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Ave María.
Salve María.
Salve María.
Ave María».
Dado que mi vida es frágil y caduca a causa de todos mis excesos, de todas
mis negligencias, de todos los pensamientos vanos, inmundos y perversos,
quiera el cielo que todos los espíritus bienaventurados y las almas de los
justos, con purísima devoción y muy ardiente plegaria, te dirijan, Oh
Beatísima Virgen María, y repitan cien veces en tu honor el altísimo saludo
con que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo fueron los primeros en querer
saludarte por medio del ángel. De alguna manera, hallaría así un digno
incienso de suave fragancia, ya que en mí nada hay de bueno ni nada que
merezca recompensa.
Pero ahora me postro ante ti, impulsado por sincera devoción; y totalmente
encendido en veneración hacia tu suave nombre, te repito el gozo de aquel
saludo nuevo, jamás oído hasta entonces, cuando el arcángel Gabriel,
enviado por Dios, entró en la intimidad de tu morada y, doblando reverente
las rodillas, te rindió honor al decirte:
Breve como discurso, pero profunda como contenido; más dulce que la
miel y más preciosa que el oro, digna de repetirse con mucha frecuencia de
todo corazón, devotamente y con labios puros, porque, aunque sea el
resultado de muy pocas palabras, se esparce en un vastísimo torrente de
celestial suavidad.
Por lo tanto, pido la gracia de Dios por tu intercesión, ya que, como afirma
el ángel, tú has encontrado la plenitud de la gracia ante Dios.
Por lo mismo, Oh clemente Virgen María, consígueme con tus ruegos esta
gracia, que es tan noble y preciosa: que yo no desee ni pida nada más que la
gracia por la gracia.