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La condición del hombre

Lewis Munford.

Traducción: Emma Dupuy, Argentina, 1960

CAPITULO II
La Primacía de la persona

1. La sombra de las cosas por venir


La vida de Jesús de Nazareth ha sido magnificada y a la vez
disminuida por el incremento de la Iglesia Cristiana. Su mensaje fue
absorbido por su mito; su personalidad fue envuelta por las especiales
pretensiones de divinidad que le fueron asignadas; su presencia
humana se perdió en una Anunciación milagrosa y en una
transfiguración divina. Pero el mito era simplemente una proyección
colectiva de los pueblos que la formularon y la embellecieron; y de las
inequívocas percepciones de Jesús que quedan en el Nuevo
Testamento, se debe dar por sentado que gran parte de su actual
doctrina, quizá parte del núcleo, fue mal comprendida y rechazada por
sus más simples discípulos. Demasiado a menudo vemos la forma de
Jesús y oímos sólo las palabras de Pablo. El satélite, pálido, pero más
visible, eclipsa parcialmente al sol.
¿Cuál fue la razón del triunfo único de Jesús? La explicación de la
teología cristiana es simple: era el hijo de Dios, y su encarnación, su
sufrimiento, y su muerte eran parte de un plan divino en el que el,
tomando sobre sí los pecados de les hombres, comenzó una nueva
revelación para la humanidad. Por qué la omnipotencia dejó tan
imperfecto registro de este acontecimiento, envuelto en tal oscuridad,
y lo cumplió en un punto tan tardío de la historia, son problemas
menores al lado del mayor misterio que la fe acepta.
Pero el misterio histórico se acrecienta, antes que disminuirse, sí
se contempla a Jesús sólo en su aspecto humano. En tales términos,
su poder es el de un pequeño grano de semilla de mostaza; una
evidencia del absoluto peso de la personalidad humana frente a las
instituciones y circunstancias materiales que parecían destinadas a
abrumarlo y oscurecerlo.
"Venid a mi, los que trabajáis y lleváis pesado fardo; y yo es daré
descanso. Tomad mi yugo y aprended de mí; porque yo soy
manso y humilde de corazón, y encontraréis el descanso de vuestras
afinas... Quienquiera que sea grande entre vosotros, que sea vuestro
ministro; y quienquiera que sea vuestro jefe entre vosotros, que sea
vuestro sirviente."
El rondo clásico había estado largo tiempo esperando estas
palabras. Año tras año su vacío se había hecho mayor; año tras año
las cadenas que ligan a los hombres a sus imperiosas cargas y a sus
gastados placeres se habían hecho más pesadas; los callos se hicieron
más profundos en el espíritu de los orgullosos, y las ampollas se
multiplicaron en el cuerpo de los humildes. Dentro de pocas décadas,
dentro de pocos siglos, todos estarían listos para esta nueva
revelación; no sólo los esclavos, sino también los centuriones; no
sólo el miserable Lázaro, sino también el tesorero real etíope.
El profeta que pronunció estas palabras se crió en las tierras de
Galilea, la Вeocia de Palestina, entre granjeros y pescadores que se
mezclaban con los ocupados y prósperos patriarcas de Jerusalén.
С о m o Hesíodo, cuyo poema Los trabajos у los dias reformul ó la
conciencia religiosa helénica y estableció un concepto más alto de la
justicia, Jesús fue, por su humilde cuna, alienado de la sociedad
dominante de su tiempo. Aunque con los rabinos discutió los cultos en
la sinagoga, nada indica en su enseñanza que cargara con algo de su
abstrusa prédica, ni aun que hubiera tenido conocimiento con los
filósofos y poetas de la civilización grecojudía, que como Pablo
probablemente lo tuvo. El carpintero, el pastor, el pescador, el
agricultor, el viñador, eran los tipos familiares que él conoció; sus
antiguas ocupaciones le proporcionaron imágenes rústicas de la vida
común y compartió parte de su desconfianza con el orgulloso
mercader y con el seco prestamista que hacían dura la vida del pobre.
Sintiéndose cómodo entre sus vecinos, tenía palabras para los
hombres simples.
Los contemporáneos de Jesús estaban más que preparados para
él —sin duda para cualquiera que estuviera seguro de su luz interior y
preparado para quitarles su preocupación y su confusión —. Leerían
portentos en el cielo, así como los contemporáneos de Augusto leían
en la aproximación de un cometa el principio de una nueva era; no se
hubieran sorprendido de encontrar al Mesías, el de la casa de David,
sentado junto a un pozo en medio de su aldea. En la periódica
pobreza de los pueblos azotados por la guerra había una relación
subyacente, la relación de necesidad, dolor, y temor, con el
proletariado de las ciudades; de manera que una vez que el profeta
apareció, su doctrina avanzaría más rápidamente en las metrópolis
atestadas y doloridas de África y Asia Menor. Juan el Bautista había
llegado a los judíos, purificando gente por el bautismo y pronosticando
un nuevo discernimiento. Cuando Jesús vino hacia Juan, éste pronto
reconoció sus cualidades: declaró que no era digno de atarle el
calzado. Este acto de reconocimiento y homenaje abrieron el camino
del joven profeta.
Entonces Jesús se retiró a las colinas desnudas, donde ayunó y
nutrió sus visiones. Solo en el desierto, fue tentado por suet1os de
poder: el poder de controlar c1 mundo físico, común a la magia y a la
ciencia, el poder de dirigir los destinos políticos de las masas
humanas, la vulgar ambición de emperadores y tiranos. Todas estas
sendas de la realización terrena las dejó tras de si. El interés de Jesús
estaba en la redención de la misma humanidad del hombre, en la
perpetua renovación y rededicación del vivir a la tarea de la propia
evolución; trató de concertar el equilibrio de los aspectos internos y
externos de la personalidad, arrojando toda compulsión, restricción y
automatismo. Nadie más ha hablado de la vida moral con menos
expresiones negativas y mas positivas de poder y alegría. Su misión
no era gobernar a los hombres, sino liberarlos. La nueva doctrina iba a
redondear y completar el trabajo do la ley y de los profetas, a no
dejarlo completamente a un lado. Esta relación con el pasado no salvó
al cristianismo de los peligros del futurismo apocalíptico, pero mostró
quo Jesús rechazó el impulso corriente de fugarse.
Había mucho que hacer, y Jesús se puso a la tarea.
Inevitablemente, atrajo hacia sí una cantidad de discípulos, la mayoría
simples, incultos, gentes incapaces de protegerse a sí mismas, por
medio de la lectura, del choque de las ideas nuevas y del impacto
emocional de un gran ejemplo. Para los que eran capaces de asimilar,
la humanidad misma estaría madura. A diferencia de los filósofos, que
enseñaban a los iniciados y a los estudiantes a los cuales habían
llevado a cierto nivel intelectual, Jesús se dirigía a los pobres y a los
ignorantes, y así venció las limitaciones de clase que habían
estrechado la provincia de la filosofía y limitado la efectividad política
de un Sócrates, un Plantón, un Zenón.
Como un guía de los pasos de la montaña, Jesús tomó atajos a
través do las montañas inatravesables del orgullo de clase, de la
arrogancia intelectual y de la especialización profesional. En su
filosofía, la sabiduría dialéctica de Aristóteles podía no llevar tan cerca
del coraz6n de la vida misma como la inocencia de un niñito. El
desvalorizó el exagerado valor corriente del intelecto. La fe en las
realidades de la vida y del espíritu pusieron en el mismo nivel al grande
y al humilde. Esto era duro de asumir para quienes habían pagado
caros la riqueza, el conocimiento, la posición. ¿Todos sus esfuerzos
eran entonces vanos? ¿Los pobres y los ignorantes eran sus iguales?
La oposición más ponzoñosa contra Jesús vino de los grupos
conservadores de la sinagoga: no de los indiferentes, sino de los
estrictos; no de los apóstatas, sino de aquellos que conocían la ley y
la cumplían al pie de la letra, orgullosos de ser más virtuosos que sus
vecinos; hombres que se amoldaban a las leyes morales y a las
ordenanzas sanitarias de Moisés, que seguían los nobles deberes de
los fariseos. Esos oponentes de Jesús estaban orgullosos, justamente
orgullosos, de su gran herencia. La moral judía, la higiene judía,
estaban cerca del orden de la naturaleza; el judaísmo había
permanecido por mucho tiempo fuera de la contaminación del
supernaturalismo, y hasta que fue infectado por la muerte de culturas
vecinas albergó pocos fantasmas; su dios operaba en la historia y su
mundo invisible era verdaderamente invisible, el reino ideal,
continuación del dominio de la naturaleza e inherente al plan de la
naturaleza.
Ahora, en Jesús, aparecía un rival de Moisés. Con un seguro
instinto para el ataque, Jesús escogió los elementos fuertes de la
cultura judía como puntos para su radical partida: infringió
abiertamente el sábado para aplacar su hambre: el hombre no existía
para el sabbath, sino el sabbath para el hombre. El día periódico de
descanso la ciudadela misma de la economía vital judía, quizás, como
lo señalo Sudhoff, el historiador médico, su mayor contribución a la
salud. Cuando Jesús recusó la santidad de esta buena costumbre, las
corrientes de vida estaban sin duda en ascenso; el día de la virtud
fosilizada había pasado. Para Jesús, los fariseos eran "actores"; ésa
fue la palabra que empleó. Esa gente desempeñaba un papel; sus
acciones por lo tanto no se adaptaban nunca a las sorprendentes
exigencias de la vida. Trataban la vida como una pieza fija, y así la
negaban.
Sí Moisés fue el moralista, higienita, el organizador, Jesús fue el
místico y el psicólogo. El primero actuó sobre la mente por medio del
cuerpo y sobre la persona por medio de la comunidad. El segundo
invirtió este proceso: lo divino en el hombre debe ser alimentado, sí
toda otra ley y deber son apartados; y lo divino fue lo quo estimuló el
proceso de crecimiento e hizo posible para el hombre el cambio de
sus yo muertos, así como la serpiente muda su piel. Jesús vio quo una
observancia más amplia o más estricta de la ley no habría de recobrar
para la vida la libertad y la energía quo había perdido en el
perfeccionamiento mismo de las instituciones humanas. Según él, la
bondad podía, lo mismo que la maldad, entorpecer la vida, y sin un
perpetuo desafío así lo habría hecho. Entre los filósofos y poetas
modernos, Emerson, Whitman y Вergson son los que m ás
aproximadamente comparten esta filosofía.
Lo que se necesitaba era un cambio radical do actitud; una
aseveración de la primacía de la persona y una sustitución de las
circunstancias exteriores por los valores interiores. El adulterio, por lo
tanto, o consistía simplemente en acostarse con la mujer de otro
hombre, ésa era sólo su forma más obvia. El que miraba a una mujer
con deseo había cometido adulterio ya en su corazón; y al juicio
sensible era más significativo el impulso oculto que la abierta
realización, ya que podía no dificultar más la evolución. Aunque
confortar a los pobres y a los humildes era parte esencial del credo de
Jesús, él ultrajó a sus discípulos aceptando suavemente el aceite
perfumado que fué derramado sobre su cabeza: aceite comprado con
dinero que, ellos insistían indignados, debió ser gastado para los
pobres. Pero Jesús señaló que la mujer que lo había ungido lo había
hecho movida por el amor: su impulse era sagrado. Obedecer ese
impulso era más importante que ocuparse de los alimentos o de los
vestidos, aun los alimentos o los vestidos de los pobres. Porque el
amor era la más alta manifestación de la vida. ¿Por qué había de
alimentarse al pobre sí se dejaba que el amor desapareciese del
mundo?
Con Jesús, las posibilidades de amor ya no estaban limitadas a
los amigos y los amantes, a los miembros de la propia familia o de la
propia tribu: el amor de Dios y el amor del prójimo eran igualmente
imperativos. Amar bien era participar en una vida que iba mis allá de la
propia necesidad animal, inmediata, de autoconservación. Porque
aquel que se perdía a sí mismo lo encontraría, y el que abandonaba
todo, como los amantes apasionados por el objeto de su amor o los
padres por sus hijos, se encontraría como miembro de una sociedad
más amplia, que compensarla sus abnegaciones y renunciamientos.
Los grandes imperios del mun do antiguo, Вabilonia, Persia,
Macedonia, Roma, hab ían tratado de constituir un Estado universal
sobre la base del poder y la ley solamente; Jesús trató de fundar una
comunidad más grande, sobre la base del amor y la gracia. El poder
significaba la capacidad de apropiarse, poseer, dominar; amar
significaba la capacidad de compartir, de renunciar, de sacrificarse.
Jesús era indiferente a la necesidad de aunar estos dos esfuerzos; y
legó este problema a la iglesia cristiana, que fracasó en la cumbre de
sus propios poderes, perdiendo de vista el ejemplo de Jesús.
2. Doctrina, vida y amor
La doctrina de Jesús, de la vida eterna, contenida en los
Evangelios, puede ser interpretada en más de una manera. Una
sociedad sin esperanza, limitada en todos sus esfuerzos de seguridad
y satisfacción terrena, destacaría la inmortalidad, la eternidad, come
la miles de importante promesa de la fe cristiana: vida eterna. Pero es
igualmente lógico interpretar las palabras de Jesús en un sentido más
humanista y naturalista: vida eterna: "Tu voluntad se cumplirá en la
tierra". En esta forma Jesús renovó la visión de Isaías.
Los filósofos griegos habían elogiado la templanza, el valor, la
prudencia y la sabiduría; habían tratado de disciplinar la carne y
fortificar el juicio racional, pero aun cuando en las doctrinas de Platón
el amor buscaba la belleza y la perfección y no ya la mera posesión
física, su dominio continuaba siendo limitado: no fue nunca lo
bastante fuerte para unir a los griegos y a los bárbaros de manera que
la polis misma pudiera ser salvada, y menos fue capaz de unirlos en
beneficio de los bárbaros. Jesús dio al alumno una misión social y un
dominio político. La parábola del buen samaritano es una condena de
toda forma de aislamiento.
Era ésta una doctrina simple, sostenida por demostraciones
simples. Mientras que los relatos de algunos de los milagros de Jesús
son increíbles sí se han de juzgar por su contenido real, la mayoría de
ellos están de acuerdo con su visión total de la vida si se los juzga por
su dirección e intención: la devolución de la vista al ciego, del habla al
mudo, del uso de sus piernas al paralítico, el rechazo de los
"demonios" neuróticos y el retorno a la cordura; siempre el fin del
milagro es la salud normal y la capacidad para continuar viviendo.
Aquellos a quienes Jesús convirtió a su fe no recibieron poderes
sobrehumanos; no fueron dotados de la visión del futuro o del
detallado recuerdo del pasado; las hazañas de la astrología o la
clarividencia no eran para ellos. Tampoco recibieron un especial
conocimiento del mundo físico que hubiera parodiado la ciencia de
Alejandría: no podían detener el sol o contemplar la belleza de Elena
de Troya. El Doctor Fausto hubiera vuelto la espalda a Jesús,
insatisfecho, para concertar su trato con Mefistófeles.
El fin de los típicos milagros de Jesús era devolver la integridad al
paciente: la vida continúa. El retorno a la vida no era pospuesto hasta
el día de la resurrección.
La misma simplicidad de las hazañas de Jesús proporciona la
convicción: indudablemente, es muy fácil distinguir entre los milagros
que están de acuerdo con nuestra propia visión y nuestro
conocimiento de la psicoterapia, y los que reflejan llanamente la magia
barata que los muy crédulos secuaces de Jesús comprendían: ellos
querían hacer del profeta un simple charlatán milagrero. Curando a los
enfermos, Jesús mostró un discernimiento vital del inconsciente: el
poseedor de esos poderes conocía algo indudablemente del misterio
del alma que ni siquiera el daimon de Sócrates llegó a sondear nunca.
Cuando uno se vuelve de las demostraciones de Jesús a sus
palabras, el sentido transparente de sus actos desaparece. Uno se
enfrenta con verdades paradójicas, percepciones gnósticas, parábolas
rústicas que a veces ofenden por su crasa aceptación de injustas
convenciones, figuras que conducen a una explicación natural o
supernatural, misterios que parecen embaucamientos.
Pero Jesús es escasamente responsable de la confusión del
testimonio: el relato de su vida fue durante mucho tiempo,
probablemente de una generación unos cuarenta años, conservado
por tradición oral antes de que se hiciera el registro escrito. Algunos
de sus más allegados, como Pablo, se apartaron deliberadamente de
la imagen de Jesús, el hombre, para adorar con abandono restringido
el Dios crucificado, ser nacido de las propias necesidades enfermizas y
deseos ambivalentes de sus adoradores. en el curso del tiempo,
mucho más de el que era precioso había de desaparecer, y no poco de
hojarasca seria añadido.
Pero por sobre el confuso murmullo de los testigos, Marcos,
Mateo y Lucas, se levanta la vida misma de Jesús, que revela un
objetivo concreto y una unidad interna: la marca de una personalidad
real y no, como Manes manifiesto más tarde, la marca de un espectro.
El núcleo mismo de la fe de Jesús, desafiaba Matthew Arnold, es
incomunicable en 'libros, es un "secreto". Para revelar completamente
este secreto habría que haber contemplado la luz en los ojos del
Maestro; habría que haber interpretado la sonrisa enigmática que
segura-mente vagaba por sus labios; porque hay una agilidad y un
poder de penetración en las palabras de Jesús que se nota que fueron
sólo débilmente transmitidos por sus discípulos.
No es de extrañar, entonces, que trataran de convertirlo
demasiado pronto, en una figura más familiar: un mago, un chivo
emisario del sacrificio, un iniciador órfico, un redimidor, en el Mesías;
paso a paso interpretaron su visión de la vida eterna, de la vida
perdurable que se renueva y se supera, como una mera promesa del
dorado resplandor de un paraíso inmutable; pues ellos transformaron
en un dios a un profeta que, según su propio testimonio, dijo que él
no era Dios ("Por qué me llamáis bueno? Sólo Dios es bueno").
Todos los actos de Jesús afirman la vida natural; y para él el
reino de los cielos no espera la muerte y la eternidad, sino que se
puede abrir ante el alma despertada en cualquier momento.
Declaró que la vida natural podía elevarse sobre sus fundamentos
animales; que el hombre debe indudablemente ir más allá de sus
limitaciones de criatura si ha de entrar en su reino natural. Apuntaba
hacía la simplicidad, la integridad, la libertad: ésas eran las condiciones
para el crecimiento del hombre y para su perpetuo rejuvenecimiento,
condiciones que Goethe iba a declarar propiedad especial del hombre
de genio, pero que el Hijo del hombre trataba, de transmitir a todos
los hijos de los hombres. Las obligaciones cívicas de Roma, el código
moral de Jerusalén, la ciencia astronómica de Caldea y el arte de los
griegos no eran nada para él: su misión era trastornar cada
institución, cada hábito, cada objetivo, aun aquellos que eran
reconocidos como buenos. ¿No fue un fracaso el amor, que engendró
el amor propio del hombre, del cual nació su indiferencia por el
beneficio del pobre y del humilde, es decir, de la masa de la
humanidad? Sobre todas las reformas menores, él no tenía nada que
decir.
"Juan", observó sardónicamente Jesús, "llegó sin comer ni beber,
y decían: "tiene un demonio". El Hijo del Hombre llegó comiendo y
bebiendo, y dijeron: "Mirad, un hombre glotón y bebedor de vino,
amigo de publicanos y pecadores. Pero la sabiduría está justificada en
sus hijos."
La sabiduría estaba indudablemente justificada. Jesús minó el
conocimiento de los letrados, el orgullo de los poderosos, la moral de
los virtuosos: vio que el pecado y la imperfección, con su
autohumillación y su autocrítica eran mucho menos peligrosos para la
vida que la complacencia; porque el pecado puede empedrar el camino
para una transformación íntima que eleva la vida a un nivel superior al
que la virtud inmaculada es capaz de alcanzar. Esta transformación
interior, la gracia del Espíritu Santo, como iba a ser llamada, era de la
mayor importancia: el arrepentimiento debe preceder a la
regeneración.
El simple desear, los meros esfuerzos racionales en sí mismos no
podían acarrear esa transformación; se necesitaba el estimulante
ejemplo de ana imagen viviente, y esa imagen era la personalidad de
Jesús mismo.
El efecto de la doctrina de Jesús, audazmente enunciada en
el Sermón de la Montaña, iba a dar fuerza al humilde y al débil, y
a hacer el principio de ceder más fuerte que el principio de
dominación; una completa inversión de valores.
Las debilidades del hombre para los griegos del siglo V a.C. venían
de su ignorancia. La posición de Jesús era exactamente la opuesta;
pero él no cometió el fatal error de disolver la idea misma de virtud,
como los escépticos. En los escribas y los fariseos Jesús veía el
peligro de una prematura cristalización: la personalidad podía verse en
desventaja por las mismas cualidades que tan penosamente trataba
de adquirir. Conocerse a si mismo, desde su punto de vista, era darse
cuenta del indeseable fracaso de los propios éxitos y el éxito
redimidor de los propios fracasos. La capacidad de reconocer los
propios defectos inevitables, de aprovechar cada oportunidad de
desintegración, era la única garantía para la autoelevación. Era ésta
una teoría saludable para los herederos de una civilización que se
desintegraba.
Las transvaluaciones de Jesús fueron una contribución
permanente a toda doctrina moral. Naturalmente, este desafío
afrontaba a los miembros más respetables de la comunidad, ya que la
mina condición del proletariado le ofrecía mayor oportunidad de entrar
en el Reino de los Cielos que a los ricos.
En suma, la virtud no podía ser acumulada: el clero invertía
prudentemente el capital moral podía amanecer en bancarrota, y el
derrochador podía, por el arrepentimiento de último momento,
encontrarse poseedor de riquezas. Esto parece una perversión, tanto
de la experiencia psicológica como de la justicia natural; pero hay un
aspecto, tanto en la personalidad como en la comunidad, en el que
tiene verdadero significado. Jesús se dirige, a una sociedad incrustada
de venerables supersticiones y costumbres serviles: afligida por
piedades que se habían convertido en profanaciones, con
conocimientos que sofocaban la curiosidad; una sociedad oprimida por
los restos de antiguas culturas, amenazada por esos mismos
procesos de acumulación que la prudencia y el gobierno ordenados
hacían posible. La simplificación de la vida era la esencia misma de la
salvación en una sociedad tal: el primero y el último, el pobre y el
rico, el aventajado y el rezagado, el sabio y el tonto, el santo y el
pecador deben todos empezar en la misma línea. ¿No eran todos hijos
de los hombres?
Cada palabra y cada acto de Jesús pueden ser interpretados
como una tentativa de exhumar el cadáver del hombre; de levantar a
los muertos. Ceremonias, libros, plegarias, deberes, reglas
administrativas, leyes, podían ser buenos en sí, porque la bondad
había pasado por allí alguna vez; pero nada era bueno para Jesús si
no estimulaba la vida en su perpetuo proceso de autotrascendencia y
autoliberació п. Oh, como Emerson dijo: "S ólo la vida aprovecha, no el
haber vivido." Entonces el Niño, con sus múltiples potencialidades de
crecimiento, es el verdadero símbolo de esta doctrina. Hay que
arrojar las propias acumulaciones de riqueza y sabiduría y volverse
pobre nuevamente, pobre como en mendigo, inocente como un niño.
Indudablemente, es vieja la creencia de que el hombre bueno debe
desembarazarse de las posesiones materiales; pero Jesús, como
Lao-Tsé, aplicó este mandato igualmente a las posesiones
inmateriales. Para él era necesario redimir el conocimiento de las
limitaciones, no menos mortales que la obstinada ignorancia, y
castigar al que evitaba la ley no menos que al más obvio criminal. El
precio de la vida era la voluntad de azotar todas las preciosas
acumulaciones propias y empezar todo de nuevo. La virtud del
pionero.

3. La paradoja de la personalidad
Cuando los partidarios de Jesús llegaron a interpretar su mensaje
en la edad patristica, buscaron un sendero demasiado fácil. Sí había
que volverse como un niñito, ¿no era entonces la ignorancia una
virtud, casi un pasaporte para el cielo? Si la gracia y el amor estaban
por sobre la justicia política, ¿por. qué pasar por las formas de la
justicia política y preocuparse de si eran buenas o malas? Y ¿por qué
cultivar el conocimiento astronómico o matemático si está marcado
por el orgullo de la erudición y la sequedad de corazón? Sostener ese
simplismo es equivocar la verdadera procedencia de las ideas de
Jesús. Sus verdades eran especialmente válidas para aquellos que se
entregaban al estudio de la ciencia o la ejecución de la justicia:
proporcionaban un correctivo a instituciones que de otra manera
Jesús no se preocupaba de desafiar. “Desgraciadamente, la virtud
cristiana se convirtió con el tiempo en una excusa para la ignorancia
científica, y en la indiferencia virtuosa para con la preocupación
humana por la literatura, la filosofía y el arte.”
Jesús mismo no puede quizá sustraerse a cierta culpabilidad en
este desvío, ya que dejó una brecha que la Iglesia tardó muchos siglos
en llenar. Lo que faltaba en su credo era lo que faltaba en su ambiente
nativo; el país retrasado, alejado de las ciudades grandes con su arte
y su erudición. Cuando Jesús entró en Jerusalén, entró como un
enemigo, desdeñando deliberadamente sus maneras. El nos dijo: "Era
un ignorante y me enseñasteis" o "estaba abatido de espíritu y me
revivisteis con el sonido del arpa y el tamboril." La alegría de Salomón
y la alegría de David no encontraban eco en su espíritu. El gran
profeta del alma dejó fuera de su misión el tradicional alimento del
alma. Música, poesía, pintura, filosofía, ciencia, no contaban para nada
en la salvación del hombre. Era a la vida en su nivel más humilde a la
que Jesús apelaba; y alejó de su cálculo el gran pecado de todas las
culturas de clase, que negaban al hombre común la riqueza y el ocio
necesarios para participar en los más altos bienes del hombre. El suyo
no era un evangelio tanto de renunciación como de eterealización.
Cuando el espíritu estaba verdaderamente vivo, podía arrojar de sí
todos los bastones y muletas y bailar.
El mismo juicio es aplicable a la indiferencia de Jesús por los
progresos políticos. La explicación fácil en ambos casos es que la
corriente convicción apocalíptica de predestinación era aceptada aun
por Jesús. Sí los cielos iban a caer pronto, ¿qué diferencia había en
que las artes prosperaran o la justicia prevaleciera? A este respecto,
la crítica de T. Rendn es acertada: "Establecer como un principio que
debemos aceptar la legitimidad del poder por la inscripción en las
monedas, proclamar que el hombre paga tributo con desdén y sin
preguntar, era destruir el republicanismo en su antigua forma y
favorecer toda tiranía. El cristianismo, en este aspecto, ha contribuido
mucho a debilitar el sentido del deber del ciudadano y a entregar el
mundo al poder absoluto de las circunstancias existentes."
Hasta ahí en cuanto a negación; pero hay otro aspecto del
asunto. La esencial originalidad del pensamiento de Jesús puedo ser
mejor alcanzada sí se comprende que la persona es un producto de la
sociedad, en la misma forma que la especie humana es un producto
del mundo animal. La función de la personalidad incluye los hechos de
la comunidad y los trasciende. Mientras que la persona depende de la
comunidad en idéntica forma que el organismo mismo depende del
material que absorbe de la naturaleza, no se puede describir la
persona simplemente en términos de sus relaciones sociales: en cada
grado ascendente de emergencia ocurre un radical cambio cualitativo.
El mismo concepto de persona fue una vez de exclusiva propiedad del
gobernante y de su círculo intimo; en Egipto la inmortalidad estaba
reservada a ellos solos. La gradual formación de la personalidad y su
extensión en teoría a todo miembro de la comunidad fue la mayor
contribución de los profetas y los redentores, proceso que alcanzó un
nuevo nivel con el cristianismo. La doctrina de Lloyd Morgan sobre la
evolución emergente tiene significado tanto sociológico como
metafísico.
Los conceptos de Jesús se dirigen sólo al terreno mito. En su
nueva dispensa, por ejemplo: "al que tiene se le dará y al que no tiene
se le quitará aquello que tiene." Aplicado a la sociedad política, un
concepto tal sería simplemente monstruoso, un desvío depravado de
la justicia.
-Pero no estaba destinado a la sociedad, esto debiera ser bien
evidente.- En el terreno de la personalidad revela una verdad en el
orden mismo de la naturaleza: la verdad del hábito, de que toda
buena acción hace la bondad más fácil y que toda mala acción hace a
la maldad más incorregible; es la verdad del conocimiento, que
aquellos que han trabajado diligentemente adquieren más que aquellos
que han regateado, mientras que los que se esquivan se convierten en
víctimas de su propia falta; es la verdad que los amantes conocen:
que el que da más recibe más, y que aquel que rehúsa se queda vacío.
La equidad social se basa en otro principio, el principio de
intercambio parejo y de la ventaja común: interés recíproco, no amor
propio. Pero en la personalidad, esta elevada ley no puede evadirse; y
el especial discernimiento de Jesús puede ser aplicado a todas las
personas, aun en la más perfecta sociedad humana, trabajando en las
condiciones más ejemplares. De ahí la dificultad de aplicar las
verdades morales de Jesús a una comunidad: tan difícil que la sensata
Mary Boole sugirió una vez que ningún funcionario del Estado jamás
debía sostener la creencia de que, como funcionario, era o podía ser
cristiano.
Actualmente, las verdades de Jesús tratan de trascender las
inevitables limitaciones aun del mejor orden corporativo; la nueva
dispensa no niega la necesidad de la antigua dispensa, pero se refiere
a un terreno que no toca: el reino de la persona. El no haber
comprendido este hecho constituye la gran limitación del cuaquerismo,
de otra manera tan próximo al espíritu de Jesús: en su actitud frente
a los nazis, por ejemplo, muchos miembros de la Sociedad de Amigos
no han visto que la caridad cristiana es un correctivo de la justicia y
no un sustituto de la misma. ¡Ojo, que gran verdad!
El mensaje social de Jesús continúa, por lo tanto, siendo
ambiguo; pero los mandamientos personales están claros: "Has bien y
da, no esperando nada, y tu recompensa será grande." Esta sentencia
de Jesús, paralela a una similar en la Bhagavad-Gita, coloca la virtud
en un nivel superior. Sus palabras finales eran una paradoja: el que
perdió su vida la encontrará. Cuando las transposiciones de Jesús
fueron terminadas, todos los elementos negativos de la vida estaban
en el lado positivo de la ecuación y habían cambiado de signo: la
muerte en todas sus formas, el vicio, la enfermedad, la parálisis
habían sido usados como condición para una vida más completa y
más rica. Ninguna parte de la existencia era indiferente al espíritu o
era tocada por él. No simplemente el agua, hasta el veneno era
transformado en vino.
La vida de Jesús fue bruscamente consumada en la soledad, la
traición y la tortura. Su personalidad se nueve en la escena de la
historia en pocos y rápidos reflejos y destellos martirizadores por lo
incompletos; y su figura es embozada por los cuerpos opacos que lo
rodeaban. Estaba destinado a ser traicionado por algunas piezas de
plata, por Judas, y a ser denunciado por la gente a quien vino a salvar
y ayudar: ve que el destino como final se acerca, y su aceptación lo
exalta. El hombre clavado en la cruz en el Monte Calvario es la
encarnación de la humildad, el amor y el sacrificio; humildad llevada
con orgullo, amor elevado a parentesco con toda la humanidad,
muerte hecha aserción voluntaria de la vida misma: una completa
afirmación de la condición y del fin del hombre.
La tragedia de Jesús llega a un rápido climas. El epílogo, como se
relata en los Evangelios, carece de la austeridad, de la clara
iluminación, del decisivo gesto y de la palabra expresiva que marcan
los actos más visibles de esta personalidad. Apenas el aliento ha
abandonado el cuerpo de Jesús, cuando ya se encuentra envuelto en
el mito. Jesús, el hombre, desaparece del cuadro; en su lugar está el
Dios anunciado en la profecía y celebrado en una cantidad de cultos
paganos. Carlos Marx dijo una vez de sí mismo que no era Marxista; y
de Jesús puede decirse, sin irreverencia, que no era cristiano. Porque
los hombres pequeños, que guardaron el recuerdo de Jesús, lo
tomaron, extrajeron la preciosa sangre vital de su espíritu,
momificaron su cuerpo y envolvieron lo que quedaba en muchas
envolturas extrañas: sobre esos remanentes procedieron a erigir una
tumba gigantesca. Esa tumba eran las Iglesias Cristianas. La figura
que sostiene es al mismo tiempo más grande y más pequeña que el
hombre que caminó y habló por las costas de Galílea, sin disputa, más
dios tradicional, más dudosamente un hombre iluminado. ¿Pero qué
figura señala la más milagrosa realización histórica? No vacilo en
decirlo: el hombre.

4. La misión de la Iglesia Cristiana


¿Cómo sobrevivió el cristianismo? ¿Cómo suplantaron la figura de
Cristo los falsos mesías cuya llegada había predicho?. ¿Cómo se
impuso el superego cristiano a normas de vida hostiles?
Ha habido muchas respuestas modernas a estas preguntas, desde
Edward Gibbon, hasta Renán y Engels: para Gibbon significaba una
especie de ley de Gresham en historia, mientras que Engels sale del
paso más o menos superficialmente diciendo que el Estado universal
de Roma necesitaba una religión universal. Pero esto difícilmente
explica el verdadero proceso; porque el surgimiento de la nueva
religión, como los trastornados romanos se apresuraban a señalar en
el siglo III, fue acompañado por la decadencia del Estado. Roma salvó
al cristianismo, probablemente; pero el cristianismo no salvó a Roma.
Ahora bien, las ideas no toman posesión de una sociedad por
mera diseminación literaria: éste es el error del racionalismo del siglo
XVIII o el engaño de la publicidad moderna. Para ser socialmente
operantes, las ideas deben ser incorporadas por instituciones y leyes,
puestas en acción por la disciplína diaria de la vida individual,
corporizadas finalmente en edificios y obras de arte que crean un
escenario efectivo para el nuevo drama, y transportan su tema del
mundo de los sueños, donde fueron creadas, al mundo de la realidad,
donde son probadas, desafiadas, modificadas.
El principio y el fin de este proceso de la encarnación de la idea en
una persona humana; primero en la de un hombre o mujer aislados, y
finalmente en los miembros de toda una comunidad: una sociedad
entera. Por el proceso de mimesis, sobre el que Arnold Toynbee ha
escrito sagazmente, un nuevo molde de personalidad y un nuevo plan
de vida toman posesión de muchas vidas individuales y les dan una
tarea común y una finalidad única. Aunque la palabra "encarnación" ha
sido restringida por la teología cristiana a la apariencia de Dios en
forma humana, tiene una aplicación mucho más amplia. Encarnación y
mimesis son esenciales al proceso social; y por falta de percepción de
su acción, la mayoría de nuestro pensamiento sobre instituciones
sociales ha sido superficial, porque trataba las instituciones y
organizaciones como si fueran surgidas de sí mismas y de ellas
dependiera su existencia, negando la influencia de las ideas porque
ignoraba el papel de las personas. Lo que podemos aprender aquí
sobre el desarrollo del cristianismo serviría igualmente al desarrollo del
capitalismo o a la colonización o a la máquina. (Es como una sociedad
de individuos, actúan en una determinada dirección y tiempo.)
Hemos alcanzado ahora el tercer acto del drama de la
renunciación cristiana. Las ideas esenciales de la teología cristiana han
existido durante mucho tiempo y han empezado a converger hacía un
credo común, un genuino sincretismo, estimulando por nuevas
interpretaciones de Jesús; pocas ideas han de ingresar en la teología
cristiana que no estuvieran ya latentes, quizá a veces completamente
formuladas, antes de que Jesús apareciera. La encarnación ha tenido
lugar; pero el hombre cristiano tenía todavía que nacer, y debía seguir
un largo proceso de infiltración y cristalización El cristianismo
primitivo, es decir, el cristianismo sin Iglesia, tuvo sólo una corta
carrera. Se tiene un vislumbre en los partidarios originales de Jesús,
en Jerusalén, llamando a los que los rodeaban en la sinagoga para
recibir el bautismo y entrar en sociedad. Los que tenían riquezas
vendieron sus posesiones y las compartieron; practicaban una especie
de comunismo primitivo y vivían en una verdadera sociedad de
amigos; eran como pacientes deportados, estos primeros cristianos,
seguros de que un barco los iba a recoger pronto para llevarlos a un
puerto paradisíaco.
El primer paso hacia una Iglesia organizada fue el romper con
Israel. (Con la gente del templo de Salomón.)
El cristianismo se convirtió en una religión misteriosa: uno
ingresaba en ella no por nacimiento o residencia, sino por iniciación; el
bautismo y la comunión en la Cena del Señor eran los ritos principales.
A medida que el cristianismo pasó de grupo a grupo, de sinagoga a
sinagoga, recogió para sí muchas cosas además de los actos y
palabras de Jesús: la ceremonia del matrimonio romano en casi todos
sus detalles, hasta la guirnalda nupcial; el concepto persa de la eterna
guerra entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad; la noción egipcia
del Juicio Final y la resurrección del cuerpo; la metafísica neoplatónica
de los griegos, perceptible en el Evangelio de San Juan. Todos estos
elementos de culto y credo han tomado forma en la imaginación
humana a través de muchos siglos precedentes; ayudaron a crear una
personalidad oficial para Jesús, y el significado y los atributos de su
personalidad se convirtieron en el tema principal de un nuevo
discurso: la teología.
El cristianismo tomó forma doctrinaría en las cartas que pasaron
de un grupo de creyentes a otro, en Jerusalén, Antioquía, Efeso,
Atenas, Alejandría, Cartago, Ecbátana: cartas presentando a un
hermano que llevaba saludos de adhesión, redefiniendo principios,
contestando preguntas relativas a la fe y a la diaria disciplina de la
vida. Los que creían en Cristo tenían todavía que transformar su
sentido de beatitud y salvación en las formas de la vida cristiana. Ese
proceso requirió siglos. Mientras tanto la buena nueva se extendió por
palabra oral, por mensajero, por correo, durante el suave veranillo del
orden y la paz que precedió al triste y tormentoso invierno de la
civilización romana. Desde Pablo hasta San Agustín, el cristianismo
doctrinario fue esencialmente el producto de una comisión
revolucionaria informal de correspondencia. Esos grupos locales
mantenían las jerarquías dispersas de los que se habían salvado juntos
hasta que tuvieran fuerza suficiente para desafiar al Estado romano y
convertirse en la religión oficial del Imperio final.
Sus fundamentos judíos fueron esenciales para la supervivencia
del cristianismo. Los judíos podían rechazar a Cristo como Dios, a un
como profeta, pero el cristianismo no podía rechazar al judaísmo.
Cuando trataba situaciones sobre las cuales la nueva doctrina no tenía
nada que decir, era útil para los cristianos volverse a la moral de
Moisés y a la ley judía. Los plateros de Efeso llegaron a acusar a los
cristianos de amenaza para el comercio porque extendían el desprecio
por las imágenes sepulcrales, como los judíos. De Israel, además,
provenía un concepto teológico de gran radicalismo: la creencia de
que la voluntad de Dios se cumple en la historia humana; que cada
acontecimiento histórico es un juicio de Dios sobre la comprensión del
hombre de la voluntad divina y aun la disposición para cooperar con
ella. Esto salvó a la Iglesia, en parte, de una estéril irrealidad, así
como el concepto judío de las obligaciones familiares por la
comunidad en viven, admitido a disgusto por Pablo, la salvó del
suicidio de la raza, a pesar del abierto desprecio de los Padres del
cristianismo por todo lazo carnal.
Y no fue la menor contribución de los judíos una de orden
político: la de la reunión regular de los fieles en la sinagoga, el sábado.
Cada sinagoga, ecclesía o asamblea tendió a ser, al principio, una
democracia en miniatura. Hasta qué los ritos que eventualmente
serían monopolizadas por un clero organizado, tomaron forma
primero dentro de la congregación. Ejemplos: la confesión y la
absolución dentro del grupo. La falta de ceremonial y la
descentralización de estos grupos constituyeron un gran aporte a la
fuerza de la Iglesia durante el periodo de persecución: no ofrecía
ningún punto crítico cuya exterminación pudiera paralizar el resto del
cuerpo. Roma encontró difícil matar un organismo tan multicelular y
cuyas células se renovaban por sí solas. Dondequiera que se reunieran
dos o tres en sociedad cristiana existía una Iglesia. Como las
congregaciones de la iglesia mitraica, los grupos cristianos retornaron
a la escala humana: combinaron La intimidad y La solidaridad del
grupo primario con una universalidad que sobrepasaba los límites del
Imperio Romano, la Persia y aun el Turkestan chino. Debe tomarse
nota de cita doble cambio de escala: permitió la concentración local y
la extensión supranacional. En la iglesia el proletariado interno perdido
encontró su sentido de identidad, y la gente, esparcida en un área
mucho más grande que cualquier imperio imaginado, sintió y actuó
como un sola persona.
Grecia proporcionó su principal contribución al cristianismo en
pensamiento organizado: la mayoría de los Padres primitivos, como
Clemente y Orígenes, eran alejandrinos, educados en la filosofía
griega. Los teólogos griegos tomaron las oscuras manifestaciones y
las floridas alusiones orientales de los fundadores del cristianismo y
les aplicaron la precisa lógica de las escuelas; el pensamiento que
manaba de Jesús, verdadera agua de vida, fue así convertido, gota a
gota, en las estalactitas y estalagmitas rígidas del dogma, y lo que era
cierto en un sentido poético alusivo se convirtió en falso o engañoso
por el mismo hecho de la definición. Los oponentes, como Celso,
pueden vilipendiar al cristianismo sobre la base de que está formado
sólo por imágenes comunes de la filosofía griega y la romana: más
magia; pero poniendo la mente griega a la difícil tarea de reconciliar la
magia con la filosofía y el misterio con la lógica: explicando cómo
Dios, que era Unidad, podía ser personas, cada una coexistente,
coeterna, igualmente omnipotente; cómo el Hijo y el Padre podían ser
uno v cómo los atributos de la personalidad podían ser expresados en
un Dios que no tenia cuerpo, ni miembros; cómo la omnipotencia de
Dios era reconciliable con la presencia del mal y el trágico sacrificio del
Hijo con el fin de redimir del mal.
La fácil dialéctica de los griegos, separada de la experiencia que la
había apuntalado en los siglos VI y V a. C., confundió palabras con
cosas y experiencias y erigió una presuntuosa estructura de
conocimiento exacto sobre los hipotéticos atributos, poderes y
funciones de Dios: la "ciencia" de la teología. Esa estructura tardo mil
años en ser construida; examinaremos el producto final en el siglo XIII
cuando estuvo terminado y la que dio una edificante mano de
blanqueo, a la manera del constructor medieval, Tomás de Аquino.
La teología fue una creación griega como la filosofía. Y no hay
que disminuir esta contribución, ya que ella mantuvo la importante
tradición de unidad y el sentido de que todas las partes de la
experiencia humana son atributos de un todo significativo. a través de
procesos que no son plenamente comprensibles dentro de ningún
compás humano de tiempo. Hasta los errores de la teología dieron
fruto. El error de pretender dar conocimiento positivo y existencia
objetiva para las experiencias que pertenecen al inconsciente, o por lo
menos al mundo subjetivo, se dirigía a la realidad de estas áreas
escondidas de la personalidad. Las palabras se convierten a menudo
en el medio por el que una nueva vida toma forma en la sociedad;
indican posibles avenidas de experiencia mucho antes de que se ponga
el pavimiento de esas avenidas. Políticamente, los términos de la
teología cristiana se convirtieron en contraseñas; establecieron la
posibilidad de relaciones sociales entre aquellos que las empleaban de
la misma manera. Con este medio, la teología fue mucho más allá que
la simple narración del Nuevo Testamento, o que en la diferenciación
de las doctrinas de Cristo de las de otros poetas y filósofos. Pero
creando la teología cristiana del neoplatonismo, los Padres griegos
minaron una gran parte de su herencia clásica y propiciaron una
tradición mística de completa retirada, que estaba en pugna con la
tradición poética de la lucha y complicación apasionadas en los males
de la existencia terrena. Plotino no era un cristiano; pero el mundo de
sombras de Plotino dominó demasiado tiempo la mente cristiana.

5. La apoteosis del sufrimiento


Doscientos años de intermixtura y fusión alteraron
profundamente la forma del cristianismo y el superego del hombre
cristiano; crearon una Iglesia bajo cuyos altares fueron enterrados
muchos otros dioses muertos o no tan muertos. El cristianismo
organizado probó tener como credo un poder de digestión del que
Roma había carecido durante mucho tiempo precisamente por la
tolerancia, el escepticismo y la voraz receptividad. Y la diferencia
residía en esto: Roma acumuló simplemente los fragmentos
desprendidos de otras culturas y los juntó en su panteón mental,
mientras que el cristianismo los asimiló lentamente en el proceso de
su formación y fabricó músculos y huesos y órganos para su propio
cuerpo. si bien ninguna de las creencias paganas pudo incorporarse al
cristianismo sin sufrir una transformación, tampoco ninguna pudo
parecer completamente extraña y poco familiar dentro de los muros
de la nueva Iglesia. En una sociedad que se derrumbaba, la misma
rigidez de los dogmas de la Iglesia, el mismo exclusivismo, hasta la
fiera intolerancia de sus exigencias, eran como tierra firme para las
almas náufragas que habían sido sacudidas demasiado tiempo por las
aguas infinitas; sus propias armazones eran demasiado inseguras para
permitirles cuestionar la rigidez de la Iglesia.
La visión de Jesús era de salud, vida, renovación. Pero la religión
que nació alrededor de su persona y trató de cumplir su misión cayó
entre las grietas de una sociedad en desintegración; y los más
atraídos por el credo fueron aquellos que no tenían en sí mucha salud
mental y encontraron en las aflicciones, las ignominias y el sacrificio
viviente de Jesús mito, una imagen consoladora de sus propias
tribulaciones, compartida por el mismo Dios. Desde el degüello de los
inocentes hasta la crucifixión, los detalles exteriores de la historia
cristiana giraban alrededor del sufrimiento y de la muerte.
En lugar de conservar esta parte de la vida en su verdadera
perspectiva, los Padres de la Iglesia, acosados, perseguidos y
martirizados ellos mismos, se detuvieron en esas terribles
experiencias como si fueran típicas de la vida humana tanto en su
mejor como en su peor expresión. "Nos glorificamos de nuestras
tribulaciones también —dijo Pablo —, sabiendo que las tribulaciones
traen paciencia, y la paciencia, experiencia, y la experiencia,
esperanza, y que la esperanza no avergüenza."
En resumen: el cristiano no esperaba que la muerte viniera hacia
él; iba a su encuentro. Por la autoprivación y el martirio, aceptaba
deliberadamente la muerte como un elemento presente en su vida y
construía sus propios valores sobre estas negaciones. Así, la muerte
dejó de ser un accidente desagradable que suprimía las propias
alegrías naturales; se convirtió, como la misma muerte de Jesús, en
un asunto de elección voluntaria, y en la extensión en que era elegida,
aceptada y deseada, ya no podía socavar la existencia del cristiano,
porque aquellos que mataban su cuerpo no podían exigir su alma. Por
esta actitud, el cristiano recobraba la iniciativa para la vida; llevaba el
contraataque.
En su énfasis sobre los males de la vida, el cristiano compensaba,
indudablemente con creces, el esfuerzo dominante del mundo pagano
para ahogar su sentimiento de angustia en sensualidades sin objeto y
distracciones superficiales. Pero la propia conciencia del cristiano
estaba infectada por la misma declinación contra la que protestaba.
Una buena parte del mundo antiguo sufría de una abrumadora e
inevitable ansiedad: temor del futuro, temor a la muerte, temor a la
pérdida y a la alienación, que habían empezado a acosar aun a las
almas aparentemente sanas, desde la cumbre al abismo de esta
sociedad; las clases favorecidas no menos que los esclavos. ¿No
podían, acaso, por obra de un giro imprevisto de la rueda de la
fortuna, convertirse a su vez en esclavos?
Este corrosivo temor de la vida, esta constante sensación de
inseguridad, era seguramente transmitida de manera sutil por las
clases serviles a sus amos; emanaciones subjetivas dirigidas por
miradas y gestos, que no podían ser ocultadas, ni siquiera pasadas
por alto. Un creciente sentimiento de culpabilidad de parte de los
explotadores sólo aumentaría su ansiedad respecto al futuro. Tan
corrompidos estaban los placeres y los deberes de la vida que
Gregorio de Nyssa llegó a sostener los infortunios normales de la
paternidad como un argumento Contra la procreación: ¿No podían
enfermarse y morir, acarreando insoportable dolor?.
Dando al sufrimiento un papel noble en la vida del hombre, la
Iglesia Cristiana confirmó esas ansiedades y, sin embargo, conformó a
los ansiosos. Sus pruebas no eran únicas, sino más bien la carga
universal, racionalizada por el pecado original del hombre y redimida
por el sacrificio histórico del Hijo de Dios. Anticipando una beatitud
eterna, siempre que redirigiera sus energías y transformara sus
aspiraciones, el cristiano podía enfrentar lo peor. ¿No eran sus
sufrimientos, sin duda, una especie de seguro de vida extraterreno,
pagable a la muerte? ¿Podía entonces la muerte llegar demasiado
temprano? "Florecen dentro de nosotros —exclamaba Cipriano en el
siglo III— la fuerza de la esperanza y la firmeza de la fe. Entre esas
mismas ruinas de Un mundo decadente nuestra alma está levantada y
nuestro espíritu integro." Las ruinas y la declinación eran una
confirmación, antes que una negación, de ideología cristiana.
En cada incapacidad y en cada infortunio los cristianos
encontraban una nueva fuente de fuerza; su gozosa resolución,
revelada en himnos, cánticos, plegarias, convenció y convirtió a
muchos paganos. Esa alegría… ¿No había de tener fundamento? No
solamente la persecución unía más en grupos compactos a los
cristiane sino que vencía a los no persuadidos y encerraba en hierro el
alma de los resueltos, que adquirían así la disciplina que necesitaban
para mostrar eventualmente un frente unido al mundo pagano. Pero,
además, las grandes decisiones dogmáticas de la Iglesia establecieron
una ortodoxia central. Una sucesión de concilios, empezando con el
de Nicea en 325, dispuso de una serie de doctrinas herméticas. Para la
aceptación de estas decisiones los cristianos aprendieron a sacrificar
las preferencias individuales a las necesidades colectivas y a
establecer una línea de continuidad en pensamiento y política, que
garantizó su supervivencia política. En un mundo en desintegración, la
herejía se convierte en un crimen político; y el cisma, a su vez, se
convierte en el mlis grande de los pecados porque dispersa le energía
necesaria para la renovación.
Sí Roma se hubiera mostrado capaz de cualquier sacrificio
semejante, de cualquier propósito y dirección centralizada semejante,
una parte mucho mayor de los bienes de la civilización clásica habría
sida traída a un nuevo orden, quizá un mayor renacimiento de la
civilización clásica habría tenido lugar. Pero Roma era amablemente
neutral en asuntos que exigían adhesión apasionada o fuerte
contra-ataque intelectual y vital; se aburría o se divertía suavemente
con las pretensiones cristianas, en un momento en que debió ser
arrastrada por ellas a una apreciación despiadada de sus propias
debilidades. Se puede hoy día con demasiada facilidad criticar a la
Iglesia Cristiana, como lo hicieron los romanos, por las supersticiones
y oscuridades que se adhirieron como parásitos al limpio ropaje de la
fe. Pero el cristiano tuvo un sentido vital de la integridad: supo que
para la supervivencia eran necesarias la cohesión y la continuidad.
En esa sociedad debilitada el hecho del acuerdo era más
importante que el dogma sobre el que había que ponerse de acuerdo.
Las mentiras vitales del credo de los cristianos fueron una mejor
respuesta para los desesperados y descorazonados que las
entumecidas verdades de los filosofes paganos. Se necesitaba ahora
la fe: fe en lo increíble y en lo imposible; fe como la que necesitan los
hombres en un barco que se hunde. Nada mejor que la fe podía
capacitar a los sobrevivientes de ese mundo para continuar.
Hasta que el poder militar de Roma vino en ayuda del humilde
Hijo del Hombre, el cristianismo mismo continuó siendo una herejía en
un mundo abarrotado de nuevos credos y pretensiones. Mucho
después del Edicto de tolerancia de Constantino, en 313 d. C., mucho
después de que el cristianismo fuera convertido en religión oficial del
Imperio Romano, otras religiones y filosofías continuaron en abierta
competencia. ¿No fue acaso Agustín un maniqueo hasta llegar a los
treinta años? La enseñanza, el ejemplo, la disciplina y el autogobierno
local no dieron por sí solos un lugar inamovible; los actos finales que
asegurarían su supervivencia serían la apropiación del poder del
Estado y la exclusión de otros cultos. Utilizando el mecanismo del
Estado, la Iglesia vivió a través de la ruina del mismo Estado; vivió
para contar el cuento.
Pero con ese acto traicionó el espíritu de Jesús y estableció el
reino de Cristo. Sin ello el nombre de Jesús podría ser tan oscuro y
desprovisto de significación como el de Manes: para nosotros, y
ninguna parte de su visión habría sobrevivido a nuestros días.
A medida que la Iglesia se hizo consciente de sí misma como
organización independiente, una política eclesiástica, con su
burocracia, sus jerarquías ejecutivas graduadas, sus dignatarios, su
sistema de imposición universal, sus bien definidas jurisdicciones,
poderes y privilegios, tendió a recoger los poderes tiránicos del
Imperio mismo: en realidad, el momento del congregacionismo
permaneció, hasta que trajo repetidamente, aun antes de que Roma
tomara una posicion dominante, cierta afirmación de lógica libertad
política, autogobierno o autoafirmación racionalista: la desviación
teológica en parte racionalizó un motivo politico, desde Prisciliano
hasta Lutero.
Cuatro siglos se necesitaron para esta total transformación. Por
la época en que Agustín apareció, la estructura estaba casi terminada;
sólo el andamiaje temporal de la autoridad secular esperaba ser
quitado. Esto no sucedió muy pronto. Mientras San Agustín yacía
muriendo en Hippo, los vándalos estaban combatiendo ante las
puertas de esa ciudad y, como un observador contemporáneo hace
notar, los lamentos de los que morían en la batalla se mezclaban con
los gritos de la multitud de espectadores de la arena. Todos los
desórdenes que Cipriano aumentó en su mensaje a Demetriano se
hablan convertido ahora en inevitables realidades: la sociedad estaba
en retirada, y, anticipando lo peor con mucho tiempo, los cristianos
habían alcanzado el poder de enfrentarse lo peor cuando finalmente
llegó. Sólo los capaces de renunciación y sacrificio podían tomar una
actitud positiva frente a lo que el futuro presentaba. Sólo hombres
individuales, a la vez consigo mismos y con su Dios, podían soportar
tan pesados fardos.

6. De la personalidad a la comunidad
Tal como se revela en los Evangelios, el cristianismo sostiene una
simplificación de la vida; casi completo desenmarañar el tejido todo
de las relaciones .sociales. He tratado de mostrar la necesidad social
de esta radical afirmación de la persona. Cuando una sociedad está
desesperadamente corrompida y es incapaz de reformar sus
instituciones, es el individuo quien primeramente debe ser salvado:
salvado escapando de las redes de su sociedad para convertirse en
parte de una nueva comunidad en la que sus necesidades vitales sean
respetadas y satisfechas.
Pero la comunidad así formada no existe en un paraíso platónico;
a través de los procesos de crecimiento y transformación se convierte
en presa de las mismas tentaciones, de las mismas corrupciones
contra las cuales se rebeló. Desde el punto de partida de las
enseñanzas de Jesús, parte no pequeña de la Iglesia Cristiana fue una
historia de compromisos y subterfugios, de errores de interpretación y
dirección; un festín para los cínicos, en toda su impureza. Pero ¿es
posible el cristianismo puro? Tengamos el valor de cuestionar la
noción misma de pureza ideológica en el desarrollo de cualquier
institución humana.
Sólo en el momento de su formulación es pura una idea;
entonces tiene la claridad de una forma platónica, la propiedad de una
mente iluminada: un todo metafísico y lógico.
Pero para sobrevivir, la idea debe adaptarse al ambiente impuro,
al ambiente de la vida; de otra manera está condenada a la
esterilidad. Sí facilita forma a nuevas instituciones, también a su vez
será deformada por las instituciones existentes que son todavía
fuertes; así, el absolutismo de los zares, la rigurosidad implacable de
Iván el Terrible, el obstinado celo de Pedro el Grande, y el tedioso
obstruccionismo de una burocracia imperial graduada entraron en la
revolución soviética y modificaron las ideas originales de Marx y Lenin;
las modificaron, pero también las capacitaron, en diferente forma,
para sobrevivir. Los que esperaban ver la utopía en Rusia se
desilusionaron; pero los que esperaban ver retornar al zarismo y al
capitalismo también se desilusionaron.
La gente que no comprende la naturaleza de este proceso tiende
o bien a despreciar las ideas, porque no puede reconocer su presencia
y su funcionamiento en la institución afectada por ellas, o a despreciar
el mundano mundo, porque en el proceso de vulgarización de una idea
inevitablemente la desvía. El primero fue el error de Spengler y el de
aquellos que gustan llamarse realistas en política; el segundo es el
error de los ideólogos, que no pueden mirar la idea de frente una vez
que ha sido endurecida y empañada por el contacto con el mundo
real. Pero el materialista y el idealista son figuras polares: se
encuentran en extremos opuestos del proceso histórico y están
unidos por él. Las ideas no se convierten en formativas hasta que
echan raíz en la sociedad; hasta que se "materializan", como se dice
en inglés. Esa materialización es inevitablemente una traición y una
realización.
Las religiones no son nunca simplemente la expresión de ideas
incorpóreas; requieren la ayuda de los hombres que deben ser
protegidos y alimentados: actúan por medio de figuras, imágenes,
símbolos, construcciones humanas que requieren un aparato material
aún más elevado para expresar su creciente complejidad y concreción.
El conocimiento vital no puede nunca ser completamente abarcado
con palabras; para conocer la doctrina hay que vivir la vida, y para
vivir la vida hay que crear el escenario, con instalación, muebles,
utilería, que destacarán cada acto y cada significado. El superego
cristiano era tanto estético como moral; afectaba códigos de
indumentaria y códigos legales, así como elecciones morales. A través
de todos estos agentes y procesos, la idea simiente original se
modificó y produjo un fruto inesperado: fruto dulce y fruto amargo,
fruto enmohecido y brillante. ¿Quién que oyera el Sermón de la
Montaña pudo haber pronosticado la piadosa crueldad de la Inquisición
o las glorias de la catedral de Chartres?
En este y en todo proceso total de socialización hay una trampa.
Jesús mismo fue quizás en el mundo occidental el primero en ser
absolutamente consciente de ello, aunque Lao-Tsé, en China, se le
anticipó.
Para sobrevivir en una comunidad, se ha dicho, una idea debe
descansar sobre los soportes exteriores de los nuevos hábitos,
disciplinas, leyes, construcciones; debe tomar forma en las relaciones
domésticas y en las organizaciones políticas. La cruz recuerda al
creyente la cósmica agonía de Cristo; la Eucaristía evoca una sagrada
asociación; el oscuro interior de las nuevas iglesias sirias o románicas
da una expresión espacial al sentimiento cristiano de retiro, unidad,
concentración intima. Hasta que todas esas expresiones no se han
logrado la comunidad cristiana no se convierte en realidad. Pero hay
un inconveniente: todas estas envolturas de la idea tienden a ocultar
más y más el núcleo original; la forma exterior desplaza la convicción
íntima.
Por lo tanto, si la idea original que ha sido incorporada y ha
tomado cuerpo en la vida de la comunicad ha de mantenerse viva,
debe existir un perpetuo retorno a sus fuentes originales y una igual
capacidad para anticipar y formular nuevas experiencias que
permitirán un crecimiento ulterior. El primer paso es relativamente
más fácil que el segundo. De ahí que cada tentativa de arrojar las
corrupciones de la Iglesia Cristiana, desde el maniqueísmo hasta el
cuaquerismo, retornen al Nuevo Testamento y trate de restablecer la
pureza de la inspiración original, de tocar a Jesús sin aceptar todos los
pasos intermediarios de la organización social. En el principio es el
verbo, y en seguida viene la personalidad que viví' en verbo y
demostró su significado total. Sin un perpetuo recobramiento de
Jesús, en ultimo término, por un Pablo, un Agustín, un Bernardo, un
Loyola, un Calvino, un Fox, un Grundtvig, un canónigo Barnett, un
Vicent van Gogh, la verdad de la encarnación original se habría
perdido. Cada una de esas figuras era menos que Jesús; sin embargo,
por su respuesta a nuevos estímulos, nuevas presiones, nuevos retos,
reformularon las verdades del cristianismo de una manera que reabrió
un camino para el futuro.
Concretemos esta única verdad. Cada idea formativa, en el acto
de prolongar su existencia, tiende a matar el espíritu viviente orinal
que la trajo. Y, sin embargo, sin hacer esta transacción y extensión, la
idea hubiera continuado inoperante y encerrada en si misma. En esta
perpetua tensión entre los impulsos formativos vitales dentro del yo,
que son la fuente del desarrollo social creador, y la realización de la
idea en la vida y la práctica, en los procesos de comunidad, aquí
reside el verdadero núcleo de la historia. Ambos procesos son
necesarios y ambos implican peligro.
La materialización y la espiritualización son la inhalación y la
exaltación de un mismo miembro; cuando hay salud social, ambos
procesos actúan rítmicamente. Todas nuestras actividades materiales
se hacen significativas para la vida solo si toman forma en la mente
como realidad independiente. En ese acto de tomar forma se contraen
hacia los sentidos externos y se expanden en el mundo de la
significación; hasta que pueden, como Arnold Toynbee señala en su
exposición sobre la idealización, hacerse directamente menores en
tamaño y más refinadas en su operación. Similarmente, nuestras
actividades ideales importan porque, en su última expresión, tocan
todo proceso de la vida y condición, hasta nuestra existencia animal,
nuestra misma salud y eficiencia.
Todo esto recae sobre nuestro argumento inmediato. No se
puede criticar a la lglesia Cristiana porque no retuvo la primitiva
pureza de la hermandad original, como tampoco se puede criticar a un
adolescente por no conservar los rasgos de un niño: una vez nacida al
mundo, una idea tiene una vida independiente, separada de las
esperanzas e intenciones del padre. Por el mismo motivo no se puede
reprochar a Jesús no haber proyectado la comunidad monástica o por
no haber redactado un código detallado de la ley cristiana. La Iglesia
no era una excrescencia extraña de la historia, como tampoco era
Jesús mismo, en relación a la Iglesia, un supernumerario. Estas
observaciones tienen una incumbencia mayor que la historia del
cristianismo.

7. ¿Qué es un cristiano?
La ingenua respuesta a la pregunta ¿qué es un cristiano? es la de
que es una persona que sigue a Jesucristo en espíritu. Pero era mucho
más fácil seguirlo en la caminada ruta de las religiones misteriosas,
"que sí confesares con tu boca al Señor Jesús —dice Pablo en su
Epístola a los romanos — y creyeres en tu corazón que Dios le levantó
de los muertos, serás salvo' . Para los incapaces de comprender la
vida de Cristo, su muerte ofrecía la más simples, en la más la
supersticiosa aproximación.
Alrededor del principio del siglo IV, la respuesta formal estaba
elaborada, primero en el credo de Nicea (325), y luego, en el credo de
Atanasio, que reconciliaba los puntos de vista de Alejandría y de
Roma. En estos términos, un crístíano era aquel que creía en el mito
histórico de la Anunciación, la Pasión, la Resurrección y el Juicio Final;
aquel que era recibido en la corporación de los fieles por el rito del
bautismo y era confirmado de tiempo en tiempo en la asociación por
el rito de la comunión; compartiendo el pan y el vino como un símbolo
del cuerpo y del alma de Cristo. Porfirio, un vegetariano, se horrorizó
de esta doctrina; pero difícilmente podía saber, como lo explican los
modernos estudios antropológicos, que era la continuación de
ceremonias más primitivas en las que el representante del dios era
verdaderamente comido para compartir su divinidad y su fuerza. Esos
misterios, devolviendo al hombre las partes sepultadas de su pasado,
tienen quizá el poder de evocar elementos latentes que todavía
nadan, como peces ciegos y sin ojos en las más profundas aguas del
inconsciente de la persona.
Pero el cristianismo no era simplemente una creencia formal; era
una rígida ruta de vida, no marcada por ninguna de las móviles salidas
y libertades que Jesús había mostrado. Ser cristiano era colocar un
signo negativo antes de todos los bienes positivos del orden clásico.
El modo de vida cristiano implicaba el retiro del mundo y la
perpetua humillación del cuerpo. Las afirmaciones orgánicas de Jesús
fueron convertidas por Pablo en un principio dualista de negación, que
rebajó el cuerpo y glorificó el espíritu, y Pablo, no Jesús, se
convirtió en el cristiano modelo.
Primeramente, el cuerpo debe estar cubierto. La fácil desnudez
promiscua de los baños públicos era una amenaza constante para los
fieles, según varios Padres de la Iglesia, uno tras de otro. Para reducir
el deseo sexual, los caminos de excitación visual deben estar cerrados
por ropas decentes y hábitos de reserva personal.
Si el Papa todavía de tiempo en tiempo publica exordios sobre el
tema de la modestia del vestido en la mujer, no hace sino continuar
una de las más antiguas tradiciones de la Iglesia, una tradición de las
sinagogas. Otras incitaciones a la concupiscencia deben también ser
disminuidas. Las mujeres deben abstenerse de pintarse, perfumarse o
sombrearse de azul los párpados para que parezca que han gozado de
una noche apasionada con sus amantes. Hasta en el siglo V
continuaba la campaña contra la coquetería femenina y los cosméticos.
El ayuno era otra manera de vencer la carne. Mientras que había
filósofos paganos, como Séneca y Plotino, que lo recomendaban, el
ayuno se convirtió en una obligación para los cristianos. La abstinencia
en el comer y el beber hacía más fácil el camino hacia el paraíso. Los
ermitaños de Alejandria, que vivían de frutos del desierto, legumbres y
agua, sólo extremaban el deber de todos los cristianos devotos.
Naturalmente, la abstinencia sexual era considerada de la mayor
importancia. La continencia se convirtió en una virtud suprema, y la
virginidad pasó por el estado ideal; en el primer celo de su conversión,
Tertuliano hasta trató de probar que el matrimonio mismo es apenas
mejor que la decidida fornicación. Los casados, dijo Pablo, tratan de
agradarse mutuamente, mientras que el solitario busca servir a Dios;
pero de mala gana admitió que era mejor casarse que quemarse, sin
darse cuenta quizá de bajo lugar colocaba y relegaba así al
matrimonio.
Finalmente, cristiano es el que escapa del dominio del tiempo; la
eternidad se abre ante él. Así demuestra un poder para soportar el
mal que llevaría a un pagano al suicidio, es en parte porque ya se ha
suicidado en menor grado, separándose del mundo al concentrar
todos sus pensamientos en la eternidad. El largo sufrir, la paciencia, el
soportar el mal se convirtieron en la verdadera señal del cristiano; y
nadie puede decir que se pueda hacer una adaptación psicológica que
mejor cuadre al mundo que enfrentaba. Lo que no puede curarse debe
soportarse, dice un viejo proverbio; y el cristianismo encontraba
incurable el mundo de su alrededor. Lo que necesitaría siglos de
agotador esfuerzo para reformar dentro de la sociedad, podía ser
corregido de la noche a la mañana dentro del alma del convertido.
"Acepta —dice Cipriano — lo que se siente antes de haber sido
pronunciado, lo que no ha sido acumulado con cuidadoso celo durante
el lapso de años, sino que ha sido inhalado por el aliento de una gracia
creciente." Ese cambio marcó al cristiano: el control interior se
convirtió en sustituto de la dirección externa.
Dentro de la Iglesia, entonces, el cristiano creó un nuevo drama;
el de la preparación para la muerte como vía esencial de vida.
Sócrates había dicho que ésa era la tarea del filósofo; ahora se
convertía en la práctica de todos los creyentes cristianos. La vida de
Cristo se convirtió en la nueva escatología en una representación de la
muerte, centralizándose más y más en el camino del Calvario, en la
Crucifixión y en la Resurrección. "Aun en la paz —dijo Tertuliano — los
soldados se adiestran para la guerra con fatigas e inconvenientes... De
la misma manera, oh, bendito, cuenta todo lo que es duro en esta
vida, como disciplina de tu poder moral y corporal." Así, pues, el
cristiano estaba más en su lugar junto al lecho del enfermo y en la
prisión. "Mal, dolor y muerte —según Lactancio — ganan la
recompensa de la inmortalidad."
En este proceso, la Iglesia Cristiana misma reemplazó la vida
social, por el prometido Reino del Señor. Como hace notar Troeltsch;
"Aun en la edad apostólica la idea del Reino de Dios se fundió con la
de la Iglesia, y la idea de la llegada del Reino fue reemplazada por
misma exaltación de la Iglesia... Por otra parte, el Reino de Dios fue
reemplazado por la escatología. Cielo, Infierno y Purgatorio,
inmortalidad y vida futura en contraste con la enseñanza del
Evangelio, que es la más alta significación de la personalidad viva.
Pero aun el último final» fue diferido hasta por lo menos los cien mil
años de reinado de Cristo en la Iglesia".
Podemos ahora responder nuestra pregunta original. El cristiano
es una persona que rechaza los usos de una sociedad agonizante y
encuentra una nueva vida para él en la Iglesia. Vence las fuerzas
locales de disociación y desintegración atándose a una sociedad
universal. Constituye su vida alrededor de temas de rechazo y
socorro; y equilibra todas sus dificultades temporales con la
esperanza de una justicia divina que castigará a sus opresores y le
dará una participación en las glorias eternas. Cuando el cristianismo
llegó a ser definido en estos términos, debiera saltar a la vista que
Jesús de Nazareth fue el primer hereje.
CAPITULO III
La estrategia de la retirada

1. El paganismo en la encrucijada
El hombre clásico no aceptó fácilmente el baño purificador del
cristianismo. Si el nuevo credo lo atraía porque le exigía que
abandonara males que había llegado a odiar, también le exigía que
dejara bienes que todavía valoraba apropiadamente. No podía
acostumbrarse a despojar su vida de tal manera. Pero eran esas
mismas posesiones las que impedían la renovación de la sociedad
romana, o más bien no las posesiones en si, sino el desproporcionado
amor que Roma tenla por ellas, su desgano en separarse de ellas.
Entre los siglos II y VI se produjo un largo debate dentro del alma
romana. El hombre, dividido, agitado por conflictos personales y
sociales, acosado por dudas e incertidumbres, perdió la energía que
acompaña a la unidad. En el proceso de desintegración general, los
diversos órganos de la sociedad dejaron de sostenerse mutuamente y
la norma general de vida perdió su sentido. Resultado: un
desbarajuste de las formas estables de conducta, con desafío de la
ley, la evasión de la moralidad común y crecientes explosiones de
violencia y criminalidad. De todo esto surgió una sostenida pérdida de
comunicación; los diferentes grupos sociales ya no se comprendieron
ni confiaron entre sí; el conflicto de clase ya no era tenido a raya por
ningún objetivo subyacente común. Finalmente, el cisma de las almas
se puso de manifiesto: una enfermiza vacilación entre creencias
disyuntívas y líneas de conducta incompatibles.
Todos estos siniestros fenómenos fueron los inevitables castigos
de la falta de creación de Roma: carencia que llevó a la Hélade misma.
A. su tiempo hasta la mano perdió su pericia y la lengua su habilidad:
cuando el Arco de Constantino fue construido, no había ya suficientes
grabadores de piedras para llevar a cabo la ornamentación, y el Arco
de Тrajano fue despojado de sus figuras para ponerlas en la nueva
obra.
El punto por destacar es que la victoria de la cristiandad en el
siglo IV no fue sumisión de una minoría de romanos tradicionalistas a
una abrumadora mayoría de cristianos, sino más bien la capitulación
de una mayoría confundida, desconfiada, ambiciosa, supersticiosa,
derrotista, a una minoría organizada que sabía lo que quería y no
retrocedía ante ningún esfuerzo público ni penalidad privada para
ejecutar su voluntad. El mismo espíritu que los cristianos demostraron
al establecer la Iglesia pudo haber capacitado a los romanos para
salvar el Estado y renovar el orden social. Pero los sostenedores de la
cultura clásica sólo sabían luchar en una acción demorada; eran
incapaces de inventar la estrategia de una nueva campaña.

2. Un día de otoño en Ostia


Todos los acerbos conflictos entre la vieja cultura clásica y la
cristiana nueva están resumidos en un diálogo que parece datar del
siglo III de nuestra era: el Octavio, de Minucio Félix. Es ésta quizá la
obra más encantadora de toda la biblioteca de los apologistas
cristianos. El escritor describe una larga, acrimoniosa discusión que
tiene un día de otoño con su amigo cristiano Octavio y con su
compañero pagano Cecilio, mientras caminan a lo largo del Tiber,
desde Roma hasta el puerto marítimo de Ostia. Minucio Félix evoca la
atmósfera de ese paseo con tanta habilidad que los siglos
desaparecen: uno ve las olas que ondulan suavemente "alisando las
arenas", los cascos de las botes recostados en la marea baja y los
muchachos romanos gesticulando expresivamente a orillas del mar,
haciendo saltar conchillas sobre el marea. Pero a través de la suave
luz otoñal suena la estridencia de los argumentos: empieza cuando
Octavio denuncia el saludo de Cecilo a la imagen de Serapis.
Por su habilidad literaria, Minucio es demasiado serio para
mantener la conversación en el nivel de su descriptivo prólogo o darle
la suave facilidad de uno de los clásicos diálogos de Luciano: esta
conversación es una serie de duras arengas, exhortaciones,
sermones; ninguna parte tira sus golpes o trata simplemente de parar
las de los otros. Por lo contrario: Cecilio es tan didáctico como
Octavio e igualmente arrebatado en sus réplicas: los cristianos se le
han metido debajo de la piel y él, como romano educado, se duele en
forma un poco snob de que "ciertas personas -y éstan torpes en
conocimientos, entrañas a la literatura, sin conocimiento siquiera de
las artes sórdidas- se permitan determinar con cualquier certeza
sobre la naturaleza en general, y la majestad, sobre la cual muchas de
las multitudes de sectas en todas las edades han discutido y sobre la
cual la filosofía misma delibera todavía... Cosas que son inciertas
debieran dejarse tal cual son.
"¿Donde —pregunta Cecilio — está ese Dios capaz de ayudarte
cuando vuelvas a la vida, puesto que no puede ayudarte mientras
estás en ésta? ¿Acaso los romanos, sin ayuda de vuestro dios, no
gobiernan, reman y gozan del mondo entero, y tienen dominio sobre
tí? Pero tú, mientras tanto, en suspenso y ansiedad, te abstienes de
los goces respetables. No visitas exhibiciones; no te ocupas de los
juegos públicos; rechazas los banquetes públicos y aborreces los
sagrados torneos... Os ponéis así en situación de temor de los dioses
que negáis. No coronáis vuestra cabeza con flores; no favorecéis
vuestro cuerpo con olores; reserváis los ungüentos para los ritos
funerales; hasta rehusáis las guirnaldas a vuestros sepulcros... Así,
míseros como sois, ni os levantáis de nuevo ni vives mientras tanto.
Por lo tanto, si tenéis alguna sensatez o modestia, dejad de rogar a
las regiones del cielo y el destino y los secretos del mundo; es
suficiente mirar delante de vuestros píes, especialmente para los
incultos, los rústicos y los groseros, que no tienen capacidad para
comprender los asuntos civiles y, por lo tanto, mucha menos para
discutir los asuntos divinos."
Octavio, naturalmente, replica a tono: explora cada debilidad de
la filosofía pagana v demuestra una invencible confianza, que es casi
insolencia, y ciertamente orgullo, en las actividades cristianas. Este
diálogo con seguridad resume la sustancia de mil conversaciones entre
marido y mujer, maestro y alumno, amo y esclavo, entre amigo y
amigo durante el penoso período de transición. Finalmente, Octavio
llega a tratar a Sócrates de bufón ateniense, que confesó no saber
nada. Su desprecio por los filósofos no tiene límites. Que "toda la
multitud de académicos filósofos delibere; que Simónides postergue
por siempre la decisión de su opinión. Despreciamos las fuentes bajas
de los filósofos, a quienes conocemos como corruptores y
adulteradores y tiranos, siempre elocuentes contra sus propios vicios.
Los que tenemos la sabiduría no en la ropa, sino en la mente, no
hablamos de grandes cosas, sino que las vivimos; nos preciamos de
haber alcanzado lo que ellos buscaron con extrema ansiedad y no
fueron capaces de hallar nunca".
Con cualquier criterio intelectual, Cecilio tiene la mejor parte en la
discusión; porque si el politeísmo romano había alcanzado el último
limite del absurdo petrificado, la apologética cristiana, que discutía
volublemente sobre asuntos en los que Aristóteles y Platón habían
llegado a juicios sólidos, era a veces presuntuosamente confiada y
orgullosa de sus propias limitaciones.
Hasta Tomás de Aquino la teología no recogió generosamente la
sabiduría de la filosofía precristiana ni aceptó su ayuda para barrer
contradicciones insolubles ni disponer de supersticiosas reliquias. Pero
a pesar de la inteligencia y de la dialéctica de Cecilio, finalmente es
vencido: los puntos de discusión no podían ser decididos solamente
por referencia a valores intelectuales; y en la vida real Octavio lleva la
ventaja moral. Súbitamente, la jactancia de Cecilio empieza a sonar a
hueco en sus propios oídos: es el pasado lo que está elogiando, no el
indefendible, indigno presente. Con una precipitación que recuerda la
conversión de Pablo, las defensas de Cecilio se derrumban y se hace
un feliz converso al cristianismo. Esto no es simplemente un final feliz
literario, sino que simboliza una verdadera transformación.
Este abrupto vuelo de la razón a la fe, de un pasado recargado a
un magro y descarnado futuro ocurrió en cada ambiente de la
sociedad. "Diciendo adiós al orgullo romano y a la pedantería ática —
anunció desafiante Tatiano — yo me así a nuestra filosofía bárbara." La
lógica y la prudencia podrían estar contra el alegato cristiano; pero en
cierto modo la vida estaba de su parte. Ningún otro credo era lo
suficientemente humilde para fundar sus cimientos en las esperanzas
muertas, los temores y los deseos de las masas; ningún otro credo
quería poner al pobre y al humilde en paridad con el rico y el sabio y el
orgulloso. El cristianismo socavó túneles hacia una región donde la fe,
no la razón, la esperanza, no la demostración científica, estaban
establecidas: en las catacumbas de la personalidad no sólo enterraba
a los muertos, sino que reunía a los vivos. La fe cristiana prevalecía
no porque los cristianos tuvieran mejores razones que los paganos
para esperar un mundo renovado, sino precisamente porque sus
ilimitadas razones desafiaban la razón. Como Pablo lo había dicho,
Dios eligió "cosas que no son, para llevar a la nada a cosas que son".
Sólo los que creían en lo imposible estaban preparados para continuar
existiendo en esta sociedad en agonía. Eran los realistas, que no
comprendían la realidad.

3. "¡Sauve qui peut!"


Hacia el fin del siglo IV de nuestra era el mundo romano estaba
muriendo. La muerte estaba en el aire: nunca más visible que cuando
viejas familias romanas pretendían penosamente mantener vivas sus
antiguas costumbres, como si coloreando la cara de un muerto lo
pudieran volver a la vida. Las cartas que esas familias cambiaban, sus
piadosas excursiones por la arqueología, sus alusiones a Cicerón y
hasta a Platón se habían convertido puramente en decorativas: una
mueca senil ante un espejo roto. La muerte estaba en el aire, aunque
la columna de Тrajano todav ía se erguía en la luz del Foro y las
multitudes en El hipódromo todavía rugían de placer.
Los espectadores imaginaban que aquello de que sus ojos eran
testigos era muy real: era la proyección de sus almas torturadas.
Pero aquellos cuyas almas estaban muertas todavía no veian nada, y
por lo tanto no tenían ninguna premonición de los terribles cambios
que se aproximaban.
Entre Тertuliano. al principio del siglo III, y Cipriano, apenas algo m
ás que una generación más tarde, se produjo un violentó cambia en el
clima político. Tertuliano todavía se jactaba del aumento de la
población y de la riqueza de Roma; Cipriano manifestaba, por lo
contrario, que Roma estaba muriendo de iniquidad y de trastornos
seniles. Los acontecimientos confirmaron, en realidad, la oscura
intuición. Después de todo. una economía depredadora no podía durar
siempre. El mismo éxito de la pax romana redujo el número de
esclavos que llegaban al mercado, con su sistema económico.
Mientras tanto, los bosques alrededor del Mediterráneo y del Adriático
habían sido saqueados, que se usaba la madera como combustible en
gran escala, así como para construcciones. Hace tiempo George
Perkins Marsh, en “La tierra y el hombre”, demostró el efecto de la
subsiguiente erosión del suelo en la agricultura del mundo clásica. Las
marismas, va no avenadas, formaron criaderos de mosquitos
conductores de la malaria.
Abrumados por sus deudas, los labriegos independientes, que en
un tiempo habían hecho grande a Roma (eran sus murallas y la savia
de la urbe), se esclavizaron a sus acreedores o buscaron alivio
sirviendo como colonos o siervos en las grandes propiedades:
trocaron libertad por seguridad. Campesinos desesperados,
desesperanzados de conseguir vivir de la tierra, vagaron por la Galia
en el siglo IV y por España en el V. El memorialismo romano, brutal
como siempre, se sobrepasó a sí mismo. Salvanio menciona que
muchos campesinos pobres prefirieron emigrar a los dominios de un
jefe gotico antes que permanecer en los de un propietario romano: el
extranjero era más humano.
La depredadora economía de Roma ya no tenía la confianza en sí
misma ni la disciplina para extender sus conquistas. El parasitismo
continuaba devorando firmemente las entrañas de Roma: el ciego
buitre no podía ni atrapar nueva presa ni deshacerse de los gusanos
que medraban a expensas de su propio cuerpo. Hasta la misma gente
que se aprovechaba de esta cultura fue la primera en evadir sus
obligaciones: los patricios desviaron a los pueblos conquistados de la
tarea de guardar el Imperio; sus asuntos privados, especialmente sus
diversiones privadas, los absorbían más que sus deberes públicos. En
una tentativa por mantener una especie de orden y disciplina públicos,
el Imperio, en sus postrimerías, volvió al principio hereditario; todo
hijo debía seguir la ruta de su padre: ningún hombre podía desertar de
su puesto heredado. Todo en vano: la misma clase que promovió esta
ley fue la peor transgresora de ella.
Ya en el siglo III las nuevas incursiones bárbaras habían producido
un efecto marcado sobre el carácter de las ciudades, las cuales, en los
días de la pax romana, estaban construidas al descubierto, sin la
protección de muros, con excepción quizá de los distritos fronterizos.
Ahora estaban rodeadas de baluartes; cada ciudad se convirtió en una
fortaleza, capaz de autodefensa aislada por si el ejército le fallaba.
Cuando la población se acumulaba para conseguir protección, el
espacio escaseaba, y se produjo la sobreedificación. Hasta entonces
la aristocracia había gozado de sus hogares urbanos y sus villas
rurales. Ahora los patricios se retiraban permanentemente hacia el
campo. Cuando Arcadio en 396 trató de prohibir "el impío éxodo hacia
el campo", habló en el desierto. El éxodo ya había tenido lugar.
Eventualmente, las ciudades empezaron a sufrir la despoblación, y una
de las primeras señales, según el testimonio de Libanio, fue la rebaja
de salarios a los profesores de las universidades municipales.
A. medida que la vida empeoraba, la gente desertaba de sus
puestos y se escapaba de sus restantes deberes. Cada hombre
pensaba para sí: !sauve qui peut! Entre los años 396 y 412 Honorio
publicó nueve edictos sobre deserción y ocultamiento de desertores
del ejército, según Dill. Hasta las corporaciones que proveían de
alimento a Roma trataron de evadir su hereditaria tarea. Todos
buscaban su seguridad, nadie aceptaba responsabilidad.
Nótese el hecho de que no hubo intervalo en las facilidades
técnicas. Las grandes obras de ingeniería eran de naturaleza estable,
con pequeña necesidad de reparación y arreglo; sin duda se hacían
gastos en gran escala para trabajos públicos en el siglo IV, y el
despliegue visible de templos, baños, universidades municipales y
monumentos nunca fue más grande que en el primer periodo de la
decadencia. Hasta la organización postal romana, según Dopsch,
estaba todavía en vigor en Tolosa ya en el siglo VII. Lo que estaba
faltando, mucho antes de que las invasiones bárbaras hubieran
cumplido Si' tarea, mucho antes de que el descoyuntamiento
económico se volviera serio, era un empuje interior. La vida de Roma
era ahora una imitación de la vida: un mero sostenerse. El santo y
seña era seguridad, como sí la vida no conociera otra estabilidad que
por media de constante cambio, o ninguna forma de seguridad,
excepto por una incesante voluntad de correr riesgos.
Frente a este firme deterioro y regresión, la fe romana en "la vida
romana", el optimismo de las egocéntricas clases superiores,
permanecía incorregible. Siempre habría una Roma y los patricios
estarían siempre en la cumbre. Así decían y así creían. Rutilio
Namacíano que había presenciado el saqueo de Roma en 410,
observaba que el desastre pudo ser mayor; de todas maneras, el
Imperio se recobraría. Orosio, un apologista cristiano contemporáneo,
no era menos sanguíneo: ¿No eran, después de todo, los expoliadores
godos, hermanos cristianos? Indudablemente, el rumor de que los
bárbaros habían respetado cristianos en Roma contribuyó en gran
escala a la conversión de indiferentes al cristianismos.
Mientras tanto, a cortos intervalos, los antiguos limites cayeron.
Los golpes de los conquistadores bárbaros sólo aceleraron la
decadencia interior. Los últimos juegos olímpicos —instituidos en 776
a. C. — se efectuaron en 394 d. C. Poco después de 404 el anfiteatro
Flavio en Roma fue cerrado a los combates de gladiadores. El agua
cesó de fluir en las termas de Caracalla después de 537; y la última
carga de madera para calentar el agua había entrado en la ciudad
muchos años antes. Hasta en el Imperio Oriental, donde la fosilización
de la cultura grecorromana detuvo durante casi mil años el proceso
final de decadencia, la escuela de Atenas fue cerrada en 529, y los
filósofos que quedaban, enviados a Persia. Una por una, las viejas
lámparas clásicas se apagaron; una a una, las nuevas bujías de la
Iglesia se fueron encendiendo.
Naturalmente, la existencia magra, vulgar, continuó. Retazos de
la antigua cultura sobrevivieron todavía en Galia, Hispania o al pie de
Italia durante varias centurias. En las mansiones campestres había
todavía señales que podían tomarse por un genuino renacimiento.
Venancio Fortunato, describiendo el humo de las villas que emergían
entre los bosques de pino y de olivos, observaba que, como en el
siglo anterior, los grandes señores estaban restaurando sus
posesiones campestres con nuevos baños, majestuosos pórticos y
fuentes.
Cuatro siglos de tiranía política, negligencia militar, rapacidad
económica e irremediable disolución ideológica habían precedido la
simbólica caída de Roma; cuatro siglos más fueron necesarios antes
de que sus instituciones cambiaran definitivamente sus señales.
Fueron no de oscuridad, sino de tinieblas. Los fragmentos dispersos
del Imperio Occidental eran como muchas familias gentiles necesitadas
tratando de vivir de su capital. Por más que ahorren, cada año están
más pobres.
En Bizancio la antigua vida se sostiene en fantástica combinación
con las nuevas formas cristianas. Se puede deducir de la sensual
melancolía de las caras de los mosaicos bizantinos que se está
presenciando una exquisita corrupción en la que la sofisticación
extrema se mezcla con la extrema ingenuidad. Pero el gran Código de
Justiniano y la Antologia, griega fueron los monumentos de una
creación no renovadora. Para la vida del hombre, la continuación del
Imperio Oriental fue menos feraz que la desorganización del Imperio
Occidental.
En Arabia la cultura judeohelenistasiria escapó a los peligros de la
retirada y a la fosilización, y en el siglo VII sufrió, sin duda, un súbito
renacimiento. Las idea s formativas de la cultura maga, encarnada en
Мahoma, pusieron al alcance nuevas energ ías en arte, política y
pensamiento: prueba de que el camino del cristianismo no era la única
escapatoria de esta sociedad agonizante. Al principio, la religión del
Islam parecía tan similar a la cristiana que muchos contemporáneos la
contemplaron simplemente como una nueva herejía: y he ahí que la
complicada cultura mundial de la época anterior tomo finalmente
forma positiva. Si se juzgan los relativos méritos del islamismo y del
cristianismo únicamente por sus inmediatos resultados políticos y
culturales, sería claro que el islamismo probó ser más efectivo que el
cristianismo en salvar y fortalecer esta corrompida sociedad. Pero, a
la larga, el ídolo cristiano cubrió un área mayor de la vida humana.

4. El espíritu de retirada
Por el siglo V la vida se habla convertido en un pantano; de su
fangoso fondo surgían unos pocos brotes. El cristianismo cegó las
salidas y creó un lago: el agua ya no fluía; se hacía más profunda.
Con el tiempo, el reservorio creció lo suficiente para formar una
cabecera de represa que podía usarse para fuerza e irrigación.
tal figura no era indudablemente remota de las mentes cristianas.
"Hemos visto a menudo agua —observaba Gregorio de Nisa —
contenida en una pipa, surgiendo violentamente por esta fuerza
restrictiva, que no le permitiría gotear, y esto a despecho de su
natural gravitación: del mismo modo la mente del hombre, cerrada en
el compacto canal de una habitual continencia, y sin ninguna salida
lateral, se eleva, por virtudes de sus poderes naturales de
movimiento, a un amor exaltado." No teniendo ninguna salida lateral:
ahí está el secreto. En esta restricción de objetivo está eventualmente
el poder motor para una nueva vida. Tenemos ahora que observar las
aguas que limpian en acción, fluyendo a través de los establos de
Augias de la civilización clásica.
Esta transformación está mejor simbolizada en la vida de Paulino
de Nola, un romano nacido para el patriciado, poseedor de inmensa
riqueza, senador y culto poeta, gobernador de una provincia y cónsul
antes de llegar a los treinta años. Ese hombre heredó todo lo que el
mundo clásico sobreviviente podía ofrecer a alguien. Súbitamente
desapareció, y las cartas que sus amigos le dirigieron permanecieron
sin respuesta. Después de cuatro años de silencio respondió
finalmente a las incitaciones de su antiguo amigo Ausonio, profesor y
poeta de Burdeos. La carta venía de España; pero la voz que traía se
levantaba de la tumba. Roma estaba ya muerta para Paulino, como
pronto lo iba a estar para el mundo. En su monástico refugio de
España Paulino había encontrado una luz diferente, una gloria más
alta: la luz de la eternidad, la gloría de Dios. Viviendo con escasos
medíos, sirviendo como sacerdote parroquial, Paulino dedicaba su
fortuna a rescatar prisioneros. Cuando su fortuna desapareció, se
vendió él mismo como esclavo, para rescatar al hijo de una viuda.
En esta historia toda una época se reduce a una vida. Sólo existe
un modo de enfrentar la marea del infortunio que avanza, y es bucear
en la ola amenazante antes de que se rompa. Así, los patricios se
convirtieron en cristianos, y los cristianos en monjes. Podemos
atestiguar la general transformación de la vida en dos grandes Padres
de la Iglesia: Jerónimo y Agustín: el viejo. El traductor de la Biblia al
latín, y el joven, un diligente y voluntarioso autor, mejor conocido por
sus Confesiones y La ciudad de Dios. La personalidad de Agustín dejó
una impresión en la reciente cristiana que le va en zaga solo a la de
Pablo; y por la naturaleza de sus tiempos y su crisis personal, dejó
tras de sí un turbio sedimento, tanto en dogma como en conducta: la
predestinación y el puritanismo adquirieron con Agustín un ímpetu
especial.
5. La Ciudad de Dios
San Agustín, hijo de la Numidia, nació en Тagasto: su madre, М
ónica, era cristiana; su padre, pagano. Como cualquiera otro
muchacho del norte de África en la segunda mitad del siglo IV, creció
en un mundo que era nominalmente cristiano, pero en el que el
cristianismo estaba todavía bajo el signo pagano, moldeado por la
civilización que despreciaba y rechazaba; cada movimiento en el
tablero era determinado por el gambito original de su oponente.
Cuando Agustín escribió sus Confesiones confeso que se sintió
confundido por el paganismo de su niñez: recordó la actitud tranquila
de su padre para con el cuerpo humano y recordó con desaprobación
la satisfacción de él, aquel día en los baños cuando descubrió el
reciente nacimiento de pelos alrededor de los genitales del
adolescente. Aun en Roma, las niñas se casaban a los catorce años en
ese período; y en la bochornosa atmósfera de una ciudad africana la
pasión sexual y el conocimiento carnal tenían todas las oportunidades.
El cuerpo de Agustín maduró tempranamente, y, a pesar de sus
dificultades para aprender el griego, su mente lo siguió pronto.
En las obras de Agustín todavía se siente el templado filo de casi
mil años de dialéctica. Pero la enseñanza clásica había ya dejado de
ser' orgánica y vivida; todas sus percepciones originales se habían
vuelto oscuras, embellecidas por brillos que las hacían todavía más
oscuras. Después que Agustín se convirtió en conferenciante y
maestro de retórica, alcanzó el alto grado de su carrera secular c
uando fue llamado a Мil án para pronunciar un elogio público del
emperador reinante. La que fue una vez una honesta pieza de
elocuencia latina, en celebración de los grandes hechos de grandes
hombres, se había convertido ahora en algo tan hueco como cualquier
otra cosa en el Imperio: las bajas palabras de Agustín cantaron las
preces de un simple muchacho, un badulaque, que no había hecho
nada. Reflexionando, el joven e inteligente profesor sintió náuseas por
su propia traición.
La curiosidad intelectual llevó a Agustín al maniqueísmo; quizá su
flagrante dualismo metafísico lo hizo especialmente atrayente para un
joven cuya mente se evadía a las etéreas regiones del neoplatonismo,
mientras que su cuerpo todavía ansiaba inconvenientemente la carne.
Aun cuando se había convertido en un acabado cristiano, San Agustín
continuaba, lo admitía tristemente, acosado en sus sueños por
deleites no castos. Pero Agustín era demasiado sano para compartir el
desprecio del cegatón Plotino por las necesidades físicas; y nadie
podría haberse expresado en las palabras cálidas y vibrantes que
Agustín empleó para dirigirse a Dios en sus Confesiones, sin haber
conocido el ansía, la locura, el éxtasis del pleno amor sexual. Toda la
teología de Agustín lleva las cicatrices visibles de sus batallas consigo
mismo: él no era Pablo. Y la vena de mórbida superescrupulosidad que
Agustín reforzó en el cristianismo tuvo su origen en su autocastigo:
nunca los de relajar su presión, ni tampoco pudo sentirse cómodo en
la compañía de publicanos y pecadores.
La conversión de Agustín al cristianismo tuvo tortuosas raíces
personales; no respondió simplemente a todas sus exigencias
espirituales, sino que lo capacitó para recuperar a su madre:
abrazando el cristianismo se volvió definitivamente a su dolorido
regazo. A su tiempo transfirió esa fijación materna a la Iglesia. Pero
su conversión, por todo eso, fue un paso heroico para un hombre en
toda la fuerza de sus facultades sexuales e intelectuales: era una
doble renunciación. Su crueldad para con su amante, que era madre
de sus hijos, revela la fuerza que la conquista exigía. Esta separación
fue un episodio negro de su vida que señala la falta de compasión por
la que había compartido su vida y la falta de comprensión de sí
mismo. No es de extrañar que los libros que Agustín escribió en su
tardía madurez vibren todavía con sus primitivas pasiones: hasta en
su traducción no pueden dejar de sentirse la violencia y el tumulto de
su corazón, golpeando a través de los fuertes ritmos y transmutado
todo en majestuosa retórica: el ojo salvaje y las resoplantes narices
del padrillo en celo, al otro lado del cerco que lo separa de su yegua. ¿
Тen ía que ser precisamente a la fuerza que el mal, para Agustín, no
resultara una fuerza positiva, sino una privación o ausencia del bien?
Como se podría anticipar con poca caridad en un creyente que
empezó su vida como hereje, Agustín se convirtió en el archioponente
de la herejía: los donatistas, los pelagiannos, sobre todo los
maniqueos, su propia tribu original, iban a caer bajo su imperioso
ataque. Mucho de lo que sabemos sobre las doctrinas de los
maniqueos viene del tratado en que Agustín los atacó. Desde el final
del siglo III, los maniqueos se mantuvieron como formidables rivales
de los cristianos. Su fundado r, Мanes, a cepta el cristianismo, pero
consideraba a Cristo sólo como un fantasma cuya misión había sido
proclamar la llegada del verdadero Dios, Manes mismo: un profeta
persa que, osando demasiado, fue finalmente ejecutado.
Мanes llev ó el dualismo persa a su conclusión lógica: separó
completamente el cielo del mundo y el alma del cuerpo. Todo lo que
pertenecía a la tierra era de hecho malo. De ahí que, según Alejandro
de Nicópolis, "porque (ellos creen) está en la divina voluntad y
decreto que la materia perezca, se abstienen de aquellas cosas que
tienen vida y se alimentan de la vegetación y de todo lo que es falto
de sensibilidad. Se abstienen también del matrimonio y de los ritos de
Venus y de la procreación de hijos".
En todos los puntos los maniqueos sobrepasaron a los cristianos
en su desprecio por el mundo, por la carne y por el demonio: sus
normas de pureza, por lo menos para los elegidos, eran absolutas, y
sus hábitos de observancia parecen haber sido constantes. La poca
evidencia que queda nos da motivo para creer que muchos maniqueos
practicaban en realidad lo que los cristianos predicaban. Pero esto no
cuenta para justificar la fe original de Agustín. Porque los cristianos
fueron salvados por la parte de su doctrina que los maniqueos
despreciaban, el Antiguo testamento, con su terrenidad, presidido por
un dios que los maniqueos miraban como un demonio. Había quedado
todavía bastante de la visión orgánica judía en el cristianismo para que
el más ascético santo recordara que la tierra es del Señor, y la
plenitud sobre ella. Por lo tanto, los cristianos se quedaron del lado de
la existencia natural: su rechazo paulino del mundo nunca fue
completo, porque por medio de Jesús siempre había quedado ligado,
por así decirlo, a la gozosa Casa de David. Cuando Agustín demostró
que el sol, la corporización misma de la luz, era a veces útil al hombre
y a veces perniciosa, triunfó sobre sus rivales maniqueos por simple
sentido común, puesto que demostró que la bondad y la maldad no
son propiedades contrarias del mundo físico, como luz y sombra, cielo
y tierra, sino que se hacen así por su relación con el espíritu humane.
En sí, el cuerpo no era malo; en sí, el alma no era buena, en realidad
podía ser diabólica.
La teología de Agustín tiene poco del suave humanitarismo
epiceno de Orígenes, que pensaba que todos los hombres serían
salvados finalmente: poco de la hospitalidad intelectual de Clemente
de Alejandría. Sólo con un freno de acero pudo dominar Agustín su
probo espíritu desatado; y forjó un freno similar para inclinar los
espíritus más laxos de la Iglesia. No accidentalmente dirigió Agustín la
lucha contra el británico Pelagio, que había declarado que era posible
para los crístíanos vivir sin pecado. Agustín había encontrado la vida
diferente. Sin duda estaba en lo cierto; pero sólo quien ha sido
violentamente impulsado al orgullo y la concupiscencia lo hubiera
reconocido tan fácilmente en la "inocente" conducta de un infante que
apenas había dejado el seno de su madre. La interpretación de Agustín
de la infancia era diferente de la de Jesús: pero Agustín era
esencialmente, si se permite la diferencia de terminología, un
precursor de Freud, o, para decirlo más correctamente, Freud fue un
inconsciente Agustínísta.
Para Agustín, el hombre era "un alma racional con un cuerpo
mortal y terreno a su servicio. Por lo tanto aquel que ama a su vecino
hace bien en parte a su cuerpo y en parte a su alma. Lo que beneficia
el cuerpo es llamado medicina: lo que beneficia el alma, disciplina. La
medicina incluye aquí todo lo que conserva o restaura la salud
corporal. Incluye, por lo tanto, no sólo lo que pertenece al arte de los
médicos, propiamente llamados, sino también la comida y la bebida, la
ropa y el abrigo y todos los medios para cubrir y proteger a nuestro
cuerpo, para guardarlo de las injurias y trastornos tanto de afuera
como de adentro". En este hermoso pasaje Agustín trasladó
hábilmente las doctrinas griegas clásicas a términos cristianos. Y a
partir de entonces la medicina estaba destinada a desempeñar un
papel creciente en el ministerio de la Iglesia Cristiana: los hospitales
permanecieron mucho tiempo bajo su ala, y el misericordioso cuidado
de los enfermos, particularmente los afligidos por las más repugnantes
afecciones, como la lepra, continuó siendo uno de los actos especiales
del celo cristiano. La última gran expansión del cristianismo, mil
cuatrocientos años después, fue la de los misioneros cristianos
llevando medicina, cirugía, higiene, a las junglas de Africa y a las
apestadas aldeas de Oriente.
Aparte de esos ministerios, Agustín despreciaba el conocimiento
sobre el mundo físico, porque, decía, lleva a los devotos a pensar sólo
en imágenes materiales y a no creer más que lo que en los sentidos
corporales nos imponen: más aún, porque los engreírla con su
pequeño conocimiento, impidiéndoles reconocer la plenitud del
universo, accesible sólo a la divina sabiduría. El principal deber del
cristiano, por lo tanto, no era tratar la ciencia, la política, la vida
mundana; su tarea era prepararse para la ciudadanía en La ciudad de
Dios.
Esta obra, por su exaltado idealismo, podría considerarse como si
fuera una utopía; pero en realidad este libro es todo lo contrario: es
una tentativa de establecer la proposición de que para el cristiano no
hay esperanza de salvación en el Estado o en la sociedad temporal,
por el carácter inherente a la condición humana. Agustín se extiende
largamente sobre las historias de Grecia y Roma para confirmar su
renunciación a la polis y pone su interés en un Estado extraterreno. Lo
que es dañino, imperfecto, inalcanzable, debe ser rechazado para que
el hombre encuentre la felicidad; y todas las cosas terrenas participan
de estas debilidades, hasta la sabiduría de los sensatos, que se pierde
con su muerte. Nótese el énfasis de Agustín: dice mucho sobre
estado actual de la vidade su tiempo. "El bien mayor... debe ser algo
que no puede perderse contra la voluntad. Porque nadie puede sentir
confianza respecto un bien que sabe que le puede ser quitado, aunque
desea guardarlo y acariciarlo... ¿Cómo se puede ser feliz en tal temor
de perderlo?" (De Moribus Еcclesiaes Catholiae). Lo único que puede
ser amado y poseído debe estar por encima y sobre toda corrupción
terrena: perfecto, inmutable, abarcándolo todo, en resumen: Dios,
"Ser absoluto que es." Buscar a Dios es el único fin para una vida
terrena. Así, Agustín.
Por un modo de énfasis, las doctrinas de Agustín iban a llevar al
cristianismo hacia un misticismo que no necesitaba de la Iglesia: una
comunión directa, un destello de unión con la deidad, posible para el
alma verdaderamente casta y regenerada. Ningún intermediario puede
proporcionar esta gracia del Espíritu Santo. Este énfasis puso los
cimientos para Lutero.
Pero el hombre, por meras medidas políticas no va a lograr nunca
la ciudad de Dios sobre la tierra. Pero, sin embargo, queda sobre la
tierra una institución que pretende trascender los límites de la
existencia terrena por la misma condición de sus fundamentos: la
Iglesia Cristiana misma. No sólo se conecta la historia de la Iglesia
directamente con Dios, sino que sus oficios sagrados la identifican con
Dios: en el sacramento de la misa el sacerdote expone a Dios en la
transustanciación del pan y del vino; y los representantes de Dios, El
clero, se convierten en las manos visibles del invisible Ser Superior
cuyas instrucciones sólo ellos pueden interpretar propiamente y llevar
a cabo. Ese énfasis lleva a un incaiificado autoritarismo. Pone a los
más altos dignatarios de la Iglesia por sobre la critica y el juicio
humanos.
Papa y sacerdote, obispo y santo, pueden ser criaturas capaces
de pecado; pero la Iglesia, por su facultad de absolución, estaba por
encima del pecado: poseía las llaves del cielo. Era ésta una doctrina
peligrosa para poner en las manos de hombres finitos y falibles.
Todavía conserva posibilidades casi ilimitadas de causar daño.
Hay un pasaje en La ciudad de Dios donde Agustín distingue entre
las tres posibles clases de vida: la activa, la contemplativa y la que
está entre ambas. Con el espíritu de los griegos, Agustín insiste en la
línea media: "No puede uno ser tan dado a la meditación que descuide
el bien prójimo; ni tampoco tan enamorado de la acción que olvide la
divina especulación". Pero de su doctrina se seguía que el más alto
bien, que era la vida contemplativa, era la elección definitiva para el
hombre. ¿Cómo, si no, podía contemplar a Dios? Agustín contrasta las
cargas de Мarta y Мar ía: la primera se inclina al presente, la segunda
al futuro; la primera, a los lab oriosos, la segunda, a los quietos: Мarta
a lo temporal, Мaria a lo eterno.
Lo futuro, lo quieto, lo feliz, lo eterno. Estos estados venían a
representar en su alta condición del hombre. Eran los objetivos finales
de la existencia humana, en aras de los cuales la gente perdería
gustosamente cualquier otra oportunidad. El pasado era un puñado de
cenizas; el presente, el quejido de una parturienta dando a luz un niño
muerto. Agustín habló de paz, repetidamente, como si fuera un bien
incondicionado y absoluto. En ese error registró los nervios
exacerbados de su edad y generación. Deseaba la paz así como un
enfermo exacerbado por el sonido de un aspirador de polvo desea el
silencio.
Tratando la paz como algo absoluto, Agustín volvió a su mejor
juicio. Porque con un espíritu más sano había descrito el curso del
mundo como "un armonioso poema, mas gracioso por las figuras
antitéticas": un pálido reflejo de la filosofía de Heráclito. Pero para
entonces la porfía se había vuelto intolerable y el cansancio del mundo
se había hecho universal. La paz, aun a expensas de la verdad y de la
justicia, era el atributo indispensable de la salvación y su mayor
recompensa. Agustín dio el toque de retirada final.

6. La organización de la retirada
Los días de los primitivos mártires y santos cristianos habían
pasado. Ahora los perseguidos se convertían en perseguidores:
¡Desgraciados de los herejes! ¡Desgraciados de los incrédulos! Pero
mientras tanto apareció un nuevo tipo de martirio, autoinflígido,
elegido como para hacer prevalecer el espíritu de retirada. Ya la nueva
vida había tallado su forma en el borde del desierto egipcio, más allá
de Tebas y Alejandría. Una vez el hombre había exigido un Imperio
para dar campo a sus ambiciones; ahora su confianza vacila Y se
conforma con cavar una cuna en la arena. Desde ese punto en el
espacio, el perímetro de su visión se amplía hasta lo infinito; según el
patrón de esos días vacíos, puede dibujar un cuadro de la eternidad.
Buscando la santidad, buscando sobre todo la paz, el cristiano se
construyó una vida completa en torno de los temas de la exclusión y
de la muerte.
Ya el ojo no enfoca la distancia medía: o se ve la suciedad por
debajo de los propios pies, los desechos, los gusanos, los rastreros
escorpiones, o se contempla un radiante paraíso en el cielo. Тodo lo
que est á en medio se convierte en irreal, o por lo menos en
engañoso. Los caminos de los sentidos deben ser cerrados. Hasta los
pasajes indirectos hacía la existencia terrena deben ser obstruidos; y
todo esto solo un poco antes de que Gregorio el Grande le reproche a
Desiderio, obispo de Viena, el haber explicado la gramática a ciertos
amigos. "Contempla todo como veneno —advierte Jerónimo - que
lleva dentro de si la semilla del placer sensual."
El temor y el pesar tienen su escape en la huida, la retirada, el
agacharse. En la mayoría de los anímales estas emociones los inducen
a buscar refugio en un agujero, una cueva, un soto; frecuentemente a
rechazar el alimento o la compañía animal. La oscuridad y el pesar
armonizan; porque la luz del sol es una ultima aflicción para aquellos
que sufren. Se cierran los ojos, se sepulta la cabeza en las manos, se
corren las cortinas, se sale solamente de noche, se come poco y se
habla menos. Haciendo una disciplina intencional de estas reacciones
instintivas, el cristiano les dio contenido y significado sociales. ¿Es
extraño, entonces, que en su mundo moderno, aquellos que han
rechazado las emociones fuertes e imaginado que la vida no comporta
males humanamente irreparables, hayan perdido también todos los
gestos primitivos del dolor y hayan abandonado la costumbre formal
del luto?
Retirándose a una tumba psicológica, el cristiano se instó a un
segundo entierro, reproduciendo un estado similar a aquel de la
entraña materna, cuando la vida estaba en completo equilibrio y no
comportaba nada más allá de simple animación: silencio, protección y
paz recuerdan ese estado primario de la unidad animal. Si no se es lo
suficientemente fuerte para luchar, hay que ser lo suficientemente
fuerte para pasar inadvertido: quedarse quieto y hacerse el muerto. El
pesar llenó los corazones de los hombres por todas partes durante el
largo periodo de violencia que se desató en el siglo III y alcanzó su
culminación, quizá, en el IX; pesar por separarse, pesar por la
brevedad de la vida, pesar por las injurias a los amados, pesar por el
más terrible recuerdo que acosa a los refugiados, el recuerdo de los
días felices. Boecio, víctima también del bárbaro poder arbitrario, fue
el primero que declara esta clase de dolor como el peor de todos, y
más tarde el exiliado Dante le hizo eco.
Algasia, dama cristiana que vivía en Galia, escribió ansiosa a
Jerónimo para averiguar qué quería decir Cristo con la terrible
predicción relatada en el Evangelio según Мateo: "М ás hay de las
preñadas, y de las que crían en aquellos días; Orad, pues, que vuestra
huida no sea en invierno ni en sábado". Tenía razón para sospechar
que el día anunciado en la Escritura estaba al caer. A partir del final del
siglo IV las probabilidades de seguridad y paz empeoraron; por lo
tanto la seguridad y la paz eran lo único que los hombres deseaban, y
gustosamente hubieran trocado todas las dulces vanidades del mundo
para asegurarse siquiera un trozo de vida normal. Eso hubiera sido el
cielo. De esta situación surgió el momanticismo.
Como casi todo lo que maduró entonces, el monasticismo había
estado en camino desde mucho antes. Lo que todo el mundo sintió en
el siglo V los judíos ya lo habían experimentado antes de la llegada de
Cristo: la prueba, los terapeutas, secta judía descrita por Filo. "Se
despojan de su propiedad, dándola a sus parientes; luego, dejando a
un lado todos los cuidados de la vida, abandonan la ciudad y toman
morada en los campos y jardines solitarios, convencidos de que el
trato con personas de diferente carácter es no sólo inútil, sino
injurioso." Ya en 250 las persecuciones de los decios habían hecho
que miles de cristianos africanos se refugiaran en los desiertos
cercanos. El más famoso de estos primitivos ermitaños fue Antonio,
quien empezó a vivir solo en las afueras de una población, y fue
retirándose cada vez más adentro del desierto para estar aislado,
hasta que en 305 alcanzó los bordes del mar Rojo.
Con Pacomio, que nació en 297, empezó una rutina ordenada de
estos hombres retirados; y cuando en 386 Jerónimo se retiró al
monasterio de Bethlehem este modo de vida había adquirido ya cierta
forma y disciplina comunal. El nuevo monasterio era una casa de
refugio o, si se prefiere, una prisión. ¿No dijo acaso Тertuliano: "La
prisión hace el mismo servicio al cristiano que el desierto al profeta"?
Los términos y las condiciones eran casi intercambiables: en ambos
casos se estaba simplemente "libre de causas de ofensa, de tentación,
de impías reminiscencias, sino libre de persecución también".
Jerónimo nos ha dejado una excelente descripción de la primitiva
organización de los cenobitas o comunidades monásticas. Estaban
divididas como un ejército en grupos de diez, y tenían un miembro
autoridad sobre los otros nueve; y diez grupos formaban un centenar
presidido por otra autoridad única. Vivían en celdas separadas, pero se
reunían "después de la novena hora'' para cantar salmos y leer las
Escrituras. Inevitablemente, en esta vida, entraba una corriente de
egoísta preocupación. Jerónimo conoció bien las dificultades internas y
externas del retiro.
"Cuán a menudo —expresó —, cuando vivía en el desierto, me
imaginé entre los placeres de Roma... Ahora, aunque en mi temor del
infierno me haya retirado a esta prisión, donde no tengo más
compañeros que escorpiones y bestias salvajes, me encuentro a
menudo entre bandadas de muchachas. М i cara estaba pálida y mí
cuerpo helado por el ayuno; sin embargo, mi mente palpitaba de
deseo y los fuegos de la concupiscencia llameaban ante mí cuando mi
carne estaba casi muerta." El león que tan a menudo se representa al
lado de San Jerónimo en cuadros y dibujos más adelante, sirvió como
símbolo de sus pasiones, aparentemente domadas, pero listas para
saltar.
Mientras tanto, Jerónimo dio justificación racional a otro aspecto
del monasticismo: su retiro de las ciudades. Porque el nuevo
monasterio se desarrolló come retiro esencialmente rural. Una vez
más, el hombre occidental buceó en un edén bucólico el fundamento
de una vida satisfactoria. La descripción de Jerónimo es admirable.
"Visto que hemos viajado la mayor parte de nuestra vida por un
mar tumultuoso, y que nuestro bajel ha sido sacudido por fieros
vendavales y arrojado contra traicioneros escollos, encontremos, lo
más pronto posible, el ciclo de la quietud rural. Allí, regalos como la
leche y el pan casero, y las verduras regadas por nuestras propias
manos, nos proporcionarán rustico pero inofensivo vivir. Viviendo así,
el sueño no nos ha de desviar de la plegaria; ni la saciedad, de la
lectura. En verano la sombra de un árbol nos proporcionará privanza.
En otoño la calidad del aire y las hojas esparcidas bajo nuestros pies
nos invitarán a detenernos y descansar. En la primavera los campos
estarán brillantes de flores, y nuestros salmos sonarán más dulces
acompañados por el piar de los pájaros. Cuando venga el invierno con
sus heladas y nieves no tendré que comprar combustible, y ya esté
durmiendo o velando, estaré más abrigado que en la ciudad... Que
Roma guarde para sí su ruido y su agitación, que sigan los crueles
espectáculos de la arena, que los espectadores gocen en teatro."
Jerónimo escribió estas palabras al dejar Roma en 385. Ya, por
anticipado, había delineado la vida del principio de la Edad Media; había
pintado una serie de escenas para un libro de horas, o calendario
medieval, siguiendo la rutina de la vida piadosa a través de las
estaciones. En este pequeño idilio recuerda a Teócrito y salta al
encuentro de Rousseau. A mucho habrá que renunciar antes de que
sea posible esta vida: "¿Cómo puede armonizar Horacio con el
salterio, Virgilio con los Evangelios, Cicerón con los apóstoles?"
¿Cómo, en verdad, San Jerónimo? Pero si hay alguna forma racional
de vida durante los seis siglos siguientes, principalmente será en los
monasterios en donde se ha de encontrar. Este amurallado retiro se
elevará en el paisaje, tan aislado como una ciudad fortificada o un
castillo encaramado en una roca, esos agentes y símbolos del
naciente feudalismo. Aquí los dispersos ejércitos de la civilización
curaron sus heridas y juntaron fuerzas.
Jerónimo anunció el sueño hibernal del espíritu de la Europa
occidental: un largo periodo de actividad suspendida, señalado por
oscuridad, sopor y sueño. La oscuridad de la tumba.

7. Pobreza, castidad, obediencia


La nueva forma de vida monástica surgió en todas partes, desde
Egipto hasta Irlanda: pero el hombre que le dio firmes contornos fue
Вenedicto de Nursia. No se propon ía agregar algo a los
establecimientos clericales de la Iglesia, o fundar una orden especial
rara los elegidos. Lo que él trató de hacer fue una nueva especie de
institución doméstica para legos que deseaban vivir lo más
plenamente Posible una vida de renunciación. No hacía sino continuar
una tradición que Agustín había encontrado en vigor ya en Roma ni
dos siglos más atrás: casas de pensión donde un grupo de cristianos
fanáticos vivía bajo las órdenes de un diácono.
En lugar de abandonar la familia, Вenedicto convirti ó el nuevo
monasterio en una familia colectiva. Excluyendo toda relación sexual,
los hermanos no sólo se prometían vivir en un domicilio comían, sino
igualmente aceptar a los otros para el bien o para el mal v
permanecer unidos toda la vida. El monasterio se convirtió en una
familia estable, y el abad en un Padre patriarca: así, la tendencia al
vagabundeo y la autobúsqueda era vencida, y el temor a la
inseguridad y a la discontinuidad —el peor de los temores en una
sociedad desintegrada — anulado.
Además, Benedicto impuso la labor diaria en los campos y talleres
no menos que en la capilla, la biblioteca, el escritorio. Esto no
solamente aseguraba la supervivencia de la casa v ponía orden sobre
la base de bastarse a sí mismo, sino que suavizaba las tensiones de la
restricción ascética, equilibrando la personalidad toda. La abolición,
por Вenedicto, del cl ásico desprecio por la labor servil, su combinación
de disciplina espiritual y ejercicio manual, fueron una contribución
esencial a la educación; y su escabullirse de esta unión a las escuelas
de las catedrales, después universidades, contribuyó a la recurrente
esterilidad de la casta intelectual.
La laboriosidad de los benedictinos en todos los niveles se hizo
proverbial. Con el tiempo, piadosas donaciones iban a convertir a
estas abadías benedictinas en grandes terratenientes; y el trabajo
diario en los extensos campos, viñedos, huertas, fábricas de vidrio y
forjas requería más brazos que los que se alojaban en el monasterio
mismo: la ayuda secular seria necesaria y las ganancias seculares
afluirían con largueza. La ulterior percepción de John Wesley, de que la
sobriedad, frugalidad y regularidad cristianas llevaran inevitablemente
al éxito profano, y éste pondría en peligro el alma cristiana, fue
verificada muchos siglos antes de que el pietismo inglés lo probara
una vez más. Pero el rigor del monasticismo demostró su valor como
adaptación social: los monasterios de Europa formaron, como los
pinta Coulton, una cadena de fortines a través de Europa, y retuvieron
para el cristianismo las tierras bárbaras.
Benedicto colacionó y codificó las varias reglas existentes y las
llevó adelante. El monje que entraba en esta nueva institución tomaba
el voto benedictino; se obligaba a la pobreza, la castidad y la
obediencia y se entregaba por entero a una vida de trabajo, plegaria,
humildad y abnegación. La codicia económica, la concupiscencia y el
orgullo eran sus eternos enemigos, aunque con referencia a la primera
y a la última tentación, lo que se negaba como individuo lo gozaba
eventualmente coma ente corporativo. Como Benedicto mismo. el
monje abandonaba sus bienes terrenos a la entrada y aceptaba el
comunismo que implicaba esta vida dedicada. Moría en el mundo, no
para el mundo: moría para tener, en el girar de la vida diaria, una
vislumbre de la inefable paz que le era prometida para la vida ulterior
por la contemplación de Dios.
En el monasterio benedictino se encontraba en la vida real la
condición de Platón para la comunidad ideal por lo menos: una crisis,
un director capaz, una buena constitución, una justa división del
trabajo, un orden económico comunista y un grupo de guardianes
ocupados con las verdades eternas y poco dispuestos a aceptar la
tarea del gobierno. Aquellos que desprecian el "idealismo" de Platón se
pueden preguntar cuántos poderes estatales han durado lo que la
orden benedictina.
Para hacer más aceptable esta muerte en vida, el monje se
acostumbraba a una prematura senilidad: la cabeza calva de los
viejos, la manera grave, el circuito de movimiento limitado como por
una cojera, caracterizaban su apariencia y sus costumbres.
El Dr. Rosenstock-Huessy ha sugerido que esta adaptación fue
primariamente un esfuerzo para remediar la carencia de verdaderos
ancianos en esa sociedad, carencia debida a la extrema brevedad de la
vida humana, promedia del momento, que dio preponderancia a los
inmaduros e irreflexivos, con su alta vitalidad y limitada experiencia.
Ante lo corta que era la vida, difícilmente podrá haber duda: hambre,
asesinato, peste, guerra, hacían su aparición con creciente
regularidad. Por esta razón, el monasticismo pudo haber prosperado
como adaptación lo mismo social que psicológica.
"Cava y siembra —dijo el fundador de la abadia de Clonfert — para
que tengas qué comer, qué beber y con qué vestirte; porque donde
hay suficiencia hay estabilidad, y donde hay estabilidad hay religión."
No solamente proporcionaba el monasterio morada fija y ordenada: el
orden en espacio era acompañado por un orden igualmente regular en
tiempo. Aquí, como en ninguna otra parte del mundo occidental, se
podía vivir de acuerdo con un plan y mirar hacia adelante; aquí, como
en ninguna parte, había un futuro calculable e imaginable.
¿Parece esta vida restringida, quieta, completamente
monstruosa? Ahí está precisamente su atracción: una atracción
suprema para almas acosadas, que habían visto demasiado, que se
habían visto obligadas a tomar demasiadas decisiones temibles, y que
habían sido víctimas de acontecimientos harto violentos. Una vez que
el novicio había llegado a la sumisión final, estaba libre del peso del
accidente intolerable; una vez hecha la gran elección, todas las
elecciones menores se solucionaban por sí mismas. Un día era igual a
otro; ¡gracias a Dios! En esa confortante regularidad, el espíritu,
finalmente, se liberaba. Parte no pequeña de lo que había sobrevivido
del mundo antiguo, fuera de las construcciones y monumentos, nos
ha sido transmitida por las lentas y pacientes manos de los copistas
monásticos, que transfirieron el contenido de frágiles rollos de papiros
a resistentes pergaminos. Con ánimo contrario al paganismo,
aventaron indudablemente mucho material que nos hubiera sido
precioso; pero mucho también dejaron deslizarse, quizá por
estupidez, quizá por astucia, quizá poniendo sus ojos tranquilos en un
futuro mejor.
Gracias al cuidado de los manuscritos romanos por los monjes,
debido en parte a Casiodoro, contemporáneo de Вenedicto, los m
étodos romanos de agricultura fueron conservados en los
monasterios aun después de haber desaparecido de los feudos debido
a la interrupción de la tradición oral y el ejemplo visible. Como
resultado, los monjes tuvieron probablemente una dieta mejor
equilibrada que sus contemporáneos seculares, lo que quizá compensó
su frugalidad.
La uniformidad de la existencia monástica se extendía a todos los
detalles. Los monjes fueron los primeros en llevar trajes uniformes en
los tiempos modernos: en comparación, el uniforme ideado por Мiguel
Angel para la guardia papal era el de un parvenu. Y m ás aún:
regularidad y orden dieron fruto en las prácticas económicas. En cada
departamento de trabajo, orden, repetición, son grandes
economizadores de trabajo. Esos hábitos monásticos entendiéndose a
todas las fases de la administración trajeron como natural
recompensa una crecíente riqueza. No está Coulton simplemente
acertado al describir a los benedictinos como los esenciales
fundadores del capitalismo, sino que es igualmente correcto cuando
añade que el negociante, el burócrata y el obrero mecánico son
productos finales especializados del monasticismo.
Algunas de las prácticas inhumanas del capitalismo moderno
tuvieron su origen en e! retraimiento de esa época anterior. La
solitaria celda del monje hubiera sido angosta y sofocante si no fuera
por la amplitud de la estructura común; y más adelante hubiera sido
su pobreza sino no fuera por esta generosa exhibición de riqueza
colectiva la indigencia individual del comunismo era equilibrada po г su
magnificencia colectiva. En el monasterio cada actividad ten ía su lugar
y su forma: todo hacia un organismo articulado. Compárese esto con
el orden doméstico del régimen feudal, que existía sólo para el señor y
para su dama: un pequeño gabinete, un solitario tocador privado, muy
por sobre el foso del castillo, aislado entre el ebrio desorden y
amontonamiento del menaje feudal. El monasterio, como Paulino de
Nola lo describe, realmente puso fin a "todos los ruidosos
amontonamientos de cosas y a todo lo que hice la guerra a lo divino".
Otro hecho más, de ulterior significado, debe ser notado. En la
vida monástica fue reconocida por primer vez la igualdad de los
sexos: conventos para mujeres, no menos que para los hombres,
tomaron su lugar desde un principio en el nuevo orden. En el convento
la mujer se adjudicó un papel para el que la iglesia secular no le había
dado atribución: hasta adquirió una cierta habilidad en las artes
políticas, en el gobierno autónomo del convento, y una gran abadesa,
como Roswitha de Crandersheim, en el siglo X, pudo llegar a ser una
importante dramaturga.
Pero si se ponen de relieve las consecuencias económicas y
sociales de la tradicional rutina monacal por su influencia sobre la
personalidad occidental, no hay que olvidar tampoco una significación
contemporánea. El principal fin del monje era la alabanza de Dios, y su
especial actividad, como monje, la contemplación beatifica. En su
devoción al servicio de Dios, los monjes elaboraron, si no inventaron,
la misa. Con un constante refinamiento crearon un todo unificado de
la procesión, el canto coral, las oraciones vocales y responsos de la
congregación entera; el todo realizado por el perfume del incienso, el
arder de lámparas y bujías, las solemnes palabras familiares, el alto
hall oscuro... Hasta en una iglesia charra de Méjico, hoy día, separada
por el ancho de la calle polvorienta, poblada por el rechinar de los
frenos y el quejido de los motores, con un interior de pinturas v
esculturas lamentables, frecuentada por plebe grosera, aun allí, la
misa tiene un poder de evocación que va mucho más allá de los
principios del cristianismo: lleva en las armonías de ininteligibles
rituales mágicos que quizá existieron tan temprano como los albores
del discurso humano. Mucho antes de que los pintores modernos
hubieran explorado los valores del arte abstracto, la iglesia había
creado un arte abstracto y despersonalizado que penetró en lugares
recónditos del sentimiento humano mucho más poderosamente qua
las palabras y gestos mejor comprendidos.
Pero en esta vida de plegaria y adoración surgen pronto
flaquezas. Tratando de escapar a los pecados del mundo, los monjes
se vieron, sin embargo, obligados a crear otro mundo en miniatura.
Las paredes de los monasterios podían ser altas; las visitas raras;
pero dentro de ese santuario, por pequeño y angosto que fuera, el
mundo, inexorablemente, iba a entrar. Gregorio de Nisa creía que el
que se ha exilado de la vida humana absteniéndose del matrimonio y
ha considerado el mundo como un estercolero "no tiene asociación
alguna con ninguno de los pecados de la humanidad, como avaricia,
envidia, resentimiento u el odio"; pero esta creencia demostraba un
optimismo no confirmado por la ulterior experiencia. Los pecados
entraron; los avances del diablo dieron cuenta del retiro del monje.
Con el correr del tiempo, los monjes hasta fueron victimas de una
enfermedad de su propia creación: la acedía, la fatigada indiferencia,
la pereza que surge de una vida demasiado bien regulada, demasiado
prudentemente salvaguardada, demasiado bien acomodada.
Además, naturalmente, el monasterio y el convento tenían que
luchar con las más groseras insurrecciones del cuerpo, codicia de
alimento y bebida, lujuria, para no mencionar amenazas a la
existencia comunal tales como la romántica dedicación a una persona.
Los escándalos sexuales ya existían en los monasterios y conventos
italianos hacia fines del siglo VI, según Dudden. Sabemos por las
tempranas admoniciones de Jerónimo que las vírgenes cristianas a
veces tomaban pociones para conseguir la esterilidad, se producían
abortos y vivían como hermanas espirituales profesas con el clero
célibe, defendiéndose contra las censuras repitiendo: "Todo es puro
para los puros". La misma Eva, el mismo Adán, se desposaron con la
vida monástica.
En un período muy posterior, en el tiempo de Luis XIV, el
convento era un lugar adonde se enviaban las hijas solteras, como
alternativa antes de perderse, cuando sus probabilidades
matrimoniales habían pasado definitivamente; en esa época hasta
servia como puerto para las sexualmente rechazadas. Pero en los días
primitivos del monasticismo ocurría precisamente lo contrario:
muchos más muchachos y muchachas destinaban las familias nobles a
esa vida por razones más sórdidas, sin haber manifestado la menor
vocación para ello; eran atrapados anes de que pudieran expresarse.
Si esa gente permanecía pura, defraudaba a la raza; si parían su
castidad, según el código de la Iglesia defraudaba a Dios. Pero quizá a
la larga su fraude servía a Dios mejor de lo que la Iglesia pensaba.
¿No fueron, probablemente, estos pecados y deslices los que anularon
en cierto grado algunos de los peores defectos biológicos del
monasticismo de la sociedad europea? El monasterio tendía a apartar
de la reproducción algunos de los mejores esfuerzos humanos. Si
todos se hubieran agrupado en los monasterios y la regla hubiera sido
observada hasta su última letra, la resultante sociedad sagrada
hubiera desaparecido enteramente, por despoblación, precisamente
como las colonias de los "tembladores" del siglo XIX.
Las flaquezas más serias de la vida monástica fueron de otro
orden. Aunque el lento rodar, el ritmo parejo, el repetido patrón de los
días venció los recuerdos de ansiedad y terror, la seguridad así
conseguida no era una virtud definitiva; creaba problemas no menos
reales que la ansiedad y el terror. El parejo giro, demasiado repetido,
se convierte en trivial y sin sentido; una plegaria, demasiado repetida,
se convierte en una maldición. El problema de la reanimación espiritual
concernía a una sucesión de directores monásticos: cada siglo o cada
dos trajo una nueva ola de reforma, tratando de vivificar una vida
cuya misma perfección llevaba inevitablemente a la corrupción.
El aislamiento moral del monasticismo creó un problema más
serio aun, que tenía tanto un aspecto personal como uno colectivo.
Hay gran diferencia entre disminuir las tentaciones que lo acosan a
uno en la sociedad y suprimir la tentación apartándose completamente
de la sociedad. La virtud y el vicio son atributos sociales: suponen la
existencia de funciones biológicas y sociales normales a la colectividad
humana. Apartarse de una sociedad que se desintegra es un paso
racional y moral sólo si constituye el primer escalón de la construcción
de una comunidad integrada.
El verdadero error del monasterio fue convertir en la vocación de
toda una vida al retiro normal que debió ser parte de ritmo vital de
cada vida bien planeada. El proceso social completo, como Toynbee
ha demostrado ampliamente, es retiro-y-retorno: la retirada es un
estratégico reunir de fuerzas intimas que abren el canino para un
contraataque efectivo. Pero el claustro atrae perpetuamente al
hombre a un laberinto de sueños que se convierten en si mismos en
un sustituto de la vida real: la retirada engendra el aislamiento; el
aislamiento, la indiferencia, y la indiferencia produce la
irresponsabilidad.
"Siendo tal la pacífica y calma disposición de la época —escribió el
venerable Вede en el primer cuarto del siglo VIlI —, muchos, tanto de
la nobleza como personas privadas, dejando a un lado sus armas, se
inclinaron a dedicarse ellos y sus hijos a la tonsura y a los votos
monásticos más bien que a estudiar la disciplina marcial." Como una
cura desesperada para un mal desesperado, el monasticismo tenía una
razón válida de existencia el la época de perturbación que se extendió
casi sin interrupción desde el IV al XI siglo, en la que el gran Imperio
de Carlomagno no fue sino un interludio pasajero. Una vez aligerada
esta presión original, el fracaso del monasterio en abarcar la vida toda
del hombre fue flagrante: una vez disminuidos el terror y la ansiedad,
las condiciones que hicieron un éxito de la regla de Вe ñedicto dieron
lugar a otras que la socavaron. Quedó para los frailes, y todavía más
para los primitivos protestantes, el traer la función del retiro a la vida
normal de los hombres normales.

8. Centralización de la autoridad
La Iglesia Cristiana en total tuvo un papel diferente quo los
monasterios. Marcando su camino entre las ruinas del antiguo orden,
la Iglesia se enfrentó cara a cara con el bárbaro.
Entre los siglos IV y VII una sucesión de invasiones cayó sobre
Galia e Italia y arrasó a Africa; esas invasiones continuaron a
intervalos hasta el fin del siglo XI: sarracenos del sur y normandos del
norte ejecutaron una especie de movimiento de tenaza sobre lo que el
antiguo orden había dejado, y finalmente se encontraron en Sicilia.
Con estos bárbaros no había posibilidad de restaurar una menguante
vitalidad: "es una de las ventajas de toda vida ruda y expuesta —c o m o
el prudente Nathaniel Shaler escribió una vez — ...que en ella el
hombre recupera su natural adaptación a la vida y a la muerte, de la
que es desposeído por su supercivilización".
Lo que los bárbaros poseían era exactamente un estómago
grosero para la vida: luchaban por la alegría de luchar, y cuando
necesitaban relajación comían y bebían con apetitos gigantescos. No
necesitaban circos para animar su gusto de sangre; no necesitaban
obscenidades para despertar sus lánguidos genitales: mataban y
copulaban con un poderoso deseo animal de ejercitar su voluntad
sobre obstáculos humanos apropiados. Eran cazadores, pastores
nómades, luchadores; sus presas de caza les eran más apetitosas
cuando las habían conseguido con lanza o arco, e indudablemente sus
mujeres les sabían mejor cuando habían sido capturadas y
conquistadas por pura proeza corporal.
Algunas de las tribus góticas primitivas habían sido alcanzadas en
más de un sentido por la civilización romana: admiraban la pompa y la
belleza de las ciudades romanas con una especie de veneración
primitiva que anticipaba las tres estrellas y los gruesos tipos de los
Baedekers de sus descendientes: la gracia y la cultura del sur los
apartaron de sus dóciles y bovinas mujeres y sus groseras maneras
tribales. Pero aunque su cruda animalidad vital pudo ser atemperada
por un pedantesco respeto por la cultura, violaron y pillaron, haciendo
necesario un tratamiento de manos de la Iglesia muy diferente del que
recibieron las poblaciones vencidas de las grandes ciudades. Un animal
parásito necesita ser tratado con una disciplina diferente que el de
presa: en el primer caso el problema consiste en hacerlo abandonar
Su huésped y convertirlo nuevamente en criatura que se basta a si
misma; en el segundo hay que reducir su cruda vitalidad animal como
primer paso para sublimarla. Para que los bárbaros aceptaran su papel
en el drama cristiano, la Iglesia se vio forzada. a hacer una especie de
sangría espiritual; y su curso debió ser en zigzag; una vez
amenazara, otra adulaba, una vez abolía la superstición, y otra vez la
retomaba y le daba su sello particular.
Afortunadamente, el credo cristiano tuvo un gran poder, que
eventualmente venció el desprecio bárbaro; tuvo una respuesta su
pesimismo intelectual, que tan extrañamente acompañaba al
"optimismo del cuerpo". La mitología nórdica, por ejemplo, preveía un
tiempo en que hasta Wotan seria vencido y el universo consumido.
Pero el Dios cristiano era eterno, y su cielo, eterna luz. El nuevo credo
de ser tenia, algo del cebo del sol mediterráneo para los hombres
rudos del norte. Sí era sólo un sueño, era todavía más agradable de
soñar que su propia pesadilla.
Los historiadores han hablado ocasionalmente sobre las
invasiones bárbaros como si fueran responsables del vigorizamiento y
de la reconstrucción de una Europa decadente por un proceso de pura
regeneración biológica. Si la sangre fuera la verdadera clave de la
transformación cultural, hubieran bastado los bárbaros que estaban en
el Imperio, desde mucho antes de su caída, para promover una
completa regeneración. Los cambios biológicos continuaron teniendo
efecto, sin duda, y los benéficos efectos de la hidración pudieron
haber actuado en la estirpe humana; pero es casi imposible dar cuenta
científica de ellos: este campo es el favorito de la superstición. La
mezcla cultural tuvo lugar sin duda por las invasiones y migraciones;
éste es asunto de simple registro. Una regeneración como la que
verdaderamente ocurrió puede ser atribuida a la fresca mixtura de
culturas: las instituciones sobrevivientes de Roma, las instituciones de
la Iglesia que surgían y las instituciones tradicionales de los
campamentos y aldeas bárbaras formaron nuevas combinaciones que
en el curso de cinco o seis siglos adquirieron finalmente un carácter
orgánico.
Para conservar el lugar que se había labrado por sí misma, la
Iglesia Cristiana se vio forzada a luchar por el poder y la salvación: en
el oeste ese hecho aseguro la eventual primacía del obispo de Roma y
dio así a Italia una parte preponderante en el desarrollo de la
civilización occidental. Del lado de la Iglesia estaban las legiones de la
miseria y de la desesperación: las mujeres oprimidas, cuyo campeón
era, y los sin hogar, a los que alimentaba y abrigaba. Por el siglo VI,
los oficios de la Iglesia habían incluido la mayor parte de la vida;
realmente llenaba la misión descrita por Agustín: "Tú ejercitarás e
instruirás al niño con simplicidad, al joven con fuerza, con suavidad al
anciano, no sólo de acuerdo con la edad del cuerpo sino también con
el espíritu de cada uno. Harás que las mujeres cedan a sus maridos no
a los fines de la satisfacción carnal, sino para concebir hijos y que, por
empeño común, la fortuna de las familias progrese. Colocarás los
maridos ante sus mujeres, no para que saquen ventaja del sexo más
débil, sino para que rijan las leyes de la verdadera afección. Unirás los
hijos a sus padres, como en libre servitud, y los padres a los hijos por
amante autoridad. Unirás hermano a hermano con los lazos de la
religión, que son más fuertes que los lazos de la sangre. Enseñarás a
los sirvientes a ser fieles a sus amos, no porque su condición exija
fidelidad, sino porque en el cumplimiento de su deber hallarán la
felicidad. Enseñarás a los amos a ser amables con sus servidores,
recordando que el Todo póderoso es Ser de todos, y unirás a los
ciudadanos de un lugar con los de otro, nación con nación, y, en
general, todos los hombres entre sí, para formar de ese modo no sólo
la sociedad sino una alianza fraternal; Enseñarás a los reyes a amar a
sus súbditos y a los súbditos a obedecer a sus reyes. Señalarás
diligentemente a quién es debido honor, a quién afecto, reverencia,
temor, consuelo, reprensión, exhortación, instrucción, condena o
castigo, mostrando al mismo tiempo que no todas las cosas son
debidas a todos, pero que a todos es debido amor y a ninguno
injusticia".
Este era el programa de la Iglesia: la suma de los ideales que se
impuso, en lo que tocaba a las relaciones prácticas y políticas. Bajo la
tradicional conducción de la Iglesia, el pan y el circo tradicionales que
habían corrompido al proletariado romano dieron paso a la caridad y
al consuelo espiritual. Así, la basílica se convirtió en iglesia; el
reglamento de César cedió lugar al de Cristo. La ley se convirtió en un
impulso intimo hacía la conformidad con lo divino; y lo importante no
era el grado de criminalidad sino la medida del arrepentimiento, no la
austera sentencia del juez, sino el perdón misericordioso.
El hombre que entonces elevó la Iglesia a la plenitud del poder y
la capacitó para cumplir hábilmente su misión de socorro y salvación
fue uno de los grandes conductores políticos de todos los tiempos: el
teólogo conocido como el cuarto doctor de la Iglesia latina, el papa
llamado en edades posteriores Gregorio el Grande. Su perdurable
influencia sobre la Iglesia fue tan intensa en el campo de la política
como el de Agustín en el de la teología: una influencia con la que
todavía hoy día debemos contar.
Gregorio nació en Roma alrededor de 540; llegó a prefecto de la
ciudad y gobernador en 570,. Pero en 574, en la cúspide de su
carrera oficial, entró en un monasterio. "Los que desean conservar la
fortaleza de la contemplación deben primero ejercitarse en el campo
de la acción", escribió Gregorio una vez: sabiduría que emanaba de su
propia experiencia. Como prefecto de Roma tuvo jurisdicción sobre
todos los asuntos civiles y criminales en un radio de cien millas fuera
de la vieja capital: estaban a su cargo la provisión de granos, las
dádivas, la reparación de acuadustos y otras obras públicas, así como
la fuerza policial y la burocracia. Cuando los lombardos hormigueaban
alrededor de la ciudad, se convenció de que la vida en los viejos
términos ya no era posible, ni siquiera en apariencia. Renunció a su
alto cargo político y, en forma aún más decisiva, a su gran riqueza.
Con ésta fundó monasterios y se convirtió en abate del de San Andrés
en 586. Cuando volvió a su alto cargo de Roma en 590, fue como
Supremo Pontífice de la Iglesia de Roma, la única institución quo podía
resistir al bárbaro.
Gregorio trajo a la Iglesia el orgullo v la lealtad del antiguo
aristócrata romano. Hasta la época de Agustín la Iglesia había sido
esencialmente una congregación de congregaciones: incluía el cuerpo
total de los creyentes; y sitial definitivo de la soberanía residía en sus
grandes concilios, que servían como una especie de Corte Suprema en
materia de dogma. Aun bajo Agustín, la elección de un obispo era un
asunto completamente local: era elección de su congregación. Bajo
Gregorio, el pueblo se convirtió en supernumerario: dejó de ejercer
funciones políticas activas dentro de la Iglesia. Cuando la vida local
misma se desbarató, la Iglesia asumió las que originariamente fueron
las funciones autodirectivas de la comunidad cristiana. Entonces la
masa de los cristianos de Occidente fue regida por una jerarquía que
se perpetuó, compuesta de obispos, sacerdotes y clero menor, todos
con cargos designados, y ligados en último término al Papa. La floja
unión federal de congregaciones, con asientos fugitivos de poder y
autoridad según la aparición y desaparición de algún gran doctor, dio
paso a un gobierno centralizado, encabezado por un emperador
espiritual. Este era el verdadero Sacro Imperio Romano, que con el
tiempo iba a oponerse a su tenue réplica temporal.
Entre los crecientes poderes de la Iglesia no era el menor el
control centralizado de las finanzas: la Iglesia no sólo reclamaba su
diezmo de la entrada anual de sus creyentes, sino que
progresivamente aumentó sus posesiones territoriales como resultado
de legados de vivos y muertos que trataban de hallar favor en este
mundo o en el cielo. El papa Simplicio, dice Dopsh, ordenó que a partir
de 465 los ingresos de la Iglesia fueran divididos en cuatro partes: un
cuarto para el obispo, otro para la erección de templos, otro para el
sostén del clero y el otro para distribuir limosnas a los extranjeros y
los pobres. Al declinar el poder de Roma, la presencia visible de la
Iglesia creció; y a medida que las municipalidades en bancarrota del
imperio abandonaron sus partidas para educación y beneficio social, la
Iglesia tomó a su cargo esas funciones.
Otro resultado siguió a esta centralización del poder y la
autoridad. La dirección teológica y la administración eclesiástica, las
funciones, espirituales y temporales, ya no estuvieron estrechamente
unidas. El Papado gobernaría, atraería a sus filas notables estadistas y
conductores de hombres; pero ejercería el poder por sus
características temporales, su firmeza de decisión, su vigilancia, su
habilidad en lidiar con soluciones prácticas: políticos no santos,
administradores no místicos, organizadores no originadores. De allí en
adelante el Papado tendría éxito como agente de eficiente
organización política, no como restaurador del esclarecimiento
espiritual. Su eficiente burocracia y su larga memoria le darían ventaja
sobre cualquier rival efímero: ventaja que todavía posee. Sin duda
alguna, ha probado ser la más exitosa forma de gobierno de la
historia humana; y su constitución política y su organización merecen
un estudio más profundo que el que los teorizantes políticos le han
acordado jamás.
En un asunto tuvo la Iglesia una gran superioridad política sobre el
Imperio, del que tomó posesión: había descartado la idea hereditaria
para el reclutamiento de su oficialidad, lo mismo que para la elección
del Papa. Nadie era cristiano por nacimiento; y nadie se convertía en
funcionario de la Iglesia solamente por derecho heredado: el hijo del
campesino o del remendón podía remontarse hasta el cargo más
elevado de la Iglesia. Aunque el feudalismo luchó duramente para
establecer la sucesión en los cargos por herencia, la doctrina de la
Iglesia rechazó rigurosamente sus pretensiones y usurpaciones.
Conservando el principio democráticos, el Papado atemperó los males
del absolutismo y redujo los peligros de casta y de privilegios, aunque
el nepotismo pudo a veces insinuarse bajo la superficie.
La teología de Gregorio, según su biógrafo Dudden, "lleva el sello
legal. Gira alrededor de ideas de culpa y mérito, satisfacción y
penitencia; y por medio de ellas puede ser construida completamente.
La retribución y el mérito son los conceptos que determinan su forma.
El trato de Dios con la humanidad, resuelto por una serie de
transacciones legales, y Cristo, los santos y ángeles y el diablo, tienen
todos su Porte en el proceso legal. Con este sistema, Gregorio no
hacía sino volver al punto de partida del antiguo jurista teológico
Tertuliano, el primero en transferir a la teología las categorías de la
ley".
La separación final de Gregorio de la antigua concepción
democrática de la Iglesia se mostró, también, en so transferencia de
la fuente de su soberanía definitiva. Aun en los días del Imperio los
filósofos y juristas romanos remontaban la autoridad política al
pueblo. Pero Gregorio, devolviendo la soberanía а Dios, la coloc ó
fuera del alcance del pueblo, al que, en la práctica, colocó en el regazo
de la Iglesia, o más bien, en las manes del Papa, como representante
de Dios en la tierra. La famosa acta de la rendición de Canossa, siglos
más tarde, marcó el triunfo definitivo del concepto de Gregorio,
respaldado por el terrible poder de decretar el exilio de la eternidad
que el Papa esgrimía por medio del arma de la excomunión.
Bajo la influencia del pensamiento de Gregorio,
desgraciadamente, todos los gobiernos se convirtieron en sagrados, y
todos los deberes sagrados podían pretender no sólo la autoridad
espiritual obtenida por la persuasión, sino toda la fuerza física
necesaria para imponer el consentimiento o hacer cumplir el castigo.
Aun cuando el gobierno existente fuera ostensiblemente irresponsable
o perverso, el hecho de que viniera de Dios hacía de sus males una
justa gracia de castigo sobre los pecados de los oprimidos. Tal
doctrina rodia justificar todo, sostener a :cualquiera. Y a su tiempo
fue obligada a justicar la tiranía y sostener la usurpación del dominio
popular: hasta en nuestro tiempo ha sido empleada de esta manera.
Mussolini, Hitler, Franco, han side beneficiarios de la doctrina de
Gregorio.
Este "realismo" latino de Gregorio fue responsable, no
simplemente de condonar la tiranía, sino de incorporar la superstición.
Gregorio contrajo muchos compromisos con los hábitos y creencias
bárbaros, y abrió camino a ulteriores corrupciones. Нarnack se ñala
que Gregorio "unió las hasta entonces inciertas ideas respecto a la
intervención de los santos y el servicio de los ángeles... Legitimó la
superstición pagana, quo había necesitado de semidioses y deidades
graduadas, recurrió a los cuerpos sagrados de los má гtires y reuni ó el
servicio de Cristo con el de los santos". Así, bajo Gregorio, el culto de
los santos cerró temible abismo entre el hombre y Dios: los santos
eran amigos en la corte, que intercedían ante cl juez en el momento
oportuno; eran mensajeros, intermediarios, que usaban so influencia
para desviar de su camino a la justicia, o por lo menos miraban que la
sentencia fuera acortada y el eventual perdón acordado. Nada podía
estar más alejado del secreto de Jesús.
Sin embargo, el establecimiento por Gregorio del sistema fuerte
de gobierno y administración de la Iglesia, su creación de un centro
político autoritario, fue una contribución no pequeña a la estabilidad en
una época en que la estabilidad significaba supervivencia. Este sistema
alcanzó su clímax en los siglos XI y XII, cuando las doctrinas y
procesos de la ley canónica pusieron a todos los funcionarios de la
Iglesia occidental bajo una jurisdicción eclesiástica independiente.
Mientras tanto, dondequiera que los bárba гоs trastornaron el
orden romano se produjo un proceso exactamente opuesto: cien
códigos legales diferentes entraron a competir mutuamente: códigos
tribales que no había sido nunca sujetos а rigurosa apreciaci ón
filosófica, a prueba experimental, al refinamiento de progresivas
decisiones por abogados y jueces habilidosos. Esos nuevos códigos se
multiplicaron y, además, hábitos no escritos tomaron el lugar de leyes
ausentes en los dominios señoriales que casi se gobernaban
independientemente. La centralización y unificación de la sociedad
espiritual fue de la mano con la decadencia y con la creciente
subdivisión de la autoridad temporal, que logro su forma final en el
sistema feudal.
A medida que los hombres se volvieron menos iletrados,
confiaron en el uso de la costumbre, lo que llamaban costumbre
inmemorial, para guiarse. Reglas arbitrarias, hechas en la corte
señorial local, se podián convertir en costumbre inmemorial en una o
dos generaciones, cuando la mente del hombre "no corría en dirección
contraria". ¿Cuánta gente se da cuenta, hoy día de que la costumbre,
inglesa del té de la tarde, que nos parece viejisima, no prevaleció
hasta 1770, o que la costumbre de Nueva Inglaterra del Día de Acción
de Gracias no se convirtió en fiesta nacional en los Estados Unidos
hasta más o menos por esa época? El colapso de las uniformidades se
produjo en todos los departamentos de la vida durante la Edad del
oscurantismo: Era acuñación, los pesos y medidas, las reglas del
mercado y, sobre todo, las lenguas. La Iglesia Cristiana, en Occidente
solo, conservó el recuerdo de una unidad y proporciono el marco para
el intercambio universal y una más amplia vida comían. Era boda de lo
universal y lo local nació finalmente la Edad Medía.

9. La dominación de la fantasía
El pasado era un sueño desvanecido; el presente, una pesadilla;
futuro, una dorada ilusión. En esa atmósfera subjetiva formo era
personalidad cristiana y extendió su modo de vida sobre Ela mayor
parte de Europa.
Durante medio milenio, por lo menos, la vida diaria fue regida,
más que por la inteligencia, por el hábito. Lo mejor que podía
esperarse era que hoy fuera como ayer y mañana como hoy.
Recordar las costumbres del pasado era conocer las reglas del
presente. hasta las practicas irracionales tendrán apariencia de razón
si las conservas suficiente tiempo, y las ilusiones han de dominar la
realidad si todos participan de la misma alucinación simultáneamente.
Sin embargo, La inventiva y la inteligencia ordenada no estaban
excluidas de esta vida, aun en su más bajo nivel: los molinos de agua
se hicieron más comunes y aparecieron los molinos de viento; la
herradura se convirtió en uso general; el correcto arnés de los
caballos, poniendo el peso contra el pecho, fue finalmente urdido; la
silla plegadiza de campo estaba en uso ya en tiempos de Carlomagno
y el vapor se usaba para accionar un órgano, invento del papa
Silvestre II. El "surgimiento de la caballería" es sólo una perífrasis
poética para el "aumento de la fuerza caballar".
A pesar de todo, la vida era dura, opresiva, dificil; la provisión
para la simple sobrevivencia física, de extrema importancia. Cuando
llegaba el tiempo de la arada primaveral, aun los animales,
hambreados durante el invierno, casi no tenían fuerzas para la tarea;
hasta media docena de bueyes llegaban a ser necesarios para que el
arado pudiera hender el suelo superficial. Hacer la provisión de carne
salada, cebada o centeno para el invierno requería gran ingenio; pocos
eran lo suficientemente ricos para escapar a las necesidades de
frugalidad, porque cuanto más rico se era mayor era el número de los
dependientes de la casa. Una vida estancada: muchos cuerpos
desnutridos, muchas mentes desnutridas. Sí alguien vivía bien fuera de
los monasterios, era el guerrero cazador que añadia a los trofeos de
la caza el tributo de los campesinos que protegía.
Las penurias anímales alternaban con una soñadora, ebria rutina:
eso constituía la existencia consciente del hombre románico. Todas
sus instituciones dominantes, monasticismo, feudalismo, dogma
cristiano, llevaban el sello de su periodo —protección —. Era más
importante que hubiera cierta continuidad que crítica racional de los
hábitos y valores continuados. Cada hora vivida en paz constituía una
ganancia. Ampliar el plazo entre nacimiento y muerte, puntualizar los
días penosos con tareas repetidas, vivir como sus antecesores,
obedeciendo al más allá y al sacerdote, no mirar más allá del
horizonte cercano, recordar a Cristo en las plegarias y hacer siempre
la señal de la cruz contra demonios y magos, sostener al vecino en
dificultades y saber que éstas no están nunca lejos, conservar su
situación y contentarse con su carga —ésa era la esencia de su vida —.
Monje, guerrero, noble, campesino, dama, monja y amo de casa
vivían todos los momentos de su vida rodeados por paredes visibles e
invisibles. Hasta ahí para las manifestaciones exteriores. Inmovilizada
en el ritual, ésta es toda la vida esencial de los países católicos de hoy
día (que abarcaba muy poco más de las fronteras del imperio romano
y Alemania, Polonia e Irlanda.) Todo moldeado por un pasado muerto,
una vida prudentemente no creadora; prosperando mejor cuando la
sociedad prospera menos.
Por dentro, el cuadro está más lleno aún de presión y de
angustia. La sociedad occidental, como lo he señalando, había estado
sufriendo en largo asedio de ansiedad. Aunque el triunfo del
cristianismo había
convertido los impulsos naturales, reduciéndolos, ocultándolos y
dirigiéndolos a formas socialmente más útiles, el terror y la
desorganizaсion todav ía continuaban imprimiendo su temible marca a
todos los aspectos de la nieva vida. En la nueva ideología todo estaba
un poco mancillado: la religión estaba manchada de superstición; la
medicina, de curalotodo; la santidad, de masoquismo patológico. La
grosera salud de los jefes bárbaros y de sus fanfarrones secuaces
hizo poco para compensar estas debilidades íntimas: serían
necesarios siglos para que su fe animal fuera siquiera tocada por el
espíritu.
En la experiencia histórica de la comunidad cristiana estaba,
además, la fuente de una reacción mis terrible aún, que dio
profundidad psicológica y sustancia a las nuevas visiones
maniacodepresivas de la teología cristiana. La larga tradición de
sufrimiento a manos de la plebe romana había dejado una profunda
marca en el alma cristiana y afectaba tanto a la doctrina como a la
práctica. Cerca del núcleo de la Iglesia estaba la experiencia de los
mártires; las crueles, degradantes pruebas a las que los primitivos
cristianos fueron sometidos dejaren un sentimiento oculto de ultraje
que se encendió en activa venganza. En la revelación de Jesús no
había ya lugar para la justicia punitiva; pero las heridas y los llantos
de las víctimas ahogaron las simples palabras del Maestro. Los Padres
Cristianos apelaron a toda la eternidad para elaborar una venganza
suficientemente espantosa como para hacer juego con los horrores a
que los fieles habían sido sujetos.
"Cuando los cristianos son injuriados - señalo Cipriano — la
venganza divina los defiende... Por esta razón —añadió —, ninguno de
nosotros, cuando es prendido, opone resistencia o se venga contra la
injusta violencia, aunque nuestro pueblo es numeroso y abundante.
Nuestra seguridad de venganza nos hace pacientes." ¿Y cuál fue la
gran recompensa de aquellos que sufrieron por Cristo? Desde Cipriano
hasta Tomás de Aquino, los doctores de la Iglesia, están de acuerdo
en la respuesta: parte de los más dulces deleites del paraíso, en la
eternidad, consistirán en presenciar las torturas de los condenados.
Esta consagración divina de la crueldad quizá explica el hecho de que
la crueldad no fuera nunca incluida entre los siete pecados capitales.
Estos hechos explican los puntos cardinales del nuevo ídolo: cielo
e infierno. Los temibles fuegos de uno y la esperanzada irradiación del
otro eran más reales para el cristianismo románico que las llamas de
una ciudad incendiada o los deleites de un prado florido; más reales,
más inmediatos, sin duda, más visibles. La esperanza del cielo y el
temor del infierno presidían sus acciones diarias. Ni aun la invención,
en el siglo VI, del campo intermedio del purgatorio, especie de
cuarentena para el alma, alivió la tensión o disminuyó la fuerza de las
terribles, alternativas que enfrentaba el pecador. Tiniebla y deleite,
desesperación y alegría irracional, señalan les movimientos oscilantes
del espíritu; la flagelación alterna con la exaltación, y el piadoso
gemido del eremita, sepultado fuera de la catedral, se mezcla con el
Jubilate que se eleva adentro.
Con el mapa del cielo y del infierno como verdadera guía del
mundo, el cristiano encontró todos los otros lugares vagos y
sombríos, sin contornos precisos; el monje que copiaba los antiguos
herbarios hacía las plantas cada vez menos fieles a la realidad, más y
más formales cada vez, sin reconocer su capacidad para reclamar la
verdad original comparando el dibujo con los especimenes verdaderos
que crecían en el jardín. En este mundo fuertemente subjetivo,
remoto y presente, cercano o lejano, todo mezclado en un cuadro
confuso, en el que Alejandro y Carlomagno fueron contemporáneos,
en que Hércules y el R еу Arturo, Venus e Isolda pertenecieron a la
misma sociedad, e n el que el años pasado puede significar el mes o el
siglo pasados. Para el hombre románico el mundo objetivo el
subjetivo no se unieron en urna visión cínica. Como a veces sucede
con los ojos divergentes que no se fusionan para formar una imagen
clara, la visión de un ojo fue suprimida, y el ojo suprimido fue el que
miraba a la naturaleza exterior y a la historia verdadera. De ahí la
aceptación de la discontinuidad en los acontecimientos naturales; los
milagros eran ocurrencias diarias, porque nada que sucediera en
sueños parecía imposible en la vida real.
Todos los fenómenos del sueño, la súbita aparición y desaparición
de gente, la capacidad de comprender lenguas extrañas o hablar con
soltura un idioma extranjero, la capacidad de volar o hacerse invisible,
eran elementos plausibles en la imaginada experiencia de esta oscura
época. Fantasía y realidad cambiaban sus papeles; el carácter del
mundo auténtico y sus bienes, valuados por referencia a las
condiciones impuestas en un sueño sobrenatural. Esta obsesión con
imágenes incontrolables, apiñándose alrededor del tema central de
una neurosis, es un lugar común en la psicología anormal: aquí dejó
huellas en toda una cultura. Demonios, trasgos, fantasmas, poblaban
este mundo, codeándose con vacas, ovejas, caballos, siervos,
guerreros y mercaderes.
El dominio de él subjetivo fue el resultado de la herencia del
hombre románico: revivió en su fantasía las terribles experiencias de
las generaciones pasadas y las que enfrentaba día a día. En la teología
cristiana el hombre románico encontró un antídoto subjetivo; contra
la proyección de sus desesperados temores infernales halló una nueva
fuente de tranquilidad; de la misma región de su alma podía también
proyectar ángeles, serafines, santos protectores que equilibrarían los
poderes malvados. Los imaginados sirvientes de la bondad rechazaron
los males reales e imaginarios que ocupaban esta sociedad. Invocando
esos ángeles y ministros de gracia, su vida encontró una especie de
temporáneo equilibrio.
Este es apenas un aspecto de esa cultura que no se hace más
clara cuando es interpretada como un fenómeno de sueño neurótico.
Desde el uso de la ley de Dios para establecer la culpabilidad legal en
los procedimientos criminales, hasta el mágico uso del agua bendita
para rechazar los males; desde la aplicación de la tortura física para
operar la regeneración espiritual, hasta el empleo de reliquias para
conseguir curas médicas, son métodos que operan efectivamente en
este mundo de ensueño. Todos estos hechos forman parte de un todo
lógico. Pero, consecuentemente, la supresión del mundo natural
estaba lejos de ser completa, y hasta el ocultamiento y la represión
de la herencia clásica estaban lejos de ser definitivos. Hubo muchos
momentos sanos, lúcidos, despiertos, hasta alegres, como puede
recordar el lector del admirable estudio de Helen Waujel sobre
letrados vagabundos.
Como ún niño que va a dormir apretando contra su corazón la
muñeca que fue parte su mundo de vigilia, así el hombre románico se
aferraba todavía a una última estropeada reliquia del orden clásico: La
Consolación de la filosofía, de Boecio.
Boecio tuvo un lugar en la cultura románica que duró hasta muy
entrada la Edad Media: si este lugar parece desproporcionado con sus
méritos, no hay que olvidar que vino a simbolizar todo el mundo
clásico. Los manuscritos de la Consolación están diseminados por
toda Europa; aún hoy día existen unos cuatrocientos. Recuérdese el
titulo: filosofía, no religión, era lo que Boecio sostenía; era el último
descendiente. de esa antigua línea que comienza en Jonia. Según
Boecio, el fin del hombre es ver que en este mundo todo es divino,
nada absurdo, nada ininteligible, nada simplemente natural. Era ése un
gran objetivo; recuerdo de un mundo perdido, pero no del todo,
mientras la obra de Вoecio subsistiera.

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