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Si hay algo que Byung-Chul Han sabe hacer es revisitar autores clásicos, exponer
sus ideas y proyectarlas a la luz de nuestra época: un capitalismo tardío habitado
por gente agotada, descreída, pesimista y sin más opción que seguir produciendo y
consumiendo como en una rueda de hámster infinita. Con más de una decena de
libros, resulta difícil definir un estilo de escritura, sin embargo, en Buen
entretenimiento y La desaparición de los rituales, ambos editados en nuestro país
por Herder editorial, con un año de diferencia entre uno y otro, podrían ser un
mismo libro dividido en dos tomos consecutivos.
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La manifestación de lo sublime ante lo bello, advirtiendo que el terror del sonido
del trueno en el medio de la noche puede ser mucho más gozoso que una apacible
puesta de sol, sentó un precedente insuficiente. El germen de la hiperproductividad
ya estaba sembrado y floreció en forma de fábricas de chimeneas humeantes y
habitada por los cuerpos de los obreros.
En los albores del siglo XX, esa maquinaria ya se había extendido a la industria del
entretenimiento junto con dos grandes inventos: el cine y la radio. En 1944,
Theodore Adorno y Marx Horkheimer arrojaron sombríos diagnósticos sobre sus
efectos en el ensayo sobre la industria cultural. La dialéctica del iluminismo, allí
desarrollada, no hacía más que confirmar que las grandes esperanzas que la
humanidad había puesto en la razón instrumental y en el progreso ilimitado,
empezaban a mostrar su costado menos luminoso.
Dejando de lado las consecuencias nefastas que había traído consigo el modelo
comunicacional aplicado por el nazismo en las últimas décadas, las nuevas
audiencias empezaban a dar muestras de anomia y narcotización ante una pantalla
que los instaba a consumir objetos, signos, obras de arte y hasta cuerpos ajenos en
una infinita línea de montaje montada sobre góndolas de supermercado.
Un paisaje sombrío
En las últimas décadas del siglo pasado y en las primeras de este, el paisaje parece
ser más sombrío aún, no solo porque el brillo de las pantallas ha ocupado casi todo,
sino porque los tiempos parecen haberse acelerado de manera extrema.
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palabras– y con el espacio vacío que se dibuja sin intención entre dos objetos. La
serenidad entonces, sería el antídoto en contra de la concepción instrumentalista
del mundo poniendo la racionalidad en suspenso.
¿Así, preguntas del tipo “qué”, “para qué?” o “¿cómo?” se reemplazan por otras
menos certeras, o directamente no se reemplazan. El ritual no da razones y por eso
se transforma menos en una ceremonia significante y más en una escansión, una
interrupción en el constante devenir de signos y señales dentro de espacios llenos
de sentido y productivos.
Sin embargo, dice Han que al capitalismo no le gusta la calma porque no tolera el
descanso, el reposo contemplativo. La calma sería el nivel cero de producción, y en
la sociedad posindustrial el silencio sería el nivel cero de comunicación. Y por eso
lo combate incluyéndolo.
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muerde la cola toda vez que la pausa, la meditación y la interrupción en la vida
laboral tengan como fin último, el aumento de la productividad.
En tiempos donde las personas permanecen quietas frente a una pantalla muchas
horas, el cuerpo, la última evidencia de que la existencia física, necesita, en un
sentido instrumental, del descanso, pero solo para después, volver en mejores
condiciones, reseteados.
De alguna manera, esa ligazón ininterrumpida a los dispositivos cada vez más
planos y pequeños genera un nuevo tipo de cuerpo y en consecuencia una
temporalidad que exige atención constante. Una tendencia que se advierte cuando
resulta imposible exigir que se apaguen los celulares en espectáculos públicos
–asociados ellos mismos con el ocio– pero también porque la pantalla no solo obliga
a no perderse nada, sino y especialmente, a no quedarse afuera.