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Lecturas Bromberg

1. Reduciendo el tsunami
2. Prestar a tención a la brecha disociativa
3. La auto-revelación del analista
4. De pie en los espacios
5. El Gorila lo hizo
6. Nunca paso por mi mente
7. Baches en la vía regia
8. Tratar a los pacientes con síntomas y a los síntomas con paciencia

Características de los escritos del autor

Una mirada anclada en la clínica


Trauma relacional
Noción de capullos disociativos

“El Gorila lo Hizo”:


Ideas sobre lo Real y lo Realmente Real 1

Bromberg, Ph., Awakening the Dreamer. Clinical Journeys


The Analytic Press, Londres. Cap. 4, págs. 65-82

Historia de un Panda Peludo

Voy a comenzar con la historia de un perro peludo, salvo que es la historia de un panda peludo. Un
panda entra en un bar, se sienta en la barra y pide una ensalada y una cerveza. El encargado le sirve y el
panda come su almuerzo, saca una pistola y mata al hombre sentado a su lado en la barra. Luego se levanta
y se va paseando hacia la salida del bar. El encargado, recuperándose del shock de lo que acaba de
presenciar, le grita: “Oye, dónde crees que vas. ¡No puedes entrar aquí, comer tu comida, matar a alguien y
después irte como si nada!” El panda lo mira con la indignación de su superioridad moral y le contesta:
“¡Oye, déjame tranquilo! Por qué tanto escándalo, si estoy haciendo lo mío. Resulta que soy un panda.
¡Respétame!” Y sale del bar. El encargado, todavía en shock, busca un diccionario, busca panda, y por
supuesto, lee: “Mamífero cubierto de pelo, originario de Asia. Generalmente blanco y negro. Come brotes y
hojas”.1

Uno puede ver la reacción del panda hacia el encargado como una metáfora de un aspecto central de la
subjetividad disociativa que todos conocemos: el carácter estrecho de miras y concreto de cada estado del
self como una isla de “verdad” en blanco y negro con respecto a quién es uno en un determinado momento.
El sello definitorio de la disociación es la presencia de un estado mental concreto, con lo cual quiero decir
que hay pensamiento sin pensador(a), o más bien, sin que el pensador se dé cuenta de que el otro(a) 2 es un
pensador por derecho propio, con quien es posible compartir o intercambiar ideas. Por lo tanto, en la
11
Se publicó una versión anterior de este artículo en Psychoanalytic Dialogues (Diálogos Psicoanalíticos), 2001, 11:385-404. Adaptado con
autorización.
1
Juego de palabras: “eats shoots and leaves” también se traduce literalmente como “come dispara y se va”. (N. de la T.)
2

medida que existe disociado de otros estados del self, cada estado del self es necesariamente una isla de
concreción (island of concreteness). “Oye, este soy yo. Qué tanta cosa.” A medida que vamos conociendo
nuevas y diferentes partes de nuestros pacientes, a menudo en forma inesperada, nos vemos confrontados
con variaciones de la respuesta del panda con poca consideración hacia lo que nosotros consideramos como
realidad, y nos encontramos en la posición del encargado de la historia.

En los primeros tres capítulos dejé bastante en claro que considero que en el tratamiento analítico la
realidad es más un concepto estético que filosófico. En el Capítulo 1 comenté que creo que un terapeuta
disfrutará más el trabajo si intuye la “estética de lo incompleto”. En esto sigo a Levenson (1972), que usaba
el concepto de estética “no en el sentido habitual de belleza y luz, sino más precisamente, significa
sensibilidad y percepción, es decir, sensible a la forma y organización de la experiencia sensorial más que al
contenido y el significado” (pág. 211). Esta perspectiva identifica profundamente mi sensibilidad acerca de la
naturaleza de la realidad. Tanto así que si yo fuera un pintor en vez de un terapeuta, sospecho que sería un
impresionista. De manera que, a riesgo de ser dogmático acerca de la realidad, lo que discuto en este
capítulo es esencialmente la idea de que la realidad viene en tonalidades de intensidad sentida. La realidad
tiene una gradiente de intensidad. A veces lo que es real para el paciente excluye de tal forma la
participación intersubjetiva del analista que implica lo que en el Capítulo 2 llamé objetización 3
(objectification) del self y del otro. En otros momentos, cuando analista y paciente son capaces de alcanzar
una comprensión nueva, vital y compartida de una parte del paciente que hasta entonces estaba aislada,
también comparten la sensación de que esta parte recién conocida es “realmente real”.

Confieso que esta distinción se me ocurrió cuando vi el catálogo de una exposición de 1981 en el Museo
de Arte de San Antonio sobre realismo estadounidense contemporáneo: “Real, Realmente Real y Súper Real”
(“Súper Real” nunca coincidió con mi forma de pensar, pero quién sabe. Puede que algún día coincida).
Muchas veces he pensado que podríamos usar el mismo título para una conferencia sobre psicoanálisis
estadounidense contemporáneo, porque puede que no haya muchas otras diferencias entre las teorías
modernas del psicoanálisis sobre las que valga la pena debatir. Pero lo que realmente hizo de esta distinción
una parte permanente de mi vocabulario interno fue la lectura de un libro infantil maravilloso: “ The Gorilla
Did It” (El Gorila lo Hizo, Hazen, 1974), sobre un niño pequeño, sus padres, y un amigo que resulta ser un
gorila. Es una historia sobre un niño que tiene la bendición de tener unos padres que aún con su propia
“verdad de personas grandes” al frente, son capaces de dejar que su hijo les ayude a recordar cuan delgada
es la línea entre lo real y lo realmente real y no lo obligan a tener que renunciar a su compañero gorila
imaginario para sentirse seguro de seguir teniendo un lugar en los corazones de sus padres.

La historia empieza con “¡Pero mira! Hay comida por todo el piso y jugo de uva bajo el radiador. . . No
me digas a mí que un gorila lo hizo todo mientras tú estabas profundamente dormido. . . Quiero que vuelvas
a la cama y pienses sobre lo que pasó. Y cuando lo hayas pensado, quiero que vengas y me digas qué pasó
realmente.” La historia termina en que el pequeño niño sale y le dice a su mamá que él y su gorila limpiaron
todo el desorden, pero que su gorila dijo que todavía tenía hambre. “¿Puedo llevarle una galleta? ¿Y puedo
sacar una para mí también?” La mamá, con una mirada de amorosa resignación le da galletas para los dos.
De vuelta en su pieza el niño mira a los ojos pícaramente arrepentidos de su gorila y dice: “Y realmente trata
de ser un buen gorila”. El lector(a) sea niño o adulto cierra el libro sabiendo que tanto el niño como el gorila
están a salvo y son amados, y crecerán disfrutando su mutua compañía por un largo tiempo.

Supongamos que el niño tiene otros padres. No padres brutales, ni padres que no pueden tolerar su
propia indefensión ni por un pequeño lapso. Sólo padres comunes y corrientes que piensan que están
haciendo “lo correcto” y siguen insistiendo en que tienen razón, porque no pueden modular lo que es real
para su “ser-gente-grande” contactándose con otra parte de sí mismos que sabe lo que es tener un amigo
gorila. En estos términos, para esos padres el gorila pasó a ser “no-yo” hace demasiado tiempo. Por tanto, el

2
En inglés muchos términos se utilizan indistintamente para ambos géneros, como por ejemplo “thinker” (pensador/pensadora) y “patient” (el o la
paciente). Cuando se usa en esta traducción el género masculino, se refiere a ambos géneros, a no ser que se explicite lo contrario. (N. de la T.)
3
Una traducción posible sería ser “cosificación”, pero se ha privilegiado la similitud con la palabra usada por el autor.

Psicología Clínica, Trauma y Psicoanálisis Relacional, U.A.H. ILAS. Primer semestre 2012.
Traducción: Psic. Soledad Sánchez D. (Borrador)
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niño tendrá que disociar gradualmente su gorila para mantener con sus padres el vínculo de apego que
define su sentido nuclear del self (core sense of self). Pero el gorila no desaparecerá como si nada. Ninguna
parte del self desaparece nunca; hará sentir su presencia de una forma o de otra y se sentirá como “no-yo”.
Algunas veces esta parte hará sentir su presencia de formas suficientemente dolorosas como para traer a
ese niño pequeño a tratamiento, a menudo años después. Será escoltado a la consulta de un terapeuta por
su self adulto, que se avergüenza por ambos, el niño y su gorila. En ese momento la tarea del terapeuta es
tratar de restablecer la conexión entre el pequeño niño y su gorila, a pesar de las intensas presiones del
paciente ahora adulto para mantenerlos separados y para disuadir al terapeuta de tratar de traerlos de
vuelta de la disociación hasta lo “realmente real”.

Al reflexionar sobre cómo hacer para que el niño pequeño vuelva a estar en contacto con su “gorila”, no
me parece útil pensar en levantar la “represión”. Pienso que el gorila es accesible a la conciencia, pero no
creo que lleguemos a hablar con él de esta manera. Mitchell (1995) lo expresó así:

Comprender los procesos inconscientes en la propia mente o la de otro no es exponer algo que
tiene una existencia tangible, como cuando uno levanta una piedra y expone los insectos que
están debajo. Comprender los procesos inconscientes en la propia mente o la de otro es usar el
lenguaje de una forma que en realidad crea una nueva experiencia, algo que no estaba ahí antes
[pág. 8].

En el funcionamiento mental normal una persona puede acceder simultáneamente a una variedad de
estados del self separados que pueden involucrarse en un diálogo interno, a pesar de sus perspectivas
contrastantes e incluso opuestas sobre la realidad personal. Esta capacidad es la que permite a los aspectos
opuestos del self coexistir en la consciencia como conflicto intrapsíquico potencialmente solucionable. Esta
capacidad es la que permite al paciente y el terapeuta crear, lingüísticamente, lo que Mitchell llamaba
“nueva experiencia”.

En otras palabras, la mayoría de la gente es capaz de establecer puentes entre la multiplicidad de


estados discontinuos del self, y no queda excluida de la experiencia sana de conflicto intrapsíquico y su
resolución potencial. Me he referido a esta “estructura normal disociativa de la mente” (Bromberg, 1994)
como un conjunto de esquemas separados más o menos superpuestos que juntos definen quién es uno.
Cada esquema se organiza en torno a una configuración self-otro específica que tiene un tono afectivo
característico.

El efecto de la experiencia traumática es que para proteger la continuidad del self ( self-continuity), la
persona renuncia a la coherencia entre estados del mismo. Cuando la ilusión de unidad es tan peligrosa para
la continuidad del self que no es posible mantener la coherencia, se niega el acceso simultaneo a la
consciencia a aquella experiencia no coherente con el estado del self que organiza la identidad nuclear ( core
identity) en un momento determinado. La persona se vuelve incapaz de sostener formas de verse a sí misma
frente a sus objetos que resultan conflictivas entre sí dentro de un mismo estado experiencial durante el
tiempo suficiente para llegar sentir que la sensación de tironeo (subjective pull) entre emociones opuestas y
auto-percepciones disonantes sería un estado mental que puede tomarse como objeto de auto-reflexión.
Como consecuencia, contenidos inarmónicos de la mente (efectos, deseos, creencias, etc.) no están
inmediatamente disponibles para la auto-observación, y la persona tiende a vivenciar su experiencia
subjetiva inmediata como verdad. Cualquier respuesta a su “verdad” que incluya información que implique
una perspectiva alternativa se vivencia como desconfirmadora y poco empática.

El paciente está en un lío. Mientras más riesgo asume, más se arriesga a ser malinterpretado. Emerge la
penumbra relativamente permanente de una expectativa de que el otro se decepcione. En palabras del siglo
XIX:

¡Oh, cuán fácil es que las cosas resulten mal!


Un suspiro de más, un beso demasiado largo.

Psicología Clínica, Trauma y Psicoanálisis Relacional, U.A.H. ILAS. Primer semestre 2012.
Traducción: Psic. Soledad Sánchez D. (Borrador)
4

Y deviene una niebla y una lluvia que llora,


Y la vida nunca vuelve a ser la misma.
¡Oh, cuán difícil es que las cosas resulten bien!
Es difícil velar en una noche de verano.
Porque el suspiro vendrá y el beso quedará,
Y la noche de verano es un día de invierno [págs. 130-131].

Por supuesto, el analista tendrá su propia vivencia emocional de la queja de su paciente sobre “cuán
fácil es que las cosas resulten mal”, y el significado que le atribuya un analista en particular determinará
cómo éste la procesa y la usa con su paciente. La escuela de pensamiento de un analista tiene un rol
significativo en darle forma al significado. Tradicionalmente se entrenaba a los analistas a escuchar esta
queja no como el material real del trabajo analítico, sino como el medio por que el que podían acceder al
material “genuino” mediante el “análisis” interpretativo de la queja. Michael Balint (1968) expresó con
elocuencia el error de este enfoque:

Si las quejas, recriminaciones y acusaciones del paciente siguen siendo vagas y no pueden
precisarse en algo específico, casi siempre es posible “analizar” la queja más allá de su contenido
real, e incluso alejarla (analyze it away) por un tiempo. Sin embargo, a su debido tiempo el
paciente invariablemente regresa con el mismo tipo de queja [pág. 108].

Balint prosigue señalando que cuando un paciente se queja, especialmente cuando las quejas parecen
ser inmunes a la interpretación y parecen continuar interminablemente, a veces un analista “no puede
apreciar la importancia del hecho de que el paciente es capaz de quejarse (independientemente del
contenido de la queja), ni las potencialidades terapéuticas inmensas y únicas de una relación médico-
paciente que le permite a éste llegar a quejarse” (pág. 108).

Transición desde la Disociación a la Capacidad de Conflicto


En un tratamiento que promueve el crecimiento se desarrolla una mayor capacidad de renunciar a la
seguridad que provee la disociación, y simultáneamente aumenta la capacidad de soportar y procesar el
conflicto interno. Un paciente se hace mentalmente más capaz de jugar y de luchar creativamente con una
experiencia que antes sólo podía ser puesta en acto (enacted) en el plano interpersonal. En términos del
proceso clínico, se hace más capaz de “hablarte de sí mismo” en un proceso intrapsíquico/intersubjetivo de
re-simbolización cognitiva del self. Esta nueva habilidad conlleva una reconexión placentera de la mente con
el psique-soma (Winnicott, 1949a), que usa la presencia del analista como un otro confiable que no lo
vulnera. Desde detrás del diván, el analista también empieza a sentir que está ocurriendo algo sutilmente
diferente, que abarca la experiencia que tiene tanto del paciente como de sí mismo(a). Su paciente es más
capaz de usar el placer y la seguridad de lo que Winnicott (1958) llamó la capacidad de estar solo en
presencia de otra persona: la experiencia de estar solo en presencia de “alguien disponible, alguien
presente, pero presente sin hacer demandas” (pág. 34). Debido al aumento de esta capacidad, ahora su
paciente está haciendo una parte cada vez mayor del trabajo en forma interna más que a través del
enactment.

Este cambio tiene consecuencias en la forma en que el analista conduce su participación. Dado que el
paciente puede relacionarse con su analista dentro de una experiencia más coherente del self (selfhood) -en
lugar de usar simplemente la relación como un medio para alcanzar la coherencia del self- surge ahora una
nueva demanda hacia el uso que hace el analista de su propia subjetividad y de su definición de juicio clínico.
En primer lugar, dado que el paciente tiene una mayor capacidad de procesamiento interno del conflicto y
una disminución concomitante del enactment, la experiencia del aquí y ahora del analista deja de ser una
clave tan confiable como antes en relación a lo que está pasando con el paciente. El paciente está más auto-
contenido (self-contained), y de pronto el analista se encuentra “algunos pasos más atrás”. Este desarrollo

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Traducción: Psic. Soledad Sánchez D. (Borrador)
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trae consigo la vulnerabilidad del propio analista a un cambio de roles no previsto entre él y su paciente. El
analista debe hacerse capaz de reconocer y aceptar este cambio no anunciado en la relación, cambio que a
veces es bienvenido por el paciente con una denuncia, porque es un giro que con frecuencia es más
sorpresivo para el analista que para éste. El cambio de roles, sin embargo, no siempre se anuncia mediante
la confrontación. Como ilustra la primera viñeta clínica que presento más adelante, a veces el cambio de
roles involucra una experiencia en la que el paciente está asumiendo algunas de las funciones del analista, y
está feliz de hacerlo. Dicho esto, sin importar cualquier dificultad vinculada al cambio de roles, disminuye el
temor del paciente a un “shock” traumático, y en general la sorpresa y la espontaneidad se hacen más
presentes y más placenteras en el proceso clínico.

Segundo, ahora el analista debe ser capaz de vivenciar y respetar la necesidad de privacidad de su
paciente, y su nueva capacidad de hacerse cargo de ésta por su cuenta, sin que el analista conceptualice
como resistencia la decisión del paciente de participar menos que antes en la exploración del aquí-y-ahora
de su relación (incluyendo la exploración del cambio de roles propiamente tal). De un modo ahora más
calmado, el analista debe tener un compromiso tan completo con el estado inmediato del self de su paciente
como antes, cuando el compromiso completo implicaba una vívida interacción aquí-y-ahora entre
subjetividades. Si el analista es capaz de sentirse relativamente cómodo actuando en tándem con esta
capacidad que se desarrolla silenciosamente en su paciente, el sello de este giro no es que se terminen las
colisiones entre subjetividades, sino más bien —dado que la experiencia de sí mismo del paciente está
menos sujeta a desorganización por el temido retorno del trauma sin procesar— que cuando éstas colisiones
ocurran, dicha experiencia se organice menos rígidamente en torno a la “verdad” única de “Oh, cuán fácil es
que las cosas resulten mal y la vida nunca vuelva a ser la misma” (MacDonald, 1858). La experiencia de que
la vida puede volver a ser la misma y que los quiebres relacionales pueden repararse (ver Safran & Muran,
2000) sin perder la continuidad segura del vínculo de apego comienza a resultar confiable.

El Acto Terapéutico del Psicoanálisis (Therapeutic Action)

En este contexto, la técnica analítica, independientemente de la escuela de pensamiento de la cual se


derive, sólo es útil si no se la considera objetivamente “correcta”. Históricamente los analistas influidos por
una sensibilidad británica (por ej., Winnicott, 1949b; Heimann, 1950; Racker, 1953, 1957) o por su trabajo
con psicopatología severa (por ej. Sullivan, 1954) han organizado su uso de la contratransferencia y el uso de
sí mismos en torno a la necesidad de seguridad del paciente. Han visto la interacción (como también su
propia auto-revelación) principalmente como una amenaza hacia la realidad interna del paciente. Por
ejemplo la British Middle School (Escuela Inglesa Intermedia) pone un gran énfasis en que los pacientes son
especialmente vulnerables a que su analista se torne “peligroso” (Winnicott, 1963) al forzar en ellos
conceptos no-yo disociados, que no tienen todavía una vinculación transicional (transitional linkage) con su
capacidad “imaginativa” (ver Rycroft, 1962). En el otro extremo del continuo hay analistas que enfatizan la
importancia de un uso más interactivo, y a veces sistemático, de sí mismos (por ej., Little, 1951; Tauber,
1954; Levenson, 1972, 1983; Ehrenberg, 1992). Estos analistas tienden a dar una importancia central a la
auto-revelación de la propia experiencia subjetiva del analista dentro del campo analítico.

Cada una de estas escuelas de pensamiento representa una sensibilidad subjetiva diferente que genera
su propia “técnica”, dando al analista un lugar internamente válido para situarse cuando las subjetividades
colisionan (ver Friedman, 1988). Solamente cuando un analista sostiene su postura (stance) preferida como
algo más que una simple sensibilidad personal, es decir como Técnica, con T mayúscula, sólo entonces él
clausura su capacidad de facilitar la intersubjetividad, e impide que su paciente lo use de manera óptima. El
analista debe aceptar que su postura (independientemente de cuál sea) en algún momento se encontrará
con una declaración de algún estado del self del paciente que señale “Este no soy yo” y “No estás
entendiendo quién soy y qué necesito”.

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Mi planteamiento es que seguir una escuela de pensamiento específica ofrece un marco válido para el
tratamiento, pero que el uso que da el analista a su experiencia subjetiva, por sobre y más allá de sus
lealtades teóricas, es el factor crítico para promover el crecimiento personal ( self-growth) de un paciente. En
su forma más general (y reconozco que es una sobre-simplificación) mi planteamiento es que el uso de su
propia experiencia subjetiva por parte del analista fomenta un proceso recíproco, que a su vez favorece que
el paciente se involucre activamente con los estados mentales de los demás. Esta reciprocidad permite al
paciente experimentar los estados de su self que están disociados pero están siendo tomados por la mente
de un otro. Lo central del trabajo en ese momento es la negociación entre subjetividades, no la
interpretación. Fonagy y Target (1995) se refieren al menor énfasis en la interpretación en esta concepción
del acto terapéutico:

Las interpretaciones pueden seguir siendo útiles pero ciertamente su función ya no está limitada
a reducir la represión y abordar percepciones y creencias distorsionadas. [...] El objetivo es
reactivar la preocupación del paciente por los estado mentales propios y los de su objeto.
Pensamos que la ayuda evolutiva que ofrece la participación activa del analista en el
funcionamiento mental del paciente, y el proceso recíproco de que el paciente se involucre
activamente en el estado mental del analista, tiene el potencial de establecer esta reflexión y
permitir gradualmente que el paciente lo haga dentro de su propia mente. [...] El paso crítico
puede ser el establecimiento del sentido de identidad del paciente mediante la clarificación de
su percepción del estado mental del analista. [...] Al parecer esto puede ofrecer gradualmente
una tercera perspectiva, abriendo un espacio para pensar entre y acerca del paciente y del
analista [págs. 498-499].

Puede decirse que existe disociación patológica en la medida en que el paciente no puede acceder
simultáneamente a estados del self que podrían modular la “verdad” que plantea el estado del self que en
ese momento es el “yo mismo real”. Él es como el paciente de mi anécdota inicial: él “come brotes y hojas”. 4
Lo que queremos es que al establecer una vinculación suficientemente segura con otros estados del self su
experiencia de sí mismo(a) se vuelva más compleja. Y lo que descubrimos es que esta vinculación surge
mediante un proceso mediante el cual el paciente usa la mente del analista como un medio para expandir la
suya propia. También descubrimos que en muchos pacientes, tal vez en todos, este proceso implicará llegar
a reconocer los propios estados mentales secuestrados como aspectos legítimos del yo. En otras palabras, el
paciente necesita entrar en contacto con sus “gorilas” tal y como son. En este sentido, lo que yo llamaría un
gorila no es necesariamente un estado del self travieso como el del gorila del libro de Hazen; puede ser
cualquier estado mental que haya sido desconfirmado, invalidado o amenazado en forma traumática por
estar “dejando un desastre” a los ojos de un otro significativo con quien el paciente tenía un vínculo primario
que definía su sentido nuclear de continuidad como “yo” (core sense of continuity). En la medida que el
vínculo de apego, y por tanto la continuidad nuclear del self, se pone en riesgo por el “gorila” específico del
paciente, ese gorila vive su existencia como una experiencia de no-yo.

F. Scott Fitzgerald escribió una vez: “La prueba de una inteligencia de primer nivel era la capacidad de
mantener al mismo tiempo dos ideas opuestas en la cabeza y conservar la capacidad de funcionar (citado en
Jefferson, 1999).2 Si bien Fitzgerald no estaba muy interesado en los factores que pueden impedir este
talento, su observación fue especialmente aguda porque se aplica al efecto de la disociación patológica
sobre el funcionamiento mental. Alguien que no puede, en palabras de Fitzgerald, “conservar la capacidad
de funcionar” mientras tiene al mismo tiempo dos ideas opuestas en la cabeza, restringe el uso de su
capacidad mental de una forma que no sólo puede parecer falta de inteligencia, sino que también es confuso
a nivel interpersonal para quienes tienen una relación con esa persona. En estos términos la meta del
tratamiento es aumentar la capacidad de mantener dos o más ideas opuestas en la cabeza.

4
Juego de palabras mencionado en la segunda nota al pie. (N. de la T.)
22
Agradezco a Fran Scheff por mencionarme el artículo.

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7

Independientemente de la mirada teórica, prácticamente toda teoría seria sobre el acto terapéutico
(therapeutic action) sostiene que la creación de una experiencia analítica auténtica depende de si la
situación analítica es capaz o no de proveer y sustentar un nivel de intensidad transferencial suficiente para
sostener los enactments y favorecer su procesamiento cognitivo. Tanto en la orientación clásica como en la
postclásica este resultado se obtiene mediante una estructura de tratamiento que permite que la
continuidad del proceso en curso se convierta en la experiencia organizadora más poderosa en el mundo
interno del paciente. Así, independientemente de los temas específicos de la vida real con los que un
paciente inicie el tratamiento, hay en su experiencia un giro creciente hacia su propia mente como objeto de
atención. Es por esto que el psicoanálisis clínico, independientemente de la teoría en que se basa, tiene
invariablemente algún “marco” que organiza y estructura lo que hace un analista cuando está siendo
analista. Qué postura psicoanalítica se considera más apropiada para aprovechar al máximo la relación como
el medio más poderoso de acción terapéutica —esto es, para sostener un nivel óptimo de intensidad
transferencial— está entonces directamente ligada a la forma en que una teoría específica conceptualiza e
implementa dicho marco. Pero para complicar aún más las cosas, la mayoría de nosotros sabe por su propio
trabajo clínico que dentro de cualquier aproximación teórica específica, y en la práctica de cualquier analista,
el significado de “comportamiento analítico útil” varía de un paciente a otro. Esto no significa que el esfuerzo
por especificar el origen relacional del acto terapéutico sea inútil, sino más bien que cualquier esfuerzo por
especificarlo en forma abstracta está destinado a chocar con la realidad de que su especificidad está
amarrada al carácter singular de cada díada analítica, y por lo tanto, a la imposibilidad de predecir el
contexto que le da forma momento a momento. Consideremos como ilustración el siguiente ejemplo clínico.

“Helen”
Helen era una paciente de treinta y tantos años cuya historia de trauma severo la había llevado a
apoyarse en la disociación durante tanto tiempo que no era capaz de vivenciarse a sí misma como alguien
con un pasado que sintiera propio, un presente al que inspirar vida, ni un futuro que pudiera imaginar. Para
asegurarse de que la función protectora de su solución disociativa siguiera siendo confiable, había definido el
rango de su existencia de manera tan limitante que casi no se permitía intercambio alguno con el mundo
exterior aparte de su trabajo. Cuando no estaba en su oficina se encerraba en su pequeño departamento,
veía pocos amigos, casi no tenía vida social y era sexualmente inactiva.

Para ocultar su identidad le he dado el nombre de Helen en la viñeta clínica, pero las comillas en el
título no son sólo para señalar que el nombre es ficticio. Las comillas son principalmente para transmitir la
ambigüedad que rodeaba la realidad de su identidad, tal como ésta existía en su mundo interno. Su nombre
real era Helena, pero todos la llamaba Helen, un nombre al que ella se resistía. A pesar de que según su
descripción ella había expresado claramente sus objeciones, su familia y amigos la seguían llamando Helen.
No valdría la pena mencionar aquí todo esto si no fuera porque el nombre despreciado, al igual que su vida
despreciada, era un diminutivo. Ella sentía que ambas cosas no eran sólo más pequeñas que las verdaderas,
sino también copias encogidas de la persona que se suponía que debía ser. Cuando la conocí apenas podía
contener su rabia no elaborada por saber que de alguna manera estaba siendo estafada como ser humano,
pero no sabía a quién culpar, o incluso si tenía derecho a hacerlo. “¿Nací así simplemente, deferente del
resto, o podría haber sido una persona completa si tan sólo...?” Aún más, insistió en que la llamara sólo
Helen, “porque esa es la que realmente soy. Helena es quien debería haber sido”. Así que lo hice. Por más de
cinco años la llamé Helen.

Irónicamente, Helen era terapeuta y a pesar de su propio dolor, que nunca desaparecía, tenía un don
extraordinario para sanar a otros. Al ser terapeuta sabía que yo escribía, y señaló que quería leer mi trabajo
cuando saliera publicado. Yo nunca estaba muy seguro de qué hacía con lo que leía, porque el impacto de
experimentarme como parte del “mundo exterior” era vivido en distintos dominios de realidad por
diferentes partes de sí misma. Yo estaba al tanto sólo de aquellas partes que tenían menos probabilidades

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de amenazar la fragilidad del apego, que ella siempre sentía que estaba en peligro de romperse en forma
irreparable. En relación a esto, su imagen de mí recordaba las palabras de Kathryn Harrison (1997)
protagonista de The Kiss (El Beso): “No puedo recordar una época en que no me diera cuenta de la fragilidad
de mi madre. Es parte de lo que me ha convencido de su extremado valor, igual que sólo las mejores tazas
de té se rompen con facilidad” (pág. 50). Tras bambalinas efectivamente Helen me cuidaba como si yo fuera
una frágil taza de té.

Luego de casi cinco años de trabajo llegamos al punto en que Helen era capaz de sostener en la
conciencia que existían momentos en que su pensamiento simplemente se detenía, en que su sentido de la
realidad se desvanecía, y era capaz de reflexionar sobre sus propios procesos disociativos y las funciones que
cumplían. No es sorprendente que también empezara a compartir conmigo aspectos de sí misma que ahora
podía permitir entrar en nuestra relación porque era más seguro, incluyendo su creciente capacidad de
hacer uso auto-reflexivo de algunos de mis escritos, algo dramáticamente diferente de su conducta anterior
de guardarlos aparte como para protegerse de descubrir su existencia en forma inesperada y de estar
indefensa para evitar que éstos asaltaran su mente.

Un día particular llegó a mi oficina para su sesión llena de un entusiasmo no disimulado, un estado que
me encontró totalmente desprevenido, dado que hasta entonces no se me había permitido ser parte de él.
Expresé tanto mi sorpresa como mi alegría, pero no hablé de mi confusión, con la esperanza de que ella no
la percibiera. Sin embargo, respondió con una sonrisa traviesa. Dijo que por una vez era yo quien tenía que
enfrentar el shock y que haber leído mis escritos sin sentir que estaba haciendo algo malo ni a mí ni a sí
misma la hacía sentir fuerte. “De hecho”, agregó, “Estoy disfrutando la expresión perturbada de sus ojos;
hay algo en ella que me hace sentir más cerca de usted”. Luego señaló que recién había leído mi último
artículo, había reflexionado al respecto, y había tenido un estimulante insight sobre sí misma, en sus
palabras: “sin la ayuda de nadie”.

Mientras empezaba a responder me di cuenta de que estaba hablando desde un estado mental extraño
en el cual me sentía más como su paciente que como su terapeuta, un estado que asombrosamente era
tanto físico como mental. Claramente no era “yo mismo”, al menos ninguno de los yo que estaba
acostumbrado a ser cuando estaba con ella. Es extraño que no estaba ansioso con respecto a nuestro
cambio de roles, e incluso me daba cuenta de que me estaba sintiendo “sostenido” porque, desde una cierta
confianza en sí misma, ella reconocía lo que estaba sucediendo. Retrospectivamente, estoy bastante seguro
de que esto era en parte la razón de que no estuviera ansioso: me sentía bien. Me preguntaba ¿así es ella en
su oficina? Si lo es, no es sorprendente que sus pacientes mejoren. A medida que me permitía confiar cada
vez más en mi sentimiento de intimidad “sin límites”, podía sentir que mi propia espontaneidad era
equiparada por un nuevo nivel de espontaneidad en ella, y que de hecho estábamos vivenciando aspectos
del self del otro con una inmediatez que hasta entonces no había sido posible. Más tarde, reflexionando
sobre lo mucho que yo había disfrutado el momento, recordé un comentario de Haley (1993) acerca de Carl
Whitaker: “Las sesiones que más disfrutaba eran aquellas en las que más tarde podía decir ‘Nunca había
hecho esto’” (pág. 15).

El artículo que Helen había leído era “Jugar con los Límites”, que ahora constituye el Capítulo 3 de este
libro. Recuerden que incluí una viñeta personal ilustrando la capacidad normal de la mente humana (en este
caso la mía) de ir más allá de los límites habituales que definen lo que experimentamos como “realidad” y de
sostener múltiples estados de consciencia simultáneamente si las condiciones existentes lo facilitan. Había
escrito que al ser ovalada, la habitación no tenía esquinas, y cómo la inesperada ausencia de esquinas me
permitía jugar con la realidad.

“Cuando lo leí”, dijo Helen entusiasmada, “sentí que yo misma estaba ahí. Yo sabía de qué estaba
hablando porque podía sentirlo. Y ni siquiera tenía miedo. Incluso podía sentir que los círculos son mejores
que los cuadrados. Las esquinas te detienen, así que son seguras. Si no puedes dar vuelta a la esquina no te
puede golpear la avalancha de cosas malas que está ahí esperando para agarrarte, así que tienes que
empezar todo de nuevo cada vez que hay una esquina. Es como volver a empezar la vida una y mil veces

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Traducción: Psic. Soledad Sánchez D. (Borrador)
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cada día. Pero ahora me estoy dando cuenta de que por eso no puedo vivir mi vida. Las esquinas me
detienen, como si cada momento es otro final. Esto me protege de las cosas malas que puede haber a la
vuelta de la esquina, pero cada vez que empiezo de nuevo también pierdo lo que venía de antes, así que
todo lo que hago es para nada”.

“Pero mi real insight no es sólo eso; es que ahora entiendo por qué siempre estoy haciéndole
declaraciones de que voy a ser diferente, pero nunca las concreto. Cuando estoy con usted puedo pasar más
allá de la esquina y seguir siendo yo, el yo que está a salvo. Mientras estoy con usted en una sesión lo que
está más allá de la esquina es seguro porque usted está allí; así que hago una declaración sobre lo diferente
que voy a ser mañana, porque hoy no es mañana. Pero después, cuando llega el mañana, estoy sola y no
puedo ni recordar haberme sentido segura alguna vez, porque en realidad las esquinas siguen ahí”.

No mucho después Helen me pidió que la llamara Helena porque quería ver cómo se sentía. Y así fue.

El Vértigo de la Intersubjetividad
Tratar de hablar sobre lo que ocurrió durante esta sesión en términos de acto terapéutico (therapeutic
action) me lleva a repetir mi convicción de que su definición está ligada a la singularidad de cada díada
analítica en particular, y por lo tanto, a la experiencia de la imposibilidad de predecir y la sorpresa inherentes
al contexto que le da forma momento a momento. ¿Por qué sorpresa? En 1936 Theodor Reik sugirió que no
hay un “camino real” al inconsciente, y si realmente hay uno, la forma más vívida de descubrirlo no es a
través de los sueños como sugirió Freud (1900, pág. 608), sino en la experiencia vertiginosa de la sorpresa,
ya que ésta permite al analista encontrar algo nuevo que luego creará su propia técnica. Traduciendo el
insight de Reik al lenguaje post-clásico, se puede decir que el camino hacia el inconsciente del paciente se
crea de manera no lineal por sorpresas acumulativas. Yo agregaría que el camino real de la sorpresa no
resulta menos sorprendente incluso si la participación inconsciente del analista está contribuyendo a su
construcción mientras él piensa que está simplemente observando.

Al respecto, Jessica Benjamin (1995) hace este interesante y valioso comentario:

(...) intersubjetividad se refiere a la capacidad de la mente de registrar directamente las


respuestas del otro. Se ve afectada por el hecho de que el otro reconozca o no lo que hemos
hecho, y está igualmente cargada por el reconocimiento de los actos del otro. Cualesquiera
sean los quiebres de reconocimiento que ocurran -como inevitablemente sucede-, la condición
intersubjetiva primaria (...) es la de vivenciar el vértigo juntos (pág. 183).

De hecho, el poder de esta sesión con Helen radicó al interior de la experiencia de vértigo a la que se
refiere Benjamin, en una experiencia que tanto Helen como yo tuvimos, de diferentes maneras, en la medida
en que tomamos contacto con estados del self que permitieron una suspensión temporal de nuestras
“esquinas” acostumbradas. Benjamin se apoya en el trabajo del filósofo francés George Bataille (1932,
1962), cuyo trabajo abordó profundamente temas relacionados con la muerte, la fusión y los límites de la
intersubjetividad.3 Estas reflexiones llevaron a Bataille a formular una pregunta incisiva, cuya respuesta creo
que determina en último término cuán lejos pueden llegar juntos un paciente y un analista: “Sin ser
violentos con nuestro self interno, ¿somos capaces de soportar una negación que nos lleva a los límites más
lejanos de la posibilidad?” (pág. 25). Por cuánto tiempo podemos sostener el “vértigo” de la
intersubjetividad bajo condiciones interpersonales estresantes sin tener que disociar una parte de nosotros

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Quisiera reconocer mi deuda personal con Karol Marshall, que me introdujo en el trabajo de Bataille, y cuyos ensayos (1996, 1998) esclarecedores
de la filosofía de Bataille me han ayudado a darme cuenta de que lo “impensable siempre está en guerra con la coherencia, identidad, pensamiento y
teoría” (Marshall, 1998, pág. 7).

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Traducción: Psic. Soledad Sánchez D. (Borrador)
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mismos; lo que Benjamin (1995) llama “el quiebre hacia la complementariedad entre el hechor y el que es
objeto de la acción” (pág. 185), de manera que otras partes de nuestro self puedan vivir.

Lo que Bataille ofrecía (1962, págs. 12-13) no es una solución fácil, pero para mí describe lo que es más
real en mi propia experiencia clínica. Bataille decía: “No puedo referirme a este abismo que nos separa sin
sentir que esta no es toda la verdad del asunto. Es un abismo profundo y no veo cómo se pueda evitar. Sin
embargo, podemos experimentar su vértigo juntos. Éste puede hipnotizarnos” (citado por Benjamin, 1995,
pág. 182). Yo diría que sus palabras se acercan bastante al placer embriagador e hipnótico que sentí al dejar
mi rol rígido como terapeuta, al sentir de pronto un momento de contacto intersubjetivo que había estado
vedado, al cruzar el abismo que, como decía Bataille, “los aislados deben cruzar para encontrarse”.

Realidad y Vergüenza
¿Qué significa decir que el analista “trabaja” con la disociación? Si el self experiencial –el niño y su
gorila- está en efecto disociado, ¿dónde está ubicado que uno no sólo lo “observa”, sino que a menudo le
habla? Mi respuesta es que el mundo de los objetos internos es tan observable como el de la gente real,
siempre y cuando el campo de observación se defina como intersubjetivo más que sólo interactivo, y
siempre que el analista no evite ser atraído hacia el enactment de aquello que no es posible poner en
palabras pero existe como significado sentido. Si el analista no evita este movimiento, los datos
“observables” provienen de la interfase entre los estados del self cambiantes del analista y los de su
paciente. Como analista, si uno se permite entrar y participar en este campo llega a conocer al niño y su
gorila a través de lo que está sintiendo, lo que está pensando y lo que está haciendo, en la medida que uno
no trate (indefinidamente) de enmascarar ni minimizar el papel de su propio gorila en la creación de esta
realidad, ni intente asignarle significado unilateralmente como si fuera una verdad objetiva. Entonces un
nuevo tipo de realidad -que es tanto “sombra” como “substancia” (Bromberg, 1993)- puede empezar a
tomar forma, y pueden empezar a coexistir dominios del self que eran previamente incompatibles.

No doy por sentada la presencia de conflicto intrapsíquico en un paciente, ni su capacidad de


experimentarlo, y mucho menos de reflexionar al respecto. Incluso en los así llamados buenos pacientes
analíticos, creo que trabajar la transferencia es cuestión del grado en que el paciente es capaz de acceder a
aspectos de su experiencia de sí mismo(a) que han sido disociados. Para aquellos pacientes en quienes el
efecto del trauma sobre la organización de la estructura psíquica ha sido más dominante, es menos probable
que la capacidad reflexiva para trabajar en el aquí y ahora esté presente desde el principio. Estos pacientes
tienden a usar cada sesión para procesar la experiencia no procesable de las sesiones anteriores. Es decir,
cada sesión es como un comentario (mediante derivatives, sueños y enactments) sobre la sesión o sesiones
precedentes. A menudo el análisis se desarrolla de este modo por un largo período, y el trabajo del analista
es tratar de favorecer que el procesamiento sea cada vez más seguro, para que aumente la tolerancia del
paciente a una potencial inundación emocional. Es decir, el umbral de la híper-estimulación autonómica
aumenta. En consecuencia, el paciente puede procesar cada vez más, en el momento, toda la complejidad
de la experiencia relacional (con toda su vívida cualidad de aquí y ahora) necesitando cada vez menos los
procesos disociativos.

Muller (1996) escribió sobre una paciente que se auto-mutilaba rayando su muñeca con el “nombre de
pandillero de un novio motociclista, escrito de manera que el nombre quedara de cara al observador, como
si fuera una etiqueta que indicara la posesión de su cuerpo y sus placeres, una etiqueta que otorgara
identidad a su self como objeto de deseo de otra persona” (pág. 85). Yo planteo que las relaciones
sadomasoquistas en general son un perfecto ejemplo de una definición disociativa del self. Cuando una
persona se está comportando ya sea en forma masoquista o sádica hacia otra, muchas veces en el momento
la persona siente el evento como si tuviera vida propia porque algún aspecto del self de esa persona lo está
observando y lo vive como si viera una película. La descripción que he escuchado a menudo es: “Podría

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detenerlo si quisiera; no tengo que hacerlo. Pero está bien como él me está mirando ahora. Podría
terminarlo si lo decido, pero no puedo/quiero. Si lo hiciera ya no sería yo mismo(a).”

Dado que el trauma no puede representarse en forma narrativa en la memoria, la experiencia


traumática no está simbolizada por el lenguaje, y por lo tanto no puede hablarse “acerca” de ello como del
material. Los intentos de hacerlo hacen que se reviva en el proceso de contarlo, lo que para el paciente
también implica la activación de una intensa vergüenza, que generalmente se disocia para preservar el
vínculo con el analista. La vergüenza es uno de los aspectos más difíciles de la aproximación clínica a los
estados disociativos del self, y plantea las mayores exigencias a la relación; con frecuencia el analista no es
capaz de reconocer los altos niveles de vergüenza del paciente porque ésta también está disociada. La razón
por la cual en terapia hay que enfrentar una y otra vez enactments aparentemente repetitivos es que el
analista es atraído una y otra vez hacia el mismo enactment hasta el punto que no prestar suficiente
atención al aumento (arousal) de vergüenza. El paciente va a escuchar cualquier otra cosa que el analista
diga como: “El dolor que está sintiendo ahora no es tan importante; es simplemente del pasado; lo que
siente ahora en realidad no está pasando ahora”, que el paciente traducirá como: “Se va a reponer; no lo
estoy causando yo”. Aun si el analista inicialmente no siente ninguna de estas cosas, lo más probable es que
tarde o temprano las sienta. Si en ese momento el analista no responde al dolor del paciente con una
preocupación personal genuina, casi siempre el paciente sentirá que su dolor es tóxico para el analista.

Vale la pena considerar aquí la descripción de Nathanson (1992) de este dilema terapéutico: “Cuando
una emoción se asienta sobre otra, y una magnifica a la otra continuamente, todo ello en el contexto de una
situación social o interpersonal que prohíbe el término de las emociones realmente involucradas o un
consuelo en relación a ellas, la densidad emocional resultante puede ser insoportable” (pág. 424). Identifica
específicamente la vergüenza como una de las causas de ese tipo de escalada emocional insoportable en el
tratamiento:

Es fundamental para el tratamiento comprender que el paciente atrapado y solo en la


experiencia de la vergüenza no es capaz de regresar a la interacción interpersonal normal sin
ayuda. La pasividad terapéutica, es decir, la decisión de permanecer en silencio frente a un
paciente humillado y retraído, aumentará siempre la vergüenza porque confirma aquella
creencia de base emocional de que el aislamiento está justificado (págs. 324-325).

La conceptualización de Nathanson de la vergüenza disociada como componente fundamental del


enactment contribuye a nuestra comprensión de la cualidad de “insoportable” de síntomas como “sentir que
mi cabeza va a explotar desde adentro” cuando dichos síntomas se presentan en sesión. La vergüenza
también está presente en aquellos pacientes que “desaparecen” durante una sesión cuando lo que se está
conversando toca el trauma no procesado. Tales momentos ponen en acto (enact) una situación
interpersonal con el terapeuta que refleja el evento original en el cual fue imposible manejar el dolor dentro
de una relación antes que el dolor se volviera insoportable y no pudieran imaginar un término o consuelo.

Una breve viñeta clínica pondrá de relieve la razón por la que pienso que no es posible separar el acto
terapéutico del psicoanálisis del trabajo con la disociación como fenómeno relacional. He elegido esta viñeta
precisamente porque el paciente no presentaba una disociación “clásica”, es decir, la disociación no se
mostraba a través de síntomas dramáticos sino más bien mediante el tipo de patrones caracterológicos del
estilo de relación (relatedness) con los cuales estamos familiarizados, que son al mismo tiempo concretos y
evasivos.

James
James era actor, exitoso, muy inteligente, ingenioso y crónicamente deprimido desde que tenía
memoria. También era un hombre muy cálido, y yo, como casi todos los demás en su vida, le tenía mucho

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aprecio, aun cuando de alguna manera inefable no estaba seguro de conocerlo realmente. Había estado en
análisis conmigo por cuatro años y había crecido mucho en ese tiempo, tanto en su vida personal como en la
profesional. A medida que se acercaba el final del tratamiento -una decisión aparentemente compartida- me
contó de un cheque que había recibido inesperadamente de su organización profesional, que además de
otras funciones, monitorea las películas que se exhiben en televisión y se asegura de que se le pague lo que
corresponde a los actores cada vez que aparecen. A medida que escuchaba la historia de James, me
encontré fantaseando sobre lo fantástico que sería si cada vez que él tuviera una experiencia de vida positiva
a la cual hubiera contribuido nuestro trabajo juntos, esta organización monitoreara su mundo interno y él
automáticamente pensara en mí. No estaría exactamente recibiendo “ingresos residuales” por mis
intervenciones exitosas, ¡pero sería algo no muy lejano a eso!

Si bien esta fantasía me pareció divertida, incluso en ese momento sentí que me estaba conectando con
algo de él que no era gracioso, pero no sabía qué era. Sí, iba a extrañarlo cuando terminara el tratamiento,
pero mi sentimiento era más que eso. Tenía relación con una necesidad de seguir vivo en su mente después
que se hubiera ido. Le conté a James esta fantasía y le pregunté si tenía alguna emoción o sentimiento
propio que pudiera relacionarse con ella. En forma entrecortada y con un grado de vergüenza que no había
visto antes en él, comenzó a llorar. Reveló que él había vivido toda su vida con la necesidad que yo acababa
de describir. Una necesidad que todavía estaba allí y de la cual se avergonzaba tanto que nunca la había
admitido ante nadie, ni siquiera ante mí. Eso nunca podría cambiar, dijo, era sólo un trazo de irracionalidad
infantil, un deseo de ser tan importante como para no poder ser olvidado. Ya habíamos hablado de un nivel
de su deseo –su necesidad aparentemente insaciable de fama y reconocimiento- pero James siempre tenía
miedo de revelar la parte de sí mismo que lloraba de noche en su cama porque nadie sabía lo solo y
asustado que se sentía. Estaba seguro de que, de todas maneras, nadie que supiera de esto lo creería, y
ciertamente como él era tan exitoso, nadie podría entender realmente lo que se sentía.

Reconoció que se estaba sintiendo más y más vacío y aislado a medida que se acercaba el fin del
análisis, pero dijo que pensaba que esto era sólo una reacción natural al término y nunca lo habría
mencionado si yo no hubiera revelado mi fantasía. Dijo que me había contado sobre el cheque de ingresos
residuales para que yo me sintiera bien en relación a lo mucho que lo había ayudado a tener éxito y para que
cuando dejara de venir yo tuviera sentimientos positivos hacia él. Le dije que yo ya me sentía bien
ayudándolo a tener éxito, pero mi reacción personal a la historia era más compleja que eso. También sentía
algo que no estaba acostumbrado a sentir, algo que había sido la compañía constante de James. Le dije que
sentía que cuando él se fuera de algún modo yo iba a desaparecer porque desaparecería de su mente para
siempre y que sentía una necesidad de evitar que eso pasara mediante una fantasía en que él estaría forzado
a pensar en mí, como su propio deseo que ser tan importante que no pudiera ser olvidado. Le dije que era
como si en ese momento yo pudiera sentir en mí una parte huérfana que él nunca había podido mencionar
en nuestras sesiones, y tal vez esta fuera la única forma en que yo podría escuchar realmente esa voz:
sabiendo personalmente, al menos en alguna medida, qué se sentía verse fuerte pero sentirse en peligro de
desaparecer.

La fase de término continuó por más tiempo de lo que ambos habíamos anticipado, y nos condujo a
lugares que ninguno de nosotros podría haber imaginado antes de esa sesión. El “gorila” de James se había
unido a nosotros en la sala de consulta y era cada vez más “realmente real” para James, porque finalmente
se volvió “realmente real” para mí y para mi propio gorila.

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Traducción: Psic. Soledad Sánchez D. (Borrador)

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