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Tendencias escénicas contemporáneas.

Ensayo sobre Hamelin del dramaturgo español Juan Mayorga

Cuando el dramaturgo te presenta al acotador.

Como referencia al cuento popular, la obra Hamelin nos presenta un narrador. El ACOTADOR
es, sin duda, un personaje particular. Desde su primera línea: “Se alza el telón.” Nos recuerda
permanentemente en donde estamos. Tiene muy presente el hecho teatral y esta característica
es la que lo mantiene articulado durante todo el texto, la que brinda su estética tan particular.
No solo nos narra la historia, lo que no vemos, lo que nos tenemos que imaginar, si no, a veces
bruscamente, nos revela las dificultades del oficio teatral. En algunos puntos de la obra nos
señala las disposiciones espaciales, lumínicas y hasta actorales, nos señala que lo difícil que es
hacer actuar a un niño y el por que ese personaje lo interpreta un adulto. Nos habla de
convención teatral. Nos recuerda que nosotros como espectadores también tenemos
responsabilidades. Nuestra responsabilidad es la de completar los espacios vacíos, as carencias
escenográficas. Nos recuerda “la magia” del teatro, de cómo el tiempo pasa, pero el texto sigue
y nosotros tenemos que hacer el ejercicio mental de creerlo y comprometernos con ese
“engaño” sin salirnos de la línea narrativa.

Es bastante interesante este acto permanente de recordar en donde estamos. No es el


distanciamiento brechtiano, o al menos no lo parece. Esta obra no trata de aleccionarnos
políticamente. No muestra una ideología clara a la que tengamos que seguir. El tema es
desgarrador. Es bastante delicado, es imposible que no estemos de acuerdo con que la pedofilia
está mal. No es necesario tomar partido. Por lo tanto, los apartes del acotador generan otra cosa.
Genera momentos de respiro. El espectador está ante hechos terribles, ante una de las
depravaciones humanas más condenables y, dramatúrgicamente, parece que todos los
personajes están de alguna manera involucrados. Las imágenes de las ratas nos inundan. No
son las que el flautista se va a llevar, son todos los habitantes de la cuidad. Son los adultos, son
todos lo que buscan aprovecharse del otro de sacar algo del otro. No hay buenos ni malos.
Hasta Montero, el que busca justicia, es revelado en su fracaso como padre, como esposo. No
hay un adulto responsable que nos salve, todos son padres ausentes, con más o menos recursos,
pero ausentes igual. Ante la falta con quien empatizar nos sentimos agotados. El teatro
tradicional, aristotélico, nos enseño que el malo recibe castigo y el bueno, reconocimiento,
premios, admiración. Como publico estamos huérfanos de ese paradigma. Nos encontramos
con la miseria del mundo en el teatro y es difícil de ver. El espectador necesita un descanso.
Debe ser por eso que hay esos apartes. Es necesario hablar de otra cosa. Podría hablar de
cualquier otra cosa, pero estamos en el teatro y ¿Por qué no aprovecharlo? Nosotros
reconocemos el teatro, recordamos que estamos ante una ficción, un reflejo terrible del
cotidiano, pero una ficción, al fin y al cabo. Estamos, de alguna manera, seguros. Ese momento
aleatorio se vuelve altamente necesario para recargar energías y volver a hurgar en la miseria
humana nuevamente.

El acotador no solo nos permite los respiros antes mencionados. También nos describe
acciones físicas. Nos describe, por ejemplo, como Montero agarra una caja con fotos y voltea
su contenido sobre una mesa. La precisión de la descripción llama poderosamente la
atención. Nos genera automáticamente la pregunta del por qué de este recurso. Por qué no,
simplemente, verlo. Si tenemos actores y un minino de utilería podríamos tranquilamente ver
cada descripción de acciones físicas que nos presentan. En ojos entrenados este puede ser un
recurso estético que coreografiado magistralmente puede resultar admirable. Pero ¿qué
pasaría si es otra la finalidad? El texto nos da la liberta de poder llevarlos por distintos
caminos, provoca en el lector darle otros usos al cuerpo de los actores. Al alejarnos de la
posible redundancia, el texto, tan preciso nos permite la introducción de imágenes corporales,
de objetos, de momentos. Quizás para eso es tan preciso. Para evitar que el espectador se
pierda y el montaje pueda ser liberado y adornado con un sin número de metáforas visuales.
En ese sentido, podríamos imaginar, por ejemplo, que la caja con fotografías que
mencionamos anteriormente podría contener otra cosa, un complemento a lo que dice el
acotador. En este ejercicio de imaginación pensemos en lo siguiente: el texto señala que lo
que hay en la caja es perturbador. ¿Qué pasaría si el contenido es un liquido rojo, viscoso,
que al ser tocado por los actores provoque repulsión, arcadas? El rechazo ya no solo seria
escuchado por el texto, si no que lo veríamos en escena, en los actores, y a través de la
convención, en nosotros mismos. Este ejercicio permanente por encontrar imágenes está
regado a lo largo del texto. Al ser leído y pensado para la escena, presenta un reto permanente
a la imaginación.

Dicho lo anterior valdría la pena preguntarnos por la necesidad de la narración en el teatro. Si


en la educación tradicional se nos presenta a la acción dramática como la principal
herramienta articuladora del relato. ¿Dónde colocamos a un personaje como el
ACOTADOR? ¿Cuál sería su acción en la obra? ¿Cuál sería su lugar el montaje? ¿Cuál es su
relevancia? ¿Qué pasaría si es eliminado y nos presentan un montaje realista? Puede ser que
las respuestas a estas interrogantes nos demanden un trabajo más extenso y elaborado, pero
sin lugar a dudas, la presencia de este personaje es un claro síntoma de la ruptura con el teatro
tradicional. Como espectadores, la materialidad de las acotaciones nos genera una nueva
convivencia escénica, nos obliga a una nueva convención. Como ya hemos visto, Uno de los
puntos en común en el teatro contemporáneo, a pesar las múltiples diferencias entre estilos y
autores, es la búsqueda de nuevos lenguajes y de espectadores activos, presentes, incomodos.
El hecho teatral contemporáneo deja atrás las estructuras tradicionales y los arquetipos son
dejados de lado para mostrarnos una realidad más cercana. En el caso de Hamelin, la
corrupción y el aprovechamiento de sus personajes nos revelan una cuidad que podría ser la
nuestra, una sociedad oscurecida, despiadada. Su falta de nombre no es casualidad, es
universal para el que se reconoce en ella. Hamelin nos muestra como teatro traspasó hace
muchos años el escenario y ahora, los espectadores, somos parte del acontecimiento escénico
en su totalidad. Quizás el ACOTADOR es un intento de punto medio entre los personajes, la
escena, el montaje y las butacas. Por momentos nos salva, nos permite respirar, pero por otros
nos altera y nos resalta la perversión y la oscuridad de la obra. Nosotros, como espectadores
también estamos en constante conflicto con esa figura y puede ser que esa sea la acción
dramática de ese personaje tan único, tan particular.

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