ahora bien, lo cierto es que cuando comienza el escrutinio de los votos encerrados en las urnas,
el individualismo libre de cada elector comienza a ceder ante los “colectivos” que van formándose
por la mera acumulación aditiva de los votos individuales y libres. Ahora es cuando podemos advertir
el verdadero alcance de la fórmula que quería expresar los límites de la libertad de cada cual en
función de las libertades de los demás individuos libres. Pero la falta de unanimidad no puede
entenderse como un déficit de la democracia, puesto que es constitutiva suya. Mi
voluntad individual libre para elegir a un representante queda frustrada por el colectivo constituido
por la suma de las voluntades libres que eligen a otro; la voluntad individual libre del representante
que vota en favor de una norma o lege ferenda, queda frustrada por el colectivo formado por los
representantes que la impugnan.
No cabe concluir que, en democracia, la “exterioridad” del grupo victorioso desaparece en cuanto
los grupos derrotados aceptan su derrota, en virtud del pacto electoral que obliga a las minorías
(aunque sean minorías por un solo voto) a aceptar las normas propuestas o impuestas por la
mayoría. Pues no cabe considerar a esta autosumisión de los derrotados como la “grandeza de la
democracia”, sino más bien como su “miseria”. Porque tal pacto electoral no transforma a la norma
victoriosa en una norma interna que el cuerpo electoral haya emanado de su seno (o de una
metafísica “voluntad general”). La norma sigue siendo exterior, como el colectivo victorioso sigue
siendo exterior al colectivo minoritario. La “voluntad general” carece de la energía necesaria para
refundir los contenidos o materias de las normas derrotadas en una “norma común victoriosa”, y esto
debido a que el consenso (o aceptación) por parte del colectivo derrotado, no va referido a la materia
de la norma, sino a la forma del procedimiento que se ha seguido para legalizarla.
Por tanto, y sobre todo cuando se trata de normas que el colectivo de los ciudadanos-súbditos
(los derrotados) puedan estimar como trascendentales a su propia voluntad libre (a normas que sean
consideradas como normas irrenunciables, desde el punto de vista ético, o moral o político, como
pueda serlo la norma del derecho al aborto, la norma de la eutanasia o la norma de la
autodeterminación de una Autonomía) entonces, la condición externa o coactiva de la fuerza de
obligar de la norma se manifestará en toda su evidencia, y nos hará ver que el consenso sobre la
legalidad de la norma victoriosa no implica el acuerdo sobre su materia. Dicho de otro modo, la
norma aceptada por todos es norma democrática sólo cuanto a su forma, pero no cuanto a su
materia, lo que significa que no cabe considerar como no democrática la voluntad de desacatarla,
puesto que se está en desacuerdo con su materia. Y la mejor demostración de este desacuerdo es
el hecho de que el colectivo derrotado confía en que en la próxima legislatura el colectivo minoritario
de hoy se transformará en el colectivo mayoritario de mañana. Con lo cual se repetirá la situación de
la coacción aceptada, aunque en dirección contraria.
En este conflicto entre los colectivismos que deciden el curso de las sociedades democráticas,
¿dónde queda la libertad individual, supuesto que al ciudadano demócrata no le cabe el recurso de
la abstención? ¿En el voto en blanco? Pero, si el colectivo victorioso correspondiera al voto en
blanco, ¿cabría interpretar que la “voluntad general” rechaza no ya la norma, sino la misma
posibilidad de someter la norma a votación? El voto en blanco, ¿podría interpretarse como la
voluntad general de no someter esa norma al juego democrático, sino en dejarla al albur de las leyes
sociales, o históricas, o religiosas o políticas? ¿O acaso la democracia debe ser totalitaria en sus
competencias?