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DOSSIER

Filosofía de la cultura

Textos de Michel Foucault

Iria Rodríguez Pérez


Curso 2021/2022
Texto 1

(Todos los textos de este dossier pertenecen a FOUCAULT, Michel; La hermenéutica del
sujeto, trad. de Horacio Pons, 4ª ed., Madrid, Akal, 2021.)

Clase del 6 de enero de 1982, Primera hora, pp. 17-22

(…) Querría insistir en otra cosa que concierne mucho más al tema que me preocupa.
Cualquiera sea, en realidad, el sentido que se haya dado y atribuido en el culto de Apolo
al precepto délfico “conócete a ti mismo”, es un hecho, me parece, que cuando ese
precepto délfico, ese gnothi seauton, aparece en la filosofía, en el pensamiento filosófico,
lo hace, como es bien sabido, alrededor del personaje de Sócrates. Jenofonte lo atestigua
en los Recuerdos de Sócrates, y Platón en una serie de textos a los cuales habrá que volver.
Ahora bien, cuando ese precepto délfico (ese gnothi seauton) aparece, se lo acopla, se lo
hermana, no todo el tiempo pero sí varias veces y de manera significativa, con el principio
del “preócupate por ti mismo” (epimelei heautou). Digo “acopla”, “hermana”. De hecho,
no se trata del todo de un acoplamiento. En algunos textos a los cuales tendremos que
volver, la regla “conócete a ti mismo” se formula mucho más en una especie de
subordinación con respecto al precepto de la inquietud de sí. El gnothi seauton (“conócete
a ti mismo”) aparece, de una manera bastante clara y también en este caso en una serie de
textos significativos, en el marco más general de la epimeleia heautou (inquietud de sí
mismo), como una de las formas, una de las consecuencias, una suerte de aplicación
concreta, precisa y particular, de la regla general: debes ocuparte de ti mismo, no tienes
que olvidarte de ti mismo, es preciso que te cuides. Y dentro de esto aparece y se formula,
como en el extremo mismo de esa inquietud, la regla “conócete a ti mismo”. En todo caso,
no hay que olvidar que en ese texto de Platón, por supuesto demasiado conocido pero que
pese a ello es fundamental, la Apología de Sócrates, éste se presenta como aquel que
esencial, fundamental, originariamente tiene como función, oficio y cargo el de incitar a
los otros a ocuparse de sí mismos, a cuidar de sí mismos y no ignorarse. En la Apología
hay, en efecto, tres textos, tres pasajes que son muy claros y explícitos al respecto.
Encontramos un primer pasaje en el 29d de la Apología. En él, Sócrates, al defenderse
y hacer una especie de alegato ficticio frente a sus acusadores y jueces, responde a la
siguiente objeción. Se le reprocha encontrarse actualmente en una situación tal que
“debería avergonzarse”. La acusación, por decirlo de algún modo, consiste en decir esto:
no sé muy bien qué hiciste mal, pero debes reconocer, de todas maneras, que es
vergonzoso haber llevado una vida tal que ahora tengas que estar frente a los tribunales y
corras el riesgo de ser condenado, e incluso condenado a muerte. ¿No es cierto, en
definitiva, que hay algo vergonzoso en quien ha llevado una vida determinada, de la que
no se sabe cómo es, pero debido a la cual corre el riesgo de ser condenado a muerte tras
un juicio semejante? A lo cual Sócrates, en este pasaje, responde que, al contrario, está
muy orgulloso de haber tenido esa vida, y que si alguna vez se le pidiera que la modificara,
se negaría. Por lo tanto: estoy tan orgulloso de haber llevado la vida que llevé que, aun si
me propusieran la absolución, no la cambiaría. Aquí tenemos ese pasaje, y esto es lo que
dice Sócrates: “Atenienses, os estoy agradecido y os amo; pero obedeceré al dios antes
que a vosotros; y, mientras tenga un soplo de vida, mientras sea capaz de ello, estad
seguros de que no dejaré de filosofar, de [exhortar]os, de aleccionar a cualquiera de
vosotros con quien me encuentre”. ¿Y cuál es la lección que daría si no lo condenaran,
puesto que ya la dio antes de ser acusado? Pues bien, diría entonces, como acostumbra a
hacerlo, a quienes tropiezan con él:
¡Cómo! Querido amigo, tú eres ateniense, ciudadano de una ciudad que es más grande,
más renombrada que ninguna otra por su ciencia y su poderío, y no te ruborizas al poner
cuidado [epimeleisthai] en tu fortuna a fin de incrementarla lo más posible, así como en
tu reputación y tus honores; pero en lo que se refiere a tu razón, a la verdad y a tu alma,
que habría que mejorar sin descanso, no te inquietas por ellas y ni siquiera las tienes en
consideración [epimele, phrontizeis].
Sócrates, por lo tanto, recuerda lo que siempre dijo y aún está muy decidido a decir a
quienes encuentre e interpele: ustedes se ocupan de un montón de cosas, de su fortuna, de
su reputación, pero no de ustedes mismos. Y prosigue:
Y si alguno de vosotros contestara, afirmara que las cuida (su alma, la verdad y la razón;
M.F.), no creáis que voy a dejarlo todo e irme de inmediato; no, lo interrogaré, lo
examinaré, discutiré a fondo. Joven o viejo, extranjero o ciudadano, así actuaría con
cualquiera que encontrara; y sobre todo con vosotros, mis conciudadanos, porque me
tenéis muy cerca por la sangre. Pues eso es lo que me ordena el dios, escuchadlo bien; y
creo que nunca fue nada más beneficioso para la ciudad que mi celo en ejecutar esa
orden.
Esa “orden”, en consecuencia, es aquella por la cual los dioses confiaron a Sócrates
la tarea de interpelar a la gente, jóvenes y viejos, ciudadanos o no, para decirle: ocúpense
de ustedes mismos. Esa es la misión de Sócrates. En un segundo pasaje, vuelve al tema
de la inquietud de sí y dice que, si los atenienses lo condenaran efectivamente a muerte,
pues bien, él, Sócrates, no perdería gran cosa. Los atenienses, en cambio, experimentarían
a causa de su muerte una muy pesada y severa pérdida. Puesto que, dice, ya no tendrán a
nadie que los incite a ocuparse de sí mismos y de su propia virtud. A menos que los dioses
sientan, por los propios atenienses, una inquietud suficientemente grande para enviarles
un reemplazante de Sócrates que les recuerde sin cesar que deben preocuparse por sí
mismos. Por último, el tercer pasaje: en 36b-c, a propósito de la pena que corresponde.
Según las formas jurídicas tradicionales, Sócrates propone la pena a la que aceptaría
someterse si fuera condenado. Éste es entonces el texto:
¿Qué tratamiento, qué multa he merecido por haber creído que debía renunciar a una
vida tranquila y descuidar aquello por lo que la mayoría de los hombres se empeña,
fortuna, interés privado, mandos militares, éxito en la tribuna, magistraturas, coaliciones,
facciones políticas? ¿Por haberme convencido de que con mis escrúpulos me perdería si
me internaba en ese camino? ¿Por no haber querido comprometerme en lo que no
hubiese sido de ningún provecho ni para vosotros ni para mí? ¿Por haber preferido hacer
a cada uno de vosotros en particular el que considero el mayor de los servicios, tratar de
persuadirlo de preocuparse [epimeletheie] menos por sus posesiones que por su propia
persona, para llegar a ser lo más excelente y razonable posible y pensar menos en las
cosas de la ciudad que en la ciudad misma; en suma, aplicar a todo esos mismos
principios? ¿Qué merezco, pregunto, por haberme comportado así (y haberos incitado a
ocuparos de vosotros mismos? Ninguna punición, desde luego, ningún castigo, sino;
M.F) un buen tratamiento, atenienses, si queremos ser justos.
Por el momento me quedo ahí. Solo quería señalarles esos pasajes en los cuales
Sócrates se presenta en esencia como la persona que incita a los demás a ocuparse de sí
mismos, y les ruego que tomen nota simplemente de tres o cuatro cosas que son
importantes. En primer lugar, esa actividad consistente en incitar a los demás a ocuparse
de sí mismos es la de Sócrates, pero es la que le encargaron los dioses. Al dedicarse a
ella, Sócrates no hace otra cosa que cumplir una orden, ejercer una función, ocupar un
lugar (él utiliza el término taxis) que le fue fijado por los dioses. Y como habrán podido
ver, además, en uno de los pasajes, los dioses enviaron a Sócrates a los atenienses en la
medida en que se ocupan de ellos, y eventualmente les enviarían algún otro, para
incitarlos a ocuparse de sí mismos.
En segundo lugar, también pueden advertir -y esto es muy claro en el último de los
pasajes que acabo de leerles- que si Sócrates se ocupa de los otros, lo hace, desde luego,
al no ocuparse de sí mismo o, en todo caso, al descuidar, por esa actividad, toda una serie
de otras actividades que pasan por ser, en general, actividades interesadas, rentables,
propicias. Sócrates descuidó su fortuna, descuidó cierta cantidad de ventajas cívicas,
renunció a toda su carrera política, no pretendió cargo ni magistratura algunos, para poder
ocuparse de los otros. Se planteaba, por lo tanto, el problema de la relación entre el
“ocuparse de sí mismo” al cual incita el filósofo y lo que debe representar para éste el
hecho de ocuparse de sí mismo, o eventualmente, de sacrificarse: posición, por
consiguiente, del maestro en esta cuestión del “ocuparse de sí mismo”. En tercer lugar, y
en este caso no cité todo lo que debía del pasaje hace un momento, pero no importa,
pueden consultarlo: en esa actividad consistente en incitar a los demás a ocuparse de sí
mismos, Sócrates dice que, con respecto a sus conciudadanos, desempeña el papel de
quien despierta. La inquietud de sí, por lo tanto, va a considerarse como el momento del
primer despertar. Se sitúa exactamente en el momento en que se abren los ojos, salimos
del sueño y tenemos acceso a la primerísima luz: tercer punto interesante en esta cuestión
del “ocuparse de sí mismo”. Y por último, otra vez al final de un pasaje que no les leí: la
célebre comparación entre Sócrates y el tábano, ese insecto que persigue a los animales,
los pica y los hace correr y agitarse. La inquietud de sí mismo es una especie de aguijón
que debe clavarse allí, en la carne de los hombres, que debe hincarse en su existencia y
es un principio de agitación, un principio de movimiento, un principio de desasosiego
permanente a lo largo de la vida. Creo, por lo tanto, que esta cuestión de la epimeleia
heautou tiene que liberarse un poco, tal vez, de los prestigios del gnothi seauton, que hizo
disminuir un tanto su importancia. Entonces, el texto que trataré de explicarles dentro de
un momento con un poco más de precisión (el famoso texto del Alcibíades, toda la última
parte), verán como la epimelia heautou (la inquietud de sí) es sin duda el marco, el suelo,
el fundamento a partir del cual se justifica el imperativo del “conócete a ti mismo”. Por
consiguiente: importancia de esa noción de epimeleia heautou en el personaje de Sócrates,
al cual, sin embargo, suele asociarse, de manera si no exclusiva sí al menos privilegiada,
el gnothi seauton. Sócrates es el hombre de la inquietud de sí y seguirá siéndolo. Y se
verá, en toda una serie de textos tardíos (entre los estoicos, los cínicos y sobre todo
Epicteto), que Sócrates es siempre, esencial y fundamentalmente, quien interpelaba a los
jóvenes en la calle y les decía: “Es preciso que se ocupen de sí mismos”. (…)
Texto 2

Clase del 27 de enero de 1982, Primera hora, pp. 132-135

(…) Querría tomar un breve pasaje de Séneca al comienzo de la carta 52 a Lucilio.


Al principio de esta carta, aquél evoca rápidamente la agitación del pensamiento, a la
irresolución en la cual nos encontramos con toda naturalidad. Y dice lo siguiente: esa
agitación del pensamiento, esa irresolución, es en suma lo que llamamos stultitia. La
stultitia, que es algo que no se fija ni se complace en nada. Ahora bien, agrega, nadie tiene
una buena salud suficiente (satis valet) para salir por sí mismo de ese estado (salir:
emergere). Es preciso que alguien le tienda la mano y lo saque: oportet aliquis educat.
Pues bien, me gustaría retener dos elementos de ese breve pasaje. En primer lugar, podrán
ver que de lo que se trata en esta necesidad del maestro o la ayuda, es de buena o mala
salud, y por lo tanto, en efecto, de corrección, rectificación, reformación. Ese estado
patológico, ese estado mórbido del que es preciso salir, ¿qué es? Se pronuncia entonces
el veredicto: es la stultitia. Ahora bien, como ustedes saben, la descripción de la stultitia
es una especie de lugar común en la filosofía estoica, sobre todo a partir de Posidonio. En
todo caso, Séneca la describe varias veces. La menciona al principio de esta carta 52 y,
sobre todo, la describe al comienzo de De tranquillitate. Como saben, cuando Sereno
consulta a Séneca, éste le dice: bueno, voy a darte el diagnóstico que te corresponde, y te
diré exactamente en qué estás. Pero para hacerte comprender con claridad en qué estás,
de describiré antes que nada el peor estado en que uno puede encontrarse y, a decir verdad,
el estado en el cual nos encontramos cuando no hemos comenzado aún el camino de la
filosofía, ni el trabajo de la práctica de sí. Cuando todavía no hemos cuidado de nosotros
mismos, estamos en ese estado de stultitia. Así pues, la stultitia es, si lo prefieren, el polo
puesto a la práctica de sí. Ésta tiene que vérselas -como materia prima, por decirlo de
algún modo- con la stultitia, y su objetivo es salir de ella. Ahora bien, ¿qué es la stultitia?
El stultus es quien no se preocupa por sí mismo. ¿Cómo se caracteriza el stultus? Si nos
remitimos en particular al texto del principio de De tranquillitate, podemos decir lo
siguiente: el stultus es ante todo quien está expuesto a todos los vientos, abierto al mundo
externo, es decir, quien deja entrar a su mente todas las representaciones que es mundo
externo puede ofrecerle. Representaciones que acepta sin examinarlas, sin saber analizar
qué representa. El stultus está abierto al mundo externo en la medida en que deja que esas
representaciones, en cierto modo, se mezclen dentro de su propio espíritu -con sus
pasiones, sus deseos, sus ambiciones, sus hábitos de pensamiento, sus ilusiones, etcétera-
de modo que es, entonces, la persona que está expuesta a todos los vientos de las
representaciones externas y luego, una vez que éstas han entrado en su mente, es incapaz
de hacer la división, la discriminatio entre el contenido de esas representaciones y los
elementos que nosotros llamaríamos, si ustedes quieren, subjetivos, que se mezclan en
ella. Ésa es la primera característica del stultus. Por otra parte, como consecuencia de ello,
el stultus es quien está disperso en el tiempo: no sólo abierto a la pluralidad del mundo
exterior, sino disperso en el tiempo. El stultus es quien no se acuerda de nada, quien deja
que su vida pase, quien no trata de llevarla a una unidad rememorando lo que merece
recordarse, y [quien no dirige] su atención, su voluntad, hacia una meta precisa y bien
establecida. El stultus deja que la vida pase y cambia de opción sin respiro. Por
consiguiente, su vida, su existencia, transcurre sin memoria ni voluntad. Por eso hay en
él un perpetuo cambio de modo de vida. Acaso recuerden que la vez pasada mencioné un
texto de Séneca que decía: en el fondo, nada es más nocivo que cambar de modo de vida
con los años, y tener uno cuando somos adolescentes, otro cuando somos adultos, un
tercero cuando somos viejos. En realidad, hay que lograr que la vida tienda lo más
rápidamente posible hasta su objetivo, que es la realización de sí en la vejez.
“Apresurémonos a ser viejos”, decía en suma Séneca; la vejez es ese punto de
polarización que permite extender la vida como una sola unidad. El stultus es todo lo
contrario. El stultus es quien no piensa en su vejez, quien no piensa en la temporalidad de
su vida, tal como ésta debe polarizarse en la consumación de sí en la vejez. Es quien
cambia de vida sin descanso. Y entonces, mucho peor que la elección de un modo
diferente de vida para cada edad, Séneca alude a los que cambian de modo de vida todos
los días y ven llegar la vejez sin haber pensado un instante en ella. Este pasaje es
importante, y está al comienzo de De tranquillitate. Y la consecuencia, entonces -a la vez
consecuencia y principio-, de esta apertura a las representaciones que proceden del mundo
externo, y de esa dispersión en el tiempo, es que el individuo stultus no es capaz de querer
como es debido. ¿Qué es querer como es debido? Pues bien, un pasaje al principio de la
carta 52 va a decirnos qué es la voluntad del stultus y, por ende, en qué debe consistir la
voluntad de quien sale del estado de stultitia. La voluntad del stultus es una voluntad que
no es libre. Es una voluntad que no es una voluntad absoluta. Es una voluntad que no
siempre quiere. ¿Qué significa querer libremente? Significa que uno quiere, sin que lo
que quiere esté determinado por tal o cual acontecimiento, tal o cual representación, tal o
cual inclinación. Querer libremente es querer sin ninguna determinación, mientras que el
stultus está determinado, a la vez, por lo que procede el exterior y lo que viene del interior.
En segundo lugar, querer como es debido es querer absolutamente (absolute). Es decir,
que el stultus quiere varias cosas a la vez, y esas cosas son divergentes sin ser
contradictorias. Por lo tanto, no quiere una y absolutamente una sola. El stultus quiere
algo y al mismo tiempo lo lamenta. Así, quiere la gloria y, al mismo tiempo, lamenta no
llevar una vida tranquila, voluptuosa, etcétera. En tercer lugar, el stultus es quien quiere,
pero quiere también con inercia, quiere con pereza, su voluntad se interrumpe sin
descanso, cambia de objetivo. No siempre quiere. Querer libremente, querer
absolutamente, querer siempre: eso es lo que caracteriza el estado opuesto a la sultitia. Y
la stultitia, por su parte, es esa voluntad, voluntad en cierto modo limitada, relativa,
fragmentaria y cambiante.
(…) El stultus es en esencia quien no quiere, quien no se quiere a sí mismo, quien
no quiere el yo, cuya voluntad no está encauzada hacia ese único objeto que se puede
querer libremente, absolutamente y siempre, y que es el sí mismo. En la stultitia hay una
desconexión, una no conexión, una no pertenencia entre la voluntad y el yo, que es
característica de ella y, a la vez, su efecto más manifiesto y su raíz más profunda. Salir de
la stultitia será, justamente, actuar de modo tal que se pueda querer el yo, que uno pueda
quererse a sí mismo, tender hacia sí mismo como único objeto que es posible querer
libremente, absolutamente, siempre. Ahora bien, como les resultará claro, la stultitia no
puede querer ese objeto, puesto que lo que la caracteriza es precisamente que no la quiere.
Texto 3
Clase del 10 de febrero de 1982, Primera hora, pp. 200-201; 206-210
Pues bien, me parece que ahora todo esto nos remite, como ven, no exactamente
a una noción -insisto en este aspecto- sino a lo que llamaré, provisoriamente si así lo
quieren, una especie de núcleo, de núcleo central. Quizá incluso un conjunto de imágenes.
Imágenes que ustedes conocen bien. Por otra parte, dimos muchas veces con ellas. Son
las siguientes, enumeraré a granel: hay que consagrarse a sí mismo, desde luego, es decir
que tenemos que desviarnos de todo lo que amenaza atraer nuestra atención, nuestra
dedicación, suscitar nuestro celo, y que es distinto de nosotros mismos. Hay que desviarse
para volverse hacia sí mismo. Hay que tener a lo largo de toda la vida la atención, los
ojos, el espíritu y todo el ser, en definitiva, vueltos hacia sí mismo. Desviarnos de todo lo
que nos desvía de nosotros, para volvernos hacia nosotros mismos. A través de todos los
análisis de los cuales les hablé hasta hoy está subyacente esa gran imagen de la vuelta
hacia sí mismo. Por otra parte, sobre este problema de la vuelta hacia sí mismo hay toda
una serie de imágenes, algunas de cuales se analizaron. En particular, una que es muy
interesante, que fue estudiada por Festugière, ya hace mucho tiempo (…) Es la historia
de la imagen el trompo. El trompo es sin duda algo que gira sobre sí mismo, pero el modo
en que lo hace es, justamente, el que no tenemos que adoptar para volvernos hacia
nosotros mismos. En efecto, ¿qué es el trompo? Pues bien, es algo que gira sobre sí mismo
a raíz y debido al impulso de un movimiento exterior. Por otro lado, el trompo, al girar
sobre sí mismo, exhibe sucesivamente distintas caras a las diferentes direcciones y
diferentes elementos que le sirven de entorno. Y por último, si bien permanece
aparentemente inmóvil, en realidad está siempre en movimiento. Ahora bien, en
comparación con ese movimiento del trompo, la sabiduría consistirá, al contrario, en no
dejarse inducir jamás a un movimiento involuntario por la solicitación o el impulso de un
movimiento exterior. Al contrario, habrá que buscar en el centro de sí mismo el punto en
el cual uno se fijará y con respecto al cual se mantendrá inmóvil. La propia meta debe
fijarse en dirección a sí mismo, al centro de sí mismo, en el centro de sí mismo. Y el
movimiento debe consistir en volver a ese centro para inmovilizarse en él, y de manera
definitiva.
(…) Si observamos frente a ello cómo se describe la conversión, en esta filosofía,
esta moral, esta cultura de sí de la que les hablo en la época helenística y romana, si
observamos cómo se describe esta conversio ad se (esta epistrophe pros heauton), creo
que los procesos intervinientes son completamente diferentes de los de la conversión
cristiana. En primer lugar, no hay exactamente ruptura. Bueno, en este punto hay que ser
más preciso; por otra parte, trataré de desarrollarlo un poco más adelante. Encontramos,
sin duda una serie de expresiones que parecen indicar algo así como una ruptura entre
uno y uno mismo, y una mutación, una transfiguración súbita y radical de sí. Encontramos
en Séneca -pero prácticamente sólo en él- la expresión fugere a se: huir de sí, escapar a
sí mismo. También hallamos en el mismo Séneca, por ejemplo, en la carta 6 a Lucilio,
expresiones interesantes. Dice: es muy raro sentir que actualmente estoy haciendo
progresos. No es simplemente una emendatio (una corrección). No me contento con
enmendarme, tengo la impresión de que estoy transfigurándome (transfigurari). Y un
poco más adelante, en esta misma carta, habla de mutación de mí mismo (mutatio mei).
Pero al margen de algunas indicaciones, lo que me parece esencial, o en todo caso
característico en esta conversión helenística y romana, es que, si hay ruptura, ésta no se
produce en el yo. No es, dentro del yo, la cesura por la cual éste se arranca a sí mismo,
renuncia a sí mismo para renacer, tras una muerte figurada, distinto de sí. Si hay ruptura
-y la hay-, es una ruptura respecto a lo que rodea el yo. Hay que efectuarla en torno del
yo, para que este no sea más esclavo, dependiente y forzado. Tenemos, por lo tanto, una
serie de términos, de nociones que remiten a esta ruptura del yo con respecto al resto,
pero que no es una ruptura de sí con respecto al yo. (…) Les señalo la interesante metáfora
de Séneca; por otra parte, nos remite a la pirueta, pero en otro sentido que la pirueta del
trompo mencionada hace un rato. En la carta 8, Séneca dice que la filosofía hace girar al
sujeto sobre sí mismo, es decir, que lo fuerza a hacer el gesto mediante el cual, tradicional
y jurídicamente, el amo manumite a su esclavo. Había un gesto tradicional en el cual el
amo, para mostrar, manifestar, efectuar la liberación del esclavo de su sujeción, lo hacía
girar sobre sí mismo. Séneca retoma esta imagen y dice que la filosofía hace girar al sujeto
sobre sí mismo, pero para liberarlo. Por tanto, ruptura para el yo, ruptura en torno del yo,
ruptura en beneficio del yo, pero no ruptura en el yo.
(…) Como ven, la conversión que se define aquí es un movimiento que se dirige
hacia el yo, que no le quita los ojos de encima, que lo enfoca de una vez por todas como
un objetivo y que finalmente lo alcanza o vuelve a él. Si la conversión (la metanoia
cristiana o poscritiana) se da en forma de ruptura y mutación dentro de sí mismo, y si por
consiguiente podemos decir que es una especie de transubjetivación, pues bien, les
propondré decir que esta conversión de que se trata en filosofía de los primeros siglos de
nuestra era no es una transubjetivación. No es una manera de introducir en el sujeto, de
marcar en el sujeto una cesura esencial. La conversión es un proceso prolongado y
continuo que, más que de transubjetivación, llamaré de autosubjetivación. ¿Cómo
establecer, al enfocarse a sí mismo como objetivo, una relación adecuada y plena de sí
consigo? Eso es lo que está en juego en esta conversación.
Texto 4
Clase del 10 de febrero de 1982, Segunda hora, pp. 225-228
(…) ¿Cuáles son las cosas que hay que conocer? Que hay poco que temer de los
hombres, que no hay nada de absoluto que temer de los dioses, que la muerte no produce
ningún mal, que es fácil encontrar el camino [de] la virtud, que hay que considerarse un
ser social nacido para la comunidad. Por último: saber que el mundo es un hábitat común,
en el que todos los hombres se juntan para constituir, justamente, esa comunidad. Como
ven, esta serie de conocimientos que hay que tener no es en modo alguno del orden de lo
que podríamos llamar, y se llamará en la espiritualidad cristiana, arcana conscientiae (los
secretos de la conciencia). Advertirán que Demetrio no dice: desdeña el conocimiento de
las cosas exteriores y trata de saber exactamente quién eres; haz el inventario de tus
deseos, de tus pasiones, tus enfermedades. Ni siquiera dice: haz un examen de conciencia.
No propone una teoría del alma, no expone qué es la naturaleza humana. Habla de los
mismo en el plano del contenido, es decir: de los dioses, del mundo en general, de los
otros hombres. Habla de eso que, una vez más, no es el individuo mismo. No pide que
traslademos la mirada de las cosas exteriores al mundo interior. No pide que volvamos la
mirada de la naturaleza a la conciencia o a nosotros mimos, o a las profundidades del
alma. No quiere reemplazar los secretos de la naturaleza por los secretos de la conciencia.
Nunca se trata de otra cosa que del mundo. Nunca que trata de otra cosa que de los otros.
Nunca se trata de otra cosa que de lo que nos rodea. Con la salvedad, simplemente, que
hay que saberlos de otra manera. Demetrio habla de otra modalidad de saber. Y opone
dos modos de saber: uno por las causas, del que nos dice que es inútil; y otro modo de
saber, ¿cuál? Pues bien, creo que podríamos llamarlo, sencillamente, un modo de saber
relacional, porque lo que se trata de tomar en cuenta ahora, cuando se considera a los
dioses, los otros hombres, el kosmos, el mundo, etcétera, es la relación entre los hombres
y los dioses, el mundo, las cosas del mundo por una parte y nosotros por la otra.
Tendremos que dirigir nuestra mirada a las cosas del mundo, los dioses y los hombres
poniéndonos de manifiesto a nosotros mismos como el término recurrente y constante de
todas esas relaciones. El saber podrá y deberá desplegarse en el campo de la relación entre
todas esas cosas y uno mismo. Saber relacional: ésa es, me parece, la primera
característica de este conocimiento convalidado por Demetrio.
Es también un conocimiento cuya propiedad es ser, por decirlo así,
inmediatamente susceptible de transcribirse -y, por otra parte, inmediatamente transcrito
en el texto de Demetrio- en prescripciones. Se trata, dice Demetrio, de saber que el
hombre tiene muy poco que temer de los hombres, que no debe temer a los dioses, que
hay que despreciar los adornos, las frivolidades -tormento y adorno de la vida-, que es
preciso que sepa que “la muerte no produce ningún mal y pone fin a muchos”. Es decir,
que son conocimientos que, a la vez que se establecen, que se formulan como principios
de verdad, se dan al mismo tiempo, solidariamente, sin distancia ni mediación algunas,
como prescripciones. Son constataciones prescriptivas. Son principios en los dos sentidos
del término: en cuanto son los enunciados de verdad fundamentales de los cuales pueden
deducirse los demás; y también el enunciado de preceptos de conducta a los cuales, en
todo caso, hay que someterse. El quid de la cuestión aquí son las verdades prescriptivas.
Por lo tanto, lo que hay que conocer son relaciones: relaciones del sujeto con todo lo que
lo rodea. Lo que hay que conocer, o, mejor, la manera como hay que conocer, es un modo
que es tal que lo que se da como verdad se lee en el acto y de inmediato como precepto.
Por último, son conocimientos tales que, desde el momento en que los tenemos,
una vez que los poseemos, una vez que los hemos adquirido, el modo de ser del sujeto se
transforma, porque gracias a eso, dice, vamos a ser mejores. Es también gracias a ello
que, al respetarse más que los otros, escapado a las tempestades, uno se instala en una
calma inalterable. In solido et sereno stare: podemos mantenernos en el elemento sólido
y sereno. Esos conocimientos nos hacen beati (bienaventurados), y en este aspecto,
justamente, se oponen al “adorno de la cultura”. El adorno de la cultura es precisamente
algo que puede ser perfectamente cierto, pero que no modifica en nada el modo de ser del
sujeto. Por consiguiente, los conocimientos inútiles, que son rechazados por Demetrio,
no se definen, recordémoslo, por el contenido. Se definen por un modo de conocimiento,
modo de conocimiento causal que tiene una doble propiedad o, mejor, una doble falta que
ahora puede definirse en comparación con los otros: son conocimientos que no pueden
transformarse en prescripciones, que no tienen pertinencia prescriptiva; en segundo lugar,
que no tienen, cuando se los conoce, efecto sobre el modo de ser del sujeto. En cambio,
se convalidará un modo de conocimiento tal que, al considerar todas las cosas del mundo
(los dioses, el kosmos, los otros, etcétera) en relación con nosotros, por consecuencia
podremos transcribirlas en prescripciones, y así modificarán lo que somos. Modificarán
el estado del sujeto que las conoce.
Creo que tenemos aquí una de las caracterizaciones más claras y nítidas de lo que
es, me parece, un rasgo general en toda esta ética del saber y la verdad que vamos a
reencontrar en las otras escuelas filosóficas, a saber, que lo que se descarta, el punto de
distinción, la frontera establecida, no implica digámoslo otra vez, diferenciar entre cosas
del mundo y cosas de la naturaleza humana: es una distinción en el modo de saber y la
manera como aquello que conocemos, sobre los dioses, los hombres, el mundo, va a poder
tener efecto sobre la naturaleza; quiero decir: sobre la manera de actuar, el ethos del
sujeto. Los griegos tenían una palabra que encontramos en Plutarco y también en Dionisio
de Halicarnaso, que es una palabra muy interesante. La encontramos con la forma del
sustantivo, el verbo y el adjetivo. Es la expresión, o la serie de expresiones, de palabras:
ethopoiein, ethopoiia, ethopoios. Ethopoiein quiere decir: hacer ethos, producir ethos,
modificar, transformar el ethos, la manera de ser, el modo de existencia de un individuo.
Lo ethopoios es algo que tiene la cualidad de transformar el modo de ser de un individuo
[…]. Conservemos, si quieren, el sentido que encontramos en Plutarco, es decir: hacer
ethos, formar el ethos (ethopoiein); capaz de formar el ethos (ethopoios); formación del
ethos (ethopoiia). Pues bien, me parece que la distinción, la cesura introducida en el
campo del saber, reiterémoslo, no es la que señala como inútiles ciertos contenidos de
conocimiento y como útiles algunos otros: es lo que marca el carácter “etopoético” o no
del saber. Cuando el saber, cuando el conocimiento tiene una forma, cuando funciona de
tal manera que es capaz de producir ethos, entonces es útil: puede fabricar el ethos (el
conocimiento de los otros igualmente, y también el conocimiento de los dioses). Y de ese
modo se marca, se forma, se caracteriza lo que debe ser el conocimiento útil al hombre.
Podrán ver, por consiguiente, que esta crítica del saber inútil no nos remite en absoluto a
la valorización de otro saber con otro contenido, que sería el conocimiento de nosotros
mismos y nuestro fuero íntimo. Nos remite a otro funcionamiento del mismo saber de las
cosas exteriores. El conocimiento de sí, en consecuencia, no está en absoluto, por lo
menos en ese nivel, en camino de convertirse en ese desciframiento de los arcanos de la
conciencia, esa exégesis de sí mismo que veremos desarrollarse a continuación y en el
cristianismo. El conocimiento útil, el conocimiento en que está en cuestión la existencia
humana, es un modo de conocimiento relacional a la vez asertivo y prescriptivo, y capaz
de producir un cambio en el modo de ser del sujeto. Pues bien, lo que me parece bastante
claro en el texto de Demetrio, creo que podemos volver a encontrarlo, con modalidades
diferentes, en otras escuelas filosóficas, y esencialmente en los epicúreos y los
pitagóricos.

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