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Pegote
Muchas personas mayores creen que los niños y niñas son una pandilla
de corchos insensibles, capaces de soportar humillaciones, insultos e
incluso golpes sin sentir dolor. Eso fue lo que descubrió Iveta en el
verano de sus nueve años, cuando sus padres tuvieron que dejarla en
casa de sus tíos. En seguida se dio cuenta de que su tío Álvaro pensaba
que era sorda y que no le oía cuando le decía a tía Clota que sus padres
tenían la cara más dura que una piedra por no volver a buscarla de una
vez, pues la habían dejado allí, por una semana a lo sumo, y ya había
pasado cerca de un mes sin que, los muy frescos, hubieran dado
señales de vida. Iveta se dijo extrañada y con cierta inquietud que ni
mamá ni papá tenían la cara de piedra, sino como todo el mundo,
porque, en ese caso, serían estatuas y estarían en las plazas y en los
parques. En cambio, lo que estaba de verdad duro, igual que un
pedrusco, era el pan del bocadillo que su tía Clo le daba para merendar.
Por eso lo tiraba, y se comía sólo la mortadela. Como no se escondía
para hacerlo, la tía le gritaba que el pan era sagrado y que echarlo a la
basura era como escupir en un templo. Qué tendría que ver una cosa
con la otra... Bueno, su tía decía cosas muy raras. Por eso procuraba no
darle demasiadas vueltas a cuanto le salía por la boca. Sin embargo,
Iveta estaba continuamente desconcertada por el modo de tratarla que
tenían su tía y su tío, muy distinto al de antes, cuando sus padres y ella
vivían no en la casa de entonces, adonde se habían mudado poco
después de que a su padre le hubiera dado por encerrarse a oscuras sin
querer ver a nadie porque lo habían echado de su trabajo, sino en otra,
mucho más grande y bonita, con una terraza llena de hortensias y con
dos naranjitos enanos, donde había una mesa de cristal, sillas de lona y
un columpio. Allí, tía Clota y tío Álvaro iban a pasar las tardes de los
domingos de otros veranos con Gabi, su primo, en los tiempos en que
eran cariñosos con ella y decían que era un primor y que ya les gustaría,
ya, tener una niña tan espabilada y tan lista. Por eso, por si no lo sabía
bien, un día le explicó a su tío Álvaro que, aunque ni papá ni mamá
daban señales de vida, eso no significaba que estuvieran muertos o que
fuesen unos frescos, ni que se hubiesen transformado en unas
esculturas negras como las que había en el parque, sino que estaban
muy ocupados en el sitio al que habían tenido que irse para ver si a
papá lo cogían para trabajar en una fábrica de hacer cigarrillos.
Hoy la Pegote no fregó su taza del desayuno. Debe pensar que nació
para princesa real. No solamente le habían puesto a ella un mote tan
feo. También a un viejo que casi nunca salía de su cuarto, sólo para ir al
baño, le había caído el suyo: lo llamaban don Cuernos, y se reían de él
porque a veces confundía a tía Clota con otra mujer y la llamaba
Manolita. Entonces, tío Álvaro le decía atragantado por las carcajadas:
Manolita se fue, te dejó plantado para casarse con otro, un argentino
joven y forrado de plata, no te acuerdas, tío? Don Cuernos, que se
llamaba en realidad Abraham, era tío de tío Álvaro, tal como le había
explicado a Iveta su madre antes de marcharse, recomendándole
también que fuera amable y cariñosa con él. Pero no podía serlo,
porque apenas lo veía.
Pegote Don Cuernos Los cuentos de Pupé Iveta y don Abraham Tarquí
El baile No nos diremos adiós La última noche Mamá es una cama, no
una colchoneta de playa
Iveta tiene que pasar el verano lejos de sus padres, en casa de su tía
Clota. Allí descubre la mentira y la crueldad de algunos adultos. Pero
también conoce a don Abraham, un anciano bondadoso e imaginativo.
Recomendado a partir de 10 años La autora nos presenta una obra
escrita de forma vivaz, pero sin concesiones infraliterarias, en la que
recuerda que en la infancia, además de reír mucho, también se sufre.