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Lealtades Invisibles
Lealtades Invisibles
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Indice general
5 Prefacio
9 Palabras preliminares
38 3. Lealtad
38 La trama invisible de la lealtad
38 Necesidades del individuo y necesidades del sistema multipersonal
46 Contabilización trasgeneracional de obligaciones y méritos
47 Culpa e implicaciones éticas
49 Estructuración intergeneracional de los conflictos de lealtad
123 6. Parentalización
125 Posesión y pérdida de los seres queridos
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126 Parentalización y asignación de roles
Parentalización y patogenia en las relaciones 191 Sistemas de compromiso: bases
relacionales de la parentalización
132 Compromiso de lealtad y moral
216 11. Tratamiento intergeneracional de una familia en la que se maltrataba a una hija
217 Datos históricos y de investigación
218 De los conceptos intrapsiquicos a los relacionales
220 Consideraciones sobre el tratamiento
221 El rol de los hijos
222 Terapia de los hijos
223 Ejemplo clínico
291 Epílogo
Esferas para una redefinición futura de la reciprocidad, el mérito y la justicia
297 Bibliografía
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Prefacio
Vivimos en una era signada por la ansiedad, el temor a la violencia y el cuestionamiento de los
valores fundamentales. La fe en los valores tradicionales sufre un desafío, y las oleadas de prejuicio
parecen hacer peligrar nuestra mutua confianza y la lealtad que nos inspira la sociedad. Tal vez la
televisión y otros medios de comunicación hayan afectado demasiado hondamente el enfoque que
adoptan la juventud actual y los jóvenes adultos. Con frecuencia se habla de la llamada «brecha
generacional», lo que lleva a preguntarnos si la experiencia formativa familiar no se habrá vuelto
obsoleta y perdido todo su significado.
La «fortaleza» de las relaciones familiares, o su efecto sobre los individuos, es sumamente difícil de
medir. Los autores de esta obra consideran que los cambios observables en la familia no modifican
necesariamente la influencia que las relaciones familiares ejercen entre uno y otro miembro. Las
fuerzas reales de la libertad o la esclavitud están más allá de los juegos visibles de poder o las
tácticas de manipulación. Los votos de lealtad hacia la familia de origen parten de leyes paradójicas:
el mártir que no permite que los restantes miembros de la familia «elaboren» su culpa es una fuerza
de control mucho más poderosa que el «mandón» exigente y vocinglero. El hijo delincuente o
manifiestamente rebelde puede ser, en realidad, el miembro más leal de una familia.
Hemos aprendido ya que las relaciones familiares no pueden interpretarse a partir de las leyes que
se aplican a relaciones sociales o incidentales como las que rigen entre los colegas de una
profesión. El sentido de las relaciones depende de la influencia subjetiva ejercida entre Tú y Yo. La
llamada «proximidad», que tanta gente teme, se desarrolla como resultado de compromisos de
lealtad que llegan a ser evidentes en el curso de un período prolongado de existencia y trabajo en
común, se los reconozca o no. Podemos poner punto final a cualquier relación, salvo la que tiene
como base la paternidad: de hecho, no podemos elegir a nuestros padres ni a nuestros hijos.
Todo tipo de relación terapéutica representa un desafío, tanto en lo que atañe a la capacidad de
confianza del terapeuta como a su capacidad de compromiso profesional y personal. A la postre, el
psicoterapeuta debe integrar sus propias relaciones familiares con su experiencia profesional, lo que
resulta particularmente importante en el caso del especialista en terapia familiar, quien en vez de
centrarse en las exteriorizaciones verbales de los pacientes, aborda relaciones en plena marcha.
La presente obra fue escrita con el objeto de compartir nuestra experiencia como especialistas en
terapia familiar, no sólo con los profesionales sino con las familias. Estamos persuadidos de que el
enfoque propio de la terapia familiar es muy amplio: no se trata, simplemente, de una técnica
psicoterapéutica más. Vemos nuestro método como la extensión y el punto de confluencia de la
psicología dinámica, la fenomenología existencial y la teoría de los sistemas aplicada a la
comprensión de las relaciones humanas.
Nuestra experiencia terapéutica incluye muchos años de trabajo casi exclusivo con familias y
parejas, además de la anterior labor terapéutica individual. Hemos visto familias con todo tipo de
problemas; desde aquellas con un miembro que presenta trastornos de conducta o problemas de
aprendizaje aparentemente leves, a las integradas por miembros psicóticos graves. Hemos
entrevistado familias de destacados_ profesionales, hombres de negocios y dirigentes comunitarios,
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así como familias de asesinos y desviados sexuales. Hemos atendido familias de hombres exitosos,
de intelectuales, de trabajadores, y también de habitantes carenciados de los guetos. Pasamos
cientos de horas en sus hogares y miles en nuestro consultorio. Para nuestro trabajo profesional
contamos con una clínica especializada en terapia familiar a la que se derivan pacientes de toda la
ciudad, con un centro de salud mental comunitario, con proyectos especializados en el tratamiento
de esquizofrénicos y de jóvenes delincuentes, y también con nuestro consultorio privado.
Procuramos trasmitir al lector los frutos de todo lo que hemos aprendido a lo largo de estos años
dedicados al tratamiento de familias. Como resultado, hemos llegado a reconocer la superficialidad y
el carácter engañoso de muchos mitos y slogans contemporáneos a los que se asigna gran valor.
Los aspectos «técnicos» tratados en este volumen no pueden comprenderse a menos de realizar un
análisis fundamental de las prioridades éticas del hombre. Entendemos que, mientras actúa con
todas las partes que intervienen en un conflicto, el especialista en terapia familiar no puede evitar las
implicaciones éticas de la inevitable victimización y explotación relacional. Por oposición a lo que
ocurre en el caso de la terapia individual, el terapeuta que se centra en las relaciones se ve
enfrentado a los actos y reacciones de todos los participantes.
Con el tiempo nos fuimos sintiendo cada vez menos satisfechos con los marcos conceptuales
preexistentes y nos vimos instados a alcanzar una comprensión más adecuada de los miembros de
la familia. Aprendimos a contemplar la vida familiar como algo regido tanto por principios
psicológicos individuales como cuasi-políticos. Un importante aspecto de nuestra terapia familiar es
la búsqueda e identificación de conflictos de lealtad no admitidos, o incluso inconcientes, en los que
el aparente «traidor» se ve destruido por su falta de autonomía. A menudo, la sociedad interpreta
como traición los pasos normales en pos de la autonomía.
La terapia familiar, como toda psicoterapia, se basa en los valores de la apertura y el carácter directo
de las relaciones signadas por la cercanía, en contraste con la negación y el secreto. No obstante, la
apertura no es sinónimo de la mera abreacción o ventilación de los sentimientos acumulados de
cada individuo; tampoco implica que deba abolirse el sentido de las fronteras individuales o la
consideración por la privacidad. Lo ideal es un diálogo auténtico entre los miembros de la familia,
que guarde relación con aspectos importantes de su vida y sea desarrollado de manera tal de
reconocer las diferencias y los conflictos como valiosos ingredientes reconciliables, en vez de
obstáculos para el crecimiento y la vinculación.
Dado que a muchas familias se las atiende también por separado, no podemos afirmar que un único
terapeuta no logre buenos resultados terapéuticos. Por otra parte, una terapia correcta no entraña
necesariamente trabajar con cada familia durante muchos años. La profundidad y duración de la
terapia familiar está determinada, en última instancia, por las metas subjetivas y la capacidad de los
miembros de la familia. Algunas de nuestras familias sólo buscaban un alivio sintomático; otras
asumieron el desafío y soportaron las penurias y desventuras de una terapia prolongada que daría
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por resultado un cambio y crecimiento básicos. No consideramos válido el postulado según el cual
las metas de la familia pueden predecirse a partir de su clase social, de su marco cultural o de su
nivel de educación.
El camino que lleva a convertirse en un competente especialista en terapia familiar dista de ser fácil.
La conciencia de la propia lucha en las relaciones más cercanas es tan indispensable como la
capacidad para conceptualizar la propia labor. Algunos críticos podrán caracterizarnos como
adherentes a determinada escuela de pensamiento dentro de nuestra profesión, porque utilizamos
elementos aportados por los enfoques psicoanalítico, existencial, ético, contable o derivados de
otros marcos conceptuales. En realidad, presuponemos que el crecimiento real de nuestro campo
sólo puede basarse en el respeto por todo conocimiento útil, sea que provenga de las generaciones
anteriores o de colaboradores actuales.
Obtener una prueba «operativa» de los resultados logrados es ya difícil en la psicoterapia individual,
y más aún en la familiar. Este libro no pretende proporcionar respuestas definitivas, pero sí
esperamos dar cuenta razonable de nuestro método. La obra se inicia con una exposición de
nuestros conceptos básicos, seguida de la secuencia del contrato, la terapia y su conclusión, a lo
que se agregan ciertos aspectos específicos de importancia clínica y teórica. No se pretende reflejar
el pensamiento de un mosaico de autores, sino un punto de vista específico. Consideramos que a
esta altura podrán alcanzarse mayores progresos en nuestro campo a partir de la elaboración
concreta de ciertas convicciones, más que continuando con los textos de amplio espectro.
Aunque la obra no contiene material autobiográfico, sabemos que nuestros conceptos y puntos de
vista como autores trasuntan nuestras experiencias y creencias, tanto profesionales como privadas.
El autor de más edad debe de haber descubierto un nuevo balance de lealtades tras su radical
alejamiento, hace veinticinco años, de todo su campo existencial, cuando se trasladó de su país
natal, Hungría, a Estados Unidos. A la vez, aunque entonces sólo podía comprometerse con su
nuevo país y las nuevas oportunidades que este le ofrecía, interiormente debe de haberse sentido
movido por la lealtad invisible que lo ataba a ciertas personas -en particular, sus padres, quienes
instilaron en él su interés y confianza raigales en el fenómeno humano.
En contraste con ello, Geraldine M. Spark procuró integrar siempre sus experiencias de terapia
familiar con su formación anterior como trabajadora social psiquiátrica y sus dos años de cursos
teóricos en la Asociación Psicoanalítica de Filadelfia. Ella continuó tratando de equilibrar su rol
dentro de su familia de origen con su actual familia nuclear, que ahora incluye también a sus nietos.
Por añadidura, más de veinte años de actuación en clínicas de orientación infantil le han permitido
desarrollar una técnica especializada para relacionarse con los niños y alcanzar una mayor
comprensión de ellos, facilitando en grado sumo su labor con las familias.
En el desarrollo de nuestro método de terapia familiar deben destacarse las oportunidades que nos
brindó el original proyecto del Instituto Psiquiátrico de Pennsylvania del Este (IPPE), caracterizado
por la amplitud de su criterio. De acuerdo con las atribuciones originarias de este instituto estadual
de investigación y capacitación, su junta de Directores, a través de los Departamentos de
investigación, invitó en 1957 al autor de más edad para que desarrollara un programa psiquiátrico
innovador, sujeto a la revisión periódica de la junta. A lo largo de los años, la División de Psiquiatría
Familiar recibió el permanente y fundamental apoyo administrativo de los doctores William A.
Phillips, Director Médico, Joseph Adlestein y William Beach, así como de anteriores Comisionados
de Salud Mental en Pennsylvania.
Nuestra comprensión aumentó notablemente a partir del aporte recibido de otros varios medios en
los que hemos trabajado y enseñado. Deben mencionarse varios proyectos de investigación clínica
bajo la dirección de Alfred S. Friedman, del Centro Psiquiátrico de Filadelfia. Allí, así como en el
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IPPE, muchos de nuestros colegas y alumnos contribuyeron sustancialmente a acrecentar nuestra
experiencia clínica y claridad de comprensión. Los cuatro años durante los cuales el autor de más
edad estuvo vinculado con el Consorcio de Salud Mental de la Comunidad de Filadelfia Oeste (bajo
la dirección de Robert L. Leopold y Anthony F. Santore), y los dos años de experiencia de Geraldine
M. Spark con las unidades de psiquiatría infantil de pacientes internos y externos de la Facultad de
Medicina Thomas Jefferson, ubicadas en el Hospital General de Filadelfia, cargos en que ambos
actuamos como consultores, hicieron que llegáramos a percibir la terapia familiar corno un método
imprescindible, especialmente en el caso de las familias de los guetos. Dicho método constituye
también la más poderosa base de unión de los equipos clínicos, que luchan contra las diferencias
entre el ambiente propio de los profesionales de clase media y el contexto no profesional de los
trabajadores de clase baja.
Nuestros distintos tipos de formación nos han ayudado mucho a esclarecer nuestro pensamiento. La
experiencia docente que hemos tenido en el Instituto de Familias de Filadelfia ha sido
particularmente gratificante, a medida que observábamos cómo se desarrollaba su programa a partir
de nuestros planes y esperanzas iniciales, para conformar una escuela de aprendizaje profesional
más sólida y promisoria. El mes de práctica desarrollado en 1967 por Ivan Boszormenyi-Nagy en
Holanda, dedicado a enseñar a un grupo de profesionales provenientes de todos los puntos de ese
país, marcó la iniciación de prolongados contactos con especialistas en terapia familiar de esa
progresista nación.
El marco conceptual expuesto en este libro reconoce sus orígenes en las obras de muchos
pensadores, entre quienes deben destacarse Martin Buber (también según la interpretación de
Maurice Friedman), Sigmund Freud, Mahatma Gandhi, G.W.F. Hegel, Ronald Fairbairn, Konrad
Lorenz y Thomas S. Szasz. Nos fueron sumamente útiles, asimismo, las estimulantes
conversaciones que hemos mantenido con Helm Stierlin (a quien agradecemos de manera muy
especial sus meditadas sugerencias de revisiones), Maurice Friedman, Robert Waelder, Abraham
Freedman, Isadore Spark y Elaine Brody.
A través de los años, los autores continuaron aprendiendo a partir de su contacto con los primeros
especialistas destacados en el campo de la terapia familiar, entre quienes se cuentan, mencionando
sólo unos pocos: Nathan Ackerman, Murray Bowen, Don D. Jackson, Carl Whitaker y Lyman Wynne.
Entre los miembros de la División de Psiquiatría Familiar debemos nombrar a lames L. Framo, Leon
R. Robinson y Gerald H. Zuk.
Extendemos nuestro agradecimiento a aquellas personas que contribuyeron a que este volumen se
hiciera realidad. La señora Mary Jane Kapustin nos ayudó en las etapas iniciales del manuscrito. La
dedicación y paciencia casi ilimitadas de la señora Doris Duncan fueron esenciales para la
preparación del manuscrito final. La señora Kathryn Kent colaboró en muchos detalles en las etapas
finales.
Nuestras propias familias no sólo merecen nuestro reconocimiento en lo que respecta a los orígenes
de nuestros conceptos más profundos de las relaciones familiares, sino también por ser el escenario
en el que se desarrollaron batallas personales más duras y con frecuencia más penosas,
precisamente por ser nosotros especialistas en terapia familiar. También declaramos nuestra deuda
de gratitud para con nuestras familias de origen, a las que volvimos a visitar en el pensamiento como
fuente de orientación básica y de entendimiento.
Finalmente, creemos que en el futuro los aportes más significativos partirán de una mayor
comprensión de los antiguos vínculos de lealtad hacia la propia familia de origen, y de la continua
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necesidad de equilibrar la autonomía individual y la justicia recíproca de las relaciones actuales con
las cuentas multigeneracionales' de lealtad familiar, hasta la tercera y cuarta generación.
' Sobre el concepto de «cuenta multigeneracional», cf. Tema en este libro [N. del E.]
Palabras preliminares
Esta obra representa la elaboración inicial de una síntesis de nuestros años de práctica clínica y de
los esfuerzos que hemos realizado en pos de un esclarecimiento conceptual. Al aumentar nuestro
convencimiento acerca de la eficacia clínica del método de la terapia familiar, surgieron ulteriores
exigencias por definir su marco teórico.
Para nosotros era evidente que, a los efectos de comprender fenómenos nuevos, había que diseñar
un nuevo marco conceptual. A la vez, no estábamos satisfechos con una serie de orientaciones
teóricas provenientes de colegas con un enfoque psicodinámico o sistémico. Aparentemente, ellos
sugerían que la terapia familiar es un campo en que puede pasarse por alto tanto la profundidad de
la experiencia personal como la integridad ¡que tiene, desde el comienzo hasta el final, la vida
humana.
Cuando optamos por no soslayar lo profundo del enfoque individual y la complejidad propia del
sistema multipersonal en el campo de fuerzas de la familia, nos ayudó mucho concebir las
relaciones en forma dialéctica. Así pudimos considerar de manera simultánea la interacción de
tendencias divergentes, o aparentemente contradictorias, y entender de qué modo son determinadas
las acciones y motivaciones individuales tanto en un nivel psicológico como en el de los sistemas
relacionales.
Como uno de los conceptos claves surgió el de «lealtad», que hace referencia a los niveles
sistémico (social) e individual (psicológico) de comprensión. Én este concepto están incluidas la
unidad social, que depende de sus miembros y espera esa lealtad de ellos, y las creencias,
sentimientos y motivaciones de cada miembro como persona.
A medida que aprendíamos a aplicar el concepto de lealtad a nuestra labor clínica cotidiana,
apareció la necesidad de reunir dentro de un contexto básico todo el panorama de las posiciones,
actos y motivaciones internas de los miembros de la familia. A la vez, sentimos que debíamos
expresar ese universo conceptual por medio de un lenguaje más humanista que intelectual-
cognoscitivo-científico.
El concepto de justicia parecía ser el siguiente paso en nuestra búsqueda de un marco más amplio y
adecuado. La justicia y la injusticia, la equidad y la falta de ella, la consideración recíproca y la
explotación, son objeto de diaria preocupación para todos los seres humanos en lo que atañe a sus
relaciones. Si el problema ético de la justicia puede parecer extraño a la mayor parte de las actuales
investigaciones psicológicas y psicodinámicas, para nosotros ofrece la ventaja de una estructura
intrínseca de expectativas y obligaciones familiares. Dicha estructura puede verse afectada por la
cadena de interacciones puesta en marcha entre los miembros.
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función de los sistemas de relaciones? Obviamente, se requerían conceptos multipersonales que
trascendieran el de la patología individual (en esencia, un término médico). Los conceptos de
equilibrio (o balance) y desequilibrio parecían llenar en parte la laguna. Cuando el individuo, por su
historia y posición en la familia, se sitúa en el punto de mira de un balance específico del libro mayor
de justicia, su capacidad para funcionar de modo sano puede sufrir una tensión tal que la
realimentación que hace al sistema comienza a afectar a este último. La psicopatología individual y
la patogenicidad sistémica pasan por un proceso de interacción dinámica. Tras analizar ese
desequilibrio relacional tan vasto y significativo que dimos en llamar «parentalización», * *
describimos las implicaciones de lealtad sistémica multipersonal, en relación con un fenómeno
central en la teoría y la terapia psicoanalíticas: la trasferencia. Como etapa de transición reseñamos
los puntos de convergencia y divergencia entre ciertos conceptos de la teoría psicoanalítica v_ su
aplicación a nuestra teoría de las relaciones.
Posteriormente, efectuamos una revisión de una serie de problemas clínicos relacionados con las
posibilidades de aplicación de nuestro marco conceptual. Examinamos un enfoque sistémico acerca
de la formación de una alianza terapéutica entre la familia y el equipo, las aplicaciones clínicas de un
enfoque trigeneracional con inclusión de los miembros más ancianos de la familia en el proceso de
terapia, aspectos clínicos específicos del trabajo con niños, y cuestiones vinculadas con el
tratamiento de una familia en que la hija era objeto de maltrato físico.
Un capítulo íntegro está dedicado al relato detallado de la terapia de una familia que presentaba una
serie de problemas que afectaban a los miembros de tres generaciones. Se prestó especial atención
a la importancia práctica y teórica de la oportunidad de equilibrar el libro mayor intergeneracional de
justicia, a medida que se volvía a instilar confianza y esperanzas en la relación de una madre con su
progenitora moribunda.
En otro capítulo se hace un resumen de los principios terapéuticos acordes con nuestro marco
teórico, seguido de sus implicaciones para la sociedad y el ulterior trabajo con familias.
En síntesis, intentamos proporcionar bases teóricas coherentes para comprender las fuerzas
estructurales más profundas de las relaciones humanas significativas. Dicha comprensión se
prestará a su amplia aplicación en la terapia familiar y podrá integrarse con las ideas que el lector
tiene sobre psicodinámica individual y técnicas interaccionales.
* Sobre la «contabilidad» de los actos de lealtad y el «libro mayor de justicia», cf. infra, págs. 40-1 y
72, respectivamente. [N. del E.]
* ` Cf. el desarrollo de este concepto infra, págs. 182 y sigs. [N. del E.] 11
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1. Conceptos referidos al sistema de relaciones
La estructuración de las relaciones, en especial dentro de las familias, se caracteriza por ser un
«mecanismo» extremadamente complejo y en esencia desconocido. Desde el punto de vista
empírico, dicha estructuración puede inferirse a partir de la regularidad y predecibilidad, sujetas a
ley, de ciertos hechos reiterados en las familias. A lo largo de los años, buena parte de nuestros
esfuerzos concertados se han dirigido, clínica y conceptualmente, a identificar esas leyes sistémicas
multipersonales.
Sólo en estos últimos tiempos se están comenzando a discernir los elementos que determinan
dichos tipos de organización reiterada en las relaciones de familia. El cuidadoso estudio a largo
plazo de sistemas multigeneracionales de familias extensas sometidas a tensión puede revelar
algunos de sus determinantes «patógenos» cruciales. Pero, con el fin de elaborar un auténtico
pautamiento multigeneracional de las relaciones familiares, tenemos que basarnos en información
retrospectiva, incluidos los recuerdos que los vivos tienen de los muertos. Si no se interesa por esas
leyes de funcionamiento que rigen las relaciones verticales formativas de larga data en las familias,
el terapeuta se verá impedido de enfocar adecuadamente la patogenicidad y la salud de aquellas.
Cabe distinguir, en ese sentido, entre mejorar las formas de interacción en el aquí y ahora, e
intervenir cabalmente (es decir, de modo preventivo) en el sistema.
Creemos que salud y patología están conjuntamente determinadas por: 1) la naturaleza de las leyes
que rigen las relaciones multipersonales; 2) las características psicológicas («estructura psíquica»)
de los miembros considerados en forma individual, y 3) la relación existente entre esas dos esferas
de organización del sistema. Cierto grado de flexibilidad y equilibrio respecto de la adaptación del
individuo al nivel superior del sistema contribuye a su salud, mientras que la adhesión inflexible a las
pautas del sistema puede llevar a una patología.
Querríamos evitar los peligros latentes del reduccionismo al describir el complejo dominio de la
estructuración de las relaciones. En la bibliografía especializada se detallan una serie de
dimensiones pertinentes a la naturaleza de las pautas profundas de relación, pero ninguna basta de
por sí para dar cuenta del todo complejo de su organización dinámica. Algunos de los elementos y
fuerzas principales que determinan las configuraciones relacionales profundas del sistema son: las
pautas de interacción de las características funcionales o de poder; las tendencias pulsionales
dirigidas a una persona como objeto asequible de la pulsión de otra; la consanguinidad; pautas
patológicas; la suma colectiva de todas las tendencias superyoicas inconcientes de los miembros;
aspectos de encuentro de dependencia óntica entre los miembros; y cuentas no expresas de
obligaciones, rembolsos y explotación, con un balance que va alterándose a través de las
generaciones.
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Probablemente, uno de los principales aportes del método de terapia familiar haya sido el concepto
multipersonal o sistémico de la teoría motivacional. Según este concepto, el individuo es una entidad
biológica y psicológica dispar, cuyas reacciones, sin embargo, están determinadas tanto por su
propia psicología como por las reglas que rigen la existencia de toda la unidad familiar. En términos
generales, un sistema es un conjunto de unidades caracterizadas por su dependencia mutua. En las
familias, las funciones psíquicas de un miembro condicionan las funciones de los demás miembros.
Muchas de las reglas que gobiernan los sistemas de relaciones familiares se dan en forma implícita,
y los miembros de la familia no son concientes de ellas. El rol sustitutivo o implícitamente expoliador
que puede cumplir una madre en un caso de incesto entre padre e hija, por ejemplo, tal vez no salte
a la vista en las fases iniciales de la terapia familiar.
Esta distinción reviste importancia práctica para el especialista en terapia familiar. Las pautas
ritualistas se entrelazan con el sustrato existencial del sistema multipersonal de la familia en formas
singulares, que pueden sorprender al observador externo. La dificultad (descrita a menudo) que se
plantea al enfocar mensajes aparentemente carentes de sentido en una familia sometida a
tratamiento se debe, en parte, a la comprensible necesidad que tiene el terapeuta de hallar una
«lógica» en el modo en que los ritos relacionales características se enlazan causalmente entre sí. Se
requiere tiempo y un aprendizaje especial para poder evaluar las cuentas básicas de las
dimensiones históricas, vertical y profunda de los sistemas de acción. Si no se comprende la
jerarquía de obligaciones, ninguna lógica será evidente.
Mi padre será siempre mi padre, aun cuando esté muerto y su sepultura se encuentre a miles de
kilómetros de distancia. Él y yo somos dos eslabones consecutivos en una cadena genética con una
extensión de millones de años. Mi existencia es inconcebible sin la suya. En forma secundaria, o
desde el punto de vista psicológico, su persona dejó en mi personalidad una impronta indeleble
durante las etapas críticas del desarrollo emocional. Aun cuando me rebelé contra todo lo que él
representaba, mi enfático «no» sólo logró confirmar mi vinculación emocional con él. Por ser yo su
hijo, él tenía obligaciones para conmigo, y con el tiempo yo contraje una deuda existencial para con
él.
Mi suegro no tiene una relación de consanguinidad conmigo, y sin embargo siempre recuerdo el
parentesco que nos une cuando observo el parecido físico de mi hijo con él. Continuamente me
pregunto si las cualidades mentales de ese hijo mío serán como las de mi suegro, sólo porque
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algunos de sus rasgos faciales y gestos espontáneos me recuerdan tanto a este. Las relaciones con
los parientes políticos adquieren un aspecto cuasi-consanguíneo a través del nacimiento de los
nietos. Por añadidura, mi suegro y yo nos vinculamos a través de una «hoja de balance» en la que
se va registrando el recíproco toma y daca dentro de la familia extensa.
La bibliografía referente a la teoría de los sistemas en las relaciones familiares se inició con
nociones influidas por el concepto de funcionamiento «enfermo» o «anormal». Expresiones como
«simbiótico», «cargado de culpa», «doble vínculo», «esquizofrenógeno», etc., sugerirían que el
único lenguaje existente para la descripción de los fenómenos de pautamiento de las relaciones
debe estar teñido de nociones de patología. Las necesidades del especialista en terapia familiar
exigieron elaborar conceptos explicativos más eficaces como guías de su trabajo.
Desde nuestro punto de vista, el problema básico de la teoría de las relaciones familiares es el
siguiente: ¿Qué sucede en el contexto de la acción, y cómo afecta ella la propensión de la familia a
mantener esencialmente inalterado el sistema? De acuerdo con este esquema, aunque la pérdida
por muerte, la explotación y el crecimiento físico son hechos inevitables, producto del cambio, todo
paso dado en dirección de la madurez emocional representa una amenaza implícita de deslealtad
hacia el sistema. La meta contextual de las expectativas, obligaciones y lealtades entrelazadas es,
entonces, que el sistema subsista inalterable. El equilibrio no alterado del sistema incluye la ley de
mutua consideración para evitar, de la mejor manera posible, el causar dolor innecesario a nadie (p.
ej., enfrentando la desdicha). El antiguo fundamento tribal y biológico del sistema familiar era la
reproducción y la crianza de la prole. A nuestro modo de ver, la función de la crianza sigue siendo el
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mandato existencial básico de las familias contemporáneas. Las lealtades sujetas a las exigencias
propias de la supervivencia biológica y de la integridad de la justicia humana son ulteriormente
elaboradas en conformidad con el «libro mayor» de acciones y compromisos asumidos a lo largo de
toda la historia familiar.
Atendiendo a estas conexiones dialécticas más profundas, las pautas de seudomutualidad u otros
ordenamientos psicosociales son elaboraciones «psicológicas» secundarias de realidades
existenciales fundamentales; son ejemplos de ritos específicos en el contexto de un sistema de
relaciones. El núcleo de la dinámica del sistema familiar es parte del orden humano básico, que sólo
secundariamente se refleja en los conocimientos, afanes y emociones de los individuos. El orden
humano básico depende de las consecuencias históricas de los hechos producidos por la interacción
entre los distintos miembros en la vida de cualquier grupo social. Las motivaciones de cada miembro
están enraizadas en los contextos de su propia historia y la de su grupo.
Un ejemplo clínico ilustra el modo en que se entrelazan el individuo sintomático, una díada, y la
guestalt total de las cuentas multigeneracionales en un sistema de relaciones. La familia fue remitida
para consulta debido al estado de tensión e irritabilidad de Diana, que últimamente se había podido
advertir tanto en el hogar como en la escuela. Diana, una niña de diez años dotada de talento
artístico, era muy apegada a su abuela, la señora H., de 58 años. Cuando Diana contaba apenas
seis días, su madre se volvió psicótica y desde entonces ha estado internada en una clínica para
enfermos mentales. La señora H. crió a la pequeña. Como comentario aparentemente al margen del
problema, se mencionó el hecho de que entre la abuela y• el abuelo solían desencadenarse fuertes
discusiones con amenazas de violencia física.
La primera sesión de terapia familiar se realizó en el hogar, y reveló una grave tensión conyugal
entre los abuelos. Contradiciendo las expectativas del trabajador social asignado a Diana, la abuela
procuró en forma activa despertar la atención del terapeuta casi desde el comienzo. Aunque
inicialmente sonaba poco coherente y evasiva, fue muy clara y explícita cuando comenzó a
puntualizar todos los motivos de resentimiento que tenía contra el marido: «Hay dos cosas que no le
perdonaré mientras viva», dijo, explicando las razones que la llevaban a rechazarlo sexualmente.
Esta sesión inicial demuestra con gran claridad el enfoque dialéctico de indagación en los sistemas
de relaciones. Ningún relato o declaración individual se toman como verdad absoluta. Los problemas
de la niña se indagaron desde un comienzo en el contexto de la dimensión vertical de la familia,
abarcando tres generaciones. Esto llevó a investigar también la dimensión horizontal del matrimonio
de la abuela. A partir de allí, era natural volver nuevamente a la dimensión vertical de los conflictos
que la señora H. había tenido en la infancia con sus padres. Es fácil ver cómo una cuenta que quedó
sin saldar entre ella, su madre y su padrastro tendría que «salir a relucir» en su matrimonio. La
atmósfera irremediablemente hostil y atemorizadora de su hogar debió de haberse reflejado
entonces en la desesperada necesidad que tenía la niña de llamar la atención en la escuela.
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Con el presente ejemplo no se pretende sostener que una sola sesión inicial basta para descubrir las
raíces últimas de los determinantes sistémicos de la conducta sintomática de un niño. A pesar de la
autenticidad y de la gran fuerza que esa mujer solitaria y. ávida de comunicación impartía a su
relato, sería poco realista considerar que el desarrollo del carácter de la señora H. quedó
cabalmente explicado por las simples metáforas relacionales de su condensada historia. No
obstante, el examen de su experiencia clave infantil -la explotación de que fue objeto por parte del
padrastro y la aparente deslealtad en la respuesta de la madre- señaló una injusticia básica, la cual
debe de haber contribuido a cimentar la desconfianza hacia los hombres y las relaciones humanas
en general, característica de la señora H. durante toda su vida. Esta sesión ilustra las dimensiones
interconectadas de la psicología individual, la reciprocidad en los sistemas de relaciones y la justicia
del mundo de los hombres, convertidos en datos invisibles registrados a lo largo de las
generaciones.
Como conclusión, digamos que la violación de la justicia inherente al orden humano básico de una
persona puede hacer de ese hecho un pivote en torno del cual gira el futuro de sus propias
relaciones y las de sus descendientes. Así como sería poco sensato, cuando se investigan las
motivaciones individuales, considerar que un síntoma existe aisladamente de la personalidad total
del paciente, es necesario examinar el sistema familiar completo en relación con la función-señal de
la «patología» del miembro identificado como paciente. El interés por el aspecto referente a la
justicia propia del orden humano suele conducir al descubrimiento de un miembro que en un
comienzo parece haber actuado injustamente. Se plantea un interrogante: ¿El injusto es actor e
iniciador de los hechos, o un mero eslabón en una cadena de procesos? Una vez que se ha podido
investigar el propio sufrimiento de ese miembro a través de injusticias pasadas, se pone en marcha
el proceso de terapia familiar.
La filosofía dialógica de Martin Buber y los escritos de ciertos autores existencialistas señalan un
modo de «usar» a los otros que conforma otra importante dimensión de la dinámica de las
relaciones. Sin embargo, en vez de subrayar lo que hay de explotación en determinados aspectos
de las relaciones humanas, Buber se centra en su capacidad potencial para la reafirmación mutua.
Al sostener que las relaciones personales significativas pertenecen al tipo Yo-Tú, declara que los
pronombres básicos no son Yo, Tú, Ello [It], sino Yo-Tú y Yo-Ello. El análisis fenomenológico
existencial de la vida social presupone una dimensión de compromiso personal: no estoy,
simplemente, junto a aquel a quien me dirijo utilizando el «Tú» de Buber. Ese otro a quien me dirijo
de ese modo no es un mero instrumento de mi expresión emocional o la suya, sino, al menos por el
momento, el «terreno», la contraparte dialéctica de mi existencia. Pero aun como terreno para el
otro, la persona es un Yo bien delimitado para sí misma.
El auténtico diálogo Yo-Tú va más allá del concepto del otro como mero «objeto» o medio para
gratificar mis necesidades.
La solicitud y el interés recíprocos puestos de manifiesto es algo que no sólo experimentan los
participantes, sino que trasciende su psicología al ingresar al dominio de la acción o el compromiso
con la acción. El diálogo, tal como lo define Buber, se convierte en una característica del sistema de
relaciones familiares. La reciprocidad de experiencias entre dos seres humanos, reafirmados ambos
por su encuentro en términos Yo-Tú, crea una base de apoyo mutuo en las relaciones familiares. Tal
vez esto se vincule con lo que Buber denomina la zona del «entre» [26, pág. 17].
Si bien el concepto de diálogo mutuamente reafirmativo sin duda enriquece nuestra comprensión de
las relaciones, en general nuestra postura es que las relaciones familiares tienen su propia
estructuración específica, existencial e histórica. Un viajero conocido por casualidad en el tren, del
que obtenemos una respuesta caracterizada por su profundidad, puede, al menos
15
momentáneamente, cumplir las condiciones de interlocutor en un auténtico diálogo Yo-Tú. Desde el
punto de vista psicológico, el efecto posterior de ese diálogo tan auténtico puede ser una
reafirmación permanente de mi persona e identidad, aun cuando esa relación específica sea
efímera. De ese modo, el Tú del auténtico diálogo puede hallarse en todas partes, y ser remplazado
por otro Tú. Ciertas dimensiones de la terapia de grupo, las maratones, las técnicas de grupo de
encuentro, la sensibilización, etc., se basan en la esperanzada expectativa de que se dé una
reafirmación mutua entre personas que no pertenecen a un sistema familiar consanguíneo.
Desde el punto de vista práctico es muy importante reconocer la naturaleza específica de las
relaciones familiares. Tras una vinculación que durante todas sus vidas se caracterizó por la
hostilidad, dos hermanos pueden hacer intensos esfuerzos por reconciliarse y reconstruir su relación
de manera que surja entre ellos una positiva amistad. Quizás entonces se descubran el uno al otro y
lleguen a comprenderse en forma diferente, casi como si cada uno de ellos estuviera ante una
persona totalmente nueva para él. Empero, ya sea que parezcan enemigos o amigos, siempre han
sido miembros del mismo sistema familiar consanguíneo. Si yo ayudo a cualquier ser humano que
sufre, es probable que entable un auténtico diálogo Yo-Tú con él. Si, no obstante, sucede que ese
ser humano es mi hijo, configura, por añadidura, una contraparte única de mi dominio existencial:
ningún otro ser humano puede remplazarlo. Ninguna conducta de otro, por perfecta que sea la
semejanza, podría sustituir el significado que él tiene para mí. Además, tanto él como yo estamos
encuadrados dentro de un sistema de relaciones multigeneracionales. El compromiso, la devoción y
la lealtad son los determinantes más importantes de las relaciones familiares. Derivan de la
estructura multigeneracional de la justicia del universo humano, creada a partir del patrimonio
histórico de las acciones y actitudes entre los miembros.
Consideramos que la jerarquía de obligaciones reviste importancia crucial para todos los grupos
sociales y la sociedad en su conjunto. Como muchas épocas pasadas, la nuestra padece el
desgaste gradual de la calidad de las relaciones humanas. Desde fines del siglo XIX los autores
existencialistas trataron de advertirnos del peligro que amenazaba la calidad de las auténticas
vinculaciones entre los seres humanos. La urbanización, la automatización, los medios de trasporte
y comunicación de masas, etc., contribuyen a aumentar ese desgaste. El teórico que estudia a la
familia centra ahora su atención en una dimensión existencial específica que en nuestra era se evita,
niega y erosiona: las cuentas de la justicia del mundo de los hombres. Al rehuir los contactos con la
familia extensa, por un lado, y aferrarse desesperadamente a las posesiones materiales, por el otro,
se crean paradójicos antagonismos entre las viejas y las nuevas generaciones, con pocas
posibilidades de resolución. La vieja generación conservadora, se atrinchera cada vez más en su
rígida postura defensiva, mientras que mediante el escapismo y la negación la juventud rebelde
puede destruir los cimientos que le permitirían utilizar su libertad si adquiriera la capacidad necesaria
para enfrentar y balancear las cuentas de la justicia intergeneracional. Llevados por su sensación de
carencia, a menudo los jóvenes no ven que la represalia destructiva lleva a una ulterior y más honda
carencia. En última instancia, ambas generaciones resultan perdedoras.
La amplia popularidad actual de los grupos de encuentro, maratón, sensibilización, etc., atestigua la
toma de conciencia del desgaste de las relaciones personales por parte del hombre moderno. Todos
los días se forjan nuevos ritos sobre la base de esa toma de conciencia, combinada con el mito del
valor supremo que tendría «expresar los propios sentimientos» hacia los extraños. El diálogo Yo-Tú
de Buber, cuando se lo comprende de manera parcial, puede esgrimirse como anhelada fórmula
16
mágica, aplicándola a encuentros de formas ritualizadas. El especialista en terapia familiar no
rechaza la validez del encuentro como «técnica» auxiliar dotada de sentido en la sociedad
contemporánea; configura una dimensión de su propia labor con las familias. Pero si esta dimensión
se eleva al plano de la omnipotencia mágica, utilizada para negar las duras realidades de la justicia
histórica de la propia existencia y la posición generacional en el «libro mayor» de méritos de la
familia, sólo permitirá logros limitados. Por añadidura, sus falsas pretensiones pueden ser fuente de
grandes desengaños.
Los autores suscriben una visión amplia de la teoría clínica, en que los niveles de motivación de los
sistemas individual (intrapsíquico) y multipersonal deben considerarse en su relación mutuamente
antitética y complementaria. Entendemos incorrecto y poco aconsejable ignorar la importancia
motivacional recíproca y multipersonal para la formulación intrapsíquica de hechos tan importantes
para la experiencia humana como la separación, el enamoramiento, el crecimiento, la madurez
sexual, el miedo a la muerte, el dolor por la pérdida de seres queridos, etc. Por otro lado, nos damos
cuenta de que en su mayor parte nuestra actual teoría de la psicopatología y la psicoterapia está
estructurada en términos individuales que de ben ampliarse para abarcar el contexto de las
dimensiones motivacionales de los sistemas familiares.
Por ejemplo, en respuesta a las preguntas sobre lo indicado de una terapia, sus metas y la
evaluación del trabajo con la familia, el especialista en terapia familiar tal vez no pueda comunicarse
con sus colegas si estos últimos tienen una orientación exclusivamente individual. Puede
preguntársele: ¿La terapia familiar es indicada en un caso de fobia a la escuela? Su respuesta no
puede ser ni sí ni no. Debe dejar en claro que en esta forma la pregunta es intrínsecamente
inadecuada e imposible de responder. Como la terapia familiar tiene por objetivo ayudar a cada
miembro de la familia, la pregunta debe formularse de distinto modo: ¿Es conveniente y factible que
los miembros de la familia de un niño con fobia a la escuela trabajen juntos en pos de la obtención
de beneficios mutuos? En términos estrictos, sin embargo, incluso la formulación «familia de un niño
con fobia a la escuela» posee bases individuales. El experto en terapia familiar sabe que al cabo de
unas pocas semanas el papel del «paciente» sintomático puede desplazarse, pasando del niño con
fobia escolar a la madre deprimida, el hermano delincuente o el padre que adolece de una
17
enfermedad psicosomática. El problema que se nos plantea es el de designar una familia en
términos de un sistema multipersonal, en vez de contentarnos con introducir los términos o frases
del diagnóstico tradicional del individuo con la expresión «la familia de un ...».
La falta de una categorización de familias ampliamente aceptable, de acuerdo con los criterios del
sistema multipersonal, ha obstaculizado de modo serio los esfuerzos del especialista en terapia
familiar por comunicar su punto de vista. Aquel siente que aunque conceptualmente no podría definir
la entidad sistémica de una familia, no se trata de una imagen ficticia sino de una realidad clínica con
la que debe trabajar. De hecho, en el curso de uno o dos años de experiencia, los especialistas en
terapia familiar por lo general aprenden cómo deben trabajar con la dinámica de grupo de un
sistema familiar específico, considerándolo una entidad, antes que la suma de las diversas
dinámicas individuales de los miembros. En última instancia, debe tratar el conglomerado forjado
entre las patologías individuales y las configuraciones del sistema.
La tarea fundamental del especialista en terapia familiar es definir síntomas, diagnóstico y entidad
nosológica en términos sistémicos. El concepto médico tradicional de síntoma se originó a partir de
la dicotomía entre los signos notables y lo que se infería como proceso de enfermedad subyacente,
definible en términos de causalidad. Mientras que la sugestión, la hipnosis o los procedimientos
conductuales estuvieron durante siglos en teros claramente dirigidos a la eliminación del síntoma, el
interés propio de la teoría psicoanalítica freudiana se ha definido como algo que va más allá de los
síntomas y se centra en el mecanismo básico subyacente en la organización fundamental de la
personalidad del paciente.
El especialista en terapia familiar tiene que aprender a integrar conceptos individuales, descriptivos y
dinámicos con dimensiones del sistema de relaciones tales como: 1) pautas de interacción funcional;
2) relación entre la pulsión y el objeto; 3) consanguinidad; 4) patología interpersonal; 5) mecanismos
inconcientes entrelazados en los individuos; 6) aspectos de encuentro del diálogo óntico; y 7)
cuentas de justicia multigeneracionales.
Los actos delictivos de un muchacho, por ejemplo, pueden considerarse motivados por varios
factores individuales y familiares. En un nivel individual, puede vérselo como si luchara por satisfacer
sus necesidades de gratificación instintiva (sexuales, agresivas) (2), por reafirmar su propia persona
en relación con el padre (2, 6), por llegar a igualar a sus pares (1), etc. En un nivel multipersonal, el
joven delincuente puede satisfacer en forma sustitutiva las tendencias inconcientes de sus padres
hacia la delincuencia (5); por ejemplo, es previsible que en sus ensoñaciones y fantasías procurará
reparar todas las pérdidas sufridas por sus padres, castigando a la sociedad (7); acaso, llevado por
su lealtad, quiera unir a sus padres convirtiéndolos en un equipo disciplinario en mutua connivencia
(1); puede, sin quererlo, suministrar a su familia una excusa para una indispensable intervención de
la sociedad a través de sus autoridades (1, 2, 7). En una escala aún más amplia, puede poner a
prueba la capacidad «parental» de la sociedad en su conjunto y brindar dependencia y gratificación
encubierta a todos los miembros (3).
Otra importante esfera de conflicto de lealtades se vincula con ese tipo de justicia humana
menoscabada que se basa en una explotación emocional carente de equilibrio. El análisis de estos
problemas a menudo se ve oscurecido por consideraciones de índole económica en la familia. En
otros casos, la posesión expoliadora de una persona aparece disfrazada de amor; ¡como si el amor
por el lechón que siente el gourmet pudiera acaso para el cerdo significar amor. Algunos autores de
la escuela de Bateson (para un amplio resumen, cf. Watzlawick [88] y Berne [7] realizaron
exhaustivos estudios de ciertas técnicas expoliadoras en las relaciones. Sin embargo, el especialista
en terapia familiar se guardará de extraer cualquier conclusión apresurada sobre qué constituye
explotación en las relaciones de familia. Las pautas de interacción superficial entre sus miembros,
en especial si se considera una díada aisladamente, pueden conducir a conclusiones totalmente
erróneas. La auténtica comprensión de lo que constituye la explotación gira en torno de los balances
recíprocos de méritos y en el reconocimiento de tales méritos.
Los procesos familiares y los sociales, más vastos, se entrelazan de manera significativa. La
civilización occidental contemporánea alienta la huida por medio de la negación para evitar un duro
enfrentamiento con el propio sistema de relaciones. La movilidad física cada vez mayor, la
capacidad de comunicación saturada a través de los medios, la glorificación del éxito conseguido en
la «adaptación social», la confusión de libertad emocional con la separación física, y la elevada
valoración de formas de seudoamistad tan superficiales como infundadas se cuentan entre las
«ventajas» de nuestra sociedad que alientan el escapismo más que el enfrentarse con las cuentas
en las relaciones.
Al trabajar con familias in vivo, el interés del terapeuta no reside simplemente en reconstruir el
núcleo esencial de los individuos sino que va más allá, tratando de establecer un nuevo equilibrio de
las relaciones en el sistema multipersonal. En este sentido, la terapia familiar se encuentra en uno
de los polos del espectro de las terapias, la terapia clásica de la conducta en el polo opuesto, y la
psicodinámica (freudiana) en el medio. Importa reconocer la falacia de una dicotomía comúnmente
aceptada, como si la terapia intensiva fuera equivalente a la indagación individual, mientras que la
terapia familiar conjunta implicara una tarea más superficial e imprecisa, que puede o no dar en el
blanco y quizá nunca roce el núcleo privado e interno de los participantes; como si los diálogos
confidenciales mano a mano entre paciente y terapeuta constituyesen el requisito indispensable de
toda «labor» terapéutica intensa y profunda. Mientras que, sin duda alguna, la investigación de la
familia amplía el margen de intervención del terapeuta, su característica distintiva no es la mera
extensión horizontal. Sucede, más bien, que el compromiso que contrae el terapeuta de ayudar a
todos los miembros de la familia intensifica la fuerza emocional de un nuevo proceso de
realimentación, que afecta a todos los participantes. Sin embargo, el compromiso de ayudar a todos
los miembros de la familia puede conducir a una auténtica intensificación del proceso terapéutico
sólo si el propio terapeuta es capaz de seguir el ritmo de la «escalada» emocional.
La razón por la cual la propia situación de la terapia familiar representa una mayor exigencia
emocional para el terapeuta que la terapia individual se debe a que la verdadera medida de la
emoción humana no es la intensidad de sus concomitantes afectivos o fisiológicos, sino la relevancia
de su contexto interpersonal. Esto demuestra la dificultad intrínseca que surge al tratar de objetivar o
cuantificar los hechos relacionales. La relevancia conceptual puede evaluarse equiparando
contenido y contexto. Como el vaciado y el molde: encajan o no. La relevancia es una medida no
lineal, no cuantificable.
20
El desarrollo conceptual en los campos de la teoría y la terapia familiar se ve todavía obstaculizado
por una permanente confusión sobre la función del pensamiento científico, tal como se aplica en la
escena humana. Algunos de los investigadores más capacitados siguen creyendo en el valor de
estudiar fenómenos en esencia no mensurables, aunque técnicamente bien definibles. Tal vez opten
por mirar la vida familiar como algo motivado por juegos de poder y se orienten a producir datos
convincentes y perfectamente documentados sobre problemas de conducta delimitados en forma
estricta, pero de importancia marginal. La tarea más importante de la investigación, a la vez que la
más difícil, es la creación de un marco conceptual que permita manejar los aspectos más complejos
de la teoría de los sistemas de relación.
¿La «realidad» objetiva tiene cabida en las relaciones caracterizadas por la cercanía?
Resulta engañoso considerar la realidad relacional como algo menos individualmente dinámico o
menos subjetivo que la realidad interna de una persona. El atributo «objetivo», por contraste con
«subjetivo», connota la cualidad de estar libre de toda información falsa e incorrecta, y de toda
distorsión de los hechos debida a la parcialidad emocional. Sin embargo, la realidad de la persona
en sus relaciones más cercanas está compuesta por su realidad interna familiar trasferida y
subjetiva, más ciertos atributos reales del compañero. Naturalmente, desde el punto de vista de este
último, su propia realidad interna es más subjetiva que efectiva.
No existe ninguna realidad objetiva como campo intermedio entre los «calibres de necesidades» [12,
pág. 46] recíprocamente antagónicas de dos personas que se relacionan. Si la objetividad reviste
aquí algún sentido, reside en la conciencia que cada participante tiene de las configuraciones de
necesidades simultáneas en el otro, mientras que ambos luchan por hacer de ese otro el objeto de
sus necesidades y deseos. No obstante, cabe recordar que las necesidades del individuo incluyen la
condensación de las cuentas relacionales no saldadas de su familia de origen, además de la
reactivación de sus propios procesos psíquicos primitivos.
Cuando lo que se procura es un análisis de las relaciones cercanas, el terapeuta primero tendrá que
conocer con claridad los determinantes principales de las motivaciones de los participantes o sus
actitudes relacionales. Debe averiguar cuál es la posición de cada miembro en el sistema: conocer
sus obligaciones, compromisos, la historia de sus méritos, formas de explotación, etc. Por ejemplo,
además de las actitudes relativas al «chivo emisario», un «amor» sofocante y abrumador puede
también convertir en víctima a su objeto. Ha de inspeccionarse, igualmente, la necesidad que tiene
el «objeto» de entablar un diálogo caracterizado por la autenticidad.
Lo que equilibra la subjetividad unilateral de las necesidades de los dos miembros de la pareja es el
hecho de que el que ama pueda hacer que el objeto de su amor le responda y, en última instancia,
21
que las necesidades de este último le permitan hallar a su vez en aquel un objeto satisfactorio. Una
relación íntima es un encuentro dinámico entre patrones de necesidades. No existe entre los
cónyuges un campo intermedio objetivo o «realidad no distorsionada». La meta realista de cada uno
no debe ser poner a tono sus necesidades con las características «objetivas» del otro, sino aprender
a discriminar las necesidades del otro como válidas pese a ser distintas de las propias.
Desde el punto de vista de nuestra teoría de las relaciones, el «patrón de necesidades» de una
persona es una fórmula abreviada que comprende tanto sus necesidades personales como las
expectativas invisibles debidas al equilibrio perturbado de la justicia en las relaciones anteriores
propias y de su familia. Tiene una deuda de reciprocidad para quienes tanto le dieron, no importa
que se hayan sentido estafados o explotados por el destino. Puede dar por sentado que su futura
pareja tiene conciencia de sus frustraciones y obligaciones innatas. Naturalmente, el otro debe
incorporar en su actitud la historia del balance de méritos de su propia familia.
No obstante, una teoría más amplia de las relaciones debe tomar en cuenta la fluctuación que
minuto a minuto afecta su grado de individuación. Una persona puede definirse básicamente por la
gama y medida de sus necesidades, obligaciones, compromisos y actitudes responsables adoptadas
en el campo de las relaciones. Incluso ciudadanos aparentemente bien individualizados, socialmente
destacados y responsables pueden actuar como miembros irresponsables e indignos de confianza
cuando lo hacen en el contexto de una relación familiar «simbiótica». Pueden ser víctimas del pánico
si de ellos se espera que adopten una visión responsable de su función dentro de la familia. Pueden
ocultarse tras un «nosotros», en lugar de un «yo» como forma de expresión gramatical, al tratar de
explicar sus propios sentimientos e intenciones. Pueden centrarse de manera exclusiva en las
funciones o síntomas de sus hijos, o sin quererlo crear una imagen de falsa individualización y salud
en sus lazos conyugales. Por ejemplo, pueden discutir con engañosa libertad, revelando en forma
manifiesta grandes divergencias personales sobre el tema de discusión, sólo para hallar luego que
estas son imposibles de modificar debido a las personalidades inconcientemente fusionadas de los
miembros de la familia.
Nuestro enfoque sistémico ubica las estructuras psíquicas individuales en el contexto de sus
relaciones, al trabajar con familias sometidas a tratamiento. Todavía no se ha hecho la trasferencia
que lleve de ahí a un análisis estructural individual entendido más cabalmente. Podríamos equiparar
la función relacional simbióticamente indiferenciada o la deuda sistémica pobremente resuelta con
una «débil estructura yoica» en términos individuales, pero la correspondencia de esos términos es
sólo parcial. El lenguaje de la «debilidad yoica» por lo común presupone una identidad personal,
aunque discontinua. Por el contrario, el funcionamiento simbiótico en forma sustitutiva, o de
connivencia, sólo puede observarse en presencia de dos o más individuos íntimamente relacionados
entre sí. La inferencia realizada a partir de la relación terapéutica individual (trasferencia) para llegar
a las relaciones familiares resulta incompleta.
En síntesis, el punto de vista sistémico reviste gran importancia práctica y terapéutica. Nuestro
contrato terapéutico debe sellarse con todos los miembros del sistema de relaciones familiares, y no
sólo con el miembro que presenta el síntoma o con sus custodios adultos.
22
El contrato significa que el terapeuta debe mostrarse asequible y realmente estar dispuesto a ayudar
a todos los integrantes, asistan o no a las sesiones. A su vez, debe comprometer la participación de
todos. Hará que expongan sus opiniones, necesidades y deseos de ayuda, y procurará asegurarse
de que incluso los mensajes del hijo más pequeño sean escuchados y hallen respuesta. Como parte
del contrato, infundirá el valor necesario para enfrentar las obligaciones y la culpa por el pago
delictivo de las deudas emocionales.
Aunque la mayor parte de los esfuerzos iniciales del especialista tienen que ver con la firma del
contrato terapéutico por el conjunto de la familia, no es el terapeuta quien crea o impone el punto de
vista dinámico y terapéutico del sistema familiar a los miembros. No habría familia de no existir
fundamentos de solidaridad y lealtad anteriores aun al nacimiento de los hijos.
Las implicaciones de la terapia conjunta, familiar o relacional son tan revolucionarias que por fuerza
deben llevar a una ruptura con nuestra ética social ampliamente difundida o a refugiarse en alguna
forma de negación y acuerdo entablado por razones de debilidad. La cuestión de la explotación, el
acérrimo individualismo, la represión por parte de los mayores o los poderosos líderes políticos,
reyes, dictadores, etc., está relacionada con las fuerzas que rigen el sistema familiar. Las exigencias
éticas planteadas a un fabricante de automóviles para que produzca vehículos seguros y duraderos
en medio de la competencia y los conflictos laborales son similares a las que se plantean a una
pareja en vías de divorciarse para que tome en cuenta los intereses de sus hijos.
Sin una capacidad para enfrentar las cuentas de integridad de las relaciones familiares, el
especialista en terapia familiar se verá abrumado, y puede caer en esa desesperación que induce a
hablar de la «muerte» de la familia [29]. Puede verse atrapado en un dilema similar al de un
especialista en publicidad, llevado a desplazar su preocupación por la eficacia del diseño de sus
anuncios publicitarios al interés por la honestidad e integridad de estos. El especialista en terapia
individual puede, si lo desea, seguir siendo un diseñador de fachadas; en cambio, el especialista en
terapia familiar no puede, a la larga, cerrar los ojos ante la integridad relacional, incluyendo la suya
propia.
En síntesis, la orientación sistémica surge de la lógica de las observaciones empíricas realizadas por
los especialistas en terapia familiar. En forma independiente, muchos de los antiguos terapeutas
llegaron a la conclusión de que existe una organización regulada (homeostasis) en cuanto al
desplazamiento del papel de enfermo en las familias. Aunque en el campo de la terapia familiar se
requerirían fundamentos teóricos basados en una ulterior descripción, más precisa, de los hechos
empíricos de la homeostasis sistémica, el interés de la mayoría de los terapeutas se ha centrado
comprensiblemente en la cuestión de las fuerzas dinámicas que regulan dicha homeostasis. El
mandato del terapeuta, orientado hacia la consecución de una meta, le plantea un desafío: llegar a
dominar los secretos del control y el determinismo causal de las relaciones familiares.
23
2. La teoría dialéctica de las relaciones
En el capítulo anterior señalábamos que consideramos que la infraestructura humana más profunda
de relaciones consiste en una red (jerarquía) de obligaciones. Mientras que los sociólogos han
compilado listas de obligaciones manifiestas, nosotros estamos más interesados en las encubiertas.
Hay un continuo toma y daca de expectativas entre cada individuo y el sistema de relación al que
pertenece. De manera constante oscilamos entre la imposición y la exención de obligaciones.
Supuestamente, la integridad del sistema de relaciones sería sustentada por un giroscopio que
mantiene al día las cuentas del balance total de obligaciones entre los miembros.
La relación ética de cada miembro con su sistema de relaciones (por ejemplo, su familia, su
ubicación laboral o su comunidad) configura la parte crucial de su mundo existencial. El balance
entre las obligaciones y su cumplimiento constituye la justicia del mundo de los hombres. ¿Qué
medidas permiten juzgar el punto en que se encuentra el balance? ¿En base a qué criterios puede
juzgarse negativa o positiva la hoja de balance?
Nuestra posición es dialéctica en varios sentidos (algunos, diferentes de lo que supone el uso
cotidiano contemporáneo del término). En un sentido hegeliano, utilizamos la dialéctica como forma
de desafiar las limitaciones unidimensionales de la definición de cualquier fenómeno. En esta
dirección cabe prever que la impredecibilidad básica de la vida habrá de plantear siempre desafíos
en toda forma de equilibrio. El hecho cualitativamente nuevo habrá de trastrocar todo el principio de
equilibrio, en vez de inclinar la balanza de una fase homeostática a la siguiente. Al agregar un
componente por fuerza nuevo, el desequilibrio de hoy lleva al nuevo equilibrio de mañana. Lo falso y
lo mundano resultan valiosos en la medida en que contribuyen a combatir el estancamiento. A
medida que el daño .y la injusticia se equilibran por medio de la reparación, la espontaneidad de los
movimientos autónomos de cada miembro tiende a crear un nuevo desequilibrio y una nueva
injusticia que, de ser reconocida y enfrentada, lleva a una definición más rica y cierta de la libertad y
la solicitud entre los miembros. La preponderancia del movimiento por sobre el estancamiento
constituye la esencia del enfoque dialéctico de las relaciones familiares, y el especialista en terapia
familiar colabora en el proceso mediante su compromiso con el cambio, el reconocimiento de este, y
la síntesis del cambio con la identidad invariable del ser.
La psicología, la psicoterapia y la psicopatología también han sufrido una transición gradual hacia un
enfoque más dialéctico. En tanto que desde el punto de vista individual tradicional se pensaba en
función de conceptos monotéticos o absolutos: instinto, poder, control, amor, odio, inteligencia,
comunicación, etc., el método dialéctico define al individuo como participante de un diálogo, o sea,
en interacción dinámica con su contraparte: el otro, o no sí-mismo. El y su contraparte constituyen su
mundo relacional. Una naranja no tiene que definirse en función de una «contranaranja», mientras
que, por ejemplo, la individuación de una persona debe verse desde la perspectiva de su equilibrio
dinámico con fuerzas simbióticas, desindividualizadoras. De acuerdo con las leyes de la dialéctica, el
24
movimiento en un sentido determinado ejerce tracción y eventualmente genera movimiento en el
sentido opuesto. La resolución dialéctica nunca es un tibio compromiso en gris entre lo blanco y lo
negro, sino que implica convivir con opuestos vivientes. Stierlin [84] efectuó un importante aporte en
relación con una formulación dialéctica de la dinámica básica.
Una situación que suele darse con frecuencia en la terapia familiar ilustra la lucha del hombre por
resolver las paradojas antitéticas de su existencia. En el curso de la vida cotidiana o durante la
terapia, una persona puede tomar conciencia de su profundo resentimiento para con sus padres,
debido a que ellos lo hicieron víctima de un rechazo, o falta de amor, reales o supuestos. En un
sentido absoluto, la persona requeriría ayuda por medio de las prácticas psicoterapéuticas
tradicionales, dirigidas a alcanzar la individuación por medio de la intelección y la expresión abierta,
para llegar a una mayor autonomía. Por consiguiente, no tendría que preocuparse por el hecho de
que su imagen de los padres sea detestable. Debería sentirse libre de enfrentar y expresar su
resentimiento, al menos en el curso de la terapia, y conferir a otras personas el papel de objetos
adecuados de sus aspiraciones amatorias. De esta manera, en un sentido absoluto, sería lógico
esperar que al extraer las conclusiones prácticas de lo que solfa ser una situación experimentada
pasivamente, frustrante e hiriente, devengara un puro beneficio emocional. Sin embargo, nuestra
experiencia clínica nos dice que nadie resulta ganador en virtud de una conclusión que proclama
resentimiento y desdén irremediables hacia el propio progenitor.
Si bien el enfrentamiento consiente con los propios sentimientos de odio significa un progreso, no
representa un fin terapéutico en sí. A menos que la persona pueda luchar con sus sentimientos
negativos y resolverlos mediante actos basados en actitudes positivas, de ayuda para el progenitor,
no podrá liberarse realmente del problema intrínseco de lealtad y tendrá que «vivir» el conflicto,
incluso después de la muerte del progenitor, aplicando pautas defensivas patológicas. El
sospechoso, rechazo del cónyuge, o tal vez del mundo entero, puede configurar un intento defensivo
por resolver este tipo de conflicto. Cabe mencionar aquí que la trasferencia positiva hacia el
terapeuta puede en sí ser equivalente a una deslealtad intrínseca hacia el progenitor rechazado y,
naturalmente, revertir en una trasferencia negativa. Con frecuencia, el resultado final es el rechazo
del terapeuta, para escapar a los efectos fulminantes de una «victoria» sobre los propios padres. El
costo de dicha victoria sería la culpa, la vergüenza, y una atadura paradójica de lealtad, desconocida
y desmentida como propia, aunque la persona se aferre a ella en forma paralizante.
Una variada serie de situaciones cotidianas humanas y clínicas pueden ilustrar la dinámica
relacional basada en el razonamiento que denominamos dialéctico. En primer lugar, debemos tener
en cuenta que las actitudes manifiestas y consientes pueden entrar en conflicto con las expectativas
encubiertas. Es mucho lo que se ha escrito sobre la paradoja del proceso psicoterapéutico, en que el
paciente tiene que desarrollar una dependencia temporaria respecto del terapeuta a los efectos de
obtener independencia y espontaneidad en su forma de vida. La experiencia cotidiana demuestra
ampliamente con qué frecuencia una respuesta airada y punitiva de la persona que ejerce el poder
puede ser preferible a una actitud paciente, tolerante y permisiva. La primera de esas respuestas tal
vez indica una actitud de participación y preocupación, en tanto que la segunda simplemente puede
trasmitir indiferencia y falta de interés. La parentalización de un hijo ilustra otra paradoja: de qué
manera el objeto de protección puede de manera simultánea convertirse en fuente de fuerzas y
apoyo dependiente. De acuerdo con esa misma lógica, el hijo parentalizado que actúa en forma
excesivamente adulta para su edad sólo puede hacer progresos si primero se le da la oportunidad
de asumir ciertas pautas demasiado infantiles. De ese modo, la fuerza real se obtiene, a través de la
debilidad aparente.
Una paradoja muy importante y profundamente arraigada reside en la relación antitética entre la
individuación y la lealtad familiar. Mientras que en la superficie parece que la imposibilidad de
25
desarrollarse y madurar torna al niño desleal en relación con las aspiraciones de su familia, la
verdad indiscutible es que todo paso que lleve a la auténtica emancipación, individuación o
separación de ese hijo tiende a tocar un problema lleno de gran carga emocional: el de la unión
simbiótica permanente de cada miembro, negada, y a la vez deseada, con la familia de origen.
Fronteras relacionales
Uno de los aspectos más importantes de la dialéctica relacional hace referencia al concepto de
frontera intragrupal entre «nosotros» y «ellos». Ontológicamente, «ellos» nos crean a «nosotros»
como entidad dotada de sentido y propósito. Debido a su "otredad" [otherness], el exogrupo se
convierte en blanco conveniente del prejuicio. Podemos sentirnos resentidos por su presencia, pero
necesitamos de ellos. Tal vez deseamos que desaparezcan de nuestra vista, sacárnoslos del medio,
pero sin ellos nuestra vida carece de propósito y de sentido. Casi todos los grandes acontecimientos
en la historia de la humanidad se identifican basándose en una pronunciada división entre el
endogrupo y los de afuera. Sin oportunidad de confrontarse o incluso de luchar con estos, el
endogrupo pierde el vigor que lo lleva a funcionar.
La identidad interna del endogrupo está conectada de manera indisoluble con la frontera de otredad
respecto del exogrupo. Los hebreos antiguos eran el pueblo elegido de Dios. Los primeros cristianos
estaban convencidos de que sólo ellos estaban en posesión de un importante secreto, gracias al
cual podrían extirpar las creencias paganas. Los griegos antiguos creían ser ellos quienes difundían
la luz de una cultura superior entre los bárbaros, y los romanos consideraban que su misión era
conquistar el mundo y hacer que la paz y la justicia reinaran en él. Incluso los movimientos que
persiguen metas humanísticas universales sólo pueden florecer en la medida en que se conciben en
oposición a otro grupo de extraños, ignorantes, renuentes o antagónicos.
Más que aspirar a una unidad absoluta, la vida en familia debe procurar el dominio de las antítesis
subgrupales. En la vida familiar, la diferenciación, la individuación, y, por último, la separación de los
niños, adolescentes y adultos jóvenes confieren su sentido a la parentalidad. Quizás algunos padres
fantaseen con frecuencia, imaginando hallar por fin paz y gratificación total en una época futura,
cuando los hijos ya no estén a su lado. Tal vez piensen que son los hijos quienes provocan todos
sus conflictos. Sin embargo, lo real es que la separación que lleva a una pérdida en la relación
tiende a debilitar o, al menos, poner a prueba el matrimonio paterno aislado, más que a reforzarlo.
Incluso los parientes políticos, de quienes suele pensarse que, como intrusos, se erigen en
obstáculo de la tranquilidad del matrimonio y la paz de la familia nuclear, en realidad refuerzan la
solidaridad familiar y el sentido que comparten. En síntesis, la separación, el aislamiento, la otredad
o la diferencia, reconocidas en su equílibrio dinámico antitético y dialéctico con la intimidad de una
relación, constituyen una fuerza vital. Sin embargo, tomados en un sentido absoluto, son
reminiscentes de la paz absoluta que en última instancia sólo ofrece el cementerio.
Desde el punto de vista psicológico, cabe pensar que la frontera que separa al endogrupo del
exogrupo es de índole cognoscitiva: sabemos que somos diferentes; en lo afectivo, sentimos que
«nosotros» formamos un grupo separado de «ellos»; o correspondiente al plano de la acción:
tomamos en cuenta lo que «nosotros» hacemos por «ellos» y lo que «ellos» han hecho por
«nosotros». Nuestra preocupación por la lealtad y la justicia propias del orden humano subrayan
naturalmente el tercer aspecto (fáctico) de la frontera: el del toma y daca. Nos interesa todo aquello
que los padres brindan a sus hijos y lo que reciben de estos: la manera en que la brecha
generacional se mantiene en pie y puede salvarse por medio de actos y actitudes.
La señora G., madre de dos hijas adolescentes, ha estado luchando contra la actitud de su propia
madre, supuestamente llena de resentimiento y de actitudes de rechazo durante casi toda su vida.
Incluso, parecía vanagloriarse por el hecho de que su matrimonio fuera el producto de una
atmósfera de rebelión hostil contra su madre. En su caso, la hostilidad se manifestaba de inmediato.
Esta señora no tenía ninguna dificultad en describir los mutuos resentimientos y heridas sufridas por
ella y su madre.
En el curso de la terapia familiar, iniciada a causa del episodio psicótico sufrido por la hija menor de
quince años, la «hermana sana», de diecisiete, comenzó a dar decididos pasos en pos de su
independencia. Ella ingresó a la universidad, y emprendió una serie de acciones rebeldes y
autodestructivas. En apariencia, y sin tener conciencia de ello, la propia señora G. empezó a asumir
de modo gradual el rol de madre que desaprobaba, rechazaba y condenaba moralmente los actos
de la hija rebelde que estaba emancipándose. Sin embargo, cuando el especialista en terapia
familiar hizo una comparación entre el propio matrimonio de la madre, nacido de su «rebeldía», y la
rebelión adolescente de su hija, la señora rechazó la analogía airadamente. Todavía no podía
permitirse reconocer su posición dual respecto de la frontera madre-hija.
Sólo cuando la señora G. descubrió que su madre padecía de cáncer, cobró visos de realidad la
posibilidad de un cambio. Al tornarse capaz de asumir el papel de enfermera (o sea que, de un
modo simbólico, hacía de madre para con su propia progenitora moribunda), comenzó a ver a su hija
como una joven mujer que luchaba desesperadamente, en lugar de ver en ella a una delincuente
condenable por la moral. Interesa observar que al poco tiempo de asumir la señora G. un rol
materno, lleno de amor y preocupación respecto de su madre, su hija trocó sus conductas
delincuentes autodestructivas por otras pautas más constructivas, tanto en su vida privada como
hacia los miembros de su familia.
27
La familia de marras demuestra cuán útil es que uno de sus miembros se lance decididamente a la
acción, adopte una posición definida y enfrente las consecuencias de sus actos. Tal conducta tiende
a desbaratar las pautas de evitación y postergación que impiden que muchas familias se trasformen
en «laboratorios» de crecimiento personal, al enfrentar los conflictos y resolverlos.
De manera análoga, los miembros «demasiado adecuados» de la familia pueden depender del
fracaso de los «poco adecuados». El miembro destacado en lo social puede depender del
desempeño del miembro enfermo o delincuente. Naturalmente, la salud del miembro sano y la
enfermedad del identificado como paciente están codeterminadas por sus funciones sociales más
amplias, y no sólo por la propia naturaleza sustitutiva de la díada que forman. En última instancia,
empero, el carácter fijo de sus roles sirve a los requerimientos de toda la red de obligaciones de la
familia.
El carácter fijo de las obligaciones «congeladas» propias de un rol puede contrastarse con la
atmósfera de confianza básica que reina en una familia. La confianza básica, expresión acuñada
para designar una fase del desarrollo psicosocial individual [34], corresponde a una estructura de
relaciones en que cada individuo, como entidad independiente, puede extraer beneficios y ser
responsable ante un orden humano justo. Un orden justo no entraña la ausencia de injusticias;
implica que la auténtica responsabilidad determine un rol más poderoso que cualquier otra
obligación fija. La representación de roles fijada sumisa y sustitutivamente entre los miembros de la
familia da lugar a un sistema familiar que, más que resolver las viejas cuentas, las bloquea y
posterga. En un sistema tal, en realidad nadie tiene que enfrentar su propio si-mismo como agente
libre y responsable. A los efectos de diseñar una estrategia eficaz de vasto alcance, el especialista
en terapia familiar tiene que evaluar el balance de la justicia humana y la jerarquía de expectativas
dentro del sistema familiar, escuchando el modo en que cada miembro, subjetivamente, concibe su
responsabilidad ante el resto de la familia, y viceversa.
El tipo de pensamiento que parte de una causalidad rectilínea ve en la enfermedad algo determinado
por una causa -o cadena de causas. Por su parte, el punto de vista dialéctico enfoca la realidad
psíquica dual de cualquier relación. Sin embargo, ningún diálogo debe considerarse como algo
limitado a dos participantes. En todo diálogo, una persona y su universo humano enfrentan a otra, y
al universo humano de esta. A medida que cada uno formula su propia posición dentro de una
jerarquía familiar de obligaciones, se crea un nuevo equilibrio o red de créditos. Por mucho que
querramos desprendernos de la carga del pasado, la estructura básica de nuestra existencia y la de
nuestros hijos sigue estando determinada, al menos parcialmente, por las cuentas sin saldar de las
generaciones pasadas.
28
Jerarquía de obligaciones e «interiorización de los objetos» de lealtad es el determinante clave de
las estructuras de relación y, en última instancia, de la conducta individual, consideramos que la
interiorización de las relaciones objetales es uno de los indicadores de la justicia que rige en el
propio universo humano. Por ejemplo, el niño carenciado que sufrió el rechazo de sus padres puede
interiorizar hasta tal punto su amargo resentimiento que posteriormente se vale del mundo entero
para obtener su revancha, para vengarse y por añadidura, al convertir a su propia esposa en chivo
expiatorio y tildarla de mala madre, no sólo les hace pagar las cuentas a sus padres interiorizados
mediante la reproyección de su oscuro resentimiento en otra persona, sino que también protege a
sus progenitores al hacer objeto de su venganza a un tercero, inconcientemente evita culpar su
memoria, en tanto que sacrifica su lealtad para con la esposa.
No es por azar que los registros detallados de la justicia subjetiva del universo humano suelen
llevarse en forma más cuidadosa y durante un tiempo más prolongado en el pautamiento invisible de
las relaciones familiares que en cualquier otro grupo, sino porque probablemente las familias están
ocupadas con la generación de la prole. Esta es una meta a largo plazo, un acto irreversible cuyas
consecuencias éticas son mucho más grandes que cualquier otra función humana individual.
Las situaciones propias de la vida extrafamiliar pueden o no ser injustas durante cierto tiempo.
Podemos pasar velozmente de un trabajo a otro, desplazarnos de una ciudad a otra. La lealtad para
con un antiguo patrón tal vez no sirva de nada en una nueva relación de negocios. Las injusticias
cometidas mientras se ascendía en la escala social pueden olvidarse cuando el trepador exitoso
adquiere un nuevo rango. En la familia, sin embargo, las consecuencias de todo acto quedan
grabadas en el sustrato más profundo de la contabilización trasgeneracional. El destino de los hijos
se refleja como un espejo frente a los padres. La fuerza reguladora crucial de las relaciones
familiares es el principio de contabilización de responsabilidades y la posibilidad de confianza.
El punto de vista extremo del purista del sistema social, en el campo de la familia, sostendría que el
terapeuta sólo debe ocuparse del aquí y ahora o nivel de conducta de las relaciones interpersonales.
El purista tiende a ignorar la estructuración histórica del rendimiento de cuentas en lo que atañe a
compromisos y obligaciones, y reduce el campo de relaciones familiares a un plano similar al de
cualquier otro grupo pequeño, dotado de una realidad conductual e interaccional observable. Como
desde nuestro punto de vista la «contabilización» de los actos.
Tal vez dichos enfoques eran complementarios de la tendencia imperante durante dos décadas que
pueden denominarse antiautoritarias: el período comprendido entre fines de la década de 1940 y
fines de la de 1960. Las tendencias autoritarias y antiautoritarias mantienen un equilibrio vacilante en
cualquier sociedad. La tradición propia de la sociedad norteamericana ha determinado que todo
liderazgo y roles de poder manifiesto sean especialmente vulnerables. Como resultado, el
compromiso con cualquier forma de liderazgo manifiesto pero responsable suele verse como una
29
palanca de manipulación menos eficaz que, por ejemplo, un medio en el que reina la abundancia,
combinado con una crítica persistente a todo liderazgo.
Blitstén brinda una descripción de una familia norteamericana de ese período en términos parecidos:
«El énfasis en la desvalorización de las ventajas de la edad y la exageración de las bondades de la
juventud, el socavamiento de la autoridad paterna y las nociones extremas sobre la igualdad en las
relaciones familiares, son factores que, combinados, explican en buena medida todo lo que hay de
singular en la vida familiar norteamericana» [9, pág. 37].
En conclusión, la contabilización del poder monotético representa un aspecto mucho más superficial
de la estructuración social que la contabilización de obligaciones. El relajamiento irresponsable de la
jerarquía de lealtades es más nocivo para la supervivencia de las sociedades que la autoridad
aparentemente excesiva.
La vulnerabilidad del hombre a raíz de sus compromisos difiere, pero está relacionada con su
«dependencia óntica» [12, pág. 37]. Es más difícil describir de qué manera podemos resultar heridos
por la interdependencia existencial que por la explotación del poder. En palabras de Lujpen:
«Precisamente porque el hombre en esencia está en el mundo, le es imposible, a pesar de que vive
por amor, no destruir también, de alguna manera, la subjetividad del otro» [63, pág. 293]. El sí-
mismo y el otro, aunque mutuamente constructivos en la dialéctica relacional, son también
susceptibles de extinguirse de manera recíproca mediante una explotación activa o pasiva.
30
»Mi hermana usa constantemente a los demás para lograr sus propios fines (por ejemplo, para
hacer gala de total irresponsabilidad respecto de sí misma o de cualquier otra persona). Mi padre
quiere echarla a puntapiés, de modo que la provoca "sutilmente", hasta que ella se va, o amenaza
con marcharse, o trata de rehuir la situación poniéndose histérica. Uno de estos días tal vez halle el
valor suficiente para matarse, pero lo dudo: no podría regodearse con el remordimiento de mis
padres (especialmente el de mi madre) si estuviera muerta. De manera que está siempre al borde de
la destrucción, pero nunca llega a ella. Esto es tan sólo una paradoja más en su vida. Cito sus
palabras: "¿Qué hay de malo en tener infinidad de ideas paradójicas?" Mi respuesta es: "¡Todol"».
Por la carta de la hermana, parecería que Lucila estaba jugando al juego del poder como ganadora,
pero hay algo que le resulta paradójico. Desde nuestro punto de vista, una de las paradojas reside
en la relación antitética entre el éxito basado en el poder y la culpa que ese éxito acarrea. El temor
de destruir al otro se ve equilibrado por el riesgo de destruirse a sí mismo.
Antítesis superficie-profundidad
La relación entre el poder, por un lado, y la culpa que el poder despierta, por el otro, resulta
ilustrativa de la dialéctica que conecta esas dos dimensiones. El movimiento en una dirección, el
nivel manifiesto de la conducta (más poder), tiende a producir un movimiento antitético,
funcionalmente inhibitorio en el nivel implícito de los sentimientos (culpa por el poder). Por contraste,
en el marco de un pensamiento monotético, no dialéctico, se espera que el poder sea restringido por
otra fuerza superior y opuesta. El principio del control dinámico interno de la propia agresividad o
éxito expoliador es intrínsecamente dialéctico.
Ese principio regulador inherente a la dialéctica de los hechos de la vida debe distinguirse de un
simple modelo de comunicaciones caracterizado por mensajes contradictorios en dos niveles del
significado, o sea el «doble vínculo» [4]. La orientación dialéctica subraya la estructuración
motivacionel dual de todos los hechos relacionales («psicológicos»): manifiestos, de la conducta, y
encubiertos, propios de las obligaciones. De manera concomitante, las relaciones deben verse
intrínsecamente conectadas con dos sistemas de contabilización: los de las motivaciones
manifiestas, determinadas por el poder, y los de la jerarquía de obligaciones.
Este tipo de determinación y. contabilización dual puede observarse en los individuos, las familias
nucleares que interaetúan, las cadenas multigeneracionales de relaciones en familias extensas y en
sociedades enteras. Las cuentas de lealtad que han quedado sin saldar influyen en la vida de las
generaciones posteriores. El niño explotado suele convertirse en padre simbióticamente posesivo.
Los estudios longitudinales de familias podrían convalidar la frase bíblica según la cual siete
generaciones serán afligidas por los pecados de un padre. A medida que los libros mayores van
atiborrándose progresivamente de culpas por la explotación perpetrada, mayor también es el daño
infligido a las futuras generaciones. A la postre, los hábiles explotadores se convierten en
perdedores finales. Al igual que en la sociedad, en última instancia el esclavo resulta vencedor sobre
el esclavista.
El desplazamiento entre los roles de poder y los cargados de culpa en un «sistema» de chivos
emisarios puede ilustrar esta relación antitética entre el poder y la culpa acarreada por el poder. De
no presuponerse una dialéctica tal, sólo podría verse el imperio ejercido por el poder en términos
absolutos: el ganador estaría arriba, y el perdedor, irremediablemente debajo. La vida familiar se
aproximaría a la escena económica y política en que, al menos temporariamente, la riqueza y el
poder generan de modo usual mayor riqueza y poder. En la vida familiar, sin embargo, la gente está
demasiado próxima a una ineludible contabilización de la justicia como para soslayar la culpa por el
abuso de poder.
31
Cuando el terapeuta percibe la injusta victimización del miembro convertido en chivo emisario, suele
reaccionar frente a la dimensión de poder de la dinámica relaciona) en el sistema. Tal vez procure
ponerse de parte de la víctima, y defenderla de sus victimarios, obviamente injustos. El terapeuta
puede seguir el principio (en teoría correcto) de invertir una situación unilateral, sobrecargada. Quizá
perciba de manera correcta adónde yace la distorsión cargada de proyecciones. Por lo general, es
totalmente obvia en el proceso de convertir a alguien en chivo emisario, en especial cuando lo hacen
varios otros en connivencia. Finalmente, el terapeuta puede seguir sus propias inclinaciones para
restaurar el orden de la justicia humana, que había sido trastrocado por la indebida explotación del
poder relacionar.
En la práctica, sin embargo, el esfuerzo del terapeuta por restaurar la justicia y remediar el daño
causado al chivo emisario rara vez se ve recompensado por los resultados de su intervención. Con
frecuencia, él mismo se ve atrapado en las fuerzas de choque del sistema, que contribuyen a
perpetuar el proceso de elección de chivos emisarios como situación necesaria, continuamente
repetida. A menudo, para su sorpresa, el terapeuta inexperto se sentirá rechazado incluso por el
chivo emisario, quien se muestra tan adicto al juego como sus perseguidores. El terapeuta puede
entonces optar por ver en aquel a un masoquista que desea ser herido. Muy pronto la víctima ni
siquiera parece sentirse herida; de hecho, los demás miembros de la familia no parecen desdeñarlo
sino apreciarlo. Comprensiblemente, disminuye su respeto por esa intervención terapéutica cada vez
menos importante.
Si el terapeuta hubiese incluido en su estrategia la dimensión de culpa por el éxito, habría entendido
el juego de los chivos emisarios. Como la victimización exitosa de un chivo emisario inevitablemente
provoca culpa en quienes la perpetran, es posible que la víctima tenga en sus manos la palanca
clave en la jerarquía de inducción de culpas. El perdedor puede resultar ganador; la simple
restitución de sus derechos equivaldría a una meta unidireccional monotética. Por consiguiente, en
vista de las implicaciones dialécticas de su rol, el chivo emisario debe ser reconocido y felicitado
como importante colaborador y líder. A la inversa, los victimarios deben considerarse futuros
perdedores, debido a su propensión a crearse culpas cada vez mayores por su acto de injusticia. A
menos que el terapeuta logre quebrar el ciclo de culpas que surge en estos últimos, tendrá que
prever la continuación cíclica del proceso. Por añadidura, como mártir, el miembro convertido en
chivo emisario quedará exento de frenos superyoicos internos, así como de todo control externo. En
consecuencia, se mostrará inclinado a una actuación (acting out) tal que provocará la aplicación del
control externo mediante una renovada inculpación proyectiva por parte de los otros miembros, a
medida que estos se recuperan de sus respectivos sentimientos de culpa. Así, el proceso se reitera
una y otra vez.
Por regla general, sin un íntimo conocimiento del sistema de contabilización de méritos de una
familia específica es imposible determinar la medida exacta de cualquier beneficio o perjuicio
relacional aparente. Lo que parece ser una pelea brutal entre los miembros, por ejemplo, puede en
realidad producir un aumento de confianza y lealtad a partir de sus sufrimientos y desdicha
compartidos; todo se remite a una forma de mayor «acercamiento».
32
A semejanza de la culpa y el poder, la vergüenza y la dignidad suelen ocupar posiciones antitéticas
entre los niveles manifiestos y más profundos del pautamiento de relaciones. Las sesiones conjuntas
de terapia familiar pueden semejarse a un tribunal en el que han de confesarse actos vergonzosos y
cargados de culpa. La intromisión del terapeuta como persona venida de afuera subraya de manera
notoria las implicaciones del contexto. No obstante, la dignidad de la abierta confrontación con la
verdad puede tener mayor peso que el manifiesto carácter oprobioso de las revelaciones, como las
que hace un progenitor frente a sus dos hijos y los «intrusos» profesionales:
En el tratamiento individual de una joven aquejada por una serie de delirantes preocupaciones se
emprendió la indagación de la dinámica familiar. La psicoterapia individual resultó poco productiva
en su caso; sólo produjo una serie de estériles cavilaciones. El especialista procuró obtener algunos
indicios sobre la base de unas pocas sesiones conjuntas con algunos de los miembros de la familia,
y decidió solicitar una evaluación de la dinámica familiar.
En la primera sesión conjunta, que incluyó a la paciente, su madre y seis de sus hermanos, se
produjo una importante apertura.
El consultor en terapia familiar insistió en alentar a los miembros de la familia para que trataran de
expresarse de la manera más abierta posible. De pronto, la madre anunció: «Ha habido incesto en
esta familia». Tras un incómodo silencio inicial, el hermano mayor, agregó por su parte, un relato de
sus experiencias incestuosas. Siguieron entonces las revelaciones de varios de los restantes
miembros de la familia, acerca de las numerosas experiencias incestuosas que habían vivido unos
con otros. Parecía como si la madre les hubiera dado permiso para revelar ese vergonzante secreto.
Lo que en el inicio equivalía a la apertura de la madre para expresar su propia vergüenza y la de
toda la familia, derivó en un esfuerzo totalmente digno por ayudar a que toda la familia obtuviera
asistencia profesional. El valor de la búsqueda de la verdad y la justicia se impuso sobre el que
podía tener la lealtad a costa del secreto.
El aprendizaje exige tolerancia para con los nuevos conocimientos introducidos, extraños al yo.
Requiere idéntica actitud generosa, disposición a inclinarse, detenerse, escuchar, respetar, asimilar,
retener, digerir, integrar al sí-mismo, etc., que la corrección de las distorsiones de la realidad y las
posturas narcisistas en el curso de la psicoterapia. En la medida en que el aprendizaje requiere una
actitud generosa y confiada, la capacidad del niño para asimilar nuevos conocimientos dependerá
del balance de la contabilización retributiva de crédito y débito. La frustración inicial del desarrollo
hace que la escala del niño se incline de manera desmedida hacia la intolerancia de toda injusticia.
33
Desde este punto de vista, el mundo aparece como algo en esencia frustrante, que no le da nada, y
que por ende se encuentra unilateralmente en deuda con él. En consecuencia, el niño no se
encontrará predispuesto en lo emocional a «dar» aceptando algo, por ejemplo, aprendiendo,
asimilando. Desde el punto de vista terapéutico se deduce entonces que primero debe permitírsele
al pequeño lograr el reconocimiento (y posiblemente la reparación) de la propia justicia, de manera
que pueda concederse a sí mismo la opción de aprender en vez de convertirse en un ser
autodestructivo e incapacitado para el aprendizaje. No es fácil evitar el desarrollo que conduce a una
resistencia inconcientemente vengativa y revanchista hacia el aprendizaje y todo desarrollo
intelectual. Teniendo en cuenta la fuerza que poseen las lealtades invisibles de todo niño, el
terapeuta debe reconocer su justicia de manera tal que los padres de aquel no se conviertan en
chivos emisarios en ese mismo proceso. Podemos enterarnos, por ejemplo, de que el progenitor
abandónico creció dentro de un sistema frustrante, injustamente carenciado. Si a la vez pueden
ahorrarse culpas a las familias de origen, el aumento en el mérito positivo de todo el sistema debe
recompensarse mediante el progreso que lleva a una mayor receptividad para el aprendizaje.
¿Individuación o separación?
La autonomía es un concepto típicamente dialéctico, y el empleo erróneo de este concepto como
meta terapéutica puede ser culpable de muchas fallas en la terapia. Aunque son pocos los
terapeutas propensos a adoptar un enfoque tan simplista como para limitarse a equiparar la
autonomía con la separación física, la práctica terapéutica subraya en buena medida la importancia
de la vida independiente como meta y prueba básica de la emancipación psíquica. Por lo general, la
separación se alienta partiendo de un punto de vista con fundamento cultural según el cual si hijos y
progenitor pueden mantener una separación física, desarrollarán mecanismos destinados a valerse
a sí mismos, los que eventualmente disminuirán su mutua interdependencia emocional. Sin
embargo, en un nivel relacional profundo, la separación física puede favorecer un desplazamiento
contraautónomo interior, neutralizador, en la contabilización del balance de méritos en el sistema de
lealtad de la familia. En este sentido, la separación puede inducir sentimientos de culpa en quien la
realiza, y la culpa es el mayor de los obstáculos para el éxito de una emancipación en verdad
autónoma. Si todo el equilibrio mental de la persona gira, en última instancia, en torno del manejo de
obligaciones cargadas de culpa para estar a disposición del propio padre (o hijo), la posibilidad de
que aumenten las culpas es un precio demasiado alto para poder pagarlo a cambio de la adquisición
de pautas funcionales independientes.
Tal vez como una paradoja, sostenemos que puede lograrse una mayor individuación mediante la
indagación familiar conjunta de obligaciones mutuamente interdependientes, y cargadas de culpa,
que por medio de una separación abrupta. La permanencia, mientras se examinan de manera
abierta las posibles formas de resolución de las propias obligaciones, conduce a una mayor
independencia que la prematura huida para evitar hacer frente a las «cuentas».
34
A la vez, en el nivel individual, cabe suponer que la elección del cónyuge pueda estar determinada
de manera inconciente por los siguientes factores: 1) deseo de obtener un justo «orden de universo
humano» mediante el acceso al cónyuge y su familia, supuestamente_ más generosa; 2)
esperanzas de enamoramientos introducidos, extraños al yo. Requiere idéntica actitud generosa,
disposición a inclinarse, detenerse, escuchar, respetar, asimilar, retener, digerir, integrar al sí-mismo,
etc., que la corrección de las distorsiones de la realidad y las posturas narcisistas en el curso de la
psicoterapia. En la medida en que el aprendizaje requiere una actitud generosa y confiada, la
capacidad del niño para asimilar nuevos conocimientos dependerá del balance de la contabilización
retributiva de crédito y débito. La frustración inicial del desarrollo hace que la escala del niño se
incline de manera desmedida hacia la intolerancia de toda injusticia. Desde este punto de vista, el
mundo aparece como algo en esencia frustrante, que no le da nada, y que por ende se encuentra
unilateralmente en deuda con él. En consecuencia, el niño no se encontrará predispuesto en lo
emocional a «dar» aceptando algo, por ejemplo, aprendiendo, asimilando. Desde el punto de vista
terapéutico se deduce entonces que primero debe permitírsele al pequeño lograr el reconocimiento
(y posiblemente la reparación) de la propia justicia, de manera que pueda concederse a sí mismo la
opción de aprender en vez de convertirse en un ser autodestructivo e incapacitado para el
aprendizaje. No es fácil evitar el desarrollo que conduce a una resistencia inconcientemente
vengativa y revanchista hacia el aprendizaje y todo desarrollo intelectual. Teniendo en cuenta la
fuerza que poseen las lealtades invisibles de todo niño, el terapeuta debe reconocer su justicia de
manera tal que los padres de aquel no se conviertan en chivos emisarios en ese mismo proceso.
Podemos enterarnos, por ejemplo, de que el progenitor abandónico creció dentro de un sistema
frustrante, injustamente carenciado. Si a la vez pueden ahorrarse culpas a las familias de origen, el
aumento en el mérito positivo de todo el sistema debe recompensarse mediante el progreso que
lleva a una mayor receptividad para el aprendizaje.
¿Individuación o separación?
La autonomía es un concepto típicamente dialéctico, y el empleo erróneo de este concepto como
meta terapéutica puede ser culpable de muchas fallas en la terapia. Aunque son pocos los
terapeutas propensos a adoptar un enfoque tan simplista como para limitarse a equiparar la
autonomía con la separación física, la práctica terapéutica subraya en buena medida la importancia
de la vida independiente como meta y prueba básica de la emancipación psíquica. Por lo general, la
separación se alienta partiendo de un punto de vista con fundamento cultural según el cual si hijos y
progenitor pueden mantener una separación física, desarrollarán mecanismos destinados a valerse
a sí mismos, los que eventualmente disminuirán su mutua interdependencia emocional. Sin
embargo, en un nivel relacional profundo, la separación física puede favorecer un desplazamiento
contraautónomo interior, neutralizador, en la contabilización del balance de méritos en el sistema de
lealtad de la familia. En este sentido, la separación puede inducir sentimientos de culpa en quien la
realiza, y la culpa es el mayor de los obstáculos para el éxito de una emancipación en verdad
autónoma. Si todo el equilibrio mental de la persona gira, en última instancia, en torno del manejo de
obligaciones cargadas de culpa para estar a disposición del propio padre (o hijo), la posibilidad de
que aumenten las culpas es un precio demasiado alto para poder pagarlo a cambio de la adquisición
de pautas funcionales independientes.
Tal vez como una paradoja, sostenemos que puede lograrse una mayor individuación mediante la
indagación familiar conjunta de obligaciones mutuamente interdependientes, y cargadas de culpa,
que por medio de una separación abrupta. La permanencia, mientras se examinan de manera
abierta las posibles formas de resolución de las propias obligaciones, conduce a una mayor
independencia que la prematura huida para evitar hacer frente a las «cuentas».
35
Ajuste entre los sistemas de contabilización de méritos
Si realmente el matrimonio representa el encuentro de dos sistemas familiares, es importante
indagar de qué manera afectarán mutuamente las posibilidades que cada uno tiene de balancear las
cuentas de mérito de sus miembros. Determinado sistema familiar puede haberse atrincherado en el
proceso de realimentación positiva, que estriba en descompensar continuamente las pautas
expoliadoras y tendientes a la elección de chivos emisarios, la alienación, el incesto o la propia
parálisis como forma de sacrificio; por consiguiente, sus posibilidades de reequilibrar sus cuentas de
modo de favorecer el crecimiento pueden tornarse progresivamente más remotas. Pueden nacer
nuevas esperanzas cuando uno de los miembros ingresa a otro sistema mediante el matrimonio.
A la vez, en el nivel individual, cabe suponer que la elección del cónyuge pueda estar determinada
de manera inconciente por uno de los siguientes factores: 1) deseo de obtener un justo «orden de
universo humano» mediante el acceso al cónyuge y su familia, más generosa; 2) esperanzas de
encontrar. Un grupo más receptivo, en el cual uno pueda actuar en forma más justa para con los
demás y expiar las deudas pasadas; 3) uso proyectivo del otro y de la familia de ese otro con el fin
de rehabilitar a la propia familia de origen. Naturalmente,- los riesgos y complejidades existenciales
de semejantes empresas relacionales son considerables. Muchas personas agobiadas por una
carga de culpas imposible de resolver optan más bien por otros caminos alternativos, trabajando por
el bien de la humanidad, como esforzados misioneros, o haciendo algún otro tipo de abnegado
aporte, en tanto que se mantienen solteras y soslayan la vida familiar como oportunidad para hacer
un nuevo balance, éticamente significativo, de las antiguas cuentas.
Un joven matrimonio inició la terapia quejándose de un problema conyugal crónico, que por sus
aspectos vengativos estaba deteriorando a la pareja. Había acusaciones mutuas de incompetencia
sexual, así como actitudes moralmente condenatorias. Por ser ambos católicos, cada uno trataba de
implicar al otro en la responsabilidad de practicar el control de la natalidad.
La familia de la esposa había fracasado de manera abierta como tal, según se dijo, ya que el padre,
un borracho, castigaba de continuo a la madre. En cuanto a los padres del marido, se los describió
como rígidos puritanos, emocionalmente incapaces de darse. En una sesión de la que participó la
madre de la esposa, se revelaron importantes indicios respecto de la influencia mutua de ambos
sistemas familiares. La abuela materna declaró, entre lágrimas copiosas, que cinco años atrás la
abuela paterna le había advertido que nunca tenía que volver a pisar el hogar de la joven pareja,
debido a la supuesta mala influencia moral que ejercía sobre ellos. Después de todo, su hija ya salía
con hombres a los doce o trece años. La abuela materna sostuvo entonces que fue por causa de
esa insinuación que nunca había vuelto a visitar el hogar de su hija. Tampoco había podido
conversar sobre el asunto con esta.
Implicaciones generales
El modelo dialéctico de conceptualización nos ha permitido enfocar las relaciones desde un punto de
vista coherentemente multilateral. Aunque nuestro enfoque puede describirse como una teoría
generalizada de la relatividad de las relaciones humanas, lo proponemos por el valor heurístico y
epistemológico que pueda tener. Lo que el modelo postula no son meras paradojas de función, sino
una descripción de la naturaleza en esencia dialéctica de los fenómenos propios de la vida en
general y de las relaciones humanas en particular. En forma contrastante, los modelos de
comunicación, aunque descriptivos de los lazos de vinculación de la existencia interpersonal, son
monotéticos y no logran explicar la complejidad de los sistemas de relaciones.
La teoría dialéctica de las relaciones mantiene al individuo como centro de su universo, pero lo
enfoca en una interacción ontológicamente dependiente con sus otros constitutivos. De acuerdo con
nuestra tesis, la dimensión dinámica central de dicha reciprocidad se afirma en las cuentas de la
justicia. Más allá de la antítesis subjetiva entre Yo y Tú, cada relación signada por la cercanía
entraña una contabilización de méritos como característica sintética, cuasi cuantitativa y cuasi
objetiva del sistema. La contabilización incluye implicaciones a corto y a largo plazo de hechos
relacionales, tanto manifiestos como implícitos.
Nos hemos referido al mérito como algo determinado por valores personales, relacionales, más que
por criterios de valor extrínsecos. Utilizamos el término «mérito» para describir el equilibrio entre los
aspectos expoliadores de manera intrínseca y los mutuamente reafirmativos de cualquier relación.
1'a es bastante difícil de juzgar la explotación manifiesta; la explotación implícita, inherente a la
estructura de toda relación íntima, es aún más difícil de definir. La teoría psicológica dinámica deja
sin explicar las vicisitudes de la justicia y la injusticia en el universo humano de las relaciones
íntimas.
Al adoptar esta actitud, la teoría dialéctica de las relaciones procura una síntesis de los conceptos
psicodinámicos y fenomenológicos existenciales sobre la lucha del hombre por llevar una vida
«buena» y sana. El enfoque psicodinámico subrayó la importancia del dominio racional de la
naturaleza básica del hombre y su adecuación a la realidad, mientras que los autores
existencialistas han destacado su preocupación por los efectos deshumanizadores del progreso
material propio de la era industrial en que vivimos. Nuestra teoría de las relaciones procura definir
ese ámbito auténticamente humano en el que los balances intrínsecos entre los lazos de lealtad
ocultos y la explotación, más que los criterios de eficiencia funcional, constituyen la «realidad».
El falso respeto filial puede enmascarar los tabúes y mandatos en contra de la genuina indagación
de la verdadera relación existente entre el propio sí-mismo y los padres. Sin embargo, el aprendizaje
de las auténticas luchas de la generación anterior podría llevar a un respeto más genuino por ellas.
El diálogo evolutivo por medio de preguntas y respuestas abiertas y valientes entre hijo y padre hace
que este último sea aún más padre.
La tremenda posibilidad de explotación es, precisamente, lo que hace que la relación entablada
entre padre e hijo sea tan vulnerable a la investigación. Sin embargo, la cuestión del quién explota a
quién se torna relativa al extremo cuando llegamos al terreno de las relaciones más cercanas.
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Axiomáticamente, no puede esperarse ninguna resolución constructiva sobre la base de una mayor
inculpación de la otra parte; esto perpetuaría la explotación. Lo que rompe la cadena es la
exculpación del sí-mismo mediante la exculpación del otro. La dialéctica de la dinámica relacional
prescribe que el progreso a veces puede alcanzarse desde una dirección antitéticamente opuesta.
Un joven profesional describe de qué manera su madre genera una situación caótica con sus hijos,
lamentándose de la posibilidad de que ella incluso prefiera no encontrarse en presencia de su prole
en el momento de su muerte. Aparentemente, la mujer preferiría buscar ser reconfortada por su
hermana más joven, una vez despertado el máximo de interés frustrado de parte de sus hijos. A
partir de las sesiones conjuntas puede observarse de qué modo, tanto en el progenitor como en el
hijo, la dependencia se entrelaza con el deseo simultáneo y frustrado de dar.
Aunque sería más fácil soslayar la ética retributiva inherente de las relaciones y, por el contrario,
basar los conceptos de fuerza, salud y normalidad en criterios monotéticos de poder, eficacia,
adaptación, mejoría sintomática y compentencia sexual, una actitud tan tradicional debilitaría nuestra
captación de las relaciones y de la gente. Por ejemplo, ningún criterio absoluto podrá jamás describir
la dialéctica de las fronteras interpersonales, derivada de la inevitable otredad entre los individuos,
que lleva a las concomitantes proyecciones prejuiciosas. Sin cierto grado de identificación
proyectiva, no podemos mantener las fronteras de nuestra propia identidad.
Por último, sin una apertura dialécticamente flexible no podemos indagar en forma exhaustiva el
inmenso potencial sin explotar de las relaciones humanas para la prevención del sufrimiento y para
la urgente revisión de las leyes, la educación, la administración, la interpretación de las noticias, el
planeamiento urbano, etc. (por no citar más que unos pocos aspectos).
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3. Lealtad
El concepto de lealtad reviste importancia para la comprensión de las relaciones familiares. Puede
tener muchos significados, desde el sentido de lealtad psicológica e individual hasta los códigos
nacionales y sociales de lealtad cívica. El concepto debe definirse en consonancia con los
requerimientos de nuestra teoría de las relaciones.
La cuestión de las tramas de lealtades en las familias está íntimamente conectada con alineaciones,
escisiones, alianzas y formaciones de subgrupos, examinadas a menudo en la bibliografía específica
de terapia familiar y estudios afines (véase Wynne [92] en particular). Wynne definió la alineación
según lineamientos funcionales: «La percepción o experiencia de dos o más personas unidas en un
esfuerzo, interés, actitud o serie de valores comunes, y que, en ese sector de su experiencia,
alientan sentimientos positivos una hacia la otra» [92, pág. 96]. Las alineaciones en esos niveles
funcionales o emocionales experienciales son significativas en la escena cambiante de la vida
familiar, aunque hay dimensiones relacionales más significativas de alineación familiar, que se
basan en problemas de lealtad cargados de culpa al ser afectados por el balance de las obligaciones
y méritos recíprocos.
En tanto que la organización evolutiva de las necesidades del individuo en una estructura de
personalidad puede enfocarse como una sucesión de etapas del desarrollo, el concepto de sistema
multipersonal presupone la continua contabilización de hechos dentro de un marco de reciprocidad
cuasi ético o de jerarquía de obligaciones. No queremos implicar con esto que el especialista en
terapia familiar tiene que ocuparse de la orientación prevalente de valores ético-religiosos en los
distintos individuos o en la familia como un todo. Por el contrario, nos interesa la ética de la justicia
personal, la explotación y la reciprocidad. Aunque ignorarla parece muy a tono con el actual lenguaje
sofisticado, todo grupo social debe basarse en una red de principios éticos o de lo contrario enfrentar
el aspecto de la desintegración, que Durkheim describió con el nombre de «anomia» [32].
Los compromisos de lealtad son como fibras invisibles pero resistentes que mantienen unidos
fragmentos complejos de «conducta» relacional, tanto en las familias como en la sociedad en su
conjunto. Para entender las funciones que cumple un grupo de gente, nada es más importante que
saber quiénes están unidos por vínculos de lealtad y qué significa la lealtad para ellos. Toda persona
contabiliza su percepción de los balances del toma y daca pasado, presente y futuro. Lo que se ha
«invertido» en el sistema por medio de la disponibilidad, y lo que se ha extraído en forma de apoyo
recibido o el propio uso expoliador de los demás, sigue escrito en las cuentas invisibles de
obligaciones.
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Tal vez ninguna era, en escala tan grande como la nuestra, haya producido en masa tantos niños
que crecen sin el apoyo de una paternidad responsable. A la postre, nuestra sociedad bien podría
soportar la carga de un cúmulo de ciudadanos resentidos en lo más profundo y desleales con
justificación, si es que los niños siguen siendo producidos en masa por padres que no tienen la
intención de cuidarlos, o son emocionalmente incapaces de hacerlo. Toda autoridad, todo miembro
leal de la sociedad, o incluso el mundo entero, pueden entonces ser blancos justificados de la
frustrada venganza de quienes, en esencia, fueron traicionados desde la cuna. De esta manera,
serán fácil presa de los demagogos que sacan partido de los prejuicios. Por lógica, los niños pueden
ser explotados de muchas formas encubiertas de modo sutil. El abandono manifiesto sólo puede ser
una razón parcial. Todos los aspectos de las relaciones que tienden a mantener al niño cautivo en
medio del desequilibrio relacional suelen convertirse en formas de explotación, sin que haya ninguna
intención personal de obtener provecho injusto de parte de nadie.
Cuando hablamos de un «vínculo de lealtad», queremos decir algo más que compromisos confiables
(contabilizables) de asequibilidad mutua entre varios individuos. Por añadidura, tienen una deuda de
lealtad compartida para con los principios y definiciones simbólicas del grupo. La base biológica
existencial de la lealtad familiar consiste en los vínculos de consanguineidad y matrimoniales. Las
naciones, los grupos religiosos, las familias, los grupos profesionales, etc., tienen sus propios mitos
y leyendas, y se espera que cada miembro les sea leales. La lealtad nacional se basa en la
definición de una identidad cultural, un territorio común y una historia compartida. Los grupos
religiosos participan de una determinada fe, normas y convicciones. La historia, al llevar la cuenta de
las persecuciones pasadas y otras injusticias, refuerza la lealtad intragrupal.
Tanto en las familias como en otros grupos, el compromiso de lealtad fundamental hace referencia al
mantenimiento del grupo mismo. Tenemos que ir más allá de las manifestaciones de conducta
concientes y las cuestiones específicas si deseamos comprender el sentido de los compromisos
básicos de lealtad. Lo que aparece como conducta escandalosamente destructiva e irritante por
parte de un miembro hacia otro, puede no ser experimentado como tal por los participantes si la
conducta se ajusta a una lealtad familiar básica. Por ejemplo, puede que dos hermanas lleven al
extremo sus celos y rivalidad por causa de los padres, de manera que el fracaso matrimonial de los
progenitores quede enmascarado.
El terapeuta novato por lo general carece de una orientación explícita y operativamente útil en
relación con el tema de la lealtad familiar. Por ejemplo, tal vez quiera ayudar a los enemistados
padres de una hija de dieciocho años tratando de esclarecer formas de comunicación muy
embarulladas y desesperadamente hostiles. Quizá no se dé cuenta de que la confusa interacción de
los padres puede cumplir, a la vez, un fin sumamente importante para ellos en función de la lealtad
familiar: permite postergar la separación emocional y la eventual vinculación (heterosexual) externa
de la hija adolescente. Aunque puede demorar la individuación y la separación, quizá sirva de
contrapeso, asimismo, por las culpas extremas en relación con la ingratitud de la adolescente en
proceso de emancipación. Las exigencias implícitamente dependientes que plantean los padres a la
hija pueden también neutralizar su sensación de haber sido explotados a través de su devoción
hacia el rol paterno. Por supuesto, el grado de su real explotación está codeterminado por la medida
de las cuentas que han dejado sin saldar -entro de sus respectivas familias de origen. El hijo
inconcientemente parentalizado puede ser usado para saldar, aunque en forma tardía, las cuentas
de los padres con sus propios progenitores.
Es difícil evaluar la auténtica disposición del adolescente o el joven adulto para asumir compromisos
externos. Tal vez parezca preparado para la separación física y una vinculación heterosexual, pero
íntimamente puede mostrarse muy reacio a sellar un lazo de lealtad con cualquier persona ajena a
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su familia. En toda familia resulta difícil definir qué actos de aparente rechazo sirven,
paradójicamente, para eludir la individuación prematura del adolescente, lo que configura una
amenaza para la lealtad familiar. Los ataques llenos de agresividad, el descuido insultante, la partida
física, la desaparición de todo respeto, etc., puede herir a los padres pero no tocar la cuestión básica
de la lealtad. Los roles manifiestos y las actitudes verbales rara vez explican el grado de profundo
compromiso íntimo. Es posible que un miembro «enfermo» o «malo» complemente de manera eficaz
el rol de otro miembro socialmente creativo y destacado. A menudo, la ética de lealtad entra en
conflicto con la del autocontrol. Una madre que le dice a su hija adolescente: «Puedes salir y pasar
un rato divertido, siempre que me lo cuentes todo», tal vez esté preparándose para conseguir el
compromiso de lealtad de la hija al precio de la permisividad sexual, quizá para siempre.
Los sistemas de lealtad pueden basarse tanto en la colaboración latente, preconciente, entre los
miembros, no formulada de manera cognoscitiva, como en los «mitos» gestados por las familias. La
mayor parte del tiempo su poder puede disfrazarse, pero resulta factible que sus efectos surjan y se
tornen tangibles bajo la amenaza de desvinculación de un miembro, o cuando los resultados del
proceso terapéutico comiencen a perturbar el equilibrio homeostático del sistema. Por definición, el
crecimiento o maduración de cualquier miembro implica cierto grado de pérdida personal y
desequilibrio relacional.
Los vínculos de lealtad podrían considerarse operativamente instrumentados por medio de las
técnicas de relación, aunque en sí participan más de la naturaleza de las metas que de la de los
medios de existencia relacional. Ellos son la sustancia de la supervivencia del grupo. No existen
medios confiables para medir el grado de los compromisos de lealtad, como resultado de que ni
siquiera comprendemos sus dimensiones principales. La participación existencial en la cuantificación
de la lealtad puede ilustrarse mediante el conocido cuento del cerdo y la gallina. Cuando
descubrieron que ambos colaboraban en la producción de huevos con jamón, el cerdo sintió en
forma aguda la disparidad de su relación: «A ti sólo se te pide una contribución, mientras que de mí
se espera un compromiso total». (En el capítulo 4 se registran ulteriores intentos por cuantificar los
compromisos.)
Los orígenes de la lealtad se remiten a varias fuentes. La lealtad familiar se basa, de manera
característica, en el parentesco biológico y hereditario. Por lo general, los parentescos políticos
tienen menores efectos en cuanto a la lealtad que los lazos de consanguinidad. La coerción externa
puede controlar la lealtad hacia muchos grupos sociales, aunque no la determina necesariamente. A
veces es el reconocimiento de los intereses compartidos lo que lleva a la identificación voluntaria
con el grupo. Por otra parte, la lealtad familiar, o la que se tiene hacia la propia escuela o lugar de
trabajo, puede verse reforzada por medio de la gratitud o la culpa experimentadas en relación con el
desempeño meritorio no recompensado de los mayores, brindaron su abnegada atención y
generosos danés de aor-a -los más jóvenes. La gratitud y el reconocimiento porm el valor de los
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propios mayores suele llevar a la interiorización de obligaciones adoptando su sistema de valores,
conciente e inconcientemente.
Por su etimología la palabra lealtad deriva de la voz francesa «loi», ley, de manera que implica
actitudes de acatamiento a la ley. Las familias tienen sus propias leyes, en forma de expectativas
compartidas no escritas. Cada miembro de la familia se halla constantemente sujeto a pautas
variables de expectativas, las que cumple o no. En los hijos pequeños el cumplimiento se sanciona
por medio de medidas disciplinarias externas. Los hijos mayores y los adultos pueden cumplir
llevados por compromisos de lealtad internalizados.
La lealtad como actitud individual abarca, entonces, identificación con el grupo, auténtica relación
objetal con otros miembros, confianza, confiabilidad, responsabilidad, debido compromiso, fe y firme
devoción. Por otra parte, la jerarquía de expectativas del grupo connota un código no escrito de
regulación y sanciones sociales. La internalización de las expectativas y los mandamientos en el
individuo leal proporcionan fuerzas psicológicas estructurales que pueden ejercer coerción sobre el
sujeto, de la misma manera que la coacción externa dentro del grupo. Si no puede reclamar el más
profundo compromiso de lealtad, ningún grupo podrá ejercer un grado elevado de presión
motivacionel en sus miembros.
Los estudios fenomenológicos y existenciales subrayan la dependencia óntica del hombre en sus
relaciones, más que la dependencia funcional. Los escritos de Martin Buber, Gabriel Marcel y Jean
Paul Sartre configuran ejemplos de esta escuela de pensamiento. El hombre, suspenso en su
angustia ontológica, experimenta un vacío total si no puede entablar un diálogo personal significativo
con algo o alguien. Las relaciones ónticamente significativas deben ser motivadas por pautas
mutuas entrelazadas de preocupación y solicitud presente y pasada, por un lado, y de posible
explotación, por el otro. De esta dependencia óntica de todos los miembros en su relación mutua
surge uno de los componentes principales del nivel supraordenado y multipersonal de los sistemas
de relaciones. La suma de todas las díadas mutuas ónticamente dependientes dentro de una familia
constituyen una de las fuentes principales de lealtad del grupo. El especialista en terapia familiar
debe estar capacitado para concebir la existencia de un grupo social cuyos miembros se relacionan
todos entre si de acuerdo con el diálogo Yo-Tú de Buber. Si el terapeuta soslaya dicha comprensión,
no logrará diferenciar entre las relaciones de grupo familiares y las accidentales, ni siquiera tal vez
en su propia familia.
La dependencia por lo común se define por las necesidades de los individuos vinculados. Siguiendo
a Freud, concebimos las motivaciones humanas en función de necesidades, pulsiones, deseos,
fantasías desarrolladas como expresión de deseos, e instinto (conceptos todos ellos de base
individual). El especialista en terapia familiar tendrá que recordar, sin embargo, que el puente entre
personas estrechamente relacionadas se construye más por acciones e intenciones que por el
pensamiento y los sentimientos. El encuadre dentro del que se sostiene una relación se basa en una
trama ética que interpenetra las intenciones y acciones de los miembros:
¿Me has demostrado que puedes oírme, considerarme y preocuparte por mí? Si tus acciones
demuestran que si, para mi es natural sentir y actuar con lealtad hacia ti, o sea considerarte a ti y a
tus necesidades. Tú me obligas por medio de tu apertura. Aunque ante un extraño quizá
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parezcamos dos enemigos trabados en lucha, sólo nosotros podemos juzgar cuándo y de qué
manera uno de nosotros pudo haber quebrado y traicionado nuestro vínculo de lealtad mutua.
Nuestra lucha aparente puede ser nuestro modo de volver a saldar las cuentas: de reciprocidad.
Las implicaciones de la anterior viñeta de terapia familiar son obvias. Los psicoanalistas o los
psicoterapeutas tienden a presuponer que la intensidad, profundidad e importancia del tratamiento
llegan a su punto máximo en la privacidad confidencial propia de la relación terapéutica individual, y
que toda disminución de esa privacidad entre dos seres suele llevar a una vinculación terapéutica
más superficial (de apoyo, educacional, de modificación de la conducta). Sin embargo, la
experiencia nos demuestra que el efecto principal del enfoque del tratamiento relacional o familiar no
sólo consiste en la ampliación sino en la escalada de la participación terapéutica. El trabajar con
todos los miembros en una red de relaciones vuelve inevitables las cuestiones y conexiones «en
profundidad», siempre que el terapeuta pueda lograr una empatía con las personas y tenga
conciencia suficiente del sentido subjetivo de los vínculos recíprocos de endeudamiento, que se
vuelven invisibles por medio de la negación.
El especialista en terapia familiar tiene que aprender a distinguir entre la trama elemental de
sistemas de compromiso de lealtad y sus manifestaciones y elaboraciones secundarias. Por
ejemplo, un compromiso simbiótico extremo entre una mujer casada y su madre debe reconocerse e
investigarse desde el punto de vista terapéutico, aun cuando concientemente se exprese por medio
de una pauta hostil de rechazo. La cualidad manifiesta de la relación (p. ej., evitación, elección de
chivos emisarios, guerra apasionada) es menos significativa, para determinar los resultados
terapéuticos, que el grado de «inversión» y la extensión de las obligaciones negadas o no resueltas
dentro de cada miembro.
La interrelación dinámica del individuo con su ambiente humano es de índole personal, y no puede
ser caracterizada de modo pertinente por conceptos tales como el de «pauta cultural general»,
«ambiente previsible normal» o «técnicas interpersonales». En los capítulos 4 y 5 sugerimos que la
relación del hombre con su contexto está gobernada por un balance de ecuanimidad o justicia. El
hecho de que las sociedades y las familias contabilicen la cuenta del mérito es algo que suele verse
subestimado en la bibliografía sobre ciencias sociales. Nuestra era está habituada a renunciar a los
problemas de importancia ética como factores dinámicos. Educados en la sobrevaloración positivista
, pragmática de la ciencia, nos inclinamos a dudar que existan cuestiones éticas válidas, fuera de la
hipocresía, por un lado, y los sentimientos neuróticos de culpa, por el otro.
Al referirse a los orígenes de la confianza básica, el citado autor puntualiza: «Las madres crean un
sentido de confianza en sus hijos mediante esa atención que, en su calidad, combina el cuidado
sensitivo de las necesidades individuales del bebé y un firme sentido de confiabilidad personal
dentro del marco confiable del estilo de vida de su comunidad» [34, pág. 63].
De esta manera, el ser digno de confianza, o confiabilidad, implica el concepto de méritos probados.
Por añadidura, la frase «marco confiable de su comunidad» señala una fuente de confianza ubicada
en el contexto social, fuera de la madre y el hijo. A medida que el ambiente paterno «gana»
confiabilidad a ojos del niño, este se convierte en deudor para con su madre y para con todos
aquellos que le han brindado su confianza debido al valor de sus intenciones y acciones. El sistema,
de por sí, comienza a plantear exigencias y expectativas éticas estructuradas al niño mucho antes
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que esta clase de obligación tenga posibilidades de tornarse conciente. Por añadidura, mientras el
hijo vive, nunca está realmente libre de la deuda existencial para con sus padres y familia. Cuanto
más digno de confianza ha sido el medio con nosotros, tanto más le debemos; cuanto menos
hayamos podido retribuirle los beneficios recibidos, mayor será la deuda acumulada.
Tal vez el lector desee interpretar este punto dentro de un marco psicológico, más que existencial-
relacional; pero no estamos refiriéndonos a una «patología» de sentimientos neuróticos de culpa.
Simplemente, hacemos referencia al hecho de la deuda existencial que surge como resultado de
haber recibido cuidados paternos de otros, de manera confiable. La expresión de Erikson, «el marco
confiable de su comunidad», al igual que la expresión de Buber «justicia del universo humano»,
implica que posiblemente se requieran muchas relaciones personales, a lo largo de varias
generaciones, para construir una atmósfera de equilibrio entre la confianza y la desconfianza.
En el curso de la terapia conyugal un joven marido describe su deuda para con sus padres,
prolongada e imposible de resolver. La razón no es tan sólo que trataron de brindarle las mejores
oportunidades educacionales, etc., sino que él siempre estaba metiéndose en líos, y su padre solía
pagarle la fianza necesaria para sacarlo de muchas situaciones difíciles ante los tribunales, la
policía, las escuelas, etc. En respuesta, su mujer exclama: «¿Crees que nuestros hijos nos deberán
tanto a nosotros?» Cabe advertir que el problema de la pareja revelaba el tipo de conflicto de lealtad
que otras parejas sólo descubren en forma gradual: el marido se veía escindido entre sus
obligaciones para con la esposa y para con sus padres. En esa familia había también una fricción
real y manifiesta entre las dos familias de origen. El conflicto de lealtad de la esposa llegó a revestir
formas de expresión más complejas. Parecía ansiosa por hacerle la guerra a sus parientes políticos,
y también admitió un sentimiento de frustración por la falta de lazos estrechos con su propia familia
de origen.
En la mayoría de las familias es posible descubrir el modo en que sus miembros han sido
victimizados por expectativas de lealtad desproporcionadas, y al ser arrastrados en esfuerzos de
equilibrio mutuamente vindicativos y desplazados. Al especialista en terapia familiar le corresponde
iniciar, al menos en su propia mente, el trazado de un mapa de las interacciones confusas y
destructivas dentro de su adecuada perspectiva multigeneracional. De manera gradual, a medida
que los miembros de la familia van dándose cuenta de que un aparente victimario también fue
víctima en su momento, entre ellos podrá desarrollarse una visión más equilibrada de la reciprocidad
de méritos. La contabilización de obligaciones de méritos y lealtad contribuye a dilucidar la forma en
que se entrelazan las expectativas sistémicas y los calibres de necesidades» [12] de cada individuo.
Enfocadas desde esta perspectiva de lealtades invisibles, las relaciones familiares tienden a asumir
un significado más coherente e importante a ojos del terapeuta. Los mitos familiares revelan en
forma gradual su supraestructura como contabilización autóctona de méritos que, en forma
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encubierta o manifiesta, comparten todos sus miembros. Los sentimientos de culpa de los individuos
se vislumbran en correspondencia con los contornos de la configuración de méritos. Las pautas de
conducta «patológica» o «normal» visible constituyen el siguiente nivel del sistema. Por ejemplo, la
elección de chivos emisarios es determinada a menudo por la lealtad común hacia el sistema de
méritos, tal como lo define y describe el mito familiar. A la postre, el especialista en terapia familiar
llega a ver un sentido en el hecho de que los individuos se dejen sacrificar de modo voluntario con el
fin de honrar las cadenas multigeneracionales de obligación y endeudamiento existencial.
Los orígenes de los compromisos de lealtad son de naturaleza típicamente dialéctica. Su estructura
interiorizada se inicia a partir de algo que se le debe a un progenitor, o de la imagen interna de
representación paterna (superyó). En un sistema trigeneracional, la compensación por la
instauración de normas y por el cuidado y solicitud que nos dispensaron nuestros padres puede
trasferirse a nuestros hijos, a otras personas sin relación de parentesco con nosotros, o a los padres
internalizados. Los compromisos de lealtad comúnmente se circunscriben a determinadas áreas de
función, por lo general conectadas con la crianza o educación de los hijos. El adulto, ansioso por
impartir su propia orientación normativa de valores a su hijo, se convierte ahora en «acreedor» en un
diálogo de compromisos en el que el hijo se trasforma en «deudor». Finalmente, este último tendrá
que saldar su deuda en el sistema de realimentación intergeneracional, internalizando los
compromisos previstos, satisfaciendo las expectativas y, con el tiempo, trasmitiéndoselas a su prole.
Cada acto de compensación de una obligación recíproca aumentará el nivel de lealtad y confianza
dentro de la relación.
Los criterios de «salud» del sistema de obligaciones familiares pueden definirse como capacidad de
propagación de la prole y compatibilidad con la eventual individuación emocional de los miembros.
La individuación debe percibirse como balanceada contra las obligaciones de lealtad del niño en
proceso de maduración hacia la familia nuclear. Su definición y medida puede expresarse de
manera más cabal en función de la capacidad para saldar viejos y nuevos compromisos de lealtad,
más que en términos funcionales o de logros. La potencialidad o libertad para entablar nuevos
vínculos (esponsales, matrimonio, paternidad) debe pesar contra las antiguas obligaciones, que
empujan hacia una unión simbiótica duradera.
Resulta difícil evaluar la medida del compromiso simbiótico con la familia de origen si los
compromisos se han interiorizado y estructurado, en tanto que lo que aparece en la superficie es el
descuido de las relaciones familiares. Vemos cómo personas rígidamente aferradas a pautas
autodestructivas siguen manteniendo con su familia de origen un impasse de lealtad no resuelta o
en apariencia imposible de resolver.
Un muchacho de dieciséis años fue derivado al terapeuta por los tribunales debido a lo que el
trabajador social describió como «vida caótica, vagabundeo y múltiple consumo de drogas, hasta
llegar al punto de la desintegración de la personalidad».
En el curso de la primera sesión con la familia, a la que también asistieron los padres (separados)
del muchacho y dos hermanas casadas, surgió un cuadro bastante distinto. Todos los integrantes,
sin excepción, padecían una serie de problemas personales y conyugales, que trataron de presentar
en forma supuestamente aislada. Todos parecían preocupados, al menos en un nivel manifiesto, por
el resultado final de la alienación conyugal de los padres. ¿Quién era responsable del hecho de que
diez años atrás el matrimonio, que hasta entonces había durado veinte años, llegara a la
separación? Los miembros de la familia fueron partiendo a intervalos casi regulares: primero se fue
el padre, luego se casó la hija mayor, después lo hizo la hija menor, y más tarde el hijo mayor se
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mudó a otra ciudad. El hijo de dieciséis años fue el único que permanecía junto a la madre, una
mujer obesa, depresiva y ansiosa.
En tanto que en el nivel manifiesto el muchacho llevaba una existencia irresponsable, consagrada al
placer, en el nivel de lealtad familiar realizaba un valioso sacrificio en bien de toda la familia. «Sé
que no vivo en forma responsable», dijo el joven; «no es divertido ser responsable. Cuando tenga
que ser responsable, lo seré». De hecho, las pautas de autodestrucción de su vida toda permitían
albergar la certeza de que, como último miembro de la familia, no era capaz de dejar a la madre.
El efecto terapéutico por el cual se hicieron visibles los aspectos referentes a la lealtad en la
conducta del muchacho y se indagó en las implicaciones personales directas de la relación de los
padres produjo un llamativo cambio de conducta en el curso de unas pocas semanas. El muchacho
consiguió un trabajo en el que se desempeñó durante varios meses. En forma simultánea, aunque
temporariamente, la madre a su vez perdió el suyo, y de ese modo durante un tiempo llegó a
depender del hijo de manera aún más notoria. A la postre la mujer pudo conseguir un trabajo mucho
más gratificante, con el que siempre había soñado sin osar nunca dedicarse a él.
En las vidas de las dos hermanas había un compromiso con la falta de individuación, vinculado en
forma menos visible aún con el problema de la lealtad. En un comienzo, la hija menor se mostró más
capaz de admitir que necesitaba ayuda en su propia vida. Declaró que estaba casada con un
alcohólico, como su padre, y que su matrimonio se asemejaba en forma terrorífica al de sus
progenitores. La hija mayor al principio dudó en reconocer su necesidad de ayuda. Sin embargo, en
las siguientes semanas de tratamiento se convirtió en el miembro que participaba de manera más
activa en las sesiones de terapia familiar. Reveló haber llegado a un callejón sin salida
profundamente perturbador en su matrimonio e incluso fue capaz de invitar al marido a que
participara de las sesiones. Según pudo descubrirse, sentía que su madre vivía en forma sustituta su
propia vida, y que entre ella y la madre había una atmósfera de constante tensión y ansiedad. Nunca
tuvo el valor moral necesario para arriesgarse a herir los sentimientos de la madre y analizar su
insatisfacción con ella. Finalmente, realizó grandes progresos al poder discutir en forma abierta el
embrollo emocional triangular y amorfo en que estaban vinculados.
Como interesante extensión de estos argumentos, podemos examinar sus implicaciones en relación
con los orígenes de la culpa sexual y los tabúes sociales respecto de la heterosexualidad. Además
de lo que como trasgresión moral implicaba todo placer, y la importancia ética de la responsabilidad
para con una nueva vida humana potencial, una de las raíces más profundas de la culpa sexual y la
inhibición debe basarse en el temor a la deslealtad respecto de la familia de origen. Así como una
relación heterosexual crea como perspectiva la generación de prole, también ha de trastrocar de
manera notoria la lealtad filial del joven adulto. La estructura de esta culpa difiere de la culpa edípica,
que se basa en el concepto de celos triangulares, heterosexuales, entre el hijo y los padres.
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Es común que personas jóvenes y simbióticamente leales sufran una crisis en el momento de su
primer amorfo heterosexual. Una jovencita asociaba su primera crisis psicótica con la culpa sexual,
por haber cerrado la puerta del dormitorio de sus padres mientras se «besuqueaba» con el novio en
horas de la noche. Por lo común la regla familiar dictaminaba que las puertas de los dormitorios
debían permanecer abiertas por la noche. Simbólicamente, la canalización de lealtades parecía girar
en torno de las puertas. Muchas personas casadas descubren su incapacidad para forjar vínculos de
lealtad con sus cónyuges sólo después que se ha desvanecido el brillo inicial de la atracción sexual.
Quizá se requiera el tratamiento de toda la familia para enfrentar en plenitud el grado de los
compromisos invisibles que siguen manteniendo hacia sus familias de origen.
-Sienten que una obligación no cumplida de compensar a sus padres, por poco que lo merezcan, los
priva del derecho a todo goce.
La mayoría de estas personas no tienen ninguna dificultad en reconocer y aceptar su lealtad para
con sus hijos. Las exigencías éticas de la paternidad son tan poderosas que rara vez se las viola,
aun cuando se requiera un tremendo sacrificio personal. Es raro (como en el caso de ultraje de un
niño) que se sacrifique al hijo para contrabalancear la deslealtad filial del progenitor. Más común
resulta observar cómo el rol de chivo emisario se asigna al cónyuge o a los parientes políticos.
En las familias de los ghettos o barrios bajos de una ciudad la situación parece diferir, en parte, de
las pautas de lealtades familiares de la clase media. Por su moral, esta espera que la paternidad
responsable se base en una relación conyugal «respetable». Una considerable proporción de
familias pobres, asistidas por el sistema de seguridad social, se muestran inclinadas a soslayar el
requisito del matrimonio contando con la ayuda de la familia materna de origen y la explotación de
los niños algo mayores. En estos sistemas amorfos, amplios y matrilineales, no existe ningún
requerimiento que lleve a un decidido desplazamiento del compromiso de lealtad filial al paterno: el
bebé, por así decirlo, le nace a toda la familia. En algunos casos la abuela es más la progenitora real
que la madre. El conflicto puede centrarse en el hecho de que la joven madre se permita
comprometerse en medida suficiente con la maternidad, o bien entregue el bebé a su propia madre
como prueba de su lealtad inalterable.
Las luchas en torno de los compromisos de lealtad suelen ser invisibles, y sólo las racionalizaciones
secundarias resultan accesibles, incluso para los participantes. En determinada familia,
comenzábamos a creer que el padre era en realidad un verdadero desastre, hasta que descubrimos
que los seis hermanos de la madre tenían cónyuges consideradas como auténticas inútiles. A la vez,
era notoria la manera en que los siete hermanos dependían el uno del otro, y hacían pocos
esfuerzos por ocultar que se preferían el uno al otro sobre sus respectivos cónyuges.
Los matrimonios, las aventuras amorosas, las queridas y los «esposos» homosexuales: todo ello
puede (a menudo inconcientemente) ser utilizado con el fin de reforzar el compromiso de lealtad
filial, en vez de remplazarlo. El hecho de jactarse de esas relaciones frente a los propios padres tal
vez signifique una manera de reforzar la antigua devoción, poniéndola a prueba por medio de un
desafío, y despertando los celos de los padres. Cuando la batalla adquiere contornos tales que
parece preanunciar la inminente separación emocional entre el joven adulto y la familia de origen, el
observador de afuera podrá subestimar el grado de lealtad subyacente e inalterado.
Desde el punto de vista de los sistemas multipersonales, nos interesa el papel que cumplen las
lealtades arraigadas de manera profunda, en apariencia dirigidas a objetos extrafamiliares. La
religión es una esfera típica en la que suele desarrollarse una muy honda devoción junto con
esenciales vínculos de lealtad. Hemos visto cómo aumenta en grado extremo la importancia de
dicha cuestión en familias en las que se han celebrado matrimonios mixtos. Cuando ambos
cónyuges renuncian a la religión dentro de la cual se han criado, se forma entre ellos una alianza
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implícita de lealtad a expensas de la religión y, simbólicamente, de la familia de origen. Los
cónyuges, al cortar sus relaciones con sus respectivos endogrupos, crean una nueva estructura de
lealtad por omisión (por así decirlo). Sin embargo, el especialista en terapia familiar tendrá que
preguntarse si el desplazamiento del problema de la separación al terreno religioso no significa que
esos padres no han resuelto su propia separación respecto de los progenitores, y que sus hijos se
verán comprometidos a aceptar vínculos de una lealtad invisible aún más intrincada.
A medida que van desarrollándose las fases de evolución de la familia nuclear, todos los miembros
deben enfrentar nuevas exigencias de adaptación. Esta no significa una resolución final, el cierre de
una fase anterior, sino una tensión continua que lleva a definir un nuevo equilibrio entre expectativas
antiguas pero todavía en pie, con otra nuevas. Nacimiento, crecimiento, lucha con los hermanos,
individuación, separación, preparación para la paternidad, vejez de los abuelos y, finalmente, duelo
por los muertos, son ejemplos de situaciones que exigen un nuevo balance de las obligaciones de
lealtad.
Los ejemplos de transiciones de lealtad requeridas por el desarrollo están relacionados con las
siguientes expectativas:
1. Los jóvenes padres tienen que desplazar el uno al otro la lealtad que debían a sus familias de
origen; ahora tienen un mutuo deber de fidelidad sexual y de alimentación. Asimismo, se han
convertido en «equipo» destinado a la producción de prole.
2. Deben a sus familias de origen una lealtad definida de manera nueva, en relación con sus
antecedentes nacionales, culturales y religiosos y sus valores.
3. Deben lealtad a los hijos nacidos de su relación.
4. Los hijos tienen una deuda de lealtad también definida de modo nuevo hacia sus padres y las
generaciones anteriores. 5. Los hermanos tienen una deuda de lealtad el uno para con el otro.
6. Los miembros de la familia entre quienes hay una relación de consanguinidad tienen el deber de
evitar las relaciones sexuales entre sí, aunque a la vez contraen una deuda de afecto el uno para
con el otro.
7. Los padres tienen el deber de apoyar a sus familias nucleares, a la vez que mantienen una deuda
de apoyo para con sus padres o parientes ancianos o incapacitados.
8. Las madres tienen el deber de actuar como amas de casa y criar a los niños para con sus familias
nucleares, aunque también se espera de ellas que puedan estar disponibles en relación con su
familia de origen.
9. Los miembros de la familia tienen una deuda de solidaridad en relación con el modo en que se
comportan hacia los amigos o los extraños, pero también tienen, para con la sociedad, el deber de
ser buenos ciudadanos.
10. Todos los miembros tienen una deuda de lealtad que consiste en mantener la integridad del
sistema familiar, pero deben estar preparados para acomodar nuevas relaciones y los cambios
concomitantes del sistema descripta como determinante motivacional con raíces en la dialéctica
multipersonal del sí-mismo y el otro, más que raíces individuales. Aunque etimológicamente
«lealtad» es un derivado del vocablo francés que significa «ley»*, su naturaleza real reside en la
trama invisible de expectativas grupales, más que en la ley manifiesta. Las fibras invisibles de la
49
lealtad consisten en la consanguinidad, la preservación de la existencia biológica y el linaje familiar,
por un lado, y el mérito adquirido entre los miembros, por el otro. En este sentido, está asociada a
una atmósfera familiar de confianza, fundamentada en la real asequibilidad y los probados
merecimientos de los demás integrantes. El siguiente nivel de conceptualización exige un examen
de la justicia como ámbito sistémico para la codificación o, al menos, la descripción del balance de
expectativas de lealtad.
Un ejemplo clásico de conflicto de lealtades no resuelto entre un matrimonio y las familias de origen
es la historia de Romeo y Julieta. El prólogo de Shakespeare sintetiza el sentido familiar de la trágica
muerte de los dos amantes: «El terrible tránsito de su amor, sellado con la muerte, y la continuada
saña de sus padres, que sólo el fin de sus hijos pudo aplacar, desfilarán, durante dos horas, por este
escenario».
La lealtad, concepto clave dentro de esta obra, ha sido
* El término inglés «loyalty» deriva del francés «loyante», a su vez derivado de «loi» («ley»). La
palabra castellana «lealtad» proviene del latín, «legalitas». [N. del E.]
La razón para introducir a la justicia como concepto dinámico central de la teoría familiar surge de la
importancia de las pautas de lealtad en la organización y regulación de las relaciones más cercanas.
A los efectos de conceptualizar a la lealtad como fuerza sistémica, más que simple tendencia de los
individuos, debe considerarse la existencia de un «libro mayor» invisible en el que se lleva la cuenta
de las obligaciones pasadas y presentes entre los miembros de la familia. La índole de ese libro
mayor está interrelacionada con los fenómenos de la psicología; posee una factualidad sistémica
multipersonal. Por definición, la gratificación recíproca como meta trasciende las necesidades del
individuo. La «foja» del miembro individual de la familia, por así decirlo, ya está llena antes que él
comience a actuar. Según que sus padres se consagraran en exceso a él o lo descuidaran, nace en
un ámbito en el que entran en vigencia un mayor o menor número de obligaciones. El hecho de que
sus padres y sus antepasados se viesen todos atrapados dentro de una serie de expectativas
similares, y tuviesen que contrapesar las obligaciones filiales con las paternas, crea la necesidad de
concebir el libro mayor en función de una estructura multigeneracional. La estructura de expectativas
50
conforma la trama de lealtades y, junto con las cuentas relativas a los actos cometidos. el libro
mayor de la justicia.
Por añadidura, la justicia es un don existencial. La deuda del hijo para con el padre está determinada
por el ser del progenitor, la cantidad y cualidad de su asequibilidad y los cuidados que prodigue
activamente. De manera análoga, la explotación no requiere de modo necesario la injusticia
intencional de los demás, sino que puede ser la resultante de las propiedades estructurales de las
relaciones más cercanas. La injusticia subjetiva de la posición de cualquier miembro en el sistema
de relaciones familiares puede determinar, en buena medida, lo que se diagnosticará como
formación de una personalidad paranoide.
De esta manera, aunque desde el punto de vista motivacional debemos considerar otros factores en
relación con la lealtad (vínculos de sangre, amor, ambivalencia, intereses comunes, amenazas
externas, etc.), nos hemos interesado en la estructura misma de las relaciones de reciprocidad.
Postulamos que las motivaciones más profundas y de mayor alcance poseen su propia homeostasis
familiar sistémica, aun cuando sus criterios sean menos visibles, por ejemplo, que los de resolución
de problemas o manifiestos desplazamientos de roles sintomáticos, etc. El especialista en terapia
familiar puede ver facilitada en gran. medida su tarea mediante el conocimiento de los determinantes
relacionales más profundos de la conducta visible.
Creemos que el concepto de justicia propio del orden humano es un denominador común de la
dinámica individual, familiar y social. Los individuos que no han aprendido qué es el sentido de la
justicia dentro de las relaciones de su familia suelen desarrollar un criterio distorsionado de la justicia
social. El terapeuta puede aprender a aguzar su percepción de ese orden de justicia, ecuanimidad o
reciprocidad que determina el grado de confianza y lealtad en las relaciones familiares. Puede
considerarse a la justicia como una trama de fibras invisibles extendidas a lo largo y a lo ancho de
toda la historia de relaciones de la familia, que mantienen el equilibrio social del sistema a través de
fases de proximidad y separación físicas. Tal vez nada determine en medida tan significativa la
relación entre padre e hijo como el grado de ecuanimidad de la gratitud filial esperada.
En este punto, el lector podrá preguntarse si no se halla frente a conceptos extraños a la tradición de
la psicoterapia y la teoría psicológica, aun cuando sean considerados en un sentido más amplio.
¿Acaso la justicia es un concepto que debería encuadrarse en el marco de la ley o la religión, más
que en el de un estudio de las motivaciones humanas? Tras haber eliminado conceptos que poseen
connotaciones individuales, psicológicas o superficialmente interaccionales por estimárselos
insatisfactorios, podríamos haber elegido la expresión «desequilibrio de reciprocidad» para evitar las
connotaciones de valor del término «justicia». Empero, elegimos en forma deliberada la palabra
justicia porque creemos que connota un compromiso y un valor humanos, con todo su sentido y su
rico poder de motivación.
La idea de justicia como dinámica relacional se origina a partir de las implicaciones sistémicas y las
connotaciones existenciales de culpa y obligación. En la teoría psicodinámica individual se supone
que la culpa es resultante de la infracción de tabúes que el individuo ha interiorizado de sus
mayores. Por el contrario, el concepto de justicia ve al individuo en equilibrio ético y existencial
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multidireccional con los demás. Él «hereda» los compromisos trasgeneracionales. Tiene
obligaciones hacia quienes lo han criado, y se halla en un campo de intercambios recíprocos regidos
por el toma y daca con sus contemporáneos. También debe enfrentar obligaciones esencialmente
unilaterales hacia sus hijos pequeños, que dependen de él.
La justicia tiene una particular relevancia para la vida familiar. La equidad reciproca, tradicional
marco de evaluación de la justicia entre los adultos, no sirve como pauta de orientación cuando lo
que interesa es el equilibrio de la relación padre-hijo. Todo padre se encuentra comprometido en una
posición de obligaciones asimétrica hacia el recién nacido. El niño posee una serie originaria de
derechos que no se ha ganado. La sociedad no espera de él que compense a los padres mediante
beneficios equivalentes.
La sociedad misma, como un todo, puede cargarse de culpas no adquiridas en lo que respecta a
cada generación que va surgiendo. Mientras que son pocos los norteamericanos blancos
contemporáneos que estarían dispuestos a aceptar culpa alguna por la esclavitud de cientos de
miles de africanos varias generaciones atrás, los tremendos efectos de la esclavitud han afectado la
justicia impartida a los hijos de los negros durante varias generaciones. Es razonable presuponer
que el hombre blanco que quiera negar o ignorar las implicaciones corrientes y continuas de la
antigua esclavitud en relación con la justicia aplicada a los ciudadanos negros es culpable de lo que
Martin Luther King llamó «cubrir las fechorías con la capa del olvido» [71, pág. 409]. Sin embargo, la
justicia como determinante social podría incluso conceptualizarse en los términos unidireccionales y
monotéticos del bien y el mal. El concepto relacional de la preocupación llena de sensibilidad por la
justicia de las obligaciones no debería confundirse con nociones abstractas sobre la distribución del
poder económico basada en una presunta igualdad.
El hecho de que el individuo deba saldar cuentas de justicia e injusticia no adquiridas, aunque
acumuladas, necesariamente parte del supuesto de una cuantificación implícita de interacciones
sobre la base de la equidad (un libro mayor invisible, una contabilización de méritos
trasgeneracional). El mérito connota una propiedad ponderada de manera subjetiva y que no puede
cuantificarse en forma objetiva como los beneficios materiales. El Webster's Third International
Dictionary define el mérito como «crédito espiritual o excedente moral acumulado, supuestamente
ganado mediante la conducta o actos rectos, y que asegura futuros beneficios» [89]. Toda relación
caracterizada por la lealtad se basa en el mérito, ganado o no, y la justicia atañe a la distribución del
mérito en todo un sistema de relaciones.
Ecuanimidad y reciprocidad
La importancia crucial de la justicia respecto de la cohesión de las estructuras sociales es algo que
los sociólogos reconocen. Gouldner analiza el significado de la «reciprocidad» de las transacciones.
La reciprocidad es definida como el carácter mutuo de los beneficios o gratificaciones, y Gouldner
manifiesta: «La norma de reciprocidad es un mecanismo concreto y específico implícito en el
mantenimiento dé cualquier sistema social estable» [47, pág. 174]. Aunque coincidimos con el
enfoque sociológico según el cual una «norma generalizada de reciprocidad» se interioriza en los
miembros de los sistemas sociales, como especialistas en terapia familiar deseamos centrarnos en
un libro mayor de justicia multipersonal o sistémico, que reside en la trama interpersonal del orden
humano o en el «ámbito del entre» (Buber) [26]. El libro mayor abarca todas esas disparidades
acumuladas de reciprocidad inherentes a la historia de las interacciones del grupo. Configura la base
de la equivalencia de retornos. El peso de las pasadas transacciones de mérito sin compensar
modifica la equivalencia del intercambio mutuamente contingente de beneficios en las relaciones
interpersonales puestas en marcha. Los padres que no reciben nada afectan el libro mayor y, por
consiguiente, el desarrollo de la personalidad de sus hijos, de distinta manera que los padres que no
dan nada.
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Al examinar el sentido dinámico de la justicia, la obligación, la lealtad y la fibra ética de los grupos,
una de las cuestiones más importantes que se deben considerar es la de la explotación. Por lo
común, la explotación se relaciona con los conceptos de poder, riqueza y dominación. Se requiere
un marco conceptual mucho más amplio e importante para comprender la auténtica dialéctica de la
explotación relaciona) en las familias. Proponemos que el concepto de explotación se analice como
base del tratamiento cuasi-cuantitativo de la contabilización de méritos. La explotación es un
concepto relativo que entraña una cuantificación implícita. Los desplazamientos en las posiciones de
poder son medidas poco confiables de explotación: hay modos en que un padre, jefe o líder puede
ser explotado por quienes ocupan posiciones inferiores.
Importa, en particular, comprender las implicaciones del rol del hijo como explotador potencial no
deliberado de uno de los progenitores, ya que el niño «merece» recibir algo a cambio de nada.
Muchos padres sienten que no se les permite quejarse de su sensación de ser explotados, e
inconcientemente encubren sus sentimientos bajo una máscara de sobreprotección, excesiva
permisividad, devoción propia de un mártir u otras actitudes defensivas. Aunados a la sensación de
ser explotados por su familia de origen, estos sentimientos pueden inclinar la balanza de la
motivación hacia el serio ultraje del niño. Por añadidura, si en forma persistente los padres hacen
que a los hijos les resulte difícil compensar sus obligaciones, estarán socavando otra dimensión en
el sistema de reciprocidad equilibrada en la familia. Un diálogo pleno requiere mutualidad tanto en el
acto de dar como en la aceptación de lo dado.
53
se origina a partir de características del sistema que victimizan a ambos participantes al mismo
tiempo.
Debemos destacar cuán importante es, particularmente en la esfera de las relaciones familiares,
definir las cuestiones específicas de reciprocidad (en especial, las que trascienden el dominio de lo
material). En este caso, el poder es definible en términos diferentes a los que rigen para la sociedad
como un todo. Lo que parecen ser relaciones familiares débiles, caóticas o fragmentarias pueden
significar el más fuerte de los vínculos para los miembros, debido a su culpa intrínseca y excesiva
devoción. Las cuentas de méritos acumulados, tanto de generaciones presentes como pasadas,
afectan la línea de base de las cuentas de lo que parece ser un balance de reciprocidad funcional
corriente. Gouldner cita formas dispares de reciprocidad introducidas por las diferentes posiciones
de poder de los miembros de cualquier grupo social. Por ejemplo, el miembro más poderoso puede
mantener una relación asimétrica a pesar de que da al más débil menos de lo que a su vez recibe.
Otros mecanismos de compensación para mantener la disparidad en la reciprocidad incluyen
actitudes como la de «dar la otra mejilla», noblesse oblige, y la de clemencia [47, pág. 164].
Sabemos que en las familias las obligaciones no saldadas persisten desde el pasado, y que pueden
compensar los presentes desequilibrios en materia de gratitud, culpa por obligaciones no cumplidas,
ira por la explotación de que se es víctima, etc. El desequilibrio en el balance concerniente a la
igualdad de méritos o intercambio de beneficios entre dos o más partes de una relación se registra
subjetivamente en la explotación de que uno hace objeto al otro.
Aspectos cuantitativos
Gouldner da a entender de manera implícita que la reciprocidad posee una medida cuantitativa
intrínseca, determinada por el grado de equidad en las interacciones. En un extremo se da la
equidad plena de los beneficios intercambiados y, en el otro, la situación en que una de las partes no
da nada a cambio de los beneficios recibidos. Entre ambos casos limítrofes hay toda una serie de
formas de explotación aparentes o reales.
‘En inglés, dar «tit for tat» es un modismo para designar la represalia igual o semejante al castigo
recibido. [N. del E.]
El concepto de libros mayores del balance de justicia epitomiza la diferencia existente entre los
modelos teóricos individuales y relacionales, es decir, de dinámica familiar. En tanto que el cambio
esté dirigido a la personalidad del individuo mediante el análisis de sus experiencias y desarrollo del
carácter, el terapeuta podrá ignorar el cambio en un sistema relacional. Sólo tomando en cuenta las
jerarquías de obligaciones en el sistema todo y las motivaciones de todos los individuos,
comenzaremos a entender y afectar el contexto total de las personas en una relación.
Las teorías psicodinámicas o motivacionales de base individual son inadecuadas para encarar la
realidad ético-social de las consecuencias de una acción humana. La reafirmación, logros o proezas
sexuales de una persona, si bien en esencia son pertinentes a las metas de búsqueda de sí mismo
del individuo, no comprenden las vicisitudes derivadas del modo en que afectarán las necesidades
de otros. Mientras que la teoría freudiana clásica subraya de manera adecuada la importancia de la
responsabilidad individual como meta terapéutica válida, el modo en que soslaya la ética propia de
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la realidad social exige urgente reconsideración. Por valiosa que sea su contribución para
comprender al hombre como sistema cerrado, toda teoría psicodinámica que circunscribe su óptica
motivacional al individuo puede, potencialmente, ser destructiva para la sociedad. Una teoría de
estas características ya no está a tono con nuestra era, con sus crecientes exigencias éticas, que
nos instan a tomar conciencia de las necesidades de los demás, y a darles respuesta.
Podríamos llegar a la conclusión de que la teoría dialéctica de las relaciones se opone a las
nociones de psicodinámica individual o existenciales, y que da pleno apoyo a los «puristas del
sistema» que pretenden dejar de lado toda consideración de la psicología del individuo, salvo en el
contexto de las metas grupales. Empero, nada más lejos de nuestra posición. Nosotros creemos
que, mediante la indagación e integración de sus necesidades y obligaciones respectivas, cada
individuo adquiere un sentido y una dignidad definidas más adecuadamente, en tanto que brinda al
grupo social estabilidad e iniciativa para el cambio. Una teoría dialéctica de las relaciones puede, en
forma simultánea, tener sus basamentos en el individuo y en el sistema social.
¿Cómo puede aplicarse la teoría de la justicia a la labor del especialista en terapia familiar? Al
calibrar este las actitudes más cargadas de emoción de los miembros de la familia, debe estar
capacitado para reconocer las cuestiones de ética con sus implicaciones de justicia subyacentes. En
su mente debe confeccionar un libro mayor de justicia, a la vez que va haciéndose una idea del árbol
familiar con todos sus -miembros. ¿De qué manera fue injuriado el mismo miembro que se mostraba
abiertamente ofensivo? ¿Por quién? ¿De qué modo evitar toda una cruzada contra el aparente
infractor? ¿Qué factores determinan la actitud del infractor hacia la víctima aparente? ¿Cómo entran
dentro del todo los demás miembros?
En nuestra búsqueda de las dimensiones dinámicas de la trama moral de cualquier grupo social, el
valor no connota -para nosotros- una norma definible de manera objetiva o un canon de conducta
convalidado por el consenso general. Los valores de cada individuo sólo pueden determinarse
desde la perspectiva del mundo subjetivo en el que vive. Para nosotros, la justicia representa un
principio de equidad personal en el mutuo toma y daca, que orienta al miembro individual de un
grupo social para enfrentar las consecuencias finales de su relación con los demás. La suma total de
las evaluaciones subjetivas de la propiedad de la experiencia relacional de cada miembro conforma
el clima de confianza que caracteriza a un grupo social. A la postre dicho clima es más significativo
para determinar la cualidad de las relaciones dentro del grupo que cualquier serie especifica de
interacciones.
Las consecuencias éticas últimas de una acción humana pueden permanecer invisibles durante
largo tiempo. Determinados individuos pueden estar conformados de manera tal que nunca
enfrentan, ni siquiera reconocen, la culpa por el hecho de pasar por alto la injusticia infligida a los
demás, salvo en lo que atañe a las penalidades impuestas a sus hijos y nietos. Sin embargo, la
elaboración sistemática de las conexiones causales de las relaciones familiares en el interior y a lo
largo de las generaciones plantea una cuestión: la referente al sentido de la justicia compensatoria
como principio clave de la dinámica familiar.
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El hecho de evitar de manera cínica toda preocupación por la necesidad de justicia de cada
individuo en nombre de una postura científicamente «carente de valor» es tan destructiva como una
definición autoritaria y rígida del orden y la aplicación de un punto de vista dogmático. El cinismo
propio de la corrupción, por un lado, y la tiranía, por el otro, son síntomas alternativos de decadencia
social, surgidos ambos de un extendido temor y del hecho de abstenerse de enfrentar la
preocupación natural de todo ser humano por el balance del bien y el mal. Creemos, por ejemplo,
que el camino más corto para la corrección y prevención de los prejuicios se daría mediante la
investigación de los juicios éticos subjetivos de toda persona afectada y el enfrentamiento selectivo y
valiente de los problemas básicos, más que mediante la negación, la evitación y las tibias
avenencias.
La primera columna describe el balance de obligaciones, que va desde la dimensión moral (el
derecho frente al deber), pasando por una contabilización cuantitativa, hasta llegar a las
dimensiones conceptuales ético-religiosas (maldición frente a bendición). En la segunda columna, la
contabilización de méritos refleja el grado de consideración que se brinda a un miembro cualquiera
de un sistema de relaciones, o que es acumulado por él. Verticalmente, en torno de la posición
media neutral se polarizan, como puntos extremos, los méritos positivo y negativo.
La relación inversa entre la alta estima o mérito y el poder o la posesión se ilustra de manera más
cabal en la quinta columna con la distribución de ejemplos de rol. El bebé o el sujeto siempre
pisoteado, aunque se halle en una posición vulnerable, en general despierta la simpatía de los
demás y logra su apoyo. Solemos demostrar preocupación por los derechos del perdidoso, mientras
que por lo común vigilamos que los patrones, los ganadores o los padres cumplan las obligaciones
contraídas para con sus inferiores.
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intergeneracional de obligaciones cargadas de culpa. El diagrama ilustra el principio según el cual en
el campo de la dinámica relacional el poder se da en relación inversa al mérito.
Deber Malo
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Normas duales en la lealtad del endogrupo
La definición de cualquier unidad social (familia, nación, religión o raza) es inseparable de toda
definición intrínsecamente preferencial y prejuiciosa del endogrupo como superior al exogrupo. Aun
en los casos en que la definición es lo bastante sutil como para no postular la superioridad del
endogrupo, se establece una norma ética de manera tal que el miembro tiene una mayor deuda de
lealtad para con el endogrupo, y es comparativamente menos pasible de ser condenado por
despreciar o explotar al exogrupo.
La familia tipo cría a sus hijos de modo de capacitarlos para absorber las injusticias del mundo en lo
que parece ser el «espíritu adecuado», pero también para «salirse con la suya» en la medida de lo
posible, mientras sus actos sirvan para promover sus propios beneficios o los de la familia.
Tradicionalmente, se espera de los hombres que sean leales a su esposa e hijo, mientras libran una
lucha de perros contra todo competidor de afuera. La familia enseña al hijo a adoptar una medida
dual de justicia. De manera invariable, aunque por lo general de modo invisible, se verá imbuido por
un sentido de obligación cargado de culpas hacia sus padres, en tanto que puede enseñársele a
sentirse menos responsable en relación con sus pares. Esta actitud paterna puede ser en parte
responsable por el tipo de rebeldía adolescente, que invierte la situación de lealtad y por un tiempo
hace ver que, en apariencia, la lealtad hacia el grupo de pares puede sustituir en forma total la
lealtad hacia la familia de origen. Mientras que las raíces de la obligación de un hijo para con la
familia que lo crió quizá no siempre sean fáciles de rastrear, no cabe duda de que existe un marco
de obligaciones subyacentes que mantienen la unidad de la familia.
pro quo interaccional de Lederer y Jackson [60, pág. 182]. No es nuestro propósito estudiar
simplemente las pautas de accióninteracción. En vez de restringir el «ojo por diente» (p. ej., en una
situación conyugal) dentro de los márgenes de la conducta, incluimos en la equivalencia de méritos
todas las interacciones pasadas, presentes y futuras. Las quejas de una esposa regañona o los
intentos de un marido por obligarla a cambiar están dinámicamente conectados con esfuerzos de
retribución pasados e inconclusos, que los cónyuges arrastran desde sus fa-nilias de origen. Por
ejemplo, una cuenta emocional no saldada de la esposa con su padre muerto puede subsistir en su
actitud hacia el marido.
No es de ahora que se subraya la cuestión de la justicia como motivación. Dickens observaba ya:
«En el pequeño mundo en que los niños desarrollan su existencia, sea quien fuere el que los cría, no
hay nada tan sutilmente percibido y sentido como una injusticia» [30, pág. 59]. Piaget manifestó: «La
reciprocidad ocupa un sitial tan alto a ojos del niño que habrá de aplicarla aun cuando para nosotros
59
parezca bordear la más grosera venganza» [70, pág. 216]. Un extracto tomado de una sesión de
terapia familiar permite adentrarnos aún más en el tema:
Oímos a una mujer decirle a su marido: «Te has aprovechado de mí toda mi vida... toda mi vida de
casada». El lapsus es significativo: La sensación de injusticia padecida por esa mujer se ha vuelto
abrumadora y, a su vez, injustamente acusatoria. En el curso de la terapia familiar nos enteramos
también de que su madre siempre la consideró una desagradecida, y la hacía sentir culpable por
cualquier cosa que hubiera hecho. Como, en coincidencia con el terapeuta, la cuestión no puede
negociarse entre la madre y ella, probablemente ha buscado saldar «cuentas» a través del marido.
Parece actuar como si el marido fuera responsable por la relación que ella tuvo toda la vida con su
madre. El marido manifiesta: «Cuando comienzo a señalarle que es desprolija, que descuida las
tareas domésticas, etc., replica que yo tampoco tengo limpia la foja».'
Este fenómeno puede designarse como la «foja rotativa», ya que la cuenta sin resolver que
permanece abierta entre una persona y el «malhechor» originario puede rotar, interponiéndose entre
él y cualquier otro. Puede usarse a un tercero inocente (tomado como víctima propiciatoria) para
saldar la cuenta. Así, observamos que la justicia es un libro mayor históricamente gestado, que
registra el balance de mutualidad en el toma y daca. Debe considerárselo como un principio
dinámico que explica la aparente irracionalidad de las proyecciones y los prejuicios. De acuerdo con
su propia fórmula de contabilidad existencial, toda persona está programada para buscar un justo
equilibrio del toma y daca entre sí misma y el mundo. En sus orígenes su universo humano incluía
su relación pasada con los padres, pero ha logrado implicar otras relaciones emocionalmente
significativas. La extensión del desequilibrio que percibe en el balance de justicia determina el grado
en que habrá de explotar todas las relaciones posteriores.
Un padre que durante su infancia sufrió penosas privaciones encaró a una hija suya medianamente
rebelde, al ser esta dada de alta del hospital donde había sido tratada por esquizofrenia: «¡Primero
debes arrepentirte, y luego hacer buenas acciones». Al igual que otros miembros «sintomáticos» de
tantas familias, la jovencita era considerada «loca» y «mala» a la vez.
Una esposa, tras haber aceptado en apariencia la «foja rotativa» en su matrimonio, descubre sus
propios sentimientos por las injusticias padecidas, y lo expresa en esta dramática confesión: "Señora
S.: Usted dijo algo muy, muy importante... que había estado rondando por mi mente desde que me
casé. Usted siempre pensó que mi infancia había sido maravillosa, porque tuve a mis padres (que
en realidad me faltaron desde mis 13 años), mientras que él no: su vida fue muy dura. De manera
que ahora que estamos casados, se supone que yo debo darle todo a él, que nunca tuvo nada; se
supone que debo volcarme entera en él. Y lo hago: procuro hacerlo feliz. Trato de brindarle mucho
afecto, de mostrarle que me preocupo por él. Pero, en todo esto, ¿dónde entra mi propia sed? i Yo
también estoy sedienta 1 [13, pág. 121].
La proyección retributiva sobre todas las personas que guardan similitud con los padres puede ser
un importante componente de la hostilidad existente entre la juventud y la generación más antigua
en toda cultura. El problema no es tanto el de la brecha de información o comprensión, como el del
reclamo de la justicia anhelada. En las culturas más viejas esta tensión podría enfocarse mediante
prácticas que subrayan el respeto incondicional hacia los mayores, y encauzando las
manifestaciones de venganza a través de guerras, o bien canalizando las migraciones en pos de
nuevas fronteras geográficas. La energía de esos conflictos también puede expresarse en prejuicios
que crecen al punto de sojuzgar formalmente a los demás, tal como lo demuestran de manera cabal
todas las dictaduras en el curso de la historia.
60
A medida que la industrialización, el apiñamiento y la sofisticación de. la sociedad moderna anulan
algunas de estas vías de escape, la energía de la juventud puede volcarse contra el «sistema»
social, que es castigado in loco parentis. Por ejemplo, la tendencia al vandalismo parece estar
aumentando tanto en los sistemas democráticos como en los regímenes políticos opresivos.
' «To have a clean slate» (literalmente, '«tener limpia la pizarra») significa «hacer borrón y cuenta
nueva», empezar de cero olvidando el pasado. [N. del E.1 87
Ricoeur, en su ensayo clásico sobre Freud, hace un comentario sobre los diferentes aspectos de la
culpa: «El temor de ser injusto, el remordimiento por haberse mostrado injusto, ya no son temores
"tabú"; el daño causado a la relación interpersonal, las injurias hechas a la persona de otro, tratadas
no como un fin sino como un medio, significan más que el sentimiento de amenaza de castración.
De esta manera, la conciencia de la injusticia marca la creación de significado por comparación con
el temor a la venganza, a ser castigado» [74, pág. 546].
Así, la justicia trasciende la psicología del individuo y de quienes coparticipán en relaciones con él.
Consideramos a la justicia como un principio homeostático multipersonal, siendo la reciprocidad
equitativa su meta ideal. Sin embargo, el péndulo oscila de modo permanente entre múltiples
iniquidades. El individuo puede verse «atrapado» en medio de una culpa existencial a causa de las
acciones de otros, de la misma manera que uno hereda un sitio en la red multigeneracional de
obligaciones y es responsable de toda una cadena de obligaciones pasadas, tradiciones, etc. Tal
vez la persona no tenga conciencia inmediata de los movimientos quid pro quo de largo alcance,
sino sólo de las obligaciones y compensaciones a corto plazo. Cuanto menos conciencia tenga de
las obligaciones invisibles acumuladas en el pasado, por ejemplo por sus padres, más a merced
estará de esas fuerzas invisibles. En las familias, la unidad sistémica de contabilización tiende a
abarcar generaciones enteras. Según las Escrituras, se necesitan siete generaciones para expiar un
pecado grave de un antepasado.
Los abuelos pueden culpar a los nietos por su solidaridad hacia sus padres, ya que consideran que
estos últimos han sido desleales hacia ellos y su familia (p. ej., en cuestiones de tradición religiosa o
de otro tipo). Entonces, el hijo puede adoptar de manera inconciente una estrategia destinada a
exonerar a los padres, o a perpetuar la carga de culpa a lo largo de la siguiente generación. Podrían
suministrarse ejemplos adicionales acerca de hijas criadas por familiares «respetables» debido a la
«vida vergonzosa» que llevaba la madre, y que deciden buscar a esa madre y unirse a ella; de hijos
que sufren por tener que ocultar las sospechas de que su madre fue asesinada a manos de la
61
amante del padre, etc. En última instancia, el mayor alivio que esos hijos pueden encontrar reside en
la reivindicación de sus padres a sus propios ojos, al comprender la injusticia de las circunstancias
que llevaron a los progenitores a cometer esos actos condenables.
En la medida en que los grupos mantienen su unidad en virtud de los valores, cabe señalar que el
valor de cohesión supremo es la justicia. Si la necesidad de un balance equitativo de beneficios es
una importante fuerza reguladora y motivacional de cualquier grupo social, nuestra misión será
comprender cuáles son las disposiciones sociales que permiten supervisar la justicia. Por ejemplo,
qué mecanismos sociales evalúan y regulan cuestiones tales como: ¿Qué deber tiene cada hombre
para con su familia? ¿Qué es lo que merece el hijo? ¿De qué manera consideran padre e hijo la
ecuanimidad de su quid pro quo? ¿En qué medida debe gratitud cada hijo a sus padres?
Aplicando el concepto de justicia podemos definir un sistema social a partir de un nivel motivacional
más importante que utilizando un marco interaccional. El orden humano es un concepto basado en
un sentido de justicia o equidad subjetivo y normativo. Debe contrastárselo con definiciones
funcionales y descriptivas como: «Un sistema social es un sistema de acciones de los individuos,
cuyas principales unidades son roles y constelaciones de roles» [67, pág. 1971. Como es obvio, el
hecho de que yo haya traicionado a mi amigo o su confianza es un aspecto estructural de la
relación, ubicado en un plano diferente al de las definiciones de rol.
Christian Bay cita la lista de Aberle sobre los prerrequisitos funcionales de una sociedad: «Provisión
de una adecuada relación con el ambiente y búsqueda sexual; diferenciación y asignación de roles;
comunicación; orientaciones cognoscitivas compartidas; serie articulada y compartida de metas;
regulación normativa de los medios; regulación de las expresiones afectivas; socialización, y control
eficaz de las formas perturbadoras de conducta» [5, pág. 267]. Consideramos que un clima
generalizado de confianza y la justicia del orden humano es, como característica estructural de la
sociedad, más importante que la regulación institucionalizada de ciertas funciones específicas.
Holmberg describe a los sirionos, del oriente de Bolivia, como un cojunto de hordas «sumamente
primitivas, seminómades» cuyas energías se consumen en la búsqueda de alimentos, y que por
consiguiente no manifiestan ninguna solidaridad social entre sí, más allá de los límites de la familia
inmediata. Tras hacer una afirmación tan extraordinariamente simplista, el autor revela no obstante
la estructura social interna de esa sociedad primitiva: «En términos generales, parecería que el
mantenimiento de la ley y el orden reside de manera fundamental en el principio de reciprocidad
básica (no importa cómo se ponga en vigencia), el miedo a la revancha y el castigo divinos y el
deseo de aprobación pública» [55, págs. 60-61].
En nuestra opinión, los sistemas técnicos o institucionalizados de justicia social en las civilizaciones
llamadas avanzadas pueden haber perdido sus basamentos de reafirmación en la reciprocidad y la
equidad. En nuestros seudo sofisticados esfuerzos por evitar toda parcialidad en relación con los
valores, tendemos a negar e ignorar los grandes problemas que conforman la supraestructura ética
de la sociedad contemporánea.
62
mitigar- la justicia reparatoria por medios humanitarios tal vez sea una de las más grandes
hipocresías, así como una amenaza para la índole dinámica de la sociedad misma.
Ya en los comienzos de la lucha que entabló el hombre para instaurar un orden social sensato
apareció la denominada ley del Talión, que regía la justicia reparatoria. Su evolución debe de haber
estado asociada a la de la religión y la justicia divina. Según Kelsen: «Sólo una religión con una
deidad supuestamente justa puede desempeñar un papel en la vida social» [57, pág. 25]. Con el
desarrollo de una religión superior en cualquier tribu, la regla simple del «ojo por ojo y diente por
diente» dio lugar a un sistema de contabilización de méritos mucho más complejo. Se creía que la
justicia divina como ley invisible del universo se extendía a la vida más allá de la muerte. El hecho
de cobrarse venganza inmediata sobre el infractor ya no era una cuestión tan urgente para el
hombre religioso y devoto. La ley taliónica de reparación absoluta, al quedar en manos de la deidad,
atenuaba la necesidad de un inmediato ajuste de cuentas por parte del hombre.
Kelsen expresa que en la mitología y filosofía griegas antiguas la lógica de la causalidad aparecía en
forma simultánea con el enfoque jurídico adoptado por el hombre respecto de la sociedad y el
mundo. Por lo tanto, los orígenes de la búsqueda de una ley causal de los hechos naturales pueden
rastrearse en el principio de que el hombre debe devolver bien por bien y mal por mal. Kelsen cita a
Anaximandro, el filósofo presocrático, quien dijo: «En aquello de lo que surgen van a morir también
las cosas. Ya que obran una reparación y se brindan satisfacción entre sí por su injusticia, de
acuerdo con el orden temporal» [58, pág. 301]. De esta manera, la más temprana declaración de
causalidad coincide con una declaración sobre la justicia reparatoria: el mal es la causa, y el castigo
su efecto. Kelsen agrega que la palabra griega para necesidad causal puede deducirse
etimológicamente de los significados de mérito y adjudicación merecida.
La imagen antropomórfica del mundo propia de la mitología griega pintaba al sol como un astro que
seguía su camino bajo la vigilancia de las diosas de la venganza, quienes estaban prontas a
castigarlo siempre que él deseaba desviarse de su ruta establecida en los cielos. En todo el universo
nadie parecía estar libre del principio del Talión. La palabra talio viene del vocablo latino taus, que
significa «tal», lo cual implica que el castigo será tal como el delito lo exija. Con la mayor
complejidad de la ley romana, el simplista «ojo por ojo» se convirtió en el suum cuique: a cada uno
su merecido.
Un corolario grandioso de este principio fue la concepción del mandato desmesurado del Imperio Romano como
guardián de la justicia entre las naciones; «Parcere subiectis et debellare superbos» («Apiadarse de los sometidos,
reducir a los soberbios») [Virgiliol. El tradicional miramiento de la Roma antigua por que se aplicase la ley y se
hiciera justicia con todos los ciudadanos se trasformó en una pantalla tras la cual se gestaron estrategias
imperialistas explotadoras para dominar el mundo.
Por lo común, la ética se define en función del individuo y sus obligaciones, su relación con lo que es
bueno o malo. En lo que respecta a la restricción del placer y al deber moral, el individuo se remite a
su conciencia o a Dios. Si sus trasgresiones no violan los derechos e intereses de ninguna otra
63
persona, entonces él no está contribuyendo de manera directa a llenar el libro mayor de la justicia
reparatoria. La orientación egoísta hacia el placer que no dañe a ninguna otra persona sólo violaría
el código abstracto de igualdad de distribución de la felicidad entre todos los seres humanos (del
concepto carente de significado relacional).
Como contexto dinámico de los grupos sociales, la justicia brinda un marco aun más amplio y básico
que la ética, en especial si esta última se define de modo fundamental en función del control que
ejerce el individuo sobre sus impulsos. Según Freud, «la conciencia moral es la percepción interior
de que desestimamos un deseo existente en nosotros» [43, pág. 68]. Sin embargo, hemos visto que
la justicia corresponde a las acciones cometidas dentro del orden del universo humano. La hija
«embarazada ilegítimamente» que entregó a su bebé en adopción sin verle siquiera el rostro no
cargaba de manera primordial con la culpa por su «deseo» de destruir al hijo. En la realidad
relacional, su trasgresión residía en haber eludido en los hechos la responsabilidad de madre y no
de ocuparse de su hijo. Aun cuando su acto podría haber sido condenado por sus padres, la joven
debe darse cuenta de que cometió el delito capital de rehusar la responsabilidad existencial que se
le debe a otra vida humana desamparada y dependiente.
Parecería que, con el desarrollo de las grandes religiones y la creencia en deidades justas, la
expresión de la necesidad que tiene el hombre de alcanzar un sentido de justicia final obtuvo una
formulación más estricta, a medida que la fe en un Dios omnipotente y justo contribuyó a postergar
el castigo. Las cuentas invisibles de Dios se consideran como ineludibles. «La venganza es mía» es
la declaración atribuida al dios justo. En última instancia, Él saldará todas las cuentas diferidas tanto
en el cielo como en el infierno. La contabilización divina de méritos se describe en incontables
metáforas a lo largo de los escritos de todas las principales religiones: «el que cumple un precepto
se ha conseguido un defensor, y el que comete una trasgresión se ha conseguido un acusador»,
dice el Pirque Abboth [52, pág. 562]. Dios se ha convertido en símbolo de una contabilización
invisible de justicia, y también está vinculado como parte injuriada en toda trasgresión que tenga
lugar entre dos personas cualesquiera.
Sin duda, la ley de reparación estricta y absoluta resulta desagradable y terrorífica para el hombre
occidental contemporáneo. A lo largo de la historia se han cometido injusticias debidas con más
frecuencia a la falsa justificación de un poder absoluto y el reinado del terror que mediante el
relajamiento de la reparación. No obstante, el principio de justicia puede verse afectado a raíz de un
ingenuo liberalismo permisivo, empleado como sustituto de un cabal examen de los problemas de
justicia y equidad. La justicia divina implícita comenzó a desaparecer como basamento tradicional de
la sociedad durante la era del Iluminismo; entonces se creó un vacío, que el hombre moderno no ha
podido llenar.
65
Un ejemplo clásico de la dinámica reparatoria es el que se aplica al problema racial norteamericano.
En apariencia, resulta probable que todos los enfoques económicos, políticos y sociológicos sigan
siendo en esencia estériles a menos que la sociedad norteamericana, predominantemente blanca y
de clase media, esté dispuesta a incluir a los negros, indios y otras minorías raciales en sus
intereses pragmáticos de justicia e igualdad. Buena parte de la dinámica política actual pertenece a
una demorada búsqueda de equidad que incluye, por ejemplo, el contexto histórico de la esclavitud y
otros tipos de explotación más intrínsecos. Lo importante aquí es distinguir entre responsabilidades
personales de los individuos y responsabilidad colectiva por una deuda sistémica acumulada de
manera multigeneracional. Esta última lleva a que se den libros mayores sociales de obligaciones y
deudas incluso más grandes. El ciudadano blanco de hoy negará, y con justeza, cualquier
responsabilidad personal por la importación de esclavos del Africa muchas generaciones atrás.
Pero, de todas manera, él tiene que compartir la conciencia de una obligación para con la sociedad,
en pos de la reparación colectiva de los efectos postreros de la esclavitud, que han seguido hiriendo
y obstaculizando la vida de muchos de los descendientes de esclavos.
En forma análoga, podríamos reconocer con facilidad que, a pesar de sus poderosas bases
racionales, la Organización de las Naciones Unidas no logra cumplir todas sus metas debido a su
incapacidad para sentar una justicia equitativa en sus negociaciones con las grandes y pequeñas
potencias. Es evidente que las Naciones Unidas no han conseguido detener la conquista imperialista
concretada por medio de brutales medios militares. Por añadidura, la mentalidad en apariencia
equitativa de las democracias occidentales industrialmente avanzadas enmascara, en gran medida
una actitud desdeñosa y arrogante, adoptada por mera conveniencia, hacia las naciones de inferior
desarrollo industrial. Incluso las actitudes pacifistas pueden a veces resultar una forma de
condescendiente preocupación por las crueldades de la guerra, más que un interés sincero por
compartir la búsqueda de libertad y de justicia social de los pobres que habitan en países extranjeros
subdesarrollados.
La máxima misión cultural de nuestra era podría ser la investigación del papel de la justicia
relacional (no meramente económica) en la sociedad contemporánea; en nuestra ciencia social la
brecha más amplia corresponde a la negación de la significación dinámica de la retribución. Entre
otros, Szasz [85] ha puntualizado la tendencia de nuestras cortes de justicia a desentenderse de su
función retributiva, relegándola a los expertos en salud mental. Una denegación seudoiluminista de
la importancia del principio de equidad y justicia tiende a confundir y socavar la función de los
tribunales, tal vez poco dispuestos a poner coto incluso a actos reiterados de injusticia. Nuestra era
puede pasar a la historia como aquella que practicó la mayor consideración aparente, aun hacia
asesinos fríamente calculadores. La poca disposición de la sociedad a definir los criterios de
reciprocidad está enmascarada por nuestra curiosidad «científica» por las motivaciones psicológicas
de los criminales. La legítima búsqueda de comprensión de la psicología de los criminales no debe
usarse para diluir un problema social aún más importante: la salvaguardia del principio de una
sociedad justa.
De manera tradicional, la función de los padres y otros mayores ha sido la de llevar las cuentas del
justo orden humano de la familia. Jefes, reyes y emperadores hicieron otro tanto, en forma real o
simbólica, en relación con las unidades sociales más grandes. Como se creía que los dioses eran
custodios tanto de la ley natural como de la justicia humana final, los reyes se remitían a la deidad
como fuente de su autoridad. En las sociedades democráticas contemporáneas se supone que la
justicia se mantiene por medio de la ley codificada y los funcionarios electos. Sin embargo, cuanto
mayor sea la tendencia real o presunta hacia la injusticia en la sociedad, mayor será el peligro de
caos, alienación, desconfianza por las autoridades electas y acción política desesperada. Las
escrituras antiguas de toda cultura postulan que las grandes injusticias cometidas por una nación
66
eran castigadas mediante la justicia divina. Hoy en día, la moderna tecnología ha permitido a un
grupo esclavizar o extinguir a otro sin que se requiera ningún esfuerzo de parte del hombre.
¿Qué ha sustituido a la justicia divina en la mente del hombre moderno? ¿Hay interés en los criterios
de justicia y, de ser así, en qué lugar se llevan sus libros mayores? La contabilización implícita de
méritos representa un principio autorregulador, a menudo ajeno a la ley codificada o incluso a la
conciencia de los actores. Los débitos crecientes de injusticia y culpa acumuladas tienden, en última
instancia, a eliminar los provechos aparentes obtenidos por explotadores exitosos. Los padres
expoliadores pueden gestar hijos también expoliadores y la reacción en cadena de varias
generaciones puede producir futuros padres cada vez más frustrados y menos generosos, lo que da
como resultado la destrucción del potencial creativo de la vida familiar.
Un joven tiene una interesante decisión que tomar sobre el modo de balancear sus obligaciones
frente a los méritos acumulados en su relación con el padre. El hijo era propietario de una compañía
bastante grande, producto del dinero invertido por su progenitor y de su propio trabajo duro y
pensamiento disciplinado. En el curso de la terapia familiar, se reveló a menudo de qué modo la
lealtad en apariencia incondicional de ese hombre hacia su padre preocupaba a su esposa. Esta
preguntó: «¿Nuestros hijos nos van a deber tanto a nosotros?»
A esta altura, sin embargo, cuando estaba enfrentando la formalización legal de la relación de
negocios con su padre, el joven tomó conciencia de su ambivalencia. Admitió que consideraba como
una solución justa que su padre compartiera con él el 50 % de la empresa. Pero no atinaba a decidir
si obtendría mayores provechos logrando una equidad fáctica y material con su padre mientras
seguía sintiéndose obligado hacia él, o permitiendo que le cortara el apoyo económico y, en
consecuencia, liberándose de toda obligación personal hacia un padre probadamente injusto. Las
dos opciones representaban de manera evidente dos posibilidades de reequilibrar la equidad
reciproca de la relación padre-hijo.
Los rituales son pautas de conducta enfocadas de modo tradicional como obligaciones contractuales
entre la gente, y entre Dios y los hombres. Muchos rituales de la antigüedad tenían por fin ajustar
cuentas no saldadas mediante el sacrificio y las ofrendas en acción de gracias. Los rituales del
matrimonio formalizaban los derechos de quienes entregaban a la novia y de quien la recibía. Las
ceremonias fúnebres y• las lápidas tenían por objeto atenuar el temor a las cuentas sin saldar entre
el muerto y los vivos. Los espíritus que rondaban tenían que ser apaciguados, y se colocaban
objetos valiosos en la tumba. Los deudos debían enfrentar y aceptar su pérdida. La bendición de un
hijo también tenía que pagarse por medio de la ofrenda de sacrificios. El ceremonial de las cortes de
justicia nos recuerda la importancia ritualista tradicional de su función social por el hecho de legalizar
el acto de recibir o impartir una reparación y recompensa condignas. Incluso un gobernante ateo y
motivado abiertamente por el ansia de poder como Hitler descubrió, aunque en forma incoherente,
que le era necesario remitirse a la Providencia divina como custodio tradicional de la suprema
justicia.
La pronunciada tendencia de los jóvenes de hoy a crear nuevos rituales puede estar relacionada con
su reacción ante la declinación de los rituales tradicionales, resultado del iluminismo científico. Lo
que fuera conceptualizado en términos de «difusión de identidad» o confusión de roles de la
juventud moderna también puede interpretarse como búsqueda del modo en que funciona la justicia
67
reparatoria en la sociedad actual. La identidad es en esencia una propuesta cognoscitiva, en tanto,
que la justicia resulta inseparable de un contexto de experimentación y acción. Si desde el punto de
vista de un joven el mundo aparece como algo irremediablemente corrupto y falto de interés, él
tratará de producir una respuesta basada en valores de la sociedad mediante una acción
provocativa y desafiante. Para ciertos jóvenes esto revestirá la forma de actos autodestructivos o
«delictivos».
Al diseñar enfoques susceptibles de ayudar a la juventud alienada, tenemos que tomar conciencia
de la influencia de las posturas paternas que resultan debilitantes por lo poco receptivas, y
expoliadoras por lo poco generosas. La incapacidad para recibir, de parte de los mayores, puede
llevar a la alienación hostil y cargada de culpas de la generación más joven. A la inversa, la culpa
por la incapacidad para dar a los padres puede, de pronto, activarse en el hijo a la muerte de
aquellos. La culpa por actos de compensación no brindados al progenitor puede tener componentes
concientes e inconcientes. En la medida en que la muerte de ese progenitor implica la autonomía
final, la ya mencionada función «superyoica contraautónoma» ciertamente habrá de
desencadenarse sobre el hijo, a despecho de sus deseos de muerte inconcientes dirigidos contra el
padre, etc.
La relación del hombre con otros animales y con la naturaleza como un todo se ha basado en el
poder y la explotación. El hombre no sólo devora animales y plantas para alimentarse, como hacen
otros animales, sino que mediante sus poderes tecnológicos daña el orden del crecimiento
equilibrado y la eliminación de desechos. Se han realizado algunos esfuerzos mínimos por volver a
entablar cierto equilibrio en la relación del hombre con la naturaleza, de parte de individuos o grupos.
Algunas personas se han hecho vegetarianas llevadas por el principio de justicia para con los
animales, convertidos en presa demasiado fácil del hombre. En ciertas sociedades se decreta el
carácter sagrado e inviolable de los animales. En otras se forman grupos de protección a los
animales contra la crueldad de los seres humanos. La ética subyacente a los intereses ecológicos
contemporáneos tiende a desvalorizar el poder del hombre para modificar la naturaleza en favor de
la supervivencia de los demás y el mantenimiento de una realimentación equilibrada de todos los
procesos de la vida. Se está construyendo una contratecnología ecológica para restringir los
excesos del dominio del hombre sobre la naturaleza, exitosos hasta el punto de la explotación. En
un nivel emocional, existe una tendencia a demostrar la gratitud del hombre hacia el reino de la
naturaleza, y disminuir las culpas no admitidas por una matanza innecesaria.
Estos dos niveles pueden representarse como dos clases de contabilización de obligaciones. La
psicología se interesa por las reacciones de una persona ante sus pulsiones básicas, su conciencia
moral y su «mundo externo». Su contabilización individual de méritos colorea sus experiencias,
sentimientos, pensamientos y deseos a medida que van surgiendo en su mente; los retiene en su
memoria y los elabora de modo simbólico en sus procesos de pensamiento concientes e
inconcientes. El resultado negativo de la contabilización privada que hace el individuo de sus
experiencias es la aparición de sentimientos de culpa; el resultado positivo, un sentimiento de
confianza. A la inversa, la contabilidad interpersonal de un sistema de relaciones se basa en los
actos de los distintos miembros a medida que son elaborados mediante las respuestas individuales
mutuas de los otros miembros y las propiedades sistémicas del grupo, puestas en marcha a largo
68
plazo. Las consecuencias de los actos de una persona dejan su impronta en el sistema social del
cual forma parte. Por ejemplo, la culpa existencial surgida de un orden humano profundamente
dañado siempre tendrá consecuencias sobre la vida del grupo. En cualquier grupo social, si un
número significativo de personas puede «escapar al castigo por asesinato», el clima social general
soportará las consecuencias. Una pérdida generalizada de la equidad en la justicia puede poner en
peligro la creatividad o incluso la supervivencia del grupo, y las posibilidades que tienen sus
miembros de alcanzar una confianza básica disminuirán hasta un punto peligroso.
Nuestra herencia cientificista posiluminista fomenta una primacía conceptual del individuo que
supera a los demás, basada en la negación del sentido ético de las obligaciones interpersonales.
Hemos aprendido a entregarnos al «juego» de elaborar elegantes fórmulas psicológicas, por ejemplo
para las trasformaciones simbólicas y los programas de desarrollo que hallan su mérito en la
comprensión de la dinámica individual. Sin embargo, a la vez hemos olvidado la cadena de acciones
y reacciones que impregnan el sistema social y determinan su balance de justicia. Incluso el
significado de la palabra «reacción» se ha desplazado de la esfera de la acción hacia la de la
experiencia psicológica o reflexión.
Existe un paralelo histórico aparente entre el proceso de reparación atenuada del delito y la
progresiva centralización del enfoque en las dimensiones individuales de la responsabilidad. Las
sociedades de la antigüedad, mediante la justicia del Talión, no sólo hacían responsable en forma
inmediata al individuo sino que a menudo responsabilizaban también a su familia por las
trasgresiones de sus miembros. Son pocos los que osarían cuestionar el valor de los enormes
progresos realizados por la humanidad en pos del ideal de responsabilidad judicial individual.
Ninguna persona que esté en su sano juicio desearía volver a los días en que la vendetta estaba en
vigencia; la horrible posibilidad de reparación colectiva en forma de matanza o esclavitud de toda
una raza todavía sigue acechándonos hoy en día. La responsabilidad legal colectiva es la peligrosa
puerta que lleva a dar pasos regresivos, ejemplificados por el prejuicio, la elección de víctimas
propiciatorias y el genocidio.
¿Qué medidas legales y judiciales puede sugerir el especialista en terapia familiar como apropíadas
para que se tomen en serio las presentes observaciones clínicas sobre la participación
inconcientemente sustitutiva de los adultos en la delincuencia juvenil? Un paso importante es que
cabe esperar el compromiso compartido por la familia hacia programas terapéuticos o de
recuperación, que en los casos que corresponda se vuelvan legalmente justificables. Tomemos
como ilustración un caso real de tratamiento de una familia. Se pudo observar que un padre actuaba
de manera por demás objetable y hostil hacia su hija, a la que en forma incuestionable convertía en
chivo emisario. Podríamos señalar las características sadomasoquistas, dependientes y
complejamente defensivas de la lucha intergeneracional. Podríamos registrar los sentimientos
heridos de la víctima y la culpa del victimario. Pero el concepto de orden injuriado de la justicia tiene
implicaciones sistémicas más amplias y de mayor alcance para la práctica terapéutica. El
especialista en terapia familiar aprenderá que ciertas cuentas relacionales pasadas que no pueden
saldarse por medio del análisis autoreflexivo, la resolución de la trasferencia y el insight, en realidad
pueden resolverse por medio de la iniciativa interpersonal y la acción correctiva, a menudo en un
contexto trigeneracional.
Cuando algo va en detrimento de la justicia del orden humano, la psicología de la culpa puede ser
en esencia una cuestión carente de importancia, en particular si quien perpetra la acción siente que
esta era inevitable. Un ejemplo extremo de esta situación es el caso del asesino que, tras cometer el
crimen, no siente culpa sino un profundo alivio de su tensión. En ese sentido, puede sostener que el
acto criminal ha resuelto un prolongado conflicto anímico, derivado de la sensación de sentirse
explotado, por un lado, y de ser incapaz de experimentar ningún sentimiento de deuda hacia los
demás, por el otro. Debido a la legada explotación injusta de que fue objeto en el pasado, el asesino
se hizo virtualmente inmune a la culpa, al miedo al castigo, e incluso a la pena de muerte. Su
conciencia moral le decía que el mundo estaba en deuda con él, y se sentía absuelto por
adelantado. Sin embargo, su estado psicológico, o incluso la contribución motivacional de su justicia
subjetiva y existencial, son irrelevantes para la sociedad, que tiene la obligación de proteger la
justicia en relación con la víctima del crimen y con la comunidad humana.
El caso del asesino subjetivamente falto de culpas ilustra la importancia de una integración
equilibrada de los conceptos individuales y multipersonales para el terapeuta. Quien perpetra nuevas
injusticias suele ser portador de pasados desequilibrios del sistema. En su «distorsión» de la
responsabilidad presente se ve influido por circunstancias pasadas que lo han convertido en víctima
desamparada de la explotación relacional. Por lo general el terapeuta puede lograr que el victimario
reflexione en forma responsable sobre sus actos sólo si el terapeuta puede primero reflexionar por
su cuenta acerca de las trasgresiones sufridas por el trasgresor.
De acuerdo con las mismas pautas, el trasgresor no podrá resolver sus sentimientos de
ambivalencia hacia sus progenitores supuestamente expoliadores (sea en forma conciente o
inconciente) hasta poder decidir si, sobre la base de los actos y actitudes de sus padres, su
resentimiento es justificado. Su incapacidad para separar estos elementos puede estar cubierta de
tinieblas, mantenidas tanto por sus actos de mistificación como por la auténtica falta de conciencia.
Una vez separadas esas dos esferas, el individuo podrá comenzar a enfrentar sus auténticas culpas
y aprender algo sobre sus defensas relacionales contra la culpa.
En un brillante resumen de las teorías psicoanalíticas clásicas, Fenichel suministra una lista de
defensas contra la culpa. Sobre el particular señala: «Hay formas de obtener tranquilidad respecto
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de los sentimientos de culpa, derivadas de muchas fuentes. Ciertos caracteres pueden usar a otras
personas con este solo propósito; [...] pueden mostrarse hirientes y de ese modo provocar el castigo
para "terminar rápido con el asunto" o, si el perdón no llega pronto, tratar al menos de tener la
sensación de que se ha cometido una terrible injusticia» [36, pág. 500]. Aunque la anterior estrategia
se practica con frecuencia entre los miembros de una familia, debemos destacar los importantes
mecanismos reductores de culpa basados en la injusticia preexistente. Las injusticias pasadas
sufridas realmente pueden de por si equilibrar el balance del libro mayor en contra de la
responsabilidad cargada de culpa por los propios sentimientos hostiles. De manera natural, si nos
valemos de otra persona como defensa contra la culpa preexistente, esa relación tendrá pocas
posibilidades de resultar equilibrada, y llevará a nuevas formas de explotación y elección de víctimas
propiciatorias.
Sobre la base de nuestro creciente reconocimiento del significado de las cuentas de mérito
multigeneracionales, sugerimos la inclusión de padres de edad avanzada en el proceso de terapia
familiar. Al dejar la puerta abierta para el nuevo balance de méritos mediante la acción, el proceso
de terapia puede invertir la acumulación y perpetuación de cuentas cargadas y sin saldar, que en
caso contrario podrían ir en detrimento de las posibilidades de las generaciones futuras.
¿Hasta qué punto puede ser objetiva la contabilización de méritos?
Desde el punto de vista del individuo, como subraya Waelder [87], el deseo de tener un mundo justo
por completo puede considerarse como una configuración de necesidades subjetiva, que responde a
una expresión de deseos. En el marco del psicoanálisis, que posee bases individuales, ese deseo
puede investigarse como derivado de otros esfuerzos fundamentales. Como cada individuo tiende a
distorsionar la evaluación de sus relaciones de acuerdo con sus deseos subjetivos, cabría postular
que la noción de justicia es de índole totalmente ilusoria. De acuerdo con la correspondiente
subjetividad ética, el miembro más poderoso podría justificar que él está autorizado a pasar por alto
los derechos de todos los demás.
Sin embargo, considerando a la sociedad como un todo, podría argumentarse que existe un
equilibrio dinámico invisible entre todas las nociones individuales y opuestas de justicia. Ese
consenso intrínseco sobre los principios de la justicia subjetiva (o sea, de qué manera debe medirse
la equidad de beneficios de todo el mundo) constituye la base de la contabilización judicial
«objetiva» del grupo. La extrapolación imaginaria de la suma completa de todas las motivaciones
reguladoras rodeadas de culpa (determinadas por el superyó) de los individuos es sólo parte de
dicho sistema intrínseco. El libro mayor de justicia de cualquier grupo social toma en cuenta toda la
historia de sus interacciones, además de sus principios éticos compartidos.
La justicia intrínseca de cualquier grupo está compuesta por dos procesos: la jerarquía o libro mayor
de obligaciones y la totalidad de las motivaciones retributivas. Al estar motivado cada miembro para
exteriorizar cualquier impulso de venganza (o agradecimiento) significativo, podrá contarse con un
proceso de justicia reparatoria desencadenado como un tobogán. No obstante, como hemos visto, el
individuo no siempre es capaz de discriminar las fuentes de la injuria. El fenómeno de la «foja
rotativa» lo hace actuar en forma vengativa sobre un blanco inadecuado, inconciente del
desplazamiento de la reparación. La exactitud de los pasos dados en pos de una justicia retributiva
es sólo estadística. Lo que es válido en relación con el proceso grupal no lo es necesariamente en
cuanto al carácter específico del «ámbito ecológico» del individuo.
Morris [87] en su respuesta a Waelder, describe el proceso inherente de justicia que emerge en
forma gradual en el curso de la civilización humana, y lleva de la desigualdad y la explotación
manifiestas a una igualdad de oportunidades que va en paulatino aumento para un sector cada vez
mayor de la humanidad. El debate entre el psicoanalista y el profesor de derecho ilustra la dicotomía
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existente entre un enfoque clínico de bases individuales, aunque lleno de sutilezas científicas, y un
punto de vista social más amplio. En tanto que la meta ideal de los sistemas judiciales consiste en
una aproximación a una sociedad justa, basada en principios de equidad en esencia compartidos, la
justicia de las interacciones humanas cotidianas es evaluada de continuo en las mentes y corazones
de las personas involucradas. La explotación de orden material puede cuantificarse, pero la
explotación personal sólo es mensurable en una escala subjetiva que ha sido construida según el
sentido de su existencia toda que posee la persona. El carácter específico de la combinación
existente entre las realidades subjetivas e interpersonales de cuentas puede ser desbrozado a partir
de la siguiente viñeta imaginaria:
El hecho que no me hayas llamado durante una semana entera tal vez no sea una injusticia, y
podría no experimentarlo como una afrenta a la justicia de mi universo humano. No obstante, como
sucedió inmediatamente después que yo me abriera a ti cuando necesitabas de mi atención,
simpatía o consuelo, tu falta de interés se grabó en mi corazón como un penoso acto de injusticia.
Como resultado, siento que mi libro mayor está desequilibrado, que he dado más de lo que recibí, y
si creo que me trataste de ese modo en forma consiente, entonces estoy siendo explotado.
Incluso si esta injusticia sólo se puede establecer a partir de mi experiencia subjetiva, la importancia
del hecho puede no obstante haber quedado registrada de algún modo, en tu mente. Puedes haber
experimentado de manera consiente sentimientos de culpa o, al menos una oscura conciencia de
haber sido injusto para conmigo, o siquiera de haberme tratado en forma desconsiderada. De ese
modo, aunque tal vez no tengas conciencia de haber violado ningún principio ético mutuamente
compartido, nuestras reacciones subjetivas paralelas han convalidado en forma consensual la
objetividad relativa de la injusticia que padecí.
La importancia del argumento que ilustra esta viñeta reside en el modo en que destaca la
reciprocidad de un diálogo sobre una acción, lo cual es algo más que la suma total de las
experiencias subjetivas de dos personas. En consecuencia, mientras que el concepto de examen o
prueba de realidad en psicología es una noción comparativamente monotética (estamos
determinados por la realidad o bien somos víctimas de una distorsión), el concepto de justo orden
del mundo de los hombres es de índole dialéctica. Cuando un hombre traiciona a su amigo hay
implícito algo más que las vicisitudes de los deseos reprimidos de la infancia, sus momentos de
depresión, etc. Decidir la medida de la extorsión dependerá también del punto de vista del amigo.
Como consecuencia práctica de esta tesis, precavemos al especialista en terapia familiar contra el
peligro de renunciar a su rol intrínseco en cuestión de problemas personales, éticos y de justicia, y
de restringir su visión a los campos intrapsíquico y psicológico. Sin embargo, el ser arrastrado a un
debate sobre, por ejemplo, él derecho que tiene alguien de culpar o no a sus padres, llevaría a un
punto muerto no dialéctico. Una postura terapéutica dialéctica lucharía por establecer la esfera en
que reside la auténtica contabilización subjetiva de justicia de cada participante. Mediante la
discusión abierta de estas cuentas podría abrirse el camino que lleve a su balance a través de una
orientación basada en la acción.
72
reverso de ambas. Por ejemplo, ¿cabe pensar que los victimarios necesitan ayuda, y que
potencialmente pueda brindarla la víctima propiciatoria?
Por regla general, uno espera ser aceptado por los miembros de su propia familia simplemente en
base a la lealtad que determina la consanguinidad, a despecho de los méritos propios. Incluso el
fracasado, el débil, el enfermo o el disminuido mental pueden esperar muestras de solicitud de parte
de la mayoría de las familias. El concepto del bienestar social extiende este principio a la sociedad
como un todo, en marcado contraste con el ideal del individualismo económico más «acerbo»,
adherido a un modelo contable competitivo y «duro» de méritos ganados. De esta manera, el ideal
del bienestar colectivo puede interpretarse como una forma de nepotismo nacional.
La justicia familiar ha sufrido una evolución a tono con su historia social. En la antigüedad, y por
algún tiempo durante la Edad Media, los padres ejercieron un poder absoluto sobre sus hijos. La ley
romana permitía que los hijos fueran vendidos como esclavos o recibieran la pena capital bajo la
autoridad de los padres. El cristianismo y más tarde el liberalismo racional contribuyeron a que se
acordase un tratamiento más piadoso a los hijos trasgresores. Nuestra era ha llegado al extremo
opuesto, y se advierte una preocupación por la abdicación de la responsabilidad paterna en forma
de permisividad extrema. El letargo y agotamiento emocional de los padres tienden a que un número
cada vez mayor de progenitores modernos lleguen a la parentalización de sus propios hijos
mediante la permisividad. El progreso técnico lleva a aumentar aún más los efectos de una actitud
sin restricciones. La vasta libertad de movimiento y comunicación que posibilitan el automóvil y la
televisión no está equilibrada por la mayor competencia de las autoridades humanas. Se prevé que
en casi todos los sectores de la sociedad continúe creciendo el abandono y consiguiente alienación
de los jóvenes.
El exceso de permisividad como forma de abandono paterno de los hijos, además de bordear la
negligencia, probablemente sea una de las formas más difundidas de parentalización expoliadora.
Constituye un verdadero doble vínculo [4], ya que parece dar algo (libertad de acción) cuando en
esencia implica por naturaleza un «tomar» unilateral (no preocuparse ni poner límites, y expectativas
de «autopropulsión» espontánea del hijo). Con frecuencia, los mitos de permisividad y unidad
familiar coexisten y se refuerzan de modo mutuo. (Véase también, en Wynne et al. [93], el concepto
de seudomutualidad).
El sistema de valores de toda una familia puede caracterizarse por determinados mitos, que los
miembros han compartido durante generaciones enteras. Algunos de estos mitos de valor pueden
estar arraigados en conceptos nacionales o religiosos. Debido a la índole dialéctica de las fronteras
de la propia identidad, las familias tal vez tiendan a pintar a los de afuera en la forma más prejuiciosa
posible. Los miembros del exogrupo que no comparten los valores del endogrupo son, por definición,
inferiores. La lealtad al sistema de valores de la familia constituye una invisible aunque muy
importante dinámica, respecto de la contabilización de méritos de cualquier miembro individual. La
adhesión leal puede equilibrar la balanza en relación con múltiples trasgresiones.
Otra pauta de elección de chivos emisarios puede consistir en la escalada gradual de roles de
deslealtad a lo largo de varias generaciones. Hemos visto cómo los miembros de la segunda
generación, en una familia religiosa ortodoxa, se convertían en un grupo de rebeldes ateos. Tras
contraer matrimonio con una joven proveniente de un medio similarmente tradicional, uno de los
hombres crió a sus dos hijas en una atmósfera liberal y permisiva en exceso, de acuerdo con su
ideal confeso de no creyente. El conflicto no resuelto entre la primera y la segunda generación siguió
sin tocar hasta que ambas hijas hicieron saber sus intenciones de casarse con jóvenes de otra fe y
con una orientación de valores muy distinta. A través de la enorme injusticia de la subsiguiente
victimización de las dos hijas, elegidas como chivos emisarios por toda una familia extensa, sus
padres al final asumieron una posición responsable, para enfrentar y posiblemente resolver el
problema de deslealtad entre ellos y la generación anterior. La elección de chivos emisarios en los
miembros de la joven generación fue instrumental en la expiación retroactiva de la culpa de la
generación intermedia.
En tanto que buena parte de las investigaciones sociológicas se han centrado en los roles
complementarios, pautas de conducta y motivaciones psicológicas de la parentalización, hasta el
momento no se ha enfocado en mayor medida el tema básico de la equidad recíproca de beneficios
intercambiados entre progenitor e hijo. ¿Cuáles son los criterios que determinan el momento en que
la devoción paterna puede tornarse una carga excesiva, que va en detrimento del padre o del hijo?
¿Qué grado de devoción filial puede recompensar la disponibilidad paterna? ¿Hasta qué punto es
«normal» e inevitable la parentalización de un hijo? ¿En qué momento las necesidades del
progenitor llegan al punto de la explotación del hijo, y cuándo constituyen un abuso para este? ¿En
qué reside la simetría del toma y daca entre padre e hijo? ¿Qué determina la elección del momento
adecuado para el pago de obligaciones o la elección de un receptor sustitutivo de ese pago? ¿De
qué manera el sistema familiar como un todo hace un balance equilibrado de las cuentas
intrínsecamente asimétricas entre padre e hijo dentro de la contabilización global de méritos?
74
El orden humano imperante en las sociedades de la antigüedad esperaba que el progenitor velara
por la existencia física del hijo, le diera apoyo material y protección en las etapas vulnerables del
desarrollo. A cambio, el padre tenía derecho a explotar la mayoría de las reservas de vida del hijo y
a aplicarle un castigo extremo por desobediencia. El hijo debía respeto y obediencia perpetua al
padre. A su vez, podía exigir una devoción y sumisión similares de sus hijos. En nuestra era, las
relaciones entre padre e hijo se encuadran dentro de una mezcla de conocimiento científico y
anacrónicas formulaciones de valor, hipócritas a menudo y seudoéticas respecto de los derechos de
padres e hijos. Se podrá llegar a una justicia más perfecta en las relaciones de padres e hijos según
la claridad con que definamos los problemas éticos fundamentales, tal como son afectados por el
cambio en los roles actuales de padres e hijos.
Dado que la reciprocidad de la justicia imperante entre padres e hijos se basa como mínimo en un
contexto trigeneracional, se supone que todo aquello que ha quedado sin saldar en el curso de una
generación habrá de saldarse en la siguiente. Desde el punto de vista del progenitor, parecería ser
que el hijo tiene más derechos cuando su padre fue criado en un ambiente en el que recibió amor y
consideración en dosis apropiada, y así se continúa la cadena. Cada generación recibe en forma
proporcional a lo que recibió la generación anterior, y las expectativas planteadas a cada una de
ellas se equilibran con los cuidados y solicitud que se le brindan.
Los padres actuales pueden incluso expresar mejor sus necesidades que los hijos, aunque su
posición recibe menos apoyo que antes de la sociedad. Esta confiere a los padres el derecho a la
posesión sexual del cónyuge, admite que esperen obtener cierto grado de lealtad de sus hijos, y les
brinda un santuario legal que los protege de ciertos aspectos de la contabilización individual de
responsabilidades en la lucha competitiva por el poder desencadenada en el curso de la vida
cotidiana. Sin embargo, lo que a menudo se ignora o niega en forma abierta es la profunda
convicción de los padres en cuanto a que tienen derecho a esperar gratitud del hijo y un rembolso
siquiera parcial de los servicios que les prestaron.
Los derechos de los hijos tienen un carácter más intrínseco, y los niños pequeños están aún menos
capacitados para articularlos. Desde el punto de vista físico, tienen derecho a ser criados y
orientados a través de pautas vitales que favorezcan su desarrollo y, en última instancia, los liberen
de un exceso de obligaciones para con sus familias. La sociedad, que por un lado impide la crueldad
extrema con los niños aplicando ciertas restricciones a los padres, puede también confundir a estos
respecto de la prioridad de los valores éticos. La obligación ética primaria de criar al hijo hasta que
llegue a la madurez por lo común no se subraya en igual medida que determinados valores
secundarios, tales como el control de la libertad de las mujeres para abortar, la vergüenza
provocada por las funciones sexuales, o por la sexualidad premarital y el embarazo, etc. Incluso la
mayor libertad de los padres para obtener el divorcio puede considerarse una meta cuestionable, a
menos que tenga su contrapeso en la investigación obligatoria de la medida en que las refriegas
paternas llevarán a la explotación de los hijos.
Toda propensión a subrayar valores éticos secundarios tiende más a oscurecer que a recalcar la
más importante de las obligaciones humanas: la de dar todo lo necesario a un bebé desvalido sin
esperar ningún retorno de beneficios, al menos por un tiempo. Este es el punto en que los padres,
cuyos propios antecedentes no alentaban su confianza en la justicia del mundo, necesitarían el
75
máximo de apoyo por parte de la sociedad. No puede esperarse que todos los padres superen la
paradoja de darle a un hijo más de lo que ellos mismos recibieron en calidad de tales.
Los hijos tienen el derecho innato a ser criados en forma responsable; la crianza no es una
recompensa por méritos que hayan acumulado. Sin embargo, paradójicamente, si se lleva a sus
extremos la posición privilegiada del hijo es posible que conduzca a su explotación, al crear una
dependencia permanente y simbiótica respecto de sus padres. El contar en forma segura con un
socio obligado, en especial si este último es un progenitor disponible con exceso, puede generar el
irrefrenable deseo de no renunciar nunca a esa relación. Por añadidura, una obligación cargada de
culpas para con el progenitor devoto en demasía quizá llegue a dificultar toda consideración de
cambio y crecimiento. De este modo, el exceso de indulgencia puede llevar tanto a la explotación
como al abuso manifiesto del hijo.
Múltiples factores pueden complicar las cuentas abiertas entre padre e hijo. Un ejemplo son los
nuevos matrimonios, que hacen que hijos de distintos padres deban vivir juntos. Otro factor de
confusión es el inherente a los casos de adopción. Los padres adinerados, que se dan el lujo de
dejar la crianza de sus hijos en manos de terceros que los sustituyan, también pueden introducir
ulteriores complicaciones.
Debido a que los niños pequeños deben aceptar de manera incondicional la autoridad de sus
padres, es posible que ellos no tengan conciencia en absoluto de la injusticia intrínseca de ciertas
acciones u omisiones paternas. Los niños no pueden tomar represalias en forma directa, aun
cuando se vea injuriado su sentido de justicia, sea que ocurra en un instante o por acumulación a lo
largo de su crecimiento. Con frecuencia, sólo cuando el hijo crece y se convierte en padre, descubre
su profundo resentimiento por el abandono, la injusticia o la explotación de que fue objeto
anteriormente. Muchos padres afirman que al darse cuenta de las injusticias que sufrieron en su
infancia, y que debieron soportar durante largo tiempo, han jurado no infligirlas también a sus hijos.
Sin embargo, ¿cuántos de ellos han descubierto años después que, a pesar de su resolución
conciente, habían expuesto a sus hijos a injusticias similares?
Siempre es difícil de cuantificar el grado en que un padre mantiene una obligación atrasada respecto
de lo que por lo común serían los derechos del hijo. Los niños no son todos iguales: algunos tal vez
sean físicamente débiles o enfermos de nacimiento, y necesiten mayor apoyo para sentirse seguros.
La atención paterna también puede variar en forma enorme. Algunos padres pueden darse a sus
hijos dentro de ciertos límites de tiempo. Pero compensan la falta de tiempo que les dedican con la
cualidad de sus actitudes. Según nuestra experiencia, la calidad de la paternidad depende siempre
de la medida e integridad propias de lo que el padre mismo vivió en su experiencia como niño. La
contabilización multigeneracional de responsabilidades determina el balance de la nueva relación.
Weiss y Weiss [90] publicaron un diálogo desarrollado entre un padre y un hijo, en el cual
investigaban el rol de la obligación filial del hijo hacia los padres por el sacrificio económico que
habían hecho al costearle los estudios universitarios. De acuerdo con el hijo, si no se informa a este
de la existencia de ese acuerdo implícito entre padre e hijo y de su consiguiente deuda, la culpa es
del progenitor por no haberlo hecho, y el hijo no tiene para con él una deuda de gratitud. El padre
replica: «No, si ha sido criado mal, es porque probablemente contribuyó a ello. No olvides que en
una familia todo el mundo contribuye a lograr el resultado final. El hijo educa a los padres; los padres
educan al hijo; los hijos se educan el uno al otro» [90, págs. 84-85]. En otro lugar, el hijo dice:
«Anteriormente implicaste que no tienes una deuda de lealtad para quienes te hacen daño dentro
del grupo familiar. Estimo que esto es muy interesante a la luz de nuestra discusión del problema
referido al momento en que una persona joven puede juzgar lo que las demás gentes están
haciendo. Veo aquí una contradicción. La implicación era que una persona que todavía no es adulta
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no puede juzgar en su totalidad lo que tiene o no valor para él» [90, págs. 50-51], A lo que el padre
responde: «por cierto, ningún hijo está realmente en condiciones de juzgar si se le hace justicia
plena dentro de la familia. No obstante, hay formas de crueldad muy ostensibles que cualquiera
puede juzgar... Pero, por lo común, normalmente el tipo de formación y disciplina a la que el hijo está
sujeto es buena para ello» [90, pág. 51].
En este capítulo, nuestro interés trasciende los problemas del derecho a la disciplina y del poder, y
destaca en mucho mayor medida a los aspectos invisibles de las obligaciones.
El crecimiento mismo plantea pesadas exigencias respecto de la justicia del orden humano. Lo que
un niño recibe de progenitores responsables en sus años de formación nunca puede devolverse «en
77
especie». Para enfrentar esta obligación implícita o «pecado original» del crecimiento, el individuo
cuenta con una serie de opciones:
a) Puede pagar la deuda a sus propios hijos, de manera tan unilateral como lo que ha recibido. Esta
opción se apoya en el mito de la familia nuclear y es causa de fuertes tensiones no reconocidas.
Cuando los padres se sienten obligados de manera implícita a pagar la deuda que tenían con sus
padres en la persona de sus propios hijos, a la vez se ven impulsados a renunciar a todo eventual
apoyo que pudieran obtener de sus familias extensas.
b) El hijo puede mantener una deuda permanente para con sus padres y pagarla mediante formas
patológicas de lealtad, como la incapacidad de crecer emocionalmente o separarse alguna vez de
ellos. En este contexto cualquier psicopatología y falta de maduración equivale al pago de una
deuda de gratitud y lealtad.
c) Descubrimos que en una serie de familias la meta de la terapia consistía en balancear la asimetría
de las obligaciones conflictivas. La aparente falta total de gratitud hacia los padres se trataba de
contrarrestar, a menudo, con un exceso de generosidad para con los hijos. La terapia se fijó
entonces como objetivo lograr un toma y daca equilibrado en la relación . con los propios hijos, junto
con cierta dosis de «devolución del pago» hacia los propios padres. En muchos casos, la
enfermedad que postra definitivamente a un progenitor anciano brinda la ocasión tan esperada para
el pago de obligaciones y la consiguiente «liberación» emocional de las culpas en las tres
generaciones.
La difícil situación en que se ve una madre al experimentar el desequilibrio existente entre lo que
recibió como hija y lo que ella puede dar a sus propios hijos es notablemente ilustrada por el
siguiente fragmento tomado de una sesión de tratamiento familiar:
Esposa: Mi padre nunca me dijo que yo era linda y mi madre nunca me quiso. [Llora]. .. Anoche me
cansé de pensar cuántos besos debía darle a Tommy y a Terry... Ya sabes lo que hice... Les grité
que pararan. [Llora más fuerte]... Yo les estoy dando más de lo que nunca recibí... Estoy tratando de
dar algo que nunca recibí... Carlos [su marido], tú no juegas al fútbol con Tommy más a menudo de
lo que tu padre jugaba contigo... No puedes comparar tu vida con la mía. [Grita:] ¡Yo nunca tuve
nada, maldición) Lo único que hago, como hizo siempre mi madre, es ser un ama de casa. Cuando
te preparo una buena cena caliente, recuerdo que mi madre no hacía eso por mi padre... ¿Tu madre
te besaba cuando te ibas a dormir?
Marido: Sí, hasta los treinta años.
Esposa: Mi madre nunca lo hizo... ¡Estaba ávida de cariño!) [Pauta de progenitor no generoso.]
Marido: ¡Yo me ahogaba! [Pauta de progenitor no receptivo.]
La mujer tenía grandes dificultades en su matrimonio, tanto en lo tocante a su satisfacción sexual
como a su posibilidad de brindarse, desde el punto de vista emocional, a un marido en esencia
tímido e inhibido. Antes de emprender la terapia familiar, ella parecía atrincherada en tales dosis de
desesperado resentimiento para con su madre, crónicamente enferma e internada, que consideró
viable la posibilidad de suicidarse. En el curso de la terapia familiar renovó sus lazos con su padre,
solitario y divorciado, y con su hermana, que vivía a seiscientos kilómetros de distancia. Asimismo,
comenzó a visitar a su madre, que se encontraba alojada en una clínica para enfermos mentales a
bastante distancia. Al poder cuidar mejor de su debilitada madre, pareció conseguir algo
inmensamente mayor de lo que podría haber obtenido por una nueva adquisición de insight y una
elaboración de su resentimiento hacia la madre.
Desde el punto de vista terapéutico, es importante evaluar la «fortaleza yoica» del paranoide.
Tradicionalmente se deducía que el individuo que crece con una deficiencia de confianza básica
resulta menos capaz de asumir una posición responsable (no actúa su «examen de realidad»). Por
lo tanto, en la terapia individual efectuada con ese tipo de personas, el camino del insight y de la
reelaboración no dota de un cúmulo de recursos confiables a su personalidad. De acuerdo con los
preceptos de la teoría dinámica tradicional, son candidatos poco aptos para un psicoanálisis, y
responden mejor a la psicoterapia de apoyo que a la de reconstrucción.
Una vez tratamos a un hombre que podía describirse como «patológicamente dependiente» de su
esposa. Siempre atormentaba y acusaba a esta por lo que, según el hombre alegaba, era su «mala
relación maternal» con sus dos hijos. La conducta del sujeto era tan extrema que desde el punto de
vista del diagnóstico sólo podía rotularse de sintomatología psicóticamente paranoide. No obstante,
en apariencia su locura tenía una lógica interna. Nos enteramos que de niño había sido rechazado y
abandonado por sus padres. Al ser devuelto a la familia pocos años después, descubrió que había
un hermano menor, aceptado en forma cálida por los padres. Poco tiempo después estos perecieron
en el holocausto de la guerra y el genocidio. ¿Cómo podía culparlos sin sentirse culpable al mismo
tiempo? ¿Quién escucharía su «pequeña» tragedia comparada con las tragedias más grandes de
otros? Lo dejaron solo con su «cuenta no saldada» de justicia. A su vez, se veía empujado la la par
que exonerado) por su sentido subjetivo de justicia a victimizar de manera injusta a otra persona (su
esposa). Sin embargo, él era por completo incapaz de enfrentar la realidad objetiva de lo que hacía
en esos momentos, y sinceramente esperaba que los terapeutas se pusieran de su lado.
Implicaciones terapéuticas
Nuestros razonamientos sobre la justicia tendrían que poner de manifiesto cuál es la palanca más
significativa a disposición del especialista en terapia familiar a lo largo de su trabajo en el contexto
de las relaciones. El contexto relacional de un libro mayor de justicia constituye una dimensión más
amplia y esencial que la de las negociaciones de poder o la de la apertura de las comunicaciones.
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Mientras que algunos terapeutas se dedican básicamente a investigar, por ejemplo, las raíces
emocionales e inhibiciones de los sentimientos de ira entre los miembros de la familia, nuestra lógica
requiere que primero sepamos qué constituye el criterio de justicia y explotación en un contexto
existencial trigeneracional. Sugerimos negociaciones activas acerca de las necesidades,
sentimientos heridos y derechos de las partes. A menudo alentamos a los cónyuges a que
prepararan listas de puntos pasibles de negociación, a la manera de las negociaciones efectuadas
entre obreros y patronos. Sin embargo, también procuramos encuadrar esas contiendas dentro de la
estructura mucho más amplia de obligaciones subyacentes, que tiende a incluir las relaciones con
los miembros ausentes de la familia extensa.
Para algunos lectores, tal vez nuestras investigaciones parezcan poseer una orientación en exceso
jerárquica. Estamos de acuerdo en que no queremos echar al olvido la jerarquía de obligaciones de
la familia. No obstante, la aseveración de que las familias no son sistemas democráticos no quiere
decir que se deba propugnar la sumisión autocrática a la autoridad. La auténtica alternativa del
antiautoritarismo estriba en alentar a padres e hijos para que se afirmen mutuamente como líderes o
negociadores, descubriendo lo que la justicia y la ecuanimidad significan para esa familia específica.
Nuestra insistencia en trabajar dentro del contexto de las relaciones de familia y alentar como
respuesta un acto de reafirmación constructiva exige la delineación concreta de nuestros
fundamentos terapéuticos racionales:
1. No creemos que el trabajo, aun cuando sea activo y orientado hacia la acción, tal como
corresponde, pueda ser realmente productivo a menos que se lo desarrolle en el contexto de una
reciprocidad equilibrada. Consideramos que el hablar de las relaciones familiares en un marco
terapéutico individual, de grupo, o de tipo encuentro, por ejemplo, carece de la urgencia especifica
que actúa como mayor palanca de presión en la terapia relacional de familias. El hecho de descubrir
mis sentimientos ocultos y vergonzantes hacia mi padre o mi hijo ante un tercero en un contexto de
total privacidad no es tan vergonzoso como hacerlo en presencia de ese mismo familiar. Incluso los
especialistas en terapia familiar que practican la técnica de bombardear a la familia con tareas
instrumentales diseñadas por el mismo terapeuta pueden, en nuestra opinión, descuidar lo que
constituye la mayor palanca terapéutica consistente en actuar dentro del contexto de las
obligaciones y el endeudamiento existencial profundo e intrínseco, etc. Nosotros preferimos esperar,
de parte de los miembros de la familia, acciones que no estén enmarcadas en función del
cumplimiento de tareas sino como esfuerzos realizados con el fin de alcanzar una mayor acción de
palanca relacional. Aun cuando dicho esfuerzo no produzca efectos visibles, en última instancia
reditúa resultados inevitables, en función del enfrentamiento del balance de obligaciones recíprocas,
más que su negación.
La expresión de solicitud por el otro, y el reconocimiento de la solicitud que ese otro expresa,
inducen cambios en el diálogo propio de la acción, en vez de sólo limitarse a aumentar el insight
individual. La apertura de los temas de la justa solicitud y la gratitud se cuenta entre las tareas
terapéuticas más difíciles pero a la vez más cruciales. La simple negación de la existencia de una
jerarquía de obligaciones puede hacernos ver como que la persona careciera de todo tacto y
80
sensibilidad hacia los sentimientos de los demás. El temor a herir a los demás y a resultar herido
caracteriza a muchas familias que han abandonado la búsqueda de equidad recíproca.
Una madre lleva a sus siete hijos para efectuar una evaluación de terapia familiar. Y resulta que hay
tres padres diferentes, ninguno de los cuales mantiene un contacto significativo con la familia. Hay
algo implícito en la situación: o bien la madre será culpada por infligir tanto dolor y privaciones a sus
hijos, o, si se le ahorran heridas que podrían afectar su sensibilidad, el sentido de toda indagación
será prácticamente nulo. El terapeuta debe estar dispuesto a correr el riesgo de dejar expuesta a la
madre tarde o temprano, o no se lo considerará competente ni dotado de valor.
Los hijos reaccionan con sentimientos de culpa y se muestran turbados y heridos cuando la madre
acepta que investiguen su «falta». En ese momento puede representar una gran tranquilidad para la
madre ver cómo los hijos toman conciencia de sus sentimientos de culpa y vergüenza, y adoptan
una actitud protectora. Sin embargo, sin el permiso de la madre quizá los hijos no puedan expresar
ninguna preocupación por su crónico estado de carencia y pérdida.
Cuando los hijos obtienen el permiso de la madre para hablar, debe alentárselos a que expresen su
consideración por los sentimientos de ella. A la vez, debe ayudarse a la madre a manifestar que
tiene conciencia de esa consideración, etc. De la habilidad y experiencia del terapeuta dependerá la
valentía y seguridad con que se atreva a penetrar en estas áreas sensibles, donde tal vez haya
vergüenza, heridas y culpas escondidas.
En un principio solíamos recordar a los miembros de una familia que no debían tomar a nuestro
consultorio por tribunal de justicia, y que nuestra función no era determinar quién estaba en lo cierto
y quién se equivocaba. Pero en estos últimos tiempos llegamos a interpretar de manera diferente el
papel del especialista en terapia familiar. Ahora consideramos esencial para nuestro trabajo obtener
un panorama del sentido de la justicia que cada miembro tiene dentro del orden humano imperante
en esa familia, yendo incluso más allá de los límites de la familia nuclear. Por añadidura, es posible
que el terapeuta sólo tenga acceso a las cadenas multigeneracionales más profundas de
contabilización de méritos de la familia si también se investiga a sí mismo en relación con su propia
familia.
Las cuentas de reparación trasgeneracionales pueden constituir las fuerzas estructurales más
importantes con las que trabajar en el tratamiento de una familia. En comparación con esas formas
de vinculación a largo plazo, otras relaciones -como las sociales o de trabajo- se caracterizan por
una pertenencia más breve de los miembros al grupo. La pertenencia como miembros a grupos
articulados por vínculos más superficiales es pasible de sustitución, y por lo general sus
manipulaciones interpersonales sólo llegan a la esfera de las realidades del poder. Se puede tratar
en forma injusta a un empleado, despedirlo y remplazarlo por otro; pero el propio jefe que cometió la
injusticia puede también él abandonar la firma, con lo cual el sistema no cargará con las
consecuencias de una acción humana injusta. El proceso vital no permite rehuir de manera tan fácil
las consecuencias de la culpa existencial en la familia. El estudio de las familias indica que el daño
cometido y sufrido se mantendrá siempre registrado en términos cuantitativos en una cuenta
personal del libro mayor invisible de justicia. Además, la cuenta afectará la «foja» en la que efectúa
sus anotaciones la generación siguiente. Por tal razón, cualquier teoría (p. ej., la de la comunicación,
la interaccional, de las motivaciones y necesidades, etc.) que pase por alto el libro mayor de méritos
será insuficiente para explicar siquiera las motivaciones de un único individuo, por no hablar de las
pautas multigeneracionales.
Al alentar el enfrentamiento activo entre las generaciones, el terapeuta tiene que estar preparado a
correr un riesgo: el de que surjan reacciones emotivas imprevistas en todos los participantes, las
cuales pueden desbaratar todo lo logrado. Al sentir de nuevo repentinos deseos de amor y
experimentar sentimientos de lealtad hacia sus padres, un marido puede volverse temporariamente
en contra de su esposa. Puede surgir un deseo impulsivo de cometer infidelidad, separarse o
divorciarse. En otros casos, la intensidad del resentimiento hacia los ancianos padres parece ser tan
grande que las penosas manifestaciones acusatorias llevan de modo inevitable, a emprender una
retirada mutuamente reforzada y cargada de culpas. La relación terapéutica puede correr peligro a
raíz de una tentación que surge de pronto: los miembros de la familia pueden resolver su penoso
dilema asignando el rol de chivo emisario al terapeuta. De pronto, el hecho de echarle toda la culpa
al terapeuta puede aparecérseles como una vía de escape que les permite evitar el peso de la culpa
y las acusaciones dentro de la familia.
A pesar de los aspectos desalentadores de esos resultados, por experiencia sabemos que vale la
pena tratar de inducir a los miembros de la familia a que den esos pasos difíciles, siempre que el
especialista en terapia familiar sea experto en el enfoque trigeneracional. Una de las grandes
oportunidades que brinda dicho enfoque reside en la posibilidad de rehabilitar la imagen penosa y
vergonzante que tiene el miembro de sus progenitores. Nunca vimos a nadie beneficiarse como
consecuencia de una terapia en la que la persona sólo enfrenta a sus padres, y comienza y expresa
su desdén u hostilidad hacia ellos. De acuerdo con nuestra experiencia, en ese juego todos salen
perdedores.
El enfoque multigeneracional exhorta a cada miembro a indagar en el pasado del desarrollo del
progenitor. En muchos casos ello lleva a una exoneración retroactiva del progenitor, al tomar
conciencia de los abrumadores obstáculos que debió enfrentar para crecer y convertirse en padre.
Tal vez uno se entere entonces de que el progenitor no era «malo» por simple maldad intrínseca.
Consideramos que el camino más importante que permite interrumpir la cadena multigeneracional
de injusticias consiste en reparar las relaciones: no en agrandar o negar el daño cometido contra
miembros específicos.
Otras implicaciones
En síntesis, hemos aprendido que el balance multigeneracional de justicia e injusticia constituye una
dimensión motivacional dinámica de las relaciones, al igual que de los individuos. Como la teoría de
la motivación no es una auténtica teoría causal, necesidad y conducta nunca pueden ajustarse al
simple modelo clásico de causa y efecto. La noción de una cuenta registrada de manera constante
82
aunque invisible de responsabilidad y obligaciones recíprocas, agrega una importante dimensión al
concepto basado en lo individual del desarrollo de una necesidad intrínseca de amor y objetos de
amor. El concepto de equidad presupone que el individuo entabla un diálogo permanente sustentado
en la acción, tratando en forma responsable a los demás seres de importancia que lo rodean.
También subraya la escala subjetiva ubicua, pero implícitamente cuantitativa, que todos aplicamos
en forma constante (aunque inconciente) para determinar dónde estamos parados en la jerarquía de
obligaciones multigeneracionales de la familia.
Sería interesante buscar las razones que hacen que en la teoría dinámica tradicional se haya
evitado y negado hasta tal punto la dimensión de la justicia. En parte, la razón puede residir en el
miedo comúnmente experimentado a confundir los principios de equidad de la justicia con una
rectitud impulsiva y vindicativa, por un lado, y seudoprincipios hipócritas por el otro. Tenemos
conciencia de las limitaciones y peligros latentes en el concepto de justicia como realidad
objetivable. Sabemos que la gente distorsiona el cuadro de sus relaciones de familia de acuerdo con
sus propias necesidades subjetivas, intereses, prejuicios, etc. Entendemos también que algunas
personas aplican el concepto de justicia para explotar a los demás, impulsadas por una cínica
hipocresía. No obstante, si no se tomase en cuenta a la justicia como proceso social dinámico,
nuestra comprensión de las relaciones de familia se vería reducida de modo muy serio.
En el presente capítulo revisamos algunas de las razones que nos llevan a volvernos hacia la justicia
como marco conceptual adecuado para el examen de las principales obligaciones culposas y
vínculos de lealtad. El análisis de la justicia puede parecer extraño a una teoría clínica dinámica de
las relaciones. Sin embargo, al igual que la «confianza básica», la justicia caracteriza el clima
emocional de un sistema de relaciones. Ambos conceptos están más allá del dominio de la
psicología individual, aunque los dos representan puntos sistémicos de convergencia de
fundamentales dimensiones dinámicas individuales. Son importantes para realizar un nuevo examen
de las teorías de proyección, verificación de la realidad, fijación, desplazamiento, trasferencia,
cambio, fortaleza del yo y autonomía, para citar sólo unas pocas.
Las personas que, descritas desde el punto de vista de la teoría individual de los instintos y las
defensas, adolecen de un curso patológico en el desarrollo del carácter, pueden -desde nuestra
perspectiva- considerarse «fijadas» a una cruzada emprendida con el fin de alcanzar la justicia que
alegan. Su fórmula de justicia puede ser vaga, estar oculta incluso para ellas mismas, o planteada
en forma explícita y abrupta. Individualmente, puede tildarse a esos seres de delincuentes,
psicóticos, paranoides, sadomasoquistas, etc. Es posible que terminen sus días en una celda o una
clínica para enfermos mentales. Su trayectoria de venganza puede llevarlos al suicidio o el
asesinato. Otros individuos no logran su autonomía, abrumados por el peso de las expectativas
familiares implícitas. El invisible libro mayor de méritos los obliga a hundirse en el fracaso. Tal vez
algunos puedan reexaminar su situación vital en el curso de la terapia individual, pero otros se
muestran resentidos por las expectativas del terapeuta en el sentido de que deben asumir la
responsabilidad del cambio en su trayectoria. Este tipo de pacientes quizá sientan que una terapia
de bases individuales que no vaya a lo profundo habrá de aumentar aun más su sentido de
endeudamiento. No poseen la fortaleza yoica necesaria para el análisis introspectivo.
83
Nuestro creciente convencimiento acerca de la importancia de las tramas de lealtad y justicia en las
familias coincide con nuestra creencia de que el contexto mínimo de la terapia debe ser la unidad
familiar trigeneracional. El hecho de trabajar en forma exclusiva con la familia nuclear podría llevar,
en última instancia, a la implícita conversión de los padres en chivos emisarios, en los gestores de
un injusto y pernicioso manejo de sus hijos. Hemos aprendido que todas las pautas nocivas de una
relación familiar poseen una estructuración multigeneracional.
Es mucho lo que puede aprenderse a partir de la sutil percepción de los grandes dramaturgos. Por
ejemplo, el teatro griego clásico suele presentarnos tragedias familiares multigeneracionales que
tienen un desenlace catastrófico para los individuos.
«Ahora puedo decir una vez más que los dioses supremos miran hacia abajo,
a los conflictos mortales, para reivindicar por fin el bien, ahora que veo ante mí a este hombre (dulce
visión), tendido en las redes enmarañadas de la furia, para expiar el calculado daño de la mano de
su padre.»
Eso dice Egisto, en el Agamenón de Esquilo, acerca del marido de su amante, Clitemnestra, a quien
esta dará muerte [2, pág. 95].
Somos de la opinión de que todo marco teórico debe, en última instancia, hacer un aporte
programático y prescriptivo al arte de vivir. ¿Qué puede ofrecer el terapeuta como modelo propio del
crecimiento y salud a las familias? La mayoría de las teorías psicopatológicas adolecen de una falta
de sistemas de valores prescriptivos y de orientación. Muchos modelos de salud provienen de los
esfuerzos de autores de la segunda generación por revertir los conceptos de patología, con el fin de
obtener una normalidad ideal. Sin embargo, en la actualidad sería demasiado ingenuo confeccionar
el modelo de salud de la psicología freudiana, por ejemplo, a partir de la simple reversión de
inhibiciones sexuales o de la preocupación desmedida y cargada de culpas por las consecuencias
de las propias acciones.
De ninguna manera pretendemos haber ofrecido una fórmula totalizadora de salud familiar. Empero,
creemos que la importancia de nuestro marco teórico trasciende el alcance de la psicoterapia. La
indagación multigeneracional de las fuerzas ocultas de la lealtad familiar y los libros mayores de
justicia es parte necesaria de los esfuerzos de reconstrucción que podrían liberar a las generaciones
más jóvenes de mandatos invisibles de excesiva vindicación. Volver explícitos dichos vínculos
mediante su enfrentamiento es lo menos que puede hacer una familia para instaurar un nuevo
equilibrio en los balances desequilibrados, e «invertir» en la salud emocional de las generaciones
futuras. Entonces, la lucha por la autonomía de cada individuo se verá cada vez menos
obstaculizada por oscuras fuerzas de vinculación. Desde esta perspectiva, no queremos sugerir que
todas las investigaciones acerca de los mecanismos de defensa intrapsíquicos inconcientes,
pulsionales o instintivos, quedan desde ya invalidadas. Ni siquiera sabemos qué criterios deciden si
un individuo, en el curso de su supervivencia psíquica, momento a momento, atrapado por fuerzas
relacionales invisibles, es auxiliado por sus determinantes instintivos (el «ello») u obstaculizado por
estos cual si fueran solapados enemigos que lo atacan por la espalda.
Desearíamos concluir este capítulo con una declaración relativa a las exigencias personales que
esta labor nos plantea como terapeutas. Hallamos difícil por igual encarar un auténtico
enfrentamiento con dos factores: la jerarquía de las obligaciones familiares invisibles y el espectro
de las fuerzas y contrafuerzas intrapsíquicas. Mientras uno ayuda a una familia a enfrentar sus
propios «espectros», en la propia vida psíquica del terapeuta tiene una confrontación paralela tanto
como dentro de su propia familia.
84
5. Equilibrio y desequilibrio en las relaciones
Disfunción relacional y patogenicidad
El presente capítulo intenta formular una contrapartida sistémica multipersonal de lo que es la
psicopatología en términos individuales. Los conceptos de equilibrio y desequilibrio en las relaciones
implican, como mínimo, un sistema bipersonal como unidad. De acuerdo con ciertas hipótesis, la
patogenicidad relacional reside en el balance, en continuo cambio, del libro mayor ético de
obligaciones a largo plazo. Comienza a partir de las consideraciones de lealtad y justicia.
Las consideraciones teóricas de este capítulo son tan importantes como, en última instancia, su
utilidad práctica y terapéutica. La trasformación del modelo individual en conceptos sistémicos
multipersonales requiere algo más que una manipulación semántica: el concepto de equilibrio
relacional no remplaza al concepto de psicología individual profunda sino que se entrelaza con él,
tanto en sus aspectos experienciales como en los propios del desarrollo. Una relación equilibrada
favorece el sano crecimiento individual. Los criterios de ese equilibrio son peculiares de cada
relación; no excluyen el conflicto y la desilusión, o, llegado el caso, una cierta proporción de las
condiciones que pueden desequilibrar una relación.
El hecho de que el resultado total final del libro mayor pueda verse desequilibrado en cualquier
momento no es el determinante crucial de la salud frente a la patogenicidad de una relación. Como
exige hacer un nuevo esfuerzo por llegar una vez más al equilibrio, el desequilibrio transitorio
contribuye al crecimiento en las relaciones. Sólo el desequilibrio fijo e inalterable, con su
consiguiente pérdida de confianza y esperanzas, deberá considerarse patógeno.
Como nuestro concepto del equilibrio dinámico en el balance corresponde a los libros mayores de
justicia en las familias, sus dimensiones principales incluyen el mérito, la obligación y otros aspectos
éticamente significativos de las relaciones. Por consiguiente, aunque tenga importancia con respecto
a la salud de los miembros individuales, el equilibrio nunca puede determinarse a partir del grado de
tensión psíquica o satisfacción de un solo miembro, sin consideración por la justicia del otro u otros
desde su punto de vista. En consecuencia, la patología relacional de los individuos tiene que
traducirse en términos sistémicos de patogenicidad.
85
Aunque destacamos que el libro mayor de méritos, en relación con la justicia, es la estructura
relacional básica que exige un balance equilibrado, tenemos conciencia de muchas necesidades y
aspiraciones individuales que deben, todas ellas, balancearse en dichos libros mayores. Las
necesidades instintivas, de afirmación de si y seguridad que tienen los individuos son ejemplos de
factores adicionales que afectan el presente balance real de los libros mayores relacionales.
Aunque en lo individual no se llegue a poseer la necesaria normalidad o salud, incluso así pueden
forjarse relaciones equilibradas. Por ejemplo, un individuo mentalmente retardado puede adecuarse
a determinadas relaciones que resultan equilibradas tanto en lo que atañe a sus requerimientos
como a los de la otra persona. Como el equilibrio significa reciprocidad, la interacción de la persona
sana con la retardada requerirá una contabilidad asimétrica a fines de mantener ese equilibrio. El
principio básico de justicia puede orientar a las partes para que elaboren una equidad satisfactoria
en las interacciones. Lo mismo ocurre respecto de las relaciones existentes entre dos o más partes
cuyo poder es desigual, siempre que exista un vinculo de apertura e integridad de la contabilidad.
Las relaciones desequilibradas durante mucho tiempo entrañan una psicopatología individual de, por
lo menos, uno de los participantes clave. El desequilibrio en la reciprocidad de una relación nunca es
estático ni permanece estancado, y a menos que pueda restaurarse el equilibrio, genera en forma
progresiva una tensión cada vez más explosiva.
Aunque son difíciles de separar las implicaciones nocivas del desequilibrio de las propias de la
explotación, la esencia del desequilibrio radica siempre en una cadena de procesos sociales, más
que en la iniciativa o los actos de un individuo. El desequilibrio trasciende los propios hechos o faltas
concientes. Por ejemplo, un sistema de relaciones basado en la negación de la reciprocidad puede
mantenerse de buena fe sobre una base económica o de poder. Los padres pueden librar batalla
con las sombras de su propia explotación pasada, «usando» sin saberlo las vidas de sus hijos para
saldar cualquier supuesta injusticia de la infancia.
86
La carga que significa llevar las cuentas de beneficios
A la gente puede resultarle natural satisfacer obligaciones simples en el toma y daca corriente y
manifiesto de sus interacciones sociales. No obstante, la responsabilidad a largo plazo por la
«contabilización» de obligaciones devengadas comienza a representar una carga para el individuo,
la que exige tanto una memoria ordenada como la capacidad de posponer el balance de los libros
mayores. La consideración de las obligaciones devengadas de toda la familia plantea exigencias aún
mayores. Cuanto más numerosa sea la familia extensa, más amplia será la gama de posibles
beneficios emocionales para los miembros, pero más vasto será también el alcance de la jerarquía
de obligaciones. Las raíces de las obligaciones pueden hallarse varias generaciones atrás, y estar
fuera del conocimiento de los vivos.
De esto se desprende que uno de los requerimientos de un sistema de relaciones familiares sano, o
que promueva el crecimiento, reside en poseer reglas y criterios sobre las obligaciones y la
autonomía individual permitida que sean relativamente accesibles. La claridad de las reglas que
determinan el modo de llevar el libro mayor contribuye a crear una atmósfera de confianza básica en
cualquier grupo social. En ausencia de tal claridad, aparecen las manipulaciones, las sospechas y el
resquebrajamiento de la justicia. Sobreviene el caos, o la implantación de una autoridad rígida como
defensa contra aquel.
Postulamos que los determinantes relacionales más profundos del matrimonio se basan en un
conflicto entre la lealtad no resuelta de cada cónyuge con la familia de origen y su lealtad hacia la
familia nuclear. Llamamos «lealtad original» a la obligación no resuelta para con la familia de origen.
La lealtad original no guarda proporción necesariamente con los verdaderos cuidados prodigados
con amor por parte de la unidad parental. Dicha lealtad puede centrarse en una abuela o tía, en los
hermanos de crianza, en una casa, ciudad, subgrupo cultural o país, e incluso en una madre
enferma de manera irremediable y supuestamente incapaz de cumplir sus deberes maternales.
Cuando un hombre y una mujer contemplan la idea del matrimonio, su lealtad para con la unidad
familiar nuclear prevista debe alcanzar tanta importancia en profundidad como para que puedan
superar sus lealtades originales. Otros componentes de su motivación y de su capacidad para
equilibrar su nuevo compromiso se originan en el instinto de reproducción, que consiste tanto en la
atracción heterosexual como en la lealtad mediatizada para con los hijos que han de nacer de esa
unión. El afecto, o sea la capacidad de amar y ser amado, es otro factor del compromiso. Un tercero
es la fantasía anhelante de crear una unidad familiar mejor que la de la familia de origen. En
determinados casos esto se extiende a un sentimiento conciente de rescatar al otro o ser rescatado
por el otro de una situación indeseable, nociva, vergonzosa o penosa. Otros factores de equilibrio
adicionales son: el hecho de ajustarse a las expectativas de la sociedad, compartir los valores del
grupo de pares que forman otras jóvenes parejas casadas, así como la dignidad de la paternidad y
los derechos de familia, un sentido de seguridad, satisfacción por querer a otro y ser querido, y
mutua amistad.
Todos estos factores deben predominar con el fin de permitir a los cónyuges ejercer un contrapeso
respecto de su vínculo de lealtad original. Sin embargo, incluso en el caso de que se dé un refuerzo
87
mutuo óptimo entre dichos factores, los compromisos originarios de lealtad sólo pueden ignorarse
parcial y temporariamente. Si no existe alguna forma de reconciliación o «reelaboración», estos
compromisos de lealtad originales, inconcientes en su mayor parte, tienden a socavar los nuevos
compromisos.
El hecho de experimentar la tensión de dicho conflicto hace que mucha gente: a) rehúya el
compromiso matrimonial, b) se muestre agudamente perturbada en el momento de formalizar el
compromiso, c) recurra a medidas defensivas (neuróticas) de autosacrificio en un esfuerzo por
salvar «éticamente» el conflicto, o d) rompa su matrimonio.
Una mujer joven, ganadora de varios concursos de belleza, provocó una grave tensión a sus
conservadores padres cuando se mudó a un departamento independiente y les dio a entender que
tenía numerosas aventuras amorosas. Tras varios meses de existencia «rebelde», comprometió con
un joven. Sin embargo, en vísperas de la boda ella decidió romper el compromiso, declarando que
«no merecía» casarse. Sobre la base de su conducta, se le diagnosticó psicosis y fue internada.
Al cabo de varios meses de terapia familiar, la joven fue dada de alta, tras lo cual su propia madre se
convirtió en la paciente principal, aquejada de un estado de depresión que duró mucho tiempo. La
hija reconoció luego su capacidad para tener una ocupación útil y para la vida en sociedad, pero
siguió eligiendo compañeros del sexo masculino con los cuales siempre tenía una buena excusa
para no casarse, en tanto que se mantenía a completa disposición de sus padres.
En otra familia de mentalidad tradicional, ninguno de los tres hermanos -activos e insólitamente
exitosos- contrajo matrimonio antes de los treinta años. Cada uno de ellos decidió casarse sólo
después de oír el consejo de los padres en ese sentido. Interesa advertir que el padre les servía
leche caliente en la cama a los tres hermanos, aún mucho después que hubieran cumplido los veinte
años.
En otra familia, con cuatro hijos de más de treinta años, sólo un hijo varón se había casado. Este
hombre comenzó a padecer un estado de depresión psicótica pocos años después de contraer
matrimonio. Posteriormente perdió su trabajo y, a pesar de su inteligencia y un título universitario,
volvió a trabajar en la tienda paterna como empleado de despachos y conductor del camión. Su
padre le pagaba un sueldo bajo, y nunca llegó a nombrarlo socio del negocio. Su esposa defendió
sin éxito su lucha por la independencia y por recibir un tratamiento justo dentro de la propia familia
del hombre. Cuando más adelante él se vio afectado por una dolencia, rechazó los devotos cuidados
de su esposa y, hasta el fin de sus días, profesó una lealtad exclusiva hacia los miembros de su
familia de origen.
El sistema matrimonial puede servir de muchas maneras como depositario transitorio de la lealtad o
la confianza. En épocas remotas el contrato matrimonial se basaba en convenios entre las dos
familias de origen; de acuerdo con los mitos de nuestra época, debe apoyarse en la atracción sexual
y el afecto entre las partes. La unión matrimonial, si bien no se funda en una relación «de sangre»,
está dirigida a gestar una lealtad tal mediante la generación de la prole. Idealmente, los padres
también forman un sólido equipo unido por la lealtad, brindándose apoyo mutuo para lograr
emanciparse en forma responsable de sus familias de origen. Sin embargo, probablemente debido a
las implicaciones éticas de dependencia, las alianzas de lealtad verticales (trasgeneracionales) -
aunque a menudo negadas o minimizadas- tienen bases más profundas y son más fuertes que las
horizontales.
88
Potencialidad terapéutica del equilibrio dialéctico de las obligaciones de lealtad
Todo sistema de lealtad puede caracterizarse como una contabilización ininterrumpida de
obligaciones con saldos que, en forma alternativa, son positivos o negativos. Las muestras de
solicitud e interés se suman al balance positivo, en tanto que toda clase de explotación va en
desmedro de él. Tradicionalmente, se presupone que el equilibrio existente en el balance entre los
padres y sus familias de origen es fijo. Parte de nuestros mitos dicen que la paternidad es una
avenida unilateral para «dar», y la infancia para alentar una dependencia también unilateral. Cabe
presuponer que el progenitor se ajustará al statu quo en relación con sus frustraciones del pasado.
Sin embargo, se supone que todo aquello que pueda devolver emocionalmente, habrá de dárselo a
sus hijos.
Nuestro concepto de la autonomía relaciona) pinta al individuo como un ser que mantiene un diálogo
modificado, aunque plenamente responsable y sensiblemente interesado, con los miembros de la
familia de origen. En ese sentido, el individuo puede alcanzar la libertad necesaria para trabar
relaciones plenas y por completo personales sólo en la medida en que sea capaz de responder a la
devoción paterna poniendo interés de su parte, y dándose cuenta de que el hecho de recibir guarda
intrínseca relación a su vez con el hecho de tener una deuda. En consecuencia, la lealtad no es
sinónimo de amor o de emociones positivas, aunque la «calidez» emocional es inseparable de una
sensibilidad para con la justicia de las situaciones humanas. En la terapia familiar presuponemos de
entrada e investigamos en forma activa el modo en que todo progenitor tiene ocasión de efectuar un
intercambio de lealtad más perfecto y dotado de mayor reciprocidad con su familia de origen. Quizás
una actitud más generosa redunde en una compensación benéfica para el mismo padre, aun cuando
su propia dependencia respecto de la familia de origen nunca pueda gratificarse. Para liberarse de
esa deuda original y de la culpa por su falta de interés, el progenitor puede aprender a obtener una
gratificación a partir de la relación que todavía mantiene (en forma cada vez más generosa) con el
abuelo anciano o enfermo, como si este último fuese su propio hijo.
En ciertos sistemas familiares cualquier movimiento en pos del logro de autonomía por parte de un
niño constituye una imperdonable deslealtad. A la inversa, la incapacidad para desarrollar autonomía
es deplorada en forma abierta pero valorada de manera encubierta como prueba de un compromiso
de lealtad para con la familia de origen. A los efectos de sustentar un sistema relaciona) viable en
cualquier familia, la creciente independencia de los hijos debe ser reequilibrada constantemente con
formas más maduras de compensación de la deuda de gratitud para con los padres.
La autonomía, en el sentido que nosotros le adjudicamos, no debe ser conceptualizada en términos
funcionales, ejecutivos o de eficacia: una autonomía ejecutiva absoluta significaría la antítesis de la
lealtad, la solicitud, el compromiso o incluso la capacidad de relación; coloca al individuo en una
posición de aislamiento centrado en sí mismo.
La emancipación respecto de la excesiva dependencia propia de la infancia, gira en torno del logro
de los intentos que efectúa el adolescente por hacer un nuevo balance de las obligaciones de
lealtad. Esto debe destacarse a raíz de la indebida importancia que los especialistas en terapia
individual asignan al corte unilateral de las manifestaciones de dependencia en la etapa de
individuación de los adolescentes. Es cierto que durante toda la etapa de maduración el adolescente
debe aprender a descontar las obligaciones rígidamente comprometedoras de compensación por los
servicios y disponibilidad de los padres. Si no hay una «liberación» de dicha obligación el
adolescente no estará capacitado para liberarse él mismo y utilizar su potencial, por ejemplo en el
proceso de evaluar y asumir compromisos hacia los pares y la futura pareja. Sin embargo, para
alcanzar un nuevo equilibrio debe tener lugar un prolongado proceso de negociación de acuerdos
entre el adolescente y sus progenitores. A menudo dicho proceso es soslayado mediante actos que,
supuestamente, han de resolver en forma mágica los conflictos propios de la emancipación. La
repentina separación física, o el ofrecimiento de exoneración por medio de la conducta
autodestructiva del adolescente, pueden tener este significado. Actos tan precipitados oscurecen el
problema real, haciendo que la lucha por la autonomía quede oculta por un tiempo para reaparecer
con posterioridad, cuando resulta aún más difícil evaluar y saldar las obligaciones.
Pese a que los conflictos de lealtad son significativos en el proceso de maduración y separación del
adolescente, hay muchos otros problemas psicológicos de importancia. (Véase el modelo dialéctico
de Stierlin en relación con un amplio espectro de problemas [84].) El medio más respetable y lógico
para liberarse de las obligaciones hacia los padres es convertirse uno mismo en progenitor. Así, el
joven adulto adquiere una excusa para saldar sus obligaciones hacia el hijo, en vez de las que lo
atan al padre. Sin embargo, esta forma de resolución dista de ser tan afortunada como aparenta en
nuestras ficciones sobre la parentalidad. El supuesto de que el joven progenitor puede compensar
(por completo) la deuda a sus padres mediante los oficios que presta a la siguiente generación es
incorrecto, está basado en una negación parcial y, por consiguiente, puede llevar a ulteriores
conflictos.
La señora S., una joven de 23 años, recibió una puñalada fatal de su padre cuando se aprestaba a
dejar la casa de los progenitores tras haber tratado de reconciliarlos después de una pelea. Se
mencionó también la circunstancia de que la señora S., madre de dos niños, estaba haciendo planes
para festejar su tercer aniversario de bodas.
Lo que parece paradójico de esta historia es que la joven fue herida de muerte en momentos en que
cumplía el papel de hija devota. ¿Acaso el ataque del padre tenía por destinataria a la madre?
¿Hubo un error, y la hija murió en forma accidental? Como el asesinato fue cometido con un puñal,
es difícil que la hija recibiera la cuchillada por error, en lugar de su madre. Pero si la pelea había
tenido lugar entre los padres, ¿por qué fue la hija quien recibió el castigo?
Si se recurría a la hija en forma reiterada para resolver el interminable conflicto de los padres, el
hecho de recordar a ellos su propia y exitosa relación matrimonial tocaría su esencia dependiente,
convirtiendo a la hija parentalizada en culpable implícita. Observada bajo esta óptica la circunstancia
de que el padre apuñalara a su hija sería una consecuencia natural de la desesperada avidez de
parentalización de ambos padres, reforzada por el derecho -profundamente sentido de restaurar la
justicia afrentada. La discusión de los padres podría haber sido exteriorizada sobre la hija a partir de
la propia imagen de sus progenitores, y desplazada de manera secundaria sobre cada uno de ellos.
En el calor de la discusión, tal vez el desplazamiento secundario se haya derrumbado en el padre.
La forma implícita de compartir la «justicia» de los dos progenitores puede haber extinguido la culpa
del padre por el asesinato.
En general se acepta que la muerte y otras formas de carencia temprana disminuyen en los hijos los
recursos de autoestima y competencia funcional en años posteriores. Naturalmente, hay cabida para
91
la reparación de las pérdidas, sea por medio de las reservas innatas del hijo o mediante influencias
compensatorias en sus otras relaciones formativas. Circunstancias afortunadas pueden ayudar al
individuo a salvar la brecha de confianza y dependencia, y desbaratar los efectos de lo que podría
convertirse en una congoja patológica y mutiladora (por ejemplo, el hecho de que el hijo se culpe por
la muerte del progenitor).
El hijo que en realidad tiene una baja estima por su padre es probable que salga peor parado que el
que pierde a uno amado y respetado. El progenitor expoliador, manipulador de modo injusto y
quebrado en sus relaciones coloca sobre el hijo una carga implícita que lo lleva a tratar de restaurar
la imagen paterna antes que ese hijo pueda lograr justicia en el trato reciproco. Tal vez, el obstáculo
más pesado en la hoja personal de balance de méritos sea el desprecio por los propios padres. Al
tener que ser leal frente a una situación de poca estima por un progenitor, el individuo experimenta
un continuo agotamiento de sus reservas de confianza. En muchos casos trágicos, los hijos
protestan por el menosprecio de sus padres sin ser oídos o siquiera advertidos. La lealtad del hijo
parece malgastarse sin recibir confirmación.
Por ende, los conflictos de lealtad son obstáculos más vitales y arraigados de manera profunda -
para el individuo que los de comunicación. Atrapado en una situación unilateral de lealtad, uno
tiende a escapar mediante la negación, los actos rebeldes de deslealtad o la elección de una víctima
propiciatoria en otra forma de relación, como el matrimonio, por ejemplo. Por medio de esas
soluciones indirectas, la persona se ve implicada en una falta de autenticidad más profunda, que
puede incluso socavar su integridad. En un matrimonio proyectivamente acusatorio, uno está
desgarrado entre la creciente culpa por la destrucción y la decreciente esperanza de una resolución
valedera del conflicto original.
En dos casos en que sendas mujeres habían declarado tener en baja estima a sus madres, por ver
en ellas personalidades excluyentes, expoliadoras y negativas, la muerte de las madres produjo
resultados distintos:
En la única sesión en la que fueron vinculados sus padres, la señora A. -madre de tres niños- atacó
a su madre haciéndola el blanco de sus acusaciones y de su cólera vindicativa. La mujer señaló
cuán profundamente herida se había sentido cuando su madre no la había invitado (a ella y a sus
hijos) a pasar en su compañía un día de feriado religioso mientras su marido estaba fuera de la
ciudad. En medio de su descarga emocional, la señora A. apenas si pudo escuchar los argumentos
que esgrimía la madre en autodefensa.
La madre murió unos meses después en forma inesperada. Sin embargo, diez días antes del
fallecimiento la señora A. y su madre sostuvieron lo que la primera de ellas describió como la única
buena conversación que ambas tuvieron jamás. Tras el fallecimiento, la mujer asoció su ira y
frustración al hecho de que el destino no le había permitido mejorar la relación con su madre, y aun
consideró seriamente la posibilidad de entablarle juicio al médico de la madre, por negligencia.
El duelo hizo que la señora A. imprimiera una nueva dirección a su desdeñoso resentimiento. En vez
de culparla a la madre, ahora atacaba a otros: su padre, su hermano, marido, hijos y a los
terapeutas. Buscando el único consuelo que estaba a su alcance, programó visitar al único pariente
92
vivo que quedaba de su madre, un anciano de 78 años. Ella esperaba descubrir, por ese intermedio,
circunstancias que podrían explicar y exonerar las supuestas fallas de la madre. En la medida en
que la culpa pudiera rastrearse en situaciones preexistentes, la señora A. podría absolver a su
madre de parte de la culpa y la vergüenza. Asimismo, ella jugaba en forma continua con la
posibilidad de buscar un chivo emisario en la terapeuta.
El repudio
Compartimos la opinión de que la crisis de la familia contemporánea y de la sociedad como un todo
guarda relación con una tendencia hacia la desmentida connivente de las lealtades invisibles, las
responsabilidades intrínsecas y su sentido ético subyacente. En tanto que en el plano individual la
desmentida puede definirse en términos psicológicos, la hecha en connivencia no permite postular
una alineación paralela simultánea de desmentidas individuales en todos los miembros. Nuestro
interés por los problemas éticos no implica una preocupación por los valores ético-religiosos del
individuo y sus actitudes, sino más bien por la justicia social de las relaciones. La justicia, como
estructura de expectativas normativas colectivas, forma el contexto de las relaciones. Kelsen afirma:
«Es importante distinguir, con la mayor claridad posible, entre la obligación en el sentido normativo
del término y el hecho de que el individuo tiene la idea de una norma como obligación; de que esa
idea ejerce cierta influencia motivadora en él, y, finalmente, lleva a una conducta de conformidad con
la norma» [57, pág. 191]. En otras palabras, el individuo está inserto en un contexto social de
obligaciones, lo reconozca o no. Las expectativas normativas de su universo humano forman el
elemento crucial en el funcionamiento normal o patológico de la persona.
El concepto de la justicia objetiva del mundo relacional de un individuo puede aplicarse a la sociedad
como sistema ético. Los ideales reduccionistas de nuestra democracia occidental pueden equiparar
a una sociedad libre con la suma total de las motivaciones competitivas y autoafirmativas de todos
sus miembros; sin embargo, resulta obvio que es inadecuado presuponer que, por ejemplo, la
dinámica de la sociedad norteamericana consiste en las inclinaciones aleatorias por el poder,
competitivas, agresivas y autoafirmativas, de ciudadanos y de grupos. Dicha concepción equivale a
negar los pautamientos básicos de las relaciones.
Toda nación es medida, y se mide a sí misma, por la justicia y equidad de sus afanes. La nación
explotada, aunque económica y políticamente salga perdedora, puede hacerse más fuerte por la
realidad existencial de su justicia. Muchas grandes potencias, empeñadas en una exitosa
explotación en el curso de la historia, sucumbieron no sólo ante enemigos externos sino ante
desafíos internos planteados en relación con la justicia de sus propósitos y acciones.
93
Muchas grandes religiones y movimientos revolucionarios comenzaron a partir del ideal de ayudar a
los explotados y menesterosos. Esos movimientos se convirtieron de modo gradual en
organizaciones exitosas, poderosas y ricas. En forma concomitante, produjeron anomia, es decir,
falta de normas; la lealtad y el compromiso con la acción de los miembros individuales se tornaron
cada vez más confusos debido a la existencia de obligaciones más jerárquicas que éticas, y crearon
a la postre un vacío de valores.
Los sistemas familiares, en medida aún mayor que culturas o sociedades enteras, poseen su propia
contabilidad intergeneracional de méritos. La cadena intergeneracional puede llevar a una
acumulación progresiva de culpa y endeudamiento, o a la paulatina exoneración. Las historias
multigeneracionales de las familias muestran una periódica oscilación entre el aumento y la
disminución gradual de la vitalidad. El individuo que nace en una fase cargada de culpas puede
verse en situación de desventaja. El peso de las expectativas intrínsecas de hacer un nuevo balance
del endeudamiento trasgeneracional puede inducirlo a huir negando su contexto humano, para vivir
una vida de «exilio» respecto de la familia. ¿Cuáles son los mecanismos de progresivo
atiborramiento de la hoja de balance para toda una familia?
Como los problemas de equidad, justicia y lealtad nunca pueden resolverse de manera plena, en
ocasiones todos debemos recurrir a la evitación defensiva y la negación de la reciprocidad. Sin
embargo, en algunas familias estos mecanismos defensivos se convierten en medios casi exclusivos
de enfrentar los conflictos de lealtad. El crecimiento y la individuación se tornan casi imposibles en el
contexto de relaciones que llegan a atar hasta tal punto. (Se enumeran algunas pautas de
adaptación patógenas en las primeras obras sobre investigaciones de la familia en los casos de
esquizofrenia [19, pág. 44]_) Los miembros de la familia pueden cultivar en forma mutua el
desconcierto y la caótica falta de sentido con el fin de perpetuar su vinculo simbiótico, como si
estuvieran obligados a no concluir nunca ninguna tarea ni dar por cerrada ninguna cuestión
significativa. Las familias pueden entrar en connivencia para impedir que desaparezca algún tipo de
aflicción, y por ese medio resistir de manera conjunta todo cambio o crecimiento emocional de
cualquiera- de sus miembros [14]. Además, pueden insistir en las cuestiones materiales, el éxito, el
rendimiento escolar, etc., en forma repetitiva y poco productiva, en un esfuerzo por evitar la
resolución de las obligaciones de lealtad.
Los hijos adoptivos son víctimas de una mistificación inevitable cuando crecen. El acto de dar un
niño en adopción, el secreto con que la mayor parte de los organismos a cargo de la adopción
manejan los datos sobre los padres biológicos y la necesidad de proteger a la familia adoptiva tienen
las características propias de una desmentida. En parte por ese velo de negación, para muchos hijos
adoptivos es casi imposible resolver su conflicto de lealtades respecto de la pareja de padres que les
dé algo de manera más auténtica y, por consiguiente, merezcan su devoción. Si se ponen de parte
de una de las parejas de progenitores, tienen que ser desleales hacia la otra, a menudo sin conocer
los criterios y medida de su endeudamiento comparativo.
En tanto que es racional presuponer que la temprana adopción puede crear una situación
psicológicamente igual a la de la parentalización natural, un detenido estudio de las familias
adoptivas demuestra que la situación es más compleja. Cuando los hijos descubren que han sido
adoptados, comienza a crecer en ellos la curiosidad por las razones que llevaron a sus padres
naturales a abandonarlos. ¿Cómo confiar en ningún padre adoptivo, si no pueden confiar en sus
padres naturales? Por añadidura, la paternidad biológica no puede disociarse de una devoción
profunda, aun cuando sea conflictuada. De acuerdo con las fantasías del hijo acerca de los misterios
del embarazo, el nacimiento y otros tempranos oficios biológicos de los padres naturales, los padres
adoptivos pueden aparecer como seres que usurpan en forma indebida derechos y títulos
exclusivos. El hijo adoptivo tiende a desarrollar un mito acerca de los padres reales, que parecen
94
«malos» por el hecho de haber abandonado a su pequeño hijo. Este puede creer que se vieron
obligados a ello contra sus propias inclinaciones afectivas. En ese mito, impulsado por la expresión
de deseos, los padres naturales pueden convertirse en personas intrínsecamente buenas, con
quienes el hijo puede sostener singulares y misteriosos vínculos de lealtad. De esta manera, los
lazos de sangre pueden ser más fuertes, aunque el hijo nunca haya conocido a sus padres reales.
Tal vez el hijo adoptivo tenga que pasarse toda la vida aprendiendo a balancear el mito de la
superioridad de los lazos de sangre con la realidad de las obligaciones contraídas hacia los padres
adoptivos.
Por su parte, estos últimos tienen que resolver la ambigüedad existente entre la certidumbre inicial
que alentaban acerca de sus derechos y compromisos parentales, por un lado, y el hecho de no
haber proporcionado los correspondientes oficios biológicos, por el otro. Además, si también hay
hijos naturales en la familia, finalmente todo el mundo siente la diferencia que implican los lazos de
sangre. A pesar de tener las mejores intenciones, los padres adoptivos tendrán que basar su
devoción paterna al menos en una negación parcial de los hechos.
El concepto de estancamiento relacional connota una patogenicidad a través de una pauta de vida
inanimada. Está determinado por criterios tanto internos como externos a la psicología de los
individuos participantes. Así, debe diferenciarse, por ejemplo, de la manera en que el individuo
rehúye la realidad de una relación debido a su propia patología. Las interacciones relacionales
siguen siendo un libro mayor dinámicamente programado, pero sus opciones se limitan de modo
rígido a una pauta de estancamiento.
Los especialistas en terapia familiar se interesan por el significado práctico del estancamiento
relacional: ¿de qué manera se lo descubre, y qué puede hacerse al respecto? Tal como ocurre con
los demás fenómenos descritos en este capítulo, el estancamiento relacional debe definirse primero
en un nivel sistémico multipersonal, y traducirse después en sus manifestaciones individuales.
Los sistemas familiares no poseen las mismas dimensiones de desarrollo que los individuales. El
individuo tiene un tiempo de vida finito, que va del nacimiento a la muerte, avanzando a través de
fases identificables. El sistema familiar, si se lo define como algo más amplio que la familia nuclear,
posee una existencia infinita. Las familias nucleares se desintegran, y las nuevas generaciones
agregan nombres y raíces familiares al árbol genealógico. Sin embargo, el sistema emocional de la
familia de mi hermano se empalma con el de mi propia familia nuclear, aun cuando -por ejemplo- no
nos hayamos visto durante casi dos décadas y nuestros hijos no se conozcan. En la medida en que
representamos dos polos de una posición relacional, alguien en su familia es pasible de asimilarse a
mi posición, y viceversa. Por añadidura, tanto el sistema familiar de mi hermano como el de mi
familia nuclear se vinculan en forma significativa con nuestra familia de origen. Por otra parte, ese
sistema deriva de ambas familias de origen de nuestros padres, etc.
95
out sustitutivo de los impulsos de uno de los progenitores [56] puede interpretarse como una
interrupción de la individuación a raíz de obligaciones de lealtad filial inconcientes.
Hoy en día se acostumbra describir una de las condiciones del hombre moderno con el nombre de
alienación. Vivimos en una era en que se asigna extrema importancia a la necesidad de mostrarse
«vinculado», «abierto», o de aprender a estar «conectado». Sin embargo, desde los tiempos de
Durkheim [32], la anomia no ha hecho más que aumentar en nuestra civilización. La decadencia de
la religión trascendental y de otros valores culturales, así como la de la familia extensa tradicional,
llevaron al debilitamiento del apoyo ético recibido por el individuo. La «explosión de información»
que derraman los medios de comunicación ha incrementado, al mismo tiempo, la necesidad de
ingerir e integrar los datos sobre los que se basa la toma de decisiones. Hemos avanzado un largo
trecho desde la era del «hombre autodirigido» [75].
Marcuse subraya el hecho de que el individuo está abrumado hoy por la «cultura de masas» con su
«racionalidad tecnológica». Destaca este autor la necesidad de soledad, «la misma condición que
sustentó al individuo en contra, y más allá, de su sociedad» [64, pág. 71]. En nuestra opinión, sin
enfrentar y trabajar en pos de la resolución de sus obligaciones relacionales, el hombre moderno no
tendrá ocasión de mejorar su condición existencial y, en el mejor de los casos, estará condenado al
estancamiento. Sigue siendo un hecho el que, a pesar de nuestros grandes adelantos en el campo
de la racionalidad científica y el pragmatismo de la conducta, nuestros nuevos valores no pueden
remplazar a la injusticia y el desequilibrio en el balance de méritos como estructuración social y
fuerzas motivacionales más significativas de la existencia.
Un hijo puede fracasar en todas sus relaciones sociales externas y hacerlo, paradójicamente, para
salvaguardar su leal adhesión a la familia. Todo el espectro de la nosologia psiquiátrica individual
ejemplifica la gama total de categorías posibles de dicho fracaso: psicosis, fobia a la escuela, fallas
de aprendizaje, delincuencia, etc. A cambio de su lealtad familiar profunda, se permite a la prole
simbiótica y esquizofrénica, consagrada a perpetuidad a la familia, que se muestre con frecuencia
irrespetuosa y ofensiva con los progenitores.
La persona que se casa con un ser física, social o intelectualmente inferior tal vez concierte, sin
saberlo, un intrincado acuerdo entre el fracaso personal y el logro sacrificado. Al principio, la
deslealtad que se le imputa por haber abandonado a la familia nuclear se ve contrapesada por la
carga autoinfligida y la sacrificada generosidad para con la pareja impedida. Sin embargo, hemos
trabajado con mujeres que, a modo de desafío, se casaron con hombres psicóticos o físicamente
impedidos sólo para descubrir la fuerza de sus compromisos de lealtad no resueltos con su familia
de origen muchos años después. Su autojustificación moral, surgida del autosacrificio (a la manera
de un mártir), las hunde en una frustrada ambivalencia. A medida que otras motivaciones de
reafirmación de si mismo comienzan a introducirse en su matrimonio, su sacrificio puede perder todo
efecto; el balance interno de méritos se inclina en dirección de la culpa, por la deslealtad hacia las
propias familias de origen. Antes la deslealtad estaba enmascarada por una sacrificada devoción;
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ahora puede establecerse un nuevo balance mediante la frustrante hostilidad y el cruel rechazo del
cónyuge.
Los actos delictivos reales o supuestos cometidos por la prole pueden servir para unir a padres
enemistados, y de ese modo desviar la atención de su mutua tendencia a la destrucción. A menudo
la clave del tratamiento familiar de jóvenes abiertamente rebeldes consiste en hacer aflorar las
formas en que se mantienen consagrados a sus padres. El entrelazamiento de pautas de relación
rebeldes en la superficie, aunque leales de modo profundo, siempre tiene una compleja
estructuración multigeneracional.
Las peleas continuas e ininterrumpidas entre marido y mujer, además de ser resultantes de las
motivaciones personales de cada cónyuge, por lo común están determinadas por las reglas
fundadas en la lealtad del sistema de realimentación «homeostática» de la díada matrimonial. Al
rechazarse mutuamente y rechazar el matrimonio, los cónyuges que pelean demuestran, sin
saberlo, su lealtad incólume hacia sus familias de origen. La impotencia, la frigidez y la eyaculación
precoz pueden equivaler, todas ellas, a actitudes encubiertas de deslealtad hacia el cónyuge, para
subrayar la lealtad invisible hacia la familia de origen.
A menudo puede demostrarse que ciertos problemas manifiestos en las relaciones heterosexuales
giran en torno de lealtades ocultas hacia los propios padres. En los siguientes casos, la culpa no
resuelta por la deslealtad hacia uno de los progenitores es la base de la elección autoderrotista de
pareja, inconcientemente determinada, o de fallas en el funcionamiento sexual.
La señorita C., una joven de color, fue a ver a su terapeuta individual a raíz de una emergencia. Se
había cortado ambas muñecas, aunque no en forma profunda, debido a su inminente separación de
Joe, un joven blanco que planeaba dejar la ciudad para ingresar a la facultad de medicina. La
muchacha sostuvo estar sola por completo, ya que su única relación era la que había sostenido con
Joe, con quien tenía esperanzas de casarse. Sin embargo, la señorita C. indicó que se había
encontrado en situaciones similares con una serie de hombres jóvenes, incluyendo al padre de su
hija de tres años.
Cuando el consultor familiar preguntó si sería posible incluir a la madre con el fin de investigar esa
relación, la joven se negó. Sostuvo que no tenía ningún trato con la- madre. Todo cuanto su
progenitora diría era que lamentaba que «la vida de su hija volviera a estar embrollada». No
obstante, nos dio otro indicio de lo que pasaba: la madre había estado celosa de sus relaciones con
todos sus novios.
El especialista en terapia familiar sugirió que la señorita C. estaba más vinculada con su madre de lo
que ella admitía. Tal vez estaba empeñada en una guerra fría contra aquella, tratando de herirla por
intermedio de todos sus novios. En ese punto, en un tono de voz asombrosamente espontáneo, la
señorita C. recordó un sueño reciente en el cual se sentía muy enojada con su madre por prestar
esta más atención a una amiga suya que a la señortia C. Agregó que había sentido exactamente el
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mismo tipo de cólera contra la madre, en el sueño, que contra Joe cuando este mencionó por
primera vez a su nueva novia.
La autoderrotista trayectoria romántica de esta mujer puede conectarse fácilmente con maniobras
repetitivas de celos, dirigidas a renunciar a su profunda lealtad hacia la madre. En tanto que lograba
poner celosa a la madre con todos sus novios, la elección autodestructiva de amigos ayudaba a
contrapesar sus obligaciones de lealtad, cargadas de culpa. Las amistades llevaban en sí su propio
castigo.
La señora D. asistió a una sesión de evaluación en el curso de la terapia familiar debido a un serio
problema conyugal. Durante varios años se había mostrado desinteresada en lo sexual, y había
pensado abandonar al marido, aunque sostenía no tener relaciones con ningún otro hombre. Con
anterioridad había sido remitida para tratamiento psiquiátrico debido a una «ulceración en el bajo
abdomen». Ella casi se mostró divertida cuando recordó que durante un tiempo había ocultado su
embarazo, e incluso su casamiento, a sus padres. Agregó que, desde el comienzo de su matrimonio,
siempre que su madre estaba en la casa le resultaba imposible tener relaciones sexuales con su
marido. La frigidez sexual era la primera defensa de esta mujer, por su culpa a raíz de la deslealtad
que había cometido respecto de sus padres, y sus intentos de separarse eran la segunda.
La señora E., una mujer de 38 años, se estaba recobrando de una reciente histerectomía. En
presencia de su hija de 20 años, le dijo al terapeuta que no le había preocupado el hecho de perder
su funcionamiento sexual. Describió un reciente sueño sexual como prueba de que todo andaba
bien. La hija añadió que ella había tenido experiencias similares tanto en los sueños como con otros
hombres; sin embargo, siempre había sido frígida con su marido. Añadió que tenía que estarle
agradecida a la madre por haberle proporcionado un «buen equipo». Durante todo el examen de sus
relaciones, la hija pareció acusar una fuerte dependencia respecto de la madre. El aspecto negativo
de su mutua ambivalencia se contrapesaba mediante su compartida desvalorización de los hombres
y el sacrificio que había hecho la hija de su matrimonio, supuestamente insalvable. Su incapacidad
para comprometerse con el matrimonio era un acto de devoción inconciente hacia su madre.
El hijo de padres que pelean en forma constante puede sentirse herido, rechazado, sobrestimulado o
deprimido. No obstante, en el nivel de compromiso relacional, el hijo tiende a sentirse obligado a
salvar a los padres y su matrimonio de la amenaza de destrucción.
La hija de un matrimonio que siempre discutía estuvo presente en las sesiones de terapia familiar
sólo durante las vacaciones, ya que asistía a la universidad fuera de la ciudad. Cuando se le
preguntó por su vida social en la universidad, activa aunque bastante incoherente, dijo que era
incapaz de consagrarse a una amistad o salir con muchachos porque siempre pensaba en sus
padres. Como ya no estaba cerca para ayudar o proteger a sus progenitores, le preocupaba la
posibilidad de que se divorciaran o de que su salud corriera un grave riesgo.
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Un padre de tres hijos, en una familia en apariencia separada pero atrincherada de manera
simbiótica, había perdido a los 16 años a sus dos progenitores en un accidente automovilístico. Por
ser hijo único, perdió así a toda su familia nuclear. Respondió a la pérdida con un acatamiento
externo hacia la persona de una tía materna que lo llevó a vivir con ella. Nunca pudo liberarse de
irracionales sentimientos de culpa; por obra de una suerte de amnesia, a menudo se preguntaba (ya
que él también estaba en el auto) si no había sido de algún modo responsable del accidente.
¿Tratábase realmente de una culpa «psicológica» o era expresión de un balance fáctico negativo de
sus obligaciones? Nunca más podría saldar su deuda para con los padres, y era doblemente
culpable por sobrevivir. Estaba tan congelado en su interior que a pesar de ser un marido y padre
que atendía en forma responsable las necesidades de su familia, no podía sostener un compromiso
emocional con su esposa e hijos sin experimentar la sensación de haber traicionado y sido desleal a
sus padres muertos. Irónicamente, la esposa recordó que se había casado con ese hombre por su
capacidad de «devoción perruna». La congelación interna y el estancamiento relacional pueden
parecer, a ojos de algunos, expresiones de estabilidad y confiabilidad.
Muchas mujeres frígidas parecen ser cautivas de obligaciones ambivalentes hacia su anciana
madre, tal como lo ilustra el caso de una familia remitida al consultorio a causa de dos hijos
adolescentes fóbicos a la escuela:
Su madre, la señora A., una mujer activa en lo profesional, había establecido una vinculación
endeble con su marido, hombre reflexivo pero falto de iniciativa. La mujer rechazaba sus pedidos en
muchas esferas de responsabilidad hogareña: la casa estaba descuidada, la comida era preparada
con apatía, etc. Ella informó sobre su frigidez prácticamente total durante el matrimonio. A la vez, se
sentía obligada a invitar a su madre a su casa casi todas las noches. Paradójicamente, la señora A.
sostuvo haberse vuelto indiferente a las exigencias de la madre, ya que había reelaborado sus
obligaciones durante varios años de psicoterapia individual. Sin embargo, cuando se le pidió que
describiese sus actuales relaciones con la progenitora, rompió a llorar.
Durante el segundo año de terapia familiar, la señora A. consintió en invitar tanto a su madre como a
su hermana casada a una sesión especial a la que su marido e hijos no asistieron. Nos enteramos
de que la abuela había llegado al país a los diecisiete años, se había casado con su primo hermano,
y había vivido una vida que, según pensaba, era de continuo sacrificio y dedicación. Ella y el marido
administraban un pequeño negocio y criaron a dos hijas. Después de perder al marido, la mujer vivió
un tiempo con cada una de las dos hijas, por turnos, pero el acuerdo no funcionó. Durante los
últimos años había vivido sola en un departamento, y tenía un trabajo de jornada completa.
La terapia familiar había revelado el dilema insoluble que carcomía a la señora A.: cómo complacer
a su madre, ese ser frustrado, sin amigos, solitario y abnegado. Sabía que si necesitaba ayuda
podía acudir a la madre en forma incondicional, quien estaría contenta de prestarle todo servicio que
necesitara. Por otra parte, la señora A. nunca pudo librarse de un sentido de obligación cargada de
culpas hacia su madre. Ella sentía que tendría que estar capacitada para dar algo más de sí a su
marido y sus dos hijos; sin embargo, siempre que hacía planes para pasar algún tiempo con ellos,
comenzaba a sentirse culpable por el hecho de dejar afuera a la madre.
Cuando la señora A. pudo superar su renuencia y su sentido de desesperanza, invitó a la madre y a
la hermana a una sesión especial; ahora estaba lista para sostener un enfrentamiento triádico con el
sistema de lealtad de su familia.
Los siguientes son extractos de afirmaciones representativas efectuadas por las tres mujeres en
esta sesión especial:
«Hermana: Quería venir a Nueva York, pero me inquietaba la idea de que mamá estuviera aquí. No
quería que mi hermana la hiriera... Tenía miedo de formular graves acusaciones contra mi hermana.
En nuestra relación hay una espina, el modo en que tú [la señora A.] tratas a nuestra madre». [...]
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«Madre: Nuestra relación se acabó. Ya no me preocupa más. Melitta [la señora A.] no tiene tiempo
para mí, aunque también puedo sentirme fuera de lugar con mi otra hija. Estoy contenta de tener un
trabajo de iornada completa aunque tenga setenta años. [Llora].
»Hermana: Mamá, siempre tendrás un lugar a mi lado». [...] «Madre: Melitta, en 1952 yo estaba muy
enferma, en el hospital, pero tú tenías cosas más importantes que hacer. Sin embargo, siempre hice
lo imposible por tus hijos.
»Señora A.: Pero mamá, yo iba al hospital dos veces por día. »Madre: Tal vez, pero cuando te
necesité realmente, cuando tuve que comenzar a caminar de nuevo, no viniste a ayudarme.
»Señora A.: Pero, ¿cómo podría haberlo sabido? No me lo dijiste. «Madre: A mí nadie tuvo que
decirme cuándo mis hijos me necesitaban. Yo estaba allí: cuando los necesité, ellos no estaban.
Para mí, morir y seguir viviendo da lo mismo». [...]
«Hermana: Creo que los hijos de Melitta no tratan bien a mamá; su hija refleja su propia actitud.
Melitta, tú puedes ser amable con un extraño y encogerte de hombros ante tu hermana. Estoy muy
enojada: no eres agradecida con mamá.
»Madre: Melitta, siento que nunca haces nada por mí. No hablemos de amor; ¡pero al menos, cierta
consideración(
»Señora A.: Oh, mamá, ¿crees que no te amo? Siento que hago tanto por ti como tú por mí. ¿No te
das cuenta cuán a menudo modificamos nuestros planes familiares los fines de semana de modo de
poder incluirte? ¿Tengo yo la culpa de no saber cuándo me necesitas si no me lo dices nunca?
»Madre: Yo estuve allí todo el tiempo. Tú no estuviste cuando yo te necesitaba. Te pedí que vinieses
conmigo para comprar un abrigo y dijiste que no tenias tiempo, pero cuando quieres que vaya
contigo, lo hago el 99 % de las veces».
Después de esta sesión, debido tal vez al abierto enfrentamiento de tantos problemas dolorosos y
profundos, la señora A. debe de haberse sentido más tranquila. Tres días después, totalmente por
propia voluntad, se apareció con la madre para asistir a otra sesión especial. La sesión comenzó
cuando la señora A. relató su satisfacción por el hecho de que la madre expresara en forma tan
directa sus sentimientos heridos y airados, Una vez más, la madre insistió en que era mejor que la
señora A. «desapareciera», porque había matado el amor de su madre. La madre agregó también
que sentía vergüenza por tener que decir cuán mal se sentía después de la sesión anterior, cómo
había perdido el sueño y había tenido toda suerte de malestares durante dos días. En cierto modo,
parecía que el ciclo de culpas se estaba quebrando de manera gradual.
Los coterapeutas pudieron ayudar a la abuela, airada y desesperadamente sola, para que hablara
de su propia historia personal. Esta pareció demostrar una silenciosa gratitud hacia los terapeutas
por su comprensión de todos los esfuerzos que había hecho por la familia, recibiendo muy pocas
gratificaciones a cambio. «Cuando alguien me da algo, siento que les debo mucho», dijo a los
terapeutas. Admitió tener dificultades en aceptar nada de nadie. Se describió a sí misma como
alguien que hacía todo dentro de márgenes estrechos, con poca capacidad para la compensación
postergada y la confianza.
Resultaba claro que la mujer había funcionado la mayor parte de su vida de acuerdo con ciertas
pautas fijas. Como individuo, se la podría describir como una trabajadora compulsiva y una mártir.
En función del balance de los sistemas relacionales, desplazaba sobre su hija sus actitudes de
relación introyectadas de su familia de origen. Al hacerlo, ella misma se convertía en hija, y exigía
aprecio por su trabajo de parte de su hija parentalizada, como si esta fuese la madre a quien había
dejado en Europa a los trece años.
Cabe meditar sobre los fundamentos de este desequilibrio relacional interiorizado y congelado:
¿Cuáles eran las pautas de relación de la familia de origen de la abuela? ¿Por qué la madre de la
señora A. respondía revelándose tan hipersensible y culposa cuando se le brindaba cierta
consideración? ¿Por qué se mostraba ciega ante los esfuerzos trasparentes y groseros que hacía
100
por convertir a su hija en chivo emisario? ¿Por qué tenía que inducir en sus hijos una lealtad
cargada de culpas hacia ella? ¿Qué le permitió elegir un marido en connivencia con el cual podía
mantener el sistema? Superficialmente, sólo tenía palabras de elogio por su madre muerta, aunque
también dijo que cuando su marido, a los 29 años, le brindó una oportunidad de visitar a su familia,
ella la rechazó. Por ese entonces sus pautas de lealtad multigeneracional interiorizada deben de
haber estado forjadas en medida suficiente como para mantener un «diálogo interno» [16, pág. 66],
sin ninguna conciencia de la posibilidad de saldar realmente sus deudas. Así, el sistema de
contabilidad original se reproyectaba de manera parcial sobre su familia nuclear, y se requerirían
grandes esfuerzos para imprimir una nueva dirección a su «giroscopio» interiorizado.
Interesa asociar el cuadro obtenido en esas dos sesiones con el que fue desarrollándose durante
más de un año de terapia familiar con el señor y la señora A. y sus hijos.
En sus orígenes, la señora A. era, de manera incuestionable, la madre exigente y franca y la esposa
algo expoliadora que parecía ser inflexible para manifestar sus necesidades y expectativas. La única
expectativa que su marido podía expresar era su constante insatisfacción por su descuido como
ama de casa. A medida que avanzaba el tratamiento y la señora A. comenzó a revelar cómo era su
relación con su madre, apareció en el cuadro como una hija devota parentalizada en exceso; a
disposición de su madre y cautiva de esta.
La señora A. había exhibido una tendencia a llorar en forma profusa en el curso de las sesiones, en
especial cuando se mencionaba a su madre. Su visión de esta última también estaba llena de
paradojas: era un ama de casa desordenada, pero estaba dispuesta a hacer las tareas de la casa en
el hogar de la señora A. Su madre esperaba lealtad, pero se la recordaba como una persona poco
digna de confianza, que no siempre mantenía sus promesas. «Mi madre no es realmente una
persona, no tiene opiniones, es lo que uno quiere que sea. A veces parecería que soy yo la madre.
Vive a través de nosotros, no tiene vida propia. Me siento muy mal cuando voy a nadar al club los
domingos y mi madre se queda sola, sentada en casa. A veces pienso que me sentiré aliviada
cuando se vaya».
La señora A. veía en su hija de 12 años una réplica de su madre, por cuanto la hija la hacía sentir
enojada y culpable en forma casi constante. La hija también sentía que la señora A. la controlaba
mediante sus continuos «regaños», que le generaban culpa. La señora A. informó que en el caso de
su hijo veía en él una réplica de su relación con su padre: era un hombre estimulante, impulsivo,
desafiante.
Como resultado de dos años de terapia, la señora A. se volvió capaz de darse a sí misma como
mujer y se convirtió en una madre más comprensiva y receptiva, en proporción casi directa con sus
deseos de enfrentar y encarar en forma activa sus obligaciones para con su propia madre.
El que en el curso de las relaciones conyugales pueda darse algo más depende de lo rígidamente
congeladas que estén las pautas de lealtad trasgeneracional. ¿De qué manera puede un cónyuge
irrumpir en un cerrado sistema de lealtades entre tres generaciones, y modificarlo, en vez de
sentirse explotado e inculpado por su fracaso?
En los sistemas regidos por la devoción y el cautiverio, el mártir exitoso es quien ejerce la influencia
controladora. Para el sistema analizado antes, es probable que en cada generación una hija se vea
atrapada en medio de las culpas de sus obligaciones filiales no cumplidas. Las obligaciones no se
cumplen debido a la actitud no receptiva, aunque generosa, de cada madre hacia su hija. El dolor
causado por la culpa resultante vuelve desvalida a la hija, con la consiguiente pérdida de capacidad
para relacionarse en otras situaciones. Se perpetúa el modelo de congelación del sí-mismo.
101
Lealtad conyugal obtenida a expensas de la deslealtad vertical
Los matrimonios mixtos desde el punto de vista de la religión pueden, en un comienzo, ser promesa
de compromisos de lealtad insólitamente estables, como si ambas partes, al sentirse desterradas de
sus endogrupos, pudieran formar un nuevo endogrupo. Sin embargo, la ruptura de lealtad para con
su tradición, apoyada de modo mutuo en cada cónyuge, puede enmascarar su individuación no
resuelta respecto de las familias de origen.
La resistencia a enfrentar y revelar la lealtad invisible que ata a cada cónyuge respecto de su familia
de origen es importante en la etapa inicial de toda psicoterapia familiar. Una de las expresiones que
puede adoptar esa resistencia es la desmentida conjunta de la importancia de los lazos con las dos
familias de origen. Otra se revela en la pronunciada disposición de la pareja a analizar como
problema sus dificultades conyugales y sexuales, excluyendo por completo toda consideración de
sus familias de origen. Los terapeutas experimentados pueden entrever una sutil negociación con la
familia, al descubrir en forma continuada los aspectos vergonzantes de ciertos problemas
individuales y conyugales con el fin de no tener que incluir a un abuelo en las sesiones. La
asignación del rol de chivo emisario a un hijo, y la disposición de este a aceptar ese rol, puede
también utilizarse como forma de resistencia ante las posibilidades de una exploración
multipersonal.
Los miembros de la familia pueden definirse como traidores en función de valores culturales
suprafamiliares (es decir, religiosos) interiorizados de modo muy profundo. Hemos observado pautas
multigeneracionales repetitivas de rebelión contra la lealtad religiosa. Cuando mayor sea el rechazo
apasionado que la familia dispensa al miembro tildado de traidor, más probable es que se mantenga
atado al sistema de lealtad, aunque sólo sea en forma de lealtad negativa. El miembro desleal puede
mantener unido al resto de la familia a expensas suyas.
Los padres rara vez son ubicados en el rol desleal y de abierta condenación por sus hijos. Sin
embargo, desde el punto de vista de la justicia humana básica y las obligaciones paternas, los
padres que abandonan a sus hijos se hacen merecedores de ese calificativo, sea cual fuere su
explicación o excusa individual. La ira suprimida por largo tiempo y justificada de manera subjetiva
por el hecho de haber sido entregado en adopción, o abandonado de algún otro modo, puede
irrumpir a través de un desplazamiento sobre los padres adoptivos o la pareja.
Dos rebeldes «desleales» pueden conjurarse en pautas de lealtad mutua y de simultáneo rechazo
de sus respectivos endogrupos, como ocurre en los matrimonios mixtos desde el punto de vista
racial o religioso. Ambas partes se convierten en exiliados de sus respectivos endogrupos, en tanto
que forman un pequeño nuevo grupo de referencia para el que ambos endogrupos originarios serán
exogrupos. No obstante, dichas parejas pueden sustituir el compromiso personal del uno hacia el
otro por una causa común. Revelan la supervivencia de su compromiso latente con sus endogrupos
originales mediante una cruzada apasionada contra sus prejuicios. Incluso dos «desertores» del
mismo endogrupo pueden formar un pequeño exogrupo. La cuidadosa investigación de esos
matrimonios muestra un proceso informal de «adopción», mediante el cual una de las partes se casa
con la otra en la esperanza de adquirir una red familiar con mayor fuerza en su lealtad, a expensas
de sus compromisos originales mutuamente abandonados.
En última instancia, esos matrimonios desleales en forma conjunta son modelos exagerados de las
«auténticas» relaciones de los adolescentes con sus pares. Parte de todo enamoramiento consiste
en el entusiasmo provocado por la trasferencia de lealtad del endogrupo de la familia originaria a
una futura familia nuclear. Otras fuentes de entusiasmo son la atracción sexual, la complejidad de un
encuentro con otra persona, la perspectiva de crear una nueva vida, etc. Sin embargo, es probable
102
que una significativa proporción de esas decisiones conyugales se asocien en forma directa a la
desaprobación parental.
En esos matrimonios, los hijos pueden aparecer bastante pronto, y representar la «causa» con que
el nuevo sistema de lealtad puede pretender justificar la deslealtad que se le imputa respecto de las
familias de origen. Este uso de los hijos los coloca en una postura ambivalente y los convierte en
blanco adecuado de las necesidades ocultas de parentalización de sus padres. En última instancia,
cuando los hijos crecen y están preparados para abandonar la órbita paterna, la perspectiva de una
separación amenaza con privar a los padres de su causa.
En un nivel manifiesto, la pérdida de vinculación de los padres en la vida de sus hijos puede llevar a
la depresión y el agotamiento emocional. En un nivel más profundo, la amenaza de separación
puede hacer que surjan sentimientos de culpa latentes y no resueltos hacia las familias de origen de
los padres. Una de las maneras en que los padres envejecidos de hijos a punto de separarse
pueden revivir, simbólicamente, su lealtad hacia sus familias de origen, es mediante las peleas
conyugales intensificadas, como si su mutua destructividad fuese un sacrificio ofrecido a los padres
abandonados. Además, dichas peleas pueden cumplir el propósito de aferrar a los hijos que se
separan, manteniendo en ellos el compromiso (culpógeno) de cuidar de sus padres desdichados.
La realización personal manifiesta de un miembro de la familia puede usarse como medio para evitar
el crecimiento en todas las relaciones de familia. La persona de éxito puede contribuir con dinero,
influencia política, fama, vinculaciones y distinción cultural como sustitutos del trabajo sobre la
calidad de las relaciones familiares. Con no poca frecuencia hemos observado la coexistencia de
miembros destacados con otros convertidos en chivos emisarios, enfermos psiquiátricos o
delincuentes en la misma familia. A pesar de sus manifestaciones externas divergentes, representan
dos componentes del mismo sistema homeostático de estancamiento.
De manera tradicional, los intereses económicos se utilizan como punto de referencia para la
organización familiar, pero pueden remplazarse para evitar el tener que enfrentar las relaciones de
familia. El dinero puede usarse en muchos niveles como pretexto o sustituto de las respuestas
personales.
El hijo adolescente de un rico e influyente hombre de negocios se vio envuelto en conflictos cada
vez más embarazosos con la ley. Durante el tratamiento quedó en claro que el muchacho
necesitaba (y deseaba en forma oculta) recibir un correctivo del padre. Este hombre, ausente gran
parte del tiempo, sea física o emocionalmente, sólo podía brindar respuestas generales, vagas, y
caracterizadas por el desapego. No obstante, estaba dispuesto a utilizar su riqueza para sobornar al
juzgado o los funcionarios policiales con el fin de evitar que esos «monos mudos» interfirieran. El rol
familiar confirmado y mejor apoyado del padre era el de manipulador exitoso, poderoso e influyente.
Por otra parte, al ofrecer un soborno a los funcionarios privaba al hijo de obtener la respuesta que
necesitaba: hacerlo responsable de su conducta.
En la familia de otro hombre de negocios exitoso en lo financiero un hijo psicótico fue internado
durante muchos años en las instituciones privadas «mejores y más costosas». La actitud de los
padres hacia la condición del hijo era de extrema abnegación y ayuda, como se desprendía del
medio millón de dólares gastado en su tratamiento. Incluso tras un grado considerable de
recuperación, el padre excusó al hijo de 26 años de todo esfuerzo por modificar su existencia
improductiva y fácil afirmando: «Yo tuve que luchar por reunir mis riquezas, tú puedes darte el lujo
103
de conservarlas simplemente». De este modo, el poder y la importancia de la riqueza pueden
convertirse en el mito por el cual se impide el cambio o el desarrollo relacional.
En algunas familias, la única referencia a las relaciones personales gira en torno del dinero. Los
miembros hablan de su confiabilidad mutua sólo al describir el apoyo financiero que se brindan en
casos de emergencia.
Lealtad negativa
La lealtad basada en actos aparentemente negativos es importante para comprender los vínculos
subyacentes en los sistemas de relaciones. El traidor y el chivo emisario, por ejemplo, en realidad no
104
son extraños al sistema del que fueron excluidos: son importantes eslabones en una cadena de
posiciones relacionales complementarias.
Las relaciones familiares, traicioneras en la superficie pero leales en su esencia, pueden ser
descritas por la paradoja del «traidor leal». Históricamente, la bruja ha sido la portadora de roles
negativos para la sociedad del sistema de lealtad. Hay muchos relatos de brujas que por su propia
voluntad, aunque tal vez de modo inconciente, adoptaron la personificación que determinó su cruel
fin. Las actitudes conyugales leales en forma negativa pueden hacer que el íntimo apego de los
esposos corra riesgos, a menos de contarse con ayuda.
En su primera sesión de terapia con su familia, una esposa resentida y llena de vengativa cólera
declaró: «Lo único con que puedo contar, en lo que respecta a mi marido, es la imposibilidad de
contar con él». La mujer se rehusaba a mostrarse afectuosa o tener intimidad sexual con su marido,
y le decía que se fuera adonde quisiera. Sin embargo, el hombre seguía yendo a ella; a veces no lo
dejaba entrar en la casa, y dormía en un auto estacionado afuera.
El marido, un obrero buen mozo de tipo bien masculino, informó que era cierto que él tenía
relaciones con otra mujer, pero que fundamentalmente lo hacía para tomarse la revancha de su
esposa, que unos quince años antes, mientras él estaba en la marina mercante, había tenido
relaciones con otro hombre. Aunque esto podría haber sido utilizado en defensa del hombre en la
sesión de terapia, él se abstuvo de hacerlo. La esposa no negó lo sucedido y añadió que no le
importaba que el marido durmiera con otra mujer siempre que no la molestara en el curso de otros
cinco o seis meses, hasta que ella pudiera enfriarse. También había indicios de que la mujer había
sido una madre negligente con sus hijos.
Los estratos de lealtad y deslealtad entre esas dos personas se complicaron aún más cuando se
reveló que la mujer había sostenido una guerra constante con su madre desde la más tierna
infancia. En una sesión de terapia familiar a la que asistieron su madre y su abuela resultó claro que
ella se había sentido aceptada por su abuela pero rechazada por su madre, una mujer
narcisistamente fría y superficial, y a quien ella nunca pudo expresarle su amor. Su más profundo
resentimiento estaba conectado con la idea de que su madre nunca se había tomado la molestia de
tratar de «enderezarla» de niña. Describió entonces el modo en que luchaba con su hijo rebelde, en
vez de abandonarlo, tal como había hecho su madre con ella. De producirse un enfrentamiento
directo entre ella, su madre y la abuela, la mujer podría haberse vuelto mucho más aceptable,
femenina y dispuesta a aceptar al marido. Una vez que se rastrean los orígenes de los libros
mayores de lealtad en la familia de origen, la necesidad de relacionarse con el cónyuge por medio
de una lealtad negativa habitualmente desaparece.
La dinámica relacional más profunda puede hacer que cada miembro de la familia entable una lucha
permanente por equilibrar sus necesidades de autonomía individual y asegurar su identidad contra
una subordinación a formas de lealtad hacia el sistema familiar que disminuyan su culpa. A1
individuo puede asignársele cierto sector de la red multipersonal de significados, y se espera que se
ajuste a él. Su obligación es participar, y no trastrocar la guestalt de significados personales
entrelazados. En algunas familias, la elección de una persona como chivo emisario ofrece la única
posibilidad para una interacción significativa entre los otros miembros. Cualquier forma de
crecimiento «sano» de parte de alguien desajustaría el equilibrio relacional.
El mártir desempeña siempre el rol más fuerte en un sistema motivado por la culpa, ya que sobre él
pesan menos los sentimientos de culpa. Su sufrimiento devoto mitiga cualquier culpa por
deslealtades pasadas, presentes o futuras. Esta ventaja la comparte el chivo emisario, aun cuando
su camino difiere del propio del mártir. Resulta ostensible que toda aquella persona a quien se le
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asigna el rol de chivo emisario se ve colocada en esa posición debido a la culpa y la condena. Sin
embargo, el hecho de ser rechazado y perseguido en forma colectiva coloca al chivo emisario en el
rol de mártir, con lo cual está en una posición de ventaja para controlar los sentimientos de culpa de
los demás.
Este aspecto es aún más evidente si consideramos las vicisitudes de las necesidades de ajuste en
los chivos emisarios y los inculpadores. Al culpar o rechazar a una persona, el resto de los miembros
de la familia refuerzan su alianza mutua, y cada miembro puede reparar su propia lealtad hacia la
familia. En un sistema relacional homeostático, si no se deteriora mi relación con A., mi relación con
B. no puede mejorar.
Por medio de su rol negativo, el chivo emisario puede disminuir su propia cuenta deudora, cargada
de culpas. La rotación de los roles de chivo emisario o mártir entre los miembros de la familia
permite el balance seriado de todas las cuentas. Tal vez, los miembros no puedan cumplirlo por
medio de actos de entrega positiva. Por añadidura, los tipos de beneficios ofrecidos como
compensación por un miembro pueden no resultar aceptables para los demás. Como resultado
surge un sentido de obligación impaga, aumentando la culpa en uno de los miembros y el sentido de
ser explotados en los otros. Mediante los actos de elección de un chivo emisario y deliberada
victimización, la víctima se ve aliviada en forma parcial de su culpa por la falta de pago y los
victimarios experimentan una temporaria disminución de su frustración por haber sido explotados.
Desde nuestro punto de vista, no sólo importa señalar el sentido relacional de los intentos de un
miembro individual de la familia por expiar la culpa convirtiéndose en chivo emisario, sino también
demostrar un sistema de relaciones que funcione de modo de elegir chivos emisarios por fases y de
manera multidireccional.
En una familia vimos que la elección de chivos emisarios ocurría en forma casi idéntica a lo largo de
tres generaciones. En cada una de ellas había una hermana que desafiaba los valores familiares,
era considerada la «oveja negra», y luego expulsada o exiliada de la familia. En dos generaciones
las hijas traidoras contrajeron matrimonio con hombres de distinta religión, y en la tercera generación
una hija amenazaba de manera constante a sus escandalizados padres con un matrimonio de las
mismas características. El hecho de que los restantes miembros de la familia acataran de modo
rígido los principios de su religión hacía de esto un pecado imperdonable. La familia reaccionó
condenando al ostracismo a esas mujeres; ellas, a su vez, vivían su vida en un exilio
ostentosamente elegido por ellas mismas.
Interesa contrastar el extremo rechazo del chivo emisario con las relaciones «estrechas» de manera
uniforme y no separadas en lo individual de los demás miembros de la familia. Ellos vivían en una
forma singularmente falta de individuación respecto, incluso, de sus más importantes decisiones
personales. La menor desviación de esa postura unánime, como, por ejemplo, el hecho de planificar
unas breves vacaciones, implicaría una deslealtad inaceptable. Cabe presuponer que esa lealtad tan
excesiva sólo puede mantenerse si se la contrapesa con el extremo distanciamiento del chivo
emisario.
Tanto las pautas de relación positivas como las negativas eran componentes de un sistema total de
relaciones, más que relaciones humanas distintivas por propio derecho. En la generación más joven
el rol malo (rebelde, desleal, desconsiderado) de la hija, aunque emocionalmente sano
(independiente, brillante), se veía contrapesado por el rol del único hijo, bueno en lo moral (leal,
siempre disponible, preocupado, devoto) y enfermo en lo emocional (psicótico crónico, improductivo,
dependiente). Parece ser que en ausencia de otros miembros con quienes compartir la carga, el
muchacho tuvo que soportar las consecuencias de la extrema devoción hacia los padres, en una
interminable unión simbiótica. La hija, si bien era ostensiblemente desleal y molesta para los demás,
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también cumplía en forma devota, por cuanto -como era de prever- desempeñaba el rol de lealtad
negativo y, de esa manera; se ofrendaba a la familia como complemento de la lealtad positiva de
esta.
Cabe presuponer que una obligación de lealtad familiar negativa puede cumplir un papel en el
fenómeno que Freud [39] describió como «reacción terapéutica negativa», en el que el paciente
muestra un deterioro sintomático después que el analista exterioriza aprecio por sus progresos
terapéuticos. Freud asociaba el fenómeno con el sentido de culpa inconciente del paciente, y su
necesidad de castigo (o sea, su masoquismo). Desde nuestro punto de vista, una reacción
terapéutica negativa puede estar codeterminada por la lealtad del paciente hacia el sistema familiar
simbiótico. En este sentido la reacción misma es, por cierto, «psicológicamente incorrecta», ya que
el fenómeno se afirma en el sistema multipersonal de obligaciones, más que en la psicología del
individuo.
Los terapeutas deben estar alertas ante las pruebas de conducta de esas pautas ocultas de relación
familiar. Un hijo puede ser orientado hacia una conducta negativa deseable de modo oculta
mediante mandatos repetitivos en sentido inverso: aprendiendo qué es lo que no debe hacer. En la
medida que los padres se hacen grandes problemas prohibiendo la conducta marginalmente
delincuente, sin saberlo dan su aprobación ofreciendo una confirmación de identidad negativa como
principal opción relacional para el hijo. El diálogo entre padre-hijo se vuelve patológico, no tan sólo
debido a la existencia de una confirmación negativa, sino porque se destaca con exageración en
forma selectiva y porque el diálogo entre padre e hijo en esencia se circunscribe a una sola
dimensión.
107
Sacrificio del desarrollo social como acto de devoción latente
Ciertos sistemas de relaciones se mantienen con el objeto de rehuir las implicaciones de las
lealtades negativas o, en un sentido más amplio, para no tener que enfrentar y saldar cuentas
multigeneracionales de méritos y obligaciones. Familias enteras Pueden verse obstruidas de manera
excesiva en su funcionamiento por la culpa debida a la explotación de los miembros. Como los
hechos esenciales de sus libros mayores de justicia nunca son examinados, estas familias
constituyen sistemas de relación menos elásticos que aquellos de cuyos miembros se espera que
enfrenten el balance de justicia y se preocupen por la reciprocidad de obligaciones. Un joven
miembro de una familia bloqueada al máximo puede buscar, de modo intuitivo «tomar fuerzas
prestadas» al casarse con un miembro de una familia «más fuerte» que evite en menor medida la
contabilidad sensible y responsable de la justicia relacional. Esta capacidad de valor y sensibilidad
debe distinguirse de la abierta expresión de los sentimientos personales por parte de los individuos.
Esto último, no prueba de por sí, la apertura de la familia a la indagación de las cuentas de justicia y
mérito. Divorciada de su significado dentro del contexto de las relaciones, la mera expresión de
sentimientos posee escaso valor.
Cuando hacemos referencia a la fortaleza comparativa de las familias debemos destacar que el
poder, en el sentido corriente, es el grado de individuación que los miembros pueden alcanzar en la
familia. Su diferenciación como personalidades independientes debe permitirles vivir «con
autenticidad» bajo la égida de un principio intrínseco del sí-mismo. Esa persona puede luchar por
integrar sus necesidades emocionales del momento con las consecuencias a largo plazo de sus
acciones. No es ni una mera víctima condenada al autosacrificio ni un mártir, así como tampoco un
egoísta descuidado que niega las necesidades y derechos de los demás.
Bowen menciona una escala de «diferenciación del sí-mismo» [22], y la concibe como cuantificable
en forma intuitiva del 0 al 100, donde 0 categorizaría lo que denomina «masa yoica indiferenciada»,
y 100, un estado ideal de diferenciación del sí-mismo. Sin entrar a analizar el sistema teórico de
Bowen, creemos que debe hacerse más hincapié en las características de los sistemas de relación
como un todo, que en la primacía del pensamiento o del sentimiento en los individuos. Ninguna
personalidad auténticamente independiente puede sustentarse sin una capacidad de enfrentar el
libro mayor de responsabilidades recíprocas.
Un acuerdo sobre chivos emisarios en las familias puede servir para evitar las lealtades familiares no
resueltas. Empero, la elección de chivos emisarios tiene múltiples determinantes, y para evitar las
lealtades familiares no resueltas. Sin embargo la elección de chivos emisarios tiene múltiples
determinantes, y desempeña una serie de propósitos dentro de la familia nuclear. Es posible
enmascarar la penosa discordia conyugal de los padres mediante la asignación del papel de
culpable a alguien. El hijo tomado como chivo emisario también puede servir de objeto de
parentalización, contra el cual los padres pueden exteriorizar su hostilidad acumulada y dependencia
encubierta. Por añadidura, tal como ocurre en el caso de cualquier desequilibrio de la conducta, el
fin posesivo o de retención objetal de la maniobra de elección del chivo emisario es un importante
determinante motivacional. Er_ un nivel aún más profundo, la disposición sobre chivos emisarios
puede entrelazarse de manera significativa con el sistema de obligación de lealtad de la familia de
origen del progenitor. ún progenitor puede no tener conciencia del modo en que utiliza sus
interacciones con el niño para evitar el enfrentamiento con sus propios conflictos no resueltos de
separación y maduración. Las nociones concientes que tiene el progenitor sobre la separación de
sus propios padres pueden enmascarar, sencillamente, sus sentimientos latentes de obligación y
culpa acerca de la deslealtad. Por último, el chivo emisario voluntario puede recibir el beneficio
encubierto de ser el miembro bueno y leal de la familia.
108
El caso de una niña de doce años con fobia a la escuela ilustra en parte las complejidades de
entrelazar las motivaciones ocultas. Por la época en que la familia fue derivada a la División de
Psiquiatría Familiar, Alice no había asistido a la escuela durante más de un año debido a su
propensión a ser víctima de temores incontrolables'y las náuseas consiguientes. Los padres
presionaron en gran medida al terapeuta para internar a su hija, a quien describieron como en un
estado de agitación incontrolable, amenazando con hacer trizas sus ropas, golpearse en las paredes
de la casa del vecino, etc.
Uno de los primeros indicios obvios acerca de la dinámica de ese sistema familiar fue la histérica
agresividad de la madre hacia el marido, manso y dócil, y hacia el terapeuta. Tras la primera sesión
de evaluación, el padre llamó a este y se quejó de no saber cómo convencer a la esposa de que
aceptara la idea de la terapia familiar como sustituto de la internación de Alice. El terapeuta lo alentó
a examinar las maneras en que pudiera mostrarse más fuerte y seguro de si mismo y, de ese modo,
ayudar a su familia.
Al día siguiente recibimos un mensaje según el cual la propia esposa había sido admitida en una
clínica psiquiátrica. También nos enteramos de que durante ese periodo Alice se comportaba
«maravillosamente bien». Según los informes del padre, cocinaba y hacia las tareas de la casa
mejor que la madre. Esta última fue dada de alta de la clínica dos días después, y al cabo de una
semana pudimos persuadir a los padres para que forzaran el retorno de Alice a la escuela. A la
madre le aconsejamos realizar tareas como voluntaria en la escuela durante varias semanas, para
ayudar a que Alice se quedara allí, y ayudarse a sí misma a enfrentar su angustiosa soledad durante
el proceso de separación. Casi de inmediato Alice retomó su anterior nivel de buen rendimiento
escolar. Asimismo, al sentirse tranquilizada por la creciente participación de la madre en el proceso
terapéutico, se permitió hacer nuevas amistades entre el grupo de pares (toda una novedad en
Alice).
A medida que nos enteramos de las fantasías personales de la madre, descubrimos que creía que la
hija se quedaba en casa en vez de ir a la escuela por miedo a que la madre no pudiera, por sí sola,
realizar los quehaceres domésticos en forma competente. En el mismo contexto salieron a relucir
tempranos recuerdos de su propia madre, quien había estado ausente del hogar la mayor parte del
tiempo.
Durante varios meses en el curso de la terapia, la madre produjo recuerdos casi exclusivamente
negativos de su familia de origen. Luego, y de modo gradual, tuvo lugar una reversión casi total. Ella
comenzó a mostrar preocupación por la imagen que podrían tener de ellos sus familiares. Empezó a
preguntarse si ella misma había sido justa con su madre y hermanas. Este cambio en la lealtad de la
madre hacia su familia de origen coincidió con la cada vez mayor toma de conciencia, por parte del
padre, de sus obligaciones hacia su madre. Nos enteramos que el hombre había crecido en una
atmósfera de continuos reproches, en que la madre había reñido al padre en forma abierta por sus
hábitos de bebedor. Sin embargo, él recordaba a su padre como un trabajador conciente que
proveía de manera adecuada a las necesidades de la familia. Recordó que al poco tiempo de la
muerte de su padre, uno de sus hermanos abandonó a su esposa e hijos, perdió su trabajo
responsable y se mudó a la casa de la madre, en la que comenzó a beber fuerte y se hizo objeto de
continuas y amargas reprimendas de la progenitora. En ese punto de la terapia también salió a
relucir la correspondencia secreta que había tenido lugar entre el padre y su madre. Un hecho clave
se desarrolló cuando en el curso de una sesión de terapia se produjo un abierto enfrentamiento
entre la abuela paterna y la esposa, y la abuela afirmó su derecho a proteger al hijo contra su poco
razonable esposa.
109
Podemos postular un desarrollo del superyó conflictuado en forma bastante insidiosa en el hijo, que
en este tipo de familias actúa como chivo emisario. Por la época en que se desarrolló el síntoma de
fobia a la escuela, Alice debió elegir entre dos opciones contradictorias para cumplir con sus
obligaciones filiales: alcanzar un rendimiento responsable en la escuela, o mantenerse lealmente
asequible hacia la madre y, en un sentido más amplio, a la familia. Ese desarrollo superyoico
«contraautónomo», al que ya nos hemos referido en otro lugar [1], guarda relación con la definición
freudiana [42] de ciertos tipos de caracteres, «aquellos que fracasan cuando triunfan», compelidos a
ello por su conciencia moral. Sin embargo, desde nuestro punto de vista esas características
individuales sólo configuran parte del real balance relacional. Para Álice, la culpa era mayor en
relación con el hecho de separarse de la madre y la familia que con la «mala» conducta. Nos
impresionó más la excesiva preocupación de la niña por los padres, que por sus propios temores y
dependencia. En general, en cuanto los niños fóbicos a la escuela y sus familiares se enfrentan con
sus lazos invisibles de lealtad, los hijos pueden volver a la escuela y rendir, al menos, en un nivel
medio. Resulta importante destacar que el mantenimiento de una pauta de familia patógena no sólo
lo comparten los padres y el hijo que desempeña el papel de chivo emisario, sino también 'el
«hermano sano».
Escisión de la lealtad
La lealtad escindida, en el sentido de rechazar en forma simultánea a una persona y mostrarse
devoto de otra, puede ser fuente de gran dolor psíquico y frecuente causa de intensos celos. Es
probable que los síntomas paranoides de los celos se basen de manera fundamental en un triángulo
relacional interiorizado que explotaba la lealtad de una persona para obtener la devoción de otra. Un
joven amante ofrece sus mejores cartas de presentación relacionales a la persona que está
cortejando.
Al mismo tiempo, su familia de origen puede ver en él un ser sucio, desconsiderado y negligente.
Una madre puede herir al hijo mostrando su devoción por los extraños en presencia de aquel. La
esposa de un médico a menudo siente que su marido se dedica de lleno a sus pacientes. El dueño
de un perro puede explotar al animalito sin saberlo, despertando su devoción y, a la vez, negándose
a considerar las necesidades del ansioso perro. Como el hecho de llevar libros mayores se basa en
una contabilización cuantitativa de méritos, se deduce que la comparación del grado de devoción
recibida es una dinámica relacional más importante que el grado absoluto de devoción de que se
goza. Los celos son el indicador más sensible de la avidez de confianza y lealtad que experimenta
una persona.
Otros compromisos de lealtad escindida fueron vistos como factores cruciales en la vida familiar del
clero, entre los ministros y rabinos. Estas profesiones tienen su origen en roles sacerdotales de la
antigüedad, mágicos y omniscientes. Entonces, en un sentido estricto, Dios nunca tendría que verse
relegado a un segundo plano frente a la lealtad debida a los seres humanos. No obstante, esposa e
hijos suelen poner a prueba las lealtades comparativas del clérigo como marido y padre.
110
lealtad del paciente, la trasferencia negativa que se produce es bienvenida, porque puede mejorar el
sentido de lealtad hacia los padres reales o interiorizados.
Hay «palancas» terapéuticas de importancia que también se relacionan con los intentos de la familia
por escindir su lealtad hacia un equipo de tratamiento, como parte de sus profundas actitudes de
trasferencia. En forma análoga, muchos padres ponen a prueba la devoción del terapeuta hacia sus
propios hijos y pareja, como si representasen rivales reales que pugnan por obtener el favor de
aquel.
Los especialistas en terapia familiar suelen observar que un cónyuge, al desarrollar una culpa
creciente por su deslealtad hacia los padres, puede llegar a sentir rechazo por su pareja. Esto puede
aparecer como una adecuada movida de equilibrio destinada a apaciguar a los padres reales o
interiorizados. Desde el punto de vista del individuo, algunos de los fenómenos de lealtad escindida
también pueden caracterizarse como esfuerzos de compensación desplazados. Un ataque casi
asesino al cónyuge puede aliviar la propia culpa por el resentimiento experimentado hacia los
padres. Cuanto mayor es la culpa por la deslealtad vivida hacia los padres que provocan
resentimiento, mayor será el rencor descargado en el ataque al blanco del desplazamiento.
Los intentos de analizar los desplazamientos, proyecciones y otras actitudes inapropiadas y (desde
nuestro punto de vista) retributivas de los padres hacia los hijos siempre serán incompletos si no se
toma en cuenta la manera en que esas relaciones se afirman en otras anteriores. La razón de todo
desplazamiento «irracional» reside sólo en parte en la incapacidad «psicológica» del progenitor para
discriminar en lo emocional entre dos fronteras intergeneracionales de obligación inconciente,
cuando ambas infringen de modo simultáneo su sentido de injusticia o tolerancia deteriorada hacia la
culpa. De acuerdo con las leyes de la verdadera justicia dañada, la compensación efectuada en
determinada dirección no puede reequilibrar en forma permanente la falta de pago hacia la otra
generación.
Hasta cierto punto, todos los matrimonios soportan el peso de las cuentas de lealtad no saldadas de
los cónyuges hacia sus respectivas familias de origen. Cuanto más se nieguen de modo infructuoso
dichas lealtades, o trate de renunciarse a ellas como expresión de deseos, más se sobrecargarán
las cuentas ocultas de los roles conyugales' y parentales de la familia nuclear. Por lo común, lo que
motiva el desplazamiento de las sobrecargadas cuentas hacia futuras relaciones no es una
imposibilidad imaginaria, sino real y verificada por el tiempo, de restaurar el equilibrio en las
relaciones originarias del padre. En consecuencia, el alivio terapéutico más eficaz para todos los
miembros de la familia interesados debe ser consecuencia de la indagación del vínculo entre
progenitor y abuelo. No obstante, es comprensible que las mismas razones que han creado la
necesidad de negar las cuentas intergeneracionales de obligaciones generarán una resistencia a
enfrentarlas en la terapia.
Por contraste con la psicoterapia individual, la terapia de familia o basada en las relaciones de
parentesco procede a eliminar paso a paso estratos cada vez más profundos de definiciones de
111
lealtad poco auténticas. Los padres pueden iniciar la terapia con sus quejas acerca de un hijo hostil
o de su relación conyugal. El problema puede plantearse en función del resentimiento que uno de
los cónyuges experimenta por el hecho de ser explotado sexual o emocionalmente por el otro. Por lo
general, todas las referencias a la generación de los abuelos se suprimen o se las juzga
improcedentes respecto de los problemas tratados.
En otros momentos, el origen intergeneracional de los conflictos de los padres sólo se disfraza en
forma tenue, y está siempre listo para hacer irrupción. En apariencia la esposa puede ponerse de
parte del marido al criticar la conducta de la suegra durante su última visita. El marido puede estar
de acuerdo, y escribir una carta llena de críticas a su madre, culpándola por mostrarse fría con los
nietos, comprarles regalos innecesarios o inútiles, irse demasiado pronto, etc. Al día siguiente puede
producirse una fuerte discusión, y el marido, de modo impulsivo, alinearse junto a sus padres y
contra la esposa, a quien decide dejar. En otros casos nos enteramos que hay impotencia,
eyaculación precoz o demorada, frigidez, temor de los impulsos asesinos, etc. En muchas
circunstancias estos «síntomas», que resistieron la terapia individual durante años enteros, pueden
acusar una rápida mejoría cuando la indagación trigeneracional se torna productiva.
Una forma de vinculo de lealtad esclavizante y repetitivo es el ejemplificado por una pauta
multigeneracional de cuidados maternos martirizados. Una madre puede forjar obligaciones que atan
a su prole al dar demasiado de sí y no aceptar o exigir nunca una compensación del hijo. De esta
manera los padres, convertidos en aparentes mártires, refuerzan las obligaciones culposas del hijo
hacia sus providentes y abnegados progenitores. El resultante libro mayor de obligaciones de los
hijos muestra una cantidad inmensa de deudas de lealtad, que nunca pueden reducirse de manera
significativa.
Los padres convertidos en mártires aparentes pueden producir en su hijo una permanente ansiedad,
combinada con un amargo resentimiento, y crear obligaciones cargadas de culpa así como una
capacidad altamente desarrollada para manipular la culpa de los otros. Como los padres utilizan al
hijo como sustituto, con el fin de reequilibrar el balance de las cuentas que quedaron sin saldar con
los propios padres, han perdido de vista el contexto apropiado para cumplir su tarea. Pueden
deshacer el nudo sólo acercándose de nuevo hacia los propios padres, en la esperanza de que
antes que sea demasiado tarde puedan inducir pautas más generosas en sus relaciones. En otros
casos, una o varias personas reciben un tratamiento prejuicioso dentro de la familia.
Una forma específica del vínculo de lealtad es aquel en que el hijo tiene que saldar la obligación
irreconciliable del padre hacia un abuelo; por ejemplo, si el progenitor ha tenido que mantenerse
disponible después que el abuelo enviudó o fue abandonado por la esposa:
El hijo de un hombre de negocios agresivo y despiadadamente egoísta abandonó la idea de llegar a
ser ingeniero tras la temprana muerte de su madre, e ingresó a la empresa paterna. Durante los
veinticinco años siguientes el hombre pareció convertirse en una mezcla de imitador del padre, por
un lado, y de espectador que aplaudía a regañadientes los éxitos de este último, quien había
realizado una hazaña casi épica al elevarse en lo económico desde su medio de origen, de
inmigrantes muy modestos. Supuestamente, el hijo asumió formas éticas más estrictas de realizar
los negocios. El padre comparaba todo el tiempo la ineficacia del hijo con sus propias formas,
astutas y arteras, de conducir los negocios. Por ser virtuoso y respetuoso de la ley, el hijo se vio
atrapado por la necesidad simultánea de tener que rebelarse contra los métodos del padre en tanto
que se mantenía leal al sistema básico de valores adquisitivos de aquel. Siempre que el padre
trataba de convertir al hijo adolescente en público admirador de su sistema de valores, el hijo lo
rechazaba, como si se ubicara en la escala de valores del abuelo. El nieto, un ser aventurero,
desafiante y rebelde de modo activo, se convirtió en crítico de la pasiva posición del padre, en
esencia la de un perdedor.
112
Los problemas del dar y el recibir deben aclararse antes de definir los criterios de explotación
relacional. En contraposición con lo que sostienen las concepciones populares, el hecho de esperar
y exigir responsabilidad del hijo equivale a las formas más cruciales de dar de parte de los padres; la
crianza permisiva o «liberal» del hijo se equipara a una forma de explotación que elude obligaciones
y abriga la encubierta esperanza de que el hijo asuma un papel adulto en forma prematura, es decir,
que sea parentalizado.
En términos del sistema, una parentalidad indulgente y dadivosa en demasía implica una tiranía de
la permisividad. El hijo que no ha recibido suficiente orientación de sus padres respecto de los
valores vigentes tiende a crecer en medio del resentimiento para con toda forma de autoridad, que
para él representa en una forma simbólica a los padres despreciados, poco exigentes pero
sutilmente expoliadores. El hijo sentirá que «ellos» no se preocuparon lo suficiente por él como para
guiarlo y orientarlo, y, en consecuencia, lo privaron de valores interiorizados: «No me enseñaron lo
que está bien o está mal». De manera inconciente, el hijo de esos padres tiende a desplazar su furor
contra supuestos tiranos, como si estos fueran responsables por hacer del mundo algo tan tremendo
y caótico. Algunos de los contestatarios más violentos de cualquier «sistema» político son los hijos
de padres liberales de clase media alta, que han recibido una crianza permisiva.
La misma «ética» familiar básica puede explicar situaciones en que cualquier relación extrafamiliar
de los hijos con sus pares, en especial cuando existen perspectivas de matrimonio, se considera
como una verdadera traición:
Una forma compleja de evitar en connivencia el enfrentamiento con la culpa creada por la deslealtad
que implica la individuación se observó en una familia en la cual había existido conducta incestuosa
durante muchas generaciones.
En un comienzo, la persona derivada fue una hija, por su retraimiento casi psicótico y su depresión
agravada con ideas de suicidio. Como el caso fue derivado a una institución en que uno de los
autores actuaba como consultor de terapia familiar, tras varios meses de infructuosos afanes de
tratamiento individual se sugirió una entrevista exploratoria con la familia. Con anterioridad, el
terapeuta individual había visto una vez a la paciente con uno de sus hermanos. Todo intento por
indagar en temas sexuales resultó bloqueado. El trabajador social observó que la preocupación del
hermano por su hermana parecía teñida de una ternura heterosexual.
La paciente estaba preocupada por el recuerdo de haber sido supuestamente mordida por un perro
en la «vagina» cuando tenía tres años.
Agregó que desde entonces había estado buscando la clase de comida adecuada para contrarrestar
los efectos del hecho. Se le había diagnosticado una «reacción esquizofrénica».
La madre y siete de los diez hermanos, incluida la paciente, aparecieron en el consultorio para la
sesión de evaluación familiar. Al principio tuvo lugar una vivaz discusión sobre el modo en que los
miembros de la familia se consideraban seres humanos superiores, a pesar de que el padre había
113
abandonado a la familia y vuelto a vivir con su madre. En apariencia, el sentimiento de superioridad
era inducido, en vista de que a ninguno de los hermanos se le permitía jugar con otros niños, para
evitar el contacto con lo que se consideraba un vecindario malo. La mayoría de los hermanos tenían
gran capacidad para el trabajo en el campo de las artes o de los negocios, desafiando las
desventajas de su grupo de origen minoritario.
En la entrevista se reveló que había habido casos de incesto entre el padre y varias de las hijas.
Tras una vivaz discusión, la sesión terminó cuando varios miembros destacaron el hecho de que, a
pesar de su conocimiento del incesto paterno, preferían considerar los aspectos buenos de esa
familia y la de sus padres.
A la siguiente sesión sólo asistió un hermano que estaba viviendo con la «paciente». Procedió a
analizar la manera en que su hermana había tratado de seducirlo varias veces, sosteniendo que otro
hermano también había tenido relaciones sexuales con ella. El especialista en terapia familiar alentó
al hermano a considerar el problema junto con la hermana y el otro hermano. En el curso de las
siguientes sesiones se reveló que la paciente había tenido su primera experiencia sexual con el
hermano de la madre, un ministro religioso casado. Por añadidura, se descubrió que de jovencito
uno de los hermanos había tenido relaciones sexuales con la esposa del tío.
A medida que las indagaciones descubrieron una faceta tras otra de la relación, comenzó a surgir en
todos sus ricos detalles el cuadro entero del sistema de lealtades entrelazadas de los miembros, su
adhesión al mito de superioridad y su sexualidad incestuosa. Lo que en un comienzo era una
búsqueda de lealtad y encubrimiento del «pecado» del padre se convirtió en investigación en gran
escala de los antecedentes incestuosos dentro de la familia materna de origen. Fácilmente se
advertía que la intensidad de la vinculación en las relaciones de esa familia era difícil de comparar
con la de los pares. Se veían obstaculizados de modo serio en su lucha por alcanzar una auténtica
identidad individual a raíz de su culpa por pautas secretas de incesto, las que impedían la resolución
del mito simbiótico de superioridad familiar.
Desde el punto de vista de la terapia individual, debió de considerar a la joven como un caso
fronterizo de psicótica depresiva, inhibida, y algo evasiva ante los interrogatorios. En el nivel del
sistema relacional fue posible observar la lucha de poderes desencadenada, Sujeción contra
autonomía. El dominio simbiótico que ejercía sobre la hija era dramático y manifiesto, posiblemente
reforzada por la amenaza de pérdida del marido a raíz de la enfermedad física N te. El equipo
terapéutico esperaba que la hija tuviera alguna autonomía, como lo indicaban las relaciones
marginales podía sostener con los hombres. Ella había tenido dos novios. Unos años atrás había
pensado casarse con uno de ellos, pero por alguna razón lo perdió. El otro le llevaba quince años, y
114
se había esbozado durante ocho sin mayores perspectivas de matrimonio. Persona dependiente de
modo extremo, sin ingresos, que vivía los cheque de beneficios sociales de su anciana madre de 82
años, y de la señorita S.
Siguiendo el modelo de lucha por el poder, la estrategia terapéutica debería diseñarse de manera de
contrarrestar la intromisión simbiótica de la madre y reforzar toda tendencia a la autonomía en la
hija. Sin embargo, si el sistema se formula de acuerdo con un modelo de compromiso de lealtad
cargado de las ha, la terapia debería diseñarse de modo tal de reequilibrar.
Obligaciones fijas, perjudiciales y negadas de los miembros. Al observar este tipo de familia, el
terapeuta tiene la impresión de que los miembros están atados el uno al otro de manera tal, como en
secreta alianza contra la sociedad. La madre la de a «proteger» a la hija contra toda participación
seria en 'da, en tanto que esta última no quebraría nunca su alianza primaria con la madre. Su
fuerza de cohesión más profunda parece arraigada en la culpa. La culpa por la deslealtad o la
traición puede existir en cualquier grupo; y es posible que en forma exagerada en los sistemas con
libros mayores intergeneracionales sobrecargados. De modo específico, el niño en proceso de
desarrollo y el adolescente enfrentan una serie de períodos críticos en que el crecimiento y la
separación se vinculan a la culpa por abandonar al progenitor.
Sin embargo, en ciertas familias como la de S., la culpa por la deslealtad se veía aumentada por el
horror de las desdichas y los pecados secretos. La lucha por la supervivencia individual parecía
basarse en la pauta de esgrimir culpa contra culpa. Por ejemplo, cuando la hija enfrentó la elección
entre mudarse de su hogar o continuar con su autodestructiva existencia, de negación de su propia
personalidad, la excesiva lealtad hacia la familia comenzó a trasgredir su umbral de culpa, y empezó
a castigarse a si misma enfermando psíquicamente. A la vez, ella podía utilizar la enfermedad como
herramienta para hacer que su madre sintiera culpas. En respuesta, esta disminuía la presión de sus
maniobras inductoras de culpa, expresaba preocupación por la enfermedad de la hija, y lloraba
desesperada. En ese momento la hija decía llena de furia: «Madre, no llores».
Acerca de este sistema se obtuvieron posteriores indicios entrelazados de manera fatal cuando se
formularon a la madre preguntas sobre su propia infancia. Ella respondió que habían ocurrido
muchas cosas horribles. Desde su más tierna infancia se vio obligada a ejecutar música como
miembro de una familia de artistas funambulescos. Sin entrar en mayores detalles dio a entender
que, atada por la lealtad, no podía revelar los vergonzantes secretos que debió compartir como niña
que crecía en compañía de comediantes que viajaban de una ciudad a otra. Su vergonzoso pasado
engendró la lucha emprendida por ella durante toda su vida para crear un estilo de vida tradicional
de clase media a partir de una pauta familiar de marginados sociales.
La familia sólo asistió a una sesión de evaluación, y por consiguiente resulta difícil predecir de qué
modo podrían haber realizado progresos en el curso de la terapia. Por un lado, un signo favorable
era que en una primera evaluación pudo revelarse una parte tan grande de las penosas obligaciones
115
de la madre sobre lo que tenía que ocultar y negar. La hija estaba atrapada por sus propias
obligaciones familiares, relacionadas tanto con la perspectiva de la solitaria viudez de la madre,
como con el endeudamiento multigeneracional de sus padres.
El mecanismo de «culpa contra culpa» se asemeja al sistema de chivos emisarios, por cuanto
también está regido por la dimensión motivacional más poderosa: la culpa. No obstante, mientras
que en la interacción con el chivo emisario la culpa se acumula en el victimario, en la interacción de
culpa-contraculpa el mutuo martirio carece de una relación de causa y efecto entre la victimización
del otro y la consiguiente culpa en quien la hace perpetua. Es mortal la lucha entre una madre que,
debido al propio papel de víctima que cumplió en la infancia, se siente justificada en parentalizar a
su hija, y la hija cuya vida se marchita en una parálisis autoperpetuada. Este sistema es más rígido y
sutilmente más hostil que el acordado sobre la base de una elección de chivos emisarios. El hecho
de pelear culpa contra culpa, no puede llevar muy lejos a la hija en el proceso de emancipación. Ella
tendría que descubrir nuevos y efectivos medios de ayudar a sus padres, con el fin de reequilibrar el
balance de su «heredada» cuenta negativa de obligaciones hacia sus padres.
Esta conducta, con frecuencia paradójica, irrita y desilusiona al terapeuta. Pero él puede tratar de
manejar la situación por varios medios. Por lógica, tal vez se incline a sugerir a la familia que asista
a una sesión más, y analice su decisión en forma más profunda y detallada. A menudo la familia
interpreta esto como un modo de responder a necesidades personales del terapeuta, que rechazan
con visible satisfacción. También sucede con regularidad que la familia excluye, en la conversación
telefónica, siquiera la posibilidad de asistir a otra sesión. Ellos pueden pedir que el miembro
designado como paciente sea derivado a terapia individual, lo cual es incoherente por completo, si
se tiene en cuenta su aparente comprensión de la dinámica familiar.
La explicación más probable de este fenómeno es que ciertas familias asisten a la sesión de
evaluación imbuidas de una serie de expectativas preexistentes dentro de las que se encuadrará el
terapeuta, no importa lo que suceda o se diga durante la primera hora de evaluación. Posiblemente,
se esté alistando al terapeuta en forma encubierta (por medio de la trasferencia) para ayudar a hacer
un nuevo balance de las tempranas frustraciones infantiles de los padres. Es concebible que estos
experimenten una súbita disminución de la culpa que sentían por su obligación no saldada hacia sus
progenitores; el alivio contrarresta la culpa que puedan sentir por la actual explotación de que es
objeto el terapeuta. De ese modo cumplen la doble hazaña de vengarse de otro y «lavar de culpas»
a sus padres. La economía psíquica de dicha estrategia relacional para la familia es evidente,
aunque sus miembros tal vez recién experimenten sus efectos al cabo de varios días. Esta
116
designación de un chivo emisario ahorra los golpes de la venganza a los verdaderos parientes
carnales, y con frecuencia la satisfacción emocional de los miembros de la familia perdura por algún
tiempo, después de rechazarse al terapeuta. Los penosos sentimientos de rencor, largamente
acumulados, al final se ponen en acción sin que causen mayor grado de culpa. De esa manera, la
mutua lealtad entre los miembros crea una suerte de íntima trabazón, desconocida en la terapia
individual.
Por supuesto, este empleo de la situación propia de la terapia familiar no sólo no es terapéutico, sino
que además resulta antiterapéutico. Puede generar pautas duraderas de evitación y negación. Los
mecanismos evasivos del desplazamiento, la elección de chivos emisarios y el acting out
inadecuado se refuerzan en forma emocional. En un sentido dinámico, a la larga la familia sale peor
parada. El conocido fenómeno de la perpetua búsqueda de comparación entre instancias
terapéuticas individuales se ve aquí reforzado por la fuerza colectiva del proceso familiar.
Hay que establecer cómo puede manejarse este tipo de conducta de manera eficaz y terapéutica
para los miembros de la familia. jJna de las medidas que se pueden adoptar para encarar el
problema consiste en que el terapeuta demuestre inmediata curiosidad acerca de las relaciones de
la familia extensa, con específica relación a las dos familias de origen de los padres. Al reenfocar la
atención en esas fuentes originarias de sentimientos profundos, negados o reprimidos, el experto en
terapia familiar obtiene una «palanca» que le permite actuar como valiente guía en esas cenagosas
aguas. No obstante, es probable que en cualquier momento se le asigne el papel de sustituto
simbólico de esos arcaicos personajes. Con preferencia, él tiene que convertirse en foro de la
investigación y aliado potencial contra introyecciones acusatorias y punitivas. Al mismo tiempo,
tratará de no reforzar una actitud de condena hacia las familias de origen.
Al buscar cualquier indicio mínimo en el modo en que las relaciones familiares del pasado son
descritas, o bien se niegan en forma evitativa y se desplazan en un hijo (o incluso en él mismo en
esta etapa inicial), el terapeuta puede obtener valiosa información sobre cómo diseñar su estrategia
a lo largo de las principales configuraciones relacionales de la familia. Él debería ser capaz de
atrapar indicios al vuelo y movilizar al instante el valor y los esfuerzos necesarios para examinar sus
implicaciones sobre la manera en que él mismo puede ser usado y explotado para satisfacer las
necesidades de la familia. Los miembros de esta pueden resistirse a examinar sus tempranas
relaciones, pero más aún sus reacciones ante el terapeuta, y por el contrario limitar su discusión al
paciente designado como chivo emisario. Con frecuencia parecería que el grado de fijación en la
búsqueda de chivos emisarios es inversamente proporcional a la disposición de los padres a
analizar sus familias de origen. Aquí cabe recordar un importante principio operativo de la terapia
familiar: asegurar una alianza con los recursos sanos: no con la patología de las familias.
La siguiente nota ilustra una variedad de dobles mensajes cortésmente reveladores acerca del
propuesto uso del terapeuta como conveniente amortiguador entre las relaciones pasadas no
resueltas e interiorizadas, y su exteriorización en el matrimonio:
«Estimado doctor: Como me es tan difícil dar con usted por teléfono, le escribo esta nota para
explicarle por qué ya no me trataré más con usted.
»Después de salir de su consultorio el sábado último por la tarde, tuve una discusión con mi marido,
quien convino en verlo a usted el sábado siguiente; pero el miércoles ocurrió otro pequeño incidente,
de por sí insignificante, y yo sufrí un involuntario ataque de pánico y terror que hizo que mi marido no
fuera a trabajar y llamara al médico de la familia, quien me hizo internar durante tres días. Logró
tranquilizarme hasta que pude recuperarme, y, por supuesto, tuve que contarle mis problemas.
»Desde entonces me ha estado atendiendo, y todavía no ha decidido si necesito o no del análisis;
pero mientras tanto mi marido abandonó en forma total su grupo de grabación y yo me siento mucho
117
mejor. Espero que mi marido retome su hobby en cuanto yo recobre mi equilibrio. Sospecho que en
realidad necesito del psicoanálisis, pero, como es natural, vacilo en comenzar.
»Dudo de que nos volvamos a ver. De todos modos, muchas gracias. »
El muchacho, un ser tímido, inhibido y de poco hablar, centraba todas sus preocupaciones en su
propia infelicidad. Se culpaba a sí mismo por la desdicha de sus padres, y trataba de rehuir su culpa
cayendo en una forma crónica de autodestrucción. Esta vez exhibió síntomas extraños; su mirada
estaba fija en un punto situado arriba y a la derecha, y no podía mirar de frente al interlocutor.
Lo lamentable resultó que, mientras la familia se sometía a tratamiento conjunto bajo la conducción
de un preceptor de orientación individual, el terapeuta adoptó un método individual de refuerzo de la
conducta. En consecuencia, el paciente se vio manipulado de manera simultánea en dos sentidos
diferentes.
Cuando el terapeuta estaba por asignarle una nueva tarea de adiestramiento, debido a que los
síntomas del paciente habían mermado, se juzgó que Jeff había mejorado lo suficiente como para
ser dado de alta de la clínica. Por ese entonces, aún no se le había proporcionado información sobre
cómo se le adjudicaría un nuevo terapeuta. Tal como ocurriera en el pasado, sus padres de nuevo
se negaron a llevarlo a su casa, de modo que el muchacho decidió mudarse a una residencia para
convalecientes. Entonces, tras una entrevista de evaluación, las autoridades de ese establecimiento
rechazaron su solicitud, afirmando que no estaba curado lo suficiente como para satisfacer sus
criterios de admisión. Cuando el consultor de terapia familiar se enteró de todas esas novedades,
exigió una total apertura en la información. Durante lo que resultaría ser la última sesión de familia,
Jeff expresó su desilusión por el traslado de su terapeuta y añadió que estaba considerando la
posibilidad de dejar la clínica sólo porque no quería que le asignaran otro médico. En ese momento
su madre hizo saber sus sospechas de que el terapeuta partiera por algún motivo propio, fuera de lo
que se refería a requerimientos de capacitación. En apariencia, tanto los padres como el terapeuta
del paciente en ese momento deben de haber hecho que Jeff les perdiera la confianza con gran
rapidez.
Una semana después del suicidio la familia solicitó otra sesión de terapia familiar, con el fin
ostensible de una ulterior planificación terapéutica. Los padres de Jeff, su hermano mayor, una tía
materna y su marido asistieron a la sesión. La madre parecía sentirse deprimida y culpable al
extremo, el padre habló con indolencia de asuntos que no venían al caso, en tanto que el hermano
trataba de dejar puntualizadas ciertas circunstancias de una manera por completo coherente y hasta
punzante.
La sesión se inició con la sugerencia del tío materno en el sentido de que la muerte de Jeff debía ser
un legado para la familia, o sea los padres, para que «se unieran tratando de salir a flote». En
apariencia, ese tío y su esposa habían sido usados en forma continua como sustitutos paternos por
esos padres infantiles de modo irremediable, al igual de lo que ocurría con sus hijos. El comentario
118
del tío, bien intencionado, generoso y constructivo, también debe de haber tenido implicaciones
profundamente acusatorias para los padres.
El hermano declaró sentirse algo desconcertado por el grado de culpa que revelaba su madre. Este
comentario también tenía un significado acusatorio implícito, en especial teniendo en cuenta que el
hermano percibía en forma manifiesta que los cuatro hijos de esa familia se sentían crónicamente
sobrecogidos por la imposible relación de los padres, llena de hostilidad. El hermano explicó que la
carga que debían arrastrar los hijos no era causada tanto por sus relaciones individuales con los
padres, como por su preocupación por la falta de una sólida relación conyugal entre aquellos.
Agregó que a medida que los hijos crecían se volvían menos disponibles y pasibles de explotación, y
de ese modo se creaba un nuevo vacío entre ellos y sus progenitores. Este vacío fue luego llenado
en forma progresiva por la enfermedad de Jeff, quien durante los seis últimos años había requerido
tanta atención que a veces sus padres, por más que estaban enemistados, olvidaban sus propios
conflictos.
El hermano de Jeff dijo entonces que era el momento de emprender una acción positiva, en vez de
negativa. Describió sus propios problemas, complejos de por sí: acababa de divorciarse. El también
había considerado a menudo la posibilidad del suicidio. A su modo de ver, sus hermanas también
tenían muchos problemas, que ahora deberían enfrentar. Añadió que lo había tomado totalmente por
sorpresa el pedido de los padres, de que los visitara después del funeral.
La sesión post mortem de la familia, tan llena de fuerza, puso de relieve el tema del legado de Jeff
por medio del suicidio. Liberaba así a sus hermanos, tal vez de por vida, de la obligación de sentirse
responsables de la situación matrimonial de sus padres. El hermano levantó un dedo acusador al
referirse al ejemplo de Jeff: ¿era eso lo que se esperaba de ellos? El suicidio de Jeff hizo que las
exigencias paternas, de extrema dependencia respecto de sus hijos, aparecieran absurdas y
palpablemente insostenibles. Cuando se le preguntó qué era lo que más le impresionaba como
mensaje personal del suicidio de Jeff, el hermano replicó que el aspecto más llamativo de su muerte
era su forma violenta. Agregó que de ese modo no podría ponerse en duda la deliberación del acto.
Así, como en el caso de los estudiantes que llegaban a la autoinmolación en una nación sometida, la
modalidad violenta del autosacrificio se convertía en el factor más importante para sacudir un
sistema familiar de sojuzgamiento y explotación.
Varios meses de terapia con una familia nuclear revelan poco a poco la importancia, al principio
desestimada, de las visitas al antiguo hogar o a los parientes políticos, las llamadas telefónicas o el
ocasional intercambio de cartas con algunos de ellos. Lo que parece ser una forma estancada, o fija
de modo irremediable, de evitar todo contacto con la familia extensa a menudo permite alentar
119
nuevas esperanzas. Por ejemplo, una relación distante entre padre y abuelo, mutuamente
acusatoria, puede trasformarse en un enfrentamiento de dos adultos. El hijo que también es marido
y padre puede descubrir, junto con sus ancianos progenitores, que en cierto nivel también puede
seguir siendo hijo. En forma gradual, la seudoobjetividad y el seudodistanciamiento adquirido
desaparecen, y como resultado afloran ciertos aspectos propios de las lealtades de la infancia. Por
un tiempo ambos cónyuges pueden ponerse del lado de sus respectivas familias de origen, llenos de
lealtad, y rechazar de manera explícita a la familia del otro. Con posterioridad, esto puede facilitarse
para formar una alianza y apoyarse el uno al otro, para analizar en forma conjunta problemas no
resueltos y negados en ambas familias de origen, y luchar contra ellos.
Un ejemplo clínico de la total imposibilidad de hallar una reconciliación del conflicto entre la lealtad
conyugal y la debida a la familia de origen es el que pudo observarse en una familia, que fue
derivada al terapeuta debido a la condición esquizofrénica de ambos hijos. Pronto se descubrió que
el matrimonio de los padres era una serie inacabable de mutuas recriminaciones y separaciones.
Durante la mayor parte de los 24 años de matrimonio, el marido se mantuvo formalmente separado,
o bien tenía un trabajo fuera de la ciudad. Sólo permanecía con la familia algunos fines de semana.
Sin embargo, el hombre seguía atendiendo de manera adecuada las necesidades económicas de la
familia.
Un examen más detenido de ese sistema familiar nuclear y extenso reveló que la esposa se había
mantenido siempre muy apegada a sus cinco hermanos y dos hermanas. Los cinco hermanos eran
dueños de una empresa familiar, y en algún momento ambos cuñados habían estado empleados por
la compañía. Los hermanos y hermanas se consultaban a diario por teléfono en relación con todos
los problemas de importancia. Se reunían para celebrar todas las festividades religiosas, tal como lo
habían hecho en vida de los padres. Los ocho hermanos mostraban una llamativa unanimidad en la
exclusión de sus cónyuges, y compartían una visión desdeñosa y condenatoria de todos ellos. Uno
por uno se los describía como seres estúpidos, débiles de carácter, físicamente inadecuados,
irresponsables, o producto de una elección desacertada por alguna otra razón.
Interesa advertir que en este caso la terapia familiar consistió en una serie de sesiones con la
madre, sus dos hijos psicóticos, y dos o tres de los hermanos de ella por vez. Su marido pronto se
mudó a otra ciudad, e interrumpió sus apariciones. No obstante, las sesiones con los hermanos de la
madre continuaron durante más de un año. En el proceso de trabajo descubrimos que en casi todas
las familias de los ocho hermanos había por lo menos un hijo psicótico o gravemente neurótico.
Buscar refugio en la «carrera de las drogas» puede comportar un sentido de «cura» de la alienación.
Lennard et al. [621 comentan que dicha cura aparente no es sino una forma de trágico autoengaño,
porque el ser «levantado» por medio de fármacos es menos capaz aún de desarrollar relaciones
interpersonales significativas. La droga disminuye la presión de otras opciones y aumenta el sentido
de frustración y alienación. De todas maneras, cabe agregar que en algunos casos las pautas de
vida del drogadicto, en apariencia irresponsables y sin esperanzas, puede enmascarar un
subyacente y responsable compromiso de lealtad relacionado con un papel familiar de preocupación
y solicitud, como en el caso del último hijo que desea estar a disposición de una madre ansiosa. Por
consiguiente, el drogadicto no sólo es un prófugo que rehúye el dolor más visible de la alienación,
sino también un recurso oculto para las expectativas relacionales sobrecogedoras de la familia.
Nuestra era pone a prueba la función reproductora del hombre como base más significativa de
auténtico compromiso en una relación heterosexual. El material sexual exhibicionista en los medios
publicitarios, la moral sexual liberada, etc., más que causas pueden ser indicios de creciente
alienación en un sentido interpersonal. Esta es una era de exploración sexual sin precedentes,
basada en el avance de las técnicas anticonceptivas y el cuestionamiento en gran escala de los
120
valores tradicionales de la sociedad, como lo demuestran ciertas comunidades nuevas y otros
aspectos de la «cultura de los jóvenes».
De acuerdo con nuestra experiencia, la mayoría de los jóvenes buscan vivir en comunidades con el
fin expreso de escapar a la vida familiar tradicional. Es poco realista cuestionar la validez de su
necesidad de relacionarse con sus padres; un examen más detenido de la situación, sin embargo,
puede revelar que en forma no deliberada también se mantienen abiertos a las señales de
desesperanzada angustia de sus padres, permisivamente liberales. Por detrás de la despreocupada
fachada de la cultura hippie hay una actitud de sobrevinculación «pasivoagresiva» con autoridades
críticas de la sociedad, que demuestran estar tan preocupadas por esos jóvenes como lo estuvieran
sus propios padres.
Los mitos sobre la separación de la familia nuclear como unidad idealmente autocontenida se
utilizan para encubrir compromisos de lealtad ocultos y no resueltos para con la familia extensa. A
menudo se alienta -incluso por parte de terapeutas profesionales- la separación física respecto de la
anterior generación considerada por sí misma, sin tener en cuenta el grado de madurez emocional
alcanzado o las bondades potenciales de la ulterior vida en común.
Otra forma de hipocresía común en las familias puede erigirse en gran obstáculo para la resolución
de las obligaciones conflictivas durante el tratamiento de familias. Muchos progenitores alientan la
creencia de que mientras no incluyan a sus hijos en la discusión de su propia relación conflictuada,
estos no se verán abrumados por las consecuencias de dichas relaciones negativas. Como es
natural, los problemas en verdad privados entre los padres no deben discutirse en presencia de los
hijos. No obstante, por experiencia sabemos que los hijos se sienten mucho más abrumados al
verse excluidos de la discusión abierta y honesta de las diferencias. La posibilidad de ser testigos de
la lucha de los padres para salir del caos y sustentar su relación es uno de los más grandes dones
que pueden recibir de sus mayores. Los padres pueden contribuir en grado sumo al crecimiento de
sus hijos compartiendo con ellos los aspectos humanos más profundos, incluso de esos conflictos.
Finalmente, los sistemas políticos autocráticos pueden alentar el desapego de la familia con el fin de
obtener mayor lealtad hacia el gobierno o el partido dominante. Sin embargo, en una sociedad libre y
democrática, la juventud puede darse a un emocionalismo anárquico y contraautoritario, como vía de
escape del enfrentamiento de las obligaciones relacionales.
Conclusiones
En síntesis, desearíamos extender nuestra consideración de la estructura social subyacente de
reciprocidad de méritos y justicia a todas las áreas de «patología» manifiesta en las relaciones de
los seres humanos. Creemos que el dominio «interhumano» [26] de la justicia del mundo de los
hombres es la base de cualquier perspectiva de confianza entre la gente. A la vez, el hecho de llevar
cuentas de reciprocidad de la justicia tiende a plantear una exigencia abrumadora a todos los
miembros de cualquier sistema de relaciones, y específicamente a las familias. Los intentos por
negar o rehuir esa contabilidad constituyen la dinámica central de todo sistema de relaciones. En
tanto que dicha huida puede ser una necesidad temporaria para las indagaciones autónomas de la
persona, debe descubrírselo y enfrentárselo si queremos que el sistema social siga siendo
productivo y dando lugar a un crecimiento sano. Cuando amplias esferas de las relaciones familiares
se basan en la negación de los criterios de justa reciprocidad, la patogenia es inminente.
Las conclusiones terapéuticas sólo pueden desarrollarse de modo gradual a partir de los principios
sistémicos descritos en este capítulo. El proceso de crecimiento emocional de una persona es parte
imprescindible de toda psicoterapia. Sea que el lector haya practicado la terapia familiar o individual,
o ambas, debe desarrollar una fórmula personal para encarar las exigencias de un enfrentamiento
con cuentas ocultas en relaciones caracterizadas por la proximidad. Las implicaciones de la labor del
terapeuta afectarán en forma inevitable, su propia capacidad de apertura para enfrentar el balance
de sus relaciones personales. Al admirar al miembro individualista de la familia, que afirma su
personalidad con valentía, sin duda descubrirá en sus pacientes réplicas de si mismo, su progenitor,
su cónyuge y su hijo.
122
El terapeuta no tiene más remedio que ser testigo de dramas humanos muy intensos. Observará las
opciones de un padre, de sacrificar su tendencia a aferrarse con fuerza a un hijo que crece, o ceder
a sus impulsos posesivos e ignorar el mandato de la siguiente generación a ojos del hijo. Advertirá el
modo en que el adolescente vacila en comenzar a vivir su propia vida, antes que sus padres puedan
hallar consuelo en el descubrimiento de su nueva soledad.
Hasta la era posvictoriana, los problemas de lealtad familiar quedaban en gran medida sin formular,
porque se los daba por sentado. Por su parte, nuestra era los niega con la ayuda de los mitos del
éxito material individual y la eterna lucha contra la amenaza de la autoridad. Nuestra difundida
fragmentación social puede hacer ver como que la lealtad no es operativa en la familia de hoy.
Entonces, los problemas de lealtad surgen en forma subrepticia e inesperada. En muchas familias,
los actos delictivos del hijo crean un sentido de lealtad familiar de desafío hacia la sociedad, por así
decirlo. Hemos visto, por ejemplo, que incluso los hurtos reiterados en la escuela pueden ejercer un
paradójico efecto de unificación de la familia. Desafiando a la escuela, es decir al representante del
sistema social, los miembros de la familia suelen apoyar en forma encubierta la negación de los
hechos por parte del niño.
Es probable que la reformulación de la lealtad familiar sea el primer paso hacia la reforma de los
valores sociales, de modo que pueda sobrevivir la sociedad libre. Las cuestiones de explotación y
justicia deberán examinarse de tanto en tanto sobre una base de reciprocidad y lealtad relacional,
más que de acuerdo con criterios fundamentalmente económicos. Por supuesto, la justicia
económica es importante, pero también puede usarse como instrumento de un escapismo
materialista de la realidad humana.
Mientras los procesos políticos y sociales se sigan viendo en función del éxito competitivo de
individuos y grupos, toda revolución tenderá a dar por resultado una forma de represión más amplia
y expoliadora de modo sutil. Sólo trascendiendo el modelo de competencia por el poder habrá
esperanzas de llegar a una ecuación social realmente más perfecta. La definición de criterios de
justa reciprocidad entre las naciones, grupos étnicos, patrones y empleados, partes contratantes,
etc., podrá en última instancia proporcionar mayor satisfacción a cada cual, en vez de contribuir a la
explotación del otro.
Entendemos que ningún grupo social, como la familia, sindicato, raza, religión o nación, podrá hacer
una mejor inversión preventiva en sus relaciones que la que efectúe por medio del estudio enfocado
sobre la moneda corriente que rige sus intercambios recíprocos dentro y fuera del grupo. El
mantenimiento de un balance equilibrado en las relaciones no exige igualdad entre las partes. La
relación entre seres desiguales puede ser equilibrada, siempre que las partes, de manera conciente
o inconciente, puedan afrontar las cuentas de reciprocidad y ajustar la asimetría de los intercambios
para compensar la asimetría de las ventajas.
Las implicaciones terapéuticas del concepto sistémico de equilibrio y desequilibrio en las relaciones
pueden alterar los valores y principios operativos del terapeuta. Los principios de apertura, insight,
orientación directa, encuentro, etc., si bien valiosos dentro de sus propios alcances, se convierten en
metas más limitadas. El enfrentamiento abierto con el libro mayor de reciprocidad relacional es
nuestra primera tarea, pero sólo como medio de diseñar una estrategia para reequilibrar en forma
activa las relaciones. Entonces, el conocimiento de sí mismo y la creciente reafirmación de la
persona hallan su lugar en el contexto de las cuentas de equidad y justicia en las relaciones más
estrechas.
123
6. Parentalización
Aunque con anterioridad hemos hecho referencia a la parentalización, en el presente capítulo
enfocaremos en forma más detallada sus implicaciones sistémicas y de lealtad. El término suena
poco familiar para quienes no se hallan vinculados con el tratamiento de familias, ya que se lo ha
empleado principalmente como un concepto técnico para describir una faceta de la dinámica familiar
patógena. Sin embargo, da cuenta de un aspecto muy difundido y de suma importancia en casi
todas las relaciones humanas. Sugerimos que la parentalización no debe circunscribirse de manera
incondicional al campo de la «patología» o la disfunción relacional. Es un componente del núcleo
regresivo de relaciones caracterizadas por un grado suficiente de reciprocidad y de equilibrio.
Por definición, la parentalización implica la distorsión subjetiva de una relación, como si en ella la
propia pareja, o incluso los hijos, cumplieran el papel de padre. Dicha distorsión puede efectuarse en
la fantasía, como expresión de deseos, o, de modo más notorio, mediante una conducta de
dependencia. Por ejemplo, los padres pueden alentar a su hijo a que se esfuerce por convertirse en
un genio, o negarse a tomar de manera responsable decisiones cruciales. Si el acto de enamorarse
se basa siempre, en forma parcial, en una parentalización imaginaria, puede considerarse que la
mayoría de los matrimonios entrañan los consiguientes contratos de por vida destinados a equilibrar
esa fantasía por medio de una reciprocidad conyugal responsable y generosa.
En los casos afortunados, la medida de parentalización conyugal sigue una pauta simétrica. La
exigencia del otro es más fácil de tolerar si yo también puedo exigirle algo a él. Asimismo, hasta
cierto punto todo hijo debe ser parentalizado por sus propios padres en determinados momentos;
caso contrario, no aprendería a identificarse con roles responsables para su existencia futura. La
interiorización de la imagen del sí-mismo como progenitor que puede dar algo de sí constituye un
importante paso en dirección al crecimiento emocional. Por otra parte, si está rodeada de una
atmósfera de obligatoriedad cargada de culpa, en exceso dicha interiorización puede configurar un
lazo que atrapa al hijo en una sujeción prolongada a las exigencias unilaterales de parentalización.
124
significativa para nosotros en la medida en que podamos investirla de fantasías regresivas de
gratificación, infantil.
Este análisis de la estructura relacional no pretende sustituir el estudio clínico. Por experiencia
sabemos que las relaciones incestuosas tienen una motivación destructiva, devoradora, más que
heterosexual de modo auténtico. Descubrimos que, fuera del hecho de que en lo individual el
progenitor puede actuar llevado por sus impulsos sexuales o destructivos, en la interacción de un
progenitor con otro y en la de toda la familia existen determinantes que condicionan la explotación
agresiva y sexual de los hijos dentro de ciertas familias.
Resulta probable que cierto grado de parentalización inconciente sea parte de la actitud de todos los
progenitores hacia su hijo. En este sentido, configura un intento por impedir el agotamiento
emocional del progenitor. No obstante, en determinadas circunstancias la necesidad paterna de
parentalizar al hijo se vuelve conciente, e incluso se acentúa en forma obsesiva. Hemos visto casos
de madres que manifiestan solazarse con el retrato de determinado hijo como un verdadero adulto
en miniatura, desde el momento mismo del nacimiento. En otros, la primera visión que obtiene el
progenitor de los rasgos faciales de su bebé lo convierte a este en candidato al eterno rol de chivo
emisario, en apariencia debido a su semejanza física con uno de los padres o la hermana de aquel.
El hijo capacitado para dar un paso en pos de la separación debe, tarde o temprano, enfrentar su
culpa y el hecho de tomar conciencia de que sus padres experimentarán dolor y sentirán un oculto
resentimiento por ese paso que él dé. En última instancia, el proceso lleva a la obsolescencia de la
anterior generación. Ese hecho existencial debe reconocerse como fuente principal de tensión en la
vida familiar. a despecho de la propia orientación teórica hacia la psicología de las relaciones. La
teoría dinámica de las relaciones objetales, tal como la elaboraron Klein, Fairbairn y Guntrip [49], en
particular, ha desarrollado el concepto de interiorización y reexteriorización de las pautas de relación
como mecanismo principal para compendiar los aspectos filiales y paternos de las relaciones
familiares. Al recrear mis actitudes pasadas hacia mi propio padre en la relación con mi hijo, de
manera potencial me convierto en padre e hijo a la vez. En un momento cualquiera en que copio las
actitudes paternales de mi padre, hay algo que también revive en mí al símismo hambriento del hijo
que solía ser mantenido y apoyado por sus padres. De este modo, en cierto sentido mi hijo, que ha
125
hecho de mí un padre, también puede trasformarme en hijo. En términos generales cualquier
relación caracterizada por la proximidad de los vínculos plantea un desafío: el de resolver la
dialéctica antitética siempre reiterada de alternar los roles de sujeto y objeto en los dos participantes.
Recibimos al dar, y viceversa. No podemos poseer a otros sin, a la vez, ser también poseídos por
ellos. Ya nos hemos referido en otro lugar a la distinción entre dependencia funcional y dependencia
óntica [12, pág. 37]. La dependencia funcional se basa en funciones específicas relativas a los
cuidados brindados, en tanto que la dependencia óntica es inherente a nuestro ser psíquico. Desde
el punto de vista psicológico, «vivimos» de relaciones, y estamos tan seguros como lo permitan
nuestras relaciones con otras personas. La pérdida de una relación significativa implica siempre la
desconfirmación óntica de la propia persona.
La estructura de nuestro compromiso interno con una relación se entrelaza por medios ocultos con
la de la pareja o los copartícipes, formando un complejo equilibrio de fuerzas grupales y obligaciones
inconcientes. Desde el comienzo mismo del movimiento de terapia familiar, diversos autores
efectuaron intentos por describir la estructuración de los compromisos profundos que atan a los
miembros de la familia. Se ha hecho referencia a algunas fuerzas de estructuración encubierta
tildándoselas de «mitos familiares». Fuera del mito conciente, formulado de modo cognoscitivo,
podemos encontrar pautas precognoscitivas, no verbales y menos concientes de relación, que
todavía no pueden llamarse «mitos». La parentalización es una de esas pautas de estructuración de
las relaciones que conlleva la asignación manifiesta de roles, así como características de
expectativas y compromisos interiorizados. En primer lugar, enfocaremos la asignación de roles
como aspecto de la parentalización.
En ciertas oportunidades, la conducta regresiva de los progenitores exige de manera abierta que los
hijos pequeños asuman el rol de cuidadores. Vimos cómo un chico de siete años discaba el número
de la policía mientras su madre gritaba pidiendo ayuda, tirada en el suelo y semiahogada por el
padre del niño. A menudo observamos cómo un hijo preadolescente oscila de un lado a otro como
un péndulo, tratando de tranquilizar a un progenitor y luego al otro, en tanto que ellos siguen
insistiendo en su insalvable incompatibilidad y la necesidad de divorciarse. Por regla general, es
imposible hacer una evaluación cabal de las motivaciones de cualquier conflicto de los padres sin
evaluar, también, sus efectos sobre la evolución emocional de los hijos. Por ejemplo, las amenazas
de divorcio de los padres pueden detener los esfuerzos que sus hijos adolescentes o jóvenes
realizan en pos de su emancipación.
Aun cuando los hijos no carguen con el peso de los roles manifiestos de cuidadores, pueden
funcionar como agentes de cimentación que sostienen en pie el matrimonio de sus padres. No nos
referimos aquí al esfuerzo conciente que hacen muchos padres por evitar todo conflicto abierto en
126
presencia de sus hijos. Una de las experiencias de aprendizaje más impresionante que hemos
recogido a lo largo de la práctica de terapia familiar fue ver de qué manera puede, sin quererlo,
obtenerse una profunda devoción, llena de tacto y consideración, de los hijos de tres o cuatro años
de un matrimonio conflictuado. En las sesiones iniciales los hijos pueden incurrir en el acting out
para ocultar los problemas de sus padres a la vista de extraños. Más adelante, los hijos pueden
visualizar o expresar en forma verbal su preocupación por la posibilidad de que las peleas de sus
padres lleven a la separación, el divorcio, o incluso el homicidio. Intervienen así para ayudar al
perdidoso y alentar al deprimido.
Los hijos de familias que viven en guetos suelen ser descritos como niños cargados de modo
prematuro de responsabilidades parentales. Pavenstedt [68] describe familias en que el hijo de tres
años calienta a medianoche la leche para el bebé, mientras la madre yace borracha en la habitación
contigua. No obstante, fuera de esos extremos de explotación funcional, no es cierto que el
funcionamiento adulto anticipado, y determinado por la realidad, tenga sobre el niño un efecto
mutilador similar al que causa la explotación cargada de culpas del pequeño a raíz de necesidades
más emocionales que reales. De hecho, en muchas familias la «república» que crean en su mundo
propio los hermanos puede ser una fuente mucho más digna de confianza y seguridad para el hijo
más pequeño que el progenitor dependiente e imprevisible. La dependencia mutua entre los
hermanos puede impedir que sean dañados por la conducta infantil de padres inmaduros. En esas
familias, el desarrollo de la confianza básica se afirma en funciones de parentalización recíproca
entre los hermanos, más que en el desempeño de los padres.
Roles sacrificiales
El sacrificio es un elemento universal con connotaciones religiosas y éticas, presente en todas las
civilizaciones primitivas. Es la base de los pactos sellados entre grupos de hombres o entre el
hombre y sus dioses. Sin embargo, con frecuencia se soslayan los importantes aportes de la
víctima. Cuando debe ofrendarse un hijo en sacrificio a Dios, como en el caso de Isaac en la historia
bíblica, nuestra primera reacción es de horror por la cruel explotación de un niño débil e inocente a
manos de adultos poderosos. A decir verdad, la interpretación tradicional de lo que iba a ser el
sacrificio de Isaac está elaborada en términos del poder y la obediencia. Dios le exige a Abraham
que sacrifique a su hijo. Aquel obedece sin chistar, hasta tal punto que Dios, impresionado por su fe
y lealtad, lo libera de la obligación de tener que cometer el acto en realidad. Conmovido por la
lealtad de Abraham, Dios, que tiene el poder de borrar naciones enteras del mapa, le promete su
lealtad a Abraham y sus descendientes.
Es fácil ver aquí el refuerzo tradicional del rol paterno por medio de la figura de Dios, el superpadre,
y soslayar el importante aporte del hijo, Isaac. Según se nos informa, Isaac no fue una víctima
obediente y coaccionada en forma pasiva. De acuerdo con Ginsberg [46], Abraham no le ocultó a
Isaac el objeto de su viaje a la montaña, y este último trasportó de modo voluntario parte de la leña
necesaria para la hoguera de su propio sacrificio. Abraham no tuvo que valerse de la fuerza para
obligar a su hijo a aceptar su destino. Isaac ni siquiera trató de resistirse a su cruel muerte.
Por añadidura, Isaac no sólo no cuestionó la decisión paterna de consagrarlo en sacrificio, sino que
él mismo le aconsejó al padre que le atara las manos, por miedo de echarse atrás y poner en peligro
la ofrenda. Además, Isaac demostró su preocupación por lo que harían sus padres al llegar a la
ancianidad sin él, su preciado hijo. He aquí la victoria de la lealtad familiar por sobre el poder y el
miedo. El verdadero héroe es el hijo, quien actúa como si fuese un padre responsable en relación
con sus propios progenitores, en el momento en que prevé su ofrenda en sacrificio a Dios, a manos
de su padre. Sin su activa sumisión tal vez no se habría logrado un importante aporte al pacto
sellado entre Dios y los hebreos.
127
El autosacrificio voluntario es la base de la fuerza de cohesión de casi todas las grandes religiones.
Así como la obediencia de Abraham a Dios al ofrecerle a su hijo en sacrificio se convirtió en un
importante componente del pacto sellado entre Dios y los hebreos, el sacrificio voluntario de Cristo
es el elemento clave en el pacto cristiano, tal como se desprende en forma cabal de la siguiente
interpretación que propone la Encyclopedia of Religion and Ethics: «Este nuevo pacto, el evangelio
cristiano [...] contrasta con la ley mosaica como pacto anterior o más antiguo. Al igual que este
último, fue sellado con el sacrificio, incluso el de la sangre de Cristo, quien por Su voluntaria
obediencia y sumisión a la muerte volvió superfluo el anterior sistema de sacrificios, convirtiéndose
en mediador de un nuevo pacto» [52, pág. 219].
A menudo observamos que el ser humano que se ofrece como víctima voluntaria se convierte en
fuente de mayor poder social. Por contraste con el aspecto expoliador del autosacrificio, lo que nos
impresiona es su importancia en aras de la cohesión social. Un progenitor proclive al martirio y el
autosacrificio (con mayor frecuencia, la madre) posiblemente resulte ser la fuerza de mayor cohesión
y la influencia que más control ejerce dentro de la familia. El mismo principio se aplica al niño
parentalizado como forma de sacrificio. Para el terapeuta es natural reaccionar ante el caso de un
niño tomado por chivo emisario, viendo en él a la víctima que necesita de su auxilio activo para ser
rescatado de sus opresores. No obstante, sería más exacto describir también a la víctima como
colaborador voluntario y, de hecho, ganador.
Los roles del sacrificio pueden ser cumplidos por seres «malos» o inocentes. En la historia bíblica
Isaac es, claramente, una víctima inocente, al igual que algunos miembros «enfermos» en las
familias contemporáneas. Tal vez se los respete, compadezca y sobreproteja a menudo en ciertos
aspectos. La colaboración voluntaria de la víctima inocente, que ha sido elegida como chivo
emisario, es difícil de comprender sin tomar conciencia de las recompensas emocionales derivadas
de la aceptación de la jerarquía familiar de exigencias y compromisos. En tanto que el animal
sacrificado es la triste víctima de la opresión humana, la persona tomada como chivo emisario suele
ser superior a sus explotadores debido a su sensibilidad y capacidad de solicitud. Por ejemplo,
puede describirse a un muchacho delincuente como a un ser por completo irresponsable, sumergido
en una marejada de actos destructivos, y por añadidura entregado a la drogadicción. Sin embargo,
puede tratarse de un jovencito que se quedó al lado de su madre cuando su padre la abandonó y
todos los demás hermanos se marcharon del hogar. Su conducta delictiva y su aparente
irresponsabilidad pueden balancearse, por medio de valores éticos, en un nivel más significativo de
contabilidad relacional. Gracias a su asequibilidad para con la madre, carga con un exceso de
responsabilidad en nombre de todos los restantes miembros de la familia.
En determinadas familias, la víctima del sacrificio se vuelve «mala» de acuerdo con el sistema de
valores morales de dicha familia. En este sentido, el delincuente juvenil o el joven de agresiva
rebeldía son ejemplos típicos. Su apasionado repudio del acto traidor puede permitir a los otros
miembros de la familia reforzar su sentido de solidaridad y estricta devoción. A menudo sale a relucir
la misma pauta de rebeldía, por medio de mecanismos específicos en varias generaciones de una
familia.
Roles neutrales
Además de los roles de chivo emisario o de cuidador manifiesto, muchos roles en apariencia
silenciosos contribuyen a la parentalización de los hijos. Uno de ellos es el del hermano sano. Al
principio, los padres describen al hermano sano como el parangón de salud y adecuado desempeño.
Cabe presuponer que él ha escapado a los efectos del sistema patógeno. Sin embargó, una
observación más detenida permite descubrir que la supuesta salud de ese hijo es sólo un mito; con
frecuencia se descubre que sufre tanto o más aún que el hijo designado paciente. Tal vez su
rendimiento en la escuela sea deficiente, y se mantenga por completo alejado del mundo de sus
128
pares. Su existencia puede ser vacía, sin que sea ni sujeto por propio derecho ni objeto real de los
intensos esfuerzos de los demás miembros de la familia: ni un «dador» ni un «receptor». Por detrás
de su bien preservada fachada, él puede luchar con sus sentimientos de vacuidad, vacío emocional
o depresión. En apariencia, la contribución que hace el hermano sano al sistema de lealtad de la
familia reside en representar ciertos roles prescritos en forma prematura, sin vivir una vida apropiada
para su edad. Esta función puede dotar de razón y de organización a toda una familia sumida en el
caos.
Los padres de una joven delincuente de 17 años describieron a su hermana de 19 como símbolo de
lealtad familiar y conducta adecuada. Ella era una buena estudiante, y muy versada en religión. No
le agradaba participar de las sesiones de terapia familiar, pero siempre que asistía su presencia
resultaba benéfica, ya que los ataques maliciosos e incontrolables de que sus padres se hacían
víctima mutuamente o dirigían contra el miembro designado como paciente se mantenían entonces
dentro de ciertos límites. La conducta de la familia alcanzaba así cierto grado de dignidad. Más
adelante, al abrir su corazón en el curso de la terapia, esa hermana sana y calma en la superficie se
mostró desesperada, al punto de pensar en el suicidio. como posibilidad, porque se consideraba un
total fracaso desde el punto de vista social, e incapacitada para aspirar al amor romántico, el
matrimonio o la maternidad.
A menudo, el cabal valor del aporte del hijo sano no resulta patente hasta que se produce su
separación física de la familia. Una hija, la hermana sana en una familia caótica, se tornó
incapacitada en forma grave mientras asistía a la universidad fuera de su ciudad natal. Con
posterioridad, ella informó que cuando trataba de concentrarse en el estudio no hacía otra cosa que
pensar en el desdichado matrimonio de sus padres y el efecto que tendría su ausencia en la
capacidad de ellos para manejarse.
De ese contexto se desprende que los valores éticos se hallan entrelazados de manera profunda,
desde el punto de vista psicológico, con el libro mayor de reciprocidad en las relaciones, y con el
compromiso que la persona asume respecto de esas relaciones. El cuarto mandamiento de Moisés
dice: «Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen... » (Éxodo, 20:12). La conducta
ética es inseparable de los sentimientos de lealtad. La mayor parte de los elementos propios de
nuestra orientación ética se originan a partir de la relación interiorizada con nuestros padres. Freud
[40], en su formulación del superyó, indicó el papel que cumplía como custodio de los valores
morales y como objeto de amor parental interiorizado, que continúa vigente. De ahí que muchos de
los aspectos supuestamente irracionales de las «peleas» conyugales son resultado del conflicto
entre valores interiorizados que se originan a partir de las primeras relaciones formativas de cada
cónyuge, por un lado, y las expectativas éticas de sus roles conyugales y paternos en la nueva
familia, por otro.
Las «cuentas» éticas son los determinantes más pertinaces de la conducta, porque su efecto se
canaliza por medio de compromisos interiorizados en cada miembro del sistema social, más que a
través de la coerción externa. Las estructuras sociales sostenidas por el poder externo, incluso el de
carácter más restrictivo, por lo general son de duración más breve que las basadas en la lealtad y el
compromiso con los valores de los participantes. Así lo demuestra la mayor capacidad de
supervivencia de las religiones, en comparación con las dinastías o imperios basados de manera
primordial en el poderío económico y político.
También en las familias los padres esperan poder inculcar a sus hijos no sólo una actitud de
sujeción mecanicista a su poder, sino además un compromiso interiorizado hacia los valores del libro
mayor de méritos de la familia. En consecuencia, las avenencias a que se llega, respecto de los
compromisos de lealtad basados en los méritos u obligaciones devengadas, configuran buena parte
de la actividad reguladora y competencia para el liderazgo en las familias. Sólo desde un punto de
vista ético extremo las familias pueden exigir de sus hijos una lealtad absoluta, sin términos medios.
Ciertas formas de adoctrinamiento en ese sentido conducen a una implacable simbiosis familiar, en
tanto que su carencia genera un vacío falto de compromisos, un estado anómico en la familia. Por lo
tanto, el crecimiento autónomo es consecuencia de la integridad basada en el reconocimiento del
balance de obligaciones, y de la capacidad para independizarse.
130
El papel de la elección en los compromisos
La parentalización es una de las expectativas alentadas dentro de un sistema familiar, y su blanco
se elige de acuerdo a complejos determinantes. Por ejemplo, por lo común no es uno solo de los
progenitores, sino el sistema familiar como un todo, el que elige al chivo emisario. La elección está
determinada por fases anteriores de relaciones familiares y por la historia del desarrollo de cada
miembro de la familia. Cabe observar cómo los miembros de una familia son parentalizados por
turno. Cuanto mayor es la rigidez con que la asignación de ese rol se circunscribe a un individuo,
más dañino resultará.
La lealtad hacia la familia puede considerarse como una elección competitiva cuando se toman en
cuenta vinculaciones externas. La cuestión del compromiso preferencial se torna más importante
cuanto más limitado es el alcance de las relaciones significativas. Las familias unidas
«simbióticamente» ponen a prueba en forma constante los compromisos de sus hijos casados: ¿Son
ellos leales a su cónyuge, o a la familia de origen? El hijo parentalizado se encuentra en una
posición en especial difícil para pensar y reflexionar en la posibilidad de asumir nuevos
compromisos, como el matrimonio o la paternidad. No sólo puede llegar a violar las normas de
lealtad que rigen su pertenencia a la familia, sino también su compromiso de cuidar de esta.
Otro resultado de la disminución del compromiso hacia la ideología difundida en la sociedad puede
ser la mayor «investidura» emocional de la familia. Mucho se ha hablado acerca de la vida
norteamericana contemporánea, «centrada en el niño». Sea o no una descripción exacta de ella, se
da una difundida tendencia a sobrecargar la vida de las familias nucleares con expectativas de
compromiso y satisfacción excesivos. Es probable que esta sobrecarga esté relacionada con un
compromiso cada vez menor hacia la familia extensa, la religión y el nacionalismo, como también
con un generalizado sentido de alienación en el hombre moderno. Creemos que la tendencia hacia
la parentalización defensiva representa una manifestación de dicha sobrecarga de la familia nuclear.
En tanto que todo intento exitoso por mantener al hijo atado a la familia por medio de una lealtad
cargada de culpas demora la maduración de aquel y conduce a su infantilización, en un nivel más
significativo también parentaliza a ese hijo. El hecho de que un progenitor se aferre al hijo de
manera simbiótica se origina en la falta de madurez del primero, y de delineación de sí mismo frente
a sus propios padres. El intento inconciente de retener a los padres mediante el recurso mágico de
la indiferenciación y la eterna inmadurez lleva a la posesión simbiótica de los hijos. Así, el estado de
indiferenciación de la personalidad y el concomitante compromiso excesivo hacia la relación familiar
se dan la mano. Sin embargo, el compromiso excesivo de tipo simbiótico no exige interacciones
visibles o actos manifiestos de lealtad. La autodestrucción en apariencia carente de sentido, los
ataques violentos e infundados al progenitor, la delincuencia o la psicosis de los vástagos pueden
ser el resultado de una devoción fatal, inalterable e inconciente, hacia los padres.
132
Los siguientes párrafos, tomados de la carta escrita por una madre al novio de su hija, una
esquizofrénica latente, desnudan algunas de las emociones provocadas por los efectos del futuro
matrimonio sobre el sistema de lealtad:
«Querido Jim: Parece que de nuevo tengo que enderezar las cosas... Mildred fue una espina
clavada en mi costado desde que nació. Cuanto más rápido algún tonto que no sospeche nada me
la saque de encima, mejor. Entonces me pondré a cantar y gritar, créame...
»El otro día, en forma muy elegante Mildred me dijo que no tenía nada que agradecerme ni ningún
motivo de gratitud hacia mí. Le respondí que debía agradecerme por el aire que respiraba, porque
de no ser por mi ella no sería otra cosa que un sueño que nunca se materializó, ya que mi marido
nunca quiso tener hijos. De modo que el hecho de que yo tuviera una familia era como poner dinero
en el banco, no financieramente, sino hablando en sentido figurado. Ahora comienzo a recoger mis
dividendos o interés de mi depósito en el llamado Joe, que tiene una familia y me ha dado nietos, o
más bien bendecido con ellos, y créame cuando le digo que, además de respeto, nietos es cuanto
espero que me den mis hijos.»
En fragmentos de este tipo, llenos de tanta intensidad emocional, se encuentran con facilidad
elementos de dolor negados por una pérdida prevista («Me pondré a cantar y gritar, créame»),
expectativas éticas de lealtad, analogías financieras con la inversión en los cuidados suministrados y
la compensación esperada, y un estereotipo cultural («además de respeto, nietos es cuanto
espero»). La tragedia de esa madre en vísperas del casamiento de su hija se debe a que el
acontecimiento es vivido como una traición, más que una prueba de fecunda madurez. Las ataduras
éticas derivadas de esa lealtad cargada de culpas hacia la familia de origen son la fuente del vinculo
«simbiótico» y de una serie de síntomas individuales, como la delincuencia. Los interminables lazos
simbióticos de que son prisioneros los hijos psicóticos o neuróticos graves se fundan por lo común,
en el miedo a traicionar una obligación. Por añadidura, el imperativo ético del vínculo de lealtad
puede desplazar el énfasis, del tipo de moral común al basado en la lealtad. La clase de moral
subyacente a cada uno de esos dos mandatos conforma dos tipos de desarrollo superyoico en los
hijos.
Otra esfera en que se utiliza la parentalización para balancear los libros mayores de méritos
trasgeneracionales es la propia de las relaciones conyugales. El intento de un cónyuge
parentalizado por asegurar una compensación a partir de su inversión puede llevar a una trágica
desilusión, o incluso a deseos de venganza por parte del beneficiario endeudado.
Una mujer de 48 años, madre de varios hijos al borde de la psicosis, alentaba ideas de profundo
odio hacia su parentalizado marido, un hombre de 72 años. En una de las sesiones atacó a ese viejo
serio y de apariencia mansa, deseando en forma abierta su muerte y diciendo que el día que él
muriera se pondría un vestido rojo y reiría a carcajadas. Muy poco después, el hombre sufrió un
colapso, fue hospitalizado y murió al cabo de diez días. La esposa efectivamente entró riendo y
vestida de rojo. Con posterioridad ella cayó en un estado de depresión psicótica durante varios
meses.
El trasfondo de ese grotesco deseo de muerte a la manera del vudú se vinculaba con nuestro
concepto de la contabilización trasgeneracional de la parentalización. La esposa creció siendo objeto
de abierto rechazo y descuido por parte de sus padres. A los 20 años contrajo matrimonio con un
hombre de 44. Es evidente que veía en él a un segundo padre; a su vez, el hombre llegó a resultarle
repulsivo siempre que la requería sexualmente. En forma concomitante, el marido se convirtió en
blanco desplazado del resentimiento que ella sentía hacia sus propios padres.
134
las entrevistas de evaluación familiar desarrolladas con habilidad pueden contribuir a esclarecer los
esfuerzos del terapeuta.
Los efectos de la terapia familiar sobre la parentalización pueden dividirse en dos procesos, según
sus fases: el efecto inmediato de trasferencia y el proceso de preelaboración, de alcance más vasto.
En forma casi automática cabe presuponer que tiene lugar una adopción sustitutiva simbólica en las
mentes de todos los miembros de la familia, incluso durante la primera sesión. A medida que los
padres comienzan a trasferir e invisten al terapeuta de significado paterno, la presión ejercida sobre
los hijos en pos de su parentalización tiende a disminuir de manera notable; en consecuencia, el
paciente indicado como tal puede mejorar en forma sintomática. Esta mejoría sintomática inicial
tiene sus aspectos traicioneros. Los miembros de la familia pueden experimentar una mejoría en la
atmósfera emocional general, y optar por interrumpir el tratamiento. En tales casos, por lo común la
mejoría no es duradera. Al mismo tiempo, los miembros de la familia, al rechazar al terapeuta, tal
vez intenten utilizarlo como el objeto malo, sustituto de sus crueles introyecciones parentales. Quizá
se valgan de la experiencia abortada de tratamiento para reafirmar su sistema, en vez de
modificarlo, y continúen solicitando formas alternativas de tratamiento a medida que surgen
ulteriores crisis.
En los casos en que la familia tiene el valor y la fortaleza necesarios para proseguir el tratamiento,
se pone a nuestra disposición un nuevo espectro de dimensiones dinámicas, sobre el que podemos
trabajar. Los siguientes son signos de progreso hacia la «reelaboración»: Los padres compiten con
sus hijos en busca de la atención del terapeuta, como si este fuera también 199
un padre; se pone a prueba al terapeuta en relación con sus sentimientos de parcialidad hacia
miembros individuales de la familia; los hijos comienzan a ensayar nuevos roles familiares
apropiados a su edad, y tratan de lograr que sus padres respondan como correponde a un
progenitor.
En conclusión, sea cual fuere la orientación teórica del terapeuta, él se encontrará en una posición
mucho más adecuada para diseñar su estrategia y evaluar su progreso si aprende a reconocer los
signos de parentalización en la dinámica relacional de las familias.
135
7. Fundamentos de la psicodinámica y de la dinámica
relacionan
Conceptos relacionales y psicoanalíticos: convergencias y divergencias
La teoría relacional constituye un desafío a la psicología dinámica individual (psicoanalítica)
contemporánea. Este no apunta a la esencia del pensamiento freudiano en esferas en las que su
validez es evidente. Al centrar nuestra indagación en las limitaciones clásicas de la teoría,
procuramos llamar la atención del público y encauzar el debate con vistas a obtener resultados
beneficiosos para ambos campos: la teoría individual y la relacional. Entendemos que las
conclusiones monotéticas y unidimensionales merecen ser desafiadas por la rejuvenecedora
dialéctica del enfoque relacional.
Algunos de los conceptos freudianos originales fueron expresados en términos propios del
pensamiento científico del siglo XIX, que subrayaba las dimensiones fijas de un incipiente orden
racional del mundo. La rápida expansión de la tecnología y los conocimientos médico-biológicos
alentaron al joven Freud a emprender la construcción de una «ciencia» de los mecanismos que
operan en los ámbitos oscuros e inconcientes de la psique humana. De no ser por su valor y
dedicación intelectual, dirigidos a poner orden en el caos, nuestros conocimientos de los fenómenos
humanos no habrían llegado a su actual etapa de desarrollo.
Uno de los aspectos vulnerables de la posición freudiana clásica concerniente a la terapia residía en
que se encuadraba dentro de un marco básicamente cognoscitivo: las funciones psíquicas
inconcientes tenían que volverse concientes. Si bien la integración del afecto y el afán por obtener
insight, que sobrevinieron como fundamentacióri terapéutica de una etapa posterior de la teoría,
constituían un concepto más amplio, las metas de la integración no se describían en detalle, o bien
se expresaban en un lenguaje en esencia cognoscitivo. Sólo con posterioridad, y de manera gradual,
surgieron conceptos estructurales de la personalidad básica como determinantes dinámicos no
cognoscitivos, que no se basaban en el placer. Ferenczi, Melanie Klein, Fairbairn y Guntrip se
contaron entre los pioneros de una teoría de la personalidad basada en las relaciones objetales
dentro del psicoanálisis [49].
Fairbairn y Guntrip formularon una psicología individual basada en la tendencia del aparato psíquico
a las relaciones de objeto. Según ella, la necesidad innata que tiene el hombre de establecer
determinadas pautas de relaciones determina el desarrollo de la personalidad desde sus comienzos.
Esta escuela del pensamiento es, probablemente, uno de los caminos más promisorios para la
expansión de la teoría psicoanalítica, ya que estima indispensable ampliar el alcance de los
fenómenos que serán investigados. No obstante, incluso dentro de esta escuela psicoanalítica, las
relaciones sólo se consideran desde el punto de vista de las necesidades y regulaciones psíquicas
individuales. Una dialéctica relacional existencialmente más apropiada sólo pudo surgir cuando los
teóricos especializados en la terapia familiar comenzaron a interesarse por los balances y cuentas
relacionados multipersonales.
1 Varias partes de este capítulo han sido tomadas, con pequeñas modificaciones, de 1. Boszormenyi-Nagy,
«Loyalty implications of the trasference model in psychotherapy», Arch. Gen. Psychiatry, vol. 27, págs. 374-80,
1972. 201
136
La consideración de la totalidad existencial de las relaciones lleva a enfocar cuestiones éticas, más
que psicológicas. La psicologización de la esfera de las obligaciones interpersonales contribuye a
negar el componente ético existencial de la propia responsabilidad para con los congéneres. La
integridad de una justa reciprocidad en el proceder de dos seres humanos no puede reducirse de
manera adecuada a una relación entre el yo y el superyó, ni tampoco equipararse a un enfoque
puramente religioso de la obligación primaria del hombre, que lo llevaría a reparar sus trasgresiones
contra el prójimo rindiendo cuentas a Dios en forma exclusiva. El especialista en terapia familiar
debe reconocer la índole vitalmente dinámica de los problemas de la justicia reparatoria o el balance
de justa reciprocidad en las relaciones. Importa separar este aspecto ético de las relaciones de una
evaluación ética de los individuos según el grado de rectitud o maldad.
El concepto de examen de realidad no puede divorciarse de una dialéctica relacional sin cometer el
grave error de una excesiva simplificación. El hecho de destacar la capacidad de evaluación objetiva
del «mundo externo» podría fácilmente confundirse con la tesis según la cual las vinculaciones
personales muy cercanas pueden también encararse como partes de un mundo externo. La
circunstancia de que uno siga mostrándose accesible para con un progenitor anciano y enfermo, o lo
considere una carga no productiva desde el punto de vista económico, ¿podría acaso reducirse a
una alternativa entre el subjetivismo y el examen objetivo de la realidad? Consideramos que la
esencia de la solución de problemas semejantes no radica en el grado de objetividad cognoscitiva o
de eficacia para hacer frente a los problemas de la vida, sino en la valentía y sensibilidad ética con
que respondemos a una exigencia de integridad la cual reside más en la totalidad de una relación
parento-filial de toda una vida que en una única persona. La reciprocidad de la lealtad es inseparable
del libro mayor histórico de contabilización de méritos entre los miembros de la familia.
Otro concepto clave del enfoque freudiano es el contraste entre determinantes concientes e
inconcientes de la motivación. En la fase estructural del desarrollo teórico se realizaron intentos
dirigidos a formular un sistema total de los afanes inconcientes del individuo como fuerza
antropomórfica: el Inconciente, el Ello. Esto contribuyó a llamar la atención hacia la función
unificadora, autorreguladora y orientada hacia una meta, de la naturaleza básica del hombre y de
todo animal. La supervivencia del individuo y de la especie, tal vez, por primera vez en la historia,
reciben su apropiado tributo psicológico.
Resulta difícil que el especialista en terapia familiar no advierta «mecanismos» que están fuera de la
conciencia de los miembros y, a la vez, parecen tener efectos determinantes previsibles sobre la
familia. Esto plantea un interrogante: ¿podemos hablar de una organización inconciente de las
motivaciones en un nivel sistémico multipersonal? Algunos primeros intentos por formular la
estructura más profunda de las relaciones familiares se basaban, en forma explícita, en el modelo
individual de funciones inconcientes, derivado de la psicodinámica freudiana. El modelo
psicodinámico fue una elección obvia para explicar motivaciones en niveles múltiples, aun cuando
los sistemas interaccionales se den en un nivel sistémico más complejo; sus aspectos encubiertos o
inconcientes no podrían reconstruirse a partir de una sumatoria de funciones inconcientes de los
miembros individuales. Tomados en su conjunto, ni los sueños y fantasías, ni siquiera las
confesiones obtenidas con amital sódico, de los miembros de una familia revelarían las 1: pautas
motivacionales compartidas de modo inconciente.
Sin embargo, resulta incuestionable que los miembros de una familia desarrollan una ajustada
complementación mutua de la dinámica inconciente de cada uno, al igual que de sus metas y
esfuerzos concientes. Las jerarquías de obligaciones, las pautas defensivas y de explotación que se
138
dan en connivencia en las familias, si bien no pueden definirse en términos psicológicos individuales,
incluyen, se basan y se interrelacionan con las necesidades y compromisos inconcientes de todos y
cada uno de los miembros.
Consideramos que una actitud ética más amplia y extensiva es la clave para comprender la
diferencia entre los puntos de vista individual y dinámico-relacional. Como si los puntos de vista
individuales sostuvieran la premisa ética «egotista» de que la astucia puede equipararse a la ética:
no me interesa nada, fuera de mi propio éxito y gratificación. Por otra parte, nuestro enfoque
relacional asume la existencia de una auténtica preocupación, al menos, por unos pocos individuos
relacionados en forma estrecha. Entonces, toda la gama de conceptos teóricos dinámicos puede
revisarse desde los puntos de mira duales de esas dos actitudes éticas.
Uno de esos conceptos es el muy importante de interiorización, proceso que con facilidad podría
interpretarse como concluido en el individuo. En tanto que la psicología psicoanalítica del yo
considera que los procesos de interiorización de las «relaciones objetales» son determinados por las
reglas internas de la mente, los «puristas» teóricos de los sistemas sociales en el campo de la
familia tienden a descartar el concepto de interiorización. La teoría dialéctica de las relaciones,
propia de los presentes autores, ubica los fenómenos de interiorización en el contexto de las
expectativas más profundas del toma y daca de las relaciones actuales de la persona.
Visto en completo aislamiento del contexto sistémico de las relaciones vitales, el proceso de
interiorización en sí reviste limitado interés para nosotros. Lo vemos como un mero proceso de
conservación: las relaciones vitales del pasado se trasforman en programación relaciona) para el
futuro. Para nosotros, el concepto de representación simbólica e interiorizada del otro tiene que
reverse y ampliarse, yendo desde el punto de vista de la conservación al de «convertibilidad». El
endeudamiento del niño con sus padres puede convertirse en un superyó punitivo. Si la
responsabilidad por los actos se presupone uno de los sustratos comunes más profundos de la
determinación relacional, es decir psíquica, las relaciones objetales interiorizadas pueden
considerarse como una moneda extranjera o cheques personales con los que pueden efectuarse
pagos de obligaciones, al menos en forma temporaria, con bases de convertibilidad mientras la tasa
de cambio permanece estable o la cuenta bancaria es sólida. Nuestro supuesto sobre la existencia
de un universo humano con sus propias reglas de justicia va más allá de un mero modelo de
aprendizaje de interiorización; presupone un flujo constante entre fuerzas dinámicas internas e
interpersonales: «...la interacción refuerza los paradigmas de relaciones entre el sí-mismo y el otro.
que. según se postula, operan como "pautas interiorizadas Yo-Tú" dentro de la estructura psíquica
de un individuo» [61, pág. 1991.
139
Se requiere una reevaluación dialéctica para redefinir el significado de la interiorización. Por medio
de la contabilización de méritos, puede restaurarse la unidad entre hechos relacionales internos
(psicológicos) y externos (interpersonales). Hemos demostrado que las relaciones interiorizadas
sirven, en esencia, para sustentar la justicia de anteriores vínculos interpersonales, y que las
interacciones en apariencia interpersonales pueden explotarse de manera tal de saldar cuentas con
los agentes internos. Para todo propósito práctico (dinámico), el otro interiorizado es un participante
activo del sistema de contabilización. En tanto que la teoría dinámica tradicional monotética
buscaba, básicamente, rastrear los orígenes históricos de las necesidades que se manifiestan en la
proyección (exteriorización) de una serie interna de pulsiones sobre una relación sin importancia,
una indagación dialéctica debe buscar los aspectos «importantes» de las distorsiones aparentes de
las actuales relaciones.
Una vez que el individuo siente que una cuenta sin saldar a largo plazo lo ha frustrado a través de
los años, en él surge la necesidad y un sentido de justificación que lo llevan a tratar de saldar la
cuenta mediante su «rembolso», así sea por medio de actos inapropiados, realizados en beneficio
de una serie de terceros inadecuados, tomados como «reos» sustitutos. El niño que «se hace la
rabona» tal vez no se dé cuenta de que «se la está cobrando» contra el sistema escolar como forma
de desplazamiento de su familia de origen. De adulto, puede desarrollar una dependencia patológica
en relación con su cónyuge, a quien atormenta y acusa, también como un desplazamiento. Como
resultado, los demás tienden a tratarlo como un ser cuyo pensamiento está distorsionado, como a
una persona paranoide y maliciosamente enferma. Sin embargo, en cierto modo, él tan sólo sigue la
lógica de la justicia retributiva, satisfaciendo así la necesidad de saldar una cuenta pasada.
Un interrogante de importancia es: ¿por qué ese desplazamiento? ¿Qué impide inteligir y reconocer
las percepciones distorsionadas? Cabe presuponer que la nebulosa inicial de los recuerdos
(amnesia) sobre el propio desarrollo temprano explica sólo en parte el aparente carácter azaroso de
la elección de un blanco desplazado. También es posible preguntarse: ¿por qué no tomar
represalias contra la familia de origen? Sugerimos que una explicación básica reside en lo que
denominamos contabilidad doble. Con esto queremos significar que, en tanto que la persona se
siente explotada por sus progenitores, también se siente endeudada hacia ellos. Los padres
explotadores pueden, en forma simultánea aparecer como mártires, sufrientes y desdichados. La
ambigüedad resultante, a través de su endeudamiento sutil e irresoluble, puede determinar que se
establezca un mandato ético vedando toda forma de venganza contra los padres.
Toda teoría de las relaciones debe ser interpersonal de manera explícita, aunque no necesariamente
psicológica. Debe evitar la asimetría implícita en los modelos de pulsión-sujeto y pulsión-objeto, y
reconocer que el hecho de utilizar al otro como blanco de mis necesidades sólo representa un
aspecto de la relación total. Sin tomar en cuenta las necesidades del otro, la indagación terapéutica
se limitará al contexto del uso unilateral de los otros, y, probablemente, reforzará la explotación.
La transición desde el modelo freudiano clásico al de la teoría de las relaciones puede hallarse en la
teoría del superyó. Mediante el diálogo interiorizado con su superyó, el niño retiene una referencia
dinámica hacia los sistemas de valores de otros seres importantes, o de la sociedad como un todo.
Por consiguiente, en tanto que la persona de mi progenitor, y no sólo sus valores, sobreviven en la
fase interior, a medida que sus necesidades son representadas a través de mi superyó, en cierta
medida se convierten en mis propias necesidades, ya que deseo vivir en paz con mi conciencia.
Sandler y Joffe declararon: «Teórica y clínicamente, es importante advertir que desde el punto de
vista de la adaptación psíquica no existe cosa tal como el amor o la preocupación altruista o carente
de egoísmo por un objeto (es decir, otra persona). El criterio último para determinar si una relación
objetal especifica se mantiene o no, o si se lucha por ella, es su efecto sobre el estado básico de
sentimientos del individuo» [76, pág. 89]. Esta declaración parece ignorar la realimentación que,
como refuerzo mutuo, tiene lugar entre dos o más personas que configuran un sistema relacionel.
Por añadidura, cabe presuponer que la propia obligación creada por un interés altruista está
codeterminada por la propia posición en el balance «al minuto» de la cadena multigeneracional del
toma y daca reciproco. El grado de mi altruismo dependerá en parte de que tenga una cuenta
positiva o negativa en la hoja de balance.
El empleo del término «carente de egoísmo» tiene, por supuesto, importancia decisiva dentro de
nuestras consideraciones. ¿Cuáles son los criterios últimos que permiten juzgar si las relaciones
«simbióticas» son motivadas en forma egoísta o no? Si no me puedo separar de mi madre, anciana
y enferma, porque su estado me causa preocupación y aumenta el nivel de culpa en la lealtad que
tengo hacia ella, ¿soy o no egoísta? ¿Hasta dónde llega la deuda de gratitud de un ser humano
hacia su madre por la devoción de que fue objeto durante su primera infancia? ¿En qué medida
debo recompensar a mi madre para que se me considere altruista o falto de egoísmo en relación con
ella?
Posiblemente, el especialista en terapia familiar se pregunte cuál será el resultado del proceso de
realimentación puesto en marcha entre los distintos miembros de la familia por las motivaciones que
los llevan a cuidar en forma «altruista» el uno del otro. En las sesiones de terapia familiar pueden
observarse cadenas de expectativas y reacciones individuales a medida que se desarrollan en
141
pautas multipersonales. Uno de los conceptos freudianos de bases individuales que promete ser
más útil para la elaboración de teorías relacionales es el delineado en las fases iniciales de la
concepción de su teoría estructural. Freud [41] postulaba que la psicología grupal está relacionada
con una función similar a la superyoica, extrapolada y compartida entre todos los miembros de un
grupo. Interesa advertir que, por lo que sabemos, no ha habido una ulterior elaboración sistemática
de estos conceptos en la bibliografía especializada.
Otro ejemplo de la relación intrínsecamente dialéctica existente entre las estructuras motivacionales
manifiestas y encubiertas de la psiquis individual es el concepto freudiano clásico de formación
reactiva del carácter. Este presupone una relación inversa entre rasgos visibles del carácter y sus
configuraciones de necesidades exactamente opuestas en los ámbitos motivacionales inconcientes
y más profundos de la psiquis. Por ejemplo, se interpreta que una actitud parentalizadora abierta,
protectora o solícita en exceso, encubre y controla en forma defensiva intenciones hostiles
arraigadas de manera profunda. Sin embargo, para nuestros fines es importante considerar algo
más que esos dos niveles sistémicos. El concepto de formación reactiva del carácter se afirmaba en
el individuo, en tanto que nuestros intereses se concentran en la programación dialéctica de las
relaciones multipersonales. Por ejemplo, mediante un acuerdo al que de modo inconciente llegan en
connivencia, los miembros de una familia pueden actuar de manera concertada para desplegar
ambos aspectos de su antítesis motivacional sin experimentar ambivalencia en lo individual. Los
miembros imbuidos de una rectitud manifiesta pueden participar en forma sustitutiva en los actos
delictivos de otro miembro y sentirse, a la vez, superiores a él desde el punto de vista moral. A
veces, incluso el hecho de que un miembro simpatiza abiertamente con el delincuente, puede
facilitar a los otros para condenarlo sin sentir culpas por su invisible complicidad.
Cabe plantear una pregunta: ¿El concepto de deslealtad agrega algo nuevo al de ambivalencia?
Ambos connotan una avenencia escindida. La persona ambivalente odia al ser que también ama, en
tanto que la desleal no respeta el compromiso que tiene para con una persona o el sistema. Desde
el punto de vista del proceso de psicoterapia, existe otra similitud entre ambos fenómenos. Cuando
uno examina su ambivalencia, por ejemplo hacia la propia madre, y comparte ese sentimiento con el
terapeuta, comete de manera implícita una deslealtad hacia ella. Sin embargo, a pesar de esa
deslealtad implícita, desde el punto de vista terapéutico tradicional se considera que la importancia
dinámica de la ambivalencia radica en que la persona se ve enfrentada a sus propios sentimientos.
Tradicionalmente, el despertar de culpas por esa ambivalencia se explica sobre la misma base: la
confrontación del paciente con sus verdaderos, aunque a menudo reprimidos, sentimientos. El
proceso terapéutico de toma de conciencia se interpreta entonces, básicamente, como una
consecuencia intrapersonal, regida por la fuerza yoica por un lado, y la ansiosa necesidad de
represión por el otro.
Por otra parte, la deslealtad se relaciona con la dimensión de la acción, y se afirma en el orden del
universo humano. La medida de la lealtad que realmente se debe guardar depende del libro mayor
de acciones pasadas y presentes del otro. A su vez, lealtad o deslealtad también se expresan por
medio de acciones. La actitud ambivalente está arraigada en la ambigüedad del amor y el odio; el
acto desleal implica una obligación a la par que el repudio de esta. En el campo sistémico
multipersonal de las relaciones familiares, la propia ambivalencia hacia el progenitor no puede
separarse del problema de la lealtad hacia él. La relación terapéutica llega, de manera inevitable, a
cuestionar las relaciones familiares existentes, y mediante sus aspectos de deslealtad implícitos
puede aumentar en forma significativa la culpa producida por la ambivalencia.
Balance sustitutivo
Dada nuestra tesis de que el rendimiento de cuentas de justicia es el principio central de la
programación dinámica de las relaciones, debemos examinar su importancia para los fenómenos
142
psicológicos descritos como proyección, desplazamiento o reorientación. Un supuesto común a
todos estos conceptos es que connotan la canalización «inapropiada» de impulsos y actitudes
dinámicamente significativas en un contexto de realidad falso desde el punto de vista cognoscitivo.
Tomando como prototipo la situación del niño en su familia, él tiene tres opciones para reparar la
injusticia que ha sufrido. Si el pequeño se siente tratado en forma injusta y desesperadamente
agobiado por el poder del mundo adulto, puede: 1) rebelarse contra los padres mismos, 2) si eso no
es factible, desviar sus impulsos de venganza hacia otra persona, de modo inadecuado, 3) tratar de
«tragarse» sus sentimientos heridos. Resulta evidente que la opción 1 cumple un importante papel
en la delincuencia y la agresión intrafamiliar franca. La opción 2 puede dar lugar a un enfrentamiento
a largo plazo que genera la total saturación de la vida futura del niño con tendencias iracundas,
«inapropiadamente» retributivas y tal vez paranoides, originadas en su pasado. La opción 3 a
menudo lleva al retraimiento, la depresión y el vuelco de la agresión contra sí mismo, o bien a otras
pautas «sintomáticas», «patológicas» o «caracterológicas» secundarias.
Puede utilizarse o manipularse una relación para saldar la injusticia de otra relación anterior. Por
ejemplo, el cónyuge, o incluso el hijo, pueden ser parentalizados en forma inconciente por la
supuesta víctima con el objeto de satisfacer su necesidad de tomarse represalias de los padres.
Desde el punto de vista de la psicología individual, esto puede definirse como una exteriorización
inapropiada o identificación peryectiva. Según el enfoque tradicional sobre este tipo de «patología»
relacionel, su carácter inapropiado está determinado de modo inconciente; por ende, se supone que
una creciente intelección o toma de conciencia tendría que ayudar a descubrir y, en consecuencia, a
modificar esta pauta. En consonancia, una vez que a una persona con suficiente «fortaleza yoica»
se le demuestra de qué manera poco apropiada utiliza sus actuales relaciones, como si quisiera
saldar las cuentas de su pasado, él debería poder corregir la «distorsión». Se supone que el yo cada
vez más realista, que entonces va creciendo, puede desarrollar canales más apropiados para la
gratificación de los instintos o los impulsos.
Nuestra posición agrega dos elementos teóricos de importancia en que nos desviamos de esa tesis,
tanto desde el punto de vista dinámico como terapéutico. Primero, presuponemos que la búsqueda
de justicia sustitutiva es una dinámica de relación por propio derecho, ubicada entre la persona y su
mundo, y no entre la persona y sus impulsos o representaciones interiorizadas tan sólo. El balance
de las justicias subjetivas de todos los miembros equivale a una característica implícita, aunque
objetiva, del sistema. En segundo término, presumimos que se deriva un beneficio cuasi-ético al
proteger la propia lealtad hacia los padres a expensas de otras relaciones posteriores. De este
concepto de lealtad primaria hacia la propia familia de origen se desprende que el mayor de los
«pecados» es infringir ese compromiso primario y, por consiguiente, preferencial. Ahí reside un
importante determinante dinámico de todo tipo de actitud persecutoria y paranoide: El
desplazamiento de las represalias sirve a la economía psíquica: puede atacarse a otra persona o a
todo el mundo en un noble esfuerzo por retener la propia lealtad, sin acusar a los padres. Así, los
actos supuestamente dañinos de los progenitores se vengan «en ausencia».
La relación con el terapeuta puede verse atrapada en similares esfuerzos por equilibrar el balance. A
Freud debemos el importante concepto de la trasferencia. Él descubrió que los pacientes tienden a
repetir tempranas actitudes y expectativas infantiles en su conducta con el especialista, como si este
último fuese el progenitor originario.
Puesto que el cuerpo principal de la teoría psicoanalítica clásica fue expresado básicamente en
términos cognoscitivos, las manifestaciones trasferenciales por lo general se consideraron
distorsiones de la realidad perceptible. En otras palabras, el autoengaño del paciente con respecto a
la naturaleza de su relación con el médico se describía como un error cognoscitivo, una distorsión en
la percepción y el pensamiento. Cuando el paciente convierte al analista en blanco de sus reiteradas
ansias infantiles, de modo inconciente se engaña a sí mismo; por consiguiente, una de las metas de
143
la terapia será corregir esa distorsión. Los terapeutas especializados en el sistema familiar, por el
contrario, se interesan más por las implicaciones existenciales de los aspectos de la trasferencia en
todas las relaciones personales más estrechas. Las actitudes y expectativas trasferidas connotan la
continuidad de pasadas obligaciones y expectativas sin resolver en los sistemas familiares, y más
que una ficción engañosa entrañan hechos reales y verdaderos.
El punto de vista del mérito considera los fenómenos de trasferencia dentro del sistema estructurado
de obligaciones y créditos familiares. En consonancia, al trabar cualquier relación nueva se modifica
la posición de la persona en el libro mayor de méritos familiar. La deslealtad real o aparente hacia
los otros miembros de la familia puede crear desequilibrios en relaciones que pueden realimentarse
en el equilibrio de gratificación de necesidades del individuo vinculado en la trasferencia terapéutica.
La trasferencia positiva significa que se cumple la anhelada fantasía de tener padres buenos, la
negativa brinda al paciente la oportunidad de castigar al terapeuta en tanto que salva a los padres
reales. De este modo, la trasferencia positiva implica siempre una deslealtad hacia los padres
reales, mientras que la negativa restaura la lealtad, al menos de manera implícita, mediante la
negación de lealtad al terapeuta.
Anna Freud observa: «En períodos de trasferencia positiva, los padres a menudo agravan el
conflicto de lealtad entre analista y progenitor que invariablemente surge en el niño» [38, pág. 481.
Desde el punto de vista del especialista en terapia familiar, es aún más importante reconocer que
cada paso que se da hacia el cambio o la mejoría viola el compromiso inconciente de lealtad del hijo
hacia la familia. El mero establecimiento de una fuerte trasferencia, sea positiva o negativa,
desencadena culpas por la violación de lazos inconcientes de lealtad familiar. La trasferencia como
intento de adopción temporaria, además de constituir una exteriorización de pautas intrapsiquicas,
debe ser antitética respecto de los vínculos existentes entre hijo y padre, y no considerarse de
manera exclusiva en el aislamiento de la relación terapéutica.
La lealtad puede significar muchas cosas; para nuestros fines, la definimos como una de las fuerzas
de estructuración multipersonales que están en la raíz de los sistemas o redes de relaciones. Las
relaciones multipersonales abarcan las organizaciones psicológicas de los individuos, pero van más
allá de ellas. En el lenguaje de la teoría de los sistemas, dichas organizaciones tienen una
contribución causal o motivacional propia, así como las propiedades del agua son diferentes de la
suma de las propiedades del hidrógeno y el oxígeno.
Es bien sabido que la labor terapéutica directa, dirigida hacia las dimensiones de los sistemas de
relación, es extremadamente compleja. Las pautas arcaicas repetitivas, generadas en la neurosis de
trasferencia terapéutica individual y estudiadas en forma privada, in vitro, por así decirlo, deben
entenderse dentro de una estructura integrada, entrelazada con interacciones interpersonales
«reales». En una agria disputa conyugal, marido y mujer pierden la perspectiva hasta el punto de
llegar a pelear entre sí y contra las sombras del mundo relacional interiorizado del otro. El punto de
145
vista dinámico describe la vida como un proceso que tiene lugar en un campo de fuerzas en
constante cambio.
Algunos de estos conceptos poseen una base individual, en tanto que otros hacen referencia a
relaciones dinámicas. El especialista en terapia familiar debe ampliar su enfoque, yendo de las
díadas a sistemas de relaciones más vastos, y considerar a cada miembro del sistema desde su
punto de vista único y singular, como centro de un universo. En una palabra, el terapeuta
especializado en familias y relaciones en general debe distinguir entre tres niveles de sistemas
relacionales:
1. El aspecto puramente intrapsíquico (p. ej., yo-superyó, persona propia y voz ajena, sí-mismo y
perseguidor imaginario, etc.).
2. El aspecto interno de lo interpersonal (p. ej., la lealtad hacia un progenitor o hacia el cónyuge).
3. El aspecto existencial de lo interpersonal (p. ej., el hecho de tener o no padres, hermanos, etc.)
Los fenómenos relacionales que corresponden, básicamente, a uno de estos niveles pueden
entrelazarse con fenómenos o expectativas en los otros niveles, y oscurecerlos. Puede darse una
gran confusión y producirse una lucha improductiva y carente de sentido entre los miembros de la
familia debido a su propia confusión y la del terapeuta respecto del nivel relacional en el cual reside
la esencia de un problema.
Otra diferencia entre los fenómenos relacionales en los niveles 2 y 3 podría ilustrarse con los
sentimientos asesinos, incestuosos, etc., que uno experimenta hacia un progenitor con: a) el
terapeuta solo, o b) en presencia del progenitor.
Uno de los puntos de vista menos constructivos en los actuales ensayos sobre el enfoque familiar es
el que presupone una relación de «lo uno o lo otro», mutuamente excluyente, entre la dinámica de
personalidad individual y la dinámica relacional multipersonal o sistémica. Determinados autores
hablan de una «ruptura discontinua» entre la teoría psicodinámica tradicional y los modelos familiar
o relacional de la teoría motivacional. Nuestra propia perspectiva ha estado dominada por la
búsqueda de una síntesis creativa de factores mutuamente complementarios y antitéticos en la
evaluación de la situación hurnana. El hecho de que poseamos información nueva y valiosa acerca
de las leyes homeostáticas reguladoras de los sistemas de relaciones no invalida la necesidad de
comprender a la persona, en su individualidad, como un nivel válido del sistema motivacional.
El siguiente paso de importancia en la teoría psicodinámica muy bien podría ser la descripción de la
profunda estructuración dinámica de sistemas de relación multipersonales. Dicho lenguaje tomará
muchos elementos prestados de la orientación en esencia intraindividual y parcialmente diádica de
la teoría psicoanalítica clásica, pero también deberá integrar los logros conceptuales de la teoría de
las relaciones y extender la utilidad de ambos marcos de referencia. Como es natural, dichas
ampliaciones teóricas, tendrán que encarar los conceptos fronterizos que señalan la transición de
una teoría individual a la teoría de los sistemas de relaciones.
146
Individuación: diferenciación o extrañamiento
Uno de los mitos que con frecuencia sustentan los partidarios del enfoque individual tradicional
entraña la sobrevaloración de la separación física como medio de individuación. No cuestionamos el
valor o la necesidad de ciertas separaciones conyugales, el divorcio, o la mudanza del adolescente
para vivir solo cuando está preparado para ello. Lo que sí objetamos es el hecho de que se
confunda separación con diferenciación, como medio de madurar. El traslado físico de un joven
adulto esquizoide, sacándolo de su casa, por ejemplo, no servirá tanto a que madure como la ayuda
directa respecto de sus relaciones dependientes en la familia. A la inversa, existe una difundida
creencia (o tal vez resistencia) entre los profesionales, en el sentido de que el hecho de tratar juntos
a todos los miembros de la familia equivale a convalidar, por parte del terapeuta, la unión simbiótica
perenne de la familia. En realidad, si el terapeuta es experimentado y está capacitado de manera
adecuada, el hecho de trabajar con las dimensiones de una relación en una sesión conjunta brinda
más posibilidades de individuación que la separación física.
Puede surgir confusión por el hecho de no distinguirse entre la individuación y la ruptura de los
vínculos de relación. La primera fue definida por Anna Freud en los siguientes términos: «determinar
si, y a partir de qué momento, el hijo debe dejar de ser considerado como un producto de su familia,
dependiente de esta y merece que se le conceda el estatuto de una entidad separada, una
estructura psíquica con derecho propio» [38, pág. 43]; y atañe a la formación de fronteras psíquicas.
A menudo esta última se ve oscurecida por un mito personal, basado en alguna combinación de
huida, desmentida, interiorización de la lealtad o contienda ostensiblemente hostil.
El empleo de frases trilladas, como «es lo bastante grande como para mudarse de casa de sus
padres» o «para algunas personas es mejor divorciarse», puede ocultar la propia relación no
resuelta del terapeuta con su familia de origen. La capacidad del terapeuta para enfrentar su propia
relación familiar determinará el que idee una estrategia para la separación o un método de
indagación conjunta y enfrentamiento terapéutico. El siguiente fragmento de las declaraciones de un
marido en una primera sesión de pareja plantea dicho problema:
Realmente, a mí no me importa, doctor, qué sienten mis padres, ni qué hacen. No les guardo rencor,
pero la verdad es que nunca hicieron nada en mi favor. Yo comencé a trabajar a los doce años, y
cuando más necesité su ayuda no reunieron el dinero con el cual podrían haber pagado la fianza
para sacarme de la cárcel. Ahora tengo un prontuario policial, que me impide obtener trabajos con
nivel de ejecutivo. Durante años enteros sólo vi a mis padres una vez cada seis meses. Mi gran
problema es la bebida. Amo a mi esposa, pero recién vuelvo a casa a eso de las dos o tres de la
mañana, después del trabajo. En realidad, estoy vacío emocionalmente. Me siento en los bares y
bebo hasta el punto de perder el conocimiento. Durante los dos últimos años solía ir a lo de mi
madre unas dos veces por semana. Sólo voy para ayudarlo a mi padre con cosas tales como el
seguro del coche, de la casa, y otras parecidas.
147
Freud esperaba del paciente que tuviera la capacidad y el valor necesarios para enfrentar sus
propias estructuras psíquicas internas y relaciones interiorizadas. La terapia relacional exige valentía
para hacer frente a los fantasmas que se hacen presentes en relaciones reales. Si yo hablo de usted
en su presencia, usted observará mis reacciones y yo seré testigo de las suyas. ¿Cuáles son los
riesgos y los beneficios potenciales para cada miembro de la familia al hablar uno del otro y
reafirmar sus puntos de vista en presencia de ese otro?
La experiencia demuestra que una sola sesión conjunta puede revelar pautas interaccionales
patogénicas de sorprendente importancia, que no podrían descubrirse en meses enteros de terapia
individual, realizada por separado en forma colateral. Así lo demuestran muchos casos de fobia a la
escuela. Una jovencita de 17 años recibió tratamiento individual en uno de los más importantes
institutos de capacitación, siendo tratada como psicótica. A los dos meses de ser derivada a la
División de Terapia Familiar, ella y su padrastro revelaron la existencia de una relación incestuosa
que ya llevaba seis meses de duración. En el curso ulterior de la terapia, toda la familia, integrada
por cuatro miembros, efectuó grandes progresos, y se descubrió que la madre necesitaba someterse
a un tratamiento de larga duración.
Cabe agregar que la experiencia de terapia familiar pudo revelar la fuerza y cordura intrínseca de
muchos miembros abiertamente sintomáticos de la familia. El papel de ese miembro es el de brindar
atención externa y ayuda potencial a todo el sistema. Quizás él sea el único que en realidad actúa
de manera tal que efectivamente pueda llevar a un cambio. Esto también explica por qué con tanta
frecuencia el miembro al principio sintomático, designado como paciente, recibe un pronóstico más
favorable que los padres silenciosamente patogénicos o los hermanos sanos. (Véase Framo [37].)
Trasferencia en el seno de la familia
A partir de Freud, los teóricos del psicoanálisis han sentido curiosidad acerca de los determinantes
individuales de la capacidad de un paciente para desarrollar una trasferencia terapéutica intensiva.
Hace ya bastante que dicha capacidad de los pacientes se juzga como condición básica para el
149
tratamiento psicoanalítico. En tiempos recientes se ha prestado atención a la capacidad instantánea
de ciertos pacientes psicóticos para realizar una trasferencia simbiótica. El analista extrae y
condensa actitudes repetitivas y regresivas de una relación en la propia relación terapéutica, a la
espera de que aparezca una neurosis de trasferencia técnicamente accesible. Por otra parte, el
especialista en terapia familiar se interesa en las mismas tendencias dentro de las relaciones
familiares. Él debe examinar los determinantes del sistema multipersonal de la vinculación
trasferencial intrafamiliar de una persona y su capacidad para «trasferir» actitudes relacionales de su
familia a extraños. Preferimos incluir a miembros de la familia de origen de ambos progenitores en
cualquier familia que tengamos en tratamiento. Con frecuencia, la relación entre padres y abuelos se
vuelve centro de observaciones y blanco de posible intervención. Dichas relaciones entre padres y
abuelos abundan en procesos de realimentación entre la denominada realidad corriente y antiguos
anhelos y desengaños sofocados o reprimidos durante largo tiempo.
Ejemplo clínico
El especialista en terapia familiar presupone que los aspectos regresivos de la vida y actos de los
miembros de la familia constituyen uno de los principales componentes del sistema de lealtad de la
familia. La inversión que hace cada miembro en crecimiento sacrificado es recompensada por la
tolerancia de sus gratificaciones regresivas por parte de los otros miembros. Ese entrelazamiento
sutil, y parcialmente inconciente, entre las necesidades personales de los miembros y el sistema de
valores idiosincrásico de la familia fortifica el contexto de intimidad familiar. A medida que la
psicoterapia, o el análisis individual, reorienta mediante la trasferencia el acting out repetitivo hacia la
persona del terapeuta, el sistema de lealtad familiar se ve amenazado. Y la amenaza es aun mayor
cuando el paciente es un niño, ya que por lo general este se encuentra refugiado en una posición
más dependiente que los miembros adultos.
Una de las experiencias más ilustrativas en la práctica de la terapia familiar hace referencia a la
dosis en que incluso los niños muy pequeños contribuyen a solidificar la lealtad familiar. Los
extremos de dependencia paterna respecto de los niños pueden apreciarse mejor en los casos de
abrumadora parentalización de los hijos. Sin embargo, aun cuando pasemos por alto esos extremos,
son pocos los niños que no captan el mensaje: «Sólo confía en tu madre» o «Tu madre es tu única
amiga verdadera», sea en forma explícita o implícita.
El caso de un niño de diez años y su familia resulta ilustrativo de tales situaciones. El cuerpo
directivo de una escuela privada de internado nos invitó a participar como consultores en terapia
familiar, en su esfuerzo por extender el modelo psicoanalítico de tratamiento individual en que el
niño era visto por un psicoterapeuta, y la madre sostenía conversaciones telefónicas de larga
distancia con un trabajador social. El problema del niño fue presentado como un irritante retardo en
la actividad motriz, aunado a una concentración obsesiva en los detalles. La vida de la familia giraba
en torno de la lentitud de sus respuestas. Los padres señalaron que al niño le llevaba horas enteras
acostarse, comía demasiado despacio, y podía vacilar largo rato antes de decidir de qué lado del
ropero iba a colgar una camisa. Era fácil de ver la desesperación de la familia por su conducta, y sus
deseos de cambio, al menos en un nivel conciente. Los tests psicológicos revelaron que el pequeño
tenía una inteligencia adecuada, y una buena coordinación motriz. Su hermana de siete años era
una niña muy rápida y vivaz. (Lamentablemente, no se recopilaron datos sobre los aportes de la
hermana sana al sistema patogénico familiar.)
Omitimos la descripción de la dinámica intrapsíquica del niño, para enfocar los factores relacionales.
Los trabajadores asignados al caso informaron que los padres eran activos en el aspecto intelectual
pero bastante desapegados en lo emocional. El padre era profesor de química, y la madre, que
hubiera querido ser trabajadora social, terminó por estudiar sociología. En cierta ocasión, la madre
fue internada durante tres semanas por razones psiquiátricas, y con posterioridad ella se sometió a
150
tratamiento neuropsiquiátrico. Llena de desesperación estaba decidida a considerar el problema del
hijo como algo esencialmente orgánico, y recordaba haberse sentido traumatizada en la clínica en la
que, según alegaba, habían intentado hacerla sentirse una «madre desgraciada». No le gustaba
hablar de su familia de origen, la cual vivía en otra ciudad, y a la que años antes había dejado. Dijo
que sólo veía a sus padres (fríos y «neuróticos») una o dos veces por año. En su relación con ellos
era superficial y no podía ser espontánea. Sostenía que tampoco confiaba en los profesionales.
Cuanto quería era que la ayudaran a combatir la lentitud de su hijo. Sin embargo, y en forma
paradójica, una vez por semana ella hablaba por teléfono hasta una hora con el trabajador social,
ubicado a una distancia de casi seiscientos kilómetros.
Los trabajadores sociales tenían la impresión de que el padre del niño era un progenitor en exceso
distante y pasivo, y que su única resolución se había manifestado en su insistencia final de enviar al
niño a una escuela residencial. Aunque era poco lo que se informaba sobre el papel del padre en el
sistema patogénico familiar, podía postularse con facilidad que los progenitores, en esa aislada
familia nuclear, carecían de mayores recursos para imbuir de vitalidad a una relación humana. De
esta manera, se preparaba el terreno para una sutil parentalización de los hijos.
El terapeuta del niño declaró que la notoria lentitud de la conducta de aquél también se exhibía en la
escuela, y que sólo se había registrado una situación en la que pareció casi por completo ausente.
Esto sucedió durante una excursión, en una casa fuera del terreno de la escuela, donde el niño
comió a velocidad normal. También verificaron una interesante observación: en ocasión de un paseo
escolar, el niño pareció disfrutarlo mucho. Cuando su familia lo visitó varios meses después, los hizo
conducir el coche por el mismo itinerario del ómnibus escolar, en la esperanza de trasmitirles una
experiencia igualmente feliz. El terapeuta agregó que el niño también recordaba haber hecho lo
mismo en su hogar, en una serie de oportunidades; por ejemplo, haciendo que sus padres viajaran
por el mismo camino que él y su tío habían atravesado antes, con ánimo feliz.
La capacidad del pequeño para «dar» a los padres era una característica llamativa, considerando la
falta de calidez personal en sus propias relaciones. Ver en el niño al «curador» de la familia (cuando
sus síntomas demuestran la existencia de devoradoras exigencias orales y una fatigosa obsesividad
anal) por cierto que parece paradójico. No obstante, cabe presuponer que los padres pudieron
utilizar los síntomas del niño para huir de sus propios problemas no resueltos con sus familias de ori
gen. Por añadidura, en un nivel existencial, las energías mal empleadas en la vida del hijo
revitalizaban la estancada relación matrimonial. El niño enfermo brindaba a los padres un «tema
polémico» en torno del cual cristalizar su débil identidad.
Una gratificación intrínseca de la parentalización consiste en que los padres utilizan al hijo para
desbaratar su propia privación objetal temprana. Como sabemos, la privación temprana puede
generar una necesidad nunca resuelta de adhesión simbiótica, sin que se desarrolle una capacidad
para la individuación y la separación. Cuanto más atrapado se ve el niño en su propia
sintomatología, más largo es el período de implícita gratificación posesiva para el progenitor. El
progenitor puede defenderse de la necesidad de inteligir dicha dependencia en la patología del niño,
como hemos visto, mediante una rígida insistencia en la naturaleza orgánica de la condición. En el
caso, recién examinado, se reveló que la madre siempre había estado preocupada por ver en el hijo
a un ser dañado en el aspecto orgánico, desde los primeros meses de vida. El trabajador social
informó que la mayoría de sus largas conversaciones por teléfono con ella eran discusiones sobre la
posibilidad de que la condición del chiquillo fuese o no orgánica.
En un nivel más profundo, la conducta del niño reveló una gran medida de preocupación por sus
padres. Mediante mensajes encubiertos, se le debe de haber hecho ver que, aunque sus síntomas
irritaban a la familia, su enfermedad impedía que la madre enfrentara su propia depresión, soledad y
151
sentimientos heridos. Incluso en casos en que la psicosis o conflictos previos de un progenitor nunca
se le muestran de manera abierta a un niño, éste, sin embargo, siente ansiedad, y responde con
familiaridad ante la revelación tardía del secreto.
Si presuponemos, entonces, que la homeostasis del sistema patogénico es regulada por una
regresión ligada a la lealtad y a una detención del desarrollo, es previsible que la culpa del niño
aumentará en la medida en que «traicione» a sus padres. El hecho de dejarlos atrás para que
luchen solos en casa bordea ya la deslealtad; si, por añadidura, él ha de mejorar sintomáticamente,
ello podría ser el equivalente de una traición psicológica. La culpa por la lealtad familiar no es, tan
sólo, una fijación regresiva, afirmada en una situación interiorizada; más bien, está convalidada por
la realidad interpersonal de los propios mensajes de los padres. Para atenuar su culpa, así como
para proteger a los padres, el hijo debe tranquilizar al sistema: 1) manteniendo su síntoma, y 2)
tratando de ayudar a los padres, compartiendo con ellos todo aquello que él pueda disfrutar en la
vida. Por consiguiente, sería poco realista esperar que el niño fuese demasiado lejos frente a una
deslealtad real y su creciente culpa por ella.
En el caso citado, el modelo parecía diferir del tradicional, propio del equipo terapéutico de la
escuela. Ellos dirigían su estrategia a lograr que el niño invistiera en el terapeuta la suficiente
trasferencia como para desbaratar en forma gradual sus pautas fijas, de modo que con la orientación
terapéutica podría comenzar a adquirir nuevas pautas de conducta. Tal como ellos lo señalaron,
esto sucede en gran cantidad de casos sometidos a tratamiento residencial, aunque a menudo se
informa que los efectos no duran mucho más allá de la descarga. La influencia familiar parece
revertir el cambio terapéutico. Se interpreta como que la aprobación del progenitor (terapeuta) en
relación con la trasferencia resulta contraria a las necesidades y deseos de los padres reales. Como
especialistas en terapia familiar, sentimos intensa frustración por la falta de asequibilidad de los
padres en este contexto: sólo vinieron a vernos cuatro veces en un año. ¿Cómo podemos nosotros,
como consultores, sugerir métodos que afectan el sistema en estas circunstancias? Una vez más,
observamos los graves obstáculos que una internación plantea con respecto al enfoque familiar.
Conclusiones
La lógica de nuestro modelo de lealtad sostiene el posible uso de la situación de trasferencia,
dirigida a disminuir la culpa causada por la deslealtad del paciente hacia su familia de origen. ¿Qué
sucedería si el lema estratégico fuera: «¿Cómo podemos usted y yo, el terapeuta, trabajar como
equipo para ayudar a su familia?», en vez de «¿Cómo puedo convertirme en mejor padre sustituto,
de manera que pueda utilizarme para crecer emocionalmente?» Si se sigue la primera fórmula en la
práctica, el terapeuta, escuchando la propia descripción que hace el niño de su experiencia familiar,
puede diseñar modos en que el pequeño pueda ayudar a la familia y, a su vez, recibir ayuda
permanente. Lo que se requiere es la solicitud del terapeuta para ayudar a todos los restantes
miembros, considerando a cada uno como su propio paciente. Entonces pueden desarrollarse
medios de acción incluso si los contactos entre hijo y familia son limitados (p. e¡., visitas ocasionales,
llamadas telefónicas, correspondencia).
Fn lo específico, el terapeuta debe colegir los medios por los cuales el niño puede ayudar a sus
padres. El hijo puede tener sorprendente conciencia de dichas posibilidades y mostrarse ansioso por
analizarlas con alguien que se preste a reconocer su rol como «curador» de la familia, desesperado
por ayudarla. En dichos casos, al terapeuta le será fácil ofrecer una alianza dirigida a desarrollar
estrategias para una ayuda más eficaz. Ee los casos en que el niño no tiene conciencia de su
potencial eficacia «curativa» en la familia, el terapeuta primero tiene que indagar y verificar cuáles
son las propias nociones del pequeño respecto de su rol familiar, y alentar el pensamiento de aquel
reconociendo una lealtad oculta en su preocupación por la familia. Utilizando de esta manera su rol y
152
su poder terapéutico, puede disminuir de manera considerable el conflicto de lealtad implícito en la
devoción del pequeño hacia él, determinada por la trasferencia.
En suma, el especialista en terapia familiar no se da por satisfecho con la visión teórica según la
cual la trasferencia terapéutica debe considerarse en forma separada de los compromisos de lealtad
dentro de la familia del paciente. En consecuencia, es probable que aliente nuevas sendas de
participación entre los miembros de la familia. El hecho de trabajar con semejante sistema relaciona)
abierto confiere al terapeuta mucha más eficacia que una consideración aislada de la relación
trasferencial.
La práctica tradicional de aislar las inversiones de trasferencia terapéutica de las lealtades familiares
presupone, de manera implícita, liberar al niño de,cadenas de realimentación repetitivas de
interacción familiar. La alianza exclusiva y confidencial entre terapeuta y paciente implica una
fórmula: Con mi ayuda usted puede derrotar sus fuerzas patógenas, su compulsión hacia la
repetición y (en especial si el paciente es un niño) las influencias del ambiente patogénico familiar.
Si, no obstante, el terapeuta incluye en sus designios a la lealtad familiar como uno de los
determinantes sistémicos de la compulsión hacia la repetición, guiado por la misma lógica tendrá
que incluir el bienestar de los pacientes en su contrato de alianza terapéutica. Todos los miembros
de la familia tendrán entonces que recibir ayuda, a los efectos de incrementar al máximo el potencial
de cambio en todos y cada uno de ellos. Hemos aprendido a no confiar en los signos del airado
deseo de un niño o adolescente, en el sentido de abandonar a sus padres ansiosos, represivos,
culpógenos, parentalizadores o infantilizadores. Preferimos ir en busca de la subyacente lealtad
antitética, cargada de culpas, y considerar la estructura de la paralizadora culpa existencial que se
produce tras cometer la deslealtad hacia el sistema. No podemos entender de manera cabal la
estructura de la lealtad cargada de culpas sin conocer y ocuparnos de todos los miembros del
sistema de relaciones.
153
8. Formación de una alianza operativa entre el
sistema coterapéutico y el sistema familiar
Cada familia que acepta ser derivada a tratamiento conjunto debe estudiarse en el propio contexto
que le es privativo. Puede considerarse la psicoterapia familiar como un acuerdo contractual entre
familia y terapeutas para emprender un examen de todos los miembros de aquella y su interacción,
con el objetivo de beneficiar a la familia como un todo. Al formar una alianza terapéutica operativa
con una familia, a los especialistas se le plantean complejas exigencias. Se han analizado las
alianzas terapéuticas con pacientes individuales desde el punto de vista de la estructura yoica, las
defensas y la motivación [48]. No obstante, el hecho de establecer un «contrato» con una familia (un
sistema multipersonal) exige una formulación dinámica diferente. Debe tenerse en cuenta el modo
en que la familia funcionó en el pasado, pero se requiere una revisión de técnicas para asegurarse
de que todos los miembros se comprometen y participan del proceso terapéutico.
Las familias manifiestan con rapidez su necesidad psicológica de asignar roles y proyectar culpas
tanto dentro como fuera de su seno. A menudo, el deseo subyacente de sus miembros es reparar lo
que interpretan como violaciones de la lealtad familiar, y rara vez cuestionan la posibilidad de que el
sistema familiar impida el crecimiento y la maduración. Si estos y otros factores no se encaran
pronto y en forma continuada, se asignará a terapeutas y terapia el papel de «incompetentes», y de
manera abrupta la familia dará por terminado el tratamiento. Hollender [54] destaca que, al
formalizar una alianza terapéutica con un individuo, primero el paciente tiene que estar deseoso de
aprender qué hay en la raíz de sus problemas; segundo, cómo puede entonces modificar o cambiar
su conducta; y, finalmente, saber si está dispuesto a realizar ese trabajo, y tiene capacidad para ello.
Aunque estos elementos esenciales siguen aplicándose en el marco de la familia, la naturaleza del
compromiso con la terapia familiar es un proceso más complejo y básicamente distinto. El aspecto
sistémico multipersonal del funcionamiento de la familia es el verdadero problema. Debe tomarse en
cuenta todo el sistema en proceso de cambio homeostático, en el cual, desde el punto de vista
funcional, un individuo puede parecer adecuado al extremo, pero ser tan dependiente del sistema
colusorio como el miembro en exceso inadecuado. Por añadidura, el integrante de la familia que
funciona «bien» puede convertirse en el más sintomático durante cierto lapso, con lo que altera en
forma radical la definición del problema. Los terapeutas deben informar a toda la familia que la
terapia, en última instancia, puede brindar ayuda y aliviar el dolor subyacente, y no sólo en relación
con el «síntoma» o individuo sintomático que decidió a la familia a someterse a tratamiento.
Las relaciones de familia ambivalentes posesivas, en que la guerra se mezcla con el amor, están
plagadas de temores identificables relacionados con el incesto y el asesinato, o temores opuestos
de una abrumadora soledad o de aniquilación. Los miembros de la familia con frecuencia arrastran
consigo una atmósfera de extrema desesperanza, y rara vez se los ha visto confiar en nadie fuera
del marco de su propio grupo familiar. Aunque se muestren cautos y llenos de recelo, esto. no
siempre se debe al miedo que pueda inspirar el extraño. Para ellos es difícil creer que alguien quiera
o pueda ayudarlos. En su fuero interno se sienten indignos, faltos de mérito, sin esperanzas de cura.
Searles [78] dice que tales sentimientos a menudo pueden erigir en el paciente una pantalla
protectora frente al terapeuta. Los integrantes de la familia pueden preguntarse si los especialistas
en terapia familiar «ingresarán» al sistema familiar y, de ser así, si resultarán aniquilados o llegarán
a enloquecer. ¿Los terapeutas podrán ser lo bastante sólidos como para aguantar los embates?
¿Quién, por propia voluntad, estará dispuesto a inmiscuirse en las batallas familiares? ¿Quién
llegará a apreciarlos o a entenderlos? Lo que ellos desean, aquello a lo que aspiran, es una vida
familiar diferente, con cierto grado de seguridad emocional. ¿Los especialistas en terapia familiar
154
son lo bastante fuertes como para ayudarlos a alcanzar ese estado, o sienten que la terapia llevará a
un estado más desorganizado aún?
La rigidez de algunos sistemas familiares y la intensidad de los sentimientos ambivalentes con que
pueden enfrentarse los especialistas en terapia familiar merecen ser comprendidos. Se mantienen
pautas repetitivas y complejas de conducta, de modo que el sistema de relaciones pueda perdurar
sin cambios. Desde el punto de vista de los terapeutas, estas pautas en apariencia sin sentido
cumplen propósitos múltiples. Por ejemplo, tal vez equivalgan a una defensa dirigida a controlar
impulsos terroríficos. En determinado nivel, para la familia, resulta evidente que sus métodos han
sido ineficaces en relación con el miembro designado paciente. Los miembros de la familia tienden a
ver en el paciente más la causa que el resultado de las relaciones desequilibradas dentro de esa
familia. Sin embargo, al referir la historia de sus familias nucleares y extensas, describen un
sufrimiento generacional. Ellos pueden resistirse a la investigación de esas conexiones, o incluso
rechazarla en forma conciente. Una mujer dijo: «¿Por qué abrir la caja de Pandora? Las cosas
pueden ponerse aún peor de lo que están».
Los terapeutas deben ser concientes de la necesidad que tiene la familia de que se la tranquilice, en
el sentido de que el sistema de lealtad familiar será restaurado, o recompuesto, de manera tal que
todos puedan sobrevivir. El joven miembro que intenta emanciparse de un sistema familiar
patológico será considerado un traidor que ocasionará la disolución de la familia nuclear de origen.
Las familias más sanas no se ven tan amenazadas por la separación emocional, y pueden
adaptarse mejor.
Tanto la familia como los terapeutas deben forjar y alimentar esperanzas en forma continua dentro
de la familia patogénica, en relación con las esferas específicas de fortaleza y salud que existen en
todas las familias. Los terapeutas deben dar a entender que, aunque tienen conciencia del
sufrimiento de la familia, son lo bastante fuertes como para ayudarla a reforzar y reconstruir las
áreas sanas. En otras palabras, los terapeutas deben emplear sus fuerzas para ayudar a sus
miembros a quebrar las cadenas relacionales que impiden o interfieren la individuación. Esto sólo
puede ocurrir si cada integrante de la familia adopta un compromiso con el proceso terapéutico en el
que deberá participar toda la familia.
Derivación de pacientes
Antes de formalizar una alianza operativa, los terapeutas deben averiguar cuáles son las actitudes
del profesional que le derivó la familia, y lo que puede haber trasmitido a esta. ¿La terapia familiar
fue presentada como terapia preferida, o como última posibilidad para la familia, o porque se
juzgaba inadecuado al paciente? ¿Se la presentó como una oportunidad para que todos los
miembros de la familia obtuvieran beneficios para si, tanto como para los demás? ¿La familia siente
que se descartó la terapia individual porque sus integrantes ya no tienen remedio, sus problemas
son demasiado graves y realmente no pueden ser tratados? ¿El profesional que los derivó se mostró
ambivalente con respecto a la terapia familiar como método de tratamiento? ¿Qué tipos de
problemas llevaron a la derivación? ¿Sólo se seleccionan las familias con un miembro psicótico, o
delincuente, o aquejado de una enfermedad psicosomática?
Para los especialistas en terapia familiar reviste una importancia crítica tomar conciencia del modo
en que la familia ha reaccionado ante la persona que hizo la derivación, y establecer por qué aquella
cree que se la envió para someterse a este tipo de terapia. ¿Consideran sus integrantes que podrían
beneficiarse a partir de un esfuerzo terapéutico conjunto? Todo miembro de la familia debe participar
en la discusión de los beneficios esperados y las metas deseables. Si no se analizan y comprenden
estos problemas, y eliminan las resistencias manifiestas, la familia se verá imposibilitada de formar
una alianza con los terapeutas, y no aceptará el tratamiento.
155
Desde el comienzo los terapeutas deben mostrarse optimistas y convincentes respecto de los
beneficios terapéuticos que pueden obtenerse de la terapia aplicada a toda una familia. Además, el
equipo coterapéutico debe entonces ayudar a la familia a descubrir en sí misma esperanzas y
fortaleza suficientes como para efectuar el cambio. Una de las facetas más importantes del contacto
inicial con una familia estriba en que los terapeutas expresan exigencias de compromiso para con la
terapia, incluso cuando se requiera una penosa indagación de parte de todos sus integrantes. Esta
insistencia en el esfuerzo indagatorio es uno de los factores terapéuticos más importantes para
lograr el crecimiento a lo largo de todo el proceso de tratamiento. Las aprensiones y resistencias
generales y preliminares concernientes al tratamiento saldrán a relucir en forma tan directa y abierta
como sea posible. Dichos temores pueden enfocarse con mayor especificidad y profundidad cuando
la familia plantea problemas definidos contra los cuales lucha.
Aunque dichas soluciones parezcan aliviar por un cierto tiempo las agudas tensiones existentes en
la familia, la experiencia demuestra que los conflictos subyacentes no han sido resueltos. Cuando
una familia «echa» a uno de sus miembros, el hecho en sí pospone y detiene los aspectos del
proceso de crecimiento que derivan de sus relaciones mutuas. Los conflictos que pueden haber
existido yacen latentes, tal como se ha confirmado en forma reiterada en los casos en que se ha
alejado a un hijo del hogar, y poco después un segundo o tercer hijo se vuelve abiertamente
sintomático.
De manera conciente, los progenitores dicen (y en realidad quieren significarlo) que desean dar a su
hijo una mejor oportunidad para crecer, padeciendo menos sufrimiento y privaciones de los que ellos
mismos han experimentado. Los impulsos de crecimiento, o sea la continuada individuación y
separación a edades apropiadas, se ratifican de modo conciente. Sin embargo, la observación de
muchas familias indica que los libros mayores internos o inconcientes de compromisos parecen
estar tironeando de ellas en un sentido opuesto. Las relaciones simbióticas e infantilizantes se
refuerzan en forma encubierta. Bowen observó que todo intento por apartarse de ese sistema
familiar se vive como una deslealtad, como una amenaza para el seno mismo del sistema familiar,
que posee como núcleo una «masa yoica familiar indiferenciada» [20, pág. 45].
156
Aunque las familias solicitan ayuda para poder cambiar, y los terapeutas se ven a si mismos como
agentes del cambio, las metas familiares inconcientes y compartidas en connivencia pueden ser
diametralmente opuestas. De poder visualizarse una escala de «pertenencia» a la familia, puede
haber una «excesiva intimidad» en un extremo, y, en el otro, sentimientos de aislamiento, soledad
intolerable, aniquilación o (tal como un padre lo describió) el hecho de «hamacarse en el espacio
sideral». A menos que los especialistas en terapia familiar puedan ayudar a la familia a que los
acepten a ellos como agentes de cambio, no se formará una alianza terapéutica. Si una familia
proyecta de manera coherente sus problemas y soluciones fuera de su interior, es posible que se
avenga a asistir a las sesiones, pero sin haber compromiso alguno con el proceso terapéutico de
crecimiento.
Tiempo y honorarios tienen un denominador común. ¿La familia consideró en términos de meses o
años el tiempo que puede llevar la tarea, y teniendo en cuenta su situación económica, ha pensado
en los posibles costos financieros? ¿Se sufragarán a partir de los ingresos semanales, o serán
necesarios otros recursos? Muchas familias dicen que el tratamiento sólo puede emprenderse si
utilizaran el dinero que estaban ahorrando para la educación universitaria de sus hijos. ¿A qué se
dará prioridad si la familia debe enfrentar esa alternativa?
Estos problemas revelan si en la familia se han hecho o no planes realistas sobre la posibilidad de
comenzar la terapia, y continuarla. En general, los integrantes de la familia necesitan ayuda para
tomar conciencia de lo importante que es el tratamiento como prioridad en esa etapa de sus vidas.
Diagnóstico y pronóstico
La capacidad de trabajo de la familia
Los especialistas en terapia familiar no han intentado llegar a un consenso sobre las familias que
habrán de tratar, o los tipos de familias que resultan más aconsejables para hacer terapia familiar.
Aceptan familias con uno o más pacientes sintomáticos, o sea familias con un miembro adolescente
que recibió el diagnóstico de esquizofrenia y un progenitor deprimido, o familias derivadas a ellos en
que el adulto sufre de depresión y el hijo tiene fobia a la escuela. Podría describirse a muchas de
esas familias como carentes de individuación y separación, o de tipo simbiótico. Existe una gran
cantidad de razones que explican la falta de criterios indicadores establecidos para la terapia
familiar. Entre ellas, sobresale la falta de una definición de «patología familiar».
Los pacientes que más se adaptan a la terapia familiar son los que revelan una capacidad para
enfrentar problemas dentro de la familia, en vez de concentrarse simplemente en la presentación de
157
síntomas. A una persona aquejada de neurosis obsesiva puede decírsele que el psicoanálisis le
resultaría beneficioso, pero tal vez no acepte dicha recomendación o se vea siquiera lo
suficientemente motivada.
Consenso
Al analizar la capacidad de una familia para el trabajo y el compromiso que asume, los especialistas
en terapia familiar han desarrollado determinados criterios. Además de reconocer los problemas del
paciente designado como tal, resulta importante que cada adulto y los otros hermanos admitan que
también ellos requieren ayuda. Específicamente, ¿qué espera cada uno obtener para si y para los
demás? Desde el comienzo, cada familia necesita alcanzar un consenso respecto de lo que les ha
faltado a todos sus miembros dentro de la familia, como ser, comprensión mutua, privacidad,
incapacidad de hablar sin proferir amenazas o darse a la huida. Incluso cuando las necesidades
difieran para cada persona, teniendo en cuenta edades y diferencias sexuales, existen
denominadores comunes: necesidades humanas de aceptación, comprensión y respeto a pesar de
la edad o las diferencias sexuales. Por añadidura, cada uno debe aceptar el rol.de paciente, o sea,
tomar conciencia de que es un participante activo y debe contribuir a facilitar la resolución de
problemas.
El deseo de cambio expresado al inicio no puede aceptarse de plano como base para el futuro
cambio sintomático o estructural, ni predecirse en esa etapa si la familia podrá tolerar la experiencia,
o incluso sacar beneficios de ella. Sólo tras una prolongada fase de evaluación, a lo largo de varios
meses, la familia revela su capacidad para enfrentar problemas básicos y tratar de comprender los
sentimientos de cada uno. Aunque las resistencias se analizan en forma constante, algunas familias
siguen hallando la labor demasiado penosa, difícil o amenazadora. Otras, que parecen dispuestas a
intentarlo, se muestran demasiado fijadas y rígidas, «calcificadas». Algunas familias pronto se dan
por satisfechas con la eliminación de los síntomas, en tanto que otras encuentran fuerzas, dentro de
la familia misma, para trabajar hacia el cambio estructural.
El siguiente ejemplo clínico indica el consenso preliminar que esa familia consiguió en relación con
sus necesidades mutuas de terapia familiar conjunta. Se lo obtuvo mediante la participación directa
de cada miembro, más que a partir de la conducta mencionada por un integrante. La presencia de
los hijos en seguida dio la pauta a los terapeutas acerca de cuáles eran las esferas fundamentales
de conflicto.
En una sesión de familia, los tres hijos, dos varones y una niña, interrumpían constantemente la
conversación de sus padres. Las bromas se concentraban en la hermana menor, una niña de once
años. Cada progenitor coincidía con el otro en afirmar que entre ellos había una gran proximidad y
mucho afecto, y que todo andaría bien de no ser por el tartamudeo del hijo. Los padres «vivían para
sus hijos» y querían darles una vida por completo distinta de la que ellos habían tenido. Esto fue
expresado por la madre, que era el vocero de la familia.
A esta altura, la hija se quejó con fuerza acerca de los dos hermanos, diciendo que ella nunca podía
tener ninguna privacidad. Cuando sus amigas venían a la casa, siempre alguno de los hermanos, o
ambos, insistían en ser incluidos en los juegos, o bien los interrumpían. Cuando a la familia se le
preguntó sobre la privacidad que había en su hogar, la madre rompió a llorar, diciendo que jamás
tenía tiempo para sí. Los niños no le dejaban ningún momento para estar sola. Por la mañana, o
después de la cena, entraban al dormitorio para vestirse o mirar televisión. Ellos nunca querían irse
a dormir. El marido dijo que trataba de aliviar a la esposa en la medida de lo posible, pero que los
niños no lo escuchaban a menos que él llegara al punto de maltratarlos. Sabía que la esposa estaba
mal de los nervios. Nunca podían sostener una conversación sin que los hijos interrumpieran
verbalmente o pidieran ayuda para hacer cosas que en realidad podían hacer solos.
158
La madre dijo que tal vez ella era demasiado perfeccionista en relación con el hogar, esperando
demasiado de los hijos y andando detrás de ellos todo el tiempo; pero sucedía que, sencillamente,
no podía soportar el ruido y el desorden que causaban. El padre coincidió en afirmar que también él
hallaba a los hijos demasiado descuidados e irreflexivos con todas las cosas que él les brindaba.
Siguió apoyando todo lo que su esposa decía, pero en voz queda, repitiendo como un loro, como si
tuviera mucho miedo de provocar la ira de su mujer. Los niños dijeron: «Mamá grita y nos reta
demasiado».
Esto era sumamente penoso para esa pareja perfeccionista al extremo, que se esforzaba de
continuo por actuar como padres ideales. Por fin, los padres llegaron a un acuerdo con los hijos, en
el sentido de que la familia necesitaba más privacidad física y oportunidades para poder hablar entre
sí sin constantes interrupciones. Entre todos decidieron que, al presentarse como familia, podrían
trabajar sobre esos problemas y otros conflictos a los que sólo se hizo referencia implícita (p. ej., la
incompatibilidad conyugal).
Alivio sintomático
Cuando mencionamos la capacidad de trabajo de una familia, nos estamos refiriendo a varios
factores. El primero de ellos es poder, con el tiempo, comenzar a investigar y preelaborar los
aspectos del desarrollo emocional interrumpido que están conectados de manera estructural con la
postergación compartida del duelo, así como la individuación. El segundo consiste en enfrentar las
pautas y cuentas invisibles dentro de las relaciones y, finalmente, ver cuáles son las obligaciones sin
cumplir. Desde el punto de vista individual, Anna Freud manifestó: «Si por "duelo" entendemos, no
las diversas manifestaciones de ansiedad, pena y disfunción que acompañan a la pérdida del objeto
en las fases más tempranas, sino el proceso doloroso y gradual de disociar la libido de una imagen
interna, por supuesto que no puede esperarse que esto ocurra antes de establecerse la constancia
del objeto» [38, pág. 67].
Los aspectos compartidos de la lucha con un proceso de duelo postergado pueden conceptualizarse
en términos sistémicos multipersonales. Boszormenyi-Nagy [14] definió la patología familiar como
«organización multipersonal especializada de fantasías compartidas y pautas complementarias de
gratificación de necesidades, mantenidas con el objeto de manejar experiencias pasadas de pérdida
objetal. La misma cualidad simbiótica o indiferenciada de las transacciones de determinadas familias
equivale a un vínculo multipersonal, capaz de impedir la toma de conciencia de las pérdidas para
cualquier miembro individual. Otra meta de la organización familiar "simbiótica" es impedir las
separaciones con que se amenaza. Las separaciones pueden darse en niveles interpersonales-
interaccionales y estructurales» [ 14, pág. 310]. Esto puede representar un proceso largo y penoso,
que podría redundar en un cambio estructural básico en un sistema familiar. Para algunas familias el
hecho de revivir y volver a experimentar el «proceso de duelo» es demasiado penoso. Por tal razón
pueden seguir bajo tratamiento sólo hasta el momento en que se produce un alivio sintomático y
algún cambio mínimo en el equilibrio familiar. Específicamente, la familia puede dar por terminado el
tratamiento en el punto en que tiene lugar la mejoría de los síntomas en el paciente designado como
tal. Por ejemplo, cuando se ayuda a que se reincorpore a la escuela un niño con fobia escolar, la
familia se da por satisfecha con ese resultado y se muestra poco deseosa o incapaz de investigar
esferas adicionales de la patología familiar. Esta meta, y el contrato concomitante, son legítimos, sea
cual fuere la escala de valores del terapeuta.
Sin embargo, existen factores fundamentales en la formación de la nueva relación, que tendrán que
considerarse antes de poder alcanzar esas metas. En un nivel consiente, los terapeutas pueden
visualizarse como expertos profesionales convertidos en benévolas figuras de autoridad. Aunque la
realidad es un componente de importancia, también deben tenerse en cuenta las actitudes
trasferenciales hacia los terapeutas.
Greenson define la trasferencia como «el hecho de experimentar sentimientos, impulsos, actitudes,
fantasías y defensas hacia una persona, en el presente, que no corresponden a esa persona y son
una repetición, un desplazamiento de reacciones originadas hacia otras personas que fueron
importantes durante la primera infancia» [48, pág. 156]. Las manifestaciones de la trasferencia en la
terapia familiar son múltiples, e incluyen tanto las relaciones entre los miembros, como entre éstos y
el terapeuta. Los integrantes de las familias más desorganizadas pronto revelan sus deseos de que
el terapeuta asuma un rol omnipotente. Boszormenyi-Nagy asevera: «En la terapia familiar, las
actitudes y distorsiones trasferenciales más importantes se dan entre los miembros de la familia, y
no entre paciente y terapeuta, como ocurre en la terapia individual o grupal. El actual pariente
cercano resulta la reencarnación más importante de los objetos interiorizados del propio sí-mismo
infantil» [15, pág. 416].
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Las familias hacen referencia a los miembros no designados como pacientes diciendo que son
sanos, independientes, adecuados y exitosos. Para ellos, tomar conciencia de que bajo la fachada
de un funcionamiento eficiente en la superficie puede haber una gran fragilidad, así como
necesidades internas insatisfechas de dependencia, constituye un proceso penoso.
Actitudes ambivalentes
Las ansias de gratificación de las necesidades de dependencia existen en forma colateral con
temores de ser arrasados, destruidos y abandonados. Los integrantes de la familia suelen vacilar
como resultado de los sentimientos de amor-odio que sienten el uno hacia el otro, y que pueden
incluir al terapeuta. Temen de igual manera la cercanía y la distancia. El terapeuta debe estar
siempre sobre aviso, y encarar de manera abierta los temores excesivos que cunden en forma
conjunta entre los componentes de la familia, pero que por lo general se atribuyen a uno solo de
ellos. Caso contrario, los miembros de esa familia muy pronto proyectarán sobre el terapeuta sus
propios temores relacionados con la cólera destructiva, la dependencia, la inadecuación o la
debilidad. Si se sienten «inculpados» por el terapeuta, deben liberarse de él.
El terapeuta también tiene que demostrar cierta calidez, que implica interés, consideración y la
esperanza de poder alentar a la familia a que continúe investigando las causas de su sufrimiento.
Sin embargo, reviste igual importancia que el terapeuta recuerde a los integrantes de la familia
(planteándoselos como exigencia, de ser necesario) que tienen que tomar conciencia de que son
ellos quienes deben asumir la responsabilidad por el hijo y la conducta de cada uno, tanto dentro
como fuera de la situación de tratamiento. El terapeuta es el «encargado» de ayudarlos a hacer
frente al balance de sus relaciones y hallar cierta comprensión: pero son ellos quienes deben asumir
la responsabilidad por sí mismos. Por ejemplo, en determinada situación la madre siempre se había
mantenido en contacto con el personal de la escuela. Se le preguntó si podía dejar que el marido se
«encargara» en el futuro de los contactos y arreglos con la escuela. En otro caso, el padre estaba
convencido de que el especialista en terapia familiar quería «tenerlo con las manos atadas».
Expectativas superyoicas
Los componentes de la familia a menudo se tratan con aspereza, en forma crítica, y se echan las
culpas el uno al otro por turnos. De manera análoga, parecen esperar que el terapeuta también esté
pronto a inculparlos, hallándolos malos o inadecuados. Semejante estilo familiar se desarrolla como
resultado de la experiencia de toda una vida de echar culpas y ser inculpado. Otras familias
atribuyen el origen de las dificultades a elementos situados fuera del sistema familiar, como la
escuela, la policía, las autoridades hospitalarias, etc. Esperan que el terapeuta acepte esas
proyecciones, que sirven para evitar el ser responsabilizados por su conducta y sus consecuencias.
La fortaleza del terapeuta se pone a prueba de modo permanente para ver si responde como los
objetos interiorizados, críticos, acusadores, que inculpan o aprueban, o si por el contrario la actitud
del terapeuta puede mantenerse invariable, buscando comprensión y tratando de infundir sentido de
responsabilidad a la familia. Ellos necesitan oír la respuesta del terapeuta, firme aunque no crítica,
ante su conducta en apariencia destructiva. A veces, la reprimenda casual del terapeuta se
experimenta como anhelada muestra de interés. Una familia elaboró un plan para el trabajo de
verano de un hijo, pero no lo llevó a cabo. Cuando se le señaló el hecho, el grupo familiar
rápidamente hizo los planes adicionales y después buscó nuestra aprobación y reconocimiento de
su capacidad para asumir responsabilidades. Sin embargo, a pesar de los mejores esfuerzos de los
terapeutas, algunas familias se las arreglan para convertir en chivo emisario al propio equipo
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coterapéutico, en vez de hacerlo con sus propios miembros. Así es como cierran filas y se unen para
liberarse de los sustitutos paternos indeseables, representados por el equipo coterapéutico. Como
se trata básicamente de un proceso inconciente, tal vez no estén capacitados ni se muestren
deseosos de analizar las razones de esas decisiones rápidas y firmes.
De ese modo, en los terapeutas suelen verse «cuerpos extraños» que parecen exigir un cambio,
cuando las demandas de este no surgen del mismo seno familiar. Si no se produce un acuerdo
mutuo entre los miembros de la familia y los terapeutas en relación con las cuestiones que deben
aclararse y los cambios deseados, entonces estos últimos son vistos como fuerzas destructivas,
carentes de comprensión, que se alistan en contra de la familia y que, por consiguiente, deben
apartarse del camino.
Los especialistas en terapia individual, así como los coterapeutas especializados en terapia familiar,
deben poseer cierta capacidad de empatía, compasión y confianza. No obstante, deben existir
dimensiones adicionales en el equipo coterapéutico. Una de ellas es la capacidad de
complementación, que requiere un insólito grado de flexibilidad y creatividad entre los coterapeutas.
El sistema de lealtad proporcionado por el equipo coterapéutico debe ser más equilibrado, un
modelo más adecuado para el sistema familiar «patogénico» que el que brinda un terapeuta
individual. Un equipo terapéutico que funciona en forma adecuada permite a sus integrantes actuar
depositando un grado suficiente de confianza en un compañero que da apoyo y complementación.
Un solo terapeuta podría resultar engañado y verse excluido de manera dolorosa por una familia
hostil que actúa en connivencia; por el contrario, dos terapeutas pueden recurrir el uno al otro y
excluir a la familia mientras reúnen nuevas fuerzas, de modo de intentar un enfoque más acertado.
162
Idealmente, un equipo heterosexual permite que cada individuo funcione con mayor comodidad en el
papel biológicoemocional que le ha sido asignado de por vida. Sin embargo, también debe existir
confianza y respeto mutuo a fines de confirmar la diferencia entre masculinidad y femineidad. Al
equipo terapéutico se le plantean exigencias adicionales: por ejemplo, un terapeuta puede
adentrarse y seguir apoyando la simbiosis familiar, las necesidades de dependencia, su aparente
desvalimiento y las excesivas exigencias que plantean al terapeuta. En ese caso, el otro terapeuta
puede mantenerse libre, en una sesión, para ayudar al coterapeuta y a los componentes de la
familia a que salgan de ese nivel de relación. Puede «trastrocar» las técnicas de escisión que la
familia procura utilizar con el equipo terapéutico. Un terapeuta puede mantenerse firme y fuerte en
su posición, de búsqueda de progreso, crecimiento e individuación, en tanto que el otro terapeuta
acepta y apoya la simbiosis de manera temporaria. Un ataque frontal temprano, o cualquier tipo de
«mecanismos» relacionales defensivos, negaría a los integrantes de la familia su derecho al tacto y
la consideración. Ambos terapeutas se encuentran a disposición de la familia para escucharla con la
mejor disposición e interés, y para facilitar la mayor comprensión de uno mismo y del otro. En
cualquier sesión, uno de ellos puede responder en forma activa en el nivel verbal, mientras el otro
atiende de modo pasivo, escucha y toma nota de la conducta no verbal. También esta constituye
una posición complementaria.
Si la familia compite para lograr la atención de un terapeuta e ignora al otro, esto puede causar la
escisión del equipo, si ambos no están sobre aviso. Debe haber confianza mutua entre los dos.
Aunque cada uno de ellos, por turno, entre y salga del sistema familiar descubriendo las estrategias
ocultas de la familia, deben mantenerse siempre el uno a disposición del otro. Sólo un equipo unido
puede facilitar el proceso terapéutico.
Las necesidades y reacciones de los coterapeutas ante cualquier sistema familiar determinan, de
manera indirecta, el posible desarrollo de la situación de tratamiento. En un plano ideal, todos los
terapeutas se encuentran psicológicamente a disposición de todas las familias que soliciten
asistencia. No obstante, a pesar del grado de comprensión de sí mismo alcanzado, pueden
producirse reacciones de contratrasferencia en extremo fuertes, y entonces tal vez resulte
aconsejable derivar a la familia a otros especialistas en terapia familiar. De acuerdo con la
experiencia de los autores, dichas reacciones no necesariamente surgen en familias desorganizadas
de modo grave, deprimidas o dadas al acting out, sino, y más a menudo, en respuesta a familias que
se relacionan de manera superficial o se muestran manipuladoras en exceso. Por ejemplo, un padre
había pasado diez años en un reformatorio. Inició la terapia debido a la conducta delincuente del
hijo. Expresó deseos de cambio en el estilo de vida de la familia, pero, tras ulteriores indagaciones,
el grado de negación y proyección resultó ser tan grande que los terapeutas se veían frustrados de
continuo. Las reacciones de estos últimos eran motivo de risas y burla, y las maniobras de
distanciamiento hacían que fuese imposible llegar al padre. Los terapeutas se sentían
«embaucados», como si la capacidad del padre para la búsqueda de la verdad fuese muy limitada.
Era necesario aceptar el hecho de que esa forma de defensa, que lo había asistido desde la
infancia, era intocable y en consecuencia imposible de modificar. Otras familias están tan
petrificadas que incluso cuando se mostrasen dispuestas a someterse a terapia de manera
interminable, los esfuerzos por hacerlas cambiar serían una pérdida de tiempo. Para los terapeutas
no es fácil enfrentar o aceptar sus propias limitaciones, en especial cuando hay niños pequeños
atrapados en situaciones familiares en apariencia irreversibles.
Se describen y contrastan dos ejemplos clínicos en la fase de evaluación, desde el punto de vista de
las técnicas de terapia familiar. La familia S. ilustra la capacidad de una familia para desarrollar una
alianza con los especialistas en terapia familiar. En cambio, la familia B. era incapaz de hacerlo, a
pesar de sus intensos sufrimientos y el compromiso asumido en relación con una meta conjunta.
Además, la familia B. se mostraba fijada con mayor rigidez en un nivel simbiótico de vinculación
163
entre sus integrantes. La principal diferencia entre estas familias no reside en la gravedad o seriedad
de la sintomatología del miembro designado paciente, ya que todos ellos muy pronto revelaron una
completa variedad de síntomas. Más bien, sucede que el conjunto de los integrantes de la familia S.
aceptaban cierto grado de responsabilidad individual que contribuía a su funcionamiento patológico.
Todos los integrantes de la familia S. coincidieron en que los problemas nunca se enfrentaban en
forma directa, ya que cada uno de ellos se apartaba física o emocionalmente de los demás.
Querían, y necesitaban, aprender a tratarse el uno al otro de manera diferente. Por el contrario, la
familia B. en todo momento centraba su infelicidad en las dificultades del padre. Incluso cuando los
miembros enumeraban su sintomatología individual, se rehusaban tenazmente a ver cualquier
vinculación con los problemas de la totalidad familiar. Su resistencia a examinar todas sus relaciones
se reveló aún más cuando se negaron a traer consigo a la abuela materna, quien vivía en la misma
casa y era una figura central de la constelación familiar. La lealtad generada por la simbiosis
subyacente entre la abuela materna y su hija era tan fuerte en ese sistema que les resultó imposible
continuar el tratamiento.
En las primeras sesiones, el señor y la señora S. describieron la situación familiar. El era un hombre
buen mozo, aunque ligeramente obeso, cuya posición como ejecutivo en una cadena nacional de
tiendas de ropa femenina lo obligaba a viajar en forma constante. Durante la semana, rara vez
estaba en casa. Los sábados y domingos solía beber en exceso o se iba a cazar o a pescar. Su
salud era precaria, desde que había sufrido dos ataques cardíacos.
La señora S. era una mujer sumamente atractiva, y según toda la familia, una madre muy conciente.
«Ella siempre estaba allí». A primera vista parecía muy cálida, sensible y competente. Tenía la
sensación de que todas las decisiones y responsabilidades quedaban en sus manos.
Por ese entonces Robert y Sam no vivían en la casa paterna. Desde los quince años, ambos habían
cambiado varias veces sus escuelas privadas. Robert había terminado la universidad y estaba
cumpliendo el servicio militar. Sam estaba por abandonar la universidad y presentar su solicitud para
un programa de trabajo doméstico. También existía la posibilidad de que lo reclutasen las fuerzas
armadas.
Ruth fue descrita como la «preocupada» de la familia. Le iba mal en la escuela, tenía pocos amigos
y realizaba escasas actividades. Ella expresó su preocupación por la salud del padre, la soledad de
la madre y en especial la conducta delincuente de Tom.
En el curso de las primeras sesiones hubo un acuerdo consensual en el sentido de que, o bien se
producían estallidos explosivos, o los distintos integrantes de la familia respondían con el silencio o
marchándose. Pronto se vio que existían diferencias en el modo en que las mujeres reaccionaban
ante el conflicto. La señora S. y Ruth se preocupaban en forma abierta por todo y se mostraban
deprimidas de modo crónico. El señor S. y sus hijos recurrían, básicamente, al método de
mantenerse apartados o de alejarse como su vía de evitar los conflictos. La familia describió su
164
propia vida como una «montaña rusa»: su existencia familiar estaba llena de altibajos para todos.
Había constantes explosiones y miedo de que alguien estuviera a punto de perder el control. La
señora S. dijo: «La vida era estar al borde de un precipicio, y otras veces, cuando trataban de
resolver problemas, en vez de lograr un esclarecimiento todo terminaba en postergación y más
postergación».
Tom y Ruth coincidieron en que «la madre venia de una familia con un padre tiránico». Ambos
progenitores intentaban ser el «mandamás» de la familia, pero el resultado era que cada uno de
ellos anulaba al otro, de manera que nadie se hacía cargo de nada.
Se hacían promesas que luego no se mantenían. La única vez que se comportaron como una
verdadera familia fue en los períodos en que el señor S. sufrió los ataques cardíacos, y durante su
convalecencia. Esos fueron tiempos de paz, intimidad y plena colaboración entre los componentes
de la familia. Pero en cuanto el señor S. volvió a trabajar de nuevo cayeron en el desapego y el
aislamiento, salvo en los momentos explosivos.
En la sesión inicial, el señor S. dijo que la psiquiatría ocupaba una baja posición en su sistema de
valores, pero que como estaban desesperados, se ponían en manos del terapeuta. En su familia de
origen, él era el único que no se había separado o divorciado. En ciertas oportunidades algunos
miembros de su familia habían sido internados, bebían en exceso, y tenían dificultades para
funcionar en la esfera laboral. El y su esposa se habían separado durante un breve periodo. Habían
consultado a un abogado sobre un posible divorcio, pero a la larga se reconciliaron. Su relación
matrimonial había estado llena de escollos por un largo tiempo. Su hijo mayor también
experimentaba graves dificultades. Sin embargo, fue el reciente encarcelamiento de Tom lo que los
había sacudido, decidiéndolos a enfrentar la gravedad de las dificultades familiares.
El terapeuta les reveló sus dudas sobre la capacidad de la familia para seguir el tratamiento,
basándose en su historia anterior. ¿Podían verse de manera diferente, o tratar de hallar alternativas
o soluciones constructivas para los conflictos? El señor y la señora S. admitieron de manera abierta
que eso no había sido posible en el pasado, y no estaban seguros de que pudieran soportar el
tratamiento. Ruth rogó a la familia que lo intentara. Lloraba sin parar, y dijo que no había otra
alternativa: «En esta familia todo el mundo tiene que aprender a ceder, a hacer un esfuerzo». Tom
era el reflejo de la desesperada condición del sistema familiar, y dijo que nunca podía hablar con su
padre, y que jamás regresaría a esa casa que no era un hogar. La señora S. lloró y le rogó a Tom
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que no hablara así. El señor S., en un esfuerzo por controlar sus sentimientos heridos y su cólera,
trató de recurrir al humor para disfrazar la situación. Pero entonces afloraron en un torrente sus
sentimientos de impotencia:. El no sabía qué papel desempeñaba en todo eso, pero estaba
dispuesto a intentarlo; tal vez aprendería a ser un padre, aunque no estaba seguro de poder
cambiar.
Estas primeras sesiones de evaluación fueron difíciles y penosas al extremo para los integrantes de
la familia que habían recurrido a la evitación como principal defensa en el pasado. Robert y Sam,
quienes pararon brevemente en su casa en los intervalos en que salían del ejército o la universidad,
concurrieron a una o dos sesiones. Describieron el mito familiar: «Usar el tacto, en vez de decir la
verdad, era la mejor manera de tratarse». Sus observaciones expresaron sus sentimientos de
desaliento y apoyaron las relaciones simbióticamente restrictivas de la familia. En forma manifiesta,
se presentaron como jóvenes adultos separados o individualizados, pero en realidad no estaban
funcionando de modo adecuado. A pesar de su inteligencia y seudosofisticación, ellos trasmitían una
sensación interna de fracaso y desesperanza.
La señora B. era la única integrante de la familia que no presentaba sintomatología. Vino a las
sesiones con el cuello enyesado, a raíz de un reciente accidente automovilístico. Dos anos atrás
había conseguido trabajo como auxiliar de enfermería.
George era el miembro designado como paciente cuando la familia fue derivada a los terapeutas. El
consejero escolar les había informado a los padres que, aunque potencialmente su híjo tenía
capacidad para seguir estudios superiores, debido a sus notas bajas no se recomendaría su ingreso
a la universidad. Además, el muchacho carecía de confianza en sí mismo, evitaba toda reunión
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social a la que era invitado, se guardaba sus sentimientos para sí y parecía alejado en lo emocional
de su familia.
Unos nueve años atrás había muerto el padre de la señora B., y su madre había ido a vivir con la
familia. La señora B. era hija única. Por esa época el señor B. sufrió su primer episodio depresivo, y
desde entonces había seguido sintiéndose deprimido. Sus ingresos seguían siendo elevados porque
su socio cubría sus responsabilidades laborales durante sus breves ausencias de la empresa.
La familia se autodescribió como un grupo muy unido. Los padres nunca salían, salvo en las raras
ocasiones en que sus hijos y abuela materna los acompañaban. La abuela hacía las tareas del
hogar. Todos coincidían en que ella era de gran ayuda; excepto que a nadie le gustaba cómo
cocinaba. Después de la cena se retiraba a su dormitorio, y sólo salía de la casa para hacer algunas
compras con su hija. Todas las noches, padres e hijos miraban televisión en el dormitorio de
aquellos.
La familia declaró que cualquier intento por sostener una conversación entre todos terminaba en
fuertes discusiones, en las que por lo general los hijos se ponían de parte de la señora $. Ella les
advertía en forma constante que no debían molestar al señor B. o a la abuela. En tanto que se
consultaba al señor B. en relación con las decisiones de importancia, las dos mujeres se encargaban
de las tareas domésticas de manera tranquila y eficaz. Los padres no tenían la sensación de que
hubiera falta de privacidad; sin embargo, no entendían por qué, cuando George se sentía
perturbado, los dejaba solos, se refugiaba en su dormitorio y cerraba la puerta con llave.
En una sesión típica, el señor B. permanecía sentado en posición fetal, todo acurrucado, y con voz
llorosa comenzaba a quejarse de lo deprimido, solo y vacío que se sentía, diciendo que nadie creía
en él ni lo comprendía. George, sentado bien erguido, con voz autoritaria regañaba al padre por no
esforzarse más, por sentir lástima de sí mismo. El señor B. parecía herido y respondía: «Quieres
decir que es todo pura imaginación, que en realidad no me siento terriblemente mal». George
entonces decía a los otros: «Si procurase actuar como otros padres, se sentiría mejor». Leonard
trataba de aplacar al padre modificando los comentarios de George. Luego le rogaba al padre que
saliera, e hiciera cosas con la señora B. o con él. A semejanza de un niñito, apenas musitaba sus
palabras, de pronto hacía silencio y todos lo ignoraban. O bien sus ojos se inundaban de lágrimas, y
cuando se le preguntaba si podía hablar de sus propios sentimientos, sacudía la cabeza a modo de
negativa y con la mano hacía un gesto de impotencia. En esos momentos el señor B. decía: «Todos
ustedes se confabulan contra mí, y no entienden que sólo quiero quedarme en casa y leer». Con
anterioridad, él había dicho que era incapaz de concentrarse y que no tenía energía suficiente para
realizar tarea alguna ni llevar a sus hijos en coche a ningún lado. Los hijos dijeron al unísono:
«¡Pareces capaz de hacer las cosas que en realidad deseas hacer!» La señora B. les rogó entonces
a los tres que dejaran de hablar de esa manera: todos debían mostrarse más comprensivos en
relación con los estados depresivos del señor B. Esto terminó con todo ulterior esfuerzo por
investigar el modo en que cada uno percibía a los demás o expresaba sus deseos insatisfechos de
cambio. Si el terapeuta reflexionaba sobre el estado de ánimo de la familia, diciendo que todos
parecían tristes, desdichados y solitarios, rápidamente lo hacían callar sacando un tema ajeno al de
los sentimientos expresados. Por ejemplo, la señora B. decía: «¿Por qué George no va a clases de
baile social? Todos los otros muchachos del barrio van». El se mostraba poco sensible, o consiente
de su timidez y temor de relacionarse con jovencitas del sexo opuesto. Ellos insistían en hablar del
tema hasta que el muchacho empezaba a retorcerse en el asiento, se sonrojaba, y por fin
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comenzaba a lloriquear. Esos comentarios sólo parecían acentuar aún más su sensación de ser
distinto de los muchachos de su edad, en vez de servir de aliento o apoyo.
El padre y Leonard de inmediato apoyaban a la señora B., a pesar de que en cualquier momento ella
les echaría en cara su comportamiento diciendo: «Ustedes no actúan como seres adultos; díganme,
¿por qué razón no pueden ser como otros hombres?» Ni el señor B. ni sus hijos podían decir nada
mientras ella los reprendía, menospreciaba y subrayaba la decepción que significaban para ella. El
mensaje dual era bien claro: sean adecuados, sean fuertes como yo; de lo contrario no son nada. Si
George decía que ese no era el problema en cuestión, tenía dificultades para expresar por qué no
estaba de acuerdo con la madre o para hablar directamente del tema.
En el pasado, cuando el señor B. no se sentía bien solía ir a trabajar pero llamaba por teléfono a su
esposa y le hablaba durante horas enteras. Gritaba y se quejaba de que no podía concentrarse en
su trabajo, diciendo que era un inútil, que no servía para nada. A pesar de que ella escuchaba todo
el tiempo, él decía que en realidad no oía lo que le estaba diciendo. El se enojaba con ella porque la
mujer iba a trabajar, y sentía que por la noche nadie prestaba atención a nadie, porque siempre
miraban televisión. La señora B. dijo que los cuatro constantemente estaban juntos cuando no
trabajaban o iban a la escuela, pero no se entendían. A pesar de los estallidos de cólera breves y
episódicos, sus sentimientos (de ira) reales se «barrían debajo de la alfombra» (con lo que quería
decir que básicamente cada uno los guardaba para sí).
Durante la fase de evaluación, que duró casi un mes y medio, el señor B. insistió en que sus
depresiones eran la única causa de todos los problemas de la familia, y todos los demás
coincidieron de inmediato. A pesar de esto, la señora B., George y Leonard lloraron sin disimulo al
describir sus vidas aisladas, inactivas y sin amigos, tan diferentes, según decían, de las de otras
familias. Después, negaron lo que habían dicho y volvieron a concentrarse en los síntomas del señor
B.
La familia describió a la señora B. como una persona similar a su madre: buena, de una generosidad
extraordinaria, una mártir. Vivía sólo para su familia, de la misma manera que sus padres habían
vivido para ella. Decía que ningún sacrificio era demasiado grande si con ello podía ayudar a su
marido e hijos. Sin embargo, en la sesión en que lloró y habló de sí misma, dijo que se sentía
abrumada por todos los cuidados y responsabilidades que habían recaído sobre sus hombros tras la
muerte de su padre y la enfermedad de su esposo.
Su marido e hijos nunca la habían oído quejarse en forma abierta y todos prometieron de inmediato
que tratarían de ayudarla más. Fue después de esta sesión cuando la familia pareció «estrechar
filas», y poco tiempo más tarde dio por terminado el tratamiento. En la sesión final, cuando el señor y
la señora B. vinieron sin los hijos, él dijo que era sexualmente impotente. También le manifestó a su
esposa por primera vez que él siempre se había sentido muy molesto por tener a su suegra viviendo
con ellos. La señora B. hizo callar al señor B. diciendo que la falta de relaciones sexuales en
realidad no le molestaba, y que sabia que en verdad él no había querido decir eso, ya que amaba y
apreciaba a su madre tanto como ella y los hijos. Como un niñito, él pareció no atreverse a refutar
las palabras de su esposa. Al aceptar sonriente su reprimenda, también coincidió con ella en que la
terapia familiar no podía ayudarlos. La señora B., en efecto, había desmentido a su marido, y él se lo
permitió.
Al rever las sesiones trascritas, parecería que el equipo coterapéutico fue incapaz de encontrar el
procedimiento que hubiera permitido a esa familia tolerar la terapia familiar. Las implicaciones del
enfrentamiento producido consigo mismos eran demasiado penosas para que las pudieran soportar.
En el pasado, se habían mostrado leales al negar o restarle importancia a la ira que deformaba sus
168
relaciones, en especial respecto de la abuela materna. La familia no podía permitir una discusión
abierta respecto de su presencia en el hogar.
Aunque decían que su deseo era llegar a comprenderse mejor y mejorar todos el propio
funcionamiento -en particular el señor B. y George- resultó evidente que cuando la señora B. se
quejó de sentirse abrumada, la ulterior investigación resultó demasiado amenazadora. Se dio por
terminado el tratamiento aunque ni el señor B. ni Leonard habían obtenido ninguna mejoría como
consecuencia de la anterior terapia a que se sometieran.
La necesidad de mantener el statu quo del sistema en que vivían, basado en la negación, era
demasiado poderosa (a pesar del sufrimiento de todos los integrantes de la familia). En apariencia,
la alianza excesivamente estrecha entablada entre la señora B. y su madre era intocable, y debía
ser mantenida como un requerimiento absoluto de lealtad familiar básica, en relación con lo cual
todos ellos actuaban en connivencia e indiferentes a su «costo». De este modo, la señora B. podía
seguir asumiendo de manera franca su rol del ser fuerte y en extremo adecuado, que necesitaba
sobreproteger y tratar como bebés a los «pobres hombres enfermos».
Comentarios
Estas dos familias ilustran algunos de los aspectos centrales que deben considerarse al intentar la
formación de una alianza terapéutica. Ambas familias revelaron la existencia de síntomas
manifiestos en muchos de sus miembros: depresión, problemas de aprendizaje, rebeldía
adolescente, alcoholismo y disputas conyugales. También, las dos familias sufrían, y no estaban
satisfechas con el funcionamiento de alguno de sus componentes, sea dentro o fuera de la situación
familiar. Los problemas del integrante designado como paciente hicieron que ambas familias
comenzaran el tratamiento, y se reconoció que los demás miembros estaban envueltos directa e
indirectamente en los conflictos familiares.
La familia S. pudo asumir su compromiso en relación con la terapia; pero no ocurrió así con la B.
Esta familia coincidió en forma abierta en que existían múltiples problemas en su seno, pero
después sus miembros se concentraron en la depresión del señor B. como única causa de sus
dificultades. Ellos no negaron su extrema involucración mutua, sino que se mostraban gratificados
de manera manifiesta por su extrema proximidad. Hicieron un frente común, negando que hubiera
necesidades insatisfechas o que en su interior se sintieran solos. Se negaban los sentimientos de
cólera o el hecho de sentirse heridos, o bien se les restaba importancia. Ellos no podían tolerar la
investigación de las causas de su funcionamiento simbiótico subyacente, tal como lo confirmaba el
hecho de que acordaron no discutir la presencia de la madre de la señora B. en la casa; así, la
relación de la señora B. con su madre era protegida por la falta de investigación. La señora B. y el
resto de la familia preferían «mantener apartados» a los terapeutas, a pesar del posible costo
psicológico para todos ellos. El problema originado por la insuficiente individuación y emancipación
psicológica de la señora B. tal vez fue proyectado en los terapeutas después que estos indicaron
que con el tiempo la abuela tendría que ser incluida en las sesiones.
Por el contrario, la familia S. pronto dejó de inculpar a uno de sus integrantes, convirtiéndolo en el
chivo emisario, para aceptar que ellos en conjunto contribuían al mal funcionamiento de la familia.
Todos tenían la poco satisfactoria costumbre de caer en el silencio, o bien de marcharse, como
válvula de escape, pero coincidieron en que de ese modo no resolvían ningún problema ni conflicto.
La soledad resultante a consecuencia de ese mecanismo de distanciamiento era por igual intolerable
para todos ellos. Aun cuando el funcionamiento ejecutivo de los padres era mínimo o inexistente en
ambas familias, la B. era incapaz de enfrentar el hecho, en tanto que la S. reconoció que esa era la
meta por la cual debían trabajar.
169
Aunque en ambas los problemas eran igualmente graves, una familia demostraba fuerza y
capacidad suficientes, al menos, como para iniciar la investigación de sus sufrimientos. En el caso
de la familia B., tal vez los terapeutas no hayan sido todo ló hábiles que se necesitaba para ayudar a
sus componentes a superar sus temores subyacentes de encarar sus pautas de relación
desequilibrada. Se requiere una comprensión y habilidad mucho mayores al tratar con familias que
parecen tan unidas y fijadas en forma simbiótica como la familia B. Aun así, es difícil entender todos
los mecanismos posibles que permiten a una familia iniciar el tratamiento, y proseguirlo.
Conclusiones
La formación de una alianza de trabajo depende de varios factores básicos: el más importante es la
capacidad de la familia para comprometer a cada miembro, de modo individual, a que investigue en
forma activa las cuentas pendientes en sus relaciones desequilibradas, y alcanzar un acuerdo
consensual al menos respecto de uno o más objetivos. Si una familia persiste en la idea de que sólo
acude a terapia por causa del integrante designado paciente, sin que todos sus componentes se
comprometan de modo dinámico con el proceso de cambio y examinen todas las relaciones dentro
de la familia nuclear y extensa, entonces el grado de resistencia será tan intenso que el proceso
terapéutico no podrá continuar. Incluso, algunas familias lo abandonan al cabo de una única sesión,
porque las perspectivas de dicha investigación son intolerables. Otras asisten a unas pocas
sesiones, como si estuvieran en la etapa de «explorar» y de ser evaluadas, pero, al no producirse
una «cura sintomática» instantánea, dan por terminado el tratamiento. No pueden aceptar la premisa
de que los problemas del niño o el adulto se entrelacen con otros conflictos de la familia. Aun
cuando los terapeutas tratan de ayudar a cada miembro del grupo familiar a aceptar que se pueden
obtener beneficios para todos ellos, esto no los ayuda en medida suficiente a superar su
desconfianza interna, su ansiedad y sus temores respecto del terapeuta y el proceso terapéutico.
Algunas familias continúan el tratamiento durante períodos breves, en el curso de los cuales no se
produce ninguna mejoría de los síntomas en el integrante designado paciente. No debe restarse
importancia a esos esfuerzos o resultados, ni ignorárselos. Sin embargo, esto tampoco debe
confundirse con el cambio estructural que podría tener lugar en un nivel multigeneracional; así, el
endeudamiento y la desesperación, dolor y cólera subyacentes por el hecho de haber sido
explotados continúan sin equilibrarse en las relaciones parento-filiales, conyugales y con los
abuelos.
Si las fuerzas regresivas siguen ocultas o invisibles, en tanto que la familia se muestra fijada de
manera muy fuerte al mantenimiento de la relación simbiótica o demasiado distanciada, los procesos
terapéuticos se experimentarán como algo amenazador e intolerable, y por ende serán rechazados.
Los terapeutas son visualizados como «extraños entrometidos» y no se les brinda oportunidad
suficiente para instilar o renovar esperanzas de mejoría en las relaciones familiares. Todavía no
existen pautas de orientación o criterios objetivos mediante los cuales los terapeutas puedan
determinar por anticipado qué familias serán capaces de formar una alianza de trabajo.
Algunas familias tienen mayor capacidad para confiar en el terapeuta cuando este las tranquiliza y
les recomienda que continúen la investigación y el tratamiento. El grado de sufrimiento o
desesperación dentro de la familia no necesariamente facilita o garantiza la formación de una
alianza; sin embargo, sí se vincula en forma directa con sus experiencias pasadas y presentes con
la familia de origen. En particular, se conecta con el nuevo balance de los compromisos de lealtad y
endeudamiento en las relaciones multigeneracionales, que incluyen a las familias nucleares y
extensas más el sistema de parientes políticos.
171
9. Terapia familiar y reciprocidad entre abuelos,
padres y nietos
Si uno acepta la premisa de que es indispensable estudiar la interrelación entre un individuo y su
sistema familiar, entonces las fronteras de la familia deben extenderse de manera tal de incluir los
vínculos existentes entre una familia nuclear y las de origen (incluyendo los parientes políticos). A
partir del campo de la gerontología y de nuestras actuales experiencias clínicas con familias, se
desmiente el mito de que pueda existir una familia nuclear aislada o por completo independiente.
Los ancianos padres no han abandonado a sus hijos adultos o nietos, y, a su vez, las generaciones
más jóvenes no han abandonado a sus mayores.
En el presente capitulo se proporcionan ejemplos ilustrativos del modo en que, en una serie de
familias, una hija adulta o un yerno describen en un principio a las familias de origen. Se analizarán
las técnicas empleadas para ayudar a las familias a que acepten e incluyan a los abuelos en las
sesiones. También se describirá el objetivo y las metas potenciales de las entrevistas iniciales y el
modo en que se las analiza de manera cabal con los progenitores adultos como un anticipo de las
sesiones. Se incluirán las variadas formas de comunicación que tienen lugar entre las familias
nucleares y extensas: las cartas, conversaciones telefónicas y visitas al hogar de cada uno. Siempre
que fuere posible, los autores procurarán ejemplificar las profundas repercusiones existenciales que
las tres generaciones siguen teniendo la una sobre la otra. En el capítulo 12 se presentará un caso
único en las diversas fases del tratamiento, enfocando en forma circunstancial los sistemas infantil y
paterno de los adultos jóvenes así como el sistema conyugal, al igual que los efectos que ejercen los
sistemas familiares originarios sobre cada cónyuge.
Los autores postulan que el principal vínculo de conexión entre las generaciones es el de lealtad,
basado en la integridad del endeudamiento reciproco. Puede expresarse en forma de cuidados
físicos, llamadas telefónicas, visitas, cartas, expresiones de interés, respeto y preocupación. A veces
sólo se manifiesta a través de servicios concretos, aunque estos pueden darse aunados al apego y
la involucración emocional.
En los siglos pasados familias y gobernantes discutían con libertad el tema de la lealtad y el
endeudamiento, y su forma de compensación se definía en términos concretos. Ya se tratase de un
rey, un señor feudal, el alcalde de una ciudad o el jefe del propio clan, la supervivencia física estaba
garantizada, siempre que hubiera pruebas económicas y políticas de la propia lealtad. Parte de las
cosechas y otros productos de la tierra se compartían con los gobernantes de manera automática, a
cambio de lo cual ellos garantizaban de modo implícito su protección a los súbditos leales. Estos
bienes eran formas de pago de un deber, una obligación, y señal de alianza y respeto.
172
En las antiguas familias extensas, el hombre de más edad era dueño de todos los derechos de
propiedad, y su autoridad regia en virtud de la lealtad incondicional de todos los restantes miembros.
En las familias actuales, los factores económicos o de protección siguen siendo importantes, pero no
constituyen un factor tan significativo como los vínculos psicológicos. Las familias que están
capacitadas para ello asumen la responsabilidad física por sus integrantes, pero la supervivencia de
un individuo no depende, necesariamente, del apoyo de la familia. Cuando ha sido preciso, los
gobiernos locales, estaduales y federales han intervenido para garantizar la protección física de los
enfermos o los ancianos.
Algunas familias nucleares están tan «atadas» en lo emocional a la familia de origen, que no sólo
viven al lado de los padres de uno de los cónyuges, sino que por lo menos en tres de los casos
registrados construyeron un túnel que iba de una casa a la otra para seguir constituyendo todos una
gran familia «feliz». El yerno o nuera parecen aceptar por completo dicho acuerdo familiar. La
perduración de la simbiosis es evidente: de inmediato se sofoca toda manifestación de
individualidad, tentativas de separación física o emocional, o comentarios críticos. La persona que lo
intente es considerada desleal y desagradecida. En una de esas familias, la madre y la hija de ocho
años compartían los mismos síntomas fóbicos e histéricos, y el marido, quien había sido criado en
distintos hogares de padres adoptivos, aceptaba en forma pasiva las visitas y estadas con sus
parientes políticos cinco o seis noches por semana.
En la fase inicial del tratamiento, cuando se interroga a esas familias sobre los abuelos maternos o
paternos, las primeras respuestas por lo general son de que existe un contacto mínimo. «No
podemos, o queremos, depender de nadie fuera de nosotros mismos». «Nuestros problemas sólo
atañen a ese hijo enfermo o malo; de no ser por él, todo andaría bien». Así como otras dificultades
individuales y conyugales serias se disfrazan tras los problemas de un hijo «específico», en los
comienzos también se ocultan los fuertes vínculos existentes con la propia familia de origen.
Si los terapeutas investigan el cuadro que se presenta de las relaciones entre las tres generaciones,
la respuesta habitual es: «¡No hay nada que analizar!» Si se les pregunta acerca de sus deseos de
mejoría, la contestación general tiene un «matiz de desesperanza». Incluso, esto puede
enmascararse detrás de francas carcajadas por lo que dicen los terapeutas, como si se tratara de
una idea descabellada: «Usted debe estar bromeando, no conoce a mis padres o suegros... ellos
173
siempre fueron imposibles, y siempre lo serán»; o bien: «Son tan anticuados que jamás
entenderían». Al principio, tal vez el cónyuge coincida en forma abierta con los comentarios del otro
esposo. A pesar de los intentos por restarle importancia a la indagación del terapeuta, resulta
evidente que se trata de una esfera sumamente cargada: los tonos de voz se elevan con gran
intensidad de manera inevitable. Si los hijos son inquietos o ruidosos, se hace absoluto silencio en la
sala. Las justificaciones materiales por la «falta de contacto» surgen como un torrente, y por el
momento parece imposible seguir examinando el tema.
De inmediato, uno o más integrantes de la familia pueden desviar de nuevo el tema hacia uno de los
componentes de la familia nuclear, como fuente principal de todas las dificultades. Alguien, por lo
general un niño, habitualmente es el objeto «malo», decepcionante, perturbador. Considerado desde
el punto de vista de la terapia individual, ese hijo, o hijos, tienen problemas, trátese de delincuencia,
problemas de aprendizaje o de conducta en la escuela, mojar la cama, actos incendiarios, etc.
Todas las quejas múltiples formuladas sobre cualquier individuo poseen validez. Incluso el hijo
parentalizado que hasta muy poco tiempo atrás era bueno, adaptado, y apoyaba a sus padres en el
hogar (ayudándolos, haciendo ciertas tareas o asumiendo responsabilidades en relación con sus
hermanos) puede estar cambiando ahora, y ser descrito como un sujeto rebelde, holgazán o
indiferente.
Tal como se viera en otros capítulos, estos problemas sólo pueden interpretarse como dificultades
intrapsíquicas del niño. Sin embargo, los especialistas en terapia familiar interpretamos los síntomas
visibles presentados como indicativos de problemas en el sistema familiar multigeneracional. La
tesis es que los síntomas de un hijo son también representativos de los conflictos ocultos y no
resueltos entre varias generaciones de la misma familia, o entre ambas familias de origen. Los
síntomas de una persona pueden ser una máscara tras la que se ocultan las graves dificultades
matrimoniales; y a la inversa, las dificultades conyugales pueden disfrazar el problema de un hijo.
Sea que las primeras figuras paternas en la vida de un niño hayan sido poco gratificantes o
frustrantes de modo abierto, en la realidad o la fantasía, o que uno o ambos progenitores estuvieran
ausentes debido a abandono o muerte, como consecuencia el individuo puede sentirse indigno,
inadecuado y carente de autoestima. Cuando las necesidades de dependencia no han sido resueltas
y la constancia objetal fue deteriorada, el individuo sigue alentando anhelos internos de ser amado,
apreciado y aprobado. Este anhelo subyacente puede ser negado o restársele importancia, en forma
conciente o inconciente, y verse encubierto por sentimientos de cólera, resentimiento, rechazo de los
demás o, incluso, un sentido de aletargamiento. Sin embargo, sigue dándose una eterna búsqueda
de los objetos buenos y amados o los sustitutos paternos comprensivos, consoladores, que aceptan
por completo una conducta que incluso puede ser infantil y destructiva. En muchos individuos, la ira
y decepción por los objetivos originarios de importancia se proyectan fuera del sí-mismo: en un
marido, esposa, hijo, o cualquier otra persona significativa pero al alcance de uno.
Todos los individuos experimentan a veces actitudes ambivalentes, pero el aspecto más destacado
de la ambivalencia no es sólo la frecuencia e intensidad de dichas respuestas, sino las reacciones
continuas y fundamentales en esas relaciones estrechas. Pueden cambiarse las amistades y los
patrones, pero dentro del propio sí-mismo siempre sigue en pie una sensación básica: el que uno
haya recibido la adecuada dosis de amor, aceptación y reconocimiento de la propia valía por parte
174
de los miembros actuales y pasados de la familia. Sea que las primeras relaciones se
experimentaran como buenas y amantes o como malas, destructivas e inadecuadas, el individuo
sigue sintiéndose obligado, con necesidad de pagar una deuda. Ese pago puede expresarse de
modo directo hacia los ancianos padres, de manera generosa, afectuosa y llena de apoyo. La
venganza por el tratamiento injusto puede surgir en forma de menosprecio, mofa o incluso
negligencia. Quizá la compensación se produzca con los propios hijos, o se exterioricen
sentimientos hacia los objetos malos y odiados de la anterior generación, y se los proyecte sobre
aquellos. Puede haber un real descuido físico y emocional de los ancianos padres y suegros.
La fase de enamoramiento y comienzos del matrimonio renueva las esperanzas de contar con el
progenitor «idealizado» que provee aquello que uno busca y necesita eternamente, o nos compensa
por ello. Si las expectativas y exigencias son abrumadoras e imposibles de satisfacer, entonces
resulta inevitable que el cónyuge sea fuente de frustración y decepción. Los siguientes blancos de
importancia al alcance de uno son los propios hijos.
La mayoría de los progenitores están dispuestos a asegurar que su intención es ser mejores padres
para sus hijos de lo que fueron sus padres con ellos. Pueden restar importancia o negar sus
sentimientos de carencia, y hacer esfuerzos por darles «todo» a su prole. Sin embargo, ¿qué sucede
con sus propios apetitos internos sin satisfacer? Ellos pueden convertirse, en forma abierta, en
progenitores abnegados, sacrificados, a la manera de los mártires. Esto no sólo produce, de modo
inevitable, sentimientos de culpa en el hijo receptor, que siente que debe pagar en exceso por lo que
se le brinda de manera tan poco egoísta, sino que (lo que es más importante) ese hijo se siente
obligado para siempre a satisfacer las expectativas paternas.
Esos individuos siguen experimentando durante toda su vida la sensación de estar endeudados, o
bien de haber asumido una obligación que nunca podrán saldar. Los lazos que los atan como
consecuencia de esas dádivas propias de un mártir tienen infinitas repercusiones. Incluso si se
separan físicamente, se casan y tienen su propia familia, siguen alentando sentimientos de culpa y
la sensación de estar siempre en mora con sus deudas. Aun cuando el progenitor haya apoyado el
matrimonio y la paternidad, el mensaje implícito puede ser que el hijo es un desertor desagradecido
que no aprecia lo que se le ha dado. Los sentimientos más profundos son: «Si yo te di tanto, cómo
puedes dejarme cuando me debes tanto». De igual modo, los celos o el rencor que provoca la pareja
elegida pueden disfrazarse o minimizarse. En algunas familias, los sentimientos de culpa respecto
del endeudamiento de un hijo hacia sus padres son tan exagerados que no hay esperanzas de
compensación. Los hijos se mantienen siempre en posiciones fijas en esas relaciones de lealtad
cargada de culpas.
Deben tomarse en cuenta otras facetas de importancia, tales como el modo en que uno puede dar
algo cuando es poco lo que ha recibido. En determinada situación, una joven tenía grandes
dificultades con su novio, que era de distinta religión. Lo único que hacía la madre de ella era zaherir
a la hija acerca de los aspectos religiosos de un matrimonio mixto. Cuando la hija quería analizar los
puntos fundamentales de su pobre identificación femenina y sus dificultades sexuales, la madre
evitaba esos temas. Debido a la propia identificación no maternal de la madre y a su insatisfactoria
relación sexual, de ninguna manera podía ser de ayuda a su hija. Cuando se «da demasiado» puede
experimentarse un sutil resentimiento por el hecho de que el hijo reciba más, en tanto que uno sigue
«hambriento».
En esencia, ese acto de dar es algo material, fáctico, o una relación de prédicas y sermones, de
modo que no se comparten en forma personal las propias preocupaciones internas. Esto no significa
que se discutan experiencias sexuales íntimas y privadas entre las generaciones, sino que se refiere
a otras cuestiones cruciales de la relación, por ejemplo, las identificaciones y diferencias de lo
175
masculino y lo femenino. El hijo puede parecer un ser desagradecido, e incluso rechazar esas
pseudodádivas y formas de relación. El progenitor adulto puede sentirse atrapado en un vinculo que
se le aparece como repetición del vivido con sus propios padres, y se sentirá herido, encolerizado y
deprimido. Los antiguos anhelos ya no pueden negarse, ni restárseles importancia.
Los hijos de esas familias se ven contaminados por la desesperanza o la depresión íntima de ambos
progenitores. Además, los conflictos no resueltos entre la generación de los abuelos y los padres
son perfectamente conocidos por los hijos, aun cuando los padres crean que se los ha mantenido en
secreto. Los hijos también conocen la naturaleza y extensión cabal de las batallas conyugales.
Tienen aguda conciencia de que lo que quedó sin resolver en el pasado se saca a relucir ahora y
que se trasfiere sobre sí mismos. Ellos hacen interminables esfuerzos por proteger o estar
disponibles como objetos de gratificación. El hijo parentalizado puede, aun de adulto, continuar
tratando de «compensar» o «devolver» lo que le debe a sus padres ya provectos. Brody y Spark [24,
pág. 83] denominan a esos hijos «los que cargan con el peso de las cosas». Procuran consolar,
tranquilizar, ser buenos y amantes progenitores sustitutivos. Los otros hijos también pueden luchar,
aunque en sentido negativo, con el fin de infundir vida y entusiasmo en la esperanza de vivificar los
aspectos estancados de manera irremediable, faltos de crecimiento e improductivos del matrimonio
de sus padres. Quienes tratan de evitar esos roles o escapar a dichos sistemas familiares se
convierten, de modo inevitable, en hijos «malos o locos», trasformados en chivos emisarios. Así, uno
de los hijos posterga su propia maduración, y el otro lucha por ella, pero la familia interfiere e
interpreta en forma errónea su conducta, como si fuera un hijo o hija desleal.
Todas las relaciones familiares incluyen ciertos aspectos propios de las dimensiones de realidad: un
bebé es un ser desvalido, lleno por completo de exigencias; el marido-padre es el protector, el que
gana el sustento. Es por esta realidad que se interesan los especialistas en terapia familiar, como
también ponla trasferencia dentro de todas las relaciones más cercanas. Aunque uno se sienta
desleal o no se crea endeudado con los propios progenitores, resulta un hecho que existen
expectativas implícitas de alguna forma de compensación. Si esa compensación se niega, o bien se
le resta importancia, uno experimenta íntimos sentimientos de culpa. Es hacia esta esfera (de saldar
en la realidad las propias obligaciones hacia la familia de origen, el cónyuge y los hijos) a la que los
especialistas en terapia familiar deben dirigir sus esfuerzos. A los efectos de desempeñar su papel
como agentes de cambio para las tres generaciones, los terapeutas deben concentrar su trabajo en
las familias nucleares y extensas. El curso que debe seguirse es el examen de la naturaleza
interconectada de los actos recíprocos de dar entre el individuo, la familia nuclear y ambas familias
de origen.
176
Un pariente político es un intruso. La afirmación habitual: «Hemos ganado un hijo» suele ser más
una expresión de deseos que una realidad. Más allá de las consideraciones individuales sobre las
posibilidades de que la joven pareja se complemente, apoye y satisfaga en forma mutua, y haga otro
tanto en relación con las necesidades de sus hijos, siguen planteándose cuestiones esenciales
sobre el modo en que las familias de origen serán incluidas o excluidas. ¿Cuánto es posible
enfrentar y manejar con respecto a los códigos y cuentas de reciprocidad de una familia? Por
ejemplo, ¿cómo se vivirá la presencia de los abuelos de cada parte, y qué apoyo se les dará? Una
familia de origen puede ser muy expresiva en sus afectos y agresiva en sus sentimientos. Otras
familias son reservadas, pero igualmente afectuosas y dispuestas a prestar apoyo. Hay familias
sólidas, dignas de confianza, que siempre luchan por ir hacia adelante, pero que no son
demostrativas en lo físico ni en lo verbal. En algunas se ha dado una conducta caótica,
desorganizada, perturbadora, como por ejemplo en casos de abandono y divorcios múltiples. En un
continuo -así como con los individuos- se dan las familias abiertamente simbióticas, sofocantes y
protectoras, por comparación con familias que destacan la importancia del desapego, la extrema
adecuación y la completa independencia, como si se tratara de una posibilidad realista.
De hecho, los opuestos parecen atraerse el uno al otro, y, sin embargo, en el diario contacto
estrecho de la vida familiar esos atributos pueden convertirse en fuente misma de aquello que
resulta irritante e inaceptable en una relación. A despecho de lo previsto (aunque tal vez era lo que
se necesitaba), el estilo de vida de la familia del cónyuge no puede absorberse o integrarse porque
es demasiado distinto del propio de la familia de origen. Un pariente político y su familia muy pronto
pueden convertirse en chivos emisarios del otro sistema familiar. Una nuera o yerno no es tan sólo
un rival del afecto y apoyo de los padres; el sistema de valores y forma de vida de los parientes
políticos son blancos de ataque, menosprecio o rechazo. Los aspectos emocionales pueden
expresarse de manera simbólica en función de dinero, ocupación, religión y origen étnico, pero la
dinámica interna sigue siendo en esencia la misma.
Los casos clínicos que ilustran este capítulo no sólo revelan distorsiones y proyecciones motivadas
como expresión de deseos, sino también los esfuerzos insatisfactorios por enfrentar esas cuentas no
saldadas y compromisos ocultos. Por ejemplo, un aspecto fascinante es el deseo de ser adoptado
por los propios parientes políticos. Este fenómeno puede introducir ramificaciones tales como la de
plantear, de manera inconciente, excesivas exigencias a los ancianos suegros, y provocar la
rivalidad del propio cónyuge por el hecho de compartir a sus padres. También puede utilizarse como
defensa por no preelaborar o enfrentar los propios compromisos y responsabilidad hacia la familia
de origen. La pareja de cónyuges puede sufrir un doble golpe cuando el «mito de adopción» queda
invalidado en forma repentina por la falta de adopción del pariente político.
177
Inclusión de los abuelos en las sesiones
En nuestros esfuerzos por incluir a los abuelos siempre que sea posible, debieron tenerse en cuenta
varios aspectos de importancia. Esto se establecerá de modo más explícito en nuestros ejemplos
clínicos, pero el primer factor reside en interrumpir el «síndrome de acusaciones» y no dejar que
continúe. Los aspectos constructivos de la relación, que fomentan el crecimiento, constituyen la
única preocupación y meta. Resulta inevitable que entre las generaciones se expresen sentimientos
de cólera y de amargura; estos enfrentamientos brindan una oportunidad para comenzar a analizar
de manera minuciosa lo que había sido proyectado o exteriorizado sobre la otra persona. Se alienta
el diálogo mutuo, para que el anciano progenitor pueda revelar su propio pasado, así como sus
deseos actuales. Deben balancearse las cuentas ocultas de explotación y méritos no compensados,
con fuertes pretensiones.
Sin embargo, en ese diálogo, nunca se da una reversión generacional: un anciano padre, aunque se
vuelva más dependiente o incapacitado físicamente, sigue siendo un padre. Tal como dijeran Spark
y Brody: «en el sentimiento, aunque el hijo adulto pueda ser viejo él mismo, sigue siendo hijo en la
relación con el padre. No se convierte en padre de su propio padre» [80, pág. 200]. Al conceptualizar
las fases del desarrollo más allá de la madurez genital, Blenkner [8] propone la fase de «madurez
filial». Esta se caracteriza por la capacidad del adulto maduro para que el progenitor dependa de él,
y marca una saludable transición desde la madurez genital a la ancianidad. De este modo, no se
trata de una «reversión de roles» sino de cumplimiento del rol filial para con el progenitor, lo que
implica la resolución de anteriores etapas de transición.
A menudo se presupone, en forma incorrecta, que una persona anciana o que ha llegado a la etapa
de la vida en que ya es abuela no puede cambiar o modificar sus relaciones familiares. No obstante,
en algunos casos los abuelos pueden ser menos rígidos o estar menos fijados que un miembro más
joven de la familia. Además, la mayoría de los padres ancianos siguen comprometidos hacia sus
hijos y nietos, lo que contribuye a que las tres generaciones puedan enfrentar la naturaleza de las
actuales relaciones y obligaciones, en lugar de las primitivas distorsiones interiorizadas respecto de
los propios padres. Sea que el progenitor de más edad haya sido o no en realidad un ser frustrante y
poco generoso, surgen nuevas esperanzas y oportunidades para esclarecer y mejorar una relación.
Así, llega a compartirse por primera vez mucho de lo que se desconocía o estaba poco claro en
torno de las circunstancias de la persona de más edad. Esto puede generar una mayor comprensión
y un sentimiento de compasión mutua entre las generaciones. Es posible reducir el rechazo y el
distanciamiento al mínimo, o bien eliminarlos en un grado originariamente no previsto por ningún
miembro de la familia.
Los nietos, quienes pueden haber soportado los embates de los sentimientos de trasferencia
negativos de uno o ambos progenitores adultos, están sumamente ansiosos por reconciliarse con
sus abuelos. De ese modo, no sólo se les ayuda a liberarse del rol parentalizado o de chivo
emisario, sino que se renuevan sus esperanzas y se les proporciona un modelo para dirimir los
conflictos que tienen con sus propios padres. Los niños suelen experimentar devoción por sus
abuelos, pero pueden haber inhibido esos sentimientos debido a su sensibilidad y deseos de
proteger a sus padres. Un niño de siete años se sentó en las rodillas del padre y le rogó que cuidara
de los abuelos de la misma manera que cuidaba de él. En ese momento el joven padre inclinó la
cabeza sobre el hombro del hijo y rompió a llorar.
Cuando se está dando en demasía a los propios hijos puede, incluso, demostrarse negligencia e
indiferencia por las necesidades físicas y emocionales de los ancianos padres. Es posible que cada
generación se vea atrapada en un vínculo destructivo y hostil de relaciones mutuas. Nadie logra
liberarse de sus obligaciones de manera apropiada para su edad o fase de su vida. Los ancianos
son «dejados de lado», sienten celos y rencor hacia los nietos; los jóvenes adultos no reciben el
178
apoyo y reconocimiento necesarios de sus padres, ni siquiera de sus hijos. Los hijos se sienten
culpables de recibir demasiado o tomar aquello que, a su entender, debería compartirse con los
abuelos. Los hijos adultos sienten que sus padres e hijos son desagradecidos. Con respecto a la
falta de equilibrio en el balance del «registro», las tres generaciones sufren.
Esos sentimientos de lealtad, aunque a menudo parecen inconcientes para el hijo adulto, vuelven a
vivenciarse o actuarse en el sistema de la familia nuclear. A menos que se enfrenten dichos
sentimientos, se modifique o cambie la fuente interior de sentimientos de culpa y se cancelen o
salden las pasadas obligaciones, el hijo adulto seguirá teniendo dificultades para desempeñar de
manera equilibrada su compromiso y deuda de lealtad hacia su cónyuge y prole. Si bien hay
similitudes parciales con la terapia individual, nuestra meta va más allá, para modificar realmente la
relación que existe entre las generaciones. Los conflictos intrapsiquicos o empeños infantiles por
obtener gratificación de las personas importantes en el pasado, que son actuados dentro de la
familia o sobre la sociedad, se abordan en las relaciones presentes, aquí y ahora.
Lo que en el pasado se creía oculto en el inconciente de un individuo, asequible sólo por medio de
los sueños, lapsus linguae y otros mecanismos psíquicos, se ve ahora de manera diferente. El
anciano progenitor, el progenitor adulto y los hijos son los objetos de trasferencia sobre los cuales se
expresan los apetitos infantiles. En vez de enfocar el modo en que los esfuerzos y actitudes
infantiles se trasfieren a un terapeuta individual, el especialista en terapia familiar procura valerse de
las conductas perturbadoras, regresivas y negativas expresadas en las relaciones «in vivo» con el
fin de modificar y establecer un nuevo equilibrio en las relaciones de familia. Tal como lo postulara
Boszormenyi-Nagy [18], este concepto de reconstrucción de las relaciones familiares difiere del de la
dinámica individual, en el sentido de que la dinámica multipersonal la incluye, pero va más allá.
Al principio, todos se inculpaban de modo airado y había muchas recriminaciones mutuas, en lo que
podría calificarse de enfrentamiento entre las generaciones. Con la ayuda de los terapeutas, esto
por lo común no continuaba por mucho tiempo. Para los terapeutas, resulta más importante
entresacar los principios de la contabilización de débito y crédito entre las generaciones. Ellos
indagan sobre la vida anterior de los padres provectos, o a veces uno de estos, en forma
espontánea, se dirige a ellos buscando consuelo y apoyo respecto de sus propias carencias del
pasado. En este sentido, el síndrome de culpa puede reducirse al mínimo, y se ayuda a que los
integrantes de la familia vean a sus padres provectos en un contexto más adulto. En lugar de que el
hijo adulto se sienta deseperadamente enojado o dependiente, o tratado de modo injusto como
puede haberse sentido desde la infancia, puede abrírsele una nueva dimensión. Tal como se
explicara antes, no se produce una reversión de las generaciones, sino que más bien ocurre que el
179
hijo adulto se ve enfrentado a la necesidad de compensar a sus padres o cuidar de ellos de manera
diferente, y tal vez más responsable, respecto de cómo él mismo fuera tratado.
De modo primordial, estas sesiones de terapia familiar alientan renovadas esperanzas por una más
positiva relación y una mayor reciprocidad, para poder modificar los agravios anteriores o la
conducta destructiva. Los hijos adultos, quienes ahora tienen propios hijos se hallan en una posición
más ventajosa para identificarse con sus padres provectos: pueden reconciliarse las diferencias y
resolverse las antiguas deudas y obligaciones emocionales, sea en un sentido emocional o también
real, aunque no necesariamente material. A cada generación se le brinda la oportunidad de
enumerar agravios y motivos de queja, con miras a alcanzar el objetivo final de un nuevo nivel de
relación entre ellos. Esto puede consistir en el esclarecimiento y cambio de ciertas actitudes fijas,
pero lo más importante es la modificación de la conducta. Se investigan los agravios que poseen
una base de realidad y a veces se los rectifica de ese modo, con lo cual disminuyen los sentimientos
de culpa. Incluso, tras varias sesiones con los padres provectos, existe en forma constante una
realimentación respecto de los contactos desarrollados. Cuando los ancianos padres viven en otra
ciudad, los componentes de la familia continúan informando sobre su comunicación con ellos por
teléfono, carta y visitas. Siempre queda la posibilidad de que asistan a nuevas sesiones, si el hijo o
hija adulta desea volver a invitarlos. Lo interesante es que el yerno o nuera, y en especial los hijos
ya adultos, parecen ansiosos y francamente interesados en cualquier forma de reconciliación que
pueda ocurrir. Por lo general, ellos hablan en forma muy directa y abierta respecto de la naturaleza
de los conflictos intensos entre las generaciones, y de esa manera pueden calibrar el profundo amor,
así como las heridas y desesperación de cada generación. Los hijos o el cónyuge se ven atrapados
por el sentimiento de ser ellos los utilizados como objetos de «retribución», y anhelan que tanto los
abuelos como ellos mismos puedan salir de esa trampa.
Por vengativa que se haya mostrado o siga mostrándose una persona, la meta terapéutica no es el
mero reconocimiento, enfrentamiento, expresión franca y, en consecuencia, la continuación de las
relaciones negativas, sino que su enfoque se centra en el mutuo esclarecimiento y reconstrucción. Al
hijo adulto y su progenitor se les da la oportunidad de romper pautas esclavizantes de relación, que
pueden haber perdurado durante varias generaciones. El siguiente párrafo ilustra de manera
adecuada la profunda comprensión de un niño pequeño:
La madre del niño decía que su anciana madre estaba chocheando. La abuela materna compró dos
abrigos y todo el tiempo le preguntaba a la gente que vivía en el edificio cuál de ellos era más
atractivo. El nieto, de trece años, se dirigió a su madre y le dijo: «Es muy simple. Coméntale a la
abuela qué abrigo le sienta mejor, en tu opinión, y luego devuelve el otro a la tienda. ¡Eso es lo que
ella siempre solía hacer contigo!».
Los niños tienen una conciencia tan aguda de todo que sus relaciones con sus propios padres
podrían ser mucho más generosas y cariñosas en forma abierta si estos pudieran resolver algunos
de sus conflictos con los abuelos. !En cierta familia los padres hablaron en tono de mofa y desprecio
de sus padres, y luego tuvieron dificultad para darse cuenta por qué sus propios hijos se burlaban de
ellos y los ridiculizaban)
180
abuelos eran cincuentones o sesentones, y los hijos adultos contaban entre treinta y cuarenta y
tantos años.
Familia 1
La familia L. inició la terapia porque sus tres hijos se peleaban en forma constante entre sí o con los
padres. Uno de los hijos, de trece años, participaba de modo activo en las competencias deportivas
y el grupo de debate de la escuela pero se pasaba de cuatro a cinco horas en el subsuelo haciendo
los deberes. El hijo de once años no tenía amigos, y al salir de la escuela siempre andaba detrás de
su hermanita y se entrometía en los juegos con sus amigas o pasaba parte de la tarde haciéndole
cosquillas y luchando con ella.
Los progenitores siempre discutían por cuestiones de dinero y por los hijos, pero, sobre todo, cada
uno atacaba a la familia de origen del otro. La señora L. tenía la sensación de que su familia de
origen era perfecta, culta y refinada, en contraste con la de su marido, que solía discutir en voz alta
pero con claridad, para luego hacer pronto las paces. El señor L. insistía en que ninguna familia
podía ser tan ideal como su esposa pintaba a la suya. El estuvo de acuerdo en que la familia de ella
estaba por encima de la de él en cuanto a educación, dinero y modales, pero sentía que no tenía por
qué avergonzarse del medio del que provenía.
Como la abuela materna vivía a la vuelta de la esquina, había un contacto cotidiano y constante
entre ellos. La señora L. no tomaba ninguna decisión ni hacía compra alguna sin el consentimiento
de su madre. Se sugirió que la señora L. viniera acompañada de su madre durante varias sesiones,
ya que se pensó que la extremada idealización que hacía de la familia de sus progenitores interfería
en sus compromisos como madre y cónyuge. Ella le echaba toda la culpa al marido, tanto en
relación con sus dificultades como las de los hijos.
Los siguientes son fragmentos de cuatro sesiones: dos entre la abuela materna y su hija, y la tercera
y cuarta entre marido y mujer.
181
Celia: Hablé por teléfono con mi madre porque sentía que todo había adquirido proporciones
enormes.
Madre: ¡Estabas histérica) ¡Decías «mamá, ayúdame», a los gritosl Celia: ¿Por qué soy tan
desdichada? ¿Acaso me casé con mi marido por despecho?
Madre: Todo lo que quieres recordar son las cosas malas.
Celia: La abuela se entrometía en mi vida. ¿Cuándo discutían tú y papá?
Madre: Sólo después que ustedes [los hijos] se iban a la cama. Mis padres nunca discutieron en mi
presencia.
Celia: ¿Qué piensas de mi relación con mi hermano, no fue anormal? ¿Por qué soy tan fría
sexualmente?
Madre: ¿Qué papel juegan tus tres hijos? Me pregunto si el tercer hijo no la dejó dañada
físicamente.
Celia: Madre, ¿por qué soy tan anormal? Yo era un cero a la izquierda... cuando venían a casa los
amigos de mi hermano, se suponía que ni siquiera tenia que entrar al living.
[Los terapeutas le preguntan a la madre si consideraba que su vida como esposa y, sexualmente,
como miembro de la pareja, era satisfactoria... si tal vez podría aconsejar a su hija sobre algo con lo
que esta no ha tenido experiencia.]
Madre: Alejaste a tu esposo de tu lado diciéndole que no lo amas. Una esposa siempre debe ceder,
y tú no lo haces.
[Los terapeutas alientan a las mujeres a que traten de compartir sus mutuos sentimientos personales
como dos seres adultos. La señora K. dice que sabe que su hija la necesita, pero nunca le contó a
nadie los sufrimientos que había experimentado durante la mayor parte de su vida. ]
En el curso de las dos sesiones a las que Celia y su madre asistieron juntas hubo muestras de
mutua proyección, negación, culpa y contradicción de lo que la otra decía. Se revelaron los lazos
simbióticos entre madre e hija adulta. Incluso, se hizo referencia a la bisabuela y parte de los efectos
que ejercía sobre la cuarta generación. En sesiones anteriores Celia había descrito su excesiva
182
dependencia y compromiso hacia su familia de origen. Pero esta era intocable, ya que Celia escindió
sus actitudes relacionales: su madre era idealizada y su abuela materna era el objeto malo y odiado
que la sofocaba y asfixiaba. Su madre manipuló una alianza con la hija en vez de poder enfrentar las
carencias de su relación. Le echó la culpa de la desdicha de Celia al marido o al nacimiento de un
hijo. No sólo se negó a compartir sus propios sufrimientos en el pasado, sino que incluso continuó
tratándola a Celia como una niña incapaz de pensar por sí misma o de tomar decisiones. A su vez,
Celia permaneció a disposición de su madre en forma excesiva y con una conducta ambivalente.
La madre de Celia fue honesta cuando describió sus actitudes hacia la sexualidad: lo que ella no
experimentó como posible no puede ser presentado como placentero. Otro mito central que debía
investigarse era el de que la familia de origen de Celia fuera perfecta o superior; en realidad, todas
las familias tienen sus limitaciones y fragilidades humanas.
En un sentido manifiesto, parecía ser que Celia se mostraba dependiente en extremo de su madre,
exigiendo todo su interés y preocupación. Su madre hizo del marido y su familia de origen los chivos
emisarios, tratándolos de seres inferiores, rústicos y demasiado expresivos de sus emociones; de
ese modo, la señora K. seguía atando a su hija al antiguo sistema de lealtad. «Nosotros somos
uno». Esto impedía que se indagaran los problemas del mérito de un auténtico dar y recibir en su
familia. Pero, en apariencia, ella se había sentido en su vida tan victimizada como Celia creía serlo
ahora. En la superficie, a la madre se la percibía como el ser que todo lo daba: tiempo, interés y
cosas materiales. Aun cuando Celia era ahora una madre adulta, no había una reciprocidad
equilibrada en la relación. Celia continuaba en una posición infantilizada, aunque anhelaba un modo
distinto de acercamiento, sobre el cual su madre manifestó: «Nunca haré que mi hija comparta mis
sufrimientos».
Durante la siguiente sesión, Celia dijo que las cosas habían cambiado entre ella y su madre; y ahora
era más adulta, independiente, y le había respondido sexualmente a su esposo. Se trataba de una
«huida temporaria hacia la madurez». Sin embargo, una vez que se la experimenta, puede
convertirse en meta respetable. No obstante, todavía faltaba mucho. Ahora había surgido otra forma
de desequilibrio: «se sentirá menos dependiente de su madre, etc.». En opinión de Celia, ¿qué creía
deberle aún a la madre? Su hermano fue descrito como un ser frío y desapegado. Aparte de Celia,
¿había alguna otra persona que pudiera cuidar de la madre y hacerse responsable de ella, tal como
la madre lo hiciera con su propia progenitora?
La madre de Celia había cuidado a la bisabuela durante toda su enfermedad y fase final.
Equilibrar el sistema familiar, en lo que se aplica a Celia, significaría dar vuelta toda la relación,
hasta el punto en que su madre, además de su marido e hijos, se convertiría en receptor. Hasta ese
momento los hijos habían estado sobreprotegidos y sobredotados, como si ellos también fuesen
dependientes de manera irremediable. Steve, quien en el pasado solía convertirse en chivo emisario
con suma frecuencia, tenía que ser capaz de dar su ayuda para reestructurar el desequilibrio. Al
haber perdido a su propia madre a una edad muy temprana, él se había sentido «adoptado» por su
suegra, hasta que vio con claridad la medida en que afectaba en forma negativa su posición como
marido y padre.
Familia 2
Esta familia acudió a la terapia porque su hijo, de catorce años, era provocador, rebelde, y peleaba
constantemente con los padres; la hermana menor, de doce años, experimentaba innumerables
temores, y durante un tiempo tuvo grandes dificultades para asistir a la escuela (deficientes
relaciones con sus pares y muy pocas actividades).
183
No sólo eran tensas las relaciones entre hijos y padres, sino también con ambas familias de origen.
Cuando se casaron, ellos vivieron con los padres de Larry G. Con posterioridad, la madre de la
señora G. no sólo los ayudó a comprar una casa, sino que se mudó con ellos. El padre de la señora
G. había muerto dos semanas antes que ella se casase.
Sarah G. trabajaba medio día, e insistía en que los hijos cumplieran su parte de las tareas del hogar.
Sin embargo, aunque siempre estaba regañando a los hijos por no ser prolijos y ordenados, la
misma Sarah dejaba cosas tiradas por toda la casa, y el vestíbulo, dormitorio y pieza para
huéspedes estaban atiborrados de diarios y revistas que ella se negaba a tirar. De niña, incluso
cuando su madre trabajaba todo el día en un almacén, siempre le levantaba las cosas que dejaba
tiradas, la servía, etc. Era evidente que de modo inconciente, Sarah procuraba lograr que su marido
e hijos hicieran por ella lo que antes había hecho su madre.
Como la madre de Sarah iba de visita a su casa dos o tres veces por semana, los terapeutas
presintieron que esa relación cargada de culpas podía investigarse en forma directa. La hermana,
Molly, también accedió a asistir a la sesión. Sarah dijo que con sus cartas y'llamadas telefónicas,
Molly la hacía responsable de la desdicha de su madre.
En la siguiente sesión, con Jack, la madre y la hermana Lisa, el hombre también se puso a la
defensiva, solicitando su aprobación. Jack no podía actuar en forma directa ni mostrarse fuerte,
fuera con su familia de origen o con su esposa e hijos. El hacía amenazas vagas y vacías, y gran
parte del tiempo se sentía como un «niñito malo». En esta fase de la terapia, Jack había tomado
conciencia de su posición, y luchaba por mejorar sus relaciones. El trataba de abandonar el rol
pasivamente dependiente que tenía eón su familia de origen, al igual que con su esposa e hijos.
Jack: Quiero hablar contigo, Lisa... en realidad no te gustan ni mi esposa ni mis hijos... eso me
obliga a decidir de qué lado debo ponerme yo... no me gusta que mis hijos se vean en esta
situación.
Lisa: Tú no me disgustas, pero no me gusta tu esposa... es una persona diferente. Supongo que no
poseo suficiente conciencia familiar. Me gustaría que los chicos estuvieran unidos. Nuestras vidas
son tan diferentes... Nuestros amigos no podrían interesarles a ustedes, y viceversa. Yo he
envejecido veinte años, pero Sarah no. No me siento cómoda en tu casa, y no creo que ni tú ni
Sarah se sientan cómodos en la mía. Creo que ustedes, como padres, son muy descuidados en
cuanto a la seguridad de los hijos... les dejan andar circulando en bicicleta entre los automóviles.
Madre: Jack era un niño lleno de problemas... venía a casa directamente de la escuela, y se negaba
a comer hasta que Lisa no hubiera regresado.
Jack: Yo era el hijo preferido.
Lisa: Yo era la favorita de mi padre. Con frecuencia deseaba ser un varón. Solía ver en mi hermano
un hermano grande, más listo que cualquiera.
Madre: Era bien evidente que mi marido tenía preferencia por los hijos de Lisa, y yo solía decirle que
eso estaba mal.
Lisa: Mi marido es extremadamente responsable, y si no llamo a mi madre por dos días, él me lo
recuerda... tal vez haya adoptado a mi madre.
Madre: El marido de Lisa solía decir: «Si tú, Lisa, me dejas alguna vez, no vayas a la casa de tu
madre, porque ahí es donde iré yo». Jack: Mi madre cree que yo sólo la visito cuando deseo algo.
Todavía seguimos en el nivel de madre e hijito pequeño... se discute si soy un niñito malo por no
visitarte.
Lisa: La casa de Sarah está sucia, nunca podré volver a comer allí. Mi hermano no es lo
suficientemente fuerte como para lograr que su esposa conserve las cosas más limpias y prolijas.
En la sesión con la madre y la hermana de Jack, al principio pareció ser que la hermana Lisa tomaba
a la esposa de Jack y sus hijos como chivos emisarios, que motivaban su relación tan distante.
«Sarah tiene sucia la casa. Ustedes son padres muy descuidados en relación con la seguridad de
sus hijos». Al desarrollarse la sesión, salió a relucir en forma manifiesta la escisión entre Jack y Lisa:
no sólo se debía a una rivalidad entre hermanos, sino que con claridad era el resultado del hecho de
que cada uno de sus progenitores había demostrado una abierta preferencia por el hijo del sexo
opuesto. Además, Lisa se había negado a asumir ninguna responsabilidad por su anciana madre.
Cuando ella fue internada a raíz de un ataque cardíaco, Jack tuvo que enfrentar a su hermana
debido a su falta de colaboración y su conducta poco responsable hacia la madre. Del «rol de niñito
186
malo» pasó a mostrarse responsable directo por la madre y ponerse a su disposición, a la vez que
encaraba a su hermana para que hiciera también su parte y demostrara algún interés.
Lo más importante es que se produjo un cambio radical entre Jack y su madre, el que incluso
comprendía a su esposa. El informó que, tras la sesión con la madre, «por primera vez en años tuve
una larga conversación con ella». Esto llevó a hacer llamados telefónicos y visitas mutuas, no tanto
movidos por la culpa sino por un auténtico interés y preocupación. En el pasado, la esposa le
recordaba que tenia que llamar a la madre una vez por semana. Como ahora la esposa ya no era
tomada como chivo emisario, se produjo una reconciliación más positiva entre nuera y suegra.
Familia 3
La familia fue remitida al consultorio terapéutico porque los dos hijos adoptivos tenían dificultades en
sus estudios, así como problemas de conducta en la escuela y el hogar. Se trataba del' segundo
matrimonio de Rose D.: «¡Como esposa y madre soy un fracaso!». A veces decía que se había
casado «por despecho»: que sus padres la habían empujado a contraer un segundo matrimonio. Al
principio, ellos habían considerado que su segundo marido era un candidato muy aceptable, en
comparación con el primero.
Aun cuando Albert D. fuera un comerciante de gran éxito, Rose se quejaba de que no le confiaba
dinero. Dijo que su esposo era un avaro, y lo veía, sobre todo, como marido y padre ausente. Ella
expresó en forma abierta la continua furia que Albert despertaba en ella. Cuando hablaba de otras
relaciones familiares, como sus hijos o padres, rompía a llorar o sollozaba 279
de manera incontrolable. Su marido e hijos se mostraban enojados o disgustados por su llanto, que,
según decían, no tenía razón de ser. Nadie sentía que la mujer fuera tratada mal.
Los extractos de las siguientes sesiones posiblemente trasmitan algo de las heridas mutuas entre
una madre de edad y su hija adulta. Los lazos de dependencia, aunque surgen de manera negativa,
revelan el compromiso y grado de involucración con la familia de origen.
187
con la idea de tener más hijos. Mi marido siempre se mostró muy considerado... Yo siempre estaba
primero para él. Yo nunca me respaldo en nadie. ¿Tú me extrañas, Rose?
Rose: Te extrañé en el pasado, pero sigo creyendo que es mejor para ti que trabajes en el negocio
de mi hermano... Yo tenía una hermana que era muy vanidosa. Mi madre era muy fría con los hijos
(me trajeron a los Estados Unidos al año de edad). Mi padre me demostró mucho amor.
Rose: Ya no sé qué quiero... ¡no sé qué pasa conmigo! Madre: Tal vez Rose sea mejor madre de lo
que fui yo...
189
trabajo de su madre era vivirlo como si le hubiera robado a esta última. A su vez, la madre dijo: «La
semana pasada me di cuenta de que no verla de nuevo a Rose era como estar muerta».
En apariencia, la madre de Rose sentía que todavía le debía mucho a su hija y que respondía ante
las necesidades y exigencias de la hija como si esta aún fuese una niñita.
Al pasar el tiempo y demostrar su madre mayor interés y preocupación, Rose comenzó a trabajar
para hallar algo en que pudiera destacarse. Se convirtió en experta en compra y venta de joyas
antiguas. Entonces se produjo un cambio entre Rose y su madre, pero lo que es más importante,
también entre las tres generaciones. Al salir Rose del rol en extremo protector con sus hijos y no
regañar a su marido por sus horas dedicadas a los negocios y a hacer dinero, la familia podía
mostrarse más asequible y espontánea entre sí que en el pasado.
Familia 4
La familia S. fue remitida al consultorio terapéutico porque tanto un hijo como una hija tenían graves
problemas con los estudios, y en la escuela no sabían si pasarían de año. Ambos hijos poseían una
inteligencia superior. Alan, de 14 años, era el blanco más evidente de la cólera y desilusión de su
padre. El veía a su hijo como un haragán, descuidado, charlatán, que no hacía nada. Ruth S. dijo
que Bob, su marido, continuamente desacreditaba a Alan, del mismo modo en que él era
s<desacreditado» por su padre y hermano. Existía una intimidad visible y extrema entre Alan y su
madre, aunada a la sobreprotección. En una fase inicial, Bob S. dijo que sentía que su familia lo
hacía a un lado, y no le gustaba su posicibn. Su esposa se mostraba más asequible con sus hijos
que con él. Susan, de 12 años, también era blanco de quejas, pero ambos progenitores, si bien se
preocupaban por sus dificultades de aprendizaje, no estaban tan decepcionados ni coléricos como
hacia Alan.
Los hijos de S. estaban atrapados en un vinculo pasivamente negativo con los padres, por ser malos
estudiantes. Además, Bob S. sentía que su hijo era su rival en relación con el interés y dedicación de
su esposa. El componente repetitivo también salía a relucir cuando el padre humillaba en forma
reiterada al hijo. Ruth había declarado que, de recién casada con Bob, sintió que su suegro siempre
hacía otro tanto con su marido. Entre los desprecios de que era objeto por parte del padre, y las
exigencias seductoras de la madre, su hijo adolescente estaba atrapado de tal manera que no podía
concentrarse libremente en sus tareas escolares.
Conclusiones
Ya sea que la primera, segunda o tercera generación se convierten en objetos de actitudes y
conducta constructiva o destructiva, el especialista en terapia familiar debe enfrentar y trabajar con
las involucraciones mutuas, vínculos de lealtad y sentimientos de endeudamiento entre las
generaciones. La realidad es que en efecto existe una continuidad intergeneracional.
Los extractos tomados de las sesiones se utilizaron para demostrar que en muchas familias hay
vínculos emocionales intensos y prolongados de modo patológico entre los hijos adultos, los padres
ancianos y los nietos. No deben pasarse por alto los lazos de sangre o vínculos de lealtad para con
los integrantes de la familia actual y extensa, y los efectos sobre cada generación. Sea que se
establezca en forma implícita o explícita, las familias y la sociedad en general tienen conciencia de
que existe un código según el cual se espera una compensación y rembolso emocional o material
entre las generaciones.
Al trabajar dentro de un contexto trigeneracional, los especialistas en terapia familiar pueden tener
una oportunidad única para aliviar a los ancianos padres, los progenitores adultos y los hijos, que se
estaban convirtiendo en chivos emisarios y receptáculos de toda la ira y los sentimientos heridos por
una explotación real o supuesta. Debe ayudarse a cada generación a enfrentar la naturaleza de las
actuales relaciones, indagando en la índole real de los compromisos y responsabilidad que surge de
modo natural de dichas involucraciones. Se les brinda la oportunidad de enfrentar distorsiones
tempranas e interiorizadas respecto de sus padres. Esto se logra ayudando a los padres de más
edad a describir, en presencia de sus hijos, gran parte de lo que les fuera desconocido o quedara
poco claro sobre las circunstancias del sufrimiento trasmitido de distintas maneras, de generación en
generación. Esto parece llevar a una mayor comprensión recíproca y compasión mutua entre las
generaciones, en comparación con el síndrome unilateral de inculpaciones y de generación de
afligentes heridas que puede haber existido hasta ese momento.
192
Además, los nietos, que pueden haber soportado los embates de la carga negativa de las «cuentas»
sin saldar de uno o ambos padres, pueden verse liberados de esos roles; ellos son los beneficiarios
más ansiosos de dichas reconciliaciones entre las generaciones. No sólo se les ayuda a liberarse de
los roles de chivo emisario o parentalizados, sino que se renuevan sus esperanzas de obtener
gratificaciones apropiadas a su edad y se les brinda un modelo para reconciliar sus conflictos con
sus padres, ahora y en el futuro.
La meta esperada, entonces, estriba en que, al enfrentar las propias cuentas de lealtad y
endeudamiento hacia su familia de origen, puede producirse un balance más satisfactorio de
compromiso y lealtad hacia el cónyuge y los hijos. De poder encararse en forma más adecuada y
responsable estas relaciones, existen mayores posibilidades de integración, incluso con los
parientes políticos. Aunque puedan haber diferencias étnicas o religiosas, o de índole económica o
social, o simplemente diferencias en el modo de hablar y expresar sentimientos y acciones, al
trabajar en un contexto trigeneracional las diferencias pueden a la larga experimentarse como
complementarias, en vez de ser utilizadas como pretextos para relacionarse entre sí de manera
negativa u hostil.
Trátese de un anciano progenitor, un hijo adulto o un niño, uno lucha en forma constante con la
dependencia y la independencia, cargas de lealtad o deslealtad. Los componentes de la familia
buscan continuamente apoyo y aceptación; el hecho de que se la dé o reciba, y cómo, depende de
la manera en que todos los miembros de la familia puedan resolver los balances no saldados de sus
relaciones presentes y pasadas.
Es preciso dejar establecido una vez más que la inclusión de los abuelos en las sesiones de terapia
también puede tener implicaciones negativas. En tanto que los padres expresan el deseo de una
mayor apertura y reciprocidad entre ellos y los abuelos, tal vez estos sean incapaces de utilizar la
oportunidad que se les brinda para dichas indagaciones. La desesperación, o necesidad de
venganza o de represalias, puede seguir siendo tan fuerte y estar tan fijada que ninguna persona
brinde a la otra posibilidad alguna de cambio en la relación. En realidad, hubo incluso unos pocos
casos en que abuelo y padre formaron una alianza contra los terapeutas. Antes de convertir a los
terapeutas en chivos emisarios, se había hecho responsable al yerno por toda la infelicidad de su
joven esposa. En estos casos, no resulta posible elaborar previamente los sentimientos negativos
que han sido trasferidos sobre los terapeutas, y la familia abandona el tratamiento.
Hay otros casos en que el abuelo asiste a la sesión y, a pesar de haber pasado meses preparando
en forma cuidadosa planes y objetivos por anticipado, ese abuelo es «entregado» directamente a los
terapeutas. Si estos aceptaran el papel de «explorador» con el abuelo, una vez más serían
convertidos en chivos emisarios, como «atacantes o exploradores» del anciano. El padre también
podría utilizar esto como un justificativo para seguir en una posición pasiva, lo que de manera
implícita sería una «prueba» de que ni siquiera el terapeuta puede llegar al abuelo.
A menudo es posible lograr lo mismo por medio de conversaciones telefónicas, cartas y las visitas
que hacen los padres a la casa paterna durante las vacaciones. Estos aspectos deben incluirse en el
enfoque propio del tratamiento, no importa que los padres asistan a una o más sesiones de terapia.
El proceso de cambio entre padre y abuelo es tan gradual, tan difícil y lleno de resistencias, como
las relaciones conyugales o entre padres e hijos.
Con anterioridad se mencionó que muchas personas de edad han colaborado de buena gana en las
sesiones de terapia y fuera de ellas; también dimos con casos totalmente opuestos. Algunos abuelos
viven a los terapeutas y la terapia como rivales, competidores que amenazan sus roles y esferas de
influencia. A espaldas de los terapeutas, ellos menosprecian o critican cualquier beneficio o esfuerzo
193
que la familia nuclear comience a hacer. Se llevan mensajes al terapeuta: «No sabemos qué
estamos haciendo; tenemos ideas locas». Todos los esfuerzos que hace la familia nuclear para traer
a los abuelos son rechazados. Incluso, pueden rechazarse los ofrecimientos que hacen los
terapeutas de visitarlos en su hogar.
194
10. Los hijos y el mundo interior de la familia
La infancia idealizada: confianza y lealtad básicas
Cuando se pide a los adultos que recuerden la esencia de su infancia, sus ojos pueden mostrarse
vidriosos al tratar de revivir una época de la vida que, a la distancia, puede parecer básicamente
placentera. Ellos enfocan de esta manera las horas de juegos y fantasías. Como norma universal, se
define al juego como ese aspecto dula infancia que significa pura diversión y falta de
responsabilidades. Se consideraba que los adultos eran la fuente básica de gratificación de
necesidades: en lo físico, los hijos eran alimentados y protegidos en sus hogares; en tanto que en lo
emocional se los consolaba y resguardaba. Los adultos eran experimentados y percibidos como
participantes activos u observadores de los juegos de sus hijos, entre risas, corridas, saltos y
escalamientos, ingredientes todos que caracterizan la vida despreocupada de la infancia.
Si bien el juego es de manera primordial fuente de placer, constituye también el camino para que el
niño aprenda el significado y valor de las relaciones íntimas y estrechas, y llegue a adquirir dominio
sobre sus experiencias vitales interrelacionadas. En esencia, está descubriendo cuáles son sus
propias necesidades y cómo obtener gratificación; aunque en forma simultánea también aprende
algo acerca de las necesidades de los integrantes de la familia con quienes, fundamental u
ontológicamente, está relacionado. En términos ideales, lo que se aprende y desarrolla en esta
primera fase de la relación entre padres e hijos es la capacidad de alcanzar una confianza mutua,
así como el asumir compromisos de lealtad basados en las leyes de la reciprocidad y la justicia. Esto
sólo puede desenvolverse cuando los padres también han sentido confianza en sus primeras
relaciones objetales, lo que surge como resultado de haber visto gratificadas en forma adecuada sus
necesidades de supervivencia física y emocional. Tanto los hijos como los padres perciben y son
percibidos como objetos valorizados, importantes y amados dentro de una familia. Erik Erikson
define la confianza básica _como algo que emana de la relación de la madre con su bebé, «en el
lenguaje inconfundible de la interacción somática: que el bebé pueda confiar en ella, en el mundo... y
en sí mismo». Continúa diciendo: «...la desconfianza se ve acompañada de una experiencia de "furia
absoluta", con fantasías de dominio total o incluso destrucción de las fuentes de placer y
abastecimiento; y esa furia y esas fantasías persisten en el individuo, y son revividas por este en
ciertos estados y situaciones extremos» [35, pág. 82].
Durante el primer año de vida, como el niño es totalmente dependiente y desvalido, se le plantean
pocas exigencias y es poco también lo que se espera de él. Por lo general se le permite mamar con
libertad, experimentar el placer de alimentarse y ser alimentado, comer o no comer, desparramar o
machucar la comida, jugar con lo que se le ofrece o rechazarlo. No obstante, desde el momento en
que se coloca una cuchara en su mano, la madre comienza a expresar sus deseos de que con el
tiempo aprenda a usar esa cuchara como herramienta para alimentarse. En circunstancias ideales,
el niño trata de complacer a los padres y trabaja en pos de la autosuficiencia. Los padres, pacientes
y comprensivos, crean las circunstancias y brindan el estimulo y la aprobación que lo alienta a
aprender y dominar esa fase del proceso de crecimiento. Las exageradas presiones e impaciencia, o
las expectativas demasiado tempranas respecto de su desempeño, pueden demorar o impedir este
proceso hacia la autosuficiencia.
Los padres norteamericanos del siglo XX han sido abrumados y bombardeados por los medios de
comunicación, radio, televisión, artículos de revistas y el asesoramiento de profesionales (docentes,
médicos, etc.) con el fin de que luchen por tener hijos ideales. La meta idealizada se define con
claridad: el niño debe poseer un espacio vital propio, para crecer y desarrollarse convirtiéndose en
una persona independiente, autosuficiente, autónoma. En algunas fases, las necesidades de
dependencia pueden ser ridiculizadas, reducidas a su mínima expresión, o bien negadas de modo
195
abierto. La separación psíquica es algo que la sociedad aguarda, y se refuerza por medio de la
escuela, el trabajo y el matrimonio.
El clima imperante es el extremo opuesto, en comparación, del propio del pasado histórico. En aquel
entonces se consideraba al niño menos importante para su padre o su familia que las vacas o
bueyes de propiedad de esta. En la Roma antigua, el Estado concedía poder al padre para practicar
infanticidio o vender a sus hijos como esclavos. Los hijos, y en ocasiones las mujeres, eran
considerados como materiales o mercancías que podían utilizarse para asegurar la supervivencia
física de la familia y el clan.
La mayoría de los padres norteamericanos han tomado en serio la versión idealizada de la infancia y
las metas ideales de la crianza del niño, y se han esforzado por alcanzarlas. Estos mismos tipos de
imágenes idealizadas se prevén, incluso, dentro de la relación conyugal. Aunque los valores y
aspectos constructivos de ese idealismo no deben ignorarse ni restárseles importancia, deben ser
atemperados por la realidad de la fragilidad y la vulnerabilidad humanas, en especial tal como se la
experimenta en la vida familiar. Caso contrario, los cónyuges, padres e hijos pueden verse imbuidos
de un sentido de fracaso, al tornarse concientes de que no están satisfaciendo las expectativas
familiares o sociales. De este modo, lo ideal y deseable debe integrarse con lo que es una realidad
posible.
Este capítulo describe el modo en que algunos niños y adultos se relacionan entre si y enfocan la
separación emocional en el mundo interior de su vida familiar. Al estudiar «en vivo» todas las
relaciones dentro de las familias, los especialistas en terapia familiar han tenido oportunidad de
aprender algo acerca de dimensiones nuevas y diferentes (cosa que el estudio de un individuo
aislado de su familia no puede revelar). Algunos lectores, sean legos o profesionales, pueden
replicar diciendo: «son familias enfermas, adultos enfermos, niños enfermos». Tal vez, los
terapeutas especializados en familias sólo vean los segmentos de la población más
problematizados, con síntomas múltiples, menos capacitados para enfrentar sus relaciones
familiares, y con dificultades con la escuela y las autoridades constituidas. Sin embargo, el punto de
vista de los autores es el de que estamos enfocando aspectos universales en las familias. En todas
las relaciones intimas hay conflictos que entrañan una lucha por lograr proximidad y distanciamiento,
similitud y diferenciación, ataduras y separación, dependencia e individuación. Tal como dice Stierlin,
«la capacidad para mantener y restablecer el sentido de separación o distancia contra las fuerzas
interiores diametralmente opuestas que nos empujan a la fusión» [83, pág. 358].
Hay familias que pueden parecer organizadas y que en apariencia funcionan bien, pero que, tras un
examen más detenido, demuestran no alentar o tolerar la proximidad o la intimidad. Otras familias se
revelan de modo claro como simbióticas, caóticas, desorganizadas o fragmentadas. Resulta de
suma importancia que se estudie el' grado de tensión y conflicto en todas las relaciones, para tratar
de diagnosticar cuán incapacitados pueden ser los miembros dentro de la familia. Muchas familias
pueden funcionar en forma adecuada a pesar de las perturbaciones y conflictos. Hay periodos en
que la lucha y el tumulto son menores. Quizás, ellos nunca necesiten o busquen ayuda fuera de las
relaciones con su familia nuclear y extensa. No obstante, en otros casos, debido a los problemas de
sus hijos, las autoridades escolares o legales deben enfrentar a la familia en relación con el
funcionamiento inadecuado de uno de sus integrantes, y derivarlas hacia el profesional que pueda
prestarles ayuda.
El propósito de este capítulo consiste en alentar al lector a que estudie las relaciones familiares
desde un punto de vista diferente y más amplio. Resulta indispensable examinar y comparar los
ideales, así como los mitos manifiestos e implícitos, que cada familia crea respecto de las
expectativas de lealtad de sus miembros, y también tomar conciencia del modo en que algunos de
196
esos factores se incorporan dentro de las instituciones sociales. Los especialistas en terapia familiar
también tienen conciencia de los recursos saludables, constructivos y vitalizantes que existen, hasta
cierto punto, en las interacciones recíprocas dentro de las familias que han estudiado. Estos factores
se utilizan de manera de permitir que los integrantes de las familias crezcan, y hallen una
gratificación creativa dentro de la familia y en el mundo exterior. Los terapeutas especializados en
familias están llamados a brindar su ayuda en lo tocante a aspectos regresivos, fijados,
expoliadores, escapistas y culpógenos de las relaciones familiares, para desenredar los nudos que
han atado los componentes de la familia y dar por tierra con los muros erigidos entre ellos, que
crean sentimientos de soledad y de desesperación.
La mayoría de las familias inician el tratamiento á causa de un hijo con problemas o sintomático,
culpado de haragán, desconsiderado, malo o loco. Las quejas de la familia se emiten en un nivel
consiente y racional. Sin embargo, nuestra experiencia con familias perturbadas nos revela que los
conflictos del hijo están vinculados en forma directa a los procesos interrelacionados, inconcientes o
negados de manera ilusoria que perturban e interfieren en el crecimiento de todos los miembros de
la familia. Parecería ser que con el fin de sobrevivir -en el plano emocional, tanto padres como hijos,
maridos y mujeres en verdad se explotan el uno al otro, y son explotados en sus esfuerzos por
satisfacer necesidades de dependencia no gratificadas. Existe acuerdo consiente e inconciente con
el fin de evitar que se exponga la base de la reciprocidad insatisfecha entre todos los integrantes de
la familia, atrapados en redes emocionales que hasta pueden producir una suerte de
estrangulamiento psíquico o manifestarse en forma de conducta suicida. Incluso, los miembros
adultos que se han apartado en lo geográfico o creen estar separados en lo afectivo, desde el punto
de vista emocional resultan ser leales, estar entrelazados, problematizados y carentes de
individuación en mayor medida de lo que ellos mismos creen. A pesar de sus intenciones totalmente
concientes de tener una vida familiar diferente de la de su familia de origen, descubren que esta no
puede ser como la habrían deseado. Una hermana casada de 23 años, que vino en ayuda de su
hermano de 15 años, vagabundo y drogadicto, dijo: «Es lo mismo que cuando vivía en casa de mis
padres. Mi marido es un alcohólico, como mi padre, y peleamos todo el tiempo. Yo regaño a mis
hijos y les grito, como hacía mi madre conmigo y mis hermanos». De este modo, al mantenerse leal
de manera inconciente hacia su familia de origen, la mujer no puede asumir con comodidad ningún
compromiso con su actual familia.
Antiguas historias sobre niños nos llenan de horror y desaliento cuando recordamos que los
pequeños eran comprados y vendidos como si se tratara de ganado; que los niños a quienes se
creía embrujados o endemoniados eran encadenados y colocados en prisión junto con pordioseros,
ladrones y asesinos adultos; y que también se quemaban niños en la hoguera. Ya no se permiten ni
disculpan semejantes prácticas y ultrajes físicos. Nuestros estatutos abundan en leyes que
establecen con claridad lo que ya no resulta aceptable, y es punible tanto desde el punto de vista
legal como moral. Ya no se permite que la industria explote el trabajo forzado de los niños. Existen
organismos voluntarios y gubernamentales con suficientes poderes como para intervenir en
situaciones familiares con el fin de «rescatar» a los niños que son objeto de abusos. Los
especialistas en terapia familiar no ven a tantos niños víctimas del descuido o de ultrajes físicos, a
menos que los tribunales u organismos privados los remitan a su consultorio. Los médicos han
tomado aguda conciencia de la situación y participan en forma activa, interviniendo en casos
denominados «síndrome del niño maltratado». La práctica social más importante consiste en separar
a esos niños de sus familias y colocarlos en instituciones o casas de padres adoptivos.
Las familias que atendemos vienen a nosotros por su propia voluntad, tras aceptar la recomendación
del consejero escolar o médico para que suministren ayuda psicológica a sus hijos. El material
clínico de este capítulo ilustra situaciones en que los «ultrajes» se traducen y son objeto de
transacción psicológica dentro de las familias. Las interminables variedades sólo pueden describirse
197
de modo breve. El objetivo, al presentar estos extractos clínicos, es demostrar que tanto los niños
como los adultos están atrapados en un proceso familiar patogénico de lealtad, y son participantes
sumisos en interacciones mutuamente destructivas. Cada integrante de la familia, a pesar ele las
diferencias generacionales o sexuales, realmente sufre; no importa que todas las familias se
consagren en forma abierta a alcanzar una mejor existencia para todos.
El material histórico concerniente a la familia de origen y la actual familia nuclear revelará la cualidad
manifiesta de las relaciones conyugales y paternas. Una importancia más crucial aún reviste el
estudio de las implicaciones encubiertas. ¿Cuáles eran las asignaciones de rol en la familia de
origen? ¿De qué manera uno o ambos progenitores desempeñan en forma inconciente el papel
asignado en la actual situación familiar? ¿Han permanecido leales de modo inconciente, y atados a
balances de deudas no saldadas dentro de la familia de origen, aunque se liberan de los
sentimientos de culpa proyectándolos sobre sus hijos? Un matrimonio y una nueva familia significan
compromisos adicionales y exigen un cambio de la familia de origen. ¿Se ha saldado la «deuda», o
los jóvenes padres continúan experimentando sentimientos de culpa por la separación física y
psicológica de sus padres? ¿De qué manera procuran satisfacer las necesidades de sus ancianos
padres, en tanto que, en forma simultánea, intentan adaptarse a las necesidades emergentes de los
integrantes de la familia actual?
Tal como se estipulara con anterioridad, los niños requieren un espacio vital propio para jugar y para
aprender, en el que se les permita ser niños. Por el contrario, en los sistemas familiares patogénicos
los niños son utilizados como objetos sobre los cuales los padres proyectan muchos sentimientos y
actitudes consientes e inconcientes. De ese modo, los niños se perciben como fuentes de fuerza
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dadora de vida; como objetos de lealtad o deslealtad. Ellos pueden verse atrapados en una lucha de
poder entre los padres, o incluso entre los progenitores y su familia de origen. Los niños pueden ser
percibidos como estímulos generadores de conflictos, en quienes recae la culpa. Además, pueden
ser vividos como fuentes de dependencia e inductores de rechazo, del mismo modo en que los
padres también pueden haberse sentido rechazados. No obstante, los niños continúan eternamente
leales. Puede parecer que sus padres los explotan, pero en determinado nivel, los pequeños
(llevados por la lealtad) en forma inconciente satisfacen la necesidad paterna de explotación.
Aunque los especialistas en terapia familiar destacan el efecto del sistema familiar sobre los hijos, no
dejan de tener conciencia de la motivación individual y las fases de desarrollo. De acuerdo con la
definición de Waelder sobre su principio de función múltiple, para el individuo «los fenómenos
psíquicos, por regla general, tienen muchos determinantes. [...] La conducta cumplía varias
funciones, o, como también podría decirse, respondía a la vez a muchas presiones o era solución
para muchas tareas... La conducta realista puede servir también a las exigencias de los instintos [...
]. La conducta no es el resultado de una sola motivación todopoderosa, sino el resultado de muchas
fuerzas, habitualmente conflictivas» [86, págs. 56-7].
A modo ilustrativo, digamos que una jovencita se mostró incapacitada para asistir a la escuela al
comenzar a menstruar. Su fobia a la escuela era motivada, por cierto, tanto por factores individuales
como familiares. Según una base individual, en ella afloró el miedo a crecer y controlar sus impulsos
sexuales, competir socialmente,con otras jovencitas ante los muchachos, reelaborar los sentimientos
edípicos, etc. Su rendimiento escolar todavía no había sido afectado. Sin embargo, en el nivel del
sistema multipersonal, esa hija con fobia hacia la escuela también respondía a los temores de sus
padres acerca de la sexualidad y la crianza de los niños. La madre había sufrido depresión de
postparto después de nacer la hija. La pareja había decidido no tener más hijos. Los tres estaban
encerrados en una situación en que nadie podía dar un paso en ausencia de los demás; finalmente,
la madre realizó tareas como voluntaria en la escuela de la hija, como una manera de lograr que
esta asistiera a clase. El negocio del padre estaba al lado de la casa, de modo que los tres estaban
siempre juntos, día y noche. La preocupación por la hija también contribuía a enmascarar su
extremada lealtad y dependencia de la familia de origen de la esposa. La hija, al tratar de controlar
sus propios impulsos, de modo inconciente también se ponía en condiciones de controlar la
conducta de sus padres. Era la hija quien, todas las noches, decidía si el cachorrito de la familia
dormiría en el dormitorio de sus padres o con ella.
Las familias que no poseen estructuras muy estables pueden experimentar cambios en relación con
el crecimiento, similares a la pérdida psíquica de un objeto importante. Se sienten tan abrumadas
que no son capaces de asimilarse, adaptarse o integrarse ni siquiera en un nivel anterior de su
propio funcionamiento. Si la estructura familiar interna ha sido inestable, entonces la repercusión de
una nueva pérdida o cambio puede producir caos y más desorganización. Incluso una familia—con
una estructura más estable y una mayor diferenciación puede desquiciarse cuando enfrenta las
exigencias acumuladas de la maduración biológica y emocional.
199
Una primera sesión conjunta con la familia F. revela una sintomatología manifiesta en todos sus
integrantes. Ellos constituyen una muestra de un sistema familiar muy lábil, y que son crónicamente
incapaces de enfrentar los cambios que tienen lugar dentro o fuera de la familia. Incluso cuando se
podía acudir a los miembros de la familia extensa en busca de apoyo, estos funcionaban en un
sentido mínimo. Antes no se habían mostrado nunca en un estado tan caótico o desordenado como
ahora. Cuando los componentes de la familia extensa ya no estuvieron a su disposición, intentaron
arreglárselas utilizando a los hijos como padres sustitutos. Los hijos fueron parentalizados y
convertidos en chivos emisarios en forma simultánea, como una vía de encarar todos sus conflictos
intrapsíquicos e interpersonales. Las tensiones reales provocadas por las enfermedades físicas y la
muerte de un progenitor también deben verse en el contexto de las dificultades del sistema.
La crisis más grave fue estimulada por los intentos que hizo la hija adolescente de «huir» de la
familia, escapando a su rol parentalizado. Aun cuando en verdad ella se escapó del hogar, tomó
precauciones para no apartarse demasiado: quedó embarazada. De ese modo, no sólo volvió al
redil, sino que además trajo más calamidades y desesperación a la familia. Todos sus integrantes
estaban atrapados en sus vínculos de lealtad, mutuos y para con sus familias de origen. Los
mecanismos inductores de culpa eran muy profundos, ya que se habían trasmitido de generación en
generación; en consecuencia, todos se veían reducidos a un estado de crónica desesperación.
Cuando la señora F. estaba en el octavo mes de embarazo, su padre murió de cáncer. Varios meses
después del nacimiento de su primer bebé, una niña, ella sufrió su primer estado grave de
depresión. Se la sometió a terapia de choque como paciente externa. Con posterioridad, desarrolló
fobia al cáncer, manifestando de continuo síntomas nuevos para los cuales los médicos no hallaban
ninguna causa orgánica. En el curso de los años siguientes el señor F. comenzó a beber en exceso,
y finalmente perdió su negocio. Por ese entonces se quejaba de dolores en el tórax y vio a un
cardiólogo que le sugirió consultar a un psiquiatra. Una vez más, no había una base orgánica para
sus síntomas.
La familia decidió mudarse a otra ciudad, en la que vivía una hermana de la señora F. El señor F.
encontró trabajo allí. La mudanza no sólo representó un cambio geográfico para la familia, sino la
ruptura de vínculos fundamentales para la señora F.; hablaba por teléfono con la madre por lo
menos tres veces por día, como si no se visitaran en persona. El nuevo trabajo del señor F. le exigía
trabajar muchas noches s parte del domingo, de manera que la señora F. y los hijos estaban solos
gran parte del tiempo. Los hijos y los padres describieron la situación del siguiente modo: «Mamá
solía yacer en el sofá, quejándose de sus interminables dolencias, llena de temores por la
inminencia de la muerte; por las noches recobraba su energía, y huía de casa noche tras noche,
para jugar a los naipes». La señora F. dijo que ese era el único momento en que tenía unas pocas
horas en las que se sentía libre de temores y sentimientos depresivos.
Cuando su hermana o su madre no estaban disponibles para ayudarla a la señora F., los hijos
tenían que valerse por sí mismos, y a la vez cuidar a la madre. Anne, quien ahora tenía 15 años y
era el miembro designado paciente, describió el modo en que solía asustarse cuando observaba las
dolencias de su madre y escuchaba sus quejas. «Venían de tan atrás como podía recordar». Se
suponía que ella tenía que cuidar de su madre y sus dos hermanos menores, y hacerse responsable
de las tareas domésticas. Cuando la señora F. fue operada del pecho, su hermana los ayudó a
todos; pero como también tenía hijos pequeños, no podía ocupar el lugar de la madre. Además, la
señora F. dijo que su relación con la hermana era tormentosa. Solía producirse un estallido, y a
continuación sobrevenía entre ellas un silencio que duraba varias semanas.
200
Cuando Anne tenía 13 años, en una oportunidad en que cuidaba de su hermano David, de 7, este
corrió a la calle y fue atropellado por un automóvil, pero por fortuna sólo sufrió unos magullones. La
familia no culpó en forma abierta a Anne, pero al poco tiempo ella comenzó a escaparse
periódicamente de la casa. Cuando quedó embarazada, se hizo practicar un aborto, como resultado
de las recomendaciones médicas y psiquiátricas.
La señora F. expresó que su marido era un trabajador tenaz pero «inconciente como un niño». Para
él su esposa estaba primero: la llevaba de médico en médico y se preocupaba por su salud, pero
dejaba que recayera sobre los hombros de ella toda la responsabilidad por el manejo de la casa y el
cuidado de los niños. Los padres hicieron oír sus quejas mutuas por la falta de respeto de los hijos
hacia ellos, y dijeron que Anne, quien antes era una hija buena y sumisa, se había trasformado en
una adolescente desfachatada, insolente e irresponsable. Los hijos dijeron que solían sentirse
aterrorizados por la situación familiar; pero ahora ya no escuchaban las quejas y exigencias de sus
padres, o bien se reían de ellas. En una sesión, Anne y Louis parecieron prestar muy poca atención
cuando hablaban sus padres; ellos murmuraban entre sí, se reían y flirteaban abiertamente, en
forma seductora, sentándose muy juntos o tocándose. Se pidió a David que se sentara junto a su
madre. La señora F. dijo que lo atormentaban: «Lo llaman maricón, piernas de estaca, esmirriado; le
dicen que es un tonto, que no puede llevarse bien con otros niños de su edad».
La huida de Anne y su embarazo era el motivo de tensión más reciente que la familia debió
enfrentar. La conducta de Anne podía interpretarse como manifestación de rebeldía adolescente y
experimentación sexual, pero vista en el contexto de su familia y sus múltiples crisis, tenía bases
más amplias y profundas. La familia había sufrido grandes tensiones en el lapso de unos ocho años:
muerte de un progenitor, causada por cáncer; pérdida de empleo; ruptura de lazos familiares y
apoyo para mudarse a otra ciudad; enfermedad mental; cirugía de pecho. La estructura básica de la
familia no era muy estable; enfrentada a múltiples motivos de tensión, era comprensible que sus
integrantes se volvieran más confusos y desorganizados. Ver el caso sólo en función de los
problemas intrapsíquicos de una hija adolescente. en vez de incluir las interrelaciones
multigeneracionales, implicaría pasar por alto elementos fundamentales.
En las familias patogénicas, uno o ambos adultos y todos los niños asumen roles sexuales y
generacionales inapropiados y características estereotipadas que se les asignan. En vez de vivirlos
como entidades independientes, con toda la gama de sentimientos y actitudes humanos, se
responde a ellos como si fueran personas sólo de manera parcial, con características singulares.
Brodey afirma que «la constelación de roles permite que los conflictos internos de cada miembro
sean actuados dentro de la familia, antes que dentro del sí-mismo, y cada miembro procura encarar
sus propios conflictos modificando al otro» [23, pág. 392].
A los niños que, de modo manifiesto, parecen buenos, tranquilos y sumisos (los «hermanos
buenos») por lo general se les asigna el rol de parentalización. Dichas asignaciones de rol se
modifican muy pronto. Sin embargo, suelen destacarse con mayor frecuencia las características
«malas» o negativas. De manera inconciente, se espera que los niños actúen como adultos, en tanto
que los adultos actúan como niños, en particular en el sentido de renunciar a ciertas funciones
ejecutivas esenciales (al igual que las sexuales). Los progenitores que desde el punto de vista
psicológico son incapaces de actuar como padres, pueden tratar de justificar su incapacidad bajo la
máscara de permisividad, de ser democráticos y antiautoritarios. La paternalización de los hijos
puede surgir como una consecuencia de la inactividad paterna, la inercia o la conducta caótica, lo
que equivale a la abdicación emocional por parte de los padres. En esas familias, los sentimientos
201
que impregnan las relaciones son depresión, desesperación, cólera o tristeza (sentimientos que
pueden o no ser experimentados en forma conciente).
En situaciones en que se asigna a los niños el papel de chivo emisario, tal como se ha visto en
distintos tipos de conducta delincuente, ellos deben buscar apoyo en las escuelas, organismos
sociales y autoridades médicas y legales que los ayuden a controlar su conducta autodestructiva; no
pueden depender de sus padres en relación con dicho control. Además, los esfuerzos de los niños
también pueden interpretarse como un intento indirecto de brindar ayuda respecto de su caótica vida
familiar.
Dicha conducta debe entenderse como una lealtad invertida hacia la propia familia. Estas
instituciones sociales son utilizadas como sustitutos parentales -en muchos casos tanto para los
padres como para los hijos-.
Muchos de esos pequeños pueden mostrarse «desapegados», tanto física como emocionalmente,
pero la experiencia con ellos, en el contexto cabal de su vida familiar, revela que se mantienen
leales hacia sus familias en forma encubierta. A pesar de que su conducta pueda tener
repercusiones negativas, este es su modo de tratar de aliviar el sufrimiento de sus padres, así como
el suyo propio. En este contexto, la delincuencia (con todos sus componentes negativos) puede ser
un esfuerzo inconciente por volver a infundir vida a la familia. En un nivel individual, las reprimendas,
las críticas, o incluso los castigos severos, resultan preferibles a la falta de participación o respuesta
que han experimentado con sus familias.
Estos actos se dan en pronunciado contraste con relaciones más equilibradas entre padres e hijos.
Incluso cuando se diga que el niño es bueno, malo o travieso, la referencia atañe a un solo aspecto
de su conducta. Aun así sigue en libertad de ser niño, desarrollando sus intereses y actividades
infantiles. En lo emocional, aprende poco a poco a identificarse con los progenitores del mismo sexo,
o del opuesto. La responsabilidad emocional para si y para los demás va desarrollándose con
lentitud, a medida que domina tareas adecuadas para su edad. Hasta cuando ayuda a cuidar de la
casa o de sus hermanos, lo hace bajo la supervisión de adultos, quienes asumen plena
responsabilidad. Es una forma de prepararse para el papel que asumirá en su vida futura. En una
relación equilibrada, el proceso de crecimiento autónomo del pequeño se ve estimulado y alentado;
en el caso del niño parentalizado, que se ve sobrecargado demasiado pronto con actitudes adultas,
se interfiere y perturba su desarrollo.
Una hija no puede asistir a la escuela porque acepta una abrumadora responsabilidad emocional,
encargándose además del cuidado físico de sus hermanos. Esto se produce en respuesta a la
depresión interior de la madre y la falta de disponibilidad emocional del padre, quien de manera
inconciente ratifica la necesidad que tiene la esposa de que su hija la cuide. De estudiarse el
problema en un contexto individual, se lo rotularía «fobia a la escuela». En otro caso, las continuas
quejas hipocondriacas de la madre mantienen a los hijos en un constante estado de ansiedad. La
hiperactividad y tensión de estos se da como reacción ante las quejas maternas, relacionadas con
dolores y enfermedades, y su temor a la muerte. Cada niño puede responder en forma algo
diferente, de acuerdo con su edad y posición dentro de la familia; eventualmente, una madre de ese
tipo logra asegurarse de que al menos uno de los niños (por no decir todos) no la deje nunca sola.
Los hijos dan pruebas de lealtad ininterrumpida, y se asignan a sí mismos el papel de custodios
físicos y psicológicos de uno o ambos padres si perciben su insaciable necesidad de consuelo. Así
son los hijos parentalizados.
202
Los hijos agresivos o convertidos en chivos expiatorios
En una familia, uno o más hijos son descritos como si fuesen agresores incontrolables, a quienes
sus padres no pueden manejar. A menudo estos hijos se convierten en chivos emisarios,
asignándoseles el papel de «malos». Con frecuencia entran en conflicto, con las autoridades
escolares primero, y luego con la ley. Su conducta dentro de la familia puede, o no, provocar
dificultades manifiestas. En algunos casos, sus reacciones ante las tensiones familiares son
actuadas lejos de la familia. Aunque los factores culturales pueden influir sobre la forma de conducta
expresada, las causas esenciales se descubren en los conflictos y tensiones internas del sistema
familiar. Erikson [35] hace referencia a este tipo de conducta al hablar de la identidad negativa, la
que es preferible a la posibilidad de ser ignorado, sentirse desapegado, ser un no-objeto en una
familia. Desde nuestro punto de vista, la conducta desesperadamente agresiva de un niño nos da la
pauta de que es imprescindible investigar a la familia.
Otra forma del papel de niño «malo» es el que desempeñan los hijos por medio de la conducta
sexual delincuente, dentro o fuera del seno de la familia. Las relaciones seductivas con
connotaciones incestuosas, o el incesto liso y llano, a menudo se dan en familias gravemente
perturbadas. Los hijos del mismo sexo o del opuesto se utilizan como sustituto del cónyuge. En
muchos casos, las relaciones sexuales de la pareja tienen lugar con escasa frecuencia, o ya no se
producen. Esto sucede como consecuencia de las heridas, ira y decepción experimentadas en forma
mutua por los cónyuges. En sus orígenes, el «otro» había sido elegido como ser idealizado que
podía compensar por la carencia emocional a la que se habían sentido expuestos; a menudo, como
resultado de la desilusión sufrida en relación con esta necesidad, el desinterés sexual puede
volverse mutuo. Si un integrante de la pareja sigue manifestando interés sexual, pero es
continuamente rechazado por el otro, puede incluso buscar gratificación en el propio hijo.
Cuando hay incesto en una familia, este indica la falta de límites generacionales y yoicos en todos
los miembros. Por lo general, actúan en connivencia tanto el adulto que no participa como los
hermanos; o sea que lo habitual es que esos secretos no son tales. El acto incestuoso no
necesariamente hace que la familia busque ayuda; por lo común ha estado ocurriendo durante años
enteros. Más bien, parece ser que en muchos casos se solicita tratamiento psiquiátrico o legal
cuando el embarazo aparece como posibilidad o surge algún peligro, sea en forma de amenazas
homicidas o de suicidio. Las fronteras yoicas se ven reducidas, los controles dentro del sistema
familiar se han debilitado, y la cuestión de la supervivencia física y emocional desempeña ahora un
papel fundamental.
La relación revela la desesperación del adulto, ya que, desde el punto de vista psicológico, actúa en
forma criminalmente destructiva con su hijo. Esta forma de agresión es un asesinato psicológico del
sí-mismo, tanto como del niño. En esos casos no se ve al hijo como tal sino como un objeto, que
puede ser usado y explotado por motivaciones dependientes y de represalia, y en busca de una
autogratificación narcisista. La venganza contra el integrante de la pareja que rechaza al otro
cónyuge, o se muestra indiferente con él, resulta secundaria como motivación cuando uno de los
progenitores tiene una abierta relación sexual de tipo adulto con uno de sus hijos.
¿Por qué el niño colabora y se trasforma en «pareja» en una relación tan incongruente? El temor al
castigo no explica en medida suficiente la colaboración del pequeño, ni el elemento de placer que el
contacto físico puede producir. Los autores opinan que el niño acepta ese papel debido a la
expectativa inconciente de lealtad, actuada en connivencia, de que obrar de otra manera puede
redundar en la pérdida psicológica o la no supervivencia de uno o ambos progenitores. Puede
203
tratarse del esfuerzo supremo de un hijo para contribuir a crear algún límite para un progenitor, el
que, a su vez, sostendría la unidad familiar. Una vez más, el problema de la lealtad se revela como
un ingrediente profundamente esencial para explicar esas relaciones.
En algunas familias, los actos incestuosos no sólo se extienden a lo largo de varios años en relación
con un niño, sino que en determinadas situaciones también incluyen a otros hermanos. Á1
producirse su propio crecimiento y maduración, el hijo o hija puede desarrollar una mayor
resistencia. Es posible que aparezcan otras complicaciones cuando existen relaciones incestuosas
de tipo homosexual, manifiestas o encubiertas, o cuando surge una rivalidad o celos intensos,
seguidos de amenazas de muerte.
En una familia, la ley daba la opción entre un tratamiento familiar y la prisión. El padre había estado
involucrado sexualmente con su hija y dos hijos durante varios años. En la sesión inicial, la esposa
manifestó que si bien en realidad no quería que su marido fuera a la cárcel, ella no podía aceptar
que sus hijos perdieran tiempo que necesitaban para ir a la escuela. También estaba segura de que
los hijos, de seis, ocho y once años, ya habían olvidado la experiencia sexual con el padre. Bajo el
pretexto de mostrarse afectuosos, o suponer que los hijos no tienen conciencia o son incapaces de
comprender, los padres proceden a usar a sus hijos como objetos sexuales directos o indirectos.
El hijo «mimado»
Otra categoría de asignación de roles familiar es aquella en que las familias describen al hijo como
perfecto o ideal. Esto varía de manera significativa con respecto al hijo parentalizado. La función del
hijo parentalizado y leal puede ser la de mediador o «curador» de la familia, según la describe
Ackerman [1, pág. 80], o la de un mártir que «carga con todo el peso de las cosas», como dicen
Brody y Spark [24]. Las familias describen al «mimado» como un niño vivaz, alegre y carente de
síntomas. Esos pequeños no causan problemas manifiestos. Ellos pueden actuar como payasos,
hacer cosas tontas o enojosas, o producir irritación, pero nunca con la intención real de herir o
encolerizar a nadie. Rara vez se los toma en serio. Es como si esos niños sólo existieran para traer
luz y risas a la familia. Ellos también pueden ser pintados como buenos estudiantes. A menudo, la
bondad del niño y su falta de exigencias son usadas como modelo contra los hermanos, quienes
expresan sus sentimientos hostiles. Pero, cerca de su superficie afectiva, aflora la tristeza y
depresión del pequeño.
El niño que menos ha sido estudiado es el «mimado» de la familia. En muy contadas ocasiones lo
traen en busca de tratamiento. En verdad, no existe una posición real para él en la familia; por lo
general es el bebé o el menor de muchos hermanos. En cierto modo no es una persona para la
familia, y su sentido de dignidad o importancia está muy minimizado. Sus necesidades y
sentimientos íntimos se niegan, rechazan, disminuyen a su mínima expresión, o bien se desmienten.
Las virtudes o cualidades que la familia atribuye al «mimado» pueden tener una base de realidad: a
menudo es afectuoso, simpático o gracioso, a pesar de tratarse de una fachada que puede ocultar
sus propios sentimientos de vacío. Cuando el «mimado» es un animalito, a la par que brinda
compañía o protección a sus dueños, desempeña una importante función en la familia: ser el reflejo
constante y leal del afecto y aceptación de sus amos. El estudio del niño mimado en el contexto de
su familia revela que se soslayan sus necesidades emocionales; su autoestima interna es pobre, y
anhela en forma constante un lugar dentro de la familia. Su capacidad para la vida social puede
estar muy reducida. Más adelante, el hijo mimado puede pasar a ocupar el papel de hijo
paternalizado, cuando un hermano mayor abandona el hogar.
204
Casuística: el niño «malo» convertido en objeto sexual; el chivo emisario; el mimado de la
familia
La familia J. acudió a la terapia debido a su preocupación por Joan, de 16 años, una jovencita con
talento artístico que tenía actuaciones sexuales, se embriagaba y era un fracaso en la escuela. La
madre había leído en el dormitorio de su hija cartas que confirmaban sus temores de que Joan
tuviera dificultades serias. Como se trataba de una familia que creía haber podido brindar a sus hijos
mucho tiempo, esfuerzos y ventajas materiales, no entendía por qué Joan era «mala».
La mimada, el «tesoro» de la familia, era Susan, de diez años. Nadie tenía ningún motivo de queja
contra ella. Ellos coincidían en forma unánime en que todos los conflictos familiares la habían dejado
intacta. Si los terapeutas le pedían a Susan que hablara de manera directa sobre una de las
cuestiones planteadas, otro integrante de la familia «automáticamente» respondía en su lugar. La
respuesta era siempre que Susan no lo sabía, que no le molestaba, que no podía importarle menos,
etc. Cuando los terapeutas preguntaron por qué no se le permitía responder por sí misma, Susan
rompió a llorar y siguió así durante el resto de la sesión, sin pronunciar palabra. En respuesta a sus
lágrimas, los miembros de la familia trataron de alegrarla; la señora J. dijo:
«Es ridículo, Susan no tiene motivos para llorar». Era como si, de modo inconciente, la hicieran
callar porque no podían soportar que también ella tuviera motivos de preocupación y problemas. De
esa manera, Susan permanecía leal a su familia, al aceptar la negación de todo su ser. Al tratar a
Susan casi como si no fuera una persona, sus propios deseos, temores y necesidades como niña de
diez años parecían inexistentes.
Algunos terapeutas especializados en familias, como Bowen, afirman que los niños dejados de lado
en las díadas y tríadas simbióticas pueden salir de la escena familiar de conflicto menos
deteriorados en lo emocional que el niño sintomático. Tales deducciones provienen del estudio de
familias con un hijo adolescente esquizofrénico. Los hermanos fueron descritos como seres algo
desapegados o aislados, pero su funcionamiento alcanzaba un nivel superior al del integrante
perturbado, tildado de esquizofrénico [20].
A medida que los especialistas en terapia familiar comenzaron a tratar familias con hijos
preadolescentes y menores se obtuvieron importantes datos adicionales. Aunque era el paciente
designado como tal quien los llevaba a la situación de tratamiento, Friedman descubrió que los
hermanos «sanos» también presentaban síntomas, o que sólo estaban libres de ellos en forma
temporaria [45]. Otros miembros pueden desarrollar una sintomatología aguda poco después que el
niño tildado de fóbico retorna a la escuela. Es como si un miembro de la familia tuviera que llenar, de
manera automática, el vacío que se crea cuando el niño «malo o enfermo» exhibe una mejoría.
A cada uno de los hijos se les asignan roles que parecen tener funciones definidas en la familia: el
tercer, cuarto y quinto hijo desempeñan, a su turno, el papel de malo o enfermo, o dos de las hijas
pueden compartir el rol parentalizado. En el sistema familiar patogénico, no se experimenta a cada
205
componente de la familia como una entidad integra y separada, con sus propias necesidades de
acuerdo con su edad y sexo. Los hijos son tratados como si fuesen eternos bebés, malos e indignos,
o «como adultos». El péndulo familiar oscila de un extremo al otro. La involucración en demasía, el
excesivo infantilismo, las expectativas extremas, el exagerado desapego, etc., son todos rótulos que
en determinado momento pueden caracterizar el funcionamiento de los sistemas familiares
patogénicos.
Los terapeutas se esforzaron por interrumpir las interminables rencillas y trataron de ayudar a la
pareja a concentrarse en los problemas conyugales y de paternidad. Ambos esposos trataron de
seguir la sugerencia de que analizaran las cuestiones de dinero o los deficientes esfuerzos de la
esposa como ama de casa, pero les fue imposible hacerlo. Al cabo de unos pocos segundos, uno de
los progenitores ya se dirigía a uno de los hijos (o a ambos), para preguntar: «¿Tengo o no razón?»,
«¿Digo la verdad o no?», «¿Dijo o no dijo que soy una mentirosa?». Los hijos, por turno, se
convertían en árbitros de la disputa, se ponían de lado de uno u otro progenitor, o les rogaban a
ambos que dejaran de hablar. Ellos se cambiaban de asiento constantemente, sentándose junto a
uno de los progenitores, moviéndose al lado del otro o apartándose por completo, fuera ya del
círculo de sillas, para ubicarse en la parte de atrás de la sala. Uno de los medios que tenían los hijos
para detener a los padres era comenzar a reñir entre sí, empleando las mismas palabras y modales
de sus progenitores. Estos se mostraron sorprendidos cuando los terapeutas comentaron que
«como en esta familia los padres no parecen tenerse ninguna consideración mutua ni saber lo que
significa el respeto, ¿cómo pueden demostrarlo los hijos ante el personal de la escuela?».
La familia G. fue remitida a terapia porque Ted, de 8 años, exhibía una conducta impulsiva en la
escuela, era incapaz de concentrarse, y su rendimiento escolar era deficiente. Su conducta con los
pares era la de un niño de cuatro años, con pataletas y exigencias de salirse siempre con la suya.
Su hermana Lillian, de 13 años, era obesa, desprolija, y carecía de amigos.
Se interrogó a los padres sobre el problema de Ted para dormirse; ellos habían mencionado que se
turnaban para acostarse con él, y a menudo dormían a su lado toda la noche. El señor G. dijo que ya
no se turnaban, y que a su entender Ted andaba mejor; la señora G. declaró que la situación estaba
empeorando; ambos hijos confirmaron el hecho de que no había habido ningún cambio en el manejo
de los requerimientos de Ted a la hora de dormir. Lillian manifestó que no veía cómo podían cambiar
las cosas, ya que ninguno de los dos padres insistía en que Ted se quedara en su propia cama. Si
ellos no venían a la suya, Ted iba al lecho de los padres.
206
En forma espontánea, Lillian agregó que por su parte ya no le permitía a Ted introducirse en su
lecho o acercar su cuerpo al de ella. Cuando se le preguntó por qué, respondió: «Ustedes saben, es
como en la revista Playboy». Temerosa de haber revelado demasiado, agregó: «Tal vez sólo sea
curiosidad natural». Se solicitó la respuesta de Ted ante los comentarios de su hermana: «Pasa
simplemente que tengo pensamientos terroríficos».
Cada uno de los progenitores dijo que, después de todo, Ted no era más que un bebé. Los
terapeutas recogieron la referencia a la revista llena de fotografías de desnudos femeninos. Una vez
más, Lillian respondió a los terapeutas en forma abierta: «Mi hermano y yo solíamos luchar en la
cama, pero sé que ahora somos demasiado grandes para eso». Ella sabía que su hermano ya no
era un bebé de dos o tres años.
La señora G. suponía que Ted se había mostrado curioso de manera exagerada, por lo que en los
últimos tiempos ella comenzó a cerrar con llave la puerta del baño; también usaba piyama, en vez
de camisón, cuando se recostaba con él. El señor G. se volvió en dirección a su esposa y dijo en voz
alta: «1 Ves, te dije que estaba creciendo 1». Cuando se le inquirió acerca de su participación en
ese ritual nocturno, él dijo que no veía ningún problema en compartir el lecho con su hijo.
En ese momento, marido y mujer comenzaron a reñir, argumentando ambos que Ted no era más
que un bebé y que las ideas de Lillian sobre el sexo eran ridículas. En cuestión de segundos
pasaron al hecho de que ninguno de los progenitores podía aceptar la opinión del otro. Se acusaban
mutuamente, al par que cada uno insistía en que se sentía impotente frente a la situación. No podían
enfrentar la circunstancia de que los niños, en forma abierta y directa, hubieran revelado la
seducción incestuosa en que habían participado.
El señor G. dijo que suponía que tal vez pudiera haber algo sexual en todo eso, pero no recordaba
cuál había sido su sentir cuando él tenía la edad de sus hijos. «Sus padres no le informaron nada
sobre la reproducción de las aves y las abejas; sin embargo, tenía hermanos de ambos sexos». La
señora G. expresó que su marido se sentía aun más turbado que ella al hablar de ese tema. Una
vez más, Lillian, llena de lealtad, trata de proteger a sus padres: «Todo debe ser curiosidad natural».
Cuando se le preguntó sobre su propia curiosidad, dijo que había ido a comprar un libro que
respondía todas sus preguntas sobre el sexo.
Una vez más, se interrogó a Ted sobre el hecho de introducirse en el lecho de sus padres y dormir
entre ellos, o sobre la circunstancia de que sus progenitores durmieran con él por turnos; el niño
respondió: «Nadie me preguntó nunca cómo me sentía yo al respecto». El señor G. lo interrumpió a
Ted y dijo: «Tal vez haya habido algo de esa clase de sentimientos entre mi hijo y yo». Esta vez la
señora G. adoptó una actitud protectora, diciendo: «son todos sentimientos maternales». Lillian se
volvió en dirección a los terapeutas y afirmó que a veces tenía conciencia de que su hermano la
«excitaba». En ese momento Ted dijo que tenía que ir al baño y abandonó el consultorio.
Los terapeutas declararon que, en efecto, parecían expresarse sentimientos sexuales entre los
hermanos o los padres y el hijo. El señor G. dijo: «Tal vez se deba a que no hay nada entre mi
esposa y yo». Los niños habían oído sus disputas y peleas dentro y fuera del dormitorio, habían
escuchado las eternas amenazas sobre separación y divorcio. Habían oído cómo el señor G. le
rogaba a su esposa que fuera a acostarse temprano, pero ella permanecía en pie lavando y
planchando.
En el curso de esta sesión, los sentimientos incestuosos no fueron relegados al plano de la fantasía,
sino que se estaba desarrollando una abierta estimulación y seducción. Lillian pudo valerse de los
terapeutas para reafirmarse en su lucha adolescente en pos de una identidad sexual. Los padres
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estaban tan ocupados el uno con el otro que ella tuvo que recurrir a un libro, o dirigirse a los
terapeutas para que la asesoraran acerca del tabú del incesto. El hecho de hablar en forma directa
con la familia habría tranquilizado a los niños, con lo que sus temores no hubiera tenido por qué
expresarse en pesadillas, insomnio, actos incendiarios y enuresis. Se alentó a Ted a que dejara de
participar en el ritual nocturno. En esta etapa, no podía recurrirse a los padres como controles
superyoicos, ya que sus conceptos sobre privacidad y sexualidad eran distorsionados e ineficaces.
En una sesión posterior, Lillian discutió con el padre diciéndole que la turbaba al tocarla de
determinada manera. La ira y molestia con que reaccionaron ambos progenitores ante los
comentarios de Lillian confirmaron que ellos tenían conciencia de las implicaciones sexuales.
La depresión se define como una agresión vuelta contra uno raismo. En términos individuales,
ocurre como reacción ante la pérdida de un objeto emocionalmente significativo, o de úña capacidad
o atributo personal. El sujeto reacciona como sise tratase de una pérdida de su imagen de sí mismo,
y no de una pérdida del objeto. Spitz [81] describió la depresión en los bebés denominándola
«depresión anaclítica». Se manifiesta por medio de lloriqueos, aprensión, retraimiento, negativa a
comer, perturbaciones del sueño y eventualmente estupor. El término «anaclítico» hace referencia al
«apuntalamiento» del bebé en su relación con la madre, que lo alimenta y cuida afectivamente de él.
El factor etiológico es la pérdida del ser que le brindaba los cuidados maternos, sin que se le haya
provisto un sustituto adecuado.
La depresión en los niños pequeños rara vez se reconoce como entidad clínica independiente; el
chiquillo puede tener aspecto triste, lloriquear y mostrarse «pegote», pero ni los pediatras ni las
familias los consideran «deprimidos». En las familias con perturbaciones, el afecto subyacente entre
todos sus miembros puede ser la depresión. Otros síntomas pueden enmascarar dicha depresión,
como la fobia a la escuela y las fallas en el aprendizaje. Uno o ambos adultos pueden desmentir la
depresión, pero los niños vivencian esos sentimientos porque cargan con el peso de las
preocupaciones de sus padres.
La familia F. ilustra la depresión subyacente, aunque el síntoma manifiesto que hizo que la familia
iniciara el tratamiento era la fobia a la escuela de Janet, de 15 años, hija única, y quien durante el
año anterior nunca había asistido a la escuela dos días seguidos. Todo había comenzado la
primavera anterior, al terminar el ciclo básico. Ese también fue el momento en que ella comenzó a
menstruar.
Tras el nacimiento de Janet, la madre había sufrido un estado de depresión puerperal durante el
cual recibió tratamiento de choque, y la habían internado durante varios meses. Los padres
concordaron en no tener más hijos, porque en su opinión esto entrañaba un riesgo para la salud de
la señora F. Mantenían contacto directo con la familia nuclear y la extensa, y el negocio que tenían
funcionaba en su propia casa. El señor F. tenía la sensación de que sus parientes políticos lo
admiraban, y siempre lo consultaban en cuestiones de familia, como si fuera un hijo. «Me
adoptaron», decía.
Aunque los abuelos sentían que el señor y la señora F. eran demasiado indulgentes con Janet,
nunca se había desencadenado en forma abierta ningún conflicto sobre un integrante de la familia.
Janet era insaciable en las exigencias que planteaba de modo permanente, y en las demás áreas se
la cuidaba como si fuera un bebé. Se la describió como una jovencita caprichosa y obstinada, que
había tenido dificultades con sus pares desde la época de la escuela primaria, pero era una
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excelente estudiante. Las principales fuerzas de socialización para esta familia eran constantes
visitas a casas de parientes.
En el curso de la sesión, en medio de lágrimas, Janet gritó que nunca tendría que haber nacido. Ella
detalló sus sentimientos de profunda inadecuación y falta de autovaloración y confianza en sí
misma. Los padres se mostraron atónitos ante sus declaraciones, y los tres rompieron a llorar
francamente. La señora F. dijo que a veces había sentido lo mismo sobre su propia persona, pero
añadió que los comentarios de Janet no tenían explicación. Ellos la amaban, la adoraban incluso, y
difícilmente le negaban algo de lo que pedía: ¡era tan linda y tan inteligente!
Janet, en realidad, se hacía cargo de sus padres, a quienes empujaba, manipulaba y ponía a prueba
de continuo como adultos. Esto se aunaba a los temores que los tres alentaban sobre el crecimiento
de la niña, la sexualidad, la paternidad... y la separación. El señor y la señora F., emocionalmente,
seguían formando parte de sus familias de origen, igual que en el pasado; la única diferencia era de
tipo geográfico: no vivían todos juntos en la misma casa. Como el señor F. se sentía adoptado por
sus parientes políticos, aceptaba por completo y apoyaba la extrema involucración que proseguía
afirmándose cada día. En su caso, la excesiva intimidad de los vínculos podría considerarse acorde
con el yo, pues todos coincidían plenamente en que así debía ser la vida familiar. Nadie estaba
jamás en condiciones de tomar una decisión autónoma o de actuar de manera independiente.
Con anterioridad, Janet se había sometido a terapia individual, pero se había negado a continuarla:
apenas si había podido salir de su casa para ir a la escuela. Su conducta, rebelde y llena de
exigencias, podía interpretarse en función de los esfuerzos típicos del adolescente por emanciparse
de su familia. Sin embargo, el hecho de negarse a ir a la escuela, en el contexto de las relaciones
sostenidas dentro de esta familia, revelaba que por detrás de los síntomas de Janet alentaban los
sentimientos y problemas familiares relativos a la separación. En concreto, los recuerdos de la
madre sobre su depresión puerperal fueron activados en el momento en que Janet comenzó a
menstruar; los sentimientos de impotencia e inadecuación del padre también se revelaron al
recordar la época en que había nacido la hija.
Durante un tiempo los tres se sintieron deprimidos en forma grave. Janet solía retirarse a su
habitación, llorar, negarse a comer, y rechazaba todos los esfuerzos que ellos hacían por consolarla.
Sólo cuando los padres dieron un paso decidido en relación con dos áreas de importancia, se
produjo un cambio definitivo en la familia. Uno de esos pasos consistió en que la madre obligó a
Janet a ir a la escuela, aun cuando para ello la propia progenitora tuviera que trabajar como
voluntaria durante varios meses en el establecimiento. Esto no sólo la ayudó a Janet, sino que la
señora F. se volvió mucho más abierta y amistosa hacia las personas que trabajaban con ella. La
segunda área de importancia se centraba en el hecho de que la familia hablara de manera más libre
y amplia con Janet sobre las citas con muchachos y las relaciones con estos. Ello llevó a la familia a
conversar acerca del matrimonio y el embarazo. En presencia de Janet, los padres volvieron a
analizar las circunstancias de su nacimiento, viendo el tema con otra perspectiva.
Janet siempre había tenido la sensación de que, en cierto modo, el hecho de que ella naciera había
provocado resentimiento en sus padres, o que de alguna manera había interferido seriamente en
sus relaciones. Lo que a la postre pudo esclarecerse fueron los propios temores de la madre sobre
la posibilidad de convertirse en una progenitora competente y responsable. Entonces tuvo lugar el
mayor de los cambios: debido a su infancia problemática, los padres siempre trataban de hacer
«reparaciones» por algo que, a su entender, Janet no había recibido. En realidad, lo que Janet
necesitaba con desesperación de ellos era mayor confianza, para así poder convertirse en un ser
autosuficiente e imbuido de su propia valía, y también que le concedieran permiso para experimentar
en forma más abierta con sus pares sin tener que contar todo en detalle. El símbolo del cambio final
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fue visible cuando los padres pudieron salir juntos de vacaciones sin llevarla a Janet. En otras
palabras, la madurez que estaba aflorando en la jovencita coincidía con los esfuerzos de sus
progenitores en pos de una mayor separación respecto de Janet y de sus familias de origen.
Los médicos clínicos han estudiado el historial de personas que intentaron suicidarse o cometer un
homicidio, o que lo lograron. El homicidio, así como el suicidio, revela la desesperación extrema del
individuo, la pérdida de las fronteras del yo, la falta de controles y su desvalorización de sí mismo y
de los objetos importantes para él. Aunque las amenazas de suicidio u homicidio no tienen la
connotación categórica del acto ejecutado, pueden crear sentimientos de culpa y una atmósfera de
terror en la familia. Dichas amenazas implican la existencia de un doble vínculo tremendamente
patógeno; debe considerarse quién es el asesino potencial, quién la víctima, y qué es lo que «tiene
que ser aniquilado» en esa familia. La amenaza de cometer un asesinato refleja un grave
desequilibrio en el balance de justicia y obligaciones. Por supuesto, cuando se producen dichas
amenazas o actos, la vida humana corre peligro físico y psíquico.
La señora Me. comenzó a apretar del cuello a su hija mayor (de cuatro años y medio) con el
propósito de ahogarla, y después ingirió una gran cantidad de píldoras. Antes de perder el
conocimiento, llamó por teléfono a su madre, quien corrió en su ayuda. A raíz de su intento de
suicidio, la señora Me. fue llevada al hospital.
Cuando se entrevistó al señor y la señora Me. con sus cuatro hijos de cuatro años y medio, tres
años y medio, dos años, y cinco meses, estos tenían una expresión atontada y vacía; el equipo que
los observó los comparó con soldados que al salir del campo de batalla todavía estuviesen en
estado de conmoción por las explosiones. Los niños parecían evitar todo contacto con sus
progenitores, como si ninguno de ellos pudiera brindarles ningún consuelo.
El señor Me. reaccionó negando la gravedad de la situación, tanto en lo referente a su esposa como
a sus hijos. Afirmó que ella exageraba su desesperación: él estaba plenamente satisfecho con su
vida hogareña. El nacimiento del último hijo fue consecuencia de lo que el señor Me. describió como
«exceso de instinto maternal» en su esposa. Sin embargo, al poco tiempo de nacer el bebé, el señor
Me. aceptó hacerse una vasectomía. Al respecto, él comentó que lo único que había sentido era un
gran alivio. La señora Me. también había aceptado, aparentemente, la decisión de su marido.
Luego revelaron que tanto los padres de uno como los del otro habían objetado su matrimonio: en
primer lugar, debido a la diferencia de religión, y en segundo término, porque eran demasiado
jóvenes. Tanto uno como otro cónyuge eran el hijo menor en sus familias de origen. Sus esfuerzos
por desafiar los deseos paternos estaban resultando ahora en un fracaso.
No obstante, más que su inmadurez, lo importante era que ambos referían continuamente haberse
sentido desleales hacia sus familias de origen. Eran incapaces de reconciliar sus sentimientos
individuales y conyugales con el hecho de que ambas familias se sentían decepcionadas con ellos.
La madre del señor Me. le dijo: «El se había hecho la cama, etc.; ¡no me vengas con quejas o
lloriqueos sobre tu esposa!». En apariencia, el fracaso matrimonial era una necesidad, bien que
210
inconciente, de demostrar que sus padres tenían razón y ellos estaban equivocados. En otras
palabras, inconcientemente seguían siendo leales a sus familias de origen. Esto no invalidaba la
depresión de la señora Me. y su desesperación como ente individual. No obstante, estudiada en el
contexto. familiar, se revelaron dimensiones adicionales de lealtad hacia la familia de origen.
El señor G. profería permanentes amenazas de homicidio contra su esposa. En las sesiones en que
no estuvieron presentes los hijos, negó las acusaciones de ella, insistiendo en que eran producto de
su imaginación. Cada esposo se dirigía en forma exclusiva a uno de los terapeutas, como rogándole
que le creyese que su cónyuge era un ser mezquino, malévolo, beligerante, egoísta, desconsiderado
e indigno. No se escuchaban mutuamente ni atendían a los comentarios del coterapeuta, en un
continuo empeño por dividir al equipo y por conseguir un aliado que apoyara una conducta
gravemente perturbada.
La descripción de su conducta en el hogar, hecha por uno de los progenitores, difería en forma
crónica de lo que el otro decía. El señor G. se negaba a mirar a su esposa o hablar con ella, o bien
trataba de extraer información de los niños sobre las cosas malas que ella les había hecho mientras
él trabajaba. Luego se enfurecía, y no escuchaba lo que su esposa ni los niños intentaban decir para
aclarar las distorsiones sobre su imagen de «madre descuidada». La señora G. se sentía tan
trastornada y desvalida que lo único que podía hacer era romper a llorar, y luego se encerraba en un
total mutismo. Toda la energía de cada miembro de la pareja se dirigía a justificar su propia
conducta mientras pintaba una imagen «negra» del otro.
A insistencia del terapeuta, volvieron a asistir con los niños a las sesiones. Estos no sólo enfrentaron
a sus padres en relación con los abiertos comentarios sobre separación y les preguntaron qué
pasaría con ellos (en particular porque eran adoptivos), sino que también salió a relucir, en forma
más apremiante, un episodio en que el padre había arrojado a la madre al piso tirándose sobre ella
para asfixiarla. Cuando el hijo mayor, de siete años, se vio imposibilitado de apartar al padre por la
fuerza, ¡fue él quien amenazó con telefonear a la policía!
La inclusión de los hijos en las sesiones revela con claridad su conciencia de la necesidad de
controles parentales en sus propios progenitores. En segundo término, brinda a los padres la
oportunidad de abreaccionar y expresar sus temores respecto de dichas experiencias traumáticas.
Si los niños hallan en los terapeutas recursos externos en quienes pueden confiar, o personas que
potencialmente pueden «parentalizar a sus necesitados padres», se sienten más tranquilos. De
manera primordial, empero, lo que ocurre es que ya no necesitan desempeñar el papel de
redentores o mediadores en la familia (responsabilidad que debe ser asumida por adultos).
Algunas parejas de cónyuges conforman una relación tan fusionada o simbiótica, hablando y
actuando el uno en sustitución del otro, que crean una isla emocionalmente apartada en lo que
respecta a los hijos. La relación paterna parece «aislada», y las exigencias y necesidades
emocionales de los hijos se experimentan como una «intromisión». Las necesidades físicas de los
hijos pueden satisfacerse, pero se resta importancia a sus sentimientos, se los ignora o niega.
Crecen en una atmósfera de confusión y frustración, que no permite desarrollar ningún sentido de su
valía o identidad personal. Por medio de su lealtad, los niños se mantienen en estado de cautiverio,
exigiendo cada vez más reconocimiento. Incluso, los padres, pueden describir a esos hijos como
seres insaciables, cuando en realidad los hijos se sienten hambrientos en lo emocional. En esas
familias, uno de los hermanos puede renunciar a sus esfuerzos por hacerse oír o ver, o bien trata de
211
no «sacudir el bote de sus padres» y canaliza su propia desesperación convirtiéndose en «hijo
parentalizado». También, esos esfuerzos del hijo pueden ser rechazados o no reconocidos por esos
padres fusionados de manera simbiótica. Otro de los hijos sigue planteando sus exigencias
agresivas y haciendo oír sus quejas, agotando sus esfuerzos por tratar de desmoronar la «fortaleza
de la isla». En función de la energía psíquica, no puede ser un hijo dependiente y a la vez hacer su
propio trabajo, como el de aprender en la escuela.
La familia H. fue remitida a terapia cuando Joan, de trece años, fue internada por un breve lapso por
haber amenazado con matarse o matar a su padre con un cuchillo. Ella se había sometido a terapia
individual anteriormente. El señor H. había sufrido su primer episodio psicótico cuando estaba en la
universidad, y el segundo durante el primer embarazo de su esposa. Ellen, de diecisiete años, quien
antes fuera excelente alumna, había dejado de asistir al primer año de la universidad durante varios
meses porque de pronto se había vuelto «loca por los muchachos». La señora H. dijo que su razón
para casarse con el señor H. era que «ella necesitaba una causa, y él la era». Se veía a sí misma
como constante mediadora en la familia.
En la fase inicial del tratamiento las sesiones comenzaban con tranquilidad, pero en menos de
media hora Joan ya estaba sentada sobre las rodillas del padre, acurrucada como una bebita o
mostrándose abiertamente seductora. A su vez, el señor H. le daba palmaditas y la acariciaba,
diciendo que no sabía si se trataba de una bebita o de una mujer seductora; pero no hacía ningún
esfuerzo por sacársela de encima. Ellen dijo que Joan era como una prostituta, que manipulaba al
padre para tratar de sacarle una mensualidad mayor. En otras oportunidades, si se proferían quejas
contra ella, Joan se paraba frente al padre, cubriéndolo de insultos para tratar de provocar en él una
agresión física. Incluso, lo hacía objeto de sus sarcasmos diciendo que ojalá estuviese muerto. El
conflico era tan caótico que Ellen a menudo se cubría con su abrigo, se arrellanaba en su asiento y
se quedaba dormida. Los terapeutas siempre apremiaban a ambos progenitores para que
restauraran el orden, ya que con frecuencia todo el mundo, incluido el mobiliario, parecía a punto de
ser víctima del caos. A veces Ellen también unía sus gritos y amenazas al desorden general.
La señora H. permanecía sentada en su silla, sumida en un pétreo silencio, sin hacer ningún
esfuerzo por interceder para que cesaran los tirones de cabello o las amenazas con los puños. Sin
embargo, en un nivel verbal, sólo en apariencia carente de participación, la señora H. participaba en
forma sustituta del frenesí general. Aun cuando los terapeutas continuamente le insistían acerca de
su responsabilidad, durante largo tiempo ella no les prestó atención; permanecía sentada en forma
pasiva con el rostro inexpresivo, como un espectador impotente que contemplaba un
comportamiento de locos en la pista.
Las sesiones no sólo ilustran sentimientos inconcientemente punitivos entrelazados entre sí, tal
como lo revela la conducta con connotaciones asesinas o incestuosas de los integrantes de la
familia, sino que constituyen ejemplos de fronteras del yo débiles o superpuestas entre todos ellos.
En apariencia, una conducta debía repetirse en forma reiterada hasta que esos temas esenciales
fueran agotados por todos los componentes de la familia. El cuestionamiento del sentido de esa
conducta, o los pedidos directos de mayor control en la familia, no surtieron efecto en esa fase
inicial.
Kempe no sólo contribuyó a que el público tomara conciencia de los problemas relativos al ultraje de
menores, sino que participó activamente para que la mayoría de los estados de la Unión aprobaran
leyes destinadas a proteger a esos niños. Declara: «Por lo general, esos niños son muy leales.
Llegan a aceptar la imagen que de sí mismos tienen sus padres, creen que son malos y que se
merecen lo que reciben. Esta actitud persiste durante largo tiempo y sale a relucir en un período
posterior de la vida, cuando esos pequeños se convierten en padres y castigan a sus propios hijos»
[58, pág. 53].
En las familias en que los padres han experimentado una temprana carencia objetal o pasaron los
años de su formación en un hogar adoptivo tras otro, o bien en instituciones, parece haber
necesidad de paternalizar incluso a un niño muy pequeño:
En el caso de una niñita de cuatro años que fue llevada al hospital como consecuencia de la paliza
que le habían dado, era la abuela materna quien había aceptado hacerse cargo de ella, aun cuando
la madre sentía que siempre la habían rechazado. La señora K. formaba parte de una familia con
ocho hijos. Ella sentía que siempre había hecho arduos esfuerzos por contentar a todo el mundo en
la familia, en especial a su madre. Joan, su hermana mayor, soltera, había asumido el liderazgo
emocional y económico en esa familia. La señora K. describió a su madre como una persona que
siempre se había guardado sus sentimientos para sí, experimentando un orgullo espartano por no
sentirse nunca afectada por nada que su marido o sus hijos hicieran o dijeran. Su padre era un
hombre agradable pero ineficaz. Joan era la que asignaba las tareas a cumplir, establecía reglas y
reglamentos para sus hermanos, e impartía los castigos. La señora K. sentía que había logrado
apartarse en forma total de la familia cuando se casó con un hombre que provenía de un medio
diferente. El señor K. también sentía que su familia lo rechazaba a él-y a su matrimonio.
Cada uno de los progenitores se sentía atrapado por lazos de lealtad negativos al no sentirse amado
ni digno de confianza en su familia de origen, y no podía trasmitir suficiente confianza y sentido de
lealtad a su pareja. Ambos sentían, a veces, que sus familias no habrían querido que nacieran
nunca, o que habían sido tratados como una carga no deseada, de la que los padres habían
procurado desprenderse de la manera más rápida posible. Ellos habían vivido en un estado de ira
crónica, que ahora canalizaban en su propia hija, dependiente y llena de exigencias: la pintaron
como muy provocadora y propensa a rechazar a los padres. En apariencia, intentaban usarla como
objeto de sacrificio: si en esa niña se albergaba toda la maldad, era ella quien debía ser alejada.
213
Entonces tal vez sus familias de origen vieran lo que había en ellos de bueno y les dieran el amor
que anhelaban.
Conclusiones
Los adultos que no han preelaborado de manera adecuada su separación emocional y sus
sentimientos de culpa pueden permanecer, inconcientemente, en extremo leales y comprometidos
hacia sus familias de origen. Así, sus hijos pueden ser usados como objetos sustitutivos de
gratificación de las necesidades insatisfechas de dependencia, agresivas o sexuales. Incluso, los
padres pueden tratar de saldar la deuda que tenían con sus propios progenitores «dándose» a los
hijos como mártires, con lo cual generan culpas. Otorgan un tiempo y esfuerzos excesivos a sus
hijos y descuidan a sus ancianos padres, de modo de parecer poco comprometidos, o hasta
irresponsables, con esta última generación.
Cuando a los niños no se les permite actuar como tales, persiguiendo la consecución de sus propios
intereses y el dominio de sus tareas (escolares), ellos se sienten abrumados por un exceso de
responsabilidad, y procuran desempeñar funciones de tipo paterno. Pero tales roles constituyen una
excesiva carga para los niños. Si estos ven que se los necesita emocionalmente, entonces, llevados
por una profunda lealtad hacia sus padres, aceptan roles tan inadecuados como el del hijo
paternalizado, el chivo emisario, o el de pareja sexual.
Las historias de esos sistemas familiares patogénicos revelan que antes de usarse a los hijos como
objetos sustitutos, a modo de padres, la relación conyugal ya no se veía ensombrecida por la
decepción, la ira y la desesperación. Se esperaba que la pareja actuara como un sustituto paterno
idealizado de manera inconciente, y buscado desde mucho tiempo atrás. A menudo, cuando la
relación entre los cónyuges se frustra, ellos recurren a los niños como una nueva fuente de
gratificación. Por detrás de esos esfuerzos están los intentos de los padres por protegerse de la
posibilidad de revivir un antiguo dolor psíquico respecto de pasados objetos perdidos, así como
impedir las actuales separaciones emocionales. Por consiguiente, para comprender en forma
adecuada los fenómenos descritos en este capítulo, resulta necesario verlos en un contexto
multigeneracional. Las diferencias generacionales y sexuales borrosas entre padres e hijos se
explican mejor sobre la base de los lazos íntimos de lealtad existentes en todas las familias. En las
más sanas, la lealtad hacia la familia de origen puede coexistir de modo más equilibrado con la
lealtad hacia la familia nuclear. En los sistemas familiares patogénicos, la excesiva lealtad psíquica
hacia la propia familia de origen se mantiene a nivel inconciente, y esto obliga a pagar un precio muy
grande al cónyuge y a los descendientes.
Cuando se trata a los niños en el mundo íntimo de sus familias, se revelan dimensiones nuevas y
diferentes. En la terapia familiar conjunta, en que padres e hijos participan de manera simultánea,
hay oportunidad de descubrir vínculos nuevos que podrían no ser accesibles en el tratamiento
individual del niño o el adulto. Si bien se toma en cuenta el nivel de madurez psicosexual del niño o
adulto, el especialista en terapia familiar tiene conciencia de que los conflictos están asociados de
modo primordial con los procesos interrelacionados, reprimidos (en connivencia) o negados, que
interfieren en el crecimiento y maduración de todos los integrantes de la familia.
En el enfoque tradicional teórico y del tratamiento de los niños, se ve a los padres como seres
inadecuados e insatisfactorios, o bien como recursos potenciales en relación con las necesidades de
dependencia del hijo. Lo que se pasa por alto es que, con mayor frecuencia, las propias
necesidades de dependencia insatisfechas de los padres son parte de la misma dinámica relacional.
Un progenitor biológico no actúa automáticamente en forma parental. A menos de satisfacerse las
propias necesidades de los padres, estos no se pondrán emocionalmente a disposición de sus hijos.
214
Las observaciones recogidas en el curso de nuestra práctica clínica nos enseñan que, a su vez, los
hijos tratan de ser sustitutos paternos para sus propios padres. Asumen roles inadecuados en
términos de edad y sexualidad, tratando de llenar el vacío parental. Los terapeutas especializados
en familias ven los efectos que sufre el hijo parentalizado o tomado como chivo emisario: depresión,
dificultades de aprendizaje, enfermedades psicosomáticas, propensión a los accidentes, al suicidio y
a la violencia. El niño se halla en un complejo dilema: es incapaz de ser niño, por cuanto debe
reprimir o negar sus propias necesidades. Debe tratar de postergar el ritmo de su proceso de
crecimiento y desarrollo. Sus leales intentos dirigidos a satisfacer las necesidades de sus padres se
ven enfrentados a respuestas ambivalentes, porque no puede remplazar del todo al abuelo y revertir
las injusticias originales sufridas por los jóvenes padres.
Los progenitores se ven colocados en una situación aun más compleja. Las relaciones conyugales y
paternas originan exigencias y compromisos adicionales, al igual que el desplazamiento de los
vínculos de lealtad que ataban a la familia de origen. ¿Cómo se maneja su deuda «originaria»?
¿Niegan inconcientemente sus vínculos y compromisos anteriores, mientras siguen experimentando
culpas por su separación psicológica y física de las familias de origen? Existen tres niveles de
necesidades, que deben equilibrarse: el de los progenitores ancianos, el del si-mismo y los
cónyuges, y el de los hijos pequeños.
El estudio de las formas de parentalización y elección patogénica de chivos emisarios entre los hijos
de una familia permite a los terapeutas obtener importantes datos en relación con sus roles. Los
terapeutas se ven obligados por los hijos a observar a los padres a través de sus propios ojos, y así
se pone a prueba su competencia para asumir las cargas que los niños han estado soportando. A su
vez, los padres tienen ellos mismos necesidad de parentalización, aunque simultáneamente ya
prevén que los terapeutas parentalizarán a los niños. Esta reversión en los puntos de vista permite
aprender mucho y cuestionar las manifestaciones de trasferencia. De acuerdo con nuestra tesis, el
enfoque multigeneracional brinda a los terapeutas las pistas y dimensiones más importantes para
encarar los completos aspectos con que tanto ellos como los componentes de la familia se,ven
enfrentados.
El proceso de cambio terapéutico también se encuadra en un contexto nuevo, como resultado del
enfoque multigeneracional. En cierto sentido, el hijo carenciado, los padres, y los abuelos, sufren de
igual manera, así como presentan igual necesidad de asistencia terapéutica. En el curso del
tratamiento, la estrategia de los terapeutas debe basarse en el entrelazamiento de la culpa
específica de cada miembro por las obligaciones no cumplidas existentes entre las generaciones.
Los terapeutas deben mostrarse asequibles a la realidad de cada persona y sus sentimientos y
necesidades de trasferencia. El alivio sintomático puede surgir como consecuencia del tratamiento
individual de un niño o adulto, pero para que ocurra un cambio básico o estructural dentro de un
sistema familiar (para que se produzca la reversión y se alcance un nuevo equilibrio frente a los
procesos destructivos) debe darse plena consideración al enfoque propio del tratamiento
multigeneracional.
215
11. Tratamiento intergeneracional de una familia en la
que se maltrataba a una hija
El ataque brutal del que algunos padres hacen objeto a sus hijos, en forma de castigos, quemaduras
e incesto, resulta indicativo de una grave condición patológica en las familias. Los suicidios de niños,
la propensión a los accidentes y las enfermedades psicosomáticas también integran esta categoría.
Aunque en este capítulo se enfocan las implicaciones teóricas y clínicas de las familias que castigan
a sus hijos, entendemos que el punto de vista propio del tratamiento multigeneracional resulta
aplicable, además, en otras situaciones. El trauma y las reacciones de los niños son de fundamental
importancia; sin embargo, con el fin de producir cambios sintomáticos y estructurales en las familias,
las relaciones paterno-conyugales y las sostenidas con los abuelos deben convertirse en objeto de
consideración. En otras palabras, lo que se examina y trata es la dinámica interconectada de ambas
familias de origen y la familia nuclear, más que la simple psicodinámica individual.
La bibliografía sobre terapia familiar brinda, en cambio, escasa información respecto del tratamiento
de hijos que han sufrido maltratos físicos y sus familias, o de la concepción del tratamiento
intergeneraciorial. Se han hecho muchos estudios de la familia extensa, la mayoría desde el punto
de vista sociológico, a partir de tests psicológicos administrados a los miembros de más edad, y de
las historias recogidas en el curso de sesiones individuales. Son mínimas las experiencias con
ancianos efectivamente incluidos en sesiones conjuntas de familia. De acuerdo con la revisión de
Spark y Brody [80], otros autores no describen el «mundo interior» de las relaciones existentes entre
las familias nucleares y sus familias de origen.
Los especialistas en terapia familiar rara vez dan con niños víctimas del descuido o el castigo físico.
Las familias con esta clase de problemas han estado sobre todo en contacto con médicos y
hospitales, organismos sociales y las autoridades legales. Además de las leyes promulgadas para
proteger a esos hijos, existen instituciones legales que complementan y ponen en práctica las
recomendaciones pertinentes. Todo esto contrasta en forma directa con el caso de los niños
perturbados emocionalmente, en que las sugerencias de consejeros escolares y maestros, médicos
y otros profesionales desempeñan un importante papel en relación con la posibilidad de remitirlos a
tratamiento. Cuando los sentimientos desembocan en la acción, como en el caso del niño
maltratado, es evidente que existen problemas. La gravedad del problema no puede negarse, ni la
familia puede restarle importancia, como ocurre cuando se habla de un niño perturbado en su faz
emocional.
A continuación se detalla una breve reseña de los esfuerzos realizados por personas ocupadas en
dicha esfera. Cabe esperar que el enfoque propio de la terapia familiar añada nuevas dimensiones a
los esfuerzos y descubrimientos ya efectuados. Pueden plantearse varias cuestiones iniciales. En
216
primer término, ¿qué magnitud posee el sector de la población al que puede aplicarse la expresión
«síndrome del niño maltratado »? En segundo lugar, ¿hay una definición específica de ese
síndrome, o se trata de un rótulo vago y nebuloso? Finalmente, en un enfoque multidisciplinario,
¿qué esfuerzos se han visto coronados por el éxito, y qué factores adicionales que puedan
acrecentar dicho éxito deben considerarse?
En el campo médico se requerían los esfuerzos de pediatras, radiólogos y patólogos a los efectos de
confirmar que los daños físicos sufridos por el niño no eran consecuencia de accidentes. Los
descubrimientos de Caffey [27], un radiólogo, y de Silverman [79], un patólogo, son ejemplos del
aporte de verdaderos pioneros que contribuyeron a confirmar el diagnóstico: «No provocado por
accidente». En 1961, en la reunión anual de la Academia Norteamericana de Pediatras, Kempe
utilizó la expresión «síndrome del niño maltratado», que afortunadamente llegó a difundirse,
despertando el interés general y propugnando la acción de pediatras, organismos de asistencia
social, juristas, congresales, entes policiales y asociaciones privadas.
Helfer y Pollock puntualizan la importancia de este tema específico, al afirmar que «en 1966, de
10.000 a 15.000 niños en Estados Unidos fueron gravemente heridos por medios no accidentales.
Se estima que el 5 % de esos niños murieron y del 25 al 30% sufrieron daños permanentes».
Continúan diciendo: «Las verdaderas cifras sobre ultrajes a menores no están a nuestra disposición,
ya que muchos casos no se dan a conocer o no son identificados» [53, pág. 11].
Tal como lo revelan los estudios de investigación de otras condiciones, no hay un tipo específico de
personalidad que produzca determinados síntomas o conducta. Los padres que hacen objeto de
descuido o ultrajes físicos a sus hijos representan una amplia variedad de tipos de personalidad (por
lo general, diversas combinaciones de rasgos esquizoides, histéricos u obsesivo-compulsivos), y
ningún tipo es indicativo de potencial maltrato a los niños. Los tests psicológicos indican grandes
desniveles de inteligencia, desde la baja, pasando por la normal, a la superior. Esto confirma que la
familia como un todo debe constituir el criterio rector del enfoque del estudio.
Todos los niveles socioeconómicos están representados, y la mayoría de los padres de estos niños
aparentan estar bien adaptados. Reiner [72] declara que «las diferencias de clase social no protegen
a los niños del descuido y los castigos [físicos] y sus secuelas, el retardo físico y social. El modo en
que los padres se presentan a sí mismos difiere, y es difícil creer que pueda existir descuido o
castigos de no chocar contra el marco de la pobreza. En el sector económico superior de la
población, los síntomas de descuido pueden ser más sutiles, expresados en formas psicosomáticas»
[66, págs. 33-4].
Morris y Gould afirman que «los estudios del niño descuidado o castigado y sus padres pueden
contribuir a resolver el enigma del retardo social, que a menudo se desatiende con el «diagnóstico»
de pobreza o de carencia social o materna. El retardo social es un proceso activo, destructivo,
interpersonal. Expresado como falta del rol parental o ineficacia en su cumplimiento, es la causa de
muchas enfermedades físicas y mentales» [66, pág. 34].
217
De los conceptos intrapsíquicos a los relacionales
Otro aspecto también descrito es el de la inversión de roles. Morris y Gould lo definen como
«inversión del rol de dependencia, en que los padres se vuelven hacia los bebés y niños pequeños
en busca de cuidados y protección». El hijo es parentalizado, o sea que se lo necesita, y procura
convertirse en padre sustituto de sus propios progenitores. «En el síndrome del hijo descuidado o
maltratado el concepto del rol parental quedó fijado a la satisfacción de las primeras necesidades
interpersonales: los sentimientos y conductas infantiles, explosivos, incontrolados que anteceden al
desarrollo del yo. Esos padres parecen haber percibido a sus propios progenitores como seres
carentes de amor, crueles y brutales» [66, pág. 31].
Tal como los describe Fenichel [36], algunos de esos padres punitivos tienen una concepción
arcaica y animista del mundo, basada en la confusión del yo y el no-yo, del sí-mismo y el nosí-
mismo; una suerte de identificación invertida en que el mundo externo se convierte en suma total de
la existencia y el símismo en cualquier punto del tiempo.
Boardman [10] enfoca esta conducta desde el punto de vista educativo o del aprendizaje. La autora
destaca «el gran peligro ide las creencias fantasiosas y de los clisés que hablan de "aprender la
lección" y de "dar otra oportunidad" [...]; los castigos reiterados [...] demuestran que esos padres no
aprenden. Esta falta de aprendizaje y de respuesta ante el castigo con que se amenaza sugieren
pautas de conducta tan fijadas que la autoconservación ha llegado a ser secundaria» [66, pág. 33].
De acuerdo con nuestra hipótesis, más que considerar el problema como la actuación de los
conflictos intrapsíquicos de un individuo, este requiere un enfoque multigeneracional. Los
especialistas en terapia familiar han dado un gran paso al considerar a la familia nuclear como una
unidad sana o perturbada. Al extender la unidad de estudio y tratamiento a los sistemas de familias
218
extensas, se revelan dimensiones más amplias y profundas. Nuestro enfoque consiste en construir
un puente entre la dinámica de personalidad individual y la dinámica relacional multipersonal o del
sistema familiar. Tal como asevera Boszormenyi-Nagy, «las relaciones multipersonales incluyen,
pero [en cierto sentido] sobrepasan, la organización psicológica [del individuo]. La teoría relacionel
no estudia las estructuras intrapsíquicos aisladamente del contexto de las relaciones vivas» [18,
págs. 375-6].
En el tratamiento de todos los miembros de la familia, cada individuo no sólo enfrenta su estructura
psíquica interna y relaciones interiorizadas sino que, además, debe enfrentar los fantasmas que
moran en torno de sus relaciones reales con seres vivos. En la terapia individual una persona puede
ocultar ciertas actitudes, pero es más probable que se revelen en el curso de la terapia familiar,
cuando todos los componentes de la familia se hacen presentes para analizar los problemas. Las
gratificaciones inconcientes y sustitutivas, los actos destructivos, y la manipulación de roles se
revelan con más facilidad por medio de la conducta en las sesiones de familia. Cuando todos los
integrantes de la familia están presentes, las interacciones resultan observables «en vivo», en
comparación con lo que ocurre cuando una sola persona describe en forma indirecta a sus
relaciones o permite que se revelen en los fenómenos de trasferencia con un terapeuta individual.
Una de las principales resistencias en el tratamiento individual puede estar vinculada con el
problema de la lealtad y las obligaciones familiares. El hijo parentalizado, o incluso el abuelo
convertido en chivo emisario, sólo puede salir de ese papel asignado y asumido si sabe que las
demás personas reciben apoyo y ayuda en el proceso de crecimiento. Un miembro de la familia
puede seguir siendo leal y mantenerse a disposición de su familia de origen permaneciendo en una
posición cerrada que contribuye a sustentar la homeostasis familiar. Sus síntomas pueden constituir
un grito de ayuda para toda su familia, que de manera inconciente desea diferir o impedir la
separación emocional y la individuación. A menudo esos individuos son incapaces de
comprometerse de modo pleno con su cónyuge, hasta tanto no puedan reequilibrar y saldar sus
deudas hacia la familia de origen.
En las familias en que los hijos se asimilan conciente o inconcientemente a los roles de los abuelos,
gran parte de las necesidades de dependencia insatisfechas del progenitor han sido canalizadas en
los niños. El efecto es paternalizar a todos y convertirlos en chivos emisarios dentro de una forma de
involucración cerrada y en exceso estrecha, en tanto que se rechazan a terceros de importancia o se
los deja afuera, de modo que aparecen inasequibles en relación con la necesidad de brindar apoyo
emocional.
Sobre la base de estas premisas, debemos tener en cuenta las dimensiones trigeneracionales: por
ejemplo, los anhelos que, por detrás de los sentimientos heridos y coléricos, se trasfieren
inconcientemente del progenitor al cónyuge o los hijos, pueden luego volver a conectarse en forma
directa con las fuentes de origen. En otras palabras, el enfoque multigeneracional proporciona
nuevas oportunidades para modificar y cambiar las relaciones que al presente parecen
desesperanzadas, inflexibles y poco gratificantes. En el sistema de contabilidad de la familia,
219
entonces, la injusticia cometida en relación con los progenitores que fueron explotados o
abandonados en lo emocional puede corregirse y reequilibrarse. Por detrás de los actos de agresión
dirigidos hacia el hijo están todos los sentimientos acumulados de cólera impotente por haber sido
explotados. Así, represalias y venganza vuelven a promulgarse sobre el hijo provocador y
desafiante. Los sentimientos de culpa pueden modificarse o aliviarse descargando las obligaciones
emocionales en las relaciones personales más próximas. Por ejemplo, si una joven madre y su
propia progenitora se ponen la una a disposición de la otra y descubren niveles nuevos o diferentes
de relación, ello estimula respuestas más gratificantes entre todos los miembros de la familia. De
esta manera, puede liberarse y modificarse el sistema familiar, yendo de un nivel estancado de
relación poco generosa a otro más espontáneo, en que se comparten cosas y se brinda apoyo
emocional.
Los individuos explotados que tratan de reequilibrar los efectos de sus relaciones formativas por
medio del castigo a los niños suelen ser difíciles de tratar. A pesar del temor que pueda inspirarles la
ley y otras ulteriores consecuencias, incluso pueden demostrar muy poco remordimiento o culpa por
sus actos. Aun después de descargar sus sentimientos por medio de un acto tan agresivo, siguen
manteniendo una actitud crítica y colérica hacia sus hijos. Profesionales y vecinos o amigos se ven
rechazados y asustados por semejante exhibición de violencia paterna; por añadidura, tienen pocos
deseos de verse envueltos en los procesos morales o legales.
A pesar de ello, expertos de muchas disciplinas han dado pasos activos en pos de la cura y
protección de esos hijos. Tienen conciencia de la necesidad de aplicar medidas correctivas,
especialmente en vista de la historia de castigos reiterados a un mismo niño o a varios en una
familia. Surge la necesidad de hallar métodos más eficaces de prevención y tratamiento de esas
pautas repetitivas. La terapia individual no ha dado resultados suficientemente satisfactorios en
relación con individuos aquejados de trastornos del carácter y con pacientes fronterizos.
Temporariamente, puede considerarse la posibilidad de apelar a hogares adoptivos, servicios de
«amas de casa» y otros recursos de la comunidad; pero para que se produzca un cambio más
permanente, el tratamiento multigeneracional ofrece a largo plazo posibilidades más económicas y
significativas.
Un terapeuta, como cualquier otro profesional (ya se trate de las «ama de casa» temporarias, los
pediatras u organismos de asistencia social), sólo constituye una fuente pasajera de apoyo
emocional. Esas personas pueden, por un cierto período, desempeñar el papel autoritario o
superyoico para la familia incapaz de funcionar de manera eficaz en este nivel. Una joven mujer lo
expresó de modo muy gráfico cuando le dijo a una enfermera: «¡Un beso o palabra de aliento de mi
madre valía por cien de otra personal».
En el siguiente caso, al examinar las relaciones existentes entre el hijo, la joven madre y la familia de
origen de esta, así como las relaciones conyugales y paternas, no sólo se proporciona material
procedente del pasado, sino que se acentúa aquello que sigue siendo doloroso en las actuales
relaciones. Podemos entender la importancia de los «fantasmas» del pasado, pero lo más
importante era que la vida actual de esa mujer revelaba que estaba «peleando con sus sombras» en
su existencia presente. Al ver a las tres generaciones juntas, esas sombras de relaciones pasadas
cobran vida y se convierten en conflictos abiertos, y los medios para resolverlos resultan más
asequibles a las tres. Se ayuda a cada una a enfrentar el hecho de haber sido explotada y
endeudada. Esos vínculos de lealtad negativos pueden modificarse, trasformándolos en una
involucración y compensación emocional constructiva.
220
Otro problema es la cuestión de la resistencia, que se aplica a ese grupo pertinaz de sujetos
gravemente perturbados que rara vez solicitan tratamiento para sí. Sus conflictos se proyectan de
modo inconciente sobre otros integrantes de la familia. No pueden soportar su angustia o depresión,
y suelen recurrir a mecanismos de «huida» para escapar a la terapia. En esas situaciones,
específicamente, el tratamiento multigeneracional se tolera con mayor facilidad. A partir de nuestra
experiencia, sabemos que aunque al principio la familia nuclear resiste la incorporación de los
abuelos o bien estos en un comienzo se niegan a ser incluidos, a la larga se produce la reacción
opuesta. Los abuelos a menudo se sienten heridos y solos, como consecuencia de los conflictos
pasados o presentes, y de que sus vidas estuvieron signadas por el rechazo, la exclusión y la
explotación. Debido a ello, pueden mostrarse accesibles al tratamiento e incluso ansiosos por ser
incluidos en él; esto constituye una oportunidad para que todo el mundo vuelva a saldar cuentas, de
manera tal de mejorar por fin las relaciones familiares. Los especialistas en terapia familiar, al indicar
su convicción del valor de este enfoque, estimulan la esperanza de que las relaciones familiares
pueden modificarse, a pesar de la edad o asequibilidad de abuelos y hermanos en las familias de
origen. Este tipo de participación depende de la capacidad del terapeuta para ponerse a disposición
de cada integrante de la familia y no adoptar postura alguna contra ningún miembro. Tanto los
individuos como sus familias ponen a prueba a los terapeutas incorporándolos a la familia, quienes
entonces podrían convertirse así en chivos emisarios en las alianzas y divisiones familiares. El
terapeuta debe ser lo bastante fuerte como para aceptar su inclusión dentro del sistema familiar y
estar «en favor» de cada miembro, pero mantenerse apartado en su papel de persona que facilita el
cambio emocional.
En cierto sentido, en estas familias los hijos son «víctimas» de los sentimientos agresivos del
progenitor. Young afirma que «los hijos sirven de escudo protector de un progenitor contra la
conducta agresiva del otro. Cuanto mayor sea la medida en que los hijos se convierten en objetos de
ultraje paterno, menos se dirigirán las actitudes punitivas hacia el progenitor pasivo [...]; en efecto,
los hijos sirven de chivos emisarios» [94, pág. 50]. Tal como lo conceptualiza Brodey, «al incorporar
el lado "irracional" del progenitor, sus aspectos desacordes con el yo, el hijo no sólo les da a los
padres un medio para evitar la angustia interior» sino también para mantener el equilibrio [23, pág.
397].
Sin embargo, desde el punto de vista de la familia o relacional, la conducta del niño no sólo es reflejo
de sus conflictos intrapsíquicos, sino además de sus intentos por ayudar a los padres. El hijo está
tan inmerso en los conflictos conyugales y paternos que, en forma inconcientemente leal, permite
que lo usen como blanco de la cólera del progenitor. Tal como manifiesta Boszormenyi-Nagy, «el
hijo se ve atrapado en la lucha de los progenitores por corregir una injusticia y se convierte [...] en
chivo emisario por anteriores injusticias» que ellos sufrieron [18, pág. 377]. El hijo parentalizado, o
convertido en chivo emisario, se somete de modo inconciente a las expectativas de la familia sobre
su conducta.
En esencia, el hijo sintomático intenta salir de su actual fase del desarrollo, pero a la vez expresa la
necesidad y esperanza de un cambio en la familia. El hijo paternalizado asume una responsabilidad
prematura por su familia, a menudo a costas de su propio crecimiento emocional. Los otros hijos
pueden negar o reprimir sus necesidades y, en realidad, apoyar los aspectos represivos y
estancados del sistema familiar. En el caso que presentamos, Mary Ann se mostraba provocadora y
desafiante hacia sus padres, tal como sería de esperar en una niñita de tres años y medio que se
hallaba en la etapa anal del desarrollo psicosexual. Por otra parte, como hija parentalizada trataba
de ayudar a la madre dándole el biberón a sus hermanitos menores, poniendo la mesa y retirando
los pañales sucios. Sus hermanos mayor y menor eran niños buenos y tranquilos, que se aislaban
221
pasivamente de los conflictos paternos. También era Mary Ann quien brindaba buena parte del
afecto abiertamente demostrado. Era ella quien de manera más activa consolaba a la madre, el
padre y los hermanos cuando estaban perturbados.
El organismo de adopción y los tribunales la ubicaron en el hogar de la abuela materna. Allí continuó
reiterando la misma conducta, poniendo a prueba a todos, provocándolos para que le pusieran
límites y para extraer a la vez respuestas afectuosas, incluso en esos abuelos que habían estado
emocionalmente divorciados durante muchos años. El esfuerzo central del tratamiento consistió en
ayudarla a ella y a sus hermanos a renunciar a esos roles de tipo adulto que habían asumido, para
permitirles actuar como verdaderos niños. Con el fin de lograrlo en relación con esos hijos, primero
fue necesario tomar conciencia de las insatisfechas necesidades de dependencia de los adultos, así
como de sus negativos vínculos de lealtad, no resueltos, con sus familias de origen y el otro
cónyuge, para reequilibrarlos por medio de una involucración constructiva y la compensación de
deudas. En caso de conseguirse esto, los padres pueden entonces actuar como tales hacia los hijos,
y los padres sustitutos (los terapeutas, los servicios de padres adoptivos y de «amas de casa»
temporarias, y los tribunales), abandonar su participación activa.
Todos los hijos asistían a las sesiones, a menos que estuvieran enfermos. No se introdujo ningún
material de juego en ellas, para observar directamente las interacciones físicas y verbales entre
padres e hijos, como también entre los hermanos. En general los niños estaban muy quietos y,
desde el punto de vista del terapeuta, se portaban demasiado bien. Los padres saltaban sobre los
hijos ante cualquier forma de interacción verbal emitida en voz muy alta o inquietud física de parte
de aquellos, aunque se tratase de manifestaciones propias de su edad. En el curso de las sesiones,
Mary Ann se mostraba muy afectuosa hacia sus padres y hermanos: en repetidas oportunidades
trató de tener al bebé en la falda o darle el biberón. En las sesiones no se repitió su conducta
burlona, irritante, dominante. Pero durante unos cuantos meses después de iniciada la terapia, la
maestra de la nurserí y los abuelos siguieron diciendo que todavía se mostraba muy dominante con
ellos, tratando de ejercer siempre su control. No demostró abiertamente ningún temor hacia sus
padres, y las palizas recibidas no parecieron haberla traumatizado.
El terapeuta le dijo a los padres que podían continuar haciéndose cargo de lo que sucedía en las
sesiones, pero que no se suponía que los niños tuvieran que actuar como si estuvieran en la
escuela. A pesar de ello, durante largo tiempo el matrimonio C. siguió lanzando miradas
aterrorizadoras a los hijos, amenazándolos con el castigo y haciendo chasquear los dedos para
exigir obediencia inmediata. Sin embargo, había muestras abiertas y abundantes de afecto, y los
hijos, incluida Mary Ann, no parecían temerosos de los padres. En el curso de las sesiones, la
señora C. se comportaba como un sargento, incluso con el señor C., quien cumplía sus órdenes de
ponerle los pañales o alimentar al bebé, o llevar al baño a los otros hijos. En otros momentos, el
señor C. jugaba con los hijos, más como un hermano que como un padre.
En otras familias con hijos de esta edad suele haber cierta hiperactividad, inquietud, peleas, gritos,
llanto, corridas fuera y dentro de la habitación, frecuentes idas al baño, etc. Los niños C. eran mucho
más sumisos y pasivos, física y verbalmente, hacia sus padres y el terapeuta. A la larga entraron en
calor, exhibieron sus regalos de Navidad y su nuevo bebé, se mostraron afectuosos con el
terapeuta, y le trajeron muchos dibujos.
Fueron los niños quienes consolaron a su llorosa madre cuando esta habló de extrañarlos. «¡El
silencio era mucho más insoportable que los ruidosos pedidos de los niños 1» Al cabo de unos tres
meses, los varones fueron a casa durante los fines de semana; Mary Ann podía pasar los domingos
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con sus padres, y se les permitió visitarla en la casa de los abuelos maternos. El terapeuta tuvo que
ayudar a los padres a manejar el insomnio de los niños, la enuresis nocturna y otras reacciones
provocadas por la separación. Al principio le echaron la culpa al organismo de adopción, a los
padres adoptivos (suegros) y, por último, incluso se enojaron con los mismos niños. Su ansiedad
finalmente disminuyó, y todos se asentaron a consecuencia del continuo apoyo prestado por la
agencia de personal temporario y el terapeuta.
Naturalmente, las visitas realizadas por Mary Ann a modo de prueba y su posible retorno al hogar
produjeron aún más ansiedad. Cuando se le permitió volver a su casa, las autoridades de la escuela,
los abuelos, como también el señor y la señora C., afirmaron que era una niña distinta. En las
sesiones parecía más libre y feliz. Sus hermanos se mostraban también más locuaces y físicamente
activos. Esto sucedía al mismo tiempo que la señora C. y sus padres y hermanos se volvían más
asequibles entre ellos.
Lo que ayudó a todos los niños de manera fundamental fue el ver que su madre reequilibraba y
modificaba sus anteriores relaciones, airadas o distantes, convirtiéndolas en vínculos de amor y
estrecha participación con abuelos, tías y tíos. Ya no se necesitaba de los hijos como blanco de los
estallidos injustos y agresivos de sus padres. El cambio en las relaciones en una parte del sistema
familiar trajo aparejado, a su vez, la modificación de las relaciones entre los C. y sus hijos.
Ejemplo clínico
El caso presentado guarda muchas similitudes con los que describe la bibliografía sobre el síndrome
del niño maltratado. No obstante, además de los esfuerzos por curar a esos niños traumatizados, lo
que se subraya son las dimensiones que refleja la terapia con los sistemas de familia nuclear y
extensa. Esto de ninguna manera excluye otras dimensiones (individual, matrimonial, y de padre-
hijo). No podemos proporcionar un cuadro completo de todos los esfuerzos realizados para modificar
estas complejas relaciones familiares sin reconocer también plenamente los esfuerzos y el apoyo
brindado por el instituto de protección de menores, la guardería, el servicio de «amas de casa»
temporarias y los tribunales.
Al aceptar la derivación del instituto de protección de menores, la clínica psiquiátrica y los tribunales,
el requisito planteado era que toda la familia nuclear asistiera a las sesiones y que, además, se
incluyera a los abuelos con la mayor frecuencia posible. (Los abuelos paternos, que estaban
divorciados, se negaron a que se los incorporase.) Las instituciones sociales actuaban como forma
de apoyo básico para la terapia, pero, de modo más significativo, desempeñaban en forma
temporaria el papel de padres sustitutos. Aunque el tratamiento descrito se extendió a lo largo de un
año, la señora C. continuó manteniendo contactos telefónicos con el especialista en terapia familiar
durante el año siguiente.
Al principio, el señor C. dijo que era él quien le había dado la paliza. Después fue arrestada la
señora C., llevada a la cárcel, y posteriormente se la trasfirió a una clínica psiquiátrica para su
evaluación. Cuando Mary Ann contaba dos años y medio la habían internado por una contusión. La
madre la había azotado, y declarado en ese entonces que la niña se había golpeado al resbalarse
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sobre un felpudo. Ambos progenitores dijeron que su hija había sido una niña «mala» desde que
tenía seis meses, y que desde el punto de vista de la disciplina constituía un problema cada vez
mayor. Mary Ann imitaba a su madre, la provocaba y la desafiaba en forma abierta. Se mofaba de
ella, la zahería, y decía cosas que la señora C. afirmó no haber osado decir nunca a sus propios
padres. Ellos la habrían «matado» si lo hubiera hecho. Un servicio para el cuidado del menor los
había derivado para que iniciaran el tratamiento, pero por ese entonces no lo siguieron. Un año
después la madre fue a una clínica de orientación pediátrica asistiendo a un total de cinco sesiones,
pero el tratamiento fue interrumpido tres meses después, cuando la pequeña fue golpeada y
hospitalizada. El castigo había sido administrado por ambos padres, aunque el señor C. insistió en
que la esposa lo había obligado a hacerlo. A menudo le retiraban la comida, y encerraban a la
pequeña en un armario en cualquier momento del día o de la noche, para que «se calmara». Se
sugirió que la señora C. la llevara a un lugar tranquilo cuando Mary Ann no respondía a los
esfuerzos de su progenitora por controlar sus arranques temperamentales. La señora C. se sintió
derrotada cuando, una vez más, trató de dejar sentado que era una persona buena y cariñosa, una
esposa y madre extraordinaria. Mary Ann había cuestionado esa imagen.
Los C. se habían casado cuando la señora C. tenía 19 años, y seis meses después ella había dado
a luz a John, ahora de cinco años. Mary Ann, la designada como paciente, tenía cuatro años, Jim
dos, Tim uno, y la madre estaba nuevamente embarazada. Por medio de un contacto reciente se
supo qué había dado a luz a su sexto hijo. en su séptimo año de matrimonio.
La historia de la madre
La señora C., de veinticinco años, era una mujer obesa aunque atractiva y locuaz. Era la sexta de
ocho hermanos. Por ese entonces, en el hogar de sus padres todavía vivía una hermana mayor,
soltera, y dos hermanos menores. Su padre era un mecánico calificado que, aunque trabajaba en
forma tenaz, con frecuencia había perdido todas sus ganancias en apuestas. Como resultado,
Leona, la hija mayor soltera, no sólo seguía siendo la fuente más confiable de ayuda económica,
sino que había cancelado la hipoteca que pendía sobre el hogar paterno. Aunque la señora C. se
quejaba de que sus padres la habían rechazado y explotado, era Leona quien, según su descripción,
manejaba la vida de todos con mano de hierro. También era ella quien dictaminaba quién recibiría
qué, y cómo debían ser tratados por los demás miembros de la familia.
La señora C. consideraba que había sido una hija buena y obediente, que siempre «sacaba la pajita
más corta». Recordaba que al comienzo de su adolescencia había sentido desapego por su familia,
y por períodos se sentía tan deprimida que llegó a considerar la posibilidad del suicidio. Recordaba
cómo se había metido en un auto, conduciendo durante horas enteras en «estado como de
amnesia», queriendo chocar el coche y matarse. Al egresar de la escuela secundaria trabajó como
secretaria hasta los diecinueve años, cuando la dejó embarazada un hombre casado. Cuando se lo
confió al señor C., se casaron al cabo de muy pocos meses de conocerse.
Sentía que su familia lo miraba al señor C. con desprecio porque no había terminado la escuela
secundaria. La familia de ella actuaba como si él no estuviera a su nivel, y nunca concedían a
ninguno el merecido crédito por sus esfuerzos. La muchacha se sintió profundamente lastimada
cuando al cumplir 21 años su familia no siguió la tradición según la cual le daban a cada hijo 100
dólares y un juego de muebles al casarse. Sintió que los trataban como parias. Quería tener ocho
hijos como su madre, a pesar de que ya tenía un hijo de cinco, Mary Ann, de cuatro, otro hijo de dos,
un tercer varón de once meses, y ahora estaba en el quinto mes de embarazo. La madre sufría de
fuertes cefaleas. Cuando Mary Ann tenía poco más de dos años, la señora C. fue internada para
realizarle un estudio, ya que también ella se quejaba de jaquecas.
224
La historia del padre
El señor C. era un hombre bajo, de físico magro, y tenía veintiséis años. Su padre había
abandonado a la familia y obtenido luego el divorcio. Ambos progenitores se habían vuelto a casar.
Sin embargo, el padre del señor C. lo había hecho con una mujer que sólo tenía cinco años más que
la señora C. El señor C. tenía tres medios hermanos de esa unión. El no quería repetir la experiencia
del matrimonio de sus padres ni su vida de hogar. Sentía que ellos siempre habían esperado
demasiado de él, y que a su vez lo habían explotado desde los doce años, pidiéndole dinero
constantemente. En cuanto a su madre, dijo: «demuestra su frialdad en forma amable». Le había
contado a su familia del primer embarazo de la señora C., y desde entonces nunca la aceptaron.
Desde su infancia había sido asmático, e incluso después de su matrimonio debieron internarlo. No
confiaba en nadie, y nunca había tenido relaciones demasiado amistosas con sus pares.
Relación conyugal
El señor C. tenía dos trabajos, uno de jornada completa y otro parcial, pero con frecuencia caía
enfermo, por lo que no podía trabajar en forma continua. La señora C. estaba sola gran parte del
tiempo, y sostenía que económicamente no era necesario que él tuviera dos trabajos. Rara vez
salían juntos, y el señor C. se sentía resentido porque la esposa objetaba que saliera con los
«muchachos» después del trabajo. Entregaba su dinero a la esposa, quien asumía plena
responsabilidad por el pago de las cuentas. Peleaban con frecuencia v de manera violenta; en varias
ocasiones, la señora C. lo había lastimado con unos alicates para uñas o con un cuchillo de cocina.
El le hacía muchas bromas, lo que enfurecía a su mujer. En el curso de las peleas el hombre la
cubría de vituperios e incluso insinuaba que era promiscua en lo sexual. La conducta de ella
oscilaba, entre mostrarse amante y afectuosa con su esposo, y denigrarlo y humillarlo. El señor C.
describió a su esposa como una mujer regañona, y un ama de casa puntillosa en exceso.
Sexualmente, la encontraba más exigente de lo que él mismo era. El marido no quería tener más
hijos, pero no podía discutir el tema en forma directa y abierta con su esposa. La señora C. creía
que él la quería tener siempre embarazada para que no se interesara por ningún otro hombre. Cada
uno de ellos se sentía explotado por el otro y por los hijos, ya que, a pesar de sus esfuerzos, no
recibían ninguna recompensa o gratificación para sí. Había frecuentes referencias a la posibilidad de
separarse.
En las sesiones con los abuelos maternos, a instancias del terapeuta, la señora C. trató de hablarle
a su madre de sus sentimientos de soledad al crecer; sentía que sus esfuerzos por ser útil en el
pasado nunca habían sido realmente apreciados. La abuela materna permaneció sentada en un
silencio helado, apartando el cuerpo de su hija. ¡Dijo que no sabía de qué estaba hablando esta, y
que nada de lo que decía era cierto! Aun cuando la señora C. rompió a llorar, la madre insistió en
que lo único de malo con la hija era que «la echaron a perder con mimos». Había tratado a cada uno
de sus hijos exactamente de la misma manera. Le dijo a los terapeutas que su hija no era tan
paciente y calma como lo había sido siempre ella con sus hijos. El abuelo materno coincidió a
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medias con su esposa, a pesar de que rara vez se hablaban, y durante muchos años no habían
vivido como marido y mujer. Trabajaba en el mismo sitio que el señor C., y sostenía que su yerno no
le gustaba.
Al cabo de varias sesiones, la abuela materna se negó a volver, alegando como razón sus fuertes
jaquecas. La señora C. rompió a llorar diciendo que, en lo tocante a su familia de origen, todo era
inútil. Airada, le manifestó al terapeuta que no tenía sentido tratar de mostrarse franca con sus
padres, y que nada cambiaría. Asignaba la mayor parte de las culpas a su hermana Leona, a quien
luego comparó con Mary Ann. Sentía que ambas eran iguales en las críticas y rechazo de que la
hacían objeto, y que siempre trataban de controlar la situación y manejarla a su manera. Sin
embargo sentía lástima por su madre, quien a su entender estaba por completo en manos de Leona.
Ella se sentía resentida porque su madre era usada como felpudo y maltratada por Leona y sus dos
hermanos menores. Entre tanto, el organismo para el cuidado de menores había resuelto ubicar a
Mary Ann en casa de los abuelos maternos.
Por añadidura, el señor y la señora C. insistían en que sus hijos eran maltratados por los parientes
de la señora C., con quienes vivían ahora. Querían que se les devolviera a sus hijos antes del
nacimiento del nuevo bebé. En el curso de las sesiones de terapia, ambos padres trataban a los
hijos con severidad y dureza. Hacían sonar los dedos insistiendo en que los niños se quedaran
absolutamente quietos en sus asientos, a pesar de que la sala era lo bastante grande como para
que los pequeños se movieran de un lado a otro.
En esa etapa del tratamiento, los esfuerzos centrales estaban dirigidos a ayudar al señor y la señora
C. a que se mostraran más abiertos y directos en relación con sus propias necesidades. La señora
C. tendía a hablar de todo lo concerniente a su marido y a convertirse en su vocero. El tenía
dificultades en aceptar que lo que dijese bien podría no interesarle a nadie. La cuestión de tener más
hijos era un tema que nunca se había aclarado entre ellos. La señora C. se mostró muy sorprendida
al enterarse de que su marido se sentía abrumado y sobrecargado por sus actuales
responsabilidades. El expresó el deseo de que su esposa se hiciera ligar las trompas, pero más
adelante se retractó diciendo que eso estaba en contra de su religión. No obstante, manifestó sin
que quedara lugar a dudas que con cada nuevo embarazo su esposa se ponía más irritable y
nerviosa.
El señor C. sostenía escaso contacto con su familia de origen; la señora C., aunque se reía de los
terapeutas que continuamente la instaban a que visitase o hablase por teléfono con su familia, no
obstante lo hacía. Ella relató los altibajos de esos contactos. Su padre asistió a unas cuantas
sesiones más cuando pudo hacerse de algún tiempo libre. Demostró el interés por su hija en forma
mucho más activa, pero por sobre todo se convirtió en una constructiva fuente de recursos para sus
nietos (y a menudo, también para su yerno).
Otro punto muy importante que enfocó la terapia fue la relación conyugal. La señora C. dijo que su
marido era bueno y generoso, pero que no podía asumir ninguna responsabilidad. Dejaba todo en
manos de su mujer, y sentía que se apoyaba en ella como un niñito. El dijo que siempre había sido
un solitario, y ahora las cosas le iban peor que nunca. «Un hombre que castiga a los niños es tan
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mal visto como un asesino». En el trabajo sus compañeros lo esquivaban, e incluso tenía que
almorzar solo. Comenzó a expresar en un torrente sus sentimientos pasados y presentes de no ser
amado, de ser usado y explotado, sobrecargado y abrumado por el trabajo. Cuando se quejaba, la
esposa se volvía hacia él para regañarlo, menospreciarlo y humillarlo, incluso durante las sesiones.
Ambos manifestaron con intensidad sus mutuos sentimientos de desesperación por un creciente
aislamiento, lo cual no sólo incluía el rechazo de sus familias de origen, sino también de los vecinos
y los pocos amigos de que la señora C. se había hecho. Todo eso era resultado de la difusión que
los diarios habían dado a su caso. ¡Se sentían parias, evitados como leprosos!
Durante el sexto mes de terapia, él terapeuta y el director del programa propusieron una reunión con
los abuelos y sus ocho hijos un domingo por la tarde, en casa de aquellos. Aunque los padres de la
señora C. y su hermana mayor aceptaron la idea, los demás hermanos se negaron a asistir, y la
reunión no se llevó a cabo. A pesar de ello, el señor y la señora C. habían aumentado su contacto
con los hermanos, antes «inaccesibles», incluyendo a una hermana del señor C.
Cuando los dos hijos mayores del matrimonio C. regresaron al hogar, los padres se sorprendieron
ante las reacciones de los niños hacia el nuevo bebé y hacia ellos mismos. Los pequeños tenían
problemas para dormir, incontinencia urinaria día y noche, y en general se veían tensos y ansiosos.
Los C. no asociaron esas respuestas con la tremenda prueba por la que todos habían pasado, sino
que culparon a los parientes maternos por las reacciones de los niños, como si hubieran descuidado
a sus sobrinos. El terapeuta se los señaló, y luego los ayudó a demostrar en forma más abierta su
amor hacia los pequeños, y tranquilizarlos.
Mary Ann había sido admitida en una guardería, y la señora C. tenía miedo de que la maestra se
mostrara demasiado permisiva cuando se enteró que dejaban que la niñita jugara con agua y se
embadurnara con pinturas. El terapeuta le explicó que de ese modo contribuirían a que Mary Ann
expresara sus sentimientos más apropiadamente. Al principio, la escuela informó que Mary Ann era
muy mandona con sus pares, y difícil de manejar. Al cabo de varios meses, la corte de justicia
permitió a Mary Ann pasar los fines de semana con sus padres. Ya no eran tantas sus exigencias, y
sus pataletas habían disminuido. De la niña rebelde que antes los rechazaba, pasó a ser ahora,
según la descripción de sus propios padres, una personita llena de amor por ellos y muy afectuosa.
Trató de ser más mamá que su propia madre en relación con el nuevo bebé.
La señora C. en realidad no creía que él temiera que ella podría volver a perder el control con los
niños. Pensaba que él tenía miedo de su propia cólera y posible pérdida de control. Ella se sintió
muy herida porque él no aceptaba los cambios que ella experimentaba, sintiéndose más calma y
amante hacia los niños y su marido. El tema de los posibles nuevos embarazos quedó sin resolver,
aunque por ese entonces el señor C. manifestó de modo directo que no quería más hijos. Ella se
había rehusado a hacerse coser las trompas de Falopio después del último parto, aunque el obstetra
estaba dispuesto a practicar la intervención.
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Fase final del tratamiento
La señora C. quedó embarazada nuevamente, y el señor C. abandonó a su familia. Las llamadas
telefónicas al terapeuta fueron en aumento a medida que se hacía sentir su depresión y
desesperación. El señor C. rechazó todos los ofrecimientos, incluso para que lo vieran por separado.
Cuando la señora C. expresó sus intenciones suicidas, se concertó rápidamente una visita al hogar
con sus padres.
La abuela materna, quien antes se había mostrado fría, negativista y a la defensiva en presencia
nuestra, ahora estaba mucho más suave y emocionalmente asequible. junto con el abuelo materno
instaron a la señora C. a que siguiera funcionando, e informaron que toda la familia seguiría
prestando su ayuda, tanto emocional como económica, con muebles, cuentas, etc. Por vez primera,
la señora C. se enteró de que su madre también se había hecho coser las trompas de Falopio.
Alabaron a la señora C. por sus esfuerzos como ama de casa y el modo en que manejaba a los
niños.
El abuelo materno incluso se ofreció a sostener una conversación con su hijo mayor acerca de la
conducta de su yerno, y considerar la posibilidad de una conversación «de hombre a hombre» con el
señor C. Ellos se sentían muy enojados por la conducta del señor C., pero el abuelo creía que su
hijo le impediría «llegar a las manos» con su yerno. De su posición anterior, según la cual las
dificultades de la familia C. no tenían nada que ver con ellos, pasaron a afirmar que harían todo
cuanto estaba a su alcance en favor de su hija y los niños de esta.
Las intenciones suicidas fueron manifestadas en forma franca en el curso de esta sesión, y fue
entonces cuando la abuela materna se volvió más demostrativa hacia la hija. Le rogó a esta que no
se desesperara: que la partida del señor C. no era el fin del mundo para ella.
Ella informó que aunque su marido no había vuelto al hogar después del nacimiento del sexto bebé,
se hizo coser las trompas de Falopio. Durante todo el embarazo siguió alentando esperanzas de
reconciliación. Sin embargo, cuando se enteró de que él se había ido a vivir con otra mujer y los
cuatro hijos de esta, comenzó a pensar en el divorcio. Sus padres la instaron a aceptar el hecho de
que todavía era una mujer joven, y de que su vida no había terminado sólo porque el señor C. la
hubiera dejado.
En una conversación telefónica de seguimiento, seis meses después, la señora C. informó que tenía
noticias, por boca de su cuñada, de que el señor C. estaba interesado en reconciliarse. Comenzó a
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visitarla a ella y los hijos, lloraba al abrazar al bebé, y decía que se sentía muy solo y los extrañaba.
Les ofreció dinero y hacerles unos trámites, y por primera vez les _dio un número de teléfono donde
lo podían encontrar.
Desde la última sesión de terapia familiar y el nacimiento del último hijo, la señora C. había perdido
más de 18 kilos. Ella expresó abiertamente sus deseos y, por medio de los tribunales, hizo esfuerzos
por reconciliarse con su marido, creyendo que la reconciliación era inevitable porque ambos habían
cambiado tanto. En particular, ella sentía que ambos eran ahora seres mucho menos coléricos y
explosivos. De todas maneras, no negó el hecho de estar aún muy herida por el abandono de su
marido. Ahora se sentía lo suficientemente fuerte como para ayudarlo a aceptar el hecho de que
ambos se habían visto abrumados por las responsabilidades emocionales y económicas en relación
con los hijos. Para la señora C., uno de los aspectos más sorprendentes de la actual situación fue el
hecho de enterarse de que su suegra y su suegro también apremiaban al señor C. para que
regresara con su esposa e hijos. Por primera vez, ambas familias de origen se mostraban
asequibles y apoyaban de modo manifiesto su matrimonio.
En cierto nivel, ella intentaba demostrar que era tan competente y afectuosa con sus hijos como lo
había sido su madre, y también quería tener ocho hijos. En tanto que la actitud de su madre hacia
ella era abiertamente no gratificante, la señora C. anhelaba una mayor proximidad con ella, y
muestras de afecto. Por medio del tratamiento multigeneracional, la base subyacente de cólera y
desesperación por el hecho de ser explotada (proyectada en todos los hijos, no sólo en Mary Ann)
pudo reencauzarse y finalmente reestructurarse con todos los miembros de su familia de origen. Las
jaquecas de su madre comenzaron a disminuir a medida que las dos mujeres iban comparando
muchos sentimientos personales sobre sus vidas.
En apariencia, Mary Ann estaba exteriorizando los lazos negativos de lealtad no resueltos hacia sus
padres. Ella nunca les había revelado su sí-mismo «malo». Al entregar a Mary Ann en manos de sus
padres, ella parecía esperar que la vieran como la hija buena y leal que había tratado de ser. Era su
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manera perversa de tratar de reequilibrar su ira asesina por haberse sentido explotada y poco
apreciada en el pasado. Como se había ocultado esos sentimientos a sí misma y también a sus
progenitores, ella nunca había podido acordarles el debido reconocimiento por todo lo que habían
tratado de darle.
Tanto la señora C. como Mary Ann, en cierto sentido procuraban siempre ayudar a sus padres a
conciliar sus dificultades conyugales. Otro cambio importante estribaba en que Leona, quien había
estado encuadrada en el rol de «objeto malo, tendiente al rechazo», se convirtió en fuente central de
recursos para la señora C. y sus hijos. Leona había sido la mártir abnegada que se había privado de
tener marido e hijos para cuidar y apoyar a sus ancianos padres. Hacia el final del tratamiento,
Leona salió del rol de «ogro» que controlaba a la familia y disminuyeron sus esfuerzos competitivos
hacia sus propios progenitores, en especial el padre.
Saltaba a la vista que la desconfianza provenía de un nivel aún más profundo, como consecuencia
de la anterior experiencia en sus vidas. Ambos alentaban profundos sentimientos de desvalorización
e insuficiencia. La situación actual confirmaba sus propios sentimientos de «maldad». Ante cualquier
comentario o indagación del terapeuta se reaccionaba con recelo, y se lo interpretaba como una
«crítica». El terapeuta de continuo tenía que adoptar una actitud de aceptación, interés y
preocupación por todo el mundo, a la par que les hacía aceptar cambios en sus relaciones.
Al principio hubo mucha proyección de «maldad» sobre Mary Ann y los otros hijos. Los progenitores
también intentaban manipular al terapeuta respecto de la asignación legal de los niños. Tuvo que
aclararse rápidamente que no había relación directa con ningún ulterior procedimiento legal. Aunque
se recomendaba el tratamiento psiquiátrico como parte del proceso legal, la aceptación de la terapia
familiar era una opción voluntaria. El hecho de que el organismo para el bienestar del niño
representara a la familia en los tribunales ayudaba a separar la labor psiquiátrica de los
procedimientos de asignación de los niños.
230
Comenzó a esbozarse una confianza básica hacia el terapeuta después de incluirse a los abuelos
maternos en varias sesiones, y la señora C. pudo hablar en forma más abierta con sus padres sobre
el hecho de ser explotada y tratada injustamente. Esto no se logró con facilidad, en especial en lo
que se refería a la madre. Esta parecía no oír a la hija, o bien desmentía en su totalidad lo que
aquella decía. Cuando la señora C. trató de decirle a la madre que nunca había sentido que
reconocieran lo que había hecho para ayudar en su hogar. la progenitora respondió esto: «Siempre
fuiste una mimada, y se te dio todo lo que querías». A medida que el terapeuta ayudaba a los
componentes de la familia nuclear y extensa a que investigaran esos mitos emocionales, ellos se
vieron posibilitados de levantar algunas de las barreras que les impedían sentirse involucrados de
modo auténtico y asequibles el uno hacia el otro.
Otra área central que al principio se vio «cerrada» fue la de la relación conyugal. Los cónyuges se
presentaron a sí mismos como formando parte de una pareja amante, afectuosa, llena de intimidad
sexual. Sin embargo, a los pocos meses de verse obligados a enfocar sus propias necesidades y
obligaciones, además de los problemas de los hijos, pudieron sacar a relucir la decepción (y la ira)
mutua, a la que se le había restado importancia, o negado.
Los terapeutas alababan con frecuencia los esfuerzos de la familia para comunicarse en forma
directa el uno con el otro y con los propios padres y hermanos acerca de sus anhelos y deudas.
Para ellos era difícil creer que alguien pudiera de veras interesarse en lo que pensaban o sentían. Al
parecer, nadie entendía realmente su soledad o desesperación, ni esperaba un mayor control de su
ira agresiva. Aunque el terapeuta nunca les «dijo» lo que debían hacer, se discutieron métodos
alternativos para satisfacer las necesidades de cada uno, como padres y como esposos.
Se logró que la pareja analizara por primera vez los embarazos múltiples y la carga excesiva que
recaía sobre ambos; se discutieron los problemas económicos, y la señora C. ayudó a su marido a
que aprendiera a hacer cheques y pagar mensualmente cada cuenta que llegaba. Otra esfera
importante se centraba en la necesidad de que la señora C. le definiera al señor C. su necesidad de
que se mostrara asequible hacia ella y los niños, demostrándole que ella podía cubrir los gastos del
hogar con los ingresos de un solo puesto del marido, en lugar de que él trabajara además cuatro o
cinco noches a la semana. La mujer interpretaba esa conducta del marido como un rechazo de la
familia. El señor C. insistía en que tal era su concepción del esposo que respondía de manera a las
necesidades de su mujer e hijos. Posteriormente, ambos tomaron conciencia de que los dos se
sentían explotados y usados. El hombre sentía que no estaba recibiendo nada, después de tomar a
todo el mundo a su cuidado, y con frecuencia se enfermaba, con lo que le era imposible cumplir con
ninguno de sus dos trabajos.
El señor C. identificaba de modo abierto a su esposa con su propia madre, quien, a su entender, se
había aprovechado de él; y le resultaba imposible diferenciar entre ambas mujeres. El comenzó a
buscar la compañía de un tío paterno que era corredor de apuestas, usaba coches y ropas costosas
y vivía «la vida despreocupada de un soltero, aunque estaba casado». Se sentía rechazado por su
propia familia y la de su esposa, y era imposible ayudarlo a reestructurar esos sentimientos, a pesar
de los esfuerzos de sus parientes políticos para brindarle apoyo emocional.
En todas esas diversas relaciones, él seguía asumiendo una actitud crítica y poniéndose a la
defensiva. Durante el sexto embarazo de su esposa, abandonó abruptamente a su familia y se fue a
vivir con otra mujer y sus cuatro hijos. En apariencia, él se sentía tan agotado emocionalmente que
consideraba justificado el abandonar a todo el mundo. A pesar de los esfuerzos del terapeuta por
verlo a él solo y los intentos de la corte de justicia por lograr una reconciliación, él se negaba a
responder. Luego fue encarcelado, por falta de apoyo. Incluso se negó a visitar a su esposa en el
231
hospital tras el nacimiento del bebé, aunque firmó los papeles necesarios para la ligadura de
trompas.
Además, el organismo para el cuidado del niño, los tribunales y la clínica psiquiátrica, si bien
apoyaban por completo dicho esfuerzo, alentaban determinadas expectativas con respecto a los
resultados terapéuticos. En la mayoría de los casos, se requiere que las familias se comprometan
voluntariamente en relación con el tratamiento, sea cual fuere la fuente de remisión. En esta
situación, la familia acudía a insistencia de todas esas instituciones, médicas, legales y sociales. Era
aún necesario lograr que la familia asumiera un compromiso personal respecto de la terapia.
Aunque se reiteró a la familia que el terapeuta no incidía de modo directo en las decisiones del
organismo y la corte, era comprensible que los progenitores lo pusieran constantemente a prueba,
en relación con decisiones sobre visitas a los niños, o la fecha de regreso al hogar de cada uno de
ellos. El terapeuta halló a padres e hijos físicamente atractivos y agradables, y parecieron colaborar
en forma franca con las sesiones de terapia familiar. No puede negarse que en el curso de las
primeras semanas hubo un exceso de ansiedad y tensión, tanto para el terapeuta como para la
familia. Ser «aceptado» en la vida privada de una familia ya es por sí una tarea difícil; sin embargo,
tantos profesionales se habían ya «inmiscuido» con esa familia que sus miembros no estaban nada
deseosos de que otro extraño lleno de curiosidad los interrogara sobre sí mismos o sus familias de
origen.
Al comienzo los niños se mostraron tranquilos, obedientes, y tendían a pegarse a sus padres en
lugar de explorar la unidad, como hacen la mayoría de los pequeños. El señor C. se presentó ante el
terapeuta como un muchachito tonto, un ser dócil, sumiso y condescendiente que sólo podía
responder con monosílabos. La señora C. se mostraba tensa, reservada, y respondía a las
preguntas llena de recelo: «¿Por qué era importante enterarse de cosas sobre sus antecedentes
personales o la historia de su familia?». A veces actuaba como si no supiera la respuesta o daba a
entender que a su modo de ver no había ninguna conexión entre sus relaciones conyugales y las
que sostenía con sus propios padres, y su conducta extrema hacia Mary Ann. Ambos exigían a los
niños que se abstuvieran de cualquier actividad o movimiento, aunque el terapeuta los exhortó a
permitirles actuar con tanta naturalidad como en su propio hogar. Los progenitores hacían
castañetear los dedos para pedir obediencia inmediata cuando algún niño se movía o quería ir al
baño. Lanzaban órdenes como ladridos, y daban a los niños tirones o empujones en vez de decirles
con firmeza qué se esperaba de ellos.
En forma manifiesta, ninguno de los dos padres parecía sentirse especialmente culpable o
perturbado por las reacciones que Mary Ann pudiera tener hacia cualquiera de ellos. Lo interesante
era que en el curso de las sesiones Mary Ann se mostraba muy afectuosa hacia los progenitores. Si
bien estos últimos nunca dijeron que Mary Ann «se merecía» el tratamiento que había recibido,
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dieron a entender que con su conducta mala, desafiante y provocadora, sus burlas y sarcasmos,
había justificado el castigo. Era como si Mary Ann fuese la agresora y los padres las víctimas
desvalidas que se habían tomado «apropiadas» represalias. El único tema que hacía que las
lágrimas afloraran a los ojos de la señora C. era el sentirse rechazada y «usada» por sus padres y
hermanos.
Al describir sus vidas, pudo apreciarse que no habían sufrido grandes carencias físicas o
emocionales: la señora C. era una excelente ama de casa; los hijos estaban bien alimentados y
vestidos. Los ingresos eran adecuados para su nivel de vida. No había problemas graves de salud.
En comparación con otras familias vistas en el curso de la terapia familiar, parecía no haber
excepcionales presiones externas que explicaran su conducta extrema hacia Mary Ann. Ninguno de
los progenitores había sido objeto de castigos físicos máximos cuando eran pequeños. En realidad,
el terapeuta los halló muy similares a otros jóvenes padres que luchaban con los problemas de
familia.
El embarazo previo al matrimonio se había mantenido en secreto ante la familia de la señora C.,
aunque su marido se lo había revelado a la suya. Incluso el número y cercanía de los embarazos, o
el deseo de tener más hijos, no parecía diferir de manera significativa del propio de las familias
católicas tradicionales. El principal factor de descontento y quejas era la conducta de su única hija, la
ausencia del señor C. a causa de sus dos empleos, y, por último el grado de aislamiento y rechazo
de que los hacían objeto sus familias de origen.
En el curso de las sesiones sostenidas en la clínica o durante sus visitas al hogar, el terapeuta no
vio ninguna exhibición de cólera o violencia excesiva entre los miembros de la familia. La expresión
facial fría y pétrea, la rígida postura del cuerpo, la verbalización restringida y la aparente
inaccesibilidad de la abuela materna le daban al especialista una pista básica del grado de
desesperación que podía haberse acumulado para estallar con violencia sobre Mary Ann. Sin
embargo, ambos abuelos aceptaron la decisión del organismo a cargo, de ubicar a la nieta en su
hogar.
Durante los seis primeros meses, la señora C. se mostró cauta y recelosa frente al terapeuta. A
veces, el señor C. parecía expresar disculpas como un niñito poco locuaz, pasivo y sumiso por no
saber leer ni escribir demasiado bien, razón por la cual su esposa tenía que llenar los cheques y
manejar todas las finanzas. Al terminar la sesión, espontáneamente abrazó al terapeuta y dijo:
«Nadie se interesó jamás por saber qué pensaba o sentía yo. Siempre que hablaba, parecía decir
algo equivocado. No sé por qué usted dice todo el tiempo que para mí es importante hablar de mí
mismo y de mi familia». Dijo que desde la infancia hasta entonces se habían reído de él, o lo habían
ignorado o explotado.
Durante muchos meses, se vio en el terapeuta un extraño entrometido que quería obtener de los
integrantes de la familia respuestas cada vez más frecuentes y apropiadas. Fue necesario, para el
profesional, que definiera de continuo la conducta de los niños como apropiada para su edad o
comprensible en función de sus experiencias traumáticas y la separación forzosa de sus padres.
Otro ejemplo de la reacción de la familia hacia el especialista tuvo lugar cuando este fue a buscar a
los abuelos para llevarlos a la casa de su hija (en el momento en que la señora C. expresaba deseos
suicidas). Yo estaba sentado en el living de su casa, pero me ignoraron por completo los hermanos
que entraban y salían de la habitación, sin contestar mi saludo. Era como si yo no existiese.
Como terapeuta, reafirmé mi postura ante ellos, tranquila pero firmemente; insistiendo en
impulsarlos a todos a participar en forma activa con los demás; pero en mi interior tenía conciencia
de que estaban poniendo a prueba mis propias limitaciones, personales y profesionales. Mi principal
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fuente de aliento y apoyo procedía del director de la clínica. El reforzó especialmente mi confianza
cuando se ofreció a actuar como mi coterapeuta un domingo por la tarde, si se nos daba la
oportunidad de encontrarnos con los abuelos maternos y los siete hermanos. El tratamiento de esta
familia ponía a prueba nuestra creciente comprensión y convencimiento del valor del enfoque
multigeneracional.
De todos modos, el señor C. era incapaz de aceptar los esfuerzos de sus parientes políticos en pos
de una reconciliación. Seguía siendo muy desconfiado, fijado demasiado rígidamente a la idea de
que su esposa y la familia de esta, como la suya, continuarían tratando de explotarlo. El terapeuta
no pudo ayudarlo a superar su esencial falta de confianza en nadie. En ese sentido, puede
considerarse que el señor C. exhibió una reacción terapéutica negativa, ya que se negó a volver a
someterse a terapia. Tampoco podía aceptar el hecho de ser «adoptado» por sus parientes políticos.
Seguía sosteniendo un vínculo de lealtad negativo con su familia de origen, y se tomaba represalias
sobre su esposa e hijos. Sin embargo, en las conversaciones telefónicas de seguimiento sostenidas
un año después, la señora C. dijo que había esperanzas de reconciliación: «Nunca pensé que viviría
el momento en que mis suegros le dirían a mi marido que fuera a casa con su esposa e hijos».
El mayor cambio tuvo lugar entre la señora C. y su familia de origen. De la persona desconfiada,
iracunda y regañona que era antes, se convirtió en un ser mucho más activo, abierto y afectuoso. No
sólo comenzó a hacerse de amigos entre los vecinos, sino que restableció contacto con un grupo de
mujeres con quienes había ido a la escuela. La mejoría más pronunciada no sólo se dio en relación
con los hijos, sino con sus padres y hermanos. Tras hacer un nuevo balance de las cuentas de
explotación, se mostró más franca y respondió a los esfuerzos que hacían por verla, estar con ella y
ayudarla en lo material. A su vez, se puso a disposición de sus padres y hermanos, dejando de lado
su anterior actitud, exageradamente distante, para mostrarse interesada y preocupada en forma
activa por ellos.
Sus modales y aspecto acusaron notables diferencias. Su actitud, que antes era colérica y
malhumorada, siempre a la defensiva, se hizo más expresiva de su afecto y su buen humor. Hubo
234
muchos períodos malos, signados por la desesperación; hizo frecuentes llamadas telefónicas al
terapeuta, de noche y durante los fines de semana, pero se «recuperaba» con mayor rapidez.
Aunque expresando sentimientos ambivalentes respecto del abandono en que la había sumido el
señor C., sintiéndose herida y colérica, abrigaba la esperanza de que este se convenciese de que
ella había cambiado. Declaró que el marido temía sus incontrolables arranques temperamentales en
el pasado; pero ahora se sentía muy distinta. Creía que era el propio miedo que el marido tenía de sí
mismo lo que le impedía volver con ella y los hijos. Sentía que en realidad él los amaba y necesitaba
a todos, y que a la postre volvería.
Conclusiones
En esta familia nuclear, la impresión inicial fue que el señor y la señora C. habían sido conminados
al destierro por ambas familias de origen. La ira que habían acumulado en el curso de tantos años
de ser usados y explotados se había descargado con poca culpa aparente en su pequeña hija, Mary
Ann. De diferentes maneras, ambos sentían que habían sido usados y explotados, o que se habían
mostrado demasiado asequibles para con sus padres, recibiendo muy poco a cambio. Las heridas y
cólera que ambos sentían, y la desesperación que arrastraban desde el pasado, había sido negada
mutuamente o bien le habían restado importancia. El antiguo campo de batalla se convertía ahora
en el escenario donde entraban a jugar sus hijos. La relación conyugal era de intimidad y afecto,
según se la presentó. A su vez, se habían vuelto inasequibles para sus familias de origen, y el uno
hacia el otro.
De todos modos, las palizas aplicadas a la niña hacían aflorar de manera inevitable las dimensiones
de sus vínculos de lealtad negativos, negados y no resueltos con las familias de origen. Ambos
insistían en que no podían recurrir a sus familias en su lucha por satisfacer las necesidades que se
planteaban de manera responsable y constructiva. Tampoco tenían deseos ni capacidad para
mostrarse asequibles en relación con sus padres. Cuando la justicia intervino en el caso, los abuelos
maternos y hermanos se llevaron a los niños a su casa. Sin embargo, lo hicieron llenos de tensión;
incluso los cuidados físicos eran algo que los parientes brindaban con renuencia. Recién en el curso
de la terapia familiar se enfrentaron en profundidad esas dimensiones múltiples. El tratamiento no
sólo se concentraba en la relación conyugal y paterna, sino que también incluía los sistemas
familiares originarios, tanto del señor como de la señora C. Se intervino en forma directa
buscándose la inclusión de todas las personas importantes y accesibles en-sus familias de origen.
Se incluyó a los abuelos maternos en las sesiones, se hicieron visitas al hogar, y se dirigieron cartas
y llamadas telefónicas a los hermanos casados y solteros.
Como resultado de la apertura de esas relaciones a un examen más detenido de las deudas y
obligaciones negadas (es decir, las dimensiones ocultas de lealtad), el terapeuta los ayudó a
combatir el mito de la desesperante inaccesibilidad. El interés y preocupación de los terapeutas
proporcionaban un modelo para que todos los integrantes de la familia extensa enfrentaran las
desesperantes necesidades de dependencia no satisfechas entre los C., y entre sí. El enfoque
multigeneracional obligaba a la familia a revertir el proceso destructivo que había ido
desarrollándose durante varias generaciones. Hasta cierto punto salió a relucir el divorcio emocional
entre los abuelos maternos, que había afectado a todos los hermanos. Esto les brindó la oportunidad
de mostrarse más accesibles, adoptando una conducta de mayor vinculación y apoyo mutuo.
El terapeuta fue usado como padre sustitutivo en la indagación de las relaciones existentes,
caracterizadas por su pobreza. Sin embargo, la relación terapéutica sólo puede ser un sustituto
temporario de las relaciones vitales en que las familias se verían inmersas en su existencia futura. El
proceso de reconstrucción incluía la «eliminación» de fijaciones y cuentas no resueltas, pero, en
esencia, ayudó a reestructurar los vínculos y lazos ocultos de lealtad que existían entre todos los
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miembros de la familia. Más que mantenerse cada uno en un estado de irremediable desesperación
o gran carga de culpa, se brindó una oportunidad para restaurar una relación más constructiva y
llena de apoyo entre las generaciones.
Como se presentan fragmentos de las tres fases, los autores efectúan sus comentarios desde
distintos puntos de vista:
1. El modo en que la familia nuclear, así como las familias extensas paterna y materna, se revelaron
por primera vez, y la naturaleza de las relaciones dentro de esa familia específica.
2. La manera en que cada miembro se veía a sí mismo como individuo dentro de la familia; el modo
en que los integrantes de la familia se veían el uno al otro.
3. Las conductas manifiestas en su transacción durante las sesiones, consideradas en el contexto
de la agenda oculta; es decir, la jerarquía de expectativas y compromisos mutuos, y asumidos
respecto de las familias de origen.
4. Los métodos del equipo terapéutico en función de sus intervenciones y respuestas, que
permitieron que tuviera lugar una «adopción» mutua entre los terapeutas y la familia.
5. Y, finalmente, los cambios resultantes en todos los miembros de la familia, no sólo desde el punto
de vista de los terapeutas sino (lo que es más importante) tal como cada integrante percibía su
propio crecimiento y el de los demás; confirmación consensual sobre la cantidad de aspectos
fragmentarios ocultos de los sistemas familiares originarios de cada uno que se integraron y
unificaron.
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En otros capítulos, hemos definido los conceptos fundamentales y la aplicabilidad del conocimiento
respecto de los compromisos de lealtad visibles e invisibles existentes en los sistemas familiares.
Examinamos los conceptos de lealtad en la familia actual y hacia la familia de origen, incluyendo las
ideas de endeudamiento y reparación. También hemos reseñado los vínculos ente los sistemas de
lealtad ocultos y la asignación de roles, tales como los de chivo emisario y la parentalización.
Analizamos los síntomas en función de su temprana desaparición en el miembro designado
paciente, en tanto que se registraron otros síntomas en los demás integrantes de la familia. Estos
informaron sobre la existencia de nuevas áreas de dificultad, más importantes, y distintas de las que
originariamente los hicieron emprender el tratamiento. Deben considerarse muchos factores en el
contexto familiar, como las dimensiones generacionales y las diferencias sexuales, ya que
contribuyen a que una familia defina nuevas metas para sí.
El trabajo con una organización multipersonal tal como una familia plantea exigencias fuera de lo
común a todos sus miembros, así como a los terapeutas. Aun cuando el material clínico de este
capítulo se examinará en los distintos niveles antes mencionados, sólo pueden enfocarse los puntos
más reveladores. Fue mucho lo que tuvimos que aprender de una sesión a la otra. Incluso, al
terminar la terapia una considerable cantidad de áreas quedaron sin explorar. Un importante
volumen de transacciones en el curso de las sesiones se soslayaron, interpretaron en forma
errónea, o debieron «desentrañarse» en el curso de nuestras discusiones entre una sesión y la
siguiente. Tuvimos que esperar meses enteros para obtener material adicional que ilustrara
determinada pauta de relación. A veces tuvimos que «combatir» nuestras reacciones individuales,
tanto personales como profesionales, o tuvimos que ayudarnos mutuamente para volver a funcionar
como equipo, tanto en nuestro sentir como en nuestra comprensión de las cosas. En ocasiones, la
conducta desarrollada durante las sesiones era tan turbulenta que no quedaba suficiente energía
para preocuparse demasiado por las posibles implicaciones o significado de la conducta de la
familia.
Finalmente, lo que ayudó a esa familia y también a nosotros fue un sólido denominador común: la
decisión mutua de enfrentar y preelaborar compromisos de relación más profundos. Con el tiempo,
tanto la familia como nosotros pudimos enorgullecernos de sus progresos como resultado de ese
esfuerzo realizado en colaboración, difícil pero gratificante.
El trabajo efectuado con esa y otras familias durante estos años nos permitió descubrir dimensiones
nuevas y más importantes, y elaborar formulaciones teóricas sobre las relaciones familiares y su
funcionamiento por medio de una agenda familiar oculta, en el sentido de que el compromiso de
lealtad inconciente de cada miembro hacia su familia de origen estructura la naturaleza y cualidad de
las relaciones familiares trasmitidas de generación en generación, tanto en actitudes como en
conducta. Los conceptos de lealtad familiar y endeudamiento ayudaron a los terapeutas y la familia a
comprender el sentido de la conducta, no sólo dentro de la familia nuclear sino también entre las tres
generaciones.
Al principio una familia puede parecer desapegada, indiferente y falta de involucración con ambas
familias de origen, o describir en forma destructiva la conducta negativa entre las familias. En el
contexto de un sistema de lealtad familiar, una adolescente drogadicta, en apariencia desleal y
desafiante, no es sólo la hija rebelde que trata de afirmar su independencia frente a los padres.
Aunque la conducta sea abiertamente autodestructiva, sigue poseyendo valor funcional y, por
consiguiente, representa una manifestación de lealtad hacia su familia. Su conducta puede
revitalizar y dotar de interés al matrimonio de sus padres, signado por el desapego y la inercia; su
comportamiento negativo moviliza a las autoridades escolares y legales, o sea los recursos sociales
que pueden ayudarla a ella y a la familia en su actual situación. Dichas autoridades pueden utilizarse
como autoridad paterna sustituta, cuando la familia no puede ejercerla. De manera inconciente, la
237
conducta de la jovencita puede ser el medio del que se vale para obligar a los progenitores a
demostrar interés, preocupación e involucración con cada integrante de la familia. En forma
manifiesta, aparece como un mecanismo negativo o destructivo. Por detrás de dichos esfuerzos se
da la lealtad hacia un sistema familiar que ayuda a estimular de nuevo las respuestas vivificantes y
aumenta la involucración. Se lleva a esa hija a pagar una deuda oculta, supuesta o imaginaria.
Antes de presentar la historia familiar, con el respectivo material clínico y comentarios, desearíamos
formular algunas apreciaciones generales sobre la familia y nuestras consideraciones teóricas
iniciales.
La familia P. era una familia de clase media que luchaba por progresar y demostraba preocupación
por los valores humanos y el mejoramiento de las relaciones familiares. Su meta se dirigía hacia la
educación, en vez de orientarse hacia los aspectos materiales o las posesiones. Constituían una
familia de personas inteligentes, físicamente atractivas, que funcionaban bastante bien en el mundo
ocupacional y económico, aunque no mantenían relaciones sociales.
En el mundo interno de esa familia había ya casos de internación psiquiátrica, de uno de los
progenitores y un hijo. Se revelaba aislamiento o exceso de involucración, falta de diferenciación
personal, y hubo intentos de suicidio y gestos homicidas. En el curso de las sesiones se
desarrollaron algunas escenas de violencia física. El torrente de vilipendios e imprecaciones
verbales parecía interminable.
Cabe esperar que el material revele el modo en que esos vínculos y compromisos de lealtad hacia
las familias de origen, manifiestamente negativos, afectaban el funcionamiento de esa familia. Por
detrás de los deseos de cambio en sus relaciones había anhelos no resueltos de mejorar las
relaciones con la familia de origen de cada uno. El cambio en todos los componentes de este
sistema de familia nuclear produjo una modificación simultánea en las relaciones con la familia
extensa. Con el tiempo, al poder asumir nuevos compromisos mutuos, con una conducta más
responsable y llena de apoyo, pudieron reequilibrar en forma constructiva sus obligaciones y
compromisos de lealtad hacia sus ancianos padres y sus hermanos.
Los fragmentos de las sesiones que hemos seleccionado ilustran la manera en que los integrantes
de la familia se veían a sí mismos y veían la conducta de los demás. Se compiló una historia útil
desde el punto de vista dinámico de la familia como grupo, al compartir sus pensamientos y
sentimientos sobre la familia de origen de cada uno. Cada miembro de la familia describió sus
sentimientos sobre los abuelos vivos y los hermanos paternos o maternos, así como su sentir hacia
los difuntos. (La madre del señor P. había fallecido unos siete años antes, y el padre de la señora P.
unos dos años antes.)
Durante los primeros meses, y de manera esporádica durante los primeros años, las sesiones fueron
caóticas. A veces el ruido llegaba a niveles intolerables, debido a los gritos, aullidos, bofetadas,
golpes y llanto, en particular entre Anne y su padre. Esto, de por sí, puso a prueba la capacidad de
los terapeutas para aceptar su conducta infantil. Aun cuando los padres actuaron en forma
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irresponsable y procuraron desentenderse de su rol ejecutivo como tales, los terapeutas tuvieron
que exigir en forma reiterada que la familia se concentrase en cuestiones específicas. La orden del
día era insistir en que los padres se encargaran de controlar a los integrantes de la familia, de modo
de poder analizar la conducta y los hechos producidos dentro y fuera de las sesiones. No era asunto
fácil, ya que todos hablaban a la vez y nadie oía a los demás.
Aun cuando los hijos hacían esfuerzos esporádicos por emanciparse física o emocionalmente,
pronto fue evidente que no recibían apoyo, y que sus intentos eran socavados. Como el hierro ante
los imanes, de continuo eran empujados otra vez al redil familiar, hasta que la señora P. pudo abrir
su «caja de Pandora» y expresar sentimientos más auténticos durante las sesiones. En una de las
iniciales, cuando se le preguntó por qué era incapaz de revelar sus sentimientos íntimos, respondió
en forma gráfica: «en mi interior hay cajas dentro de otras cajas, y si todas se abrieran, explotaría mi
matrimonio y mi familia».
Es de esperar que los extractos clínicos, que no son otra cosa que puntos reveladores típicos,
podrán ilustrar los cambios producidos en las sesiones. Se darán ejemplos de la participación y
comentarios de los terapeutas, pero se recuerda al lector que buena parte de nuestras reflexiones se
produjeron fuera del contexto de las sesiones. En la fase inicial del tratamiento, con frecuencia
tuvimos que recobrar primero nuestra propia ecuanimidad, y luego, como equipo, planear en forma
activa nuestra estrategia. En ocasiones no sabíamos siquiera si la familia quería o no mejorar, o si
volvería al consultorio. A menudo parecía estar en juego nuestra propia integridad emocional y la
supervivencia de la terapia. Pero el equipo terapéutico y la familia comenzaron a «adaptarse»
mutuamente después de la séptima sesión, cuando la familia comenzó a exhibir algunas mejorías
funcionales.
Lucille y Anne, que al comienzo menospreciaron y pusieron en ridículo a los terapeutas, al iniciar el
segundo año nos trajeron masitas y bizcochos hechos especialmente para nosotros. También
informaban con tremendo orgullo acerca de cualquier logro, personal, social o intelectual, exigiendo
y esperando reconocimiento tanto de nosotros como de sus propios padresl Ese toma y daca
proseguía a pesar de que Anne experimentaba una continua necesidad de desvalorizar verbalmente
a la terapeuta del sexo femenino: «Su maquillaje era de un color equivocado; sus vestidos eran
siempre de tonos apagados, y nunca estaban a la moda; sus zapatos eran de una forma que no le
sentaba, etc.». A menudo, el saludo en la sala de espera era «¡Por qué no te mueres, vieja brujal».
Esos comentarios, además de expresar su lealtad familiar, implicaban que Anne era el vocero
familiar en su forma negativa de expresar afecto.
Historia de la familia
La familia P. fue derivada a terapia porque Anne, de quince años, designada como la paciente,
había sido presa de gran agitación en el curso de su terapia individual. Había tomado un cuchillo y
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amenazado con matarse o dar muerte a su padre, y debió ser internada. A los trece años, edad a la
que había iniciado el tratamiento, sus síntomas eran: «tiene pataletas en el hogar, se chupa el
pulgar, roba a los padres, posee intensos sentimientos de desvalorización y falta de autoestima, sus
relaciones con los pares son deficientes, y tiene talento para manipular a otras personas». Dotada
de inteligencia superior, sus calificaciones, antes sobresalientes, habían bajado de manera abrupta,
siendo aplazada en algunas materias. Se la describió como emocional y físicamente inmadura (aún
no menstruaba).
El señor P., de cuarenta años, era el hijo menor y el único varón en su familia de origen (una
hermana le llevaba ocho años, y otra doce). Manifestó que su madre le había exigido mucho desde
el punto de vista académico, queriendo que fuera «mi hijo el doctor». Describía la relación como
«áspera pero indulgente», y sentía que no había logrado satisfacer las expectativas maternas.
Siempre creyó que su padre se interesaba más en él, pero en verdad nunca estuvieron muy cerca
uno del otro. A sus ojos, su padre era un hombre poco práctico al que su esposa tenía a mal traer:
un ser nervioso que tendía a aislarse de su familia. Durante sus años de universidad, el señor P.
sufrió su primera crisis nerviosa y obtuvo permiso para tomarse unas vacaciones. Al cabo de unos
pocos meses de servicio militar se lo dio de alta, debido a su extrema angustia y reacciones
paranoides. Finalmente, volvió a cursar sus estudios, tomando clases nocturnas y trabajando de día,
con lo que obtuvo el título de bachiller universitario en ciencias. En los primeros años de matrimonio
siguió trabajando en pos de la licenciatura en matemática. Sin embargo, durante el primer embarazo
de su esposa fue internado a causa de un agudo episodio psicótico. La señora P., de 39 años, tenía
dos hermanos: un varón que le llevaba cuatro y una mujer dos años menor. Su padre había fallecido
dos años antes. Sus progenitores, al igual que los del señor P., tenían un pequeño negocio en el
barrio. La vida del señor y la señora P. se había visto muy afectada por el hecho de que sus padres
pasaran tantas horas en sus respectivos negocios. Los progenitores trabajaban arduamente y tenían
que amoldarse en demasía a las exigencias de sus clientes a fin de obtener seguridad para sí y sus
hijos. La señora P. sentía que su madre siempre se había mantenido inaccesible para ella, y que
esperaba que ella misma le fuera de gran ayuda, tanto en el negocio como en el hogar. Su hermano
era el preferido de la madre, y su hermanita, la «favorita» de la familia. Se había sentido más cerca
de su padre, y se mostraba protectora para con él, aunque lo consideraba el más débil de los dos
progenitores. Lo describió como el «pacifista» en la familia de origen, y ahora ella misma se
identificaba como la pacifista entre su marido y los hijos. Se había casado con el señor P. contra los
deseos de sus padres. Aunque se describía a sí misma como una mujer fuerte, en quien todo el
mundo se apoyaba, en su interior se sentía «insegura, perpleja, y a veces abrumada y desvalida».
Daba la impresión de ser una mujer cerrada, amurallada, insensible. Estaba atrapada en una
relación negativa con su madre y su familia actual.
Lucille, de 17 años, alumna del último año de la escuela secundaria, fue presentada como la
«hermana sana». La familia consideraba que ella era muy bonita, gozaba de popularidad y era una
buena estudiante. Por un breve período, cuando se había vuelto «loca por los muchachos», sus
calificaciones habían bajado notoriamente. Al egresar de la escuela secundaria, se proponía asistir a
la universidad en la ciudad y residir en las viviendas estudiantiles. La familia estimaba que era una
chica capaz e independiente, y pensaba que la separación de los suyos no le ocasionaría
problemas. Muy pronto se demostró que su capacidad e independencia no eran más que una
fachada. En lo emocional era aún más vacilante que Anne, el miembro sintomático de la familia.
Durante el segundo semestre académico se le pidió a Lucille que dejara la escuela, debido a su bajo
rendimiento en los estudios, la conducta inaceptable que tenía para con sus pares y su consumo de
drogas. Lucille registró la aparición de varias afecciones somáticas (problemas en la piel, reiterada
neurodermatitis extendida, desequilibrio hormonal, desmayos, colitis, trastornos menstruales).
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Primer año
Sesión 1. Cuatro círculos: el comienzo
La crisis que trae a la familia al consultorio es la internación de uno de sus integrantes, Anne, en una
clínica psiquiátrica. La fuente de remisión nos había informado con anterioridad acerca del
fallecimiento del padre de la señora P. dos años atrás, que coincidió con el pedido originario de
tratamiento para Anne.
Los terapeutas comenzaron la sesión inicial pidiéndoles información sobre lo que los llevó a solicitar
tratamiento para toda la familia. De ese modo se desplazó el enfoque, centrado antes con
exclusividad en el paciente designado como tal. Se les pidió que hicieran una presentación de toda
la familia e incluyesen comentarios sobre cada uno.
Señor P.: Anne es tan parecida a mí que nunca hemos podido llevarnos bien.
Anne: Mi madre es puro «blablá».
Señora P.: Somos cuatro círculos que dan vueltas pero nunca se acercan. Anne siente que nadie se
interesa por ella. Nunca engranamos. Muchas veces la situación es forzada.
Señor P.: Era mi círculo porque fui a la universidad de dos a cuatro noches por semana; mi vida se
centraba en mis estudios. Lucille se lanzó sola al mundo, y ahora que sale con muchachos actúa
como si fuera adulta y no nos necesitara.
Señora P.: Soy puro «blablá» porque trato de mantener una cuña equilibrada entre la hostilidad y el
auténtico odio. Mi marido es inclinado a la violencia.
Señor P.: Estoy de acuerdo con mi esposa; ella es la que rehúsa contestar con más violencia a la
violencia.
Lucille: Cuando regreso a casa quiero volver a un hogar donde la gente sonría.
Al final de la sesión, los terapeutas se preguntan «quién es el enfermo, y quién está enloqueciendo a
quién», y se plantean de qué manera pueden contribuir a unificar la familia en «cuatro círculos».
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Al obtener material diagnóstico históricamente, los terapeutas comienzan también a evaluar y
postular en forma tentativa algunos elementos de las relaciones que pueden haberse trasferido de
las anteriores relaciones entre padres e hijos a las actuales. Advertimos que la señora P.
experimenta oposición hacia su propia madre y piensa establecer de qué manera eso puede afectar
su rol frente a sus hijas.
El señor P. afirma que siempre se sintió colérico y culpable en su familia de origen, y lo mismo
ocurre en la actualidad. El que fuera un «bebé» gritón e iracundo en su familia de origen, ahora
parece exigir la «parentalización» de su esposa a expensas de las necesidades de esta y de sus
hijos. Pregunta a los terapeutas cómo puede lograrse que las sesiones sean más productivas para la
famil{ia. Ellos le responden sugiriéndole que procure reprimir4st} ctkducta perturbadora y asuma el
liderazgo en importantes cuestiones familiares.
En una de las sesiones siguientes, Lucille dice que los terapeutas la ayudan a ver a sus padres en
forma más humana. Este comentario se interpreta como exhortación para que la familia continúe con
la terapia.
Se nos pone a prueba para determinar si asumiremos la función paterna de controlar la conducta
impulsiva y explosiva, y si podemos instilar una mayor responsabilidad en los progenitores. Además,
las respuestas de los miembros de la familia son inadecuadas, cerradas, llevan a un punto muerto: y
esto refuerza la frustración y falta de gratificación de las necesidades de cada uno.
Los terapeutas, al impulsar a la señora P. a que responda de manera más activa, no aceptan sus
comentarios en el sentido de que ella debe desempeñar ese papel de abnegada mártir con fines de
supervivencia. Se solicita al señor P. que apoye nuestra interpretación, y, una vez más, que deje que
su esposa maneje las provocaciones entre Anne y ella misma.
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Los integrantes de la familia informan sobre los diferentes cambios y mejoras producidos. Pero debe
considerárselas mejoras temporarias, de tipo trasferencial, más que cambios básicos o estructurales
en sus relaciones. Algunas familias y, terapeutas podrían aceptar el citado cambio como meta, y dar
por terminado el tratamiento. Los especialistas ven en ello el hecho de que la familia, por un breve
lapso, alienta nuevas esperanzas y se ve infundida de valor para enfrentar los problemas
fundamentales y ocultos en el sistema familiar. Naturalmente, sólo puede efectuarse un trabajo
dotado de continuidad si los miembros de la familia están motivados en ese sentido.
Sesión 8: El rol del pacifista
Señora P.: Las cosas están más tranquilas en casa. Tengo un nuevo trabajo. Lucille recibió dos
becas y podrá vivir en el dormitorio universitario.
Dr. N.: ¿Cómo van las cosas en relación con la familia del señor P.? Señora P.: Siempre fue difícil
visitar a mis parientes políticos. Ocurre lo mismo que con Anne: En cuanto mi marido está con su
familia, se pone su máscara de hostilidad, y pelea... porque así era su familia. Señor P.: Aun
entonces mi mujer actuaba como pacifista, calmando a mi familia.
Señora P.: Es lo que hay de mi padre en mí, necesitábamos actuar como pacifistas.
Dr. N. [interpretación]: ¡Los pacifistas necesitan.que haya alboroool Anne: De modo que mi madre
causa más alboroto que yo, porque necesita el alboroto para hacer la paz.
Lucille: La familia de mi padre debe de haber sido similar a esta, en el sentido de que no dejaban
inmiscuirse a los extraños. [Dirigiéndose a su padre:]. ¿Aceptarías a mi esposo si me casara?
Anne: Todavía no estamos preparados para que mi madre tenga un yerno. [Es evidente que todo el
mundo se siente desdichado por la perspectiva de que Lucille salga con muchachos y -e case, y
Anne se convierte en vocero de la familia.]
Señora P.: Mi marido y yo iremos cuatro días de vacaciones, las primeras en siete años.
Lucille: Es demasiado para mí; dos días con Anne serían suficientes.
La sesión revela dos elementos: que tienen una capacidad limitada para confiar en los extraños y
dejarlos intervenir; y que también tienen limitaciones para arreglárselas haciendo las paces, y no
pueden tolerar el desarrollo de un auténtico diálogo. Los terapeutas siguen sin «asumir» ellos la
responsabilidad, pero demuestran su capacidad para «aceptar» las cosas, a la vez que aguardan
que los progenitores se reafirmen en su papel de tales.
La declaración de Anne nos prepara para enfocar los problemas inmediatos de la separación: Lucille
parte, para asistir a la universidad. Sin embargo, los planes de vacaciones de los padres simbolizan
un comienzo de separación de los problemas conyugales respecto de los paternos.
Seguimos impulsando a esta familia para que tome conciencia de su incapacidad para sostener un
auténtico diálogo entre sus miembros. Aunque la señora P. comienza a encarar a los integrantes de
la familia, bien que débilmente, con sus propios sentimientos de cólera, en una de las sesiones
siguientes dice: «¡Si me abriese, tengo miedo de lo que sucedería con mi matrimonio y mi familia!».
Las sesiones siguen poniendo a prueba nuestra convicción de que los progenitores deben asumir su
responsabilidad para enfrentar el caos provocado, y aprender a actuar como padres
(específicamente, definiendo sus valores hacia sus hijas y fijando límites). La cólera que a veces se
vuelca sobre ambos terapeutas es también prueba de nuestra capacidad para seguir manejando a la
familia con compostura, a la vez que instamos a los padres a enfrentar a sus hijas con fuerza y
firmeza.
Tenemos conciencia de que, al enfrentar, orientar y exigir respuestas más apropiadas, la señora P.
hace tentativas por salirse de su papel de pacifista pasiva. Comienza a ver en nuestros esfuerzos
una muestra de interés y preocupación por ella como persona.
Sin embargo, esta sesión ilustra asimismo la ambivalencia y resistencia conjunta de los progenitores
respecto de las exhortaciones de los terapeutas, en el sentido de que se ocupen de la conducta de
sus hijas y respondan con mayor autenticidad.
Aunque la familia trata de convertir a los especialistas en chivos emisarios, como reacción ante sus
insistentes exigencias de respuestas más ajustadas, no logran hacer que aquellos contraataquen
poniéndose a la defensiva. Las hijas, al utilizar tácticas de filibustero, tratan de proteger a sus padres
de los comentarios de los terapeutas. Aunque no logren acallarlos de buenas a primeras, después
de unas cuantas sesiones quedan agotados y maltrechos.
En una de las sesiones siguientes la conducta perturbadora de la familia cuestiona una vez más a
los psiquiatras, y la señora P. les dice que no sienten confianza en ellos. El doctor N. responde:
«¿Dónde puede ir a partir de aquí? ¿Cuál es el riesgo para la familia?» La señora P. afirma, en
respuesta, que tratará de modificar su posición hacia su marido, ya que no volverá a pensar por él o
empujarlo como si fuera un bebé.
La señora P. vacila, como si jugara con los especialistas: «Esperen al domingo, y quizá hablaré de
mí». Lucha duramente por seguir siendo ese ser amurallado, aislado, sin reacciones. Siente que así
puede mantener la paz en la familia. Para protegerse, ella coincide con el señor P., pero las peleas
se libran a través de las hijas.
Los psiquiatras exhortan a la señora P. a expresar de modo directo su sentir, comentando que las
palabras no pueden matar a nadie. Los instamos a que confíen en nosotros en cuanto a esa
apertura, en vez de seguir el juego fallido de la familia, de reprimirse como si pudieran matarse o
destrozarse entre sí. El doctor N. les dice que «sólo abriéndose la señora P. puede aprender a ver
quién es realmente, a ver lo que siente, y ayudar entonces a su familia y ayudarse a sí misma».
De entrada se le dice a la familia que tienen libertad de utilizar las sesiones para discutir sus
relaciones conyugales o parentales. De ese modo se alienta la privacidad conyugal; los hijos
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aceptan totalmente quedar al margen de esas sesiones. Los adultos decidirán cómo utilizar una
sesión independiente.
La señora P. no sólo revela algunos de sus temores e inhibiciones, sino también el hecho de que la
presencia de las hijas en el hogar actúa como un importante factor determinante de su falta de
respuesta sexual. Manifiesta que el señor P. no sólo es «oído» antes que las hijas, sino que hace
que estas se cierren al desplegar una exagerada conducta de seducción frente a ellas. El niega que
de ese modo sus hijas se sientan sobreestimuladas.
En una de las sesiones siguientes, el señor y la señora P. expresan con franqueza sus sentimientos
hacia los terapeutas.
Señora P.: De ustedes surge un fluido. Yo lo llamo alquimia. Cataliza una relación mejor, que nos
hace sentir más felices. Nosotros los frustramos.
Señor P.: Les concedo que tienen una paciencia infinita. Probablemente hacemos progresos más
lentos de lo que ustedes querrían. Señora P.: ¡En principio, me ayudan a expresar mis sentimientos
aquí! Siempre permitimos que Anne dominara las conversaciones.
Los padres comienzan a reconocer sus propias expectativas y los esfuerzos de los especialistas
para ayudarlos a alcanzar una conducta más apropiada como cónyuges y como progenitores. Sin
embargo, a esas palabras muy pronto sigue un nuevo altercado entre Anne y su padre. Esto refleja
el deseo ambivalente de cambiar y el temor al cambio, ya que todavía quedaba un largo camino por
recorrer, yendo del elogio verbal a la reestructuración de la conducta.
En una sesión posterior, la señora P. se muestra más abierta en relación con sus sentimientos
ambivalentes hacia Anne y su marido: "Los amo y los odio a ambos". La respuesta del señor P. es
que él, al menos, está conociendo más a su esposa, y las personas con las que está enojada. Los
psiquiatras, asimismo, ayudan a la señora P. a buscar las raíces de esos sentimientos en su familia
de origen. Comenzamos a plantear la posibilidad de que traiga con ella a su madre para asistir a las
sesiones. Los terapeutas procuran ayudarla a enfrentar el hecho de que algunas de sus reacciones
se trasmiten desde el pasado, y vuelven a verificarse en las relaciones actuales. Cuestionamos la
validez de la desesperanza que expresa respecto de su relación con la madre. La señora P.
conviene en considerar la posibilidad de incluir a su madre en las sesiones, y piensa averiguar cómo
se siente aquella en relación con dicha posibilidad. Meses después la madre asiste a varias
sesiones.
Los terapeutas comentan, una vez más, que Lucille parece estar pidiendo a sus padres que le fijen
límites y respondan en forma más directa, demostrando su interés y preocupación por ella.
Preguntamos de un modo abierto a los padres si individualmente no podrían expresar su auténtica
preocupación por Lucille, en vez de adoptar una destructiva actitud crítica con respecto a ella.
Lucille abandona sus esfuerzos anteriores por salir adelante en los estudios; su rendimiento es
insuficiente y sus relaciones con los pares son pobres. Informa que ha estado experimentando con
drogas, tiene miedo de un embarazo y de las enfermedades venéreas como resultado de su
promiscuidad, y amenazan con expulsarla de la escuela. Nunca recibió apoyo ni confianza básica,
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aliento y orientación (elementos fundamentales que los padres deben brindar al hijo para que este
funcione de manera adecuada). Los especialistas no pueden ser sustitutos de los padres naturales.
Sin embargo, sólo cuando el señor y la señora P. comiencen a reestructurar sus vínculos de lealtad
con sus propios padres, podrán proporcionar una adecuada parentalización a sus hijas.
Los psiquiatras siguen exigiendo a todos que no interrumpan la conversación de los demás, y no
consienten que nadie se desvíe de los sentimientos y explicaciones que la persona da. En las
sesiones no se admite a nadie responder por otro. En esa familia, sus integrantes también montan
en cólera al no permitírseles expresarse en un sentido personal.
La señora P. parece aceptar nuestros comentarios en el sentido de que es una mártir que actúa
como si nunca hubiese recibido suficiente amor ni fuese objeto de interés; sin embargo, halla, a su
vez, que su marido y sus hijas le exigen permanentemente que esté a total disposición de ellos.
Por el contrario, Anne, que era el miembro de la familia %nsano" de modo manifiesto, se encontró
atada al sistema familiar de manera simbióticamente leal. Ella revela cómo se mantiene
(aceptándolo) en una relación carente de individuación y demasiado involucrada con sus padres. Por
contraposición, Lucille se presenta como la hermana seudo-adecuada, que se ría capaz de lograr
una separación emocional y abandonar físicamente el hogar. No obstante, estas sesiones sólo
revelan los diferentes aspectos de la incapacidad del sistema familiar para alentar y apoyar el
crecimiento emocional y la separación de los hijos. Guarda similitud con el hecho de que ambos
abuelos son incapaces de ayudar al señor y la señora P. a preelaborar y saldar sus compromisos de
lealtad con las familias de origen.
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Dr. N.: ¿El señor P. es un mero observador? ¿Puede hallar un punto medio, entre la violencia y el
papel de mero observador pasivo? Señor P.: Quiero salirme del rol violento a cualquier precio. Pero
no me gusta el hecho de que mi esposa no reafirme su persona.
Mientras las hijas se muestran capaces de revelar sus sentimientos de impotencia y desesperación,
también la señora P. comienza a mostrar en forma más abierta su desesperado sentir sobre su
madre y hermanos. Al revelarse más claramente la pauta de rechazo materno de dos generaciones,
se reviven los dolorosos sentimientos de privación.
El señor P. todavía vacila entre ser un observador pasivo o incurrir en una conducta violenta y
explosiva. No está listo ni capacitado para explorar su papel en la familia de origen, pero
nuevamente manifiesta el deseo de que su esposa cambie primero, volviéndose más expresiva de
sus sentimientos. La parentalización de que el marido hace objeto a la señora P. continúa en tanto él
sigue siendo incapaz de valerse del apoyo de los terapeutas para examinar su manera pasada y
presente de relacionarse en forma dependiente.
En el ínterin, la señora P. manifiesta en una sesión: «Puedo darle a mi familia el aliento que no
obtuve de mi madre. No puedo hablar con la señora S. de mujer a mujer porque los otros están
presentes». El doctor N. comenta: «Tal vez ocurra todo lo contrario: la necesidad experimentada en
relación con la señora S. es tan grande, que el único modo de manejar la situación es declararla
cerrada». La señora P. replica diciendo: «No veo el objeto de tratar de cambiar a mi madre. Es tal su
inclinación a hablar mal de mi familia que no le cuento muchas cosas».
El señor P. comienza seriamente a comparar su rol en su familia actual con su familia de origen.
También hay muestras de cambios sistémicos, al ser él capaz, por primera vez, de expresar
francamente el hecho de que, si bien ama a su esposa, todavía deben mejorarse muchas cosas
entre ellos.
El material revela los aspectos del sistema familiar que provocaron una escisión entre los padres y
las anteriores generaciones, e ilustra específicamente el tema de la madre mártir (como si fuera más
fuerte y se ocupara más de los hijos que el padre). La parentalización de los hijos en una generación
se repite y vuelve a vivirse en generaciones sucesivas. Los hijos son el blanco para la explotación de
la escena matrimonial, mientras que los conflictos que surgen en la relación de los cónyuges siguen
sin resolver.
Tanto la señora P. como su madre siguen compartiendo sus sentimientos competitivos y llenos de
rivalidad entre sí y hacia los hombres de la familia. Por detrás se ocultan su soledad y
desesperación. Mutuamente revelan y comparten sus compromisos de lealtad negativos hacia sus
familias de origen. Atadas entre sí por una imagen materna destructiva (tal como ocurría con la
abuela materna respecto de su madre), son incapaces de mostrarse asequibles como recurso
constructivo la una hacia la otra, o respecto de sus cónyuges.
Sesión 50: Desplazamientos en la identificación negativa
(El señor y la señora P., y la abuela materna.)
AM: Esta mañana tuve una jaqueca poco común en mí.
Señora P.: Creo que después que mis padres dejaron el negocio mejoraron sus relaciones.
AM: Yo quería a todos mis hijos del mismo modo; si uno ofendía al otro, el ofensor recibía su
castigo. Creo que mi hija fue demasiado dura con Anne. Era castigada siempre que le hacía una
mueca a Lucille... tal vez por eso está enferma.
Señora P.: Anne siempre creó una disensión seria, especialmente cuando los abuelos venían a
casa.
AM: Yo trataba de ayudar; cuando mi hija estaba embarazada fui yo quien firmó para que mi yerno
saliera de la clínica psiquiátrica. Señora P.: Sí, esa vez ayudaste, pero fue la única. Por lo demás,
me castigabas constantemente diciéndome que los hijos de otras personas eran mejores. La
semana pasada aprendí hasta qué punto despliego el mismo tipo de amor destructivo que mi
madre... al no elogiar nunca a nadie, dar las buenas cosas por sentado y formular críticas.
AM: Yo tenía que tomar todas las decisiones, mi marido me convirtió en la jefa, y no me sentí
resentida. Aquí me enteré que mi hija cree que hay un muro entre ella y yo.
En esta tercera sesión con la abuela materna, la pareja sigue reviendo sus similitudes y comienza a
esclarecer algunos de los malentendidos y falta de disponibilidad entre ellos. Ambas han sido
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excesivamente criticas de su cónyuge e hijas. Aunque las dos eligen a Anne como chivo emisario,
acusándola de «perturbadora», recuerdan que en el pasado la abuela materna también les había
proporcionado ayuda. Al enfrentar el hecho de que hay un «muro» entre ellas, se renuevan sus
esperanzas de superar distancias y, posiblemente, volverse accesibles en forma más significativa y
afectuosa. De poder reelaborar su relación, entonces ya no necesitarán usar a Anne como «objeto
malo» sobre el que proyectan sus sentimientos heridos, coléricos y solitarios. Al brindarse
mutuamente más apoyo, disminuyen los sentimientos de culpa y endeudamiento.
En las sesiones siguientes, la señora P. dice que ahora se muestra más expresiva con su marido.
Están programando otras vacaciones juntos. Después se toman de la mano y explican que se trata
de una nueva «luna de miel».
La sesión muestra progresos en muchas esferas. Tenemos conciencia de que estos cambios y
mejoras pueden ser temporarios, pero posibilitan una realimentación positiva: alientan a la familia a
seguir trabajando en pos de una mayor apertura, para compartir más cosas. Las sesiones que
incluyen a la madre de la señora P. la ayudan a enfrentar su necesidad de proyectar sus
sentimientos sobre sus hijas y su marido. También ilustran la necesidad de «saldar las cuentas del
libro mayor» hacia su familia.
La señora P. comienza a hacer más concientes o a inteligir mejor sus sentimientos hacia sus padres
y el modo en que esas relaciones afectan la relación con los terapeutas o son trasferidas a ella.
Teme revivir su pasado dolor por no haber tenido padres asequibles o interesados en ella, o que la
entendieran. Sin embargo, continúa con la terapia, pidiéndonos que la ayudemos a enfocar en forma
más adecuada sus actuales relaciones familiares. Aunque muestra una abierta actitud crítica hacia
los especialistas y su falta de confianza en ellos, también revela su dependencia e involucración.
Los terapeutas tenían la sensación de que la ira del señor P. era incontrolable. Si realmente le diera
rienda suelta, ¿llegaría a matar a su esposa?
Los hijos siguen siendo usados como campo donde ambos padres actúan sus frustraciones
individuales y conyugales. Así, vuelven a representar los aspectos generacionales de sus propias
necesidades de dependencia insatisfechas cuando eran niños, a las que antes se había respondido
con la carencia física o emocional, o el castigo.
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Sesión 61: Desesperación e ideas suicidas: los terapeutas como chivos emisarios
La señora P. solicita una sesión especial.
Señora P.: Estuve llorando desde la última sesión, hace tres días. Lucille está tomando LSD... para
mí fue un gran golpe... Mi marido lastimó a Anne en la boca... El recibe los aplausos... yo soy el
monstruo... Ustedes buscan en mí la respuesta... Entonces, no tiene sentido vivir... Nunca me sentí
tan absolutamente sola... Se me cayó el techo encima. Todo fue culpa mía... conducía mal.
Señora S.: Usted empleó la palabra «traicionaron».
Señora P.: Entonces usted saltó... No lo aceptó. Me preguntó qué necesitaba... Dije confianza... no
tenía ninguna. Ustedes destruyeron mi forma de competencia... la hicieron trizas... Me siento
sacudida para todos lados... A las tres de la mañana tomé píldoras para dormir. Me vi tentada de
tomarlas todas... tan absolutamente sola... tan absolutamente responsable de todo. Los odio a
ambos... ambos son un par de farsantes, fingiendo ayudarme... desbaratan todas mis defensas, sin
que haya ningún sustituto. ¿Me dicen qué falta...? ¡Qué hicieron por míl Dejé que resquebrajaran
todo lo que tengo.
Dr. N.: ¿La soledad la lleva a recordar el pasado? Señora P.: No.
Señora S.: ¿Alguna vez hubo alguien a quien pudiese recurrir? ¿Puede dejar que alguien la
consuele?
Señora P.: Nadie... yo lo manejé mejor. No hay futuro... Lo único en que podía pensar era Anne...
trataba de consolarme. Hoy hablé con mi hermana.
Señora S.: ¿Su madre dijo que usted la traicionó?
Señora P.: Lo decía siempre, después que me casé. ¿En realidad, qué pueden ofrecer ustedes dos?
Yo no volveré. ¿Qué necesita mi hija? Dr. N.: Que usted exprese sus sentimientos.
Señor P.: Coincidimos en que yo expreso mis sentimientos hacia mis hijas cuando estoy acalorado,
pero ella se controla.
Señora P.: Mi madre estaba contenta de que dejé... me concentré en los problemas de mi marido.
No quiero que Lucille lo repita... Traición... aquí hacemos todo lo que podemos.
Señora S.: Su madre no quería perderla... su madre dijo aquí que usted era su mejor hija.
Señora P.: No lo creo.
Señor P.: Tu madre no quiere ir a la casa de tu hermana. Señora P.: No, porque mi hermana es
demasiado emocional. Señor P.: Yo tengo la culpa. Yo le cerré la boca hablando todo el tiempo...
tendría que haber sesiones sin mí.
Aunque la señora P. está sumamente perturbada en tanto que la situación familiar va de crisis en
crisis, ella se vuelve en dirección de los terapeutas mostrándoles sus sentimientos de impotencia y
desesperación. Además, busca consuelo en su hija Anne y en su propia hermana menor. No se
apoya en su marido ni se dirige a él. Los psiquiatras, si bien demuestran su inquietud y compasión,
no aceptan que ella se regodee en su pretendido desamparo. También la ayudan a asociar dichos
sentimientos con los de sentirse «traicionada» o haberse sentido desleal hacia la madre cuando dejó
el hogar para casarse con un hombre a quien su familia hallaba «inaceptable». El señor P. apoya a
los especialistas cuando se le dice a la señora P. que tanto ella como su hija necesitan expresiones
de interés y apoyo, más que condenas y críticas. Una cuestión esencial que surge periódicamente
es la de tratar de romper ese vínculo de lealtad negativo y aislado, y volverse hacia los demás con
mayor confianza, y en forma más dotada de sentido. Se siente incapaz de respaldarse en su madre
o en su marido, de confiar en ellos. Es como si no existieran.
La conducta de acting out en Lucille parece llevarla otra vez al redil familiar, como una hija leal. En
cierto sentido, ambas hijas siguen buscando los «cuidados maternos» que nunca han recibido.
Aunque hay movimientos tentativos en esa dirección, la señora P. también necesita con
desesperación esos «cuidados maternos» que jamás pudo recibir de su madre. La interacción con
Lucille en esta sesión es un hermoso ejemplo de parentalización recíproca.
Sesión 65: Los hijos como aislantes sexuales
Señora P.: Me sentía inquieta, tersa e insatisfecha; por eso pedí una sesión extra.
Señor P.: ¡Tú no hablasl Si tienes algo que decir, ¡comienza!
Señora P. [volviéndose hacia la señora S.]: Comience a hacerme preguntas.
Señor P.: No te compondrás si te sientes herida. Es como un muro. Está allí, y no se va. Creo que el
sexo te tiene a mal traer.
Señora P.: ¡Y me lo dices túl Anoche fue mejor. Pero durante veinte años fue regular. No puedo
gozar del sexo mientras las chicas están en casa. [Se ríe tontamente.] Tengo miedo de que las
chicas oigan algo o entren de pronto en el dormitorio.
La asequibilidad de las hijas sigue pareciendo más gratificante que el amor entre marido y mujer.
¿Tiene alguna relación con esto la promiscuidad de Lucille con jóvenes inaceptables, así como la
seducción entre el padre y Anne? Anne se sienta con el padre en el sofá del consultorio, y pone los
pies sobre las rodillas del hombre. Interpretando esta conducta, Lucille dice que se trata de
estimulación sexual aunada a la necesidad de afecto de Anne. La señora P. afirma que el señor P.
sabe lo que sucede, pero goza con ello. Lucille se vuelve entonces hacia Anne, y dice: «¡Quién baja
las escaleras desnuda con tu camisón en la manol».
La familia sigue luchando por equilibrar las respuestas sexuales apropiadas e inapropiadas. La
señora P. se vuelve hacia la señora S. planteándole preguntas como una manera de evitar la
adopción de una postura firme con su marido e hijas sobre la abierta seducción entre ellos. Los
terapeutas, una vez más, le plantean el problema a la familia.
En la sesión siguiente, la familia discute sus sentimientos acerca de que Lucille haya sido expulsada
de la universidad. La señora P. renuncia a su trabajo para encargarse de esta, ya que Lucille se
torna agitada y deprimida. Ella responde muy satisfactoriamente a los cuidados de su madre.
Subía el volumen de la radio cuando sabía q0e tenía que estudiar. Había peleas con mi hermana
menor. Yo era uo bebito muy lindo, como un juguete. Ese período ahora está en blanco. Había
frustraciones pero no me dirigía hacia ella en forma violenta. Me masturbé desde los cinco o seis
años, y en relación con ello había una buena dosis de odio hacia las mujeres.
El señor P. revela en forma gradual los niveles más profundos de temor, ira y resentimiento hacia las
mujeres, tanto en el pasado como en el presente. En forma más específica, se sigue convirtiendo a
las hijas en chivos emisarios debido a las dificultades matrimoniales no resueltas, así como a los
conflictos que arrastra el señor P. con los miembros de su familia de origen.
La familia sigue necesitando con desesperación que el señor P. tome más iniciativas y asuma un rol
de liderazgo. En tanto se mantenga en el papel de observador pasivo y colérico, se lo verá como
una persona débil (a la espera de que los otros cambien y crezcan).
La señora P., si bien expresa en forma abierta envidia y resentimiento hacia la señora S. y su
marido, sigue trasmitiendo deseos muy personales de progreso en su propia vida. Esto se da en
directo contraste con sesiones anteriores, en que ella se presentaba como la pacifista desapegada y
falta de involucración dentro de la familia. Además, el hecho muestra un progreso de su parte, y
revela de manera más franca sus sufrimientos íntimos y sentimientos de falta de valía.
Sesión 97: Continúa la respuesta ambivalente frente a la separación (los dos padres y Anne)
Señora P.: Lucille no ha estado realmente aquí... por lo general asumía una posición de
somnolencia.
Señor P.: Lucille abandonó a la familia. No la hemos visto, salvo cuando mi esposa la vio caminando
por la ciudad. Se la veía bien, limpia y prolija.
Señora P.: No estoy demasiado ansiosa por hablar con ella... No quiero echarme atrás. Tengo rabia
porque Lucille parece tener éxito en lo que hace.
Señora S.: ¿Por qué no puede llamar a Lucille sin comprometer su posición? [Dirigiéndose a Anne:]
¿Qué hay de tu separación?
Anne: Recién se producirá dentro de un año.
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Señora P.: La idea que tenía Lucille de la separación era que siguiéramos siendo amigas,
visitándonos, pero siempre de acuerdo con sus condiciones.
El tema tratado sigue siendo el de la ambivalencia de la familia acerca de que Lucille viva alejada del
hogar: ¿Alcanzará éxito sola? Ellos todavía reflejan sus sentimientos en el sentido de que las únicas
respuestas posibles son la extrema cercanía o la separación explosiva y destructiva. Por un
momento los tres integrantes presentes demuestran cierto acercamiento a expensas del miembro
«malo» expulsado, Lucille. La situación se alterna con expresiones de abiertos deseos de
destrucción de Lucille, diciendo que merece ese castigo por abandonarlos de manera tan
vergonzosa.
La señora P., que en forma manifiesta había sido la hija que menos cerca estaba de su propia
madre, ahora puede convertirse en una responsable «jefa del clan». Ella había tratado de rehuir sus
vínculos de lealtad mediante el proyecto de su marido e hijas. Cuando Lucille trastrueca el equilibrio
familiar alejándose del hogar, la señora P. comienza a experimentar culpa por su conducta hacia su
propia madre. Las referencias trigeneracionales revelan los lazos de unión entre abuela y nietas.
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la circunstancia de separarse de la familia mediante la abnegada devoción hacia un muchacho
inadecuado.
Los padres se incorporan a la sesión y se alienta a Anne a que analice las cosas directamente con
ellos.
Señora P.: Bueno, en primer lugar, en realidad no tenemos dinero para sufragar una universidad
privada, y no nos vamos a matar por lograrlo; en segundo término, no estoy segura de sus
motivaciones... tú te enclaustras.
Arme: Quiero apartarme de ti... ¡tienes miedo de que me aleje de tu vista... que no vuelva a ser la
hija dulce y adorable!
Señora P.: Creo que Anne está hablando en forma traicionera [es decir, en momentos en que se
está muriendo la madre de la señora P.]. Si quieres hacer de ti una Lucille, ¡hazlo ahora!
Anne: Me confundes con mi hermana.
Anne lucha con sus problemas de individuación y separación, y la respuesta de los padres es, una
vez más, miedo y desconfianza. Ella trata de dejar en claro que no es como Lucille, y que debe
considerársela y apoyársela de manera diferente.
Los terapeutas tratan de ayudar a la familia a que deje de lado las condenas morales para tratar de
buscar una respuesta más adecuada a los problemas internos de Lucille en relación con su
identificación femenina débil y conflictiva.
Sesión 131: Redefinición de las relaciones. La dialéctica de ser hija y madre a la vez
Lucille: Mi madre y yo sufrimos una ruptura en nuestro poder de comunicación. John consiguió un
empleo.
Anne: Yo también tendré un empleo la semana entrante.
Señora P.: Tal vez me muestre un poco más relajada al hablar con Lucille... evito hablar de John.
Voy a traer a mi madre a casa. Mi madre dijo que si supiera que tiene cáncer se tomaría suficientes
píldoras como para matarse, y sólo lucha por sus hijos... «porque tiene hijos maravillosos»... Yo la
besé cuando dijo eso. Lucille incluso ofreció hacer parte del trabajo de enfermera.
Dr. N.: Lucille, ¿qué problemas tienes con tu madre, fuera de John? Lucille: Nunca supe que mi
madre tuviera opiniones propias, siempre hablaba por boca de. mi padre.
Señora P.: Ahora Lucille me reconoce como entidad.
A medida que la señora P. modifica su manera ambivalente y hostil de relacionarse con su madre,
se produce un cambio concomitante entre ella y Lucille. Los sentimientos moralistas y condenatorios
dan lugar a una mayor cercanía, preocupación, y mayor reconocimiento mutuo.
Sesión 132: Se enfrentan las pérdidas: ulteriores paralelos en los cuidados maternos
Señora P.: Mi madre y yo funcionamos según la frase: «Tú me cuidaste cuando era pequeña, ahora
yo te cuido a ti». Mamá dice que tiene hijos maravillosos, que debería haber tenido más. Me dice
que soy muy buena como enfermera. No siento que en mi vida todo el daño me haya sido
intencionalmente infligido por mi madre... sea cual fuere el dolor que le infligí a Lucille... debí de
habérselo infligido, de lo contrario no se comportaría de esta manera, y sé que deliberadamente
nunca quise hacerlo.
259
Ocurren más cambios después que la señora P. se lleva a la madre a su casa y se hace cargo
totalmente de ella durante la fase final del cáncer. Le atribuye todo al doctor N., quien le preguntó si
sentía que Lucille se mostraba herida de la misma manera que ella en el pasado. Toda la familia
comparte los dolorosos sentimientos por la moribunda abuela. Esos sentimientos de pérdida están
directamente conectados con la necesidad de Lucille, de comprensión y apoyo a sus esfuerzos por
adquirir individuación.
Los progresos efectuados en las relaciones entre los miembros de la familia P. comienzan a
trasferirse a las relaciones con la familia extensa. La señora P., en forma reiterada, ha rechazado a
su hermano mayor, a quien describe como una persona sádica, hostil e indiferente hacia ella, su
marido e hijos. Como resultado de su renovada fortaleza y confianza en sí misma, ella puede abrirse
a su hermano, y manifiesta que se ha producido un «ablandamiento».
El señor P., al participar de manera activa en los cuidados suministrados a su moribunda suegra, la
usa como sustituto por la pérdida no llorada de su propia madre. Así, puede comenzar a resolver el
estancamiento en que se halla, lleno de culpa hacia sus propios padres. Además, la pareja se siente
libre de mostrarse más abierta y directa en relación con sus necesidades y compromisos mutuos.
Tanto el señor como la señora P. siguen examinando sus actitudes sexuales y las conductas del
pasado que han impedido respuestas sexuales mutuamente gratificantes. Ambos se muestran ahora
más abiertos y directos acerca de sus necesidades y deseos individuales, y a su vez es mayor su
disponibilidad hacia el otro.
El señor P. efectúa una de sus declaraciones más cabales sobre sus propios progresos. De su
antiguo rol de observador colérico pasa a ser un jefe de familia más competente. A medida que él va
ganando fuerza, la señora P. comienza a mostrarse más tranquila y deposita mayor confianza en
sus juicios y actos. Esto también se interrelaciona con los cambios de actitud y de conducta hacia
los hijos y la familia extensa en ambas familias de origen.
La aseveración de la señora P., «Al perder una madre gané otra», simboliza el cambio esencial
producido en el sistema familiar. La proximidad, la ternura y la intimidad han remplazado la airada
desesperación que impregnaba todas sus relaciones. Aunque quedan áreas que mejorar, la familia
se siente llena de esperanzas y mayor confianza para poder reconciliar los conflictos existentes en
todas las relaciones de familia caracterizadas por su proximidad.
Señora P.: Mi marido se siente tan tenso y culpable por la condición del padre, que llegó a
preocuparme la posibilidad de un ataque cardíaco.
Señor P.: Esto quería hacerlo solo. Mi padre nunca significó mucho para mi esposa.
Señora P.: Tú me mantuviste aislada. Brindaste gran apoyo con mi madre cuando te necesité, y
ahora no aceptas mi apoyo.
Señor P.: Quería estar sólo allí. Quise tener relaciones sexuales después de la primera visita a mi
padre, pero mi esposa estaba demasiado cansada.
Señora P.: Quería ayudar en forma diferente. Cuando mi madre estuvo gravemente enferma, mi
marido y yo estuvimos más cerca el uno del otro, y fue mayor mi capacidad de respuesta sexual.
El señor P. se muestra cada vez más asequible en relación con su padre, más dispuesto a prestar
apoyo. Define su necesidad de apoyo de parte de la esposa en esta esfera, pero insiste en que es
diferente de lo que ocurría con su suegra. Sin embargo, siguen compartiendo cada vez más cosas y
reafirmándose mutuamente, a pesar de sus respuestas diferentes con respecto a las necesidades
de sus ancianos padres.
El señor P. es el vocero de la familia al reseñar los beneficios obtenidos por ella. Además, confirma
también la fe y confianza básica desarrollada hacia los terapeutas. No resta importancia ni niega los
sentimientos de ansiedad y dependencia hacia el equipo, pero asevera que la familia ahora se siente
lo bastante fuerte como para separarse.
263
Lucille: Hemos aprendido a hablar, a hacer bromas sobre cosas malas del pasado. Ahora ya no
necesitamos de las sesiones... En la época de la universidad, me sentía muy desdichada y no podía
hablar, expresarme verbalmente, sino por medio de la acción, con mis padres... depresión y
desaliento cósmicos... Todos los demás estaban ocupados hablando con un novio... orgullosas...
engreídas... Yo quería que mis padres sintieran lástima por mí ... una buena paliza y muchos
abrazos... Sólo sé que me sentía culpable... Lo hice para herirlos a ustedes... culpa... culpa... culpa...
uno no necesita que le peguen en un estado semejante... nunca me di cuenta cuán protegida era la
vida en familia. Señor P.: Oír esto me hace revivir lo que yo mismo sentía.
Anne: Mi padre y yo hablamos más y discutimos menos.
Señor P.: Tendré un nuevo puesto en la compañía... encararé mi trabajo de manera más adecuada
debido a los cambios producidos en mi interior... más confiado... sé cómo tratar mejor a la gente,
paso más tiempo trabajando y menos dándole vueltas al asunto... no extrañaba a mi madre, en
realidad nunca la tuve, como mi esposa tuvo a la suya durante unos meses, antes que falleciera. Yo
compartí a su madre con ella. Cuando quedó incapacitada, fue devastador... mi madre decidió no
asistir a mi graduación. No podía entender por qué una cita de negocios era más importante para mi
madre... Le pregunté a mi hermana, y respondió: «iSiempre todo es para ti 1». Estaba celosa porque
mis padres invirtieran dinero en mi educación. Todavía hay mucho que decir sobre mi padre, pero ya
no es tan difícil ahora.
La familia y los terapeutas habían fijado una fecha para terminar la terapia meses atrás. Si bien hay
conciencia de que quedan «asuntos inconclusos», se conviene en que la familia ha hecho progresos
suficientes como para que sus miembros puedan arreglarse entre sí en forma más apropiada. Les
aseguramos que estaremos a su disposición en el futuro si nos necesitan, y les expresamos que
desearíamos tener noticias de ellos de tanto en tanto.
En el nivel del sistema familiar exhibieron una conducta impulsiva, capacidad de respuesta
inapropiada, tal como risas o el hecho de enfrentar los temores con comentarios airados que
desmentían lo dicho, o bien, tal como lo ilustra la conducta de la señora P., el permanecer en
silencio, guardándose para sí sus sentimientos. Se desplegaba poco o ningún afecto, salvo por la
estimulación sexual sádica desplazada sobre las hijas a partir de la relación conyugal. Los lazos con
la familia extensa se presentaban como faltos de apoyo, críticos o desesperanzados, y había casos
de inaccesibilidad total a causa de la muerte.
Como individuos, la señora P. y su madre se escudaban detrás de los demás asumiendo un rol de
mártires que inducía culpas. Sin embargo, la señora P. se mostraba como la pacifista adecuada y
razonable. El señor P. y Anne se presentaron como expresión de la locura de la familia, al exhibirse
física y verbalmente violentos. Al comienzo, Lucille era la «hermana sana», sin síntomas, de quien
se esperaba que dejase el hogar y enfrentara de manera adecuada la vida. No obstante, al poco
tiempo de irse de la casa reveló muchos síntomas psicosomáticos graves; comenzó a andar mal en
los estudios, y pasó a desempeñar un rol «delictivo».
Para la séptima sesión, hubo esbozos de cambio en el sistema familiar; la señora P. obtuvo un
trabajo mejor remunerado; el señor P. recibió un ascenso; los padres se fueron de vacaciones juntos
264
por primera vez en muchos años. Los terapeutas aceptaron todo esto como prueba de cambios «de
tipo trasferencial», más que estructurales. La familia constantemente luchaba con los especialistas
para evitar hacerse cargo o asumir la responsabilidad de su propia conducta, o la de cada uno de
sus integrantes. Los psiquiatras se abstuvieron de «tomar en sus manos» las riendas de la situación,
a la par que en todo momento exigían que los componentes de la familia se hicieran cargo, y
produjeran respuestas más auténticas entre si. En el curso del proceso llegamos a darnos cuenta de
que los compromisos de lealtad ocultos y sin resolver hacia la familia de origen impedían el
desarrollo de relaciones más auténticas y significativas entre los participantes. Ellos se hallaban
ligados en una trama de explotación reciproca, como blancos mutuos de exteriorización
«inapropiada».
Hasta que el proceso terapéutico no comenzó a descubrir las dimensiones de las cuentas de lealtad
multigeneracionales, la señora P. no pudo reconocer y responder con autenticidad a la desesperada
necesidad que tenían sus hijas y su marido de recibir un apoyo más apropiado. Aun cuando los
terapeutas interpretaron los actos delictivos de Lucille como un pedido de que se fijaran limites, y
alentaron las muestras de auténtico interés y preocupación paternas, nada se logró. Incluso, la
señora P. se resistió a responder al pedido específico de sus hijas, hasta que los terapeutas la
ayudaron a volver a abrir y modificar su estancada relación con su propia madre.
El señor P. fue apoyado por los terapeutas al tratar de salir de su postura de «parentalizar a su
esposa e hijas» para asumir la responsabilidad del control de su conducta impulsiva y explosiva. El
tomó conciencia de que seguía siendo el «bebé extremadamente exigente» que fuera en su familia
de origen. Al haber permitido a su esposa que se hiciera cargo de la situación, se había negado a sí
mismo la oportunidad de compartir sus sentimientos con todos ellos o convertirse en jefe de la
familia. Trató entonces de trasformarse en «observador silencioso» y controlar su inadecuada actitud
seductora hacia sus hijas. La señora P. se mostró aun más capaz que su marido de ser la primera
en indagar en sus lazos negativos de lealtad con su familia de origen, y corregirlos mediante su
conducta presente.
Durante el primer año, los terapeutas ayudaron a la familia a que sacara a relucir los múltiples
conflictos ocultos y vínculos de lealtad no resueltos que contribuían a oscurecer las fronteras
generacionales y sexuales. Hicimos que la familia tomara conciencia de sus respuestas
inapropiadas y forma poco auténtica de relacionarse. Asociamos la incapacidad de la familia para
confiar sus sentimientos personales y los relativos a su profesión con la falta de confianza que
tenían en sus familias de origen.
Fue en la sesión número quince cuando se produjo un giro importante; en ella, la señora P. habló
con franqueza sobre su falta de confianza en los terapeutas. A continuación, se planteó el problema
a toda la familia, y el doctor N. preguntó: «¿Adónde puede ir a partir de aquí? ¿Con qué riesgos para
el matrimonio y la familia?». Entonces la señora P. se fijó una nueva meta para sí misma y su
familia: «Procuraría modificar su posición hacia el marido». Ello implicaba afirmar que habría
renovados esfuerzos por investigar nuevas posibilidades en todas las relaciones. Hacia el fin del
primer año, esto incluía sus relaciones con las familias de origen, cuya descripción como
«irremediablemente malas» no aceptamos. La señora P. asistió con su madre a varias de las
sesiones, y comenzó a pensar en derribar el muro que las separaba.
En la relación de la familia con los terapeutas, en forma gradual se desarrolló con mayor confianza y
aceptación de su dependencia respecto de nosotros. Siguieron poniendo a prueba nuestra
capacidad para aceptarlos y apoyarlos, mientras tomábamos conciencia de su íntima desesperación,
que aún subsistía. Persistían los inconvenientes, y las actuaciones destructivas entre los miembros.
Tras la inclusión de la abuela materna en varias sesiones, los terapeutas siguieron enfocando dicha
relación y ayudaron a sacar a relucir la necesidad interior que el señor y la señora P. tenían de ser
parentalizados. Continuaron investigándose las relaciones con las hijas, aunque se usaba menos a
Lucille como chivo emisario y a Anne como hija parentalizada. Se ayudó a los padres a que las
utilizaran menos como blanco y escenario de sus conflictos no resueltos. En forma específica,
ambas hijas eran «bebitas», en el sentido de poder ser hijas que necesitaban del interés y la
preocupación de sus padres. Sin embargo, por detrás de todo esto también estaba la necesidad
insatisfecha de la señora P. de recibir cuidados maternos.
A medida que en las sesiones terapéuticas se canalizaban cada vez más sentimientos regresivos,
ellos exhibían áreas más adecuadas de funcionamiento emocional y conducta en el mundo externo.
Anne recibió una beca; los padres tuvieron unas vacaciones que describieron como una segunda
luna de miel. El señor P. pasó de su posición violenta, abiertamente expresiva, a un rol más reflexivo
de observador. Efectuó comentarios más llenos de amor, además de exigir respuestas más
apropiadas de su esposa. No obstante, hubo necesidad de mayores progresos para reequilibrar las
relaciones dentro de la familia y con sus familias de origen.
Cuando se enteraron de que la abuela materna tenía un tumor maligno, los P. tomaron la decisión
de llevarla a vivir con ellos. La señora P. renunció a su trabajo y con la ayuda del señor P. asumió el
papel permanente de enfermera. La abuela y la madre analizaron francamente las dificultades de
Lucille y su necesidad de mayor apoyo. La señora P. abandonó su rol condenatorio y moralizante,
para asumir otro, de apoyo y aliento. Se expresó un afecto y aprecio mucho más franco entre la
abuela materna y los demás de la familia.
Como subproducto importante, el señor P. utilizó ese mayor acercamiento con su suegra para
reelaborar sus propios sentimientos reprimidos y postergados hacia la muerte de su madre. Sus
visitas y conversaciones con su padre se tornaron más frecuentes, y exhibieron grandes progresos.
Cuando llegó a ver en su suegra un sustituto de su propia madre, pudo salir de su anterior
estancamiento culposo respecto de sus propios padres.
Durante la fase final de la enfermedad de la abuela materna, el señor y la señora P. y ambas hijas
pudieron manifestar y recibir las muestras de aprecio, preocupación y reconocimiento que se habían
266
«reprimido». No sólo se expresó apoyo sino también una gran ternura hacia la abuela moribunda, a
través de los cuidados físicos dispensados y la comunicación verbal que se produjo durante esos
últimos meses. Fue después de la muerte de la madre de la señora P. cuando su esposo les dijo a
los terapeutas: «Al perder una madre gané otra».
Durante los últimos seis meses de tratamiento, Lucille, quien se había marchado del hogar, también
se separó del joven con quien había estado viviendo. Ellos habían mantenido una relación
expoliadora, recíprocamente destructiva. En ese período, los padres de la joven habían
experiment,:xdo cambios, pasando de su inicial posición acusadora, condenatoria y desafiante, a
manifestar actitudes constructivas y de apoyo que la ayudaron a investigar las implicaciones
negativas de esa relación. No sólo se mudó a un departamento nuevo en un barrio más aceptable,
sino que también se inscribió en un curso técnico, que estaba completando de manera satisfactoria.
Lucille pudo mostrarse abierta y directa con sus padres, a la vez que adoptaba una actitud más
constructiva para consigo misma. Se mostró asequible respecto de Anne, en un nivel de relación
más acorde con su condición de «pares», por contraste con la rivalidad asesina que había existido
antes, cuando la convertía en una víctima propiciatoria.
Anne no sólo hizo grandes progresos en la universidad, sino que, a pesar de estar dos años
adelantada respecto de sus compañeros, comenzó gradualmente a participar con ellos en
actividades estudiantiles. Su separación emocional de la familia se produjo a un ritmo mucho más
lento, pero en forma menos destructiva y violenta de lo que ocurriera en el caso de Lucille. Obtuvo
una buena dosis de gratificación personal y reconocimiento del papel que había desempeñado al
apoyar a su madre y abuela durante la fase final de la enfermedad. Su conducta burlona y
provocativa fue remplazada por una actitud más amplia y un sentido del humor que comenzaba a
esbozarse. Ella peleó duramente para restablecer un rol diferente en la familia, distinto de la postura
rebelde y adolescente de Lucille.
Pudo articular sus muchos temores acerca de los deseos de independencia que comenzaban a
aparecer en ella e incluso se mostró tolerante con respecto a la falta de confianza de sus padres
(debido al acting out de Lucille). Se mantuvo cautelosa pero se interesó por la posibilidad de salir
con muchachos, si bien insistía en la privacidad de sus citas y de su vida sexual.
El señor P. asumió mayor iniciativa y responsabilidad en el cuidado de su padre, por ese entonces
en una residencia. Lo visitó con frecuencia y utilizó como modelo la gratificante relación de su
esposa con la madre; comenzó a sostener conversasiones en un nivel más personal con su padre.
Pudo mostrarse muy eficaz cuando su padre, senil, tuvo reacciones distorsionadas y persecutorias
hacia el personal y los internados en la residencia; así lo informó el señor P., lleno de orgullo y
gratificación, en el curso de las sesiones. Además, pudo enfrentar a su supervisor en relación con
suposición profesional y su salario, y asegurarse un ascenso que, a su entender, hacía mucho
tiempo que se merecía.
La señora P. volvió a trabajar tras la muerte de su madre y obtuvo un cargo de supervisora que
hallaba estimulante y gratificante. Comenzó a emprender actividades sociales relacionadas con su
marido y ella misma, y también a iniciar la «reconstrucción» de su hogar. Su salud y aspecto
mejoraron, lo que incluyó la pérdida de peso. Hubo una mayor comunicación y despliegue de afecto
con su hermana y con su hermano, antes «despreciado». Ella sentía que era su responsabilidad
mantener unida a la familia, continuando los esfuerzos de su madre en ese sentido.
267
La trasferencia de la familia y la relación real con el equipo de coterapeutas
El proceso de terapia familiar encara cuatro esferas centrales: la relación con el equipo de
coterapeutas, los vínculos de los cónyuges, las relaciones entre padres e hijos, y las cuentas
trasgeneracionales de lealtad y justicia con los abuelos y hermanos en ambas familias de origen.
Antes de examinar las tres últimas, conviene enfocar primero la relación del equipo de coterapeutas.
Idealmente, un equipo heterosexual facilita el proceso de delineación de las dimensiones de los
roles femeninos y masculinos (diferencias y similitudes, complementación, y aptitudes para equilibrar
la proximidad y el distanciamiento). Deben prevalecer la confianza y el respeto, la rivalidad, la
competencia y las luchas por el poder estorban el funcionamiento fluido del equipo. Sin embargo,
restar importancia a la existencia de dichos sentimientos y negar que a veces afloran implicaría
sugerir que estamos ante terapeutas sobrehumanos. Más bien, lo significativo es el modo en que se
enfrentan y encaran esos sentimientos. Si se los maneja de manera constructiva, se brinda un
modelo para reconciliar las diferencias. Las familias. son «expertas» en dividir al equipo, lo que tanto
este como aquellas deben enfrentar continuamente. Lo mismo ocurre cuando los coterapeutas son
de igual sexo, aunque la forma de expresión varía.
Los terapeutas familiares deben ser capaces de relacionarse multidireccionalmente, con el fin de
estar disponibles para cada miembro de la familia nuclear y extensa. Pero, sobre todo, deben
mantenerse asequibles el uno hacia el otro. No sólo deben tener conciencia de las pugnas
existentes en su relación coterapéutica, sino también de la que cada uno de ellos mantiene con su
propia familia. Esto no quiere decir que la suya sea una relación terapéutica; más bien, el objetivo
central es ayudarse entre sí para mantenerse siempre disponibles hacia las familias que están
tratando. Ello exige exhaustivos análisis y esclarecimientos fuera de las sesiones. El trabajo con
familias es exigente pero estimulante, plantea desafíos y proporciona gratificaciones.
Nuestra capacidad para relacionarnos en forma abierta y directa al enfrentar los conflictos internos
del equipo, y para apreciar auténticamente la capacidad de cada uno, brinda, a su vez, la fuerza
necesaria para responder adecuadamente a los diferentes tipos de familias y los múltiples
problemas que plantean. No obstante, resulta difícil describir la naturaleza e implicaciones de la
relación coterapéutica con la familia P. durante los tres años de tratamiento. Así como la familia pasó
por distintas etapas en sus esfuerzos por reelaborar sus conflictos no resueltos y compromisos
ocultos de lealtad, igualmente nuestra relación con ella tuvo que soportar muchas tensiones,
mientras tratábamos de comprenderla y de contribuir a la eventual reconstrucción de su sistema.
Se nos utilizó por medios múltiples y complejos. Algunas de las respuestas de la familia hacia
nosotros tenían una base de realidad, tratándosenos como especialistas autorizados, en tanto que
otras eran de índole trasferencial. En forma reiterada ellos procuraron utilizarnos como padres
sustitutos, ya que a veces éramos los únicos adultos a su disposición. Se instó a la familia a que
viviera y actuara sus sentimientos en nuestra presencia, pero no le permitimos que nos usaran como
blanco directo de sus agresiones. En tanto que alentábamos a sus integrantes a expresarse de
modo más abierto y directo, al mismo tiempo tratábamos de ayudarlos a distinguir entre lo que era
nuestra «comprensión» y la aceptación de su conducta poco paterna, destructivamente hostil e
inadecuadamente seductora. Interactuamos con ellos en un nivel emocional de preocupación e
interés, pero también debíamos presentarnos como objetos de identificación. A pesar de su
conducta caótica y provocativa hacia nosotros, tuvimos que mantener la calma y el sentido de la
razón. Aunque nos mostrábamos comprensivos y compasivos, de continuo les hacíamos ver que era
necesario entender y modificar su conducta infantil, con el objeto de facilitar el proceso de
crecimiento.
268
En la fase inicial de la terapia era esencial que los ayudáramos a tratar de establecer cierto orden en
la comunicación y a crear una atmósfera de confianza. Las familias como la de los P. nunca han
tenido relaciones con terceros de importancia, en que se vea en los demás a seres interesados en
forma auténtica por saber lo que pensaban o sentían. Los P. se mostraban recelosos y cautos, como
si previeran que de modo inevitable serian entendidos mal, criticados, menospreciados,
desvalorizados y desmentidos. A consecuencia de sus anteriores experiencias en la vida de familia,
ellos actuaban en connivencia, mutua y con las hijas, y parecían haber dejado por completo de lado
a los miembros de sus familias de origen. A pesar de tener conciencia de sus roles de chivos
emisarios y esfuerzos de parentalización, desplazados sobre las hijas y sobre cada cónyuge por el
otro, no nos dejamos arrastrar a una conducta que implicara disculpar su comportamiento o
inculparlos. Desde el comienzo exigimos que cada persona tuviera oportunidad de expresar sus
necesidades, así como sus reacciones ante las respuestas excesivas o inapropiadas.
No hicimos ningún esfuerzo directo por «rescatar» a las hijas de esos vínculos destructivos, salvo
para encarar la desesperación y necesidades de dependencia insatisfechas de ambos progenitores.
Elegimos «parentalizar» a los padres haciéndolos responsables de adoptar una postura activa para
indagar el sentido de la conducta de sus hijas y la suya propia. Se requirió un enorme control y
disciplina de nuestra parte para soportar los esfuerzos de toda la familia por involucrarnos como
árbitros en sus caóticas refriegas. También trataron de dividir al equipo desmintiendo la veracidad de
nuestros comentarios como terapeutas y volviéndose en dirección del otro en busca de una
respuesta inmediata. El nivel de ruido, confusión y sus tácticas de inculpación y elección de chivos
emisarios, dirigidas del uno hacia el otro o contra nosotros, a veces resultaban desalentadoras. Aun
cuando teníamos conciencia de que se nos estaba proniendo a prueba en relación con nuestra
capacidad para merecer su confianza, mantener un equilibrio racional y mostrarnos firmes en
nuestras exigencias de una conducta cada vez más responsable, a veces inevitablemente
revelábamos nuestra incomodidad y desesperación como terapeutas. En ocasiones nos dijeron que
éramos fríos e inhumanos. Sin embargo, nuestros esfuerzos por mostrarnos cálidos y espontáneos
fueron acogidos con ansiedad y temor. La mayor proximidad los obligaba a revivir el dolor que
experimentaban en compañía de otras personas de importancia para ellos. Tal como lo describió la
señora P., «de todos modos tendría que perdernos».
Cuando introdujimos la idea de tratar de reelaborar las relaciones con el padre del señor P. y la
madre de la señora P., al principio los cónyuges se mofaron, ya que ambos insistían al unísono en
que esos vínculos no tenían remedio. No obstante, al aumentar su confianza en nuestra capacidad
(y, en particular, en nuestro interés por ellos), la señora P. comenzó a indagar poco a poco la
posibilidad de que su madre asistiera a algunas sesiones. Se sorprendió cuando esta aceptó la
invitación. Se necesitaron varios meses de trabajo para que superara su ansiedad y resistencia
inicial a la idea de que jamás pudiera desarrollarse algo constructivo entre ellas. Se la ayudó a
enfrentar el hecho de que su afán protector contribuía a sostener en pie «el muro» de aislamiento y
desesperación erigido entre ambas. También les interpretarnos que sus sentimientos y compromisos
de lealtad negativos hacia su familia de origen interferían en forma directa en su capacidad de
mostrarse disponible hacia su marido e hijos, y su compromiso con ellos. El trabajo realizado
durante las sesiones siempre tenía una clara relación con dichos esfuerzos. Esto se aplicaba
269
igualmente al señor P. y su familia de origen. Debido a su enfermedad, su padre no pudo asistir a
ninguna sesión de terapia. A pesar de ello, el señor P. se puso a disposición de su padre y
hermanas cuando aquel fue internado y, posteriormente, tuvo que trasladarse a una residencia.
Además, con nuestro apoyo, inició prolongadas conversaciones de tipo personal con el progenitor,
sobre su pasado y sus vidas actuales. Ambos, que hasta cierto punto siempre se habían tratado
como extraños, se mostraron así mutuamente dispuestos a ser, por primera vez, padre e hijo.
Los terapeutas ayudaban en forma permanente a los miembros de la familia para que investigaran
cuatro dimensiones: primero, sus respuestas a los coterapeutas; segundo, la relación entre los
cónyuges; tercero, la relación entre padres e hijos; cuarto, sus familias de origen. Una modificación
en una de esas áreas estimulaba la investigación y el cambio en otras. Nos aferramos al concepto
de que el cambio esencial en la paternalización de las hijas sólo podía desarrollarse como resultado
de la capacidad del señor y la señora P. para resolver su propia falta de confianza básica, debido al
hecho de no haberse sentido « paternalizados» ellos mismos. Sólo se nos podía utilizar como
padres temporarios y personas que trataban de ayudarlos a reelaborar las relaciones internas y
externas con sus propios progenitores.
Los sentimientos de culpa y las pérdidas se revivieron y reelaboraron como consecuencia del mayor
compromiso de la familia con los terapeutas. Se alentó a sus integrantes y se los apoyó para que
enfrentaran sus sentimientos interiorizados, postergados, negados o no llorados respecto del
progenitor que había muerto. Sin embargo, la parte central del trabajo consistía en ayudarlos a
enfrentar y retrabajar en la acción las relaciones que en la vida real sostenían con los padres y
hermanos vivos. Los especialistas eran blancos constantes de la ira y la desesperación de la familia,
resultante de las relaciones pasadas y presentes. Teníamos que estar a su disposición para
sesiones extra, cuando se experimentaban sentimientos suicidas o asesinos. A veces las hijas eran
leales y protegían en exceso a sus padres, tildándonos de intrusos destructivos; o bien veían en
nosotros a los seres que reteníamos el amor y el interés por la familia. En otras oportunidades, las
hijas instigaban y favorecían el proceso destructivo de la familia dejándose usar como blanco en la
elección de chivos emisarios y la parentalización que la familia necesitaba. No obstante, en esencia,
las necesidades de las hijas estimulaban el proceso de crecimiento de todos. Cuando se sintieron
más seguras de nuestra capacidad para «conducir» a sus padres y ayudarlos a buscar una forma de
gratificación constructiva de sus necesidades, ellas abandonaron los roles de chivos emisarios y
paternalización, y pudieron mostrarse como las jóvenes que eran, con necesidades a tono con su
edad y etapa de sus vidas.
Al reforzarse las relaciones entre abuelos y padres, entre los cónyuges, y entre padres e hijos, los
integrantes de la familia tuvieron menos necesidad de recurrir a los terapeutas como fuente de
esclarecimiento, y seres con quienes compartir y verificar cosas. Entonces se volvieron el uno hacia
el otro y se abrieron a gente de afuera, en el conocimiento de que las necesidades de cada uno
podían investigarse de manera franca, y de que las respuestas serian más reflexivas y llenas de
consideración aun cuando a veces el desacuerdo fuese inevitable. La antigua cautela, así como las
respuestas impulsivas y explosivas, dieron paso a una mayor calidez, sentido del humor y auténtica
disponibilidad. Ya no se temían o negaban la intimidad y el acercamiento.
La familia y los especialistas iniciaron la fase final reconociendo que no todos los problemas habían
sido encarados y resueltos. La ayuda esencial con que contaban era su toma de conciencia de que
el «proceso de cambio» debía enfrentarse constantemente y emprenderse de manera tan directa y
abierta como fuera posible. La fortaleza continuada de cada uno dependía del otro como recurso
constructivo, de por vida. Nosotros seguiríamos manteniéndonos a su disposición como consultores
en caso de cualquier crisis futura, en tanto que la familia avanzaba hacia una mayor individuación y
emancipación.
270
Aunque como coterapeutas habíamos operado juntos antes de tratar a la familia P. y ya habíamos
establecido una valiosa relación de trabajo, la familia exigía nuevas dimensiones de comprensión y
toma de conciencia de nuestra relación y nuestra labor profesional. A ambos nos agradaban las
agudas facultades intelectuales de la familia y su capacidad de respuesta; además, nos
identificamos con ellos en un nivel personal-profesional, es decir en su decisión de mejorar las
relaciones familiares y su funcionamiento. Mientras que a veces su conducta demasiado vigorosa e
intensamente destructiva era repulsiva y sobreestimulante, pudimos «encontrarlos» en un nivel: el
de su permanente anhelo de hallar mayor significado en sus relaciones como familia.
Finalmente, la familia se mostró por completo responsable y dispuesta a colaborar en todo lo relativo
a la asistencia a sesiones, cancelaciones, pago de honorarios y otros «elementos esenciales del
contrato». Nos ayudaron a aprender más cosas y nos dieron la oportunidad de investigar
dimensiones nuevas, como los compromisos de lealtad ocultos hacia sus familias de origen. La labor
desarrollada en las sesiones y afuera, con sus familias de origen, aumentó nuestra percepción en
aspectos hasta ese entonces no explorados en nuestro trabajo con las familias. Al ir creciendo su
confianza se incrementó también nuestra fortaleza y habilidad como especialistas en terapia familiar,
tanto en nuestra labor de equipo como en nuestra función como individuos.
Conclusiones
Dado que asumimos como postulado básico que cada hijo recibe algo de sus padres e
implícitamente les debe una compensación, la renuncia paterna a recibir se considera tan perjudicial
como la incapacidad paterna de dar. Por ejemplo, el progenitor que ha vivido como un mártir nunca
puede ser compensado por sus servicios. En consecuencia, la atmósfera de endeudamiento filial
hacia ese progenitor pende en forma opresiva sobre la relación, de modo permanente, y sin
posibilidades de saldar realmente las cuentas. La impotencia generada por el hecho de no poder
alcanzar nunca ninguna reciprocidad en dicha relación, lleva al niño a la más absoluta
desesperación. En vez de desarrollar un confiado optimismo sobre la naturaleza de cualquier
relación humana, basada en la reciprocidad del dar y el recibir, el hijo cree que para sobrevivir uno
debe hallar formas sustitutas de compensación por los beneficios recibidos del progenitor.
Los actos de rebeldía o escapismo por medio de la separación nunca pueden, en sí, resolver la
situación en que se encuentra colocado el hijo. Dichas medidas sólo contribuyen a hundirlo más
271
profundamente en obligaciones cargadas de culpa. Muchos hijos se convierten en cautivos
ambivalentes y airados de obligaciones que nunca podrán saldarse. Su relación con los progenitores
puede volverse negativa, pero nunca básicamente desleal en tanto el hijo mantenga sus lazos
simbióticos de obligación. En una palabra, el hijo atado por las culpas y atrapado por su lealtad le
debe al progenitor: a) el síntoma, b) la falta de cambio, y c) el no relacionarse con extraños. En
dichas relaciones, la incapacidad de compensar la deuda entraña también el dejar de recibir de parte
del hijo. La aparente antítesis de recibir dando se resuelve en la dialéctica de la parentalización
normal. El progenitor da algo al hijo pero implícitamente espera una compensación, y el hijo recibe,
aunque espera algún día poder devolver los beneficios al padre. En ello, padre e hijo no sólo se ven
motivados por la interacción cotidiana y real, producto de su relación, sino también por toda la red
familiar de obligaciones.
Al describir la cadena dinámica de acontecimientos durante la terapia realizada con una familia,
planteamos la hipótesis de que, a menos que toda interacción guarde algún equilibrio con la presión
de las obligaciones, es muy probable que surjan conflictos debilitantes y una detención del
desarrollo. Las obligaciones no saldadas tienden a acumular culpas. Partiendo de los antecedentes
del señor P. podemos reconstruir el hecho de que sus padres, que trabajaban muy duramente, se
dedicaban por completo a la atención de los clientes de su almacén y aparecieran como mártires
consagrados, aunque en un sentido personal su disponibilidad para con sus hijos era mínima. Si se
esperaba del hijo que compensara a sus padres de manera indirecta, por ejemplo mediante el éxito
(«mi hijo el doctor»), y si no se le concede ningún crédito por sus pequeños servicios, en última
instancia el desarrollo frustrado de su personalidad será la única avenida para saldar la deuda.
Incluso, las expectativas de éxito se convierten en explotación en esas circunstancias. El señor P.
terminó anclado en un empleo mediocre, y nunca pareció poder concluir sus estudios, a pesar de su
alto nivel de inteligencia. Al postergar constantemente el trabajo de tesis para su licenciatura, él, un
ser siempre aniñado, complementaba las características protectoras y maternales de su esposa. La
relación del señor P. con su familia se mostró en un estado de fijación desesperanzada e
irremediable, en que la sexualización del aspecto fantaseado, subyugante y sobrecogedor de las
mujeres se aunaba a un profundo resentimiento hacia ellas. El paciente proclamó mantener un
contacto mínimo con el progenitor sobreviviente y sus dos hermanas. Sólo con posterioridad, en el
curso de la terapia, se pudieron ver algunos recursos en la propia capacidad inutilizada del señor P.
de dar de nuevo algo a su anciano padre.
La elección que hizo la señora P., de un joven al borde de la psicosis como marido, le debe de haber
dado la oportunidad conjunta de reafirmarse a sí misma a pesar de la desaprobación materna y, a la
vez, convertirse en rebelde con una «causa» sacrificada, identificándose abnegadamente con su
272
fracasado marido en un esfuerzo por ayudarlo. Al mismo tiempo, la madre seguía dando a entender
que la elección matrimonial de la señora P. hacía de ella una traidora. Es razonable presuponer que
parte de la culpa, no compensada por la abnegada devoción por el marido, se expió mediante su
permanente frigidez y desinterés por el sexo. Cabe advertir que su interés sexual y capacidad para
experimentar el orgasmo se modificaron en relación directa con su capacidad de compensación, al
ofrecerse a cuidar a su madre enferma.
Debemos subrayar que la carencia de un recíproco toma y daca, que era una característica de la
personalidad tanto en el señor como en la señora P., no nos resultó evidente de inmediato, Más
obvias eran las características de su historia y desarrollo, emocionalmente carenciado, y la
consecuente debilidad yoica. Si los terapeutas hubiesen aceptado el marco conceptual tradicional de
la debilidad yoica en los padres, con las resultantes carencias en las dos hijas, se habrían visto
impelidos a seguir un curso diferente en el tratamiento. La terapia individual con las hijas, junto con
periódicos contactos de apoyo con los padres, hubiera sido lo recomendable, en la esperanza de
poder trabajar al menos con el núcleo sano de las hijas adolescentes en pos de la individuación y
separación.
Sólo la apertura gradual de todo el espectro de estructuras relacionales nos permitió fijar como meta
la reconstrucción multigeneracional. Nuestra insistencia por trabajar con la familia y, más adelante,
incluir a la abuela materna, nos llevó a tomar conciencia de una fuerza relacional disponible y latente
que requería ser reencauzada terapéuticamente. En consecuencia, procuramos conectar los puntos
cruciales de las pautas multigeneracionales del fluir detenido de la reciprocidad con la disminución
de la confianza básica entre los integrantes de la familia.
En términos concretos, nuestra estrategia terapéutica se dirigía primero a romper con la mutua
asignación permanente del papel de chivos emisarios entre la señora P. y su madre (lo que a su vez
se volvía a proyectar sobre el marido e hijas). El camino terapéutico elegido consistió en el
fortalecimiento gradual de la señora P. en sus relaciones con la familia nuclear, hasta el punto en
que pudiera asumir una actitud activa de «dar» hacia su madre. La verificación de nuestra hipótesis
residía en la predicción de respuestas autoafirmativas por parte de la señora P., siguiendo cada
paso sucesivo en el proceso de volver a saldar las cuentas de obligación negadas y cargadas de
culpa entre madre e hija. Ejemplos de esas respuestas previstas eran: a) mayor capacidad para
aceptar al marido, b) creciente satisfacción sexual, y c) reestructuración de su relación con las hijas.
Uno de los signos iniciales de cambio en la señora P. fue el deseo conciente de detener su actitud
excesivamente protectora y maternal hacia su marido. Cabe presuponer que la base de este afán de
protección patogénico era que esto constituía uno de los medios para negar su culpa por su actitud
poco generosa en su relación con la madre. Al llegar la semana número 48 del tratamiento, la
señora P. pudo superar sus sentimientos de desesperanza y miedo de ser rechazada nuevamente, e
invitar a su madre a una sesión de terapia familiar. En una tercera sesión, en presencia de su madre,
la señora P. logró establecer un cambio de importancia en el ciclo de elección recíproca de chivos
273
emisarios: afirmó que había aprendido cuánta similitud había en el «destructivo amor materno» de
su propia madre al no hacer elogios, tomar por sentadas las cosas buenas e insistir en las críticas.
Las lágrimas compartidas, cuando la abuela materna describió su rol en la familia de origen, también
ayudaron a lograr una reversión del síndrome de «culpa».
Interesa advertir que tres semanas después se produjo un cambio muy alentador en las relaciones
familiares, como para confirmar nuestra hipótesis terapéutica. Las dos hijas salieron juntas con dos
muchachos, y marido y mujer planificaron unas vacaciones por primera vez en años. La señora P.
informó sobre sus experiencias sexuales más adecuadas, y recibió un nuevo anillo de bodas.
En apariencia tuvo que pasar todo un año para alcanzarse algún ulterior avance entre la señora P. y
su madre. Entretanto, hubo dna fase de falta de progresos, consistente, en esencia, en verificar las
implicaciones de una mayor reciprocidad en el dar y el recibir entre los miembros de la familia
nuclear. A pesar de los logros alcanzados en otras áreas, la señora P. se mostró resistente en
extremo e incapaz de responder a la mayoría de los intentos de apertura de la familia y los
terapeutas. En verdad, ella parecía reproducir la escasa receptividad y la conducta destructiva de su
madre hacia ella: estaba poco dispuesta a conceder algún crédito a la buena voluntad del otro.
Durante ese período, la señora P. insistió en poner a prueba a los terapeutas acusándolos de
inhumanos, seres «funcionales» que no daban nada. Lucille también continuó sometiendo a prueba
a sus padres con una conducta rebelde, peligrosa para ella, de características «delincuentes». Anne
se vio obligada a responder en forma excesiva a su padre, en lo que la familia interpretó como
modalidad semincestuosa y «sensualmente afectuosa», que había dado como resultado la atención
seductora o el rechazo violento del padre.
En sus orígenes, los medios sintomáticos de «compensación» de Anne consistían en una conducta
caótica, al borde de la psicosis, disminución del rendimiento escolar, y exclusión de todos los
extraños; su mejoría sintomática podía interpretarse como señal de su creciente esperanza de hallar
nuevos caminos para expresar la gratitud filial. Hacia el fin del primer año, Anne no sólo mejoró sus
calificaciones sino que además fue semifinalista en el Concurso Nacional de Méritos. Al terminar el
segundo año se graduó cum laude. En forma concomitante, Anne comenzó a demostrar interés por
los muchachos. Perdió peso, que antes era excesivo, dijo que quería que el terapeuta del sexo
masculino viera en ella a una «dama», y comenzó a tener citas. Al aumentar su percepción,
reflexionó sobre el balance de justicia de su mundo: «Siempre fui la chica buena, la buena
estudiante, la persona llena de moral, no salgo con vagos como Lucille, y ¿dónde diablos estoy
parada?». Varias semanas después, cuando Anne consideró la posibilidad de solicitar el ingreso a la
universidad y marcharse del hogar, dio a entender que no podía irse a menos que alguien ayudara a
su madre. Anne planteó entonces con franqueza sus deseos a su progenitora. Le preguntó si estaba
preocupada por la posibilidad de que tomara drogas y actuara como Lucille, o simplemente temía
que Anne quisiese alejarse de su madre y no fuera más la «hija dulce y adorable» que había sido.
La madre respondió llamándola «traicionera» y añadiendo: «Si quieres hacer de ti una Lucille, ¡hazlo
ahora!».
Ella luchó con sus dudas y llegó a pensar que su madre la aceptaba en mayor medida sólo porque
se había convertido en su enfermera. Sin embargo, al abrirse la comunicación con su madre, llegó a
convencerse de que en ese momento su progenitora estaba dispuesta a restructurar totalmente su
relación. Informó extasiada que su madre había dicho que sus hijos eran maravillosos, declarando
que entonces la besó y la tranquilizó, diciendo: «Tú me cuidaste cuando era pequeña, y ahora yo
cuido de tí». En cierta oportunidad nos contó que su madre había dicho que le hubiera agradado
tener más hijos, y que no creía que la señora P. hubiera llegado a odiarla jamás.
Se enfrenta un importante problema de justicia cuando la persona intelige sus propias tendencias a
la proyección y elección de chivos emisarios. Durante casi toda su vida, la señora P. pareció tener
conciencia de su dolorosa frustración, sufrida por la falta de una respuesta notoria en las actitudes
de su madre; pero sólo tomó conciencia de sus propias actitudes maternales, también frustrantes, de
manera gradual. En la medida en que convirtió el «diálogo en acción» con su madre en acto positivo
de «dar», entonces pudo ver lo injusto que era «descargarse» en Lucille o mantener a Anne
sometida en una relación simbiótica y sofocante. En la sesión en que la señora P. informó que había
besado a su madre, también manifestó que no creía que aquella la hubiera herido intencionalmente,
ni que ella, a su vez, hiriera a Lucille con deliberación.
Fue en el curso de la siguiente sesión cuando la señora P. dijo que renunciaba a su trabajo,
razonando de la siguiente manera: «Ahora por lo menos sé qué tengo que hacer, y lo hago». Desde
el punto de vista teórico y clínico, es muy importante que el proceso de «realimentación»,
consistente en un «dar» recíproco entre madre e hija, haya estimulado a otros integrantes de la
familia para que participaran en los cuidados proporcionados a la abuela. El señor P. declaró que no
merecía que lo consideraran un auxiliar de su esposa, carente de egoísmo: «Es mucho lo que
obtengo de todo esto; ahora mi suegra es mi madre». El círculo entero se cerró cuando, dos
semanas antes de su muerte, la abuela pidió perdón al señor P. por no haberle concedido de buena
gana la mano de su hija, y el yerno devolvió el gesto con un beso.
275
Todo el período estuvo marcado por un éxtasis tranquilo, casi místico, a causa del renacimiento
emocional de la relación. Pocas semanas antes de la muerte de su madre, la señora P. informó: «Mi
madre dijo que nunca había sabido qué clase de persona era yo, y me besó. No sé cuándo hizo por
última vez un gesto afectuoso dirigido a mí... todo mi mundo se está expandiendo».
Simultáneamente, la señora P. se interesó en mucho mayor medida por llegar al orgasmo. Por
primera vez, el señor P. pudo solicitar un ascenso y un aumento de sueldo. Anne comenzó a salir
con muchachos en forma más regular. Lucille empezó a tener una visión más adecuada de su novio,
con madurez y en forma crítica. El señor P. también demostró una activa preocupación por el
tratamiento de su padre mientras aquel estaba en el hospital. Finalmente, tras la muerte de su
madre, la señora P. hizo una declaración categórica: «Al perder una madre, gané otra». En
apariencia se abrieron las puertas del toma y daca recíproco, que alcanzó un nuevo equilibrio antes
que la muerte las cerrara para siempre.
Por un lado, cabe pensar que la creciente culpa vuelve a uno incapaz de recibir, aunque, por el otro
lado, se muestre más inclinado a dar más y más, o al menos intentarlo. Por consiguiente; la señora
P. tenía que tomar mayor conciencia de su responsabilidad en relación con su capacidad de
respuesta apropiada frente a las hijas, en tanto que su madre necesitaba apoyo en lo atinente a la
justicia de su situación (es decir, la investigación de las características injustas de su propia
existencia anterior). La señora P. se volvió más dadivosa tras descubrir la injusticia de que había
hecho víctima a Lucille, y la forma en que ella misma estaba reproduciendo las pautas de «cuidados
maternos destructivos». Probablemente, su culpa y responsabilidad dieron origen a una renovada
motivación que la impulsaba a actuar, a pesar de su desesperanza. A la vez, cuando su madre pudo
reflexionar acerca de las desventuras de su propia infancia y su matrimonio, sus «cuentas» se
volvieron más justas y equilibradas, al ser más comprensibles desde el punto de vista humano.
Asimismo, al oír los reproches directos de su hija y admitir sus propios errores, su culpa debe de
haber disminuido. Además, su edad y enfermedad incurable tendían a incrementar su dependencia y
disminuir sus obligaciones, a la vez que aumentaban la responsabilidad de la señora P.
Quizá sea esencial, por lo menos, mencionar el papel desempeñado por Anne en la reconstrucción
de las cuentas familiares de obligaciones de lealtad ocultas. La joven era el miembro de la familia
inicialmente rotulado de enfermo. Su desesperación dio origen a la tensión familiar que llevó a su
internación y, en última instancia, a emprender la terapia familiar. Cabe postular que la conducta
provocativa e irritante de Anne (y de la mayoría de los integrantes enfermos de una familia) quedaba
compensada con creces por su sacrificada colaboración en lo que se refería a los intereses de la
familia. Consideramos que en cuanto sus padres y hermana comenzaron a dar muestras de un
significativo compromiso terapéutico y, posteriormente, innegables progresos en dirección del
cambio, Anne, a su vez, se vio liberada de la obligación de «no fallar». De manera gradual, pudo
exigir que se prestara atención a las necesidades propias de su edad, y a mostrarse menos ansiosa
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en su inquietud por su familia de origen, y no tan accesible a esta en todo momento. Los resultados
exitosos eliminaron la necesidad de autosacrificio de su parte.
277
13. Breves pautas de orientación contextuales para la
conducción de la terapia intergeneracional
El presente capítulo no intenta tratar exhaustivamente las reglas «técnicas» de la terapia. Presupone
la familiaridad del lector con los principios generales de psicoterapia y del cambio de personalidad,
tanto sobre una base individual como de relaciones familiares. Tampoco es este capítulo un
resumen de las implicaciones terapéuticas de esta obra. Nuestras actitudes terapéuticas prácticas
pueden recogerse de la lectura de los anteriores capítulos. En este, nuestra intención es rever
sucintamente el modo en que nuestros principios generales podrían aplicarse a las estrategias
propias de los especialistas en terapia familiar. Somos reacios a hablar de un capítulo sobre
«técnicas». No creemos que la palabra «técnica», o incluso el vocablo «terapia» puedan hacer
justicia a ese aspecto del diálogo humano que tiene lugar entre los miembros de la familia y el
profesional que realmente les presta ayuda. No coincidimos con ciertas modas que parecen ubicar a
la psicoterapia en el contexto de la producción de resultados «mensurables», a semejanza de lo que
ocurre con la productividad industrial. Los fenómenos propios de la vida humana deben entenderse
dentro de su dialéctica contextual, más que sobre la base de criterios monotéticos y
unidimensionales de eficacia. La terapia o cura guarda relación con la capacidad de vivir y gozar de
la vida: las pautas de lealtades invisibles determinan el contexto relacional en el cual el individuo se
ve capacitado u obstaculizado en sus aspiraciones vitales.
En un sentido causal, todo logro psicoterapéutico depende más de las motivaciones del «paciente»
que de las técnicas del terapeuta, por contraste con la exitosa modificación de la estructura de un
edificio, que básicamente exige un buen diseño arquitectónico e implementos de ingeniería
adecuados. Una de las limitaciones básicas del éxito psicoterapéutico reside en que la mayoría de la
gente no está íntimamente convencida de la necesidad de modificar sus actitudes vitales;
simplemente, esperan poder eliminar las experiencias dolorosas y perturbadoras de su vida
cotidiana. Las «palancas» motivacionales más importantes surgen del círculo de relaciones más
cercanas del paciente.
278
¿Puede considerarse que cada miembro de una familia está también «confinado» por las ideas del
terapeuta sobre el modo en que debería cambiar la familia? ¿Quién desea el cambio: ciertos
miembros de la familia dotados de poder, que legalmente se hacen cargo de aquel, o tal vez todos
los integrantes, cada uno en su propia búsqueda de la felicidad? ¿O corresponde al terapeuta
proporcionar la motivación que lleve a la familia al cambio de acuerdo con sus propias convicciones
y designios estratégicos? Como terapeutas, debemos actuar convencidos de que no podemos pasar
por alto ni al individuo ni al sistema familiar como determinantes de las acciones. No debemos
considerarnos árbitros llamados a dictar soluciones, ni ver en nuestro papel algo que no guarda
ninguna relación con el conflicto entre las justicias individuales. Sugerimos que el especialista apoye
a todo miembro de la familia en su búsqueda de una solución justa en el contexto de las relaciones.
Su rol de orientación debe ejercerse de manera de averiguar qué factores contribuyen a determinar
los equilibrios o desequilibrios en la justicia de las posiciones personales, las actitudes y las pautas
de acción dentro de una familia.
Cabe esperar que una vez que el lector halle compatibles con su pensamiento nuestras ideas sobre
el sentido dinámico de los libros mayores de justicia familiar, podrá aplicarlas a las exigencias
prácticas de su labor terapéutica. La conciencia que posee el terapeuta de los principios de justicia
relacional debe complementarse mediante su adquisición de conocimientos clínicos de dos
elementos: la configuración de las cuestiones de justicia y las pautas de evitación en las familias.
Al delinear el libro mayor de justicia en una familia, debe aprenderse la distribución sistémica de
responsabilidades y el modo de llevar la carga de las obligaciones, amén de observar lo que los
miembros de la familia en realidad hacen entre sí. En el caso de la madre viuda de un niño débil
mental, inmadura y agobiada, la foja del «hermano bueno» se ve sobrecargada desde su más
temprana edad. A pesar de negarse a sí mismo toda reafirmación de su propia personalidad y de su
incesante devoción dirigida a descargar a la madre de parte de su peso, puede, aun así, tener la
sensación de no haber hecho lo suficiente para aliviar dicha carga. Además, tal vez llegue a
agotarse mientras diseña nuevos métodos para cubrir las deficiencias sociales de su hermano
retardado.
Asimismo, observando las manifestaciones trasferenciales (es decir, las actitudes relacionales para
consigo mismo, repetitivas y determinadas emocionalmente), el especialista en terapia familiar
procura entender cómo aquellas mantienen el equilibrio con las trasferencias de un integrante al
otro. Por ejemplo, el hermano «sano» del débil mental, consagrado en exceso y voluntariamente
parentalizado, puede acusar una mayor necesidad, pero también una mayor culpa en relación con
su trasferencia hacia el terapeuta. Su obligación excesiva para con su familia lo hace más vulnerable
a la culpa.
Sin embargo, al delinear los libros mayores de justicia más importantes, el especialista en familias
debe acordarse de conectarlos con los progresos realizados por el individuo en pos de su
279
potencialidad óptima para el funcionamiento autónomo. Bajo la presión de obligaciones invisibles,
una persona puede ser víctima impotente de la patología, en tanto que otra, bajo presión, crece
convirtiéndose en cuidador responsable: enfermera, médico, trabajador social o trabajador
responsable en cualquier campo. Al descargar las obligaciones hacia la propia familia de origen, uno
puede ganar un nuevo grado de libertad para lograr una justificada autoafirmación.
Definiciones
La definición de especialista en terapia familiar depende en mayor medida del compromiso
compartido del terapeuta para ayudar a todos los componentes de una familia, que de su insistencia
«técnica» en ver a la familia en forma conjunta. En este sentido, podría hacerse terapia familiar
viendo a un solo miembro de una familia, por medio del cual uno interviene en los sistemas
recíprocos de preocupación, obligaciones y lazos de acción-reacción. Aunque valoramos el
conocimiento y manejo habitual por parte del especialista en terapia familiar de los conceptos
dinámicos individuales, no subrayamos la importancia del insight, la toma de conciencia o el
enfrentamiento. Sin duda, todas estas son partes del proceso de cambio terapéutico en los sistemas
familiares y en sus integrantes. Todos estos procesos terapéuticos cognoscitivamente enunciados
requieren valor y decisión de parte del individuo. De todos modos, las relaciones más estrechas y la
involucración terapéutica con las relaciones familiares exigen un tipo adicional de valor: el que lleva
a permanecer en el campo de batalla, donde los «disparos» nunca cesan. El conocimiento y el
insight nunca tendrán tanta importancia directa para la acción y el cambio como el compromiso, las
obligaciones, la devoción y la lealtad.
Metas
Las metas de la terapia familiar evidentemente son más amplias que las de la individual, aunque, en
nuestra opinión, estas últimas son inseparables de las primeras y deben incluirse en ellas. Por
ejemplo, la meta de proponerse que la persona enfrente sus sentimientos negativos y ambivalentes
hacia sus padres debe complementarse con el contexto de las obligaciones de lealtad entre todos
los componentes de la familia. Si una de las metas consiste en liberar al «paciente» haciendo algo
real para exonerar de culpas a sus padres, las posibilidades de dicho programa de acción
dependerá del balance del libro mayor de justicia, así como de las contribuciones de todos los
demás integrantes.
Los grandes problemas de las fuerzas envolventes que subyacen en los sistemas multipersonales
no deben empañar la preocupación del terapeuta por los temas que constituyen las aspiraciones
concientes de autonomía de cada miembro de la familia y el uso legítimo de las relaciones. Aunque
sugerimos que la negación de la existencia de fuerzas sistémicas relacionales, a menudo invisibles,
y la negativa a saldar obligaciones existenciales básicas conducen a una falsa libertad, el mero
sometimiento á dichas fuerzas y obligaciones haría a un lado el mandato creativo de toda vida
humana como nivel sistémico legitimo por derecho propio. Uno de los más importantes requisitos del
balance es el compromiso activo en una lucha personal por nuestra existencia psicológica.
Las metas terapéuticas pueden también diferenciarse de acuerdo con su nivel de profundidad para
alcanzar el núcleo motivacional de los sistemas multipersonales. Por ejemplo, al ayudar a un
integrante adolescente o adulto joven a alcanzar su individuación en el contexto de su familia, la
estrategia terapéutica puede diseñarse en función de un modelo de poder competitivo o el modelo
de obligaciones de lealtad, de importancia meas profunda. La primera estrategia puede ser la de
querer ayudar al hijo a expensas o en contra de los componentes de la familia más restrictivos,
posesivos, etc. La segunda, aparentemente, y en forma contradictoria, puede ser la de diseñar los
medios por los cuales el joven individuo obtenga intima libertad en su crecimiento ayudando a los
padres, etc.
280
Al considerar los libros mayores de justicia como conceptos de orientación de metas en la terapia
familiar, no queremos reducir todos los fundamentos racionales de esta a un modelo de
determinantes relacionales sistémicos. No proponemos al lector que ignore todos los demás
modelos, incluyendo los basados en el individuo y los interaccionales, comunicacionales, de la
conducta o del juego. Lo que sugerimos es un enfoque holistico integrado, en el cual el sentido de
esas otras dimensiones de determinantes se ubica en un marco teórico compatible con su mutuo
balance con los libros mayores más profundos de obligaciones o justicia. Una breve nómina de los
intentos por formular reseñas sistemáticas de elementos teóricos diferentes, pero en última instancia
factibles de integración, comprende los siguientes enfoques: Fenichel [36] (psicoanálisis individual),
Watzlawick [88] (teoría comunicacional), Berne [7] (teoría de los juegos transaccionales), y Zuk [95]
(interaccionalismo triádico). Aconsejamos al principiante que no intente formular metas terapéuticas
exclusivamente sobre la base de un modelo teórico específico, con exclusión de todos los demás.
Las técnicas de cada especialista en terapia familiar sustentarán uno u otro modelo teórico funcional,
subrayando a menudo la yuxtaposición antitética de un modelo frente al otro. Nuestras teorías
relacionales de lealtad y balances de justicia deben ayudar al terapeuta a definir sus compromisos
de valor, para verse a sí mismo y a cada miembro de la familia como seres humanos totales en el
contexto viviente de los sistemas relacionales. Dicho enfoque reconoce tanto el desequilibrio
resultante de las reafirmaciones individuales competitivas, como la necesidad que todo el mundo
tiene de reequilibrar periódicamente los compromisos recíprocos.
Más que en cualquier criterio estilístico, el proceso de intervención terapéutica debe basarse en la
programacióñ -áéTva, por parte del terapeuta, de una serie ordenada de expectativas que él alienta
para los integrantes de la familia. Además, es el grado de importancia de las expectativas
terapéuticas lo que en última instancia determina el grado de actividad del terapeuta. De manera
específica, a la par que brinda su ayuda como experto interesado en el paciente, él también debe
exigir cierto compromiso con la exploración realizada. Tiene que responder demostrando su interés
e inquietud ante el compromiso que asume la familia con respecto a ese proceso penoso, agotador y
a menudo vergonzoso, que resulta inevitable en todos los enfrentamientos relacionales.
Uno de los conflictos internos de importancia más crucial surge en el terapeuta cuando su actitud
comprensiva y su disposición a ayudar a los integrantes de una familia que sufren
desesperadamente choca con su decisión de provocar actitudes de «trabajo» responsables y
281
automotivadas, incluso en aquellos que aparecen como supuestas víctimas. Además, al convertirse
en blanco de todas las necesidades y actitudes de los componentes de la familia, en virtud de la
trasferencia, debe hallar el apropiado equilibrio entre la capacidad de respuesta humana y el
distanciamiento suficiente como para trabajar en una atmósfera caldeada, sacudida por profundas
emociones.
Una ulterior exigencia, relacionada con la capacidad de actividad del terapeuta, reside en lo que uno
de los autores describió como «parcialidad multidireccional» [15]. El terapeuta debe mostrarse capaz
de ponerse de lado de un integrante, y luego de otros, en vez de negarse a comprometerse con los
reclamos de mérito o justicia de ninguno de ellos. Al entrar a la caldeada escena de celos y alianzas
entre los miembros, el terapeuta comienza a enfrentar la esencia de la dinámica relacional: la
contabilización de los méritos y obligaciones.
Es tan difícil medir el grado de actividad del terapeuta por medio de criterios de conducta, como lo es
para los extraños juzgar el sentido subjetivo de una relación (v. gr., del matrimonio). Por ejemplo, la
capacidad del terapeuta para «dirigir la escena» en su despliegue de sentimientos, y su agresiva
exigencia de respuestas de parte del paciente, tal vez no indique tanta actividad en su intervención
como su capacidad de mantenerse coherente, que a veces lo obligará a renunciar a técnicas
eficaces o a su influjo personal.
A veces la persistencia puede, externamente, aparecer como silencio, pero una falsa actividad
exterior puede contribuir a que la familia niegue y evada el libro mayor de obligaciones.
Una capacidad intrínseca para enfrentar con valentía las propias relaciones familiares resulta uno de
los factores decisivos para permitir al especialista en terapia familiar que sustente su función.
Consideramos que dicha capacidad se da en proporción más directa con la actividad terapéutica
esencial que cualquier característica de la conducta.
Finalmente, sugerimos que la misma dimensión que provoca mayor resistencia ante la intervención
señala la dirección del progreso y la meta de la actividad terapéutica: la prevención. El núcleo de la
patología de cualquier miembro de la familia se encuentra arraigado en el equilibrio de las
relaciones. La patogenia, el cambio y la prevención se basan en los mismos «mecanismos».
De modo inevitable, el terapeuta debe afrontar sus propios compromisos de lealtad no reelaborados
en relación con su familia de origen. Al consagrarse al esclarecimiento y replanteo del
endeudamiento, es pasible de engendrar nuevos conflictos con su familia nuclear. A veces, un
terapeuta se vuelve notoriamente hipersensible en las áreas de tratamiento de un sistema de
relaciones de familia, que se conectan de manera visible con las áreas de lucha dentro de su propia
familia. Cuanto mayor sea la autenticidad con que adopta un enfoque sistémico sobre la lucha
destinada a equilibrar necesidades y derechos en forma ecuánime, mayor riesgo corre de generar
conflicto en sus propias relaciones de familia. En tanto que muchos especialistas en terapia
individual tratan de aislar sus «conflictos» de los de su cónyuge o hijos, el terapeuta especializado
en familias probablemente conceda menos peso a la eficacia del insight y la reelaboración
individuales.
Lealtad y confiabilidad
La terapia familiar como proceso choca con importantes aspectos de las lealtades familiares
invisibles. Así como lo que constituye un síntoma o psicopatología en el individuo puede significar
una lealtad implícita, un cambio terapéutico o una mejoría concientemente bienvenidos, en un nivel
más profundo suele implicar una deslealtad invisible hacia la familia de origen (véase el capítulo 3).
Por consiguiente, en tanto que el terapeuta se siente llamado a cimentar la necesaria confianza y
alianza terapéutica con la familia, la amenaza resultante para con las lealtades invisibles de esta
puede desalentar la auténtica colaboración de sus miembros. El terapeuta se ve en un brete: al
oponerse en forma activa a la convalidación inconciente del síntoma por parte de la familia, que
actúa en connivencia, deja de ser digno de confianza, debido al compromiso de los integrantes de la
familia para con la «ética» de la lealtad inalterable. Técnicamente, los pasos más adecuados que
puede dar el terapeuta en dicha coyuntura son: a) no verse atrapado en una investigación unilateral
de, por ejemplo, el papel del chivo emisario explotado, sino más bien ampliar el enfoque de modo de
involucrar los puntos de vista de todos los miembros, y b) invitar a los componentes de la familia a
examinar francamente sus sentimientos y el posible resentimiento hacia el terapeuta.
De acuerdo con nuestra experiencia, siempre que la familia está a punto de considerar la posibilidad
de dar abruptamente por terminada la terapia, el terapeuta debe reelaborar el modo en que cualquier
ulterior cambio puede tropezar con las expectativas de lealtad familiar. Tal vez haya propugnado en
forma demasiado apresurada los procesos de crecimiento, liberación, éxito y capacidad sexual, y
soslayado los requerimientos implícitos de lealtad familiar. Por caso, la importancia asignada de
manera selectiva a las mejoras en una relación conyugal puede aumentar el sentido de deslealtad
implícita de una pareja hacia sus familias de origen, en particular si, simultáneamente, se ignoran las
obligaciones primarias de esa pareja. Ellos pueden dar por finalizado el tratamiento debido a sus
culpas por el posterior abandono de vínculos familiares primarios, so pretexto del «derecho a vivir
sus propias vidas».
Una vez que el proceso terapéutico ha sobrevivido la prueba de la lealtad básica frente a la
deslealtad, respecto tanto de las familias de origen como de la familia nuclear, se tornan
significativas otras connotaciones de la confianza. Si no le tiene confianza al terapeuta, por
supuesto, la familia no ve ninguna razón para compartir información penosa y vergonzante. Este
puede ganarse su confianza dando pruebas de su preocupación, experiencia y sinceridad, pero
incluso así verse derrotado, porque los integrantes de la familia perciben su intervención como
carente de sensibilidad por las tensiones que provoca la culpa generada por la deslealtad intrínseca.
Otro problema vinculado con la confianza pertenece al terreno de los subgrupos dentro de la familia.
Cuando el terapeuta recibe la confianza de uno de ellos, entonces parece indigno de confianza para
otro de sus miembros o subgrupo. Los componentes de la familia ponen a prueba la aptitud del
terapeuta para la «parcialidad multidireccional». «¿Si se pone del lado de ella en contra de mí, cómo
puedo yo confiar en él?» En esos casos, el terapeuta debe revelar las obligaciones mediante las
cuales se mantiene el equilibrio de lealtades y luchas del subgrupo. Entonces, será posible iniciar
nuevas negociaciones acerca de los beneficios y los intercambios recíprocos entre los integrantes
de la familia. Un nivel final de confianza hace referencia a la coterapia. Si hay involucrados dos o
más terapeutas, su mutua confianza, y la relativa confiabilidad de todos ellos a ojos de la familia,
suelen verse sujetas a arduas pruebas. Ellos deben ponerse en guardia contra cualquier señal de
que su equipo se está dividiendo, como si fueran el progenitor bueno y el malo.
Desde el punto de vista sistémico, la familia como un todo constituye una cuenta viviente del balance
móvil de méritos y explotación. Cuando los desequilibrios de1as cuentas alcanzan un nivel crítico, el
sistema realiza compensaciones, a menudo en forma inapropiada, injusta, «proyectiva» (véase
también nuestro concepto de «foja rotativas en' el capítulo 4). De pronto, todo el sistema puede tener
necesidad de convertir en chivo emisario a uno de sus integrantes o a un extraño. La sorprendente
insensibilidad durante los fases iniciales de búsqueda de chivos emisarios, con respecto al daño
causado a la víctima, puede explicarse por el desequilibrio de cuentas de méritos y recompensas
que se acumularon con anterioridad en el sistema.
284
El terapeuta puede verse atrapado en la marea ascendente de otro tipo de paso tendiente a lograr
un nuevo equilibrio: por ejemplo, cuando ha logrado ayudar a los miembros de la familia a exonerar
a un padre anciano. Tras el aflojamiento inicial de la culpa de la familia y de su resentimiento hacia
el progenitor, el terapeuta puede trasformarse en necesario «reo», blanco de la inculpación
colectiva. La economía de la lealtad filial repentinamente mejorada, aunada a la selección de un
extraño como chivo emisario en la trasferencia, puede resultar irresistible.
El concepto de libros mayores de justicia o reciprocidad subraya nuestra tesis de que fenómenos
manifiestos tales como la falta de comunicación, la búsqueda de chivos emisarios, la tendencia al
secreto, la proximidad simbiótica, el estado de ánimo depresivo, las manipulaciones hostiles, etc.,
son de por sí epifenómenos, más que elementos esenciales del sistema familiar patogénico. Sin
entender los equilibrios y desequilibrios subyacentes de las cuentas no podemos saber, por ejemplo,
si había una mayor apertura o expresividad en el proceso sistémico. Buena parte de la habilidad del
especialista en terapia familiar reside en su capacidad para traducir las conductas sintomáticas en
sus respectivos equivalentes del balance de méritos (véase el capítulo 5).
En su esfuerzo por lograr esa traducción, el terapeuta especializado en familias tal vez halle un
auxilio conceptual en lo que se denomina teoría de la personalidad basada en las relaciones
objetales (véase Guntrip [49]). Así como el modelo de contabilidad lo ayuda a construir el flujo
multigeneracional de toma y daca, la teoría de las relaciones objetales le permite vincular la actual
interacción con el pautamiento relacional a largo plazo, «evolutivo», de las motivaciones
individuales. El individuo que se descubre del lado explotado o en desventaja del balance
desequilibrado de méritos tenderá a sobrevalorar inconcientemente la repercusión relacional de los
«objetos malos», o sea, las personas malignas propias del pasado o el presente. La configuración
interna de esos objetos malos adoptará la forma de un repertorio de sus experiencias pasadas
«malas» con sus padres y otros integrantes de la familia de origen. Entonces, quienquiera se
trasforme en blanco de reexteriorización, deberá ser tratado como corresponde. Por otra parte, la
presión motivadora de ese esfuerzo atributivo (proyectivo o trasferencial) procede de la acumulación,
aquí y ahora, de desequilibrios sistémicos de reciprocidad familiar, de acuerdo con la actual posición
del individuo en dicho libro mayor sin equilibrar.
Resulta probable que la relativa falta de culpa que uno siente en cuanto a la injusticia de esa
explotación proyectiva de los demás se deba a un interior sentido de alivio de la culpa
experimentada por la deslealtad hacia el progenitor. Al atribuir en forma reiterada la «maldad» a los
actuales copartícipes de sus relaciones, la persona, en efecto, exonera temporariamente a sus
padres de la responsabilidad de haber motivado ese cúmulo de resentimiento por las injusticias
sufridas. Cuando el terapeuta se convierte en «víctima» cautiva de dichos atributos, puede obtener
una nueva perspectiva al comprender la fuerte presión ejercida para reequilibrar injusticias en el
sistema. Ubicado en el papel del «objeto parental malo», también puede obtener un impulso
insólitamente poderoso hacia la «actividad», esperando que los integrantes de la familia enfrenten y
reequilibren problemas fundamentales.
La cuestión de la fortaleza de la personalidad requerida para una labor terapéutica exitosa debe
redefinirse con el objeto de que sea útil para el especialista en terapia familiar. En tanto que en la
terapia individual se espera que el paciente sea lo suficientemente fuerte como para examinar las
motivaciones más profundas de sus convicciones y acciones, la terapia familiar exige de los
miembros de la familia que puedan enfrentar la actual condición y los futuros criterios de los
balances de méritos multipersonales recíprocos en sus relaciones. Al proponerse esta meta, el
terapeuta de familias no debe interesarse tanto por una reconstrucción causal o «fijación de culpas»,
285
sino más bien por hallar el coraje que sirva para explorar pautas establecidas desde hace tiempo y
la constancia para modificarlas. Debe hallar y utilizar la fuerza de los integrantes de la familia con
mayores recursos. Así como el terapeuta de individuos procura formar una alianza con las partes
sanas de la personalidad del paciente, el experto en terapia familiar debe aliarse con los recursos no
utilizados de los miembros «sanos» en beneficio de todos. Por tal razón, la terapia familiar debe
verse, de modo primordial, como una intervención preventiva, además de ser el remedio más eficaz
para los síntomas de la mayoría de los integrantes designados pacientes.
Los conceptos de reequilibrio y reversión son, en cierto modo, paralelos al concepto del uso
defensivo del trastorno hacia lo contrario (Fenichel) en la teoría individual. Sin embargo, la similitud
es sólo formal: en ambos casos el progreso hacia la mejoría de la función sobreviene luego que el
terapeuta pone a prueba la reversión, siempre que el paciente o su familia estén dispuestos a
investigar la posibilidad del cambio.
El hecho de trocar un impulso o deseo en su contrario sirve a las necesidades defensivas del
individuo, al evitarle el enfrentamiento con sus propias motivaciones y sus consecuencias. Por otra
parte, el desequilibrio relacional puede ser causado y mantenido por la necesidad (que comparten
todos los miembros de la familia) de no enfrentar el libro mayor invisible de obligaciones familiares.
En tanto que la meta terapéutica del análisis o psicoterapia individual se orienta hacia el insight y la
reintegración psicológica de los impulsos desmentidos (o de algún otro modo evitados) por el
paciente, la meta de la reversión de posiciones relacionales se dirige al eventual reequilibrio de las
acciones y compromisos mutuos de todos los integrantes de la familia.
La reversión debe comenzar en la propia mente del terapeuta. Este debe adoptar un enfoque
dialéctico para evaluar el sentido de cualquier asignación de roles o actitud relacional en apariencia
rígida. Al revertir los signos, por así decirlo, tratará de entender, por ejemplo, de qué manera el rol
de la persona supuestamente enferma y perturbada, que es «objeto de desaprobación», puede
también entrañar una función en particular importante, de responsabilidad invisible, para el resto de
la familia. Si el enfoque antitético y revertido comienza a cobrar sentido «operativo», es posible que
surjan de él las más importantes pistas terapéuticas con sorprendente riqueza.
El joven drogadicto, en apariencia irresponsable, por otra parte, puede verse atrapado de manera
irremediable en una actitud leal de extrema inquietud por la familia. La tendencia al hurto puede
estar relacionada con un libro mayor de obligaciones interiorizado, según el cual el cleptómano ha
sido defraudado por su medio de muchas maneras (más de las que sus robos visibles pueden
reequilibrar). La preocupación afectuosa de los padres por las escasas relaciones de su hijo con sus
pares puede encubrir sus deseos inconcientes y sus maniobras para impedir ese mismo tipo de
contactos sociales.
Esto resulta especialmente importante cuando no se espera que el anciano progenitor viva mucho
tiempo más. El enfrentamiento intergeneracional de los sentimientos nunca debe llevar a la condena
de este como objetivo final de los esfuerzos terapéuticos. La actitud hábil y plena de tacto del
terapeuta puede evitar esos resultados. El enfrentamiento resulta valioso si lleva a la consiguiente
mejora de la relación entre el adulto y su progenitor, en vez de ser, primordialmente, un ejercicio de
apertura o expresividad.
Es menos probable (aunque posible) que ocurra un enfrentamiento invisible tras la muerte de un
progenitor de edad avanzada. La resolución postergada del duelo genera la continua necesidad de
ser parentalizado y congela la disponibilidad relacional de la persona. No obstante, el hijo sumido en
el duelo puede evocar recuerdos de su relación con los difuntos (a menudo, mediante contactos con
personas que conocieron al progenitor), lo que finalmente puede reintegrar su comprensión y
sentimientos sobre el padre o madre muertos. En el proceso de revaluar y exonerar en forma parcial
al progenitor que causó su resentimiento, la persona de duelo adquiere renovada libertad para llorar
plenamente, para liberarse del resentimiento proyectivo y volverse más asequible a relaciones
nuevas. Así, quienes en realidad se benefician son los integrantes de la siguiente generación.
En tanto que todo énfasis en la enfermedad de un solo miembro toca el punto débil de la familia, al
sustentarse un diálogo multidireccional de acción e inquietud se capitalizan sus recursos positivos y
virtudes. El especialista no debe mostrarse impresionado cuando la familia designa "enfermo" a uno
solo de sus componentes ni tampoco ante el rol de miembro "sano", que supuestamente funciona en
forma óptima. No debe aceptar la premisa de que las familias son entes más frágiles y vulnerables
que los individuos para trabajar con ellas. Por contraposición con las ideas sobre el valor de la
privacidad y el compromiso exclusivo, lo que caracteriza a la terapia familiar es el modo responsable
y valiente de enfrentar desafíos dentro de las relaciones. Mediante esa apertura y valor, pueden
investigarse y reequilibrarse de manera gradual los libros mayores de los compromisos familiares
básicos.
El reequilibrio de las relaciones tiene importancia decisiva en nuestra tesis. No nos impresionan las
meras demostraciones de la dinámica familiar o las fuerzas patógenas. Por ejemplo, al investigar
una situación incestuosa, la abierta admisión de los hechos no es la meta final. El descubrimiento de
los secretos no sólo debe estar seguido de una evaluación de las formas de explotación y
victimización mutua en el incesto, sino por la investigación llena de tacto sobre el interés recíproco,
el afecto y los deseos de hallar bases más seguras para el acercamiento.
A menudo se cree que conviene más tratar al adolescente sobre una base individual, debido a la
sensibilidad específica que se manifiesta sobre la privacidad a esa edad. De acuerdo con nuestro
juicio, esa opinión es válida sólo en la medida en que se considera que la terapia está limitada a la
revelación verbal y la búsqueda de un cambio de función basado en el insight. Aunque reconocemos
el derecho y la necesidad de privacidad que tiene el adolescente al adquirir nuevas relaciones
apropiadas a su edad, no pensamos que el auténtico crecimiento emocional pueda lograrse
ignorando el contexto de los sistemas de relaciones esenciales. La terapia familiar puede
proporcionar el necesario foro para una verdadera liberación de las obligaciones, enfrentando su
contexto viviente. Al tratar familias nos hemos mostrado tan dispuestos para realizar sesiones
privadas con el adolescente, como discusiones conyugales con los padres. De cualquier modo, tanto
los progenitores como sus hijos adolescentes deben comprometerse a hacer que dichas sesiones
independientes sean por lo menos tan productivas como forma de exploración, como podría serlo
una sesión conjunta con la familia.
El terapeuta no debe esperar ni discretas revelaciones sobre la privacidad (sexual o de otra índole)
del adolescente, ni una disposición absoluta y sin reservas de los padres a dejar en libertad a ese
hijo. En la mayor parte de las familias, reconocer el hecho del endeudamiento filial es un tabú. No
obstante, para el terapeuta resulta aconsejable presuponer que dicha negación, de ser permitida,
puede generar un resentimiento sin resolución en los padres y una culpa imposible de manejar en el
adolescente o el joven adulto.
No nos impresionan los esfuerzos por clasificar las pautas familiares de acuerdo con el diagnóstico
individual o las entidades nosológicas. Todas las manifestaciones sintomáticas, sean psicológicas o
de la conducta, se ajustan a las configuraciones relacionales, y en gran medida son determinadas
por ellas. La drogadicción o la conducta delictiva de la gente joven constituyen ejemplos de
manifestaciones sintomáticas de conflicto entre los individuos y los sistemas multipersonales. Sin
asignarninguna configuración relacional específica a las familias que exhiben esos problemas u
otros relacionados, sugerimos que el terapeuta trate de reinterpretar la conducta aparentemente
irresponsable o inmoral del delincuente y el drogadicto. Al buscar una colaboración dedicada, leal y
redimible, o incluso la valiosa colaboración familiar de ese aparente "reo", el terapeuta puede
encontrar el camino más rápido para entender la configuración dinámica más profunda del sistema.
De modo paradójico, parece darse un paralelo entre el rol implícito del hijo sintomático y las
avenidas más accesibles de intervención por parte de los terapeutas. Al aprender cómo puede
ayudar al hijo a que evite las ataduras de sus ambiguas obliga;iones familiares, el terapeuta puede
sentar las bases de su estrategia para ayudar a todos los integrantes de la familia a revaluar sus
posiciones.
288
El tratamiento de las raíces sistémicas de la paranoia
La terapia de las personas que incurren en una inculpación proyectiva o en ideas persecutorias
paranoides, caracterizadas por el recelo, ha despertado el interés de los psicoterapeutas durante
mucho tiempo. Sin intentar una explicación exhaustiva o completa de esta tendencia, consideramos
que la solución del problema debe basarse tanto en estrategias individuales como relacionales. De
manera específica, entendemos que la inculpación reiterada, en apariencia inalterable, o las
sospechas que despiertan terceros inocentes, guardan relación dinámica con la lealtad invisible que
ata a quien inculpa con el progenitor dotado de rasgos ambivalentes. A su vez, la lealtad interior que
ata a un progenitor de merecimientos dudosos, libera al sujeto de parte de la culpa por la injusta
inculpación de otros. Por otra parte, el insight adquirido en relación con el carácter inadecuado de la
inculpación, puede verse obstaculizado por la profunda convicción que tiene la persona de que su
resentimiento es justo, por las injurias sufridas y su deseo de exonerar al progenitor a expensas de
otra gente. Sin oportunidad para mejorar la propia imagen o las relaciones con el progenitor, no
puede derivarse ningún beneficio del enfrentamiento de las causas del resentimiento.
Duración
No toda terapia es de largo plazo. En parte, su duración depende de las preferencias del terapeuta y
su encuadre. Hemos visto que se obtuvieron resultados terapéuticos con entrevistas familiares, de
sólo una sesión, o a lo sumo tres. Por último (aunque igualmente importante), la naturaleza del
problema y la capacidad de los miembros de la familia para efectuar el cambio también determinan
las metas de la terapia.
La meta de la familia puede limitarse a la extirpación del problema inicial por el cual fue remitido el
integrante designado paciente. En nuestros años de experiencia como terapeutas tanto individuales
como especializados en familias, por lo general esto se da más rápido en la terapia familiar que en la
individual. Aunque no hay ninguna seguridad de que dicho cambio sintomático individual sea prueba
de un reequilibrio y reorientación sistémica en las relaciones de familia, esta meta es legítima, y el
terapeuta debe estar dispuesto a aceptar la terminación de la terapia en ese punto.
La motivación de los componentes de la familia puede verse movilizada si el terapeuta les informa
que entiende que su trabajo con ellos debe desarrollarse a corto plazo, a menos que le demuestren
que pueden enfrentar e investigar importantes problemas relacionales y luchar por el cambio durante
un tiempo considerable. De esa manera, la simple dependencia a largo plazo respecto del terapeuta
no resultaría adecuada como base para una terapia prolongada. En el momento en que la
motivación parece llegar a un punto de estancamiento, todo el mundo se verá beneficiado si el
terapeuta plantea el tema de la finalización de la terapia. A la vez, este puede indagar acerca de los
sentimientos hacia él, y de los logros, las limitaciones para progresar y las metas pendientes.
Progreso y cambio
Los criterios sobre la evaluación del progreso en la terapia familiar son muy diferentes de los que
rigen en la individual. Tradicionalmente, las señales de mejoría o cambio pueden basarse en las
funciones de una persona: mejor humor, conducta más apropiada, mejor estado de salud, potencia
sexual acrecentada, etc. El cambio, o su falta, también puede definirse en dimensiones funcionales
familiares: depende de la calidad y grado de apertura, involucración dotada de sentido, interacciones
individuadas, más que fusionadas de manera amorfa, comunicación más significativa, y mayor
tolerancia del crecimiento o la separación, etc. En un nivel más importante, nos interesa saber si las
cuentas ocultas de explotación y obligaciones han sido o pueden ser confrontadas. Si existe
289
capacidad para enfrentar los balances intra e intergeneracionales del toma y daca, cabe plantearse
un interrogante: ¿hasta qué punto los miembros de la familia son capaces de reequilibrar los libros
mayores de obligación, mérito y explotación?
Hay otro problema aún más importante por considerarse: ¿para quién está indicada, o
contraindicada, la terapia familiar? Por ejemplo, ¿se la ha recomendado basándose en la posibilidad
de que el hijo con fobia a la escuela mejore en el curso del tratamiento? ¿Deja de valer esa
indicación cuando se ha producido la mejoría? Si la madre, en forma concomitante, desarrolla un
estado de depresión, ¿ese estado configura una nueva base para que resulte indicada la terapia?
¿La aparicion de esa nueva sintomatologia, visiblemente apreciable en otro miembro, puede
constituir una contraindicación? Si la fase depresiva manifiesta de una madre la ayuda a reelaborar
toda su visión de la vida y de sus relaciones, ¿la terapia familiar continua estará indicada para el hijo
que presenta el problema, para la madre, o para el resto de los hijos que posiblemente saquen
provecho de dicha reestructuración? Consideramos que, en última instancia, el valor de la terapia
familiar reside en la prevención. Al reestructurar los criterios de expectativas justificables, la terapia
puede impedir la formación de lazos paralizantes que, de lo contrario, podrían producir síntomas y la
infelicidad de cualquier integrante en apariencia sano.
290
Epílogo
Al concluir la redacción de una obra en esencia no técnica sobre psicoterapia familiar, no podemos
ignorar las implicaciones sociales más amplias de nuestro campo. Creemos que la dinámica
relacional u orientación sistémica reviste suma importancia para el futuro de nuestra sociedad. En
ese sentido, no nos consideramos voceros de las ciencias sociales contemporáneas, sino
investigadores que han recogido experiencia en la vida íntima de las familias y los modelos de
sistemas que presentan para todas las relaciones sociales.
David Cooper tituló La muerte de la familia [29] uno de sus libros. Como muchos otros activistas
políticos, él equipara las fuerzas opresivas de la sociedad y las de la familia. Además, la mayoría de
los activistas políticos revolucionarios desacreditan la psicoterapia, tachándola de instrumento de
conservación de un orden social burgués. Muchos invocan la necesidad de derrumbar ese orden,
primero, y ver entonces si hay todavía necesidad de una psicoterapia. Históricamente, el liberalismo
iluminista surgió en gran medida como respuesta a las fuerzas opresivas de explotación propias de
la familia tradicional y el sistema social conservador. Por nuestra parte, en vez de propugnar de
manera monotética la destrucción de una estructura social, consideramos que un enfoque dialéctico
más maduro llevaría a la búsqueda sistemática de un equilibrio justo entre los derechos autónomos
del individuo y sus «inversiones» en el sistema social del que forma parte.
Cualquier tipo de cuestionamiento profundo de los valores de la familia y el orden social tiende a
abrumar a los teóricos sociales; la nuestra es una era en que los mensajes superpuestos y
mutuamente eliminatorios han producido una saturación extrema. Todos los líderes y sistemas
tradicionales son pasibles de cargar con culpas, pero no porque se conozcan mejores alternativas.
La gente parece empeñada en parentalizar a una autoridad imaginaria y no existente, para luego
desafiarla exigiéndole que se convierta en un líder más apto y, simbólicamente, en un padre más
amante y preocupado.
En nuestros días, la función de líder resulta cada vez menos gratificante. Este debe reconocer que
sus subordinados alcanzarán, tal vez, un nivel de perfección y de autonomía mayor que en cualquier
período anterior. El líder elegido, e incluso el dictador, se convierten en servidores de poderosas
maquinarias políticas. Los jóvenes de cualquier país tienden a cuestionar los lemas en que los
líderes basaban sus mandatos, y comienzan a desconfiar de todo aquel que se presente a sí mismo
como autoridad educacional. Además, la nuestra es la era en que un simple secuestrador puede
lograr que una compañía multimillonaria pague un elevado rescate en unas pocas horas. Un puñado
de guerrilleros pueden raptar al embajador de una gran potencia o humillar a un orgulloso gobierno.
291
Entendemos que la respuesta puede residir en un replanteo exhaustivo de las definiciones del mérito
en cualquier relación humana. Las necesidades humanas son virtualmente ilimitadas como factores
motivacionales, en tanto que los derechos guardan relación con los méritos. Ninguna consideración
de las necesidades llevará, de por sí, a establecer fronteras precisas de interacción. Los derechos
humanos deben volverse a definir desde el punto de vista del mérito en las relaciones, más que en
términos de las necesidades individuales o grupales. El punto de partida natural para dicha
redefinición se encuentra entre el padre y el hijo, o entre el adulto y su envejecido padre. El hecho
de que mi vida se originara a partir de la suya crea lazos de lealtad y obligaciones para con ellos
imposibles de erradicar.
La posibilidad de medir el balance del mérito depende de una adecuada definición de los criterios de
reciprocidad en las relaciones humanas. Resulta relativamente fácil definir la reciprocidad
equivalente en algunas interacciones entre iguales. Podemos jugar según las reglas, o hacer
trampa. En tanto las reglas se definan con claridad, debe de haber un modo de medir el grado en
que se hace trampa. La equivalencia de la reciprocidad entre copartícipes desiguales de una
relación, como padre e hijo bebé, es más difícil de definir. La persona abnegada y devota que se
dedica al cuidado de otra puede, a la vez, obtener mayor gratificación de esa forma de vida que de
cualquier otra actividad. Además, aunque en apariencia está dando algo de sí, el progenitor puede
explotar al bebé de mil maneras, invisibles e incluso inconcientes.
Asimismo, dentro de la sociedad, el hecho de nacer pobre, o miembro de determinada nación, clase,
grupo religioso o localidad geográfica, puede crear un desequilibrio intrínseco de los derechos de
grupos enteros de personas. Si bien es cierto que el individuo idealmente fuerte puede superar las
desventajas específicas de su sino, la justicia social no debe cimentarse sobre la negación de la falta
esencial de reciprocidad entre la gente. Puede añadirse un desequilibrio en la justicia distributiva
mediante actos injustos de los propios congéneres. El método de ayuda más eficaz en relación con
cualquier problema reside en la prevención. No puede establecerse ninguna forma de prevención sin
enfrentar los criterios de reciprocidad relacional. La posibilidad de reequilibrar las injusticias se ve
obstaculizada por la ciclópea tarea de tener que combatir la negación, la evitación y el miedo a la
justicia reparatoria inherentes a todo sistema social.
Las aplicaciones de lo que antecede son numerosas, y el índice de aumento del deterioro social por
omisión es sobrecogedor. No es de extrañarse que la juventud de nuestros días no preste oídos a lo
que juzga como enseñanzas carentes de importancia, en tanto que las bases de confianza y
seguridad de la estructura social se están destruyendo bajo sus pies.
292
Esferas para una redefinición futura de la reciprocidad, el mérito y la justicia
La cabal reorientación hacia una justicia recíproca, como valor de la más alta prioridad social,
exigiría el correspondiente examen de las esferas de explotación intrínseca y desequilibrada.
La sociedad adquisitiva, orientada hacia el éxito o los bienes materiales, asigna escaso valor a la
función educacional como un todo. La compensación que desde el punto de vista económico y de
status reciben los educadores en Estados Unidos ha sido tradicionalmente baja, en comparación con
el prestigio de los administradores de empresas. La producción de objetos siempre gozó de mayor
prioridad que la «producción» de seres humanos bien educados.
Las escuelas son una importante vía de acceso hacia lo que constituye la salud mental, o la falta de
salud. La sociedad espera que el niño aprenda. Sin embargo, resulta penosamente obvio que el niño
sólo puede «prestar» su atención si se le ha inculcado una confianza básica en la ecuanimidad del
mundo de los hombres. Además, es el representante de su familia, a quien debe lealtad, en primer
lugar, y cuyos integrantes, a pesar de su aprobación manifiesta, vigilan celosamente su vida escolar
y su participación en el mundo de sus pares para descubrir en ella signos de deslealtad implícita. A
menos que reconozcamos la injusticia intrínseca de esas expectativas, tanto hacia el niño como el
maestro (quien también se ve forzado a asumir una posición defensiva y sobrecargada), tal vez no
podremos establecer un adecuado sistema educacional, a despecho de nuestros mejores esfuerzos.
Los criterios de éxito y fracaso en sí son pasibles de cambio, si consideramos que por el fenómeno
de la «homeostasis familiar» el miembro que parece exitoso tiende, en forma invisible, a depender
de los fracasados o menos exitosos. El equilibrio entre los roles familiares de apoyo y de éxito
exterior se mantiene mediante los ajustes sistemáticos multipersonales de expectativas ocultas de
lealtad.
Todo nuestro sistema jurídico padece una falta de definición de la reciprocidad, en lo que atañe a las
expectativas encubiertas y las motivaciones inconcientes en los progenitores. Los jueces, a pesar de
su mejor comprensión intuitiva, estiman inevitable su deber de aplicar la ley a los hijos para
responsabilizarlos de la debilidad dentro de su sistema familiar. Los tribunales tal vez no hallen
solución, como no sea colocar al niño en otro hogar o en una institución, incluso en los casos en que
se puede demostrar que la delincuencia se ve reforzada inconcientemente por la situación familiar.
Entendemos que la solución, en estos casos, podría encontrarse en el compromiso judicial de iniciar
la evaluación y el tratamiento obligatorio de la familia.
El problema de la justicia penal como necesaria salvaguardia social debe considerarse de modo
independiente del tema de un enfoque humanitario de los derechos de los presos. Al encarar la
posición unilateral de desventaja del preso enfrentado a la fuerza organizada de la ley, es natural
que uno simpatice con el rol del «sometido». El preso debe protegerse de los impulsos sádicos de la
gente a la que está irremediablemente expuesto. Por otra parte, la situación desvalida del preso no
debe utilizarse para empañar su responsabilidad en lo que se refiere a pagar por una injusta
trasgresión, siempre que su culpa haya ;ido establecida en forma fehaciente.
293
Las discusiones entre sindicatos y entidades patronales son objeto de un examen cada vez mayor
por parte de la sociedad. Resulta evidente que, en tanto el sindicato y la patronal delinean
afanosamente sus necesidades y derechos partidistas, la tercera parte, ausente y silenciosa, es el
público, cuyas contribuciones reciprocas por lo general se niegan o ignoran al acordar exclusivo
interés a la reciprocidad entre las otras dos partes. Este modo de explotación, carente de
reciprocidad, de los contribuyentes hace recaer una carga enorme sobre el proceso democrático de
la sociedad libre; se requerirían las artes de un estadista ajeno a la política para remediar la
situación de acuerdo con los requerimientos multilaterales de la justicia.
Se está descubriendo la importancia de los movimientos que defienden los derechos del consumidor
para la supervivencia de in orden justo. El individuo ya no es capaz de determinar cómo se lo
explota mediante, por ejemplo, el agregado le un aditivo químico al jugo enlatado, con el cual el
productor se puede ahorrar unos centavos por lata. Si diez años después el consumidor y su familia
contraen una dolencia fatal cono consecuencia del «error», no tienen pruebas legales, ni siquiera
conciencia de lo que corresponde hacer para exigir la debida reparación por los daños padecidos, a
menos que la sociedad desarrolle un instrumento de protección al consumidor como una de sus
armas más poderosas.
De modo algo paradójico, los intelectuales de Occidente, pacifistas y llenos de culpa, parecen tener
dificultades en asignar una alta prioridad a las definiciones de la justicia. Sin embargo, nada hay más
fuerte que la convicción sobre la injusticia para hacer que un soldado o guerrillero esté dispuesto a
matar. El concepto de la paz como derecho humano es incompleto, tal como lo saben ya quienes
han sido brutalmente conquistados, humillados, explotados o aprisionados. La paz a cualquier precio
puede confirmar los prejuicios y el genocidio encubierto.
Las costumbres sexuales de nuestra época son tristemente confusas en relación con las prioridades
éticas. Ciertos aspectos de la sexualidad, tales como la moralidad de la contención de todo placer
excesivo y la confiabilidad de la relación basada en la fidelidad sexual, no se han separado de
manera adecuada de un problema ético mucho más amplio: el cumplimiento responsable de la
parentalidad. La celosa vigilancia del placer supuestamente desenfrenado de los demás parece
seguir siendo la principal preocupación del hombre con respecto a la moral sexual, con un franco
desdén por la necesidad de redefinir la ética de la parentalidad en una era de eficaces medidas
anticonceptivas.
Como ejemplo importante, consideramos que la tendencia aparentemente progresista de las leyes
que admiten el divorcio sin causales es en parte regresiva, aunque estamos plenamente de acuerdo
en que sería injusto obligar a un hombre y a una mujer a que sigan viviendo juntos porque se lo
impone la ética de la fidelidad sexual. Para juzgar el divorcio con ecuanimidad, sólo puede hacérselo
dentro de su perspectiva ética trigeneracional. El peso de las invisibles lealtades pretéritas de cada
cónyuge y sus obligaciones para con el futuro de las generaciones venideras constituyen un área de
294
decisiva importancia. El debate sobre el divorcio se plantea hoy principalmente sobre la base de las
necesidades y derechos de los padres. Y estos se definen, sobre todo, en función del derecho a la
posesión sexual exclusiva, en vez del derecho a la consideración multigeneracional recíproca dentro
de la totalidad de las funciones vitales. Se pasa por alto la cuestión central de la responsabilidad
hacia la propia familia y la del cónyuge, así como el crecimiento emocional de los propios hijos. Por
tales razones, toda seria consideración judicial del divorcio por parte de los padres debería estar
precedida de un período obligatorio de investigación de la dinámica familiar.
Resulta considerable el número de mujeres que unen sus esfuerzos a la lucha por la reafirmación y
la «liberación». Durante miles de años, ellas han sido merecedoras de derechos acordados en
cuanto a protección social y privilegios que compensaban sus aspectos vulnerables determinados
biológicamente. Desde los albores mismos de la civilización, la sociedad se ha mostrado
preocupada de que las mujeres jóvenes puedan ser explotadas por medio de la involuntaria
participación sexual, mediante la violación o la seducción. Si no se puede responsabilizar al hombre
por la paternidad, la mujer deberá hacerse cargo de la responsabilidad, obligada y falta de equilibrio,
del embarazo y la maternidad. Los procesos fisiológicos de menstruación, embarazo, parto,
lactancia, etc., tienden todos a hacer que las mujeres se sientan unilateralmente vulnerables. En
consecuencia, ellas tienen derecho a obtener medidas compensatorias de la sociedad, para que
pueda prevalecer una recíproca ecuanimidad. Caso contrario, la capacidad materna de muchas
mujeres se verá socavada por su sentimiento de ser objeto de una explotación unilateral, limitada al
sexo.
Además, las necesidades sexuales de las personas de edad avanzada son desalentadas por las
actitudes tradicionales de la sociedad. A los ancianos no sólo se los considera poco atractivos, y una
potencial carga económica, sino que se les niega su derecho al romance. Expresiones como la de
«viejo verde» resultan indicativas de ese prejuicio contra la validez de las necesidades sexuales en
forma independiente de la capacidad reproductiva. Una de las últimas expresiones de acusaciones
hipócritas se produce cuando los residentes de pensionados para ancianos manifiestan necesidades
sexuales o románticas inocuas. Asimismo, el derecho al romance es sólo una de las esferas en que
parece practicarse una injusta segregación y elección de víctimas propiciatorias en gran escala, por
parte de la sociedad, teniendo apenas en cuenta los merecimientos de los ancianos.
El niño deficiente mental constituye, por lo general, el foco de atención excesiva y de frustración en
la familia, así como de resentimiento no admitido por la frustración cargada de culpas de los padres.
Los derechos de ese hijo se subrayan a expensas de sus hermanos, y los progenitores se ven en
figurillas cuando se trata de aplicar las mismas medidas disciplinarias al retardado y a los otros hijos.
En consecuencia, tanto en la familia como en la sociedad, buena parte de la tensión generada se
295
produce como resultado de una falta de definición en cuanto a lo que constituye una justa
reciprocidad en la relación asimétrica entre los individuos normales y los retardados.
Los componentes psicosomáticos en las dolencias médicas de todo tipo tendrían que reexaminarse
desde el punto de vista de su posible función equilibradora respecto de la explotación injusta y
unilateral, o ejercida por alguien estrechamente vinculado al sujeto. Por ejemplo, observamos que la
disfunción sexual está relacionada de modo característico con la deslealtad que uno percibe en las
expectativas de la propia familia de origen. Cabe admitir que otras disfunciones orgánicas también
pueden representar medidas autopunitivas compensatorias.
Los principios subyacentes en nuestro razonamiento tal vez carezcan del sensacionalismo de lo
«nuevo», y no pueden aprenderse sin más de no producirse un replanteo y una reorientación
fundamental de nuestras actitudes adquisitivas tradicionales. Algunas personas pueden todavía
convencerse de que el ametrallar osos polares desde helicópteros, y deshojar bosques enteros
mediante el mero hecho de apretar un botón desde un avión, son comparables a la heroica lucha del
hombre con la naturaleza que caracterizó al habitante de las cavernas en su avance hacia la
civilización. Cabe preguntarse cuál sería el precio de una reorientación, incluso mínima, respecto de
nuestros prejuicios tradicionales.
De todas maneras, se está desarrollando una nueva actitud en la relación del hombre con el hombre
y la naturaleza en los albores de la era nuclear. A medida que la moderna tecnología va permitiendo
que el hombre destruya la naturaleza, sin exponerse a una lucha en igualdad de condiciones con los
animales peligrosos y los elementos, la necesidad de una renovada preocupación por el factor
reciprocidad resultará patente si es que la humanidad ha de sobrevivir sin enfrentar los obstáculos y
factores de equilibrio de la naturaleza. Nuestras esperanzas deben depositarse en la generación
más joven, no sólo en su preocupación por la paz y la ecología, sino, en última instancia, en su
reconocimiento de la crucial importancia de la justicia en todas las esferas de las relaciones
humanas. No obstante, no podemos exonerar a la generación paterna de su posición de liderazgo y
obligación de participar, aun cuando el cambio beneficie primordialmente a la generación más joven.
Consideramos que las implicaciones de esta obra, en último análisis, serán más productivas para
diseñar programas preventivos dirigidos a mejorar las relaciones familiares y sociales en general.
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