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Leamos cuentos y crónicas latinoamericanos

Un espacio donde encontrarás cuentos y crónicas de autores latinoamericanos, para conocer y disfrutar nuestra
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lunes, 24 de agosto de 2020

¿QUIÉN DIJO MIEDO? – Marcos Tarre Briceño


Marcos Tarre Briceño (Nueva York, 1950) es un escritor venezolano, Arquitecto de profesión inicial,
columnista de prensa, editor y escritor de cuentos y novelas policiales y trillers, género del que se enamoró al
vivir toda su infancia en Suiza, por el exilio de su padre primero en México y luego trabajando para la OIT en
Ginebra. Marcos Tarre es además, un destacado analista del problema de la seguridad ciudadana y la
delincuencia organizada, tanto en Venezuela como en América Latina, con libros y ensayos publicados.
Fundador del grupo La Orilla Negra Venezuela y director del Festival Semana Negra de Caracas 2017 y 2018,
en alianza con Trasnocho Cultural, @BibliotecaLPG, Letralia, Feria Libro UCAB; Cultura Chacao, El Nacional y
Revista 4 Dromedarios, entre otras. Sus novelas, Colt Comando 5.56 (Sarbo, 1983),que fue llevada al cine por
el director venezolano César Bolívar (1987); Sentinel 44 (Sarbo, 1985); Operativo Victoria (Sarbo, 1988); Bar
30 (Sarbo, 1993); Bala Morena (Alfadil, 2004); Atentado VIP (Libros Marcados, 2008); Rojo
Express (Mondadori, 2010); Atentado VIP (audiolibro, Libervox.sl, 2015); Bala Morena (Del Serbal, Barcelona,
España, 2016), El Amor de Nuestras Vidas (editorial Orilla Negra, 2019),y los volúmenes Relatos de la Orilla
Negra V. (Lector Cómplice, 2017) y Relatos de la Orilla Negra en Clave Binacional (editorial La Orilla Negra V.,
2018). Incursiona en relato con Tarde de Enero, ganando el Concurso Lola Fuenmayor (1987), fue Finalista
del Premio Rómulo Gallegos (1989), con Operativo Victoria (1988); Finalista del Concurso de Cuentos El
Nacional (1998), por Carros de Fuego; fue Mención Publicación de la Semana Negra de Gijón (2005), con Los
Pelados van Primero. En Rojo Caribe, Create Space Independent Publish. (2013), recopilación de 13 cuentos
largos. Su novela “Bar 30, La Amenaza de Paraguaná”, fue presentada en la Feria del Libro de Bogotá, en abril
1994. Marcos Tarre fue escritor invitado a participar en la Semana Negra de Gijón 2016; y al Encuentro de
Novela Negra, Nero Gallo Roma 2018, del Instituto Cervantes de Roma. El texto que aquí les presento forma
parte de la colección Relatos Bichos de la Orilla, Especiales Gumersindo Peña No. 2, publicada en 2018. 

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de  Marcos Tarre Briceño.
¿QUIÉN DIJO MIEDO?

El Mesón de Andrés era el sitio en el que el grupo se empeñaba en reunirse. Gumersindo siempre proponía
otro lugar, más barato, más popular, más hacia el Oeste, pero el grupo tenía gustos sifrinos. Aquí no se veía
bien beber la cerveza a pico de botella, como a él le gustaba, ni dejaban las botellas tomadas sobre la mesa,
de modo que uno se podía hacer una idea del monto de la cuenta... A él ya no le alcanzaba el presupuesto
para estos lujos, ni a él ni a ninguno del grupo. Además, el ex comisario general Arturo Castelli se empeñaba
en pedir tapas que todos devoraban en segundos... Baquero dejó su vaso vacío sobre la mesa y le dio un
codazo.

-Gumersindo, no me vas a creer...

No le prestó atención. Calculaba que lo poco que le quedaba en la cuenta del Mercantil no le alcanzaría para
pagar su parte. Cinco viejos policías echándose palos en una tasca. Ni siquiera tragos de verdad, whisky o ron,
sino cervezas. Patético... Suspiró y miró sin ver las barandas de hierro forjado, los pasamanos de madera
pulida, las mesas abajo, el local casi vacío. Su mesa. Sus compañeros o ex compañeros. Ya habían hecho el
tradicional brindis por Santiago Baquero, el hermano mayor del comisario, asesinado años atrás, agotado los
temas habituales, los otros caídos en acción o por muerte natural o enfermedad, los que se vendieron, los
que se fueron del país, los que se reciclaron; maldijeron al SEBIN con el que ya no se identificaban, con el
SEBIN que los fichaba, los perseguía, los hostigaba, con el SEBIN de dónde los habían borrado no sólo de la
nómina de jubilados, sino del pasado, de la memoria histórica, de los operativos exitosos o fracasados, de sus
penas y sus glorias, como si la vieja DISIP nunca hubiera existido y que ellos se empeñaban de vez en cuando
en revivirla, contándose las viejas historias que ya todos conocían de memoria y los chismes nuevos. Un par
de cervezas más y entrarían en la dimensión conspirativa, inverosímiles atentados, improbables
sublevaciones, defecciones y saltos de talanquera... Baquero se volteó y lo agarró por el brazo.

-Gumersindo, marico, párame bola. ¿A qué no sabes a quién vi en estos días?

-¿Cómo coño lo voy a saber, Baquero? ¿Y tú todavía ves? Creía que la sífilis te había dejado ciego...

-¿Sífilis? Coño, Peña, sí que eres anticuado... Esa vaina ya no existe. Será Sida...

-El Sida o hacerte demasiado la paja, como decían antes los curas... ¿A quién viste?

-¿Te acuerdas de aquella carajita con nombre raro?

-Una carajita con nombre raro. Excelente descripción policial...

-Coño, Gumersindo, aquel culito con la que te enredaste... Aquella que tenía nombre de entidad federal...
¿Cómo era? ¿Amazonas? ¿Lara? No, no, ya me acuerdo. Yaracuy. Si, Yaracuy...

-¿Magdalena Yaracuy?

-Esa misma

-¿Cuándo la viste?

-Hace dos días...

-¿Aquí en Caracas?

-Huevón, aquí mismo... En una mesa allá abajo, hablando con un carajo.

El mesonero que recogía las botellas vacías tropezó y no pudo evitar dejar caer una botella que se estrelló en
el piso. Un gato negro, salido de quién sabe dónde, se asomó y se paseó con la cola erguida entre las mesas
del piso alto. Gumersindo Peña sintió una corriente de aire frío a sus espaldas y un escalofrío le recorrió el
cuerpo. Castelli se lo quedó mirando.
-Peña, pareciera como si hubieras visto un fantasma. Estás pálido. ¿Te sientes mal?

-Un fantasma... Más o menos... Chamos, me voy a tener que ir... Vamos a pedir la...

Castelli lo interrumpió. Se inclinó hacia él, le murmuró.

-Tranquilo Peña, yo pago tu parte.

Gumersindo se levantó. Se alejó un paso de la mesa, pero pareció recordar algo. Se acercó a Baquero.

-Comisario, mantenme informado...

-¿Informado de qué, Peñita?

-De cualquier vaina que sepas de Magdalena Yaracuy...

Gumersindo bajó con cierta dificultad la escalera, buscó la salida, abrió la puerta de madera y salió a la
avenida Miranda. Sintió el fresco de la noche. Eran apenas las ocho pero no había ni un alma en la calle, luces
apagadas, pocos carros... Una ciudad como en toque de queda, encerrada en sus miedos y sus penurias, los
montones de basura sin recoger, el perro solitario que se rascaba la cabeza con una pata trasera como
dudando si se decidía a hurgar entre las bolsas negras y malolientes. El leve mareo de las cinco o seis cervezas
se le disipó en segundos. Caminó hacia la estación del Metro de Chacao. Magdalena Yaracuy en Caracas...
Desde que la conoció se había convertido en una excéntrica y reconocida investigadora internacional y vivía
en España. Un nuevo escalofrío le recorrió el cuerpo. Supo que era cierto, cien por ciento positivo, la mujer, la
brujita estaba aquí.

Era un típico y fastidioso trabajo de control policial. En noviembre se celebraría la VII Cumbre
Latinoamericana en Margarita y vendrían personalidades y gobernantes tan disímiles como Fidel Castro,
Ernesto Samper, Eduardo Frei, el Rey de España y José María Aznar, Alberto Fujimori, Hugo Banzer o Julio
María Sanguinetti. No le tocó la agradable misión de viajar a Margarita en avance, eso era para funcionarios
más regulares que él. Pero Ferrer le asignó la rutinaria y pesada tarea de controlar, es decir, saber en qué
andaban algunos grupúsculos o extremistas, bien fueran antimonárquicos o de la ETA española; exilados
cubanos anti fidelistas; ramificaciones criollas de Sendero Luminoso, delegaciones de indignados cocaleros
bolivianos o potencial escenario para protestas de los militares golpistas del Movimiento V República. Lo de
ETA lo resolvió de primero y con un simple telefonazo a su viejo amigo Don Erasmo, dueño y señor del Mesón
de Lucio de La Candelaria. No, joder, hombre, nada de qué preocuparse de los nuestros a menos de que algún
loquillo disidente estuviera preparando alguna trastada. A pesar de la edad, Don Erasmo se mantenía lúcido y
confiable. Decidió pasar a los siguientes grupos de su lista. Dejó el edificio Las Brisas y caminó por Los
Chaguaramos, hacia la ciudad universitaria. Los negocios y las calles bullían de actividad pre decembrina,
mucho tráfico, la gente salía de los comercios cargando bolsas, el calor y el estrépito de la ciudad, motores,
cornetazos, una salsa a todo volumen en una camionetica. Desde algún televisor le llegó la voz de Simón Díaz
cantando la cuña con Nelly la Deliciosa toda arepa es más sabrosa. Caminó hasta la Parroquia Universitaria y
entró a la UCV por Ingeniería. Recorrió el pasillo de Arquitectura hasta el cafetín de Derecho, deteniéndose a
contemplar a las estudiantes, bien arregladitas, con escandalosas minifaldas, hotpans o jeans acampanados.
Compró dos refrescos y cuatro cachitos de jamón, guardó cuidadosamente en su billetera el ticket de la
compra para reseñarla como gasto operativo; buscó una mesa desocupada al fondo, pegada del muro de los
galpones. Esperó. La Universidad Central le causaba sentimientos contradictorios. Le gustaba el ambiente,
quizás hubiera querido estudiar alguna carrera y graduarse si la vida no lo hubiera llevado por otros
derroteros. Estaba perfectamente consciente que por su edad y vestimenta no encajaba en el perfil de
estudiantes o de profesor. Podía llamar la atención. Un agente de la DISIP detectado en la UCV de 1998 era un
riesgo seguro, pero necesitaba hablar con su informante. La puerta posterior del cafetín se abrió y salió Xariel
rodando un gran tobo de basura. Gumersindo le interpuso una pierna y le impidió el paso. El joven, de braga
azul manchada y desgastada, alzó la vista, lo reconoció y un gesto de miedo o desagrado pasó por su cara.

-Siéntate Xariel.

El joven miró hacia un lado, hacia otro.

-Ahora no puedo... Estoy trabajando.

-Sí que tienes tiempo. Siéntate. Te traje un par de cachitos...

Xariel, resignado, se sentó. Gumersindo le pasó la bolsita marrón con los cachitos. Mientras los devoraba, no
dejó de observarlo. Se notaba por sus gestos, nerviosismo, mirada huidiza y sobre todo por los pinchazos en
los antebrazos que el joven seguía adicto. Drogas fuertes. Seguramente heroína. A veces, cuando sus
informaciones eran buenas, le facilitaba algunas dosis, a veces no...

-Xariel, ¿cómo están los carajitos de Desobediencia? ¿Cómo está el Colectivo de Ingeniería?

-No sé... No he visto nada especial.

-Tú desde aquí lo ves todo, lo controlas todo. ¿Se han reunido más de lo normal?

-No, no, para nada...

-Coño, chamo, dame algo... Así no podemos funcionar. Si quieres tu dosis tienes que darme algo bueno.

Xariel se quedó pensando, se rascó la cabeza con sus uñas negras. Bajó la voz.
-Hay algo... A lo mejor te sirve. Una profesora de la Unidad Educativa Nueva Granada está haciendo
reuniones. La gente de Desobediencia va a esas reuniones...

-¿Cómo se llama la profesora?

-No sé pana, tiene un nombre raro... Yaracuy.

-Marico, no te pregunté de dónde es... ¿Cómo se llama la caraja?

-Así se llama. Yaracuy... Magdualida o Magdalena Yaracuy.

No recordaba haber puesto la alarma del despertador de su Motorola Moto G. Pero ahí estaba, sonando una
y otra vez. Se espabiló un poco, suficiente para agarrar el teléfono celular de la caja de madera que fungía de
mesa de noche. En ese momento el aparato dejó de sonar. También decía que eran las 7:45 am y que no era
la alarma del despertador sino tenía una llamada perdida de su ex compañero Baquero. Antes, cuando
todavía estaba oscuro, se levantó a orinar y con cierta pereza regresó a su cama. Se rascó la cabeza, se puso el
pantalón, espantó a un mosquito que le zumbaba cerca de la cara. Tenía mal sabor en la boca, la lengua
pastosa y seca, como si hubiera bebido; buscó un cigarrillo, lo encendió y aspiró ávidamente. Agarró de nuevo
el celular y presionó la pantalla digital para devolver la llamada. Baquero atendió de inmediato.

-Epa, Peña... ¿Estabas dormido?

-No... No, vale, llevo rato despierto. Estaba en el baño. ¿Qué pasó? ¿Ya cayó el gobierno?

-Sí, marico, y te están esperando para que te sientes en la silla en Miraflores... Mira, tengo más noticias de la
jeva aquella...

-¿Quién?¡

-Coño, marico, la que mencionamos ayer...

-Ah, ya... ¿Qué pasa con ella?

-Tengo más información... Pero por teléfono ni de vaina... ¿Podemos vernos hoy?

-Seguro. ¿En dónde?


-¿Te acuerdas en dónde desayunábamos todas las mañanas cuando estábamos activos?

-¿En dónde a ti te preparaban un batido especial?

-Ahí mismo... ¿A las once te sirve?

El Tropezón de Los Chaguaramos no había cambiado mucho en tantos años transcurridos. Más bien, cuando
Gumersindo Peña entró por la puerta principal tuvo la sensación de un regreso al pasado. Los mismos
muebles de madera oscura, el gran espacio en forma de ele, muy abierto hacia la calle, la barra, pero en todo
se veía el deterioro sin ninguna inversión hecha para renovar o reponer lo desgastado. Antes el local siempre
estaba abarrotado de comensales, ahora estaba casi vacío. Los mesoneros ya no eran los mismos, ni el mal
encarado encargado de la caja. La lista de precios tampoco era igual... En su época en las Brisas una buena
Reina Pepeada, gorda y rellena, estaba al alcance de cualquier bolsillo, y ahora costaba una pequeña fortuna.
Baquero ya estaba en el local, mirando nerviosamente hacia la entrada, con un vasito plástico de café y una
botellita de agua mineral enfrente. Lo saludó y se sentó a su lado.

-Y entonces, ¿qué pasó con tu famoso batido?

-Ya no lo hacen... No tienen casi frutas. Estos carajos ni siquiera saben lo que es un kiwi... Además, esto es lo
que puedo pagar. Café y agua. Y de vaina me alcanza. Si quieres algo pídelo en la barra. Ya no hay servicio en
las mesas.

Por la cabeza de Gumersindo pasó la imagen de los grupos de funcionarios de uniforme negro y boina
amarilla que unían mesas y desayunaban alegremente, entre gritos y chistes; o cuando regresaban de un
operativo cargados de armas, pertrechos y adrenalina y paraban unos minutos a tomarse unas cervezas bien
frías antes de subir a entregar el equipamiento y rendir cuentas en la Sede. Se compró un marrón pequeño y
regresó a la mesa de Baquero.

-Bueno, comisario, ¿qué me tienes?

-Varias cosas... En primer lugar, tu jeva está alojada en el Hotel Pestana, con su nombre real, paga con una
tarjeta de crédito propia.

Baquero tenía una pequeña libreta con anotaciones. La consultó y levantó la vista.

-Parece que la señorita Yaracuy... Su pasaporte dice que es soltera, prosigo... La ciudadana Yaracuy fue
contratada en España para localizar a una galleguita que está perdida en Caracas.

-¿Gallega de Galicia?
-No, marico, gallega de Madrid. La contrató un empresario de Madrid. La desaparecida se llama Begoña de
Sotomayor. Es una de esas pendejitas atraídas por el trópico y la revolución.

-¿Es de la gente de Podemos aquí?

-No, no llega a ese nivel... Tú sabes, turismo revolucionario... Vino por su cuenta y riesgo y se perdió, no se
sabe de ella. Dicen que se relacionó con gente de los colectivos, concretamente del 5 de Marzo o de un
subgrupo que se hace llamar “Escudo de la Revolución”...

-¿Qué hacía esa caraja para los colectivos?

-No tengo idea... Pero los colectivos andan revueltos. No sé si será por ella o por otra razón. Eso parece un
hervidero. Nuestros amigos en el CICPC están en alerta roja.

Baquero hizo una pausa. Tomó un trago de su botella de agua, se limpió la boca con el dorso de la mano.
Luego esbozó una semi sonrisa.

-Nosotros aprovechamos momentos así para salir de cacería...

-¿Cacería?

-Así es, Peñita. Estás cordialmente invitado. No es la primera vez que te lo propongo.

-Yo sé, pero nunca habías hablado de “cacería”. ¿Cómo es esa vaina?

-Muy sencillo. Cuando los colectivos andan operativos, desplegados en las calles, fuera de sus guaridas y
nerviosos, aprovechamos para neutralizar a uno o dos de ellos...

-Gracias por la invitación. Pero yo ando en otras vainas... ¿Tienes algo más sobre Magdalena Yaracuy?

-Sí. El tipo con el que la vi en el Mesón de Andrés. En ese momento me pareció conocido. Después lo
identifiqué en nuestro fichero. Se llama Jaime Leal. Es uno de esos carajitos que se mueve en todas las aguas,
pero más en las del Gobierno, tiene contactos, conoce gente, es una especie de gestor que navega en los
bajos fondos. No es raro que si tu Magdalena Yaracuy ande buscando a alguien en Caracas haya hecho
contacto con Jaime Leal.

*
No le fue difícil ubicar a la profesora Magdalena Yaracuy en la Unidad Educativa Nueva Granada. Era una
muchacha muy joven, de caderas anchas y cuerpo voluptuoso, de rasgos muy venezolanos, cara redonda,
nariz algo achatada. No era bonita, pero resultaba más que atractiva. Vestía de forma sencilla, y siempre
llevaba alguna prenda de color morado. El caso no ameritaba mayor despliegue operativo. Le explicó a Ferrer
que estaba controlando a la gente de Desobediencia de la Central y necesitaba algo de apoyo. Consiguió que
le asignaran a Gregory Chacín, un joven agente con cara de bebé que no levantaba sospechas en la
universidad, y que además andaba en una Kawazaki 250 con la que se les haría mucho más fáciles los
seguimientos y desplazamientos por la ciudad. La sospechosa Magdalena Yaracuy tenía hábitos regulares.
Salía temprano de la pensión en la que se alojaba en Los Rosales. Se iba caminando hasta la Unidad Educativa
en dónde daba clases; luego en autobús hasta la Central, se encerraba en la Biblioteca y después asistía a
clases; salía en la noche y se iba a tomar unas cervezas o a cenar a algún sitio de estudiantes y regresaba
después a Los Rosales. Nada muy revolucionario ni subversivo. El tercer día tuvieron suerte. Cambió la rutina.
Era jueves y en vez de irse a la universidad, la sospechosa se fue al Parque Los Caobos. Gregory Chacín
conduciendo a prudente distancia y Gumersindo de parrillero se adentraron por las caminerías, vieron que la
muchacha se instalaba en un área sombreada y de hierba reluciente de verde. Ellos se detuvieron a unos
doscientos metros y se pusieron a jurungar la moto, como si se les hubiera echado a perder. Al rato fueron
llegando otros jóvenes, muchachos y muchachas, se sentaron formando un círculo y a distancia creyeron
percibir que la sospechosa dirigía la sesión, en la que no había muchas palabras y sí suaves gestos y
movimientos corporales. El agente Chacín hizo un reconocimiento más cercano, fumándose un cigarrillo y
regresó junto a Gumersindo Peña y la moto.

-Hay tres miembros de Desobediencia en el grupo. Dos coños y una caraja. No me acuerdo de los nombres,
pero los tenemos fichados. A los otros no los conozco, parecen estudiantes...

La sesión duró más de dos horas. Luego el grupo se disolvió, con grandes y largos abrazos. Magdalena Yaracuy
miró unos segundos hacia esos dos hombres y la moto averiada, tomó sus cosas, guardó un par de libros en
un mapire tejido y caminó hacia la salida Este del Parque. Gumersindo Peña decidió.

-Gregory, sigue discretamente a los coños de Desobediencia. Yo me voy a quedar aquí. Nos vemos mañana a
las 8:00 en las Brisas.

Un flaco, desgarbado y bastante amanerado se había despedido del grupo y caminaba sólo hacia la salida
Oeste del Parque. Gumersindo lo siguió, apretó el paso y se puso a su altura cuando subían la rampa que daba
hacia el Museo de Bellas Artes. Lo abordó tratando de poner su voz más suave y cálida.

-Oye, panita, no pude dejar de ver lo que hacían en el parque... Me pareció superbello...

Con evidente agrado, el joven volteó. Tenía la cara picada de viruela, un piercing en la nariz y voz chillona.

-Sí... Sí, es muy relajante y uno sale full energía...

-Qué chévere... ¿Y qué es exactamente lo que hacen?


-Contacto con la naturaleza... Mejor dicho, con la energía de la naturaleza... Movimientos para limpiar el
cuerpo, lectura de poesía para limpiar los chacras, renovación espiritual, meditación, contemplación, tú
sabes, ese tipo de cosas...

-¡Qué lindo! ¿Y cómo puedo hacer para participar?

-No sé. Tendrías que hablar con Magda, nuestra guía... Búscala en la Central o vente para acá la semana
próxima y hablas con ella...

Al día siguiente Gumersindo puso en marcha el plan que elocubró medio desvelado la noche anterior. No
sabía muy bien porqué pero esa muchacha, la Magdalena Yaracuy, le atraía, no tenía claro si era parte de su
naturaleza de macho que debe tirarse a cuanta hembra se le cruza por el camino; o si era otra cosa que
tuviera más que ver con su instinto de policía. Pero a las once de la mañana estaba esperando a que la
sospechosa saliera de la Unidad Educativa y la interceptaría fingiendo un encuentro casual con la excusa de
que le interesaba el grupo de meditación, o de lo que fuera, que ella dirigía. Gregory Chacín lo esperaba a la
vuelta de la esquina, con la Kawazaki 250. La invitaría a tomar un café, conversarían, le sacaría alguna
información, cerraría el tema policial y le echaría los perros. En un par de días se la llevaría a alguno de los
moteles de la Panamericana y listo... Con suerte eso podía suceder esa misma tarde. Con unos minutos de
atraso Magdalena Yaracuy apareció en la puerta del instituto. Venía hablando con tres estudiantes.
Conversaron un rato y se despidieron. Las alumnas se dispersaron y la sospechosa comenzó a caminar, sola,
directamente hacia dónde él la esperaba. Perfecto. La veía venir, vestida con un jean deslucido, zapatos de
goma baratos, una franelita manga corta, una cinta morada en la muñeca, el pelo rizado suelto. Había algo
muy femenino y sensual en su forma de caminar. Gumersindo avanzó hacia ella, se detuvo cortándole el paso.

-Señorita, disculpe... La vi ayer en el Parque Los Caobos... Me interesa mucho el grupo que usted dirige.
¿Cómo puedo hacer...?

Magdalena Yaracuy se detuvo, una sonrisa en los labios, con mucha naturalidad posó sus dedos en el
antebrazo de Gumersindo.

-¿Cómo puedo hacer para participar? ¿Me puedo inscribir en su grupo?

La muchacha afincó la presión de sus dedos en el antebrazo de Gumersindo. Una sonrisa mayor le iluminó la
cara. Con mucha dulzura le respondió:

-Tú no eres quien dices ser...

Gumersindo sintió como si le dieran un puñetazo en la boca del estómago y como si se quedara súbitamente
sin aire. Por su cabeza desfilaron vertiginosamente imágenes de la mansión de Emperatriz, cerca del Club
Falcón, de La Sardina, de un hombre al que mató de un tiro en la cabeza y tuvo que enfrentarlo unos días
después. Luego todo se puso blanco y sintió que caía. Cuando abrió los ojos se encontró apoyado contra una
pared, la sospechosa Magdalena Yaracuy lo ayudaba a sostenerse en pie y Gregory Chacín, con cara de pánico
y las manos temblorosas la apuntaba con su Beretta 92F.
-¡Peña, Peña! ¿Estás bien? ¿Estás bien?

Gumersindo logró articular algunas palabras.

-Ella... Ella no me hizo nada... Baja la pistola.

Pero el detective Chacín no parecía muy convencido. Seguía apuntando a la joven, pero con cara de no saber
qué hacer. Magdalena Yaracuy estaba tranquila y con una sonrisa en la boca. Alzó la mano y señaló la gran
pistola negra que la apuntaba.

-Es bonita pero un poco grande... ¿Es una Browning?

Ya más repuesto, Gumersindo contestó.

-No, es una Beretta 9 milímetros... Bájala ya, Gregory. Aquí no pasó nada... O mejor dicho, la joven no me hizo
nada...

Todavía sin entender lo que había ocurrido, el detective Chacín bajó el arma y la enfundó en la cintura.
Gumersindo tampoco tenía claro lo que le ocurrió, pero ya se sentía mejor. La sospechosa Magdalena Yaracuy
seguía con la sonrisa en los labios. Hubo un silencio que ella interrumpió.

-Amigo, creo que te haría bien sentarte un rato para terminar de reponerte.

-Sí, pero necesito que me acompañe y podamos conversar y tomarnos un café...

-A dos cuadras hay una panadería con mesitas.

Caminaron hasta el local. Gumersindo le dio instrucciones a Chacín de regresar a la Sede y seguir con las otras
operaciones asignadas de control. Entraron y se dirigieron a la caja para comprar. La muchacha preguntó:

-¿Amigo, por casualidad tienes chicha morada?

El portugués de la caja la miró sorprendido.

-¿Chicha qué? No, mija, aquí tenemos chicha normal de cuartico...


Terminaron pidiendo dos marroncitos. Gumersindo pensó que una Frescolita le caería bien. Pagó, recogió el
pedido y llevó todo a una mesa metálica y oxidada en donde le esperaba la muchacha. Gumersindo
contempló un rato a la joven.

-Nunca había oído eso de chicha morada...

-Es de origen peruano. Deliciosa. El otro día la probé y me encantó.

Gumersindo decidió entrar de inmediato en materia. Sacó su credencial de la DISIP y se la enseñó:

-Inspector Gumersindo Peña... Ahora quiero que me expliques qué fue lo que pasó o lo que me hiciste allá en
la calle.

La muchacha sonrió con picardía.

-Yo sabía que eres policía, Tú y tu compañero de la pistolota me vienen siguiendo desde hace días. Pero yo no
te hice nada, te lo hiciste tú mismo...

-Me vas a tener que explicar cómo es la vaina... ¿Por qué me dijiste lo que me dijiste?

-Muy sencillo. Cuando vi que me cortaste el paso invoqué a mi Reina y a las 20 Cortes para que me apoyaran
con las palabras adecuadas para ese momento. No pensé que tendrían tanto efecto en ti... No era mi
intención causarte daño. Casi te caes de la impresión...

Gumersindo le quitó el pitillo de la Frescolita y bebió a pico de botella. Estuvo unos segundos en silencio.

-Esas mismas palabras me las dijo hace unos años una bruja de mierda en el estado Falcón... Un asunto muy
feo y muy raro. Hay cosas que todavía no entiendo, un caso complicado, violento... Un hijo mío de vaina paga
las consecuencias...

-¿Cómo se llamaba esa señora?

-Emperatriz Guaramato.

-Sé quién es. Practica brujería mala y oscura. Vudú y ese tipo de cosas...
-Entonces tú también eres bruja...

-No, para nada. Yo le rindo culto a mi Reina... ¿Y se puede saber por qué la policía política me está
investigando?

-A ti no te estamos investigando. Pero tres miembros de tu grupo del parque están metidos en vainas raras.

-¿En vainas violentas?

-Es posible...

-No creo... Si fuera así yo lo supiera y no los dejaría participar. Esos tres que tú dices no matarían ni una
mosca. Déjalos en paz. ¿Algo más? Tengo que ir a clases...

-Sí. ¿Y ese interés tuyo por las armas?

-Me llaman la atención, a pesar de que son malas...

-Las armas no son malas. Malos son quienes las usan indebidamente. ¿Has disparado alguna vez?

-No.

-¿Te gustaría? Puedo enseñarte a tirar...

Magdalena Yaracuy lo miró con burla mientras se levantaba.

-Creo que más bien yo te puedo enseñar a “tirar” a ti, Gumersindo Peña... Gracias por el café. Chao pescao...

Le bastaron tres llamadas por su celular para ubicar plenamente al tal Jaime Leal con el que Magdalena
Yaracuy se había reunido en el Mesón de Andrés. Resultó ser hijo de Santos Leal, un sargento de la Policía
Metropolitana al que conoció bastante bien. Caracas era un pueblo grande y en el reducido mundito de la
comunidad policial todos se conocían. Con la segunda llamada se enteró que Santos Leal había muerto años
atrás en prisión. La tercera llamada le sirvió para dar con un actual conocido y amigo del hijo, de Jaime Leal y
obtener su número de teléfono celular. La cuarta llamada se la hizo directamente a Jaime Leal. Tenía voz de
pocos amigos, fuerte, cortante.
-¿Jaime Leal? Te habla Gumersindo Peña. Te llamo de parte de Aquiles Morín...

-No conozco a ningún Aquiles Morín.

-Sí que lo conoces. Aquiles Morín de Pinto Salinas.

-Ah... “Ese” Aquiles Morín...

-Trabajé con tu viejo, hace años... Estoy investigando un caso y me interesa hablar contigo.

-Está bien, podemos vernos esta tarde. Pero mi tiempo vale real. ¿Qué gano yo en éste asunto?

-Mi tiempo también vale real... Depende de lo que hablemos y acordemos.

Se encontraron a las 4:30 en la Plaza Venezuela, en el Subway de la Torre Capriles. Jaime Leal había escogido
el sitio y la hora. Gumersindo llevaba ya 10 minutos esperando y entendió por qué Leal lo había citado ahí. El
local era fresco por el aire acondicionado, desde los amplios ventanales se controlaba perfectamente el
acceso al edificio, ahora cercado y con una sola entrada peatonal. En la terraza unos paraguas y banquitos
alojaban a dos parejitas. La entrada del edificio estaba semi cerrada, y un vigilante privado miraba aburrido su
celular, esperando la hora que terminaba su guardia. Tomándose un Nestea Lipton Gumersindo vio que una
moto se detenía en la calle, entre los vendedores de perros calientes y alquiler de teléfonos para llamadas. El
hombre joven que venía de parrillero se bajó, se quitó el casco integral y se lo entregó al conductor. Supuso
que sería Jaime Leal. Era flaco, musculoso, de espaldas anchas, de piel morena. Examinó con atención la
terraza y luego avanzó. El conductor de la moto se bajó y se paró al lado de la entrada. El pasajero, con
chaqueta deportiva y zapatos de marca, se detuvo en la entrada del local cerrado y lentamente comprobó si
todo lucía en orden para él. Gumersindo Peña le hizo un gesto con la mano. El joven se acercó con andar
felino, se sentó en una silla en la mesa de Gumersindo, desde donde podía controlar la entrada. Tenía los ojos
dorados, las cejas muy negras y un peinado con las sienes y la nuca rapada, con un copete en el medio de la
cabeza. Gumersindo le sonrió.

-¿Andas con guardaespaldas?

-No, yo sé cuidarme sólo. El chamo de afuera es mi primo. Ahorita me está haciendo el favor, porque me
robaron mi moto hace unos días... Ando buscando al hijo’e puta que me la birló.

-Pues mira, te puedo ayudar con esa vaina. Yo trabajé en una época en recuperación de vehículos robados,
conozco mucha gente en ese medio y te puedo ayudar con esa vaina...
Jaime Leal no respondió. Sacó un papel arrancado de un cuaderno escolar en el que estaban anotados los
datos: Marca, modelo, color, año, propietario, serial, placas... Gumersindo sacó su celular Motorola del
bolsillo del pantalón, le puso la función cámara, desplegó el papel sobre la mesa y le tomó una foto.

-Listo, déjame 48 horas y te consigo información de tu nave...

Jaime Leal guardó su papel. Miró a Gumersindo.

-Ahora te toca a ti... ¿Qué quieres?

-Tú has estado viendo a una mujer, Magdalena Yaracuy...

-¿Qué quieres con ella?

-Es una muy vieja amiga... Pero la última vez que la vi, hace como veinte años, quedó muy arrecha conmigo...

-Yo no trabajo de cabrón de nadie... Arregla tú mismo tu peo con ella.

-No se trata de ninguna vaina sentimental. Yo sé que Magdalena anda buscando a una ciudadana española
que anda desaparecida... Puede necesitar ayuda y yo quiero apoyarla.

-Y así te reconcilias con ella...

-No sólo eso. Yo quedé en deuda con ella... Quiero ayudarla. ¿Qué te ha pedido? ¿De qué han hablado?

-Por lo pronto le conseguí un Pink Lady... ¿Sabes lo que es esa verga?

Gumersindo sonrió. Terminó de sorber el Nestea.

-A Magdalena nunca se le dieron bien las pistolas. Prefiere los revólveres. Un Pink Lady, amigo Leal, es un
modelo 642 de Smith & Wesson, calibre 38, de cinco tiros, cañón de dos pulgadas. al que se le puede colocar
una desproporcionada cacha de goma rosada. Con ésa mariquera querían atraer el mercado femenino... ¿Y le
pudiste conseguir uno?

-Sí... No un Ruger que ella quería, pero sí le conseguí su vaina rosada... Con real se consigue de todo.
-¿Cómo te pagó?

-Euros y en efectivo.

-¿Y qué sabes tú de la galleguita desaparecida?

-Mira, Peña, eso es otro caso. Tú quieres que te ayude a restablecer el contacto con Magdalena Yaracuy. Está
bien, en eso te puedo ayudar. Pero ahora me estás hablando de otra vaina y no has pagado por eso...

-Está bien, chamo. No te arreches. Vamos con nuestro trato inicial. Anota mi teléfono y me avisas cualquier
vaina.

Jaime Leal se levantó. De nuevo miró con precaución hacia todas partes. En la calle su primo se subió a la
moto, la mano en la cintura, atento a todos los movimientos de la calle. Jaime Leal salió, se colocó el casco, se
subió de parrillero y arrancaron en un estruendo del motor, hacia el Oeste de la ciudad. En la acera un par de
niños famélicos se turnaban para registrar una bolsa de basura. Gumersindo se levantó. Jaime Leal le había
caído bien, parecía un tipo duro pero de confiar. Sintió que había dado un paso importante en su búsqueda
de Magdalena Yaracuy. Aunque todavía no sabía muy bien porqué lo hacía. ¿Realmente deseaba ese
reencuentro con “la brujita”?

Primero fueron las clásicas instrucciones para principiantes. Las reglas básicas de seguridad. Luego algunos
disparos en seco, sin munición. La cancha de 25 metros del Polígono Libertador estaba desierta a esa hora del
día. Una soleada y reluciente mañana. Un cielo azul resplandeciente. Gumersindo esperó a que Magdalena
Yaracuy saliera de dar sus clases en la Unidad educativa Nueva Granada. Esta vez había ido sólo y en un
vehículo civil del cuerpo. La muchacha aceptó encantada la invitación para ir a disparar. La vigilancia en
Fuerte Tiuna estaba muy relajada ese día y los soldaditos apenas miraron su credencial de la DISIP. Rodaron la
larga cuesta hasta el Polígono y estacionaron en la zona de canchas. Un grupo de militares pasó trotando y
sudando. Gumersindo sacó del maletero su bolso. Se había traído un viejo Smith & Wesson calibre 22 doble
acción, con cañón de seis pulgadas que le gustaba para iniciar a los novatos al tiro, pero también una
venerable Browning HP y la ahora reglamentaria Beretta 92 F, una cajita de balas Winchester 22 y cuatro cajas
verdes de 25 tiros Cavim 9 milímetros; así como lentes y protectores de oído. Ahora comenzarían con fuego
real.

-Recuerda, Magdalena, piernas ligeramente abiertas, pie derecho algo adelante, agarra bien el arma como te
enseñé. Mirada focalizada sobre el alza y el guión, comienzas a presionar muy suavemente el disparador
hasta que estalle el disparo, luego bajas el arma y la colocas sobre la mesa.

Le pasó a la muchacha los lentes protectores amarillos y los tapa oídos. Magdalena negó con la cabeza.

-No, no quiero protectores... Quiero oír cómo suena esto de verdad.


-Tienes que protegerte los ojos porque te puede caer alguna partícula de pólvora.

Gumersindo cargó el Smith & Wesson, se lo pasó a Magdalena y se colocó detrás de ella. Había colocado una
silueta de fuego central a 10 metros sobre un bastidor metálico. Se acercó y posó sus manos sobre los
hombros de la muchacha.

-Estás muy tensa. Relájate y recuerda las instrucciones.

Magdalena Yaracuy hizo una pausa, Gumersindo oyó que en un murmullo invocaba las fuerzas de María
Lionza y sus veinte cortes celestiales. Levantó el revólver, apuntó e hizo fuego. El disparo golpeó el piso, al pie
del bastidor. Gumersindo se rió.

-Chama, no invoques tantas cortes celestiales y concéntrate en las instrucciones que te di. Hiciste un jalón.
Presionaste demasiado fuerte y rápido el disparador.

-Ni se te ocurra volver a burlarte de mi Reina.

Gumersindo entendió que la muchacha hablaba muy en serio.

-Está bien, tranquila. Pero mira, presiona el disparador así...

Colocó su dedo índice sobre el antebrazo de la muchacha. Era una piel suave y sedosa. Lentamente simuló
con la yema de su índice cómo debía ser la presión adecuada.

-Presionas de forma continua, aumentando muy suavemente la fuerza, hasta que el disparo salga, hasta que
el disparo te sorprenda.

Magdalena Yaracuy volvió a apuntar y poco a poco, con los correctivos adecuados, comenzó a acertar y
agrupar en la zona central del blanco. Después Gumersindo alejó el blanco y la muchacha siguió disparando,
recargando, disparos en simple acción primero y luego en doble acción, hasta que se terminó la cajita de
balas. Gumersindo quedó profundamente turbado por el contacto con la piel de la muchacha. Sintió algo
extraño, fluidez, energía, empatía. No perdió oportunidad para volver a acercarse y hacer contacto con ella.
Cada vez que la tocaba sentía lo mismo, además de ella emanaba un perfume delicioso y una sensación de
frescura y juventud. Tuvo que contenerse para no abrazarla. Esta carajita sin duda tenía algo muy especial. Se
dio cuenta que Magdalena lo miraba, esperando. Había dejado el revólver sobre la mesa. Gumersindo le
ofreció un cigarrillo. Ella no aceptó.

-Bueno, señorita, ahora vamos a pasar a la parte seria del asunto.


Sacó la Browning de su bolso. Le extrajo el cargador. Le enseñó a aprovisionar con munición el cargador,
cómo insertarlo en el arma, cómo jalar y soltar la corredera para montar la pistola, el seguro, el agarre
correcto con las dos manos. La hizo hacer y repetir disparos en seco hasta que finalmente llegó el momento
del fuego real. Le puso tres balas en el cargador y le pasó la pistola. Magdalena Yaracuy aprovisionó
correctamente, levantó el arma, apuntó cuidadosamente e hizo fuego. El estruendo del disparo sobresaltó a
la joven. Gumersindo de inmediato percibió que la pistola se había encasquillado, con la corredera a medio
recorrido. Le pidió a la muchacha que le pasara el arma, solucionó el problema, repuso la bala utilizada en el
cargador y le pasó la pistola. Magdalena Yaracuy silbó.

-Guaoo, esto es otra cosa... Muy poderosa...

-Espera a que dispares un 357 o un 44 magnum...

Luego del primer disparo la pistola se volvió a encasquillar. Y una tercera vez sucedió lo mismo. Gumersindo
pensó que podía ser un problema de munición vencida o inadecuada. Aprovisionó el cargador con 6 balas,
apuntó al blanco e hizo los 6 disparos seguidos, sin ningún problema. Agrupó sus tiros a la perfección en la
zona del 10 de blanco. Magdalena aplaudió admirada. Gumersindo pensó que el problema podía residir en la
forma como la muchacha agarraba la pistola. Puso especial cuidado, la guió paso por paso y volvió a ocurrir lo
mismo. Luego del primer disparo la pistola no ciclaba. El problema se repetía una y otra vez. Gumersindo
decidió dejar la Browning y pasar a la Beretta. Nueva instrucción, la explicación del funcionamiento de la
doble acción, y nuevos ensayos con fuego real. Esta vez a Magdalena Yaracuy le fue un poco mejor, lograba
hacer el primero y uno o dos disparos siguientes, pero el arma de nuevo se encasquillaba. Gumersindo a su
vez disparó con la Beretta y le funcionó a la perfección. Magdalena Yaracuy trató de tranquilizarlo.

-Sabes, a mí hay algunas cosas mecánicas que no se me dan...

-No, chama, esto no lo entiendo... El mecanismo de una pistola funciona y punto. No entiendo qué carajo
pasa...

-Bueno, no te enrrolles... Me encantó la experiencia...

La muchacha se inclinó hacia él y le besó en la mejilla. Gumersindo la atrajo y buscó sus labios. La muchacha
respondió y se dieron un largo beso. Finalmente ella lo separó suavemente.

-Chama, no quieres que...

-Gumersindo, yo siento lo mismo que tú... Tengo un deseo tremendo de hacer el amor contigo, pero así no...
Todavía no estoy preparada. Yo te aviso en un par de días para que me visites en casa. Yo también te quiero
enseñar a tirar...

Gumersindo la dejó en la Plaza Las Tres Gracias. Estaba entusiasmado con la muchacha. Era fresca,
espontánea, distinta y echaba para adelante. Sospechaba que ésta relación podía llegar a convertirse en algo
mucho más serio y profundo, lo que le complicaría aún más su agitada vida personal. Pero su regla en estas
cuestiones era primero llevarse a sus objetivos a la cama y luego solucionar los problemas y daños colaterales
que siempre surgían. Contento con su más reciente levante se fue a Las Brisas a devolver el vehículo y
reportarse a su jefe.

Gumersindo Peña regresó tan embelesado del encuentro con Magdalena Yaracuy que ni siquiera se fijó en el
desmesurado escote que enarbolaba Ingrid, la nueva secretaria de Ferrer, que según decían, era coto privado
del jefe, pero que todos los funcionarios rondaban. Apenas la saludó, pensando que la Magdalena era una
carajita muy cojonuda, el beso que se dieron lo transportó como pocas veces le ocurría con una mujer y la
perspectiva de acostarse con ella le provocó un inicio de erección. Coño, Gumersindo, te estás enamorando,
pensó, te empepaste con la jevita. No, era más que eso, mucho más. Intuía que podía ser mucho más... Quizás
era el momento de replantearse su vida al lado de una mujer que valiera la pena. Cayó en cuenta que Ingrid le
decía algo.

-Epa, inspector, que ya puede pasar... ¿Peña, está en la luna? El comisario le espera.

Ferrer le habló de los reportes de los diferentes grupos, de los controles de seguridad adicionales que el
Director había ordenado para la VII Cumbre Latinoamericana, que le iba a asignar recibir en Maiquetía a un
periodista italiano que quería entrevistar a los militares insurgentes y había que disuadirlo inteligentemente.
Mientras tanto Gumersindo pensaba en el próximo encuentro con Magdalena Yaracuy, que si resultaba un
poco inexperimentada él podría enseñarle todas las artes y trucos del sexo. Ferrer le comentó que había
ordenado la detención preventiva de todo el grupito de Desobediencia, tú sabes, lo típico, los arrestamos por
unos días, los interrogamos suave y después que termine la Cumbre los liberamos y así nos curamos en salud.
Gumersindo pensaba que de repente con Magdalena Yaracuy podía iniciar una nueva vida, terminar de
resolver el permanente peo con su mujer Graciela; se sentía eufórico, transportado. Su vista se posó sobre las
cuatro cajas azules que estaban colocadas en un mueble detrás de la silla de Ferrer. Unos días antes su jefe le
comentó que el distribuidor de Beretta les había mandado de regalo cuatro relucientes y nuevas pistolas
Beretta M81 y M84 en calibre 32 y 380, que estaban promocionando el arma para las funcionarias femeninas
y le había enseñado una de las relucientes pistolas negras, con cachas de madera brillante. Sobre la caja
superior estaba todavía la tarjeta del representante de la marca en Venezuela. Pensó que esa pistola, de
tamaño compacto y de un calibre menos fuerte que el 9 milímetros podía ser perfecta para Magdalena
Yaracuy. En un momento en que Ferrer se paró para ir al baño tomó la tarjeta del representante de Beretta y
se la metió en el bolsillo.

En la tarde respondió a un llamado urgente del comisario Baquero. El ex funcionario lo pasó recogiendo por la
puerta de su edificio y dieron unas vueltas mientras conversaban. Miraron en varias aceras las largas colas de
gente cabizbaja y triste, esperando para comprar pan o algún artículo con precio regulado. Baquero estaba
exaltado.

-Peña, las vainas se están precipitando. Te voy a hablar claro y raspao, como en los viejos tiempos. Te tengo
información fresquecita sobre la tal Magdalena Yaracuy pero necesito que me hagas un favor...

-O sea, la vaina es dando y dando...


-Así es... Te voy a decir primero lo que necesito y tú dirás... Esta noche vamos a salir de cacería pero uno del
equipo no puede venir. Tuvo que viajar al interior por una vaina familiar.

-¿Qué quieres que haga?

-Que seas el observador de tiro. ¿Te acuerdas de Altuve? Altuve, de los comandos... Es nuestro francotirador,
pero necesita apoyo... Te explico el panorama completo. ¿Oíste lo de Quinta Crespo?

-¿Se formó un cogeculo con muertos, no?

-Positivo. La gente del colectivo 5 de Marzo secuestró a dos agentes del CICPC que estaban en una
investigación. Los retuvieron en el edificio Manfredi, esa es la sede del Colectivo. El ministro mandó al BAE
para que los rescataran. Mataron a cinco miembros del grupo, entre ellos a Odreman, el jefe del colectivo.
Dicen que lo ejecutaron feo, después de que estaba rendido...

-Ok, entendido... ¿Y qué pintamos nosotros en esa vaina?

-Ya te lo dije el otro día... Con éste peo los colectivos andan enardecidos en la calle, se exponen fuera de sus
territorios y nosotros aprovechamos para neutralizar discretamente a uno o dos... Esa es la operación de esta
noche, de mañana y posiblemente de pasado mañana...

-O sea, tres días de cacería...

-Tres noches. Iremos en dos vehículos. Uno operativo y otro de apoyo. Hasta ahora nunca hemos tenido una
baja de nuestro lado... ¿Entonces, tenemos trato?

Gumersindo extendió la mano y apretó la del comisario Baquero. El ex funcionario continuó:

-Lo prometido es deuda... Vamos con la información sobre tu amiguita Magdalena Yaracuy. Son fuentes
distintas... En primer lugar, el CNI tiene alto interés en la galleguita desaparecida...

-¿La inteligencia española?

-Positivo. Ellos nos contactan algunas veces para intercambiar información o favores. En ésta oportunidad
querían que los ayudáramos a encontrarla. Esto no es normal. Cuando secuestran a un español o hay un caso
policial con gallegos, quienes intervienen son de la Policía Nacional, no el servicio de inteligencia español.

-¿Y eso qué significa?


-No lo sé exactamente... Parece que la muchacha estuvo trabajando con los colectivos, antes de perderse...
Los españoles saben de Magdalena Yaracuy. En Madrid están en contacto con el padre de la galleguita, el
empresario que contrató a tu amiga. Parece que es un tipo pesado o con contactos con el PP... Pero eso solo
no explica el interés del CNI.

-Bueno, eso no es mucha información...

-Ya va, marico, ya va. Por otra fuente sabemos, plenamente confirmado, que el colectivo 5 de Marzo anda
buscando viva o muerta a Magdalena Yaracuy... El mismo Colectivo del peo de hoy, ¿Qué casualidad, no?
Creen que Magdalena Yaracuy puede llevarlos hasta la galleguita desaparecida. Estos carajos funcionan a lo
bestia. Si capturan a Magdalena le sacarán información; si la matan será una opción menos de escape para la
galleguita... Si la agarran viva lo más probable es que la torturen, consigan la información y luego le den un
tiro en la cabeza. Así que tu Magdalenita está en alto riesgo.

-Entendido y en cuenta.

-Pero hay más... Tenemos información de que otro colectivo, que ha tenido sus diferencias con el 5 de Marzo,
también se activó en la búsqueda de Magdalena Yaracuy y el gobierno le ordenó a un grupo de búsqueda de
la DGCIM que capturen a tu amiguita... Y por último. Testigos y sobrevivientes en el edificio Manfredi
mencionan la presencia de una mujer misteriosa; y el CICPC encontró en el sitio un curioso revólver con
cachas rosadas...

-¿Entre los fallecidos hay femeninas?

-No, son todos masculinos...

-¿Y capturados?

-No hubo capturados, sólo fallecidos...

Gumersindo pensó que el asunto de Magdalena Yaracuy se complicaba cada vez más y ya no tenía sentido
tanta prudencia y mariqueras para retomar el contacto con ella. Le pidió a Baquero que lo dejara en una
estación del Metro y logró subirse en un abarrotado vagón, sin aire acondicionado y bajarse en la Estación
Miranda. Ninguna escalera mecánica funcionaba. Subió caminando hasta el cercano Hotel Pestana. Preguntó
por ella en la recepción y le dijeron que no se encontraba en su habitación. Reconoció en uno de los
enfluzados hombres de seguridad del hotel a un antiguo funcionario de DISIP y eso le facilitó la vida. Con su
ayuda pudo averiguar que la señora Yaracuy había salido temprano y con la encargada de recepción logró
averiguar que en la ficha de inscripción la señora Yaracuy había dejado una dirección y un teléfono de Madrid,
pero no aparecía ningún teléfono o celular local de contacto. El ex funcionario le explicó que un par de
hombres mal encarados, que llegaron en motos de alta cilindrada habían preguntado por la señora. Se
resignó a esperar y se sentó en una de las incómodas sillas de la barra cercana al lobby. Su ex compañero le
hizo un gesto al barman para que lo atendiera debidamente, por cuenta de la casa. Pidió un café pequeño, un
agua mineral y esperó. Como a la hora vio una moto negra de gran cilindrada estacionarse en la rampa de
acceso. Venían dos hombres, vestidos de negro, con chaquetas negras y cascos negros tipo policial. El que iba
en la parrilla se bajó y caminó hacia la recepción. Gumersindo, haciendo como si jurungara su teléfono
celular, le pudo tomar una foto. Vio que la muchacha de recepción negaba con la cabeza y el hombre regresó
a la moto y se fueron. Pudo confirmar que estaban solicitando a la señora Yaracuy. Esperó tres horas a
Magdalena Yaracuy, pero no llegó. Ya estaba cayendo la noche. Llamó al comisario Francisco Baquero para
coordinar lo de la “cacería” nocturna.

Se equiparon en el galpón de una industria metalmecánica ubicada en Los Cortijos. Siete hombres y dos
vehículos. Una van Dongfeng blanca en donde iría el equipo operativo y una camioneta Explorer negra para el
grupo de apoyo. Gumersindo sintió revivir épocas pasadas en las que los grupos se alistaban antes de iniciar
los operativos. Le sorprendió el despliegue de equipos, armas y materiales. Esto que llamaban el “Grupo
Paralelo” parecía más serio de lo que se había imaginado. Todos se vistieron con los nuevos y ridículos
uniformes de camuflaje pixelado gris de la Policía Nacional Bolivariana. Gruesos chalecos antibalas negros,
correaje con funda para la pistola y porta cargadores. Sencillos radios Motorolla con auriculares aseguraban la
comunicación y Baquero también le asignó a cada uno un teléfono celular inteligente. Disponían de tres
intensificadores de luz para usar en los cascos. Las armas eran más variadas y heterodoxas. Pistolas
semiautomáticas Glock 17 y dos cargadores como arma auxiliar. Fusiles de asalto AK 103, carabinas M4, un
Dragunov para el francotirador y granadas fragmentarias ofensivas. A Gumersindo le tocó una carabina M4
con visor óptico, un visor NG20 con un pequeño trípode y un pasamontaña negro. Probaron los equipos y las
comunicaciones, verificaron las armas. Todos dejaron sus teléfonos celulares particulares, carteras, billeteras,
cadenas, sortijas o algo que pudiera identificarlos. El ex comisario Baquero dio las últimas instrucciones.

-Vamos hacia la zona del Nuevo Circo. El equipo Uno en la van. Peralta, como siempre serás el conductor.
Cobertura de flanco izquierdo, flanco derecho, Altuve y Peña en el centro, como siempre, búsqueda y
destrucción de blancos de oportunidad. Bencomo y yo en la Explorer aseguramos la retaguardia, apoyo,
cobertura y equipo médico. Ah, Bencomo quiere enseñarles algo.

Bencomo, un tipo joven al que Gumersindo no conocía, sacó de un morral negro una especie de gran
inyectadora azul y la enseñó.

-Esto nos acaba de llegar. Es lo último en medicina de combate para heridas de bala. Es una Xstat, se pone de
inmediato sobre la herida, se presiona y coloca una especie de pequeña mini esponja o tapón que se expande
y detiene el sangrado o la hemorragia. Esto le da al combatiente herido un 60 por ciento más de posibilidades
de llegar vivo al puesto médico...

Salieron a la calle a las 8:40 de la noche y recorrieron calles vacías, desoladas, oscuras, abandonadas por la
gente pero llenas de suciedad, basura, mal olor. Cerca del Nuevo Circo tomaron posición subiendo a techos
de pequeños comercios, desplegados, buscando objetivos para el francotirador; pero todo fue en vano.
Cambiaron de ubicación a una calle de Catia por donde se suponía que deberían pasar algunos miembros de
colectivos en moto. A las 10:35 oyeron ruido de motores, llegó información por los pequeños radios: un grupo
de cinco motorizados iban hacia ellos. Altuve preparó el Dragunov. Gumersindo, a su lado, acostado en el
techo de un galpón, vio acercarse a los motorizados a través de su visor. Le dio instrucciones al tirador. Ciento
cincuenta metros, dispara cuando lleguen a la altura del Wolskvagen amarillo estacionado a la derecha. No
hay viento, un tiro directo. Altuve hizo los ajustes en la mira telescópica. Los motorizados, siluetas
corpulentas vestidas de negro sobre motos de alta cilindrada aparecieron en la esquina y no sólo pasaron al
lado del Wolskvagen amarillo, sino que se detuvieron, como si estuvieran hablando o consultando algo entre
ellos. Era la oportunidad perfecta. Pero Altuve no disparó. Unos segundos después los motorizados
desaparecieron. ¿Tenías un tiro perfecto, qué pasó? Le preguntó Gumersindo. No pude hacer una
identificación positiva. Quince minutos después suspendieron el operativo y regresaron cabizbajos, pero con
una pizca de contento por haber saboreado algo de acción y adrenalina. Gumersindo pensó que al
francotirador, el muchacho Altuve le faltaba decisión y determinación, pero prefirió no comentar nada.

Quedó en ver a Jaime Leal en la tarde, en la avenida Nueva Granada, en la panadería Victtorio. Le tenía
información de quién y en dónde podía estar la moto que le habían robado y quería cumplir esa parte del
trato con el muchacho. Con varias llamadas a sus viejos contactos de la época en que recuperaba vehículos,
pudo conseguir información bastante confiable. Esperaba que eso fuera suficiente para Jaime Leal. Por su
parte, cuando hablaron por teléfono celular, Leal le aseguró que lo pondría en contacto con Magdalena
Yaracuy esa misma tarde. La avenida Nueva Granada lucía distinta a como la recordaba, aunque con cierta
frecuencia pasaba por ahí. Los canales vehiculares que le eliminaron para la ruta del Bus Caracas sin duda la
habían cambiado, pero se veía o se sentía otra diferencia mayor. Si, la gran diferencia era la gente. La gritería,
alegría, música, estruendo compuesto por motores, cornetas, risas, altoparlantes de los comercios
anunciando mercancías había desaparecido. La gente andaba con la mirada hacia el piso, llevando morrales
viejos, curtidos por el uso, ropa desgastada, algunos miraban sus celulares baratos, cuidándolos de un
arrebatón; se sentía miedo, rabia y tensión; los daños y efectos de los años de revolución se reflejaban en las
miradas caídas, las espaldas encorvadas, las largas colas para cualquier cosa... Gumersindo ubicó la panadería
Victtorio y justo enfrente, cruzando la calle, a Jaime Leal. Estaba sentado sobre su moto, mirando hacia todas
partes; siempre precavido, todavía no había entrado al local comercial. Cruzó la calle, se acercó al muchacho y
le hizo un gesto de saludo con la mano. Leal lo miró. En ese momento Gumersindo Peña percibió algo
anormal, un rápido movimiento de la gente, como apartándose de algo que aún no había ocurrido. Volteó y
vio la pistola Smith & Wesson M59 negra apuntando a Jaime Leal y tras los dos brazos extendidos, parada con
el pie derecho ligeramente adelantado, tal como hace años le enseñó, a una Magdalena Yaracuy con muchos
años encima, sus caderas generosas, el torso levemente arqueado, los pechos anchos y la cara tranquila, la
expresión glacial de los ojos, esos ojos verdes que, lo sabía perfectamente, podían brindar amor o terror, esos
mismos ojos, bien abiertos, apenas estremecidos por la explosión de los dos rápidos disparos. La gente corrió
en todas las direcciones. Gumersindo miró una fracción de segundos la pistola, con la corredera medio
abierta, encasquillada. Volteó hacia Jaime Leal. Mirándose las manos llenas de sangre con las que se tocaba el
torso, el muchacho parecía deslizarse de la moto en una caída en cámara lenta. Gumersindo dudó.
Totalmente sorprendido por lo que acababa de ocurrir. ¿Ir tras Magdalena Yaracuy, cuya espalda ya se perdía
entre los que corrían despavoridos, o intentar auxiliar al muchacho herido? Corrió hacia el muchacho caído.
Todavía vivo, agitaba las piernas, sobre la acera, buscando desesperadamente ayuda o algo en qué aferrarse a
la vida. Gumersindo se inclinó a su lado, lo hizo recostarse, le abrió la camisa y vio los dos orificios de entrada,
uno en el pecho, otro más abajo, a la altura del diafragma. Pero la sangre manaba abundante por la espalda,
por los orificios de salida de las balas. Feas heridas, malas heridas, heridas mortales... No entendía por qué la
brujita le había disparado a Leal, pero lo importante ahora era intentar salvar al muchacho. Los curiosos,
pasado el peligro, ahora se arremolinaban, miraban, comentaban, algunos se ofrecían para ayudar.
Gumersindo recordó la noche anterior. Una muchacha que decía ser enfermera se inclinó hacia el herido.
Gumersindo la tomó del brazo.

-Agárrale la mano, haz que aguante, ponle algo en las heridas para presionar.

Aún en cuclillas buscó su teléfono celular. Llamó al ex comisario Francisco Baquero. Habló rápido y de forma
precisa con él. Luego se levantó y se interpuso entre los que querían llevar al herido a un hospital.

-La ayuda ya está en camino. Hagan espacio para que el herido pueda respirar. No lo toquen, no lo muevan.

La gente se tranquilizó. La enfermera seguía al lado de Jaime Leal. Gumersindo esperaba haber hecho lo
correcto. Meter al herido en un eventual taxi que accediera a transportarlo o esperar la llegada de una
ambulancia, para ir a un hospital en el que no habría gazas, quirófano disponible, rayos X ni antibióticos era
condenar a muerte al muchacho. Exactamente once minutos después de haber llamado a Baquero, apareció
el joven Bencomo, en una moto de paramédico y vestido con el uniforme azul y chaleco rojo de paramédico.
De forma muy profesional revisó al herido, lo volteó, colocó las esponjas a presión Xstat en los orificios de
salida, le puso dos inyecciones al muchacho y una mascarilla con oxígeno. Se incorporó y le habló en voz baja
a Gumersindo.

-Hay que trasladarlo al Hospital Militar, allí es el único sitio en que pueden intervenirlo y tienen con qué
salvarlo. Ya viene una ambulancia... Espérame un segundo aquí.

Bencomo fue hasta su moto. Buscó algo en los morrales laterales y volvió con una sonrisa. Le enseñó un
carnet de identificación de la Guardia Nacional Bolivariana. Tomó de su guante una gota de sangre y la corrió
sobre el carnet, tapando la foto.

-Tu herido ahora es el capitán Gerson Pinto. Llévalo al Hospital Militar. Ingrésalo por Emergencia, enseña el
carnet. Allí lo curarán y cuando descubran que no es un capitán de la Guardia ya estará operado...

Bencomo esperó que llegara la ambulancia y ayudó a subir al herido, se despidió y se fue en su moto. Un par
de funcionarios de la Policía de Libertador habían llegado, miraban sin intervenir. Gumersindo se les acercó y
les ordenó que se hicieran cargo de la motocicleta del herido. No les dio chance de réplicas o preguntas. Les
dio la espalda y se subió a la ambulancia. Mientras rodaban hacia el Hospital Militar, Gumersindo se limpió la
sangre que tenía en las manos y pidió que le dieran la billetera del herido. Seguía sin entender lo ocurrido.
Magdalena Yaracuy tendría sus razones para haber hecho lo que hizo. Pero si el muchacho sobrevivía no la
buscarían por homicidio sino por lesiones... Es decir, en la práctica no la solicitarían por esos balazos que le
dio a Jaime Leal. Además, se sentía medio culpable por haber distraído al muchacho, instante que aprovechó
Magdalena Yaracuy para disparar. Dos tiros y la pistola se le encasquilló... ¡Qué vaina con la bruja! Pero eso
de disparar con los dos ojos abiertos no se lo había enseñado él tantos años atrás... Pero la mirada, esa
mirada de acero de Magdalena Yaracuy sí que la conocía... Un escalofrío le recorrió el cuerpo e
involuntariamente se llevó la mano al hombro derecho.

Nunca antes consiguió unas armas con tanta facilidad. Con la información de la tarjeta de presentación que se
embolsilló en la oficina de Ferrer, llamó al distribuidor de Beretta a nombre del Director del Cuerpo y le
manifestó que estaban muy interesados en las pistolas para las 250 agentes femeninas, pero que sería muy
conveniente tener dos unidades más, una de cada calibre, para agilizar las pruebas que querían realizar para
tomar la decisión final. Presurosamente el representante accedió. No, no hace falta que las envíe, puedo
enviar a un funcionario a buscarlas. ¿Cuándo? ¿Hoy mismo? Perfecto. Gumersindo utilizó un carnet de
identificación sustraído a un distraído compañero para presentarse en las oficinas, firmar los respectivos
papeles de entrega y llevarse dos relucientes pistolas semiautomáticas Beretta, nuevas, en sus cajas azules,
cada una con sus dos cargadores, manual y barilla de limpieza, negras brillantes con cacha de madera pulida,
una en calibre 380 y la otra en calibre 32. Le daría la de menor calibre a su brujita, y él se quedaría con la otra.
Le tendría esa tremenda sorpresa a la muchacha, para su encuentro amoroso. Sentía que la relación con la
muchacha andaba sobre ruedas. Conseguirle una pistola de regalo tan fácilmente debía ser un buen
pronóstico. Seguía haciendo planes sobre un posible futuro juntos. Gumersindo estaba desesperado por
verla. Pensaba en ella y sentía venir una erección. El día siguiente la esperó a la salida de la Unidad Educativa
Nueva Granada. Magdalena Yaracuy se sorprendió y alegró al verlo, pero rechazó sus avances y su invitación a
escaparse en la tarde de la ciudad. Le dijo que todavía no estaba lista, le pidió su teléfono y le dijo que ella le
avisaría. Chico, no seas impaciente. Yo también quiero estar contigo, pero cada cosa requiere su momento...

Tres días después finalmente le llegó la confirmación. La exuberante Ingrid, la secretaria del comisario general
Ferrer le pasó un mensaje.

-Una fémina te llamó desde Yaracuy y te dejó un mensaje raro.

Gumersindo le arrancó el papelito de las manos. Ven mañana a las 3:00 pm. Y una dirección en Los Rosales...
Se quedó extasiado leyendo y releyendo la nota.

-Oiga, inspector Peña. Usted anda bien distraído últimamente. Ni siquiera se fija en las cosas importantes de
la oficina...

-Perdón... ¿Qué me decías?

-Que usted pasa por acá y ya ni siquiera me dedica una sonrisita ni un piropo de esos tan subidos que a usted
se le ocurren...

Gumersindo pensó rápidamente una respuesta adecuada.

-Mamita linda, tienes toda la razón. Lo que pasa es que en una guerra no puedes atender todos los frentes al
mismo tiempo. Tienes que administrar tus recursos...

-¿Una guerra? ¿Qué guerra?

-La guerra de los sexos, mamita, la guerra de los sexos...

Y finalmente ahí estaba, esperando que Magdalena Yaracuy le abriera, parado frente a la puerta de la
dirección que la muchacha le había dejado, cargando en una bolsa 6 polar y en otra la caja con la Beretta y
una cajita de 50 balas Remington calibre 32. Y en un bolsillo de la chaqueta llevaba un paquete de condones.
Era una pequeña casa de dos plantas, vieja, pero perfectamente mantenida. Volvió a tocar el timbre. Escuchó
pasos, el movimiento de una llave en la cerradura y Magdalena Yaracuy abrió. Vestía un jean y una franela sin
mangas. Llevaba una cinta morada en la muñeca y un pequeño crucifijo con una cinta tricolor en el cuello.

-Pensé que no ibas a venir...

-¿Qué? Ni de vaina, chamita. Esto no me lo perdería por nada en el mundo... ¿Vives aquí?
-Tengo una habitación alquilada en la planta alta. Pero hoy fue cuando la dueña bajó al Litoral y tenemos el
sitio para nosotros.

Gumersindo le pasó la bolsa con las botellas de cerveza.

-Toma, pon esto en el frezer...

La muchacha pasó a la vecina cocina. Estaban en una especie de sala muy tradicional, con sillones y un sofá de
mimbre recubierto con cojines, una mesita baja de vidrio, estanterías también de mimbre con figuritas de
cristal, una televisión Sony con antena de bigotes, algunas fotos familiares en las paredes. Magdalena Yaracuy
regresó a la sala. Gumersindo la llevó hacia el sofá.

-Chama, te traje un regalito.

Magdalena Yaracuy miró extasiada la pistola en su caja. No se lo podía creer. Se abrazaron y besaron con
fuerza. Gumersindo trató de acariciarle los pechos, pero ella lo detuvo con ternura.

-Ya va, déjame quitarme la cinta del cuello. No debes tocarla... Mejor espérame un ratico aquí, mientras me
preparo. Ponte cómodo. Te voy a poner el concierto Número Uno de Paganini... Es una belleza, digo, tu
regalo, la pistola, me encanta...

La muchacha abrió un mueble de madera radio-pickup, sacó un disco de 33 revoluciones de su estuche y muy
delicadamente puso el brazo con la aguja en el inicio. Luego, mientras comenzaban a elevarse las primeras
notas, coquetamente subió la escalera. Gumersindo se quitó la chaqueta, deshizo la correa del pantalón y se
sacó la funda con la Browning, los dos porta cargadores y el busca personas. Colocó todo sobre una de las
sillas de mimbre, tapadas con su chaqueta. Abrió el congelador de la nevera, pero las cervezas todavía no
tenían buena temperatura. Se tocó el miembro, se aseguró que tenía los preservativos en el bolsillo del
pantalón y se sentó a esperar. La música del tal Paganini le pareció una ladilla, pero bueno, si a ella esa vaina
le gustaba, podía soportarlo. Mejor hubiera sido un buen bolero o una salsa... Se sentó a esperar y esperó.
Interminable. El tocadiscos terminó la pieza y automáticamente el brazo retornó a su soporte. Gumersindo
miraba hacia la escalera con ganas de subir a ver que carajo le pasaba a la muchacha, o el porqué de
preparativos tan largos. Caminó de un lado a otro, miró por la ventana, se aseguró que la puerta de la casita
estuviera cerrada por dentro, volvió a sentarse. Finalmente oyó ruido en la planta alta y la voz de Magdalena
Yaracuy.

-Gumersindo, ven...

Corrió a la escalera. Miró la cara de la muchacha y a la medida que subía los peldaños fue descubriendo los
hombros desnudos, los voluminosos senos de grandes aureolas y pezones erguidos, el vientre plano, la cinta
morada en la muñeca, el pubis de frondosos vellos negros, las anchas caderas, los muslos, las piernas, fue
como un ascenso a los cielos. Sólo le cruzó por la cabeza que la muchacha no tenía marcas de biquini o traje
de baño, así que o bien no iba a la playa o bien se bañaba desnuda. Llegó a su altura, estuvo con ella y la
abrazó. Ella le devolvió el abrazo mientras retrocedía hacia una habitación. Entraron. Gumersindo apenas
divisó las coloridas flores naturales que decoraban el cuarto, el cortinaje rosado que tamizaba la luz y las
decenas de velas encendidas colocadas graciosamente por la habitación. Olía a incienso y almendras. Pero
nada de eso le importó. La empujó hacia la cama, solo vestida con una inmaculada sábana blanca. Se
abrazaron y besaron apasionadamente y nuevamente la muchacha lo detuvo y separó. Con gestos precisos le
sacó la camisa, desabrochó y bajó los pantalones e interiores. Contempló su erección.

-Guao, estás a millón. Ven, acuéstate...

Magdalena Yaracuy hizo que se recostara boca arriba, se subió a su vez a la cama y se puso en horcadillas
sobre él. Dejó bajar su cuerpo sobre el miembro duro. Gumersindo sintió una ola de placer al penetrarla, una
suave, cálida caricia envolvía su miembro. Trató de mover las caderas. De nuevo la muchacha intervino.

-No te muevas, déjame a mí.

Gumersindo sintió una deliciosa presión que recorría su pene desde el glande hasta la base y aflojaba. Nunca
había sentido algo parecido o comparable. Estaba al borde del orgasmo, intentó hacer un gesto o decirle algo
a Magdalena Yaracuy, pero no le dio tiempo. La inigualable caricia se repitió. Explotó dentro de ella. La
muchacha mantuvo unos segundos más la presión y lo soltó. Todavía sentada sobre él, lanzó una alegre
carcajada.

-¡No me aguantaste ni 10 segundos!

Gumersindo estaba avergonzado. Humillado y con rabia. Tantas expectativas sobre el ansiado encuentro para
que, por su culpa, todo terminara tan rápido. Pero a ella el asunto le parecía simpático y gracioso. Tratando
de remediar su fracaso, se deslizó hacia un lado, propuso.

-¿Quieres que te acaricie?

-Mi amor, eso puedo hacerlo yo sola.

-¿Quieres que te la bese?

-Nunca en una primera vez... Esas cosas se hacen más adelante, con más confianza.

-Bueno, déjame unos minutos para reponerme... ¿Cangrejera? ¿Cómo aprendiste esa maravilla?

-Depende de mi Diosa, de lo que ella disponga para mí... A veces puedo, a veces no... Hoy sí pude...
Magdalena Yaracuy lanzó una nueva carcajada. Lo besó tiernamente.

-Descansa un rato. Voy a hacer café...

Gumersindo la miró bajarse de la cama. En el venidero segundo round él tomaría el control y no quedaría tan
mal parado. Menos mal que ella se lo había tomado por el lado gracioso. Se puso de lado, con un brazo
sirviéndole de almohada, cerró los ojos.

Despertó con la percepción de que algo lejano, pero que tenía que ver con él, sonaba repetidas veces. Abrió
los ojos. Magdalena Yaracuy no estaba en la habitación. Cayó en cuenta que el sonido era de su
buscapersonas, repicando allá en la planta baja donde lo había dejado. Sintió el olor del café y se dio cuenta
que había una tasita en la mesa de noche. La tocó. Helada. Mierda, ¿qué hora es? Buscó su Casio entre la ropa
tirada en el piso. Se puso los interiores y el pantalón y bajó a la carrera. El buscapersonas indicaba un código
de emergencia. En la cocina había un teléfono CANTV gris, de discado manual. Llamó al número de la Sede. Le
dijeron que había un Júpiter Tres en curso y tenía que presentarse de inmediato. Un reloj de pared indicaba
las 5:45 de la tarde... Había dormido casi dos horas. La muchacha no estaba en la casa. Se imaginó que se
habría ido a sus clases en la universidad. Se terminó de vestir, recogió sus cosas y salió, dejando simplemente
la puerta de la casa cerrada. El segundo round tendría que esperar un poco.

La emergencia por la que lo convocaron de urgencia en la Sede resultó una falsa alarma, pero al acercarse la
fecha de la Cumbre de Margarita arreciaron los operativos, detenciones preventivas, seguimientos, órdenes y
contraórdenes. Gumersindo participaba, abstraído, pensando en el segundo round con Magdalena Yaracuy,
en cómo esta vez él llevaría las acciones y todos los preliminares y orgasmos que le haría a la muchacha para
demostrar que sí era un buen amante, antes de penetrar en la maravillosa máquina sexual que la mujer tenía
entre las piernas.

Pasaron dos días sin que supiera nada de Magdalena Yaracuy. Pero, la mañana del tercer día, al llegar a la
Sede de las Brisas en Los Chaguaramos, Gumersindo vio que la muchacha estaba al pie de la pequeña escalera
de la entrada principal, aparentemente esperándolo. Contento, Gumersindo avanzó para abrazarla, ella lo vio
y caminó hacia él, pero algo lo detuvo en seco. Su cuerpo sensual parecía contraído, como el de un felino
dispuesto a saltar sobre su presa. Sus ojos verdes tenían la profundidad y temperatura de la parte sumergida
de un iceberg. Se le acercó y lo increpó en la acera.

-¡Eres una rata inmunda!

Gumersindo no entendía qué ocurría ni la rabia de la joven. Llegó a su altura, la muchacha le puso un dedo
acusador en el hombro.

-¡Maldito traidor! Tu falta de hombría la pagaste con mis amigos...

Entonces Gumersindo entendió. Se había ordenado detención preventiva a todos los miembros del grupo
Desobediencia y seguramente habrían apresado a los amigos de Magdalena. Trató de explicar.
-Chama, es un procedimiento normal... No tiene nada...

Ella incrementó la presión de su dedo índice sobre el hombro de Gumersindo.

-Te dije que eran inofensivos y los mandaste a detener y a desaparecer. Estaban bajo mi protección. ¡Eres una
mierda y un fracaso como hombre! No te quiero ver nunca más. Invoco a la Corte Vikinga contra ti...

Algunos funcionarios contemplaban el incidente con una sonrisa burlona en los labios, pensando que sería
algún rollo personal. Le fue imposible decir una palabra más. Sintió un vivo dolor en el hombro que lo hizo
doblarse hacia un lado. De su camisa salía humo. Se abrió el cuello para mirarse la mancha roja, de carne viva
que tenía en el hombro derecho en el punto en el que la muchacha le presionó con el índice. Protegiéndose
con la otra mano retrocedió un par de pasos, levantó la vista. La muchacha había desaparecido. En la
enfermería le hicieron un curetaje a la quemadura que tenía. Gumersindo supuso que Magdalena Yaracuy
habría utilizado algún truco o artilugio metálico para ocasionarle la quemadura. Pero al pasar los días, en la
herida se perfilaron los inconfundibles contornos y líneas de una huella digital. Se tomó una foto de la cicatriz.

Luego de la Cumbre de Margarita la DISIP liberó a todos los detenidos preventivamente. Dos días después la
voluptuosa secretaria de Ferrer le pasó un mensaje diciendo que nuevamente lo habían llamado desde el
estado Yaracuy. Gumersindo alzó los hombros y se dedicó a coquetear con la mujer. Magdalena Yaracuy le
envió cinco o seis mensajes más. Uno de ellos decía “¿Qué puedo hacer para que me perdones?” También le
escribió una nota que dejó en la caseta de guardia. Decía que lo sentía, que a sus amigos los habían soltado,
sin mayores daños, que estaban bien, que ella había actuado precipitadamente; que quería volver a verlo
aunque fuera para devolverle la pistola. Gumersindo leyó, alzó los hombros y pasó la nota por el destructor
de documentos. Pensó mucho en todo lo sucedido. Magdalena Yaracuy le seguía atrayendo fuerte, pero a la
vez le causaba temor. Intuía que nunca podría tener el control sobre ella y le asustaba lo que era capaz de
adivinar, prevenir o hacer con sus vainas de brujería. Ella era territorio desconocido. Una mujer complicada
con gustos raros. Fastidiosa música clásica, chicha morada, lo de María Lionza. Por otra parte nunca se había
sentido tan derrotado y humillado en la cama. Su autoestima sexual estaba por el piso y no estaba seguro si le
convenía dar otro paso con ella, exponerse a un nuevo desastre, a pesar de la atracción que sentía. Pensó que
poner algo de tiempo y distancia le ayudaría a decidir qué debía hacer con Magdalena Yaracuy. Acentuó el
coqueteo con la voluptuosa Ingrid y una tarde con ella, con la cara hundida entre sus grandes senos en una
habitación del Motel la Orquídea en la Panamericana lo ayudaron a ver las cosas con más frialdad. Entendió
que detrás de sus postergaciones y no responder a los mensajes de Magdalena Yaracuy sentía un profundo
miedo. Miedo a entablar una relación en la que no ejercería la voz de mando; miedo a una relación que
podría cambiar radicalmente su forma de vida, de la cual no estaba descontento; miedo a un tipo de mujer
demasiado diferente a las que conocía... Miedo, sí, un profundo miedo del que prefería alejarse. Y así pasaron
unos días más. Una tarde, justo cuando se iba de la Sede de Las Brisas, se dio cuenta que Magdalena Yaracuy
estaba al pie del edificio. Se dio la vuelta. La observó disimuladamente desde una ventana del tercer piso. La
muchacha estaba frente a la entrada principal, en actitud de espera, seguramente esperándolo a él. Pasó
media hora y como ella no se movía, bajó al sótano, le pidió a unos compañeros que salían en una patrulla
que lo acercaran a la Plaza Venezuela. Pasaron frente a la muchacha, ella pudo ver que él iba en el asiento
posterior de la patrulla amarilla. Gumersindo volteó la mirada. Fue la última vez que la medio vio,
rápidamente y de reojo.

La segunda noche de cacería comenzó de forma parecida a la primera. Se equiparon y salieron hacia la
avenida Nueva Granada, pero de inmediato el comisario Baquero que monitoreaba las comunicaciones
radiales se dio cuenta que había mucho movimiento de grupos de colectivos y policial en la zona. Se cruzaron
con un grupo de motorizados vestidos de negro. Decidieron alejarse un poco y tomar posiciones en los
tejados de la avenida El Paseo. El equipo se desplegó con facilidad sobre el tejado de una carpintería mientras
que los dos vehículos se retiraban hacia la más transitada calle Bermúdez. Gumersindo le indicó al joven
Altuve, el francotirador, un sitio unos metros más adelante en que tendrían una vista más despejada sobre la
intersección de la calle El Cortijo con la calle Neverí. Tanto a su izquierda como a su derecha los hombres que
cuidaban sus flancos también avanzaron. Se ubicaron, desplegaron las armas y esperaron. Por whatsapp el
comisario Baquero les pasaba mensajes informativos. SEBIN en la avenida América. Colectivos registrando
casas en avenida El Cortijo. Si usaban sus pequeños radios Motorola sus comunicaciones podían ser
interceptadas, por celular era algo más lento, pero seguro. Recibió un mensaje personal del comisario
Baquero. “Están buscando a la gallega desaparecida”. Gumersindo se dijo que si eso era cierto Magdalena
Yaracuy podía estar cerca. Sobre los ruidos normales de la noche parecía haber caído un manto de tensión, de
miedo. Ningún transeúnte en la calle, ningún vecino asomado a una ventana. Hasta los perros habían
enmudecido. Gumersindo había pedido un intensificador de luz y miraba, con esos tonos verdosos y pixelados
todo a su alrededor. Un ruido de vidrios rotos, delante de ellos, los hizo focalizar la atención. Había sonado
como una botella estrellándose contra el piso. Levantó el intensificador de luz y miró por el visor. Creyó
percibir movimiento en los techos, a unos cincuenta metros. Volvió al intensificador. Sí, dos siluetas verdosas
se incorporaron y corrían agachadas. Le iba a hacer una señal a Altuve, pero se detuvo. A pesar de la
distorsión, pudo ver que eran dos mujeres y en la que iba adelante creyó reconocer las caderas de Magdalena
Yaracuy, ambas llevaban armas en las manos. De repente a sus espaldas, entre él y las mujeres que corrían,
surgió en los tejados una nueva silueta negra, corpulenta, portaba un FAL, giró hacia las mujeres y se llevó el
fusil de asalto al hombro. Gumersindo fue más rápido. De un gesto levantó el intensificador de luz, situó a la
silueta negra en la mira telescópica de su M4 e hizo una corta ráfaga. Los disparos retumbaron en la noche.
Enceguesido por sus propios fogonazos, pasó de nuevo a visión nocturna. La silueta negra se desplomó y cayó
hacia la calle. Más lejos, en la intersección, pasaron hombres armados corriendo. Ni rastro de las dos mujeres.
Sin la ráfaga de Gumersindo, ellas hubieran sido un blanco fácil para el hombre del FAL. A su lado Altuve lo
increpaba.

-¿Coño, qué pasó? ¿Por qué disparaste? ¿Quién te autorizó?

No le contestó. Pudo ver las dos siluetas verdosas de las mujeres correr por otro techo, más lejos. Tuvo la
certeza de que la que iba adelante, algo menos ágil, era Magdalena Yaracuy. Pero las mujeres aún no estaban
a salvo. Necesitaba crear algo más de distracción para permitirles escapar. Volteó hacia su compañero, puso
su dedo índice frente a la boca, para que dejara de hablar. Tomó una de las granadas M72 que el
francotirador había puesto a su lado. De un rápido gesto le quitó el seguro y la lanzó con fuerza hacia la
intersección de las dos calles. Retumbaban disparos desde diferentes sitios. Altuve, con mirada iracunda, se
medio levantó.

-¡Estás loco!

Gumersindo lo aplastó contra el techo. Se escuchó el estruendo del estallar de la granada fragmentaria. Hubo
un silencio, seguido de gritos, carreras y más disparos. Soltó a Altuve y le hizo un gesto para que se quedara
quieto. Llamó por su celular a Baquero.

-Jefe, la vaina se complicó. Tenemos que esperar que se tranquilice este peo para replegarnos...

Volvió a mirar por el intensificador de luz. Nada en los tejados. A lo lejos percibía la luminosidad de los carros
que pasaban por la autopista. Si las dos mujeres pudieron llegar al liceo Urbaneja Achepol y de ahí saltar a la
autopista, quizás habrían escapado. Esperaron casi cuarenta minutos hasta que los diferentes grupos
despejaron la zona. Lentamente descendieron de los techos y los vehículos de apoyo los recogieron. Durante
el camino de regreso tuvo que aguantar en silencio el chaparrón de quejas y acusaciones del joven Altuve.
Que si Gumersindo había disparado por su cuenta, sin autorización, sin consultarle a él y lo peor, hasta había
lanzado una granada... Luego, cuando se cambiaban en el galpón, se acercó al comisario Baquero.

-Jefe, tu francotirador no sirve. No tiene capacidad de decisión. No sirve para éste tipo de operaciones. Tuve
que darle a un blanco con la M4.

Baquero se lo quedó mirando, le puso una mano en el hombro.

-Peña, te entiendo, pero no podemos ser tan agresivos ni llamar tanto la atención... Prefiero que mañana no
participes en la cacería.

Gumersindo alzó los hombros y no respondió. Ya había hecho suficiente a cambio de la información que le
proporcionó el ex comisario Baquero. No tenía ningunas ganas de seguir participando en sus expediciones.
Además, estaba casi seguro que le había salvado la vida a Magdalena Yaracuy y eso de alguna manera
compensaba la vieja deuda o culpa que sentía hacia ella, si es que alguna vez existió una deuda de ese tipo
con ella o si eso sólo era producto de su fantasía. Pero, sentía que había hecho algo por ella, aunque
Magdalena Yaracuy nunca lo supiera.

La segunda vez que Gumersindo visitó a Jaime Leal estaba en casa de una tía, en la California Sur. El
muchacho había perdido unos kilos, pero se veía mejor y en esta oportunidad podía hablar. Estaba recostado
en la cama, una barba de días le cubría las mejillas. Apoyada de la pared y a su alcance tenía una escopeta
pajiza Remington calibre 12.

-¿Entonces, chamo, cómo te sientes?

-Todavía duele un poco... Todos me cuentan que si no es por ti, hubiera muerto como un pendejo,
desangrado...

Gumersindo se sentó en una mecedora, al lado de la cama. Leal gritó:

-Tía, tráele un cafecito aquí al amigo...

-¿Te entregaron la moto?

-Era la moto de mi primo... La mía me la están ubicando unos panas, gracias a la información que me diste...

Gumersindo le pasó una carpeta manila. El muchacho no la abrió.


-¿Qué es esta vaina, Peña?

-Un informe del CICPC del edificio Manfredi. Ahí consiguieron el Pink Lady que le vendiste a Magdalena
Yaracuy. Tiene sus huellas digitales y las tuyas, así que cuídate por ese lado...

-¿Magdalena Yaracuy tiene antecedentes?

-No que yo sepa...

-¿Y cómo coño pudieron identificarla?

-Ningún cuerpo policial la ha identificado. Pero yo sí. Yo tengo un registro particular de sus huellas digitales...

-¿Y esa mujer qué se hizo? ¿En dónde está?

-Desapareció el día siguiente que te disparó. La galleguita que Magdalena estaba buscando apareció después
en Madrid; así que no me extrañaría que ella también ande por allá... Ella vive en España desde hace años.
¿Chamo, por qué ella te quiso matar?

La tía, una señora flaca, mayor y vestida de negro entró con una bandeja con dos tacitas humeantes. Explicó
que no había leche así que les había preparado unos guayoyos. Jaime Leal esperó que la mujer saliera y
continuó.

-Creo que me disparó por error... Alguien le hizo entender que yo la estaba traicionando y eso era una burda
cova... La caraja es arrecha, nos íbamos a ver esa tarde en la Nueva Granada, pero no dio tiempo de nada. Me
disparó y ya...

Gumersindo hizo un gesto hacia la cama, hacia los vendajes en el torso del muchacho, hacia el drenaje que
tenía en el costado, hacia la mesa de noche llena de medicinas y vendas.

-¿Y cómo te sientes tú con eso? ¿Le tienes arrechera?

-Para nada... Son gajes del oficio. Pasó y ya. Por fortuna puedo contarlo. No apuntó bien y sólo me pegó dos
tiros.

-No te hizo más tiros porque la pistola se le encasquilló... Esas vainas sólo le pasan a ella. Nunca se le dieron
bien las pistolas semiautomáticas...
-Lo más cómico del asunto es que yo juraba que esa caraja quería algo conmigo... Y en vez de eso me pega
dos balazos... Puta vida... Algún día me la volveré a encontrar y saldaremos cuentas... Espero que en la cama.
Ella me debe una...

Un corto silencio. Se terminaron sus cafés. El muchacho sonrió y exclamó.

-¡Qué vaina con las mujeres! Nadie las puede entender.

-Así es. Las mujeres son una vaina incomprensible.

-Por lo pronto, ya estoy muy ladillado de estar aquí encerrado. Tengo una amiguita en Pinto Salinas que se
muere por verme y yo necesito echar un buen polvo.

-Cuídate esas heridas, Leal. Y la calle está peligrosa. No voy a estar siempre a tu lado para sacarte vivo del
mierdero.

-No, mano, no... Pero por un buen polvo hay que arriesgarlo todo. Además, ¿cómo es que dice el refrán, el
dicho ese?

-¿Cuál refrán?

-Ah, ya me acordé... Quién dijo miedo.

Gumersindo Peña se lo quedó mirando, como con dudas. Luego repitió.

-Sí, quién dijo miedo...

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