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Byung-Chul Han y un regreso a los clásicos

En un presente atrapado por la productividad, dos libros del filósofo surcoreano se


detienen en la reveladora diferencia entre entretenimiento y pasión, y ritualidad y
prácticas cotidianas.

Si hay algo que Byung-Chul Han sabe hacer es revisitar autores clásicos, exponer
sus ideas y proyectarlas a la luz de nuestra época: un capitalismo tardío habitado
por gente agotada, descreída, pesimista y sin más opción que seguir produciendo y
consumiendo como en una rueda de hámster infinita. Con más de una decena de
libros, resulta difícil definir un estilo de escritura, sin embargo, en Buen
entretenimiento y La desaparición de los rituales, ambos editados en nuestro país
por Herder editorial, con un año de diferencia entre uno y otro, podrían ser un
mismo libro dividido en dos tomos consecutivos.

Si en el primero, Han hacía hincapié en la diferencia entre el entretenimiento y la


pasión –como imperativo– en el segundo hará lo propio con la ritualidad y las
prácticas cotidianas. En los dos casos se trata de la misma cuestión: si las
sociedades contemporáneas se mueven especialmente bajo la égida de la
productividad constante, si cada objeto tiene una utilidad, incluso el tiempo libre no
puede ser desperdiciado, será necesario encontrar conceptos y prácticas que se
opongan a esta lógica.

El buen entretenimiento –opuesto a la exigencia del rendimiento constante y la


recuperación de rituales sostenidos más en su duración que en su sentido–,
recobran aspectos del tiempo, del juego, pero especialmente de una pregunta por lo
humano.

Ideas que no son nuevas


Si estas ideas suenan familiares, es porque no son nuevas. La pregunta cartesiana
por el conocimiento trazó una línea divisoria entre el sujeto cognoscente y el objeto
a conocer, condenando al primero a la exploración y explotación del segundo. Así,
como en una maldición bíblica, la razón se erigió como principal atributo humano,
dejando de lado, o relegando al espacio de lo íntimo, toda expresión gozosa. Las
resistencias vinieron desde distintos lugares, pero es probable que el
Romanticismo, a fines del siglo XVIII, haya sido uno de sus principales exponentes.

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La manifestación de lo sublime ante lo bello, advirtiendo que el terror del sonido
del trueno en el medio de la noche puede ser mucho más gozoso que una apacible
puesta de sol, sentó un precedente insuficiente. El germen de la hiperproductividad
ya estaba sembrado y floreció en forma de fábricas de chimeneas humeantes y
habitada por los cuerpos de los obreros.

En los albores del siglo XX, esa maquinaria ya se había extendido a la industria del
entretenimiento junto con dos grandes inventos: el cine y la radio. En 1944,
Theodore Adorno y Marx Horkheimer arrojaron sombríos diagnósticos sobre sus
efectos en el ensayo sobre la industria cultural. La dialéctica del iluminismo, allí
desarrollada, no hacía más que confirmar que las grandes esperanzas que la
humanidad había puesto en la razón instrumental y en el progreso ilimitado,
empezaban a mostrar su costado menos luminoso.

Dejando de lado las consecuencias nefastas que había traído consigo el modelo
comunicacional aplicado por el nazismo en las últimas décadas, las nuevas
audiencias empezaban a dar muestras de anomia y narcotización ante una pantalla
que los instaba a consumir objetos, signos, obras de arte y hasta cuerpos ajenos en
una infinita línea de montaje montada sobre góndolas de supermercado.

Un paisaje sombrío
En las últimas décadas del siglo pasado y en las primeras de este, el paisaje parece
ser más sombrío aún, no solo porque el brillo de las pantallas ha ocupado casi todo,
sino porque los tiempos parecen haberse acelerado de manera extrema.

Para Han, la desaparición de los símbolos atomiza a las audiencias, replegándolas


cada vez más en sí mismas. A esta nueva versión del narcisismo, producto de la
atención constante sobre la pantalla del Smartphone –el dispositivo/ espejo de
nuestra existencia– el autor opone la serenidad heideggeriana y la revalorización
del tiempo que exigen los rituales. En ambos casos se trata del mismo mecanismo:
tomar distancia de las certezas, alejarse de las cosas conocidas, en las que se
incluye la propia existencia, de manera que la atención se aguce en detalles
desapercibidos.

Para Heidegger, la serenidad era el ejercicio mediante el cual el hombre podía


descentrarse y captar el sentido de las cosas más allá de su funcionalidad. No es
casual que haya ejemplificado ese estado con la poesía –haciendo especial hincapié
en la sonoridad que se produce entre los versos más allá del sentido de las

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palabras– y con el espacio vacío que se dibuja sin intención entre dos objetos. La
serenidad entonces, sería el antídoto en contra de la concepción instrumentalista
del mundo poniendo la racionalidad en suspenso.

Cuando cada acto no provoca necesariamente consecuencias, o estas no son


inmediatas, es la vida moderna la que se pone en entredicho. En la misma línea, los
rituales exigen una serie de pasos que no necesariamente tienen una causa
instrumental. No se reza para que pase algo, sino que se lo hace porque se cree que
podría llegar a pasar.

El cambio de paradigma no reside en el sujeto que lo activa (el cura, el rabino, el


gurú o el mismo creyente) sino en una potencialidad que no controlable por el ojo o
el brazo de la razón. Cuando en una ceremonia se pide a los presentes que cambien
la posición corporal –pararse, sentarse, inclinarse, rezar en voz baja– no se está
intentando más que producir aquel descentramiento del sujeto.

¿Así, preguntas del tipo “qué”, “para qué?” o “¿cómo?” se reemplazan por otras
menos certeras, o directamente no se reemplazan. El ritual no da razones y por eso
se transforma menos en una ceremonia significante y más en una escansión, una
interrupción en el constante devenir de signos y señales dentro de espacios llenos
de sentido y productivos.

Si la dinámica diaria exige estar en constante movimiento, producir bienes,


servicios e imágenes, brindar información personal de manera constante e
ilimitada, la celebración de los rituales insta a bajarse de la línea de montaje, y al
proponer una sucesión de eventos narrativos diferenciados sin un sentido explicito
constante (los silencios, los ayunos o las posiciones del cuerpo durante el rezo)
exhortan a percibir un tiempo distinto.

Sin embargo, dice Han que al capitalismo no le gusta la calma porque no tolera el
descanso, el reposo contemplativo. La calma sería el nivel cero de producción, y en
la sociedad posindustrial el silencio sería el nivel cero de comunicación. Y por eso
lo combate incluyéndolo.

Parar para seguir


Al fin y al cabo, ¿qué implica que el yoga y otras artes marciales de origen oriental
queden incluidos en la oferta de cualquier gimnasio? ¿Acaso su práctica, incluso
llevada a cabo por expertos, no conlleva un carácter instrumental? El fenómeno se

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muerde la cola toda vez que la pausa, la meditación y la interrupción en la vida
laboral tengan como fin último, el aumento de la productividad.

En tiempos donde las personas permanecen quietas frente a una pantalla muchas
horas, el cuerpo, la última evidencia de que la existencia física, necesita, en un
sentido instrumental, del descanso, pero solo para después, volver en mejores
condiciones, reseteados.

La comparación con la máquina no es inocente ni original. Si ser tan regular como


un reloj fue la máxima impuesta en los albores de las sociedades burguesas, hoy en
día ya no se trata de parecerse a los artefactos sino de no perder la conexión
constante con ellos.

De alguna manera, esa ligazón ininterrumpida a los dispositivos cada vez más
planos y pequeños genera un nuevo tipo de cuerpo y en consecuencia una
temporalidad que exige atención constante. Una tendencia que se advierte cuando
resulta imposible exigir que se apaguen los celulares en espectáculos públicos
–asociados ellos mismos con el ocio– pero también porque la pantalla no solo obliga
a no perderse nada, sino y especialmente, a no quedarse afuera.

La nada y el mundo exterior amenazan como si fueran fantasmas en forma de


abismos y agujeros negros en los que nadie querría caer. Parafraseando a
Heidegger, perderse en los caminos de bosque sería, entre otras cosas, poner en
entredicho la pertenencia a un mundo conocido, tabulado, medible y rotulado. Un
medioambiente cuya imagen bien podría ser la compilación de millones de caras
etiquetadas con sus nombres, como se observa en cualquier red social.

Para Han a esa imagen de lo contemporáneo se le opone al tiempo ritual y sus


objetos correspondientes. Y si esta oposición implica perderse para luego
rearmarse en otro espacio más liso, menos tabulado, entonces, la pregunta es por lo
humano y las posibles respuestas impulsarían a levantar los ojos de las pantallas
para contemplar un paisaje más complejo que las propias certezas confirmadas.
Certezas que, por ahora, aunque no lo parezcan, siguen siendo humanas.

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