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Jubilación

Fue después de una subasta pública que logré hacerme de está casa, propiedad del

solitario doctor Bechelani, último médico de su familia cuya genealogía se remontaba

desde antes de la independencia, y si no se extendió aún más fue por la falta de un

heredero que la continuara.

El inmueble de exquisito estilo francés sobresalía por encima del resto de las casas,

todas ellas modernas y con no más de dos décadas de antigüedad. El portón de hierro

desnudo lloró por su dueño cuando entré, incluso yo sentí profanar el suelo que ahora

me pertenecía, junto con los lirios llenos de vida que delimitaban el camino de piedras y

cal.

El acceso al interior de la casa, destinada para vivir mi jubilación, estaba enmarcado por

hiedras silvestres y telarañas, sin embargo no era el abandono lo que sobresalía, por el

contrario, la ausencia de polvo y aromas rancios pudo haberme convencido de la

existencia de un cuidador.

Una vez adentro se abrió ante mi sorpresa una estancia de reluciente mármol, altos

pilares alternados con vitrales multicolores, rematado todo ello por una bóveda que

devolvía mis pasos tan pronto como sonaban. Incluso los muebles, aterciopelados en

rojo a tono con las cortinas, lucían impecables a pesar de aparentar más de dos siglos

debido a su diseño.

Ingresé al comedor, donde la mesa de caoba maciza al igual que sus diez sillas,

dominaban el lugar. Un vitral repleto de vinos cuyas etiquetas desconocía, además de

cristalería y platos de evidente finura, me animé a abrir el cajón de los cubiertos y una

brisa helada sopló en la nuca, lo que me heló la espalda.


Fue entonces que caí en cuenta del orden en que se encontraba todo, al grado de no

advertir un solo rastro de suciedad en los pisos o sobre los muebles, algo por demás

anormal en un lugar abandonado por una década.

Subí las escaleras con los sentidos agudos ante un posible habitante, a su vez repase los

recovecos en los techos, los jarrones con flores, las ventanas de esquisto diseño

perfectamente irregular e ingresé a cada habitación, aunque fuera solo medio cuerpo a

través de las puertas, sintiendo el peso de la madera libre de polilla; todo impoluto.

Llegué al fondo del pasillo, justo antes de entrar a la habitación principal, misma que

ocupara el médico para su descanso y una extraña sensación me hizo voltear atrás,

dando cuenta de una serie de retratos alineados en la pared con la vista fija en mi.

En ellos aparecía la genealogía de los Bechelani, todos ellos de ojos profundos sobre la

tez más blanca jamás vista, vestidos de acuerdo a la época en que fueron pintados. En el

fondo los jardines de la mansión con ligeras variaciones en la flora los dotaba de

singularidad.

La blancura de su piel y lo opaco de sus ojos pudo haberme convencido de tratarse de

una caricatura terrorífica, sin embargo, al acercarme a ellos note las pinceladas sobre los

óleos y gracias a está curiosidad, me di cuenta de otra cosa: todos los retratados

mostraban las mismas arrugas, lunares, tono de cabello y forma de las cejas, el

semblante frio de los hombres de ciencia y la mirada, en esa mirada viva, el desprecio

que yo mismo experimentaba cuando alguien interrumpía mi descanso.

Contrario a la lógica, no sentí miedo, más bien afinidad hacia aquel médico que había

atendido por siglos a la población, escondido en la máscara de sus propios

descendientes. Dejé atrás la habitación de mi colega Bechelani, pasé de largo los

muebles despidiéndome de ellos, y el eco de mis pasos parecían decir gracias, abandoné
por siempre aquella mansión a sabiendas que no descansaría tranquilo mi jubilación a

costa de perturbar la calma ajena.

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