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Dame un abrazo

−Dame un abrazo, que ya es tarde – dijo mi hijo antes de detenerse a dos pasos de mí,
con los brazos abiertos a espera de corresponderle. Apenas llegué de hacer horas
extras y ni siquiera quiso esperar a que aventara de lado el maletín.

Habían pasado catorce años desde la partida de mi padre cuando pude abrazarlo una
vez más; me rodeó con sus brazos enfundados en pijama de scooby-doo y pude sentir
el mismo calor de sus manos antes callosas. Eran los mismos ojos adormilados de
madrugada, los cabellos rebeldes que solía apisonar con el sombrero, el cuerpecillo
escuálido y huesudo, evaporado por el trabajo bajo el sol de toda la vida.

No pude evitar diferenciarlo por su tono de voz infantil y la nariz fina herencia de mi
esposa, las pestañas respingadas de la abuela y la piel tersa de apenas cuatro años.
Pero ere él, de eso no tuve duda.

Bien recuerdo las mañanas en que se despertaba con el mugido de las vacas y yo con
él para ordeñarlas, luego íbamos a los gallineros para recoger los huevos fresquitos
para desayunar, tantas veces me picotearon las méndigas gallinas y su consejo de
siempre –sin miedo que lo huelen −, seguro estoy que también lo picotearon pero no
decía nada para hacerse el fuerte.

Él se iba a trabajar al campo mientras me mandaba a la escuela, a pesar de querer


quedarme a su lado – estudie, mijo, pa’ que no sea burro como su papá− .Ya por la
tarde me dedicaba a desgranar mazorcas mientras él le daba de tragar a las mulas y el
viejo asno que nomás servía para ensuciar el corral, pero lo manteníamos porque de
vez en cuando me montaba sobre él.

Por las noches me pedía quitarle las botas que aparentaban una segunda piel, mi
madre hervía palos de canela cuyos vapores se paseaban por la casa invitándonos a la
mesa, frijoles con chiles para cenar y las historias inventadas por mi viejo amenizaban
la velada. Que a Don Cande ya se le va a casar una hija porque resultó encinta, que
Filomena se cayó en el arroyo y ni el diablo la quiso, la sacaron todita revolcada pero
intacta, y que si fue y vino el padrecito de la ciudad, trayendo consigo las bendiciones
del cardenal.
Yo no entendía la mayoría de lo que platicaba y me conformaba con seguir el ritmo de
su bigote, donde se columpiaban las gotitas de canela en un acto de malabarismo, mi
madre le decía que sí a todo, y a veces hasta se sorprendía de como los decires del
pueblo volaban con las polvaredas hasta donde mi apá regaba los surcos.

Así pasaron los años y me fue convidando sus fuerzas, de a poco en poco se encogió de
cuerpo, la tierra del campo se le metió en la piel e idénticos surcos dibujaron su rostro,
pero a pesar de todo era el mismo, quien le cantaba a la luna y retrataba con sus
palabras un mundo que yo solo conocía por las imágenes que sembraba en mi mente,
historias que fue olvidando, junto con nuestros rostros y el nombre de sus propios
hijos.

No tardó en permanecer anclado a una silla, medicado todo el tiempo a espera de un


milagro que no llegaría jamás. Ponto confundía a la gente y, una de esas noches en que
no quisimos separarlo de su piedra favorita al pie de una nopalera, miré en sus ojos lo
mismo ahora veo. Abrió los brazos y reclamó el amor de su padre ausente, a espera de
ser correspondido.

−Dame un abrazo, que ya es tarde – no pude negárselo y quedito me dijo –te extrañé,
papá.

Bien dicen que la gente sabe cuándo le toca descansar, así le pasó a mi viejo y creo
comprender el porqué, ahora espero ser digno de que algún día me llame a reunirme
con él, en un abrazo idéntico al que ahora le doy a mi hijo.

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