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Maiarú,

Julieta

Identidad política en el
pensamiento de Ernesto Laclau

Tesis presentada para la obtención del grado de Licenciada en


Filosofía

Director: Retamozo, Martín

Maiarú, J. (2019). Identidad política en el pensamiento de Ernesto Laclau. Tesis de grado.


Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. En
Memoria Académica. Disponible en:
http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/tesis/te.1854/te.1854.pdf

Información adicional en www.memoria.fahce.unlp.edu.ar

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https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/
UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA
FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA

Tesis de Licenciatura en Filosofía

Identidad política
en el pensamiento de Ernesto Laclau

Alumna: Julieta Maiarú - Legajo: 99829/3


Correo electrónico: julimaiaru@hotmail.com
Director: Dr. Martín Retamozo
Mayo 2019
A mi familia, porque todo el
camino recorrido que culmina con la
realización de este trabajo no hubiera
sido posible sin su apoyo y amor
incondicional.

2
ÍNDICE

Introducción………………………………………………………………….5

Capítulo 1. Posfundacionalismo y primacía ontológica de lo político

1.1 El problema del fundamento……………………………………………..10

1.2 La política y lo político…………………………………………………...21

1.2.2 Carl Schmitt y la emergencia de lo político………………………....22

1.2.3 Lo político y la política en el pensamiento posfundacional…………24

1.3 Lo político como antagonismo……………………………………………27

Capítulo 2. Discurso y hegemonía

2.1 Noción de discurso……………………………………………………...33

2.1.1 Antecedentes teóricos de la noción de discurso……………………33

2.1.2 Sobredeterminación y articulación…………………………………39

2.1.3 Discurso y configuración del orden social en la obra laclausiana….41

2.2 Apertura de lo social y dislocación………………………………………47

2.3 Sutura e ideología………………………………………………………..51

2.4 Hegemonía……………………………………………………………….56

2.4.1 Genealogía de un concepto…………………………………………56

2.4.2 Particularidad y universalidad………………………………………59

2.4.3 Significantes vacíos y flotantes………………………………….….62

3
Capítulo 3. Identidad política

3.1 Crítica a la concepción de sujeto esencialista. Posiciones de sujeto………..68

3.2 Identidad fallida, decisión e identificación………………………………....72

3.3 Demanda, equivalencia y diferencia, afectividad: hacia la construcción del


“pueblo”........................................................................................................80

Capítulo 4. Significante, identidad y democracia

4.1 Nominación y retórica……………………………………………………..94

4.2 Significantes, identificación, psicoanálisis y política……………………..100

4.3 Identidad colectiva y política democrática. ……………………………...111

Reflexiones finales……………………………………………………………123

Bibliografía…………………………………………………………………...134

4
Introducción
El corpus teórico de Ernesto Laclau (1938-2014) ha adquirido suma relevancia en los
debates en torno al pensamiento político contemporáneo. Su obra está embebida en arduas
discusiones procedentes de una multiplicidad de campos disciplinares. La complejidad
del armazón teórico del autor argentino se debe a que en él convergen diversas líneas de
análisis provenientes de diferentes campos como la filosofía, la teoría política, la
lingüística y el psicoanálisis articulados de una forma innovadora. La observación aguda
de los procesos políticos de su tiempo impulsó a Laclau a intervenir en los debates
públicos y a participar en las organizaciones políticas de su país en la década del sesenta,
de modo que el análisis del propio contexto social enriqueció también su perspectiva
teórica1.
La preocupación de Laclau en construir una teoría que rompa con el esencialismo y las
concepciones de un fundamento último de lo social, pero al mismo tiempo que no caiga
en un enfoque que inhabilite la posibilidad de pensar la construcción de fundamento
alguno, sitúa al constructo teórico del autor en el marco del pensamiento posfundacional.
Las teorías posfundacionalistas para Oliver Marchart (2009) son aquellas que se
interrogan por las figuras de la totalidad y del fundamento, entendiendo la imposibilidad
de un fundamento esencial dado a priori pero a la vez no sostienen un antifudancionalismo
que niegue la posibilidad de fijar parcialmente el sentido, sino que en vez de borrar por
completo las figura del fundamento, debilitan su estatus ontológico. En este sentido,
postulan la posibilidad de algunos fundamentos (plurales) contingentes que estructuren
lo social, resaltando el carácter eminentemente político de todo fundamento. La diferencia
entre lo político –como momento instituyente de la sociedad- y la política –como las
prácticas sociales instituidas-, en tanto diferencia inerradicable que muestra la
imposibilidad de superposición de estos dos polos, es para Marchart el síntoma del
fundamento ausente de la sociedad.
Desde este paradigma se sitúa el pensamiento de Laclau, su interrogación teórica por la
estructuración de orden y el momento de institución/ destitución del mismo. Para la
transformación del orden social, en la teoría del autor, es indispensable la constitución de
identidades colectivas que construyan hegemonía a partir de la disputa en los múltiples

1
En la década del sesenta Laclau fue miembro activo del Partido Socialista de la Izquierda Nacional
encabezado por Abelardo Ramos.

5
nodos de poder. De forma que, la construcción de la identidad colectiva adquiere suma
importancia en la perspectiva laclausiana.
En esta dirección, en la presente investigación nos proponemos indagar en el pensamiento
teórico de Ernesto Laclau, principalmente en su concepción de la identidad política. Nos
preguntamos, entonces, de qué modo se constituye la identidad colectiva en la empresa
teórica del autor2. Nuestro interés reside también en analizar la relación entre las nociones
de identidad colectiva y significantes vacíos, viendo de qué modo estos operan en la
construcción de la identidad de los sujetos en la teoría laclausiana, y en este sentido
examinar la importancia que el autor adjudica a los significantes para un proyecto político
democrático. La noción de identidad política fue variando en las distintas etapas del
pensamiento laclausiano, a partir de las discusiones y debates con otros intelectuales
contemporáneos y de las observaciones del propio Laclau del escenario social y político
de su época que fue transformándose durante los años del desarrollo intelectual del autor.
Encontramos que la noción de identidad política presentada por el argentino es parte de
una constelación conceptual donde son claves también las nociones de hegemonía,
discurso, significante vacío, antagonismo y dislocación, entre otras, de manera que no
puede comprenderse propiamente la categoría de identidad en el pensamiento del autor
por fuera de esta urdimbre de conceptos. Es por esto que indagaremos estas nociones en
la medida en que son relevantes para comprender nuestra categoría principal. Asimismo,
examinaremos las variantes de la noción de identidad política a largo del recorrido
intelectual de Laclau, y para ello en cada etapa nos detendremos en los nuevos elementos
conceptuales con los que el autor fue enriqueciendo su teoría, como las nociones de
performatividad, objeto a, identificación, dimensión afectiva, decisión, que fue
incorporando a partir de los textos de Lacan, Freud, Derrida y del debate con Mouffe,
Žižek y Butler, entre otros.
De este modo, en el primer capítulo realizaremos una breve genealogía sobre el problema
del fundamento, observando las diferentes formas en las que el fundamento ha sido
concebido a lo largo de la historia de la filosofía occidental y la ruptura del paradigma
fundacionalista a partir de la crisis de la modernidad. Asimismo, examinaremos los
aportes de Martín Heidegger en torno al abismo del fundamento y la diferencia
ontológica. Luego, daremos cuenta de la emergencia del concepto de “lo político” ante la

2
La identidad colectiva en la teoría del autor implica siempre una identidad política ya que, como
explicaremos en el trabajo, la identidad colectiva no está constituida de antemano ni fundada en una esencia
sino que es producto de una construcción hegemónica en la que entran en juego relaciones de poder.

6
caída de los grandes fundamentos esencialistas con los que se pretendía justificar la
estructura del orden social. Rastrearemos las raíces de dicho concepto deteniéndonos en
el pensamiento de Carl Schmitt y sus contribuciones de gran relevancia para el posterior
desarrollo de la teoría posfundacional. En otro apartado indagaremos en la diferencia
entre lo político y la política –y la distinción que realiza Laclau entre lo político y lo
social-, examinando las consecuencias que tiene dicha diferenciación al separar lo político
de un escenario específico y de otras esferas como la economía o la religión para
presentarlo como una dimensión instituyente de lo social. Por último, reflexionaremos
sobre el rol del antagonismo como constitutivo de lo político, así como también
señalaremos las variantes de la noción de antagonismo que es posible detectar a lo largo
de la obra del teórico argentino.
En el segundo capítulo indagaremos en las nociones de discurso y hegemonía, centrales
en el pensamiento del autor. El concepto de discurso es concebido como la producción
social de sentido, y la hegemonía como una lógica particular en la que el sentido es
construido. El discurso es el terreno en el que toda objetividad se constituye como tal y
al ser un terreno, como veremos, dislocado, sin fundamentos últimos que lo estructuren,
requiere de la construcción hegemónica para fijar parcialmente el sentido. El orden social,
según autor, se estructura discursivamente. De este modo, en primer lugar nos
detendremos en la noción de discurso, examinando los antecedentes teóricos que
contribuyeron a la propia formulación de Laclau de dicho concepto desde los aportes de
Ferdinand de Saussure en torno al signo lingüístico hasta la liberación del significante del
significado promulgada por Jacques Lacan, pasando por las contribuciones de Ludwig
Wittgenstein y Jacques Derrida. Veremos también la importancia de la noción de
sobredeterminación presente en Louis Althusser para la formulación del concepto de
articulación, para luego centrarnos en la concepción laclausiana del discurso, señalando
distintas dimensiones de lo discursivo y examinando a partir de esto el modo en que se
configura el orden social teniendo en cuenta la diferencia entre lo social y la sociedad. En
otro momento analizaremos la noción de hegemonía deteniéndonos antes en el concepto
de dislocación ya que la apertura de lo social es precondición para toda construcción
hegemónica. Nos demoraremos también en la noción de sutura ideológica. Laclau
concebía a la ideología como el efecto de cierre de todo discurso totalizador, pero años
más tarde reemplazará esta noción para referirse al momento de sutura como construcción
de hegemonía. En otro apartado, entonces, nos centraremos en el propio concepto de
hegemonía rastreando sus comienzos en la socialdemocracia rusa, pasando por las

7
reformulaciones del concepto realizadas por Vladimir Lenin y Antonio Gramsci, para
luego examinar la propia noción de hegemonía de Laclau y la concepción de significantes
vacíos y flotantes imprescindibles para la construcción hegemónica. En la teoría del autor
tanto el proceso de significación de la totalidad social como el de la identidad de los
sujetos se configuran bajo la lógica de la hegemonía.
En el tercer capítulo intentaremos reconstruir la noción de identidad política del autor.
Proponemos abordarla distinguiendo tres variantes de esta categoría que podemos
detectar a lo largo del corpus laclausiano y que se corresponden con distintas etapas del
pensamiento del autor. De esta manera, dividiremos el capítulo en tres apartados. El
primero se corresponde con la noción de sujeto presente en Hegemonía y estrategia
socialista, obra escrita en coautoría con Chantal Mouffe, en donde los autores desarrollan
una fuerte crítica a la concepción de sujeto esencialista y a la consideración de un único
agente privilegiado del cambio social sostenida por el marxismo, para concebir una
postura cercana a la noción de posición de sujeto de Foucault. En el segundo apartado
veremos la reformulación del andamiaje teórico de Laclau a partir de la incorporación de
las críticas de Žižek y de elementos conceptuales provenientes de los textos de Derrida y
Lacan. En esta segunda instancia el autor argentino concibe al sujeto como la distancia
entre la estructura indecidible y la decisión. Por último, en el tercer apartado, indagaremos
el esfuerzo teórico que el autor realiza por concebir la construcción de la identidad
colectiva y la constitución del “pueblo” en particular. En esta tercera etapa que coindice
con sus últimos escritos Laclau se sirve de nuevas categorías como la de demanda, la
dimensión afectiva, el objeto a lacaniano, entre otras, para pensar la lógica de constitución
de las identidades políticas.
En el cuarto capítulo procuraremos dar cuenta de los vasos comunicantes que pueden
establecerse entre la noción de identidad colectiva y de significante vacío, y en esta
dirección indagaremos en la senda abierta por la pregunta que titula uno de los textos del
autor argentino: ¿Por qué los significantes vacíos son importantes para la política? De
este modo, en el primer apartado trataremos la relación entre identidad política y
significante vacío deteniéndonos en las investigaciones de Laclau en torno a la
performatividad y la retórica, examinando las contribuciones de autores como Slavoj
Žižek y Judith Butler en esta cuestión. Mientras que en el segundo pensaremos la relación
entre el significante y la identidad pero desde los aportes que desde una perspectiva
psicoanalítica realiza Yannis Stavrakakis al pensamiento político posfundacional. En el
tercer y último apartado nos centraremos en la noción de identidad política de Laclau y

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sus variantes en relación a los dos proyectos políticos democráticos en los que el autor
indaga, señalando las potencialidades que tiene su armazón teórico frente al de filósofos
como Giorgo Agamben o Gilles Deleuze para pensar la posibilidad de construcción de
una política democrática.
Para llevar adelante este trabajo nos serviremos del corpus teórico de Laclau,
centrándonos en sus obras y escritos principalmente a partir de la década del ochenta,
cuando el autor argentino comienza a desarrollar un pensamiento propio distanciándose
de las formulaciones tradicionales del marxismo y a sentar las bases de una teoría política
posfundacional. En este sentido, algunas obras claves son Hegemonía y estrategia
socialista (1987), Emancipación y diferencia (1996), Nuevas reflexiones sobre la
revolución de nuestro tiempo (2000), Los fundamentos retóricos de la sociedad (2014),
La razón populista (2015). No obstante, en nuestra investigación nos detendremos
también en una vasta cantidad de artículos y conferencias que complementan el arsenal
teórico del autor. Asimismo, nos valdremos de las contribuciones a la teoría laclausiana
que han surgido a partir de las observaciones de Chantal Mouffe, Jacques Derrida, Slavoj
Žižek y Judith Butler. Además nos serviremos de la extensa producción teórica sobre el
tema que ha proliferado en los últimos años, indagando en los trabajos de autores como
Benjamín Arditi, Simon Critchley, Oliver Marchart, Yannis Stavrakakis, David Howarth,
María Antonia Muñoz, Martín Retamozo, Paula Biglieri, Gloria Perelló, entre otros, que
con diferentes matices han problematizado la obra de Laclau.

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Capítulo 1. Posfundacionalismo y primacía ontológica de lo político

1.1 El problema del fundamento

El pensamiento de Ernesto Laclau, como sostienen algunos autores (Marchart, 2009), se


mueve dentro del terreno teórico posfundacional. El posfundacionalismo tiene sus raíces
en la crítica a las teorías metafísicas que defendían un fundamento último explicativo del
orden social, a la vez que, se pronunció en abierto debate con las perspectivas teóricas
proclamadas antifundacionalistas.
La preocupación por un principio del cosmos se encontraba ya en los filósofos
presocráticos, los cuales respondieron de distinta manera a este interrogante. En su
búsqueda por un fundamento último, observando la naturaleza, Tales de Mileto lo
encontró en el agua. Anaxímenes y Diógenes, por su parte, sostuvieron que el aire era el
principio de todas las cosas; mientras que Anaximandro adjudicó el origen de lo que hay
al Ápeiron, esto es, lo indefinido, lo indeterminado, principio del cual se engendran todas
las cosas, pero el mismo es inengendrado. El filósofo griego Heráclito sostuvo que el ser
fluye constantemente, por lo que todo lo que hay en el mundo está en constante
movimiento, y atribuyó el origen del universo al fuego. Jenófanes, por su lado, señaló a
la tierra como el fundamento, y Empédocles postuló la teoría de los cuatro elementos
reuniendo el agua, el fuego, el aire y la tierra sostenidos por los demás filósofos,
agregando que estos elementos están sometidos a dos fuerzas que permiten explicar el
movimiento: el Amor, que los une, y el Odio, que los separa. Mientras que Anaxágoras
sostuvo que hay en la naturaleza un Entendimiento que es la causa del orden universal
(Aristóteles, Metafísica, I, 983b). Años más tarde el discípulo de Sócrates, Platón, hacia
el 387 a. C. fundó su escuela filosófica, la Academia, en Atenas. En uno de sus famosos
diálogos, La República, en el pasaje de la alegoría de la caverna, Platón sostuvo la
denominada Teoría de las Ideas. Esta entiende que el mundo como lo conocemos es el
mundo sensible y todas las cosas que allí se encuentran son imperfectas, cambiantes y
tienen su fundamento en el mundo inteligible, es decir, el mundo de las Ideas de carácter
ontológico superior y al que no podemos acceder a través de los sentidos. Cada ente que
encontramos en el plano sensible es una copia de la Idea de dicho ente, por ejemplo una
mesa que encontramos ante nuestros ojos participa de la idea de Mesa, algo que tiene el
atributo de ser bello es porque participa de la Belleza. De este modo, cada idea es
inmutable, perfecta y única, mientras que los entes que participan de ella son perecederos,
10
cambiantes, imperfectos y múltiples. El mundo como lo conocemos, según esta teoría,
tiene su principio y fundamento en el mundo inteligible (República, VII, 514a- 521b).
Por su parte, Aristóteles, discípulo de Platón, rechazó la teoría de las ideas de su maestro.
El estagirita construyó su propio sistema filosófico y en el año 336 a. C. creó su propia
escuela en Atenas: el Liceo. El filósofo se opuso a la doctrina de los dos mundos postulada
por Platón, sin embargo, al igual que este sostuvo que es la esencia lo que define al ser3.
Concibió a la esencia como la forma, la cual está inseparablemente unida a la materia,
constituyendo en conjunto la sustancia. Si yo tengo un objeto particular, por ejemplo una
mesa, puedo predicar “esto es una mesa”, pero “mesa” puede predicarse de más de un
objeto o puedo decir “es marrón”, pero “marrón” puede también decirse de más de un
objeto, estas predicaciones posibles constituyen un universal. Este universal que es
inteligible y aprehensible por la razón es la forma (Laclau, 1997). Aristóteles escribió
tratados sobre diferentes disciplinas, no obstante le concedió una importancia primordial
a la ciencia que estudia lo que es en tanto algo que es: la metafísica. A esta le corresponde
el estudio del ser en general, y por ende aspira a lo universal, mientras que las demás
ciencias tienen objetos de estudio particulares, es decir, tratan sobre una parcela del ser
en general. De este modo, las demás ciencias, incluida la política, se deducen de la
ontología. La organización de la polis sigue el orden natural del ser. En este ordenamiento
para Aristóteles por naturaleza algunos nacieron para mandar y otros para obedecer:
“mandar y obedecer no sólo son cosas necesarias, sino también convenientes, y ya desde
el nacimiento algunos están destinados a obedecer y otros a mandar” (Política, I, 1254a).
Desde este enfoque, entonces, la actualización de la política y de un orden social
determinado responde al desarrollo de una condición ontológica preexistente.
Posteriormente, durante los años de la época que retroactivamente fue llamada Edad
Media, con el auge del cristianismo cobró fuerza la figura de Dios y la noción de creación
se centró en el medio de la reflexión cristiana. Dios como creador era origen y principio
que explicaba el orden del mundo y el lugar que cada uno ocupaba en él 4. El sistema

3
Las cuatro críticas principales de Aristóteles a la teoría de las ideas platónica son en, primer lugar, la
duplicación del mundo como innecesaria. En segundo lugar Platón no ofrece una explicación racional al
hablar de los dos mundos, sólo utiliza mitos y metáforas. La tercera crítica sostiene que no se explica cómo
funciona la relación de causalidad entre las ideas del mundo inteligible con las cosas del mundo sensible,
es decir, no se infiere que de una idea se derive un objeto. La cuarta y última es el argumento del tercer
hombre, esto es, para Platón la semejanza entre dos cosas se explica porque ambas participan de la misma
idea, no obstante, se precisa un tercero para explicar la semejanza entre dos cosas, y un cuarto para explicar
las tres, y así sucesivamente.
4
En el primer libro de la Biblia, el Génesis, encontramos: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra.
Y la tierra estaba sin orden y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo, y el Espíritu de Dios se
movía sobre la superficie de las aguas. Entonces dijo Dios: Sea la luz. Y hubo luz. Y vio Dios que la luz

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monárquico y la división de tareas en su interior fueron justificados, de este modo, por
mandato divino. El siglo XVIII se destacó por grandes cambios sociales y culturales a
nivel mundial, entre ellos la Revolución Francesa. La Ilustración se jactó de disipar las
tinieblas de la época anterior y terminar con la hegemonía absoluta de Dios como
principio explicativo. No obstante, erigió otra deidad: la Razón. Pensadores como
Descartes, Spinoza, Leibniz consideraron a la razón como la fuente principal e
indiscutible de conocimiento y sus andamiajes filosóficos fueron consecuentes con ello.
La idea de fundamento no fue desechada con el retraimiento de Dios sino reemplazada
por un principio intramundano. La modernidad partió, así, de concebir a la racionalidad
en el lugar del fundamento.
De este modo, a lo largo de la historia de Occidente se ha pensado el orden social
constituido a partir de un fundamento último o principio subyacente capaz de garantizar
certezas sobre la realidad y su conocimiento. Friedrich Nietzsche se situó a la vanguardia
de la deconstrucción de la metafísica occidental con su crítica a los valores morales y a la
pretensión de Verdad universal. En La ciencia jovial el filósofo alemán narra la historia
de un loco que enciende un farol en pleno día y en el mercado comienza a gritar que busca
a Dios, diciendo:

¿Que a dónde se ha ido Dios? -exclamó-, os lo voy a decir. Lo hemos matado: ¡vosotros y
yo! Todos somos sus asesinos. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo hemos podido
bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hicimos,
cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde caminará ahora? ¿Hacia dónde
iremos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos caemos continuamente? ¿Hacia
adelante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes? ¿Acaso hay todavía un arriba y un
abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos roza el soplo del espacio
vacío? ¿No hace más frío? ¿No viene siempre noche y más noche? (…) ¡Dios ha muerto!
¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! (…) La grandeza de este acto ¿no
es demasiado grande para nosotros? ¿No tendremos que convertirnos en dioses para parecer
dignos de ella? (Nietzsche, 1985:115).

Ahora bien, en esta sentencia de la muerte de Dios Nietzsche no refiere únicamente a la


caída del dios cristiano, sino que con dicha frase da cuenta del derrumbamiento de la

era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz día, y a las tinieblas llamó noche. Y
fue la tarde y fue la mañana: un día”. Se puede observar aquí como se postula un abismo sin orden que fue
llenado por Dios. Como bien indica Retamozo (2018), en el pasaje se ve el acto de creación de Dios
operando de forma performativa mediante la palabra –“dijo Dios”-.

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metafísica occidental. Interpretar el dictamen nietzscheano como una pronunciación de
ateísmo sería una reducción a un plano teológico. Tal como señala Heidegger (2005), con
el nombre de Dios Nietzsche designa la filosofía desde Platón y el mundo suprasensible
en general. Dios indica el mundo inteligible del Ser que justifica y determina el mundo
sensible desde afuera, es decir, el lugar supremo que opera como fundamento o causa de
la realidad. Por lo que, con el asesinato de Dios el filósofo alemán anuncia la falta de un
fundamento, la ausencia de un principio privilegiado que explique la estructuración de lo
real. La obra nietzscheana proclama la caída de los grandes valores ya sea el mundo
inteligible, Dios, la autoridad de la razón, la conciencia o el progreso de la historia5.
El colapso de la pretensión universalista de estas categorías ha dejado entrever que no
hay un sentido último o punto de partida absoluto de la historia ni de la sociedad. En sus
palabras Jaques Derrida, en La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias
humanas, sostiene que tradicionalmente se ha pensado a la estructura de la realidad como
centrada, referida a un origen considerado como único. Se la ha centrado en torno a un
principio de organización que limitase lo que el autor llama el “juego” de los elementos
al interior de la estructura. Pero en cuanto centro cierra el juego que él mismo abre, ya
que en tanto origen considerado único no puede ser sustituido por otros contenidos. Por
lo que rigiendo la estructura escapaba al juego de la estructuralidad. La paradoja del
pensamiento tradicional de la estructura era considerar al centro como dentro de la
estructura –justamente en el centro de la totalidad- y sin embargo no formando parte de
ella. La noción de estructura cerrada es para Derrida el concepto de un juego fundado,
constituido a partir de una inmovilidad fundadora y de una certeza tranquilizadora, que
se sustrae al juego (1989: 2). Es decir, el centro que articula los elementos aparece como
una presencia plena que tiene su lugar fuera del juego. El filósofo francés, así, señala que
toda la historia del concepto de estructura:

debe pensarse como una serie de sustituciones de centro a centro, un encadenamiento de


determinaciones del centro. (…) La historia de la metafísica, como la historia de Occidente,

5
La sentencia nietzscheana de la falta de sentido último no deriva en un nihilismo pesimista ya que el
pensador alemán sostiene que no hay valores últimos, pero a la vez afirma que es necesario una
transvaloración de los valores. Es decir, hay una superación del nihilismo porque si bien la realidad carece
de sentido y los valores concebidos primordiales hasta el momento se derrumban, hay que crear nuevos
valores. Estos no tendrán un peso esencial como los anteriores sino que hay una asunción de la contingencia.
Para Nietzsche el criterio para buscar nuevos valores será que afirmen la vida y no que la nieguen como lo
hacían los antiguos valores.

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sería la historia de esas metáforas y de esas metonimias. Su forma matriz sería (…) la
determinación del ser como presencia (Derrida, 1989).

El centro o fundamento ha recibido a lo largo de la historia distintos nombres como eidos,


arché, telos, energeia, ousía, esencia, voluntad, sujeto, consciencia, Dios, hombre, entre
otros, pero siempre designando invariantemente la forma de una presencia. En esta matriz
se ha producido una ruptura que ha revelado el descentramiento de la estructura y la
ausencia de un fundamento trascendental. Tal dislocación es producto de toda una época
de ruptura en la que fueron claves la crítica de Nietzsche a los conceptos de ser y de
verdad, la crítica de Freud a la noción del sujeto poseedor de una conciencia y la
destrucción heideggeriana de la metafísica6. En dirección con la crítica al esencialismo
Derrida plantea dos sentidos en que se ha entendido la infundabilidad. Por un lado, la
“hipótesis clásica” sostiene que un campo, como por ejemplo la sociedad, no puede ser
totalizado debido a su infinitud empírica y las limitaciones empíricas del sujeto
totalizador. En este sentido habría un campo demasiado amplio para ser fundado por un
sujeto o un discurso finito. Por otro lado, el autor francés postula otra vía de determinar
la imposibilidad de un fundamento último que denomina “hipótesis posclásica”, según la
cual el campo no se puede totalizar no por su inagotabilidad sino porque carece de centro.
El sistema no puede fundarse porque “le falta un centro que detenga el juego de las
sustituciones” (Derrida, 1989: 10). Mientras que la “hipótesis clásica” concibe que la
totalización de un sistema por un fundamento último es imposible debido a razones
empíricas, la “hipótesis posclásica” entiende la infundabilidad de una manera cuasi
trascendental (Marchart, 2009: 33). La segunda hipótesis sostiene que el sistema no puede
fundarse porque en el centro le falta algo de un orden distinto de los múltiples
suplementos que lo intentan llenar. En este sentido, como señala Marchart, “la afirmación
de la imposibilidad de un fundamento último, de el fundamento, implica afirmar algo que
es una verdad necesaria para todas las fundaciones empíricas” (2009:33), ya que de modo
contrario se consideraría factible que algunos fundaciones se convirtieran en el
fundamento. La exigencia del centro que limite la totalidad es una ilusión, un fundamento
tal estaba ausente.

6
El pensamiento contemporáneo se ha configurado en la convergencia de distintas rupturas. Freud, tal como
indica Foucault en Nietzsche, Freud, Marx, señala tres heridas narcisistas que ha sufrido la humanidad: la
infringida por Copérnico al dar cuenta de que la tierra no es el centro del sistema solar, la teoría de la
evolución de Darwin que demuestra que el ser humano desciende de los monos y la infringida por Freud
mismo al jaquear el control del hombre de su propia conciencia con el descubrimiento del inconsciente
(Foucault, 1969: 17).

14
La crisis de la modernidad dio lugar a lo que Zigmunt Bauman (1996) ha designado como
la “época de la contingencia”. Con la caída de los grandes relatos de la historia y de los
discursos religiosos, políticos y filosóficos totalizadores, y el advenimiento de la
posmodernidad tuvo lugar una creciente consciencia de la contingencia. La erosión de la
categoría de fundamento ha traído consigo lo que Claude Lefort (1990) denominó la
disolución de los marcadores de certeza que estructuraban los órdenes premodernos. Las
teorías fundacionalistas, de este modo, entraron en crisis al enfrentarse a la imposibilidad
de proponer principios incontestables que sentaran las bases de lo social. Lefort fue uno
de los primeros teóricos en traducir este decaimiento en el plano de la teoría política. Tal
como este señala, la caída de los indicadores de certeza llego de la mano de la revolución
denominada por Tocqueville como “revolución democrática”. Esta socavó los
fundamentos que legitimaban las jerarquías y la distinción entre los hombres dentro de la
sociedad en los regímenes anteriores, ya sean la naturaleza o la divinidad. Si en el orden
monárquico la figura del príncipe como mediador de Dios en la tierra era quien detentaba
el poder, es decir, el poder era encarnado en la persona del príncipe, en la sociedad
democrática el lugar del poder se vislumbra como vacío ya que ningún individuo o grupo
puede serle consustancial. Con el advenimiento de la democracia

lo que surge es la nueva noción del lugar del poder como lugar vacío. Desde ahora, quienes
ejercen la autoridad política son simples gobernantes y no pueden apropiarse del poder,
incorporarlo. (…) pero además hay que observar que, por la misma razón, la referencia a
un polo incondicionado se desdibuja; o, si así se prefiere, la sociedad enfrenta la prueba de
una pérdida de fundamento (Lefort, 1990: 190).

Al hacerse visible el lugar vacío del poder, con la democracia los hombres se sitúan ante
una indeterminación radical y los antiguos indicadores de certeza dejan de fundamentar
el ordenamiento de todas las instancias de la vida social.
Frente al fracaso de las narraciones universalistas algunas teorías postestructuralistas -
como la propuesta teórica de Gilles Deleuze y Félix Guattari- conciben a lo social como
multiplicidad de diferencias, flujos en constante devenir. En la otra vereda varios
pensadores situados en la línea del pensamiento posfundacional (Marchart, 2009) si bien
sostienen la imposibilidad de sentar un fundamento último, entienden la necesidad de
contar con un terreno estable desde donde pueda fijarse mínimamente el sentido. No
apuestan, entonces, meramente a la lógica de la diferencia en la que ningún sentido puede
establecerse, sino que proponen la presencia de puntos o nodos que intentan hegemonizar

15
el sentido sin llegar a lograrlo del todo. De este modo, no niegan todo fundamento –lo
que los convertiría en antifundamentalistas- sino sólo un fundamento último y bregan por
la construcción hegemónica de fundamentos plurales, contingentes y precarios, que
siempre son parciales e históricos. En otras palabras, si las teorías políticas
fundacionalistas sostienen la existencia de un principio transcendente, localizado por
fuera de la sociedad y la política que sin embargo funda la misma, el posfundacionalismo
se interrogará por aquellas figuras metafísicas tradicionales que han operado como
fundamento. No obstante, no intenta eliminar las figuras del fundamento, sino debilitar
su estatus ontológico. No es una mera inversión del fundacionalismo, es decir, no debe
confundirse con un antifundacionalismo ya que no supone la ausencia de cualquier
fundamento, sino que sostiene la ausencia de un fundamento último (Marchart, 2009:
29)7. La propuesta teórica de Ernesto Laclau, en esta línea, ha sido considerada como
posfundacionalista.
Oliver Marchart en El pensamiento político posfundacional indica que lo que caracteriza
a aquellos pensadores denominados posfundacionalistas es que parten de sostener que si
bien no hay un fundamento último en cuanto tal, este continúa presente en su ausencia y
conciben la necesidad de fundamentos contingentes. Respecto a la primera cuestión, que
el fundamento esté ausente no implica que el proceso de fundar se detenga, sino que sigue
funcionando como tal aún en su ausencia. La ausencia del fundamento, entonces, no debe
ser comprendida como una cancelación de todo fundamento. Esta aseveración tiene su
raigambre filosófica en el pensamiento de Martín Heidegger, más precisamente en el
segundo período de su obra considerado a partir de la década del 30’. Para el filósofo
alemán el fundamento y su ausencia son de la naturaleza de un abismo. El fundamento
continúa operando sobre la base de su ausencia, en otras palabras, el proceso de fundación
todavía acontece en la medida en que pasa a través de un “a-bismo”. Con estos términos
se introduce la relación diferencial entre Grund (fundamento) y Ab-Grund (abismo). En
alemán el prefijo ab- se utiliza para significar negación, de modo que Ab- Grund refiere,
entonces, a des-fundado, sin- fundamento8. Fundamento y abismo, así, implican dos
dimensiones que se diferencian pero a la vez se entrelazan inseparablemente (Heidegger,

7
El prefijo “pos-“ del posfundacionalismo no indica un momento posterior de una secuencia temporal, sino
que, tal como observa Marchart (2009), al tomar distancia tanto del fundacionalismo como del
antifundacionalismo, indica la problemática relación dicotómica entre ambos.
8
Esta cuestión es explicada por Heidegger en la conferencia de Davos titulada Disputa de Davos entre
Ernst Cassirer y Martin Heidegger (publicada como apéndice en Kant y el problema de la metafísica), y
luego será desarrollada en Introducción a la metafísica y en Aportes a la filosofía. Acerca del evento.

16
1981). La deconstrucción de la noción de fundamento que realiza Heidegger muestra que
en su núcleo se encuentra un abismo. El fundamento es abisal ya que funda sobre un
abismo. En el proceso de fundación “el abismo es la demora y la retirada interminables
del fundamento”, en este sentido si lo fundante “funciona por medio de una constante
retirada del fundamento, entonces no llegará nunca el momento de una fundación
definitiva y final” (Marchart 2009: 36). Por lo que lo que se revela no es un fundamento
sólido último, sino que justamente se desoculta la retirada del fundamento. En este
sentido, la postura heideggeriana no es antifundacionalista porque no intenta erradicar la
dimensión del fundamento. No sostiene una entidad óntica definible como fundamento ni
niega todo fundamento, sino que entiende al juego de fundar/ desfundar como un proceso
interminable. En otras palabras, en vez de concebir un fundamento positivo en cuanto
pura presencia, se trata de un proceso de fundar. El fundamento/ abismo debe ser
entendido en un sentido procesual, es decir, como un acaecer o esenciación del
fundamento.
Ahora bien, para comprender el giro que propone el posfundacionalismo al postular la
necesidad de fundamentos plurales y contingentes es necesario detenernos primero en la
noción de diferencia ontológica. Heidegger sostiene que la tradición filosófica se ha
olvidado la pregunta por el ser en cuanto tal. El filósofo alemán observó que el aparato
conceptual de la metafísica occidental ha concebido al ser como simple presencia. Dicha
concepción del ser es para Heidegger la que ha hecho imposible pensar adecuadamente
el fenómeno de la vida y de la historia (Heidegger 1997; Vattimo, 1994). El ser a lo largo
del desarrollo de la filosofía ha sido confundido con la Ousía, Dios, la Voluntad, lo
Indeterminado, esto es, distintos entes presentes, de modo que se ha desviado la pregunta
por el ser propiamente para detenerse en entes particulares. Pero el ser no puede tener el
carácter de un ente particular. Así, en su análisis parte de especificar la diferencia entre
el nivel ontológico del ser y el nivel óntico del ente: lo que se ha llamado la diferencia
ontológica. La diferencia entre ambas dimensiones es inerradicable9. Por otra parte, como
mencionábamos, que en el lugar del fundamento haya un abismo no implica una mera
ausencia de fundamento, sino la presencia de una ausencia. Siguiendo a Laclau, esta
ausencia, en cuanto presencia, necesita ser representada: “una ausencia simple no requiere

9
Respecto a esta diferencia Vattimo sostiene: “Óntica es toda consideración, teórica o práctica, del ente
que se atiene a los caracteres del ente como tal, sin poner en tela de juicio su ser; ontológica es en cambio
la consideración del ente que apunta al ser del ente. La ‘descripción del ente intramundana’ es óntica; la
‘interpretación del ser de ese ente’ es ontológica” (1994: 20).

17
ningún tipo de representación; pero si la ausencia como tal está presente en el interior de
la estructura, requiere tener acceso al campo de lo representable” (2014: 146). Dicha
representación no puede ser directa dado que lo que es representado es una ausencia. En
otros términos, al no haber un fundamento último tampoco puede haber una fijación
última del sentido. No obstante, puesto que ese momento de no- fijación debe ser
representado se abre el camino para fijaciones parciales. Esto para Laclau sólo será
posible a través de un contenido óntico que, como veremos más adelante, opera como un
investimento de la totalidad. En otras palabras, dado que el fundamento es
constitutivamente irrepresentable, un contenido óntico es distorsionado para lograr una
fijación parcial del sentido. Estas fijaciones “son el único medio de mostrar
discursivamente el abismo presente en el lugar del fundamento” (Laclau, 2014: 147).
Tal como indican Laclau y Zac (1994), por un lado, lo óntico no puede cerrarse sobre sí
mismo, al ser un investimento de lo ontológico –y por tanto de una plenitud que es
inconmensurable consigo mismo- siempre estará atravesado por la ausencia, por una
contingencia que impide una reducción a lo meramente presente. Por otro lado, lo
ontológico sólo puede mostrarse a sí mismo a través de lo óntico. Es decir no se puede
acceder al nivel ontológico del Ser en su estado puro, sino es a través de su manifestación
histórica específica, que es óntica (Laclau y Zac, 1994; Marchart, 2009). Esto es, no se
puede abordar de manera directa al Ser sino sólo aproximarse a él pasando necesariamente
por el nivel óntico, pero dada la brecha insalvable entre ambos planos el Ser siempre se
le escapará a los entes. La diferencia ontológica, así, se vuelve constitutiva de toda
identidad. Esta operación teórica que indica el entrelazamiento de la dimensión
ontológica con la óntica, pero al mismo tiempo postula a la diferencia entre ambas
dimensiones como irremontable, como señala Marchart (2008), es un modo conceptual
de indicar un fundamento que sigue estando presente en su ausencia.
De este modo, no se suprime completamente la categoría de fundamento sino que al
postular la ausencia de un único fundamento último se da lugar a una multiplicidad de
fundamentos. Ahora bien, estos fundamentos fundan sólo de forma precaria y transitoria
el orden social. En este sentido, hay un debilitamiento ontológico de la figura del
fundamento, ya que si la pluralidad de fundamentos se vuelve posible por la imposibilidad
de un fundamento ontológico último, se sigue que los primeros no son del mismo orden
que el segundo. Los múltiples fundamentos que intenten cerrar el campo de lo social de
un modo siempre precario y transitorio son entendidos como “fundamentos en cuanto
presentes, vale decir, en su objetividad o “existencia” empírica como seres ónticos”

18
(Marchart, 2009: 30). La brecha entre lo ontológico y lo óntico, así como la imposibilidad
de un fundamento ontológico primordial, son necesarias para dar cuenta de la
multiplicidad de fundamentos ónticos. Es decir, la ausencia de un fundamento último es
condición de posibilidad de la pluralización de los fundamentos dentro del campo de lo
social. Al cambiar su estatus ontológico se vuelven, tal como lo percibió Butler (1992),
“fundamentos contingentes”.
En este sentido, Laclau en The Makings of political identities sostiene que la crisis del
esencialismo ha visibilizado una historia sin significados últimos, sin espíritu absoluto, y
ha abierto el camino para una nueva concientización de la contingencia y de los complejos
mecanismos por lo que las identidades políticas y la realidad social son construidas. Así,
señalaba que:

La crisis del universalismo esencialista en cuanto fundamento autoimpuesto ha dirigido


nuestra atención a los fundamentos contingentes (en plural) de su emergencia y al complejo
proceso de construcción. Esta operación es sensu stricto: trascendental: implica la retirada
de un objeto a sus condiciones de posibilidad (Laclau, 1994: 2).

Este movimiento que se produce al trasladar el hincapié en los fundamentos existentes a


sus condiciones de posibilidad Marchart lo llama “cuasi trascendental” (2009: 29). Al
preguntarse por las condiciones de posibilidad del objeto hay un giro hacia lo
transcendental en sentido kantiano. La condición de posibilidad de los fundamentos (en
plural), como señalábamos, está dada por la imposibilidad de un fundamento último10. La
imposibilidad transcendental de dicho fundamento primordial deja entrever el
debilitamiento ontológico de los fundamentos (en plural) que van a ser necesariamente
contingentes. La categoría de lo “cuasi-trascendental” es introducida por Derrida en Glas
(1974) y luego retomada y discutida por él en otros artículos (Derrida, 1998). Sostiene
que el cuestionamiento trascendental debe renovarse tomando en cuenta la posibilidad de
lo accidental y de la contingencia. El “cuasi” indica, por un lado, que las condiciones
trascendentales surgirán siempre a partir de coyunturas históricas particulares, es decir,
aparecen en un determinado contexto empírico. Por el otro, el “cuasi” apunta a la ausencia
del centro que hace imposible la sutura del sistema. En este sentido, con la concepción de
“cuasi trascendental” señala que las condiciones de posibilidad están inseparablemente

10
En este sentido, podemos señalar que de modo similar a la concepción foucaultiana del poder –que tiene
una doble fase: no sólo es represivo sino que también es productivo-, la noción de fundamento ausente si
bien indica la imposibilidad de un fundamento último, a la vez tiene un carácter productivo ya que posibilita
la producción de fundamentos contingentes.

19
vinculadas con la condiciones de imposibilidad de todo sistema. La cuestión trascendental
se ve debilitada al haber un lazo necesario entre la condición de posibilidad y la
imposibilidad. La contingencia se visibiliza en el momento de la crisis en que la
infundabilidad de la significación se experimenta, es decir, en la imposibilidad de
clausura del sistema y de toda identidad. En todo sistema significativo convergen sus
condiciones de posibilidad a la vez que sus condiciones de imposibilidad debido a que
para que la significación sea posible la ruptura de la significación es una precondición
necesaria. La significación, de este modo, es contingente por necesidad. En este sentido,
no se trata de la noción tradicional de la contingencia referida a aquellos entes que no son
ni imposibles ni necesarios, y por ende, podrían ser de otra manera, sino de una noción
fuerte de la contingencia por la que se entiende que el hecho de no ser imposible ni
necesario es, en sí mismo, necesario para toda identidad. Esta segunda noción de la
contingencia liga inseparablemente la posibilidad de la identidad como tal, con la
imposibilidad de su realización plena (Marchart, 2009: 48). Se descarta, de esta manera,
cualquier identidad que no sea contingente. En palabras de Laclau: “la relación entre
bloqueo y afirmación simultánea de una identidad es lo que llamamos contingencia”
(2000: 38). Así, del mismo modo que señalábamos la inseparabilidad del fundamento con
el abismo, las condiciones de posibilidad y de imposibilidad están íntegramente
vinculadas.
De esta forma, el cuestionamiento al paradigma fundacionalista ha conducido, por un lado
al abandono de la concepción del fundamento como presencia para hacer hincapié en el
proceso mismo de fundar/ desfundar en cuanto procedimiento, y por otro, la imposibilidad
de un fundamento último habilitó la posibilidad de fundamentos contingentes. La crítica
al esencialismo ha dado lugar, entonces, a una proliferación de fundamentos plurales y
contingentes, y ha llevado a dirigir la atención hacia los procesos hegemónicos de
construcción de los mismos.
Si en la filosofía antigua la organización política derivaba de la metafísica, el pensamiento
filosófico contemporáneo “ha demostrado que la ontología de las cuales se derivan los
regímenes políticos son ellas mismas construcciones políticas” (Prósperi, 2016: 17)11. La

11
La paradoja de la ausencia de un principio esencialista del orden social pero a la vez la necesidad de
principios que ordenen y estructuren el mundo ha sido ampliamente tratada en la literatura. En Los
Hermanos Karamazov Fidor Dostoievsky (2006) escribe: “¿Es que tú no crees en Dios? —No tengo nada
contra Él. En verdad, Dios no es más que una hipótesis. Sin embargo, reconozco que... que es necesario
para ordenar la vida... y para otras cosas... Tanto —terminó Kolia, empezando a enrojecer—, que si Dios
no existiera, habría que inventarlo”. En esta estela Nietzsche (1981) señalaba la necesidad de limitación del
movimiento diferencial como resultado de la voluntad de poder. La voluntad de poder tiende al orden, crea

20
contingencia aparece como una condición de posibilidad de la política. Tanto en las
concepciones metafísicas que parten de sostener fundamentos esenciales, como en las que
concluyen en la necesidad de la cancelación de todo fundamento, la política es
aniquilada.12 La política, en este sentido, sólo puede aparecer cuando los fundamentos se
vuelven contingentes y disputables13.

1.2 La política y lo político

La filosofía y la teoría política desde sus comienzos se han preguntado por el orden social
y las condiciones para instituirlo. Siguiendo a Jorge Dotti: “si la metafísica se constituye
a partir de la pregunta ¿por qué el ser y no la nada?, la teología política lo hace a partir de
¿por qué el orden y no el caos?” (1996: 129). Uno de los conceptos en boga en la teoría
política contemporánea para pensar el momento de institución y de destitución de la
sociedad ha sido la noción de “lo político”.
El quiebre de la tradición y la ruptura del paradigma fundacionalista que ya no pudo erigir
un fundamento último de lo social ha generado las condiciones para la emergencia del
momento de lo político. Con este término se designa la instancia de institución y
destitución del orden social. Lo político es el momento de fundación, pero que remite a
un fundar siempre parcial y fallido. Dicho con otras palabras, lo político es el momento
que funda y desfunda lo social, y que en última instancia señala el fundamento ausente,

sus propios valores para dominar una porción de la realidad, volverla calculable y ponerla a su servicio. En
ese sentido, aquello que se consideran verdades Nietzsche argumentará que no son más que metáforas,
ficciones que con el tiempo el hombre se olvidó de que las eran, pero gracias a ese olvido puede vivir con
alguna tranquilidad. La verdad es una ilusión, una mentira necesaria para dominar, establecer un orden y
para que pueda existir una sociedad (Nietzsche, 2010). En Los siete locos de Roberto Arlt, en una línea
nietzscheana, el Astrólogo planeando como organizar una nueva sociedad dice: “Aquel que encuentre la
mentira que necesita la multitud será el Rey del Mundo” (Arlt, 2010: 198).
12
En Notas sobre descontrucción y pragmatismo Derrida sostiene: “porque hay caos es que hay necesidad
de estabilidad. Ahora bien, este caos e inestabilidad, que es fundamental, fundador e irreductible, es al
mismo tiempo naturalmente lo peor que debemos enfrentar con leyes, reglas, convenciones, política y
hegemonías provisionales, pero al mismo tiempo es una suerte, una posibilidad de cambiar, de
desestabilizar. Si hubiera una estabilidad continua no habría necesidad de la política, y es en este sentido
que la estabilidad no es natural, esencial o sustancial, que existe la política y la ética es posible. El caos es
al mismo tiempo un riesgo y una posibilidad, y es aquí que se cruzan lo posible y lo imposible” (1998:
160).
13
Sólo porque los fundamentos se vuelven contingentes (primer sentido) o la contingencia se vuelve
precariamente fundamental (segundo sentido) puede haber política. Esto es, como señala Prósperi, “en el
primer caso puede haber política porque los fundamentos, es decir, las identidades, pueden ser modificadas
y creadas, es decir porque no designan identidades substanciales o esenciales (ontológicas). En el segundo
caso, porque la contingencia no excluye la construcción de identidades (fundamentos); es decir no excluye
la construcción de sujetos trascendentes (aunque plásticos y necesariamente variables)” (2016: 17).

21
es decir, es el encuentro con el abismo o la ausencia de un fundamento positivo. En esta
dirección señala Oliver Marchart:

Por un lado, lo político, en tanto momento instituyente de la sociedad, opera como


fundamento suplementario para la dimensión infundable de la sociedad; pero, por el otro,
este fundamento suplementario se retira en el “momento” mismo en que instituye lo social.
Como resultado de ello, la sociedad siempre estará en búsqueda de un fundamento último,
aunque lo máximo que podrá lograr es un fundar efímero y contingente por medio de la
política (una pluralidad de fundamentos parciales) (2009: 23).

La dimensión instituyente de la sociedad concedida a lo político permite visualizar la


primacía de este, que junto al reconocimiento de su especificidad y su autonomía fueron
necesarias para que surgiera el “momento de lo político”. Con este nombre Marchart
señala el proceso histórico en que se dieron ciertas condiciones para que pudiera emerger
el concepto de lo político, separándose de otras esferas y arrancándose de la noción de la
política. Para esto se distinguen tres elementos, en primer lugar, hay una especificidad de
lo político en cuanto es diferente de las otras esferas de lo social como la económica o la
religiosa. En segundo lugar, hay una autonomía de lo político en cuanto es independiente
y autárquico de los otros campos. Y en tercer lugar hay una primacía de lo político por
sobre lo social por ser el momento de institución/ destitución de la sociedad (2009: 73).
Esta emergencia del momento de lo político aconteció al tiempo que una nueva situación
histórica tenía lugar con la crisis de la modernidad.

1.2.2 Carl Schmitt y la emergencia de lo político

En uno de los primeros autores en que aparece la noción de lo político es en Maquiavelo.


Hasta él el discurso político estaba ligado a las cuestiones religiosas, morales y jurídicas.
Pero si bien en el escritor italiano ya está presente la autonomía de lo político respecto de
las demás esferas, los primeros análisis teóricos sobre la noción de lo político en cuanto
tal remiten a autores como Hannah Arendt y Carl Schmitt. Estos escritores intentaron
pensar lo político sin estar subordinado a lo social, pero desde perspectivas diferentes.
Por una parte, Arendt entendió lo político como un espacio de actuar en común, de
asociación libre y deliberación pública del conjunto de la sociedad. En tanto que Schmitt,
por otra parte, hizo hincapié en lo político como espacio de poder y conflicto. Así,

22
mientras que en la primera filósofa el rasgo esencial de lo político está puesto en el eje
asociativo, en el otro predomina una dimensión disociativa. Nos interesa aquí detenernos
en la estela abierta por la segunda posición.
En El concepto de lo político Schmitt busca un marco conceptual para pensar lo político
más allá del Estado y del terreno institucional. El criterio que encuentra para establecer
lo específico de lo político es la distinción de amigo y enemigo (1932: 56). Del mismo
modo que otros dominios tienen sus propios criterios como la distinción entre el bien y el
mal en el terreno de la moral, entre lo bello y lo feo en el campo de la estética, así también
el criterio autónomo de lo político reside en la distinción entre amigo y enemigo. Basta
con la posibilidad real de agruparse como amigos y enemigos para crear una unidad que
tiene un carácter decisivo. La forma de enfrentamiento amigo-enemigo no es específica
del ámbito de las instituciones políticas sino que puede surgir en el terreno religioso,
económico, moral, entre otros. En este sentido, Benjamín Arditi señala que en Schmitt no
todo es político sino que todo es politizable (1995: 339). Lo político, entonces, designa
una forma de enfrentamiento y no el contenido sustancial del mismo.
La distinción de amigos y enemigos refiere a un conjunto de hombres que se opone otro
conjunto, en una relación donde está presente la posibilidad de entrar en combate. Sólo el
enemigo es tal en tanto tiene el carácter de público, por lo que no se trata de una instancia
privada. A la vez, los adversarios que se enfrentan no son sujetos individuales sino que la
unidad de análisis en una relación política es el grupo, de modo que en la oposición
amigo-enemigo se oponen dos colectividades que son distinguibles públicamente. Las
relaciones políticas, de este modo, se caracterizan por la presencia de un antagonismo. El
conflicto, para el jurista alemán, está en la base de lo político. En este sentido, lo político
“es movimiento vivo, el magma de voluntades contrapuestas” (Arditi, 1995: 343). Este
movimiento vivo que caracteriza lo político puede surgir en cualquier lugar ya que el
espacio de la política no está suturado de una vez y para siempre, y los conflictos pueden
abrir brechas que ya parecían resueltas y cerradas. Es la posibilidad de la lucha la que
tiene que estar presente para poder hablar efectivamente de política. La guerra, sostiene
el autor, es la realización extrema de la enemistad. Sin embargo, no significa que esta sea
algo deseable ni que sea un contenido objetivo de la política, sino que en toda conducta
política es siempre una posibilidad real. En caso contrario, un mundo totalmente en paz
sin posibilidad de lucha entre amigos y enemigos carecería de política.
El alemán sostiene que el Estado como unidad política tiene la posibilidad de decidir
quién es el enemigo y combatir contra él. Mientras que hacia el interior el Estado debe

23
funcionar soberanamente procurando el orden y la paz, hacia el exterior puede declarar la
guerra y disponer de la vida de las personas. De esta forma, en la obra de 1932 la división
entre amigo y enemigo aparece preferiblemente trazada en torno una frontera externa
señalando la relación entre distintos Estados. El conflicto es relegado al ámbito exterior,
por lo que lo político aparece situado principalmente en el plano internacional.
Por otra parte, en La era de las neutralizaciones y las despolitizaciones Schmitt sostiene
que en la historia europea de los últimos siglos hubo una tendencia general a un
neutralismo, es decir, luego de tantas disputas y litigios las sociedades en Europa se han
abocado a la búsqueda de una esfera neutral donde finalicen las luchas y predomine el
consenso. Así, a lo largo de los siglos han predominado distintas esferas como la teología,
la ciencia, el moralismo, el humanismo, el economicismo y en el último período con el
predominio de la técnica se ha creído que por fin se ha encontrado con esta un terreno
absolutamente neutral. La técnica ha asumido el rol de esa nueva esfera que al
considerársela despolitizada se cree que está más allá de la diferencia amigo/ enemigo y
sobre ella podrá hallarse un mínimo de acuerdo que garantice la paz. Sin embargo, el
movimiento en esta dirección ha develado que cada vez que se desplaza el eje de una
esfera central que es terreno de lucha hacia otra considerada neutral, rápidamente esta
última se vuelve campo de disputa. De modo que cada vez que se traslada el centro de
gravedad surge un nuevo antagonismo. La creencia en una pretendida esfera neutral ha
servido de fundamento imaginario de un acuerdo sobre el que se pueda sentar la base de
la sociedad. Pero este, para el autor, no es más que una ilusión que intenta cubrir el
conflicto y el antagonismo que son el meollo de lo político.

1.2.3 Lo político y la política en el pensamiento posfundacional

El esfuerzo teórico realizado por Schmitt para encontrar un criterio propio de lo político
da cuenta de que el sentido de esta noción no podía ser reducido a los contenidos
empíricos de la política y las instituciones estatales. La diferencia entre lo político y la
política ha sido eje de discusión en los desarrollos de la teoría política contemporánea. Si
bien la distinción de estos términos no aparece en la primera edición del Concepto de lo
político de Schmitt de 1932, está presente en la introducción de 1971 a la edición italiana
de dicha obra14. Respecto a dicha distinción señala Benjamín Arditi:

14
Véase la introducción a la edición italiana de 1971 de Le categorie del político titulada Premessa
au'edizione Italiana.

24
La distinción entre el sustantivo “política” y el adjetivo “político” no es fortuita.
Proporciona una herramienta inicial para desarrollar una concepción desterritorializada de
lo político que incluye pero excede las fronteras de la esfera formal de la política. La ventaja
de este concepto de lo político reside en que no enlaza el fenómeno político a un escenario
institucional especifico, y, en consecuencia, nos permite pensar lo político como un campo
móvil y ubicuo (Arditi citado en Marchart, 2009: 64).

La diferencia analítica entre estos dos conceptos permite, entonces, separar a lo político
del ámbito de la administración política, y presentarlo no estando anclado en un contexto
sociopolítico específico sino como una dimensión móvil y ubicua que no se reduce sólo
al terreno institucional.
Chantal Mouffe en la obra En torno a lo político retoma la distinción heideggeriana entre
el plano ontológico y el óntico, es decir, entre una dimensión que hace referencia al ser y
otra a los entes. En sintonía con esta diferencia distingue entre lo político y la política,
identificando lo político con el nivel ontológico al referirse al modo en que se instituye la
sociedad, mientras que identifica a la política con el nivel óntico al asociarla al conjunto
de prácticas e instituciones que organizan un cierto orden (2007: 15). Dicho con otras
palabras, lo político estaría en un plano ontológico al ser la instancia de fundación y
desfundación del orden y la política en tanto remite a las prácticas políticas
convencionales pertenece a un plano óntico.
Por otro lado, en los textos de Ernesto Laclau no aparece en términos explícitos una
diferencia entre lo político y la política, sin embargo encontramos en el autor dos
distinciones afines a esta15. Dar cuenta de ellas nos servirá para clarificar el constructo
teórico laclausiano. Por una parte, en Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro
tiempo Laclau distingue entre “lo político” y “lo social”, y por otra parte, tanto en
Hegemonía y estrategia socialista como en el artículo titulado La imposibilidad de la
sociedad aparece la distinción entre “lo social” y “la sociedad”. Respecto a la primera, la
diferencia entre lo social y lo político, Laclau se servirá de las categorías de
“sedimentación” y “reactivación” teorizadas por Edmund Husserl, para señalar que lo
social refiere a la esfera de las prácticas sociales sedimentadas, en tanto que lo político es
el momento de reactivación e institución del orden. Lo social, por un lado, remite al

15
En la entrevista titulada Hegemony and the Future of Democracy: Ernesto Laclau's Political Philosophy
el argentino señala haber desarrollado dos nociones de lo social y lo político en función de dos
contraposiciones: la distinción entre lo político y lo social por un lado, y entre lo social y la sociedad por el
otro (Marchart, 2009: 180).

25
período de la sedimentación donde lo instituido se constituye como presencia objetiva y
se reprimen las alternativas de orden posibles. En la operación hegemónica de institución
de un determinado orden se borran las huellas de la contingencia originaria,
produciéndose un “ocultamiento” de la misma. Pero dado que el sistema posee una falla
constitutiva toda construcción del orden es precaria y puede reconfigurarse la estructura
social. Por otro lado, lo político es el momento de reactivación donde se desfija el sentido
sedimentado y se revela la represión de las alternativas disponibles sobre las que se erigió
lo instituido mostrando la contingencia de toda pretendida objetividad (Laclau 2000: 51).
Este es el momento de subversión del orden. Ambas dimensiones son para el autor
irreductibles, ya que, si lo político fuera erradicado se derivaría en un universo cerrado
en el que sólo tendrían lugar prácticas repetitivas, en tanto que eliminar el momento de lo
social es imposible dado que toda institución y construcción política tiene lugar contra un
telón de fondo de prácticas sedimentadas. La diferencia entre lo social y lo político, de
este modo, tiene un carácter constitutivo. Cabe señalar, además, que lo político interviene
mostrando que lo social no puede sustentarse en un fundamento estable. Así, lo político
exhibe el fundamento ausente de lo social pero al mismo tiempo sustituye esa ausencia
re-fundando lo social (Marchart, 2009: 185). En esta dirección, en el pensamiento de
Laclau hay una primacía de lo político sobre lo social en tanto tiene una función
instituyente de la sociedad. Lo político es, de este modo, tanto el momento de la
dislocación y disrupción del orden como el momento fundante de institución del mismo.
Por otro lado, el autor presenta la distinción entre lo social y la sociedad. Lo social, en
este caso, remite a un exceso de sentido que no se puede dominar, mientras que, por otro
lado, la “sociedad” -o los distintos órdenes sociales- son intentos precarios y siempre
fallidos de domesticar el campo de las diferencias (Laclau y Mouffe, 1987: 161).
Indagaremos con mayor detenimiento esta segunda distinción en el próximo capítulo.
Cabe señalar, de todos modos, que en la distinción entre lo social y la sociedad, como
percibe Retamozo, lo político tiene un papel primordial porque permite pensar el paso de
un orden a otro a partir de la articulación del discurso mediante la producción de
significantes hegemónicos que fijen el sentido (2009: 81). Lo político, de esta forma, es
un elemento para explicar tanto el momento de dislocación como la sutura de la misma a
través de un proceso hegemónico16. En este sentido, lo político adquiere “el estatus de

16
El proceso construcción del orden al enfrentarse con la imposibilidad de cierre es un ejercicio constante,
es decir, la producción de un orden es una tarea perpetua que está siempre amenazada por el fracaso

26
un ontología de lo social” (Marchart, 2008) ya que señala el fundamento ausente de lo
social a la vez que a apuesta la constitución hegemónica y siempre precaria del orden17.
Como podemos ver en la teoría señalada lo político y la política no son dos registros
excluyentes sino que se entrelazan entre sí. Es justamente esta diferencia entre la política
y lo político, entre lo social y la sociedad, o lo político y lo social como proceso de
diferenciación en cuanto tal que mantiene abierto el proceso de institución y destitución
del orden lo que hace que estas perspectivas se paren desde un paradigma
posfundacionalista. Es decir, no son simplemente antifundacionalistas, no proclaman la
mera negación de todo fundamento sino que al mismo tiempo que revelan la ausencia de
fundamentos últimos avalan por la construcción hegemónica de fundamentos precarios y
contingentes. El juego entre lo político y la política deja entrever el fundamento ausente
de lo social y la imposible a la vez que necesaria construcción de un orden.

1.3 Lo político como antagonismo

El pensador argentino encuentra en el antagonismo una sede potencial del momento de lo


político. La ausencia de fundamento del orden se revela a través de los antagonismos, es
decir, al contraponerse proyectos antagónicos se visibiliza la contingencia de lo instituido.

Claude Lefort hablaba de lo político como el momento de institución de lo social, lo que


añadiría es que el momento de institución de lo social no funciona a la Licurgo, es decir, a
través de un acto institutivo único; sino en la medida en que la institución se hace posible
a través del choque entre fuerzas antagónicas (Laclau, 1997: 91).

Como vimos, una de las principales contribuciones de Schmitt ha sido entender al


conflicto como inherente a lo político. En el corpus teórico de Laclau si bien no hay
referencias directas al jurista alemán, encontramos, de este modo, la importancia
adjudicada al momento del antagonismo de raigambre schmittiana. En sus términos: “el
momento del antagonismo, en el que se hace plenamente visible el carácter indecidible
de las alternativas y su resolución a través de relaciones de poder es lo que constituye el
campo de lo político” (2000: 51). El antagonismo tiene una función revelatoria al mostrar

producto de la brecha constitutiva. Por este motivo es que Antonia Muñoz señala que “lo político es como
la tarea de Sísifo; impotente, necesaria y eterna” (2000: 125).
17
En este sentido, afirma Laclau: “‘Política’ es una categoría ontológica: hay política porque hay
subversión y dislocación de lo social” (2000: 77).

27
que el orden social establecido no es natural, sino el resultado contingente de disputas y
relaciones de poder.
En el conflicto el otro antagónico muestra los límites del sistema instituido. Ahora bien,
a lo largo de la obra del autor aparecen dos concepciones del antagonismo: una en un
plano ontológico y otra en un plano óntico, a la vez estas pueden operar tanto en el registro
del orden social, como en el de la constitución de las identidades colectivas18. Si bien
estas aparecen vinculadas en la obra del autor, creemos que la distinción analítica
favorece una mejor comprensión de la utilización del término en cada caso. Respecto a la
primera, en su indagación en torno a la reactivación de lo sedimentado que caracteriza al
momento de lo político, Laclau indica un “pasaje por la negatividad” que, como él mismo
señala, no aparecía en Husserl (2000: 223). Detengámonos un momento para comprender
esta cuestión en la noción de fundamento/abismo heideggeriana. Para el filósofo alemán
en el fundamento abisal el ser y el no-ser se mantienen en una relación de co-pertenencia
originaria (Heidegger, 2003: 219)19. Esto es, no se trata de que en un momento anterior
al ser hubo no-ser, sino que el ser y la nada están ligados indisociablemente. De la misma
manera que el ser no es presencia, la nada no debe comprenderse como ausencia óntica
(Heidegger, 2003: 203)20. De modo que, no hay una positividad absoluta ni un
negatividad absoluta del ser: es un proceso de presenciación/ausenciación. Tal como
señalan Laclau y Zac (1994) la nada es la condición misma de acceso al ser. Si esto no
fuera así lo óntico y lo ontológico se solaparían y sólo habría mera presencia En cambio,
al estar allí la nada como una posibilidad fáctica

cualquier ente que se presentase a sí mismo sería también, hasta su raíz misma, mera
posibilidad, y mostraría, más allá de su especificidad óntica, el Ser como tal. La posibilidad
como opuesta a la pura presencia temporaliza el Ser y divide, desde su fundamento, toda
identidad (Laclau y Zac, 1994: 28).

Ser y nada, presencia y ausencia, entonces, son dos dimensiones indisociables. Esta idea
heideggeriana puede vincularse con la negatividad que constituye desde la perspectiva de

18
Por su parte, Retamozo y Stoessel (2014) al analizar la categoría de antagonismo en la obra de Laclau
señalan que dicha concepción opera en tres dimensiones: una que funciona el campo de la ontología de lo
social, otra para estudiar los conflictos políticos y una tercera para dar cuenta de la producción de
identidades.
19
En sus reflexiones sobre el movimiento entre el ser y el no-ser Heidegger se remonta al pensamiento de
Heráclito.
20
Como indica Marchart (2008) si la nada ontológica fuera reducida a nada óntica se derivaría en un
sistema de pura presencia.

28
Laclau a toda identidad. En varias de sus obras (Laclau, 1985; 1996) el teórico argentino
parte del argumento saussuriano de que el sentido sólo puede construirse dentro de un
sistema de diferencias, pero señalando que la posibilidad del sistema depende de sus
fronteras. Estas no pertenecen al sistema ya que en ese caso serían una diferencia más,
sino que son un límite o exterior radical que constituye al sistema. Las diferencias pueden
alcanzar la sistematicidad al entrar en relación de equivalencia frente a lo que ellas no
son. Este exterior no puede ser integrado, ni dialectizado, sino que es amenazador en tanto
niega las diferencias internas. En este sentido, es una negatividad que es condición de
posibilidad del sistema, al mismo tiempo que es condición de imposibilidad ya que impide
el cierre pleno. En términos heideggerianos, cabe señalar que, el sistema de diferencias
requiere que la negatividad esté presente en su ausencia. De forma que “el exterior, ‘lo
que no son’, aun cuando no existe en el nivel de los seres como un ser más, insiste en la
medida en que subvierte ese nivel a través del proceso de ausentarse/ hacerse presente”
(Marchart, 2008, 89). Si se cancelara la nada ontológica no habría sistematicidad ni
constitución de sentido alguno. A la vez, esta negatividad que está en la base de la
constitución de toda totalidad es la que evita el esencialismo al impedir la sutura del
sistema. Laclau y Mouffe, en esta línea, conciben al antagonismo como la experiencia del
límite de toda objetividad (1987: 216). En este sentido, el antagonismo es concebido en
un plano ontológico al presentarse como la imposibilidad de ser de toda objetividad. La
categoría de antagonismo en tanto límite de lo social funciona para dar cuenta de la brecha
estructural y la apertura del orden. No tiene, así, un sentido objetivo sino que es aquello
que impide a todo orden constituirse plenamente.
Por otro lado, en Nuevas reflexiones Laclau propone el concepto de dislocación para
señalar el momento de la apertura y falla constitutiva del orden social. La introducción de
esta noción desplaza la primera concepción dada al antagonismo, ya que del hecho de que
el orden este dislocado no se sigue necesariamente que haya una relación antagónica
(Retamozo y Stoessel: 2014: 18). La dislocación social puede no ser experimentada por
los agentes sociales como un antagonismo, sino que puede ser atribuida a la ira de Dios o
a cualquier otro discurso que no antagonice. De este modo, la dislocación es previa al
antagonismo, este último sería una posible forma en la que la dislocación se experimente.

La idea de construir, de vivir esa experiencia de la dislocación como antagónica, sobre la

29
base de la construcción de un enemigo, ya presupone un momento de construcción
discursiva de la dislocación, que permite dominarla, de alguna manera, en un sistema
conceptual que está a la base de cierta experiencia (Laclau, 1997: 81).

En este sentido, la dislocación puede ser hegemonizada por discursos que antagonicen
como por otro tipo de discursos, pero en todo caso el antagonismo no puede presuponerse
de antemano sino que debe construirse discursivamente. La dislocación del orden es el
terreno de condición de posibilidad de los antagonismos pero no es condición suficiente
para que estos se constituyan como tales. A partir de significar una relación como
antagónica se produce una repolitización e introducción del conflicto por el
ordenamiento21. En este punto nos encontramos con el paso de una concepción ontológica
del antagonismo a una óntica, ya que el eje pasa de estar en el momento de apertura del
orden a situarse en la producción discursiva de fronteras antagónicas 22. Hallamos,
entonces, un paso de una concepción del antagonismo que hace foco en el acontecimiento
de la ruptura y brecha de lo social a otro que hace hincapié en la construcción hegemónica
del orden, es decir, en el momento de sutura.
Ambas concepciones, como observamos, por un lado, son planteadas en función de la
destitución o conformación del orden social. En su acepción ontológica el antagonismo
es la experiencia del límite de lo social. En palabras de Laclau y Mouffe “el antagonismo
como negación de un cierto orden es, simplemente el límite de dicho orden” (1987: 217).
En tanto limite destruye la aspiración de lo social a constituir una presencia plena y señala
la imposibilidad de cierre de todo orden social. La sociedad como totalidad suturada es
imposible. En el otro sentido, el antagonismo adquiere una presencia discursiva en tanto
tengan lugar proyectos de organización del orden contrapuestos. Como señalábamos
anteriormente, lo ontológico sólo se muestra a través de lo óntico, en este sentido la
presencia de voluntades contrapuestas permite ver la ausencia de fundamento último y la
contingencia de lo instituido.
Por otro lado, la noción de antagonismo también les permite a los autores pensar la
constitución de las identidades colectivas. En Hegemonía y estrategia socialista Laclau
y Mouffe señalan que en el antagonismo no se oponen identidades plenas, es decir, la

21
Urs Stäheli sostiene, en este sentido, que “Dado que los antagonismos naturales no existen, la
construcción del antagonismo se convierte en una sede potencial de lo Político. En vez de presuponer que
hay un antagonismo pre “existente” que es preciso analizar, es necesario mostrar las estrategias particulares
que construyen el antagonismo específico” (2008: 297).
22
En esta dirección similar, Lasse Thomassen (2005) –entendiendo con Laclau a lo ideológico como la
ilusión de sutura de la estructura- señala que el antagonismo puede ser concebido como una estrategia de
cierre ideológico.

30
relación antagónica no parte de identidades ya constituidas sino de la imposibilidad de
constitución de las mismas. En el antagonismo “la presencia del Otro me impide ser
totalmente yo mismo” (1987: 214). Como ejemplifican los autores, entre un campesino y
el propietario que lo expulsa de la tierra hay un antagonismo debido a que en esta relación
el campesino no puede ser campesino. Esta propuesta teórica le sirve a los autores para
analizar la constitución de las identidades colectivas, ya que si la presencia del otro me
impide ser yo entonces el antagonismo se presenta como una interrupción de la identidad.
Remite a un exterior que niega una identidad al mismo tiempo que es condición de
posibilidad de su constitución23. Respecto a la segunda acepción, encontramos que la
constitución de fronteras antagónicas es indispensable para la constitución del sujeto
político. En otras palabras, para construir una identidad colectiva mediante una cadena de
equivalencias es necesario la división del terreno en dos campos y la producción
discursiva del enemigo. Esto se vuelve indispensable ya que una relación de dominación
puede no ser concebida como opresión si no se inscribe en una superficie discursiva que
la establezca como tal. En este sentido, los modos de constitución de los antagonismos
serán sumamente históricos ya que las identidades políticas que surjan dependerán del
contexto social en el que tengan lugar (Retamozo y Stoessel, 2014: 23). Además, para
que se lleve a cabo una articulación discursiva antagónica tienen que darse condiciones
históricas de posibilidad específicas. Los antagonismos son también, de esta forma, una
producción social e histórica24. Dado que en el contexto capitalista actual ha emergido

23
Respecto a este punto Žižek, a partir de las lecturas de Lacan y Hegel, señala que no es el enemigo externo
el que le impide al sujeto alcanzar la identidad consigo mismo, sino que cada identidad ya está bloqueada,
atravesada por una imposibilidad, y el enemigo no es más que una pieza sobre la que se proyecta dicha
imposibilidad. Como señala una posible lectura de la obra hegeliana, el amo es, en última instancia, una
invención del esclavo. El otro antagónico es, para Žižek, la positivización de nuestro propio autobloqueo
(2000: 259- 261). Como veremos más adelante, en Nuevas Reflexiones Laclau incorporará la noción de
sujeto fallado de Lacan. De todas maneras, podemos señalar que para una teoría de las identidades
colectivas la propuesta de Laclau y Mouffe no pierde relevancia ya que una identidad puede ser dislocada
al transformarse el terreno en el que esta tiene lugar generando despidos, falta de viviendas o aumento de
actos discriminatorios, es decir, “el origen de esa falta no es una pérdida mítica sino una situación producida
por la configuración de la totalidad social” (Retamozo y Stoessel, 2014: 30). Para poder exigirle al otro la
satisfacción de una demanda es necesario la formulación discursiva de dicha demanda como la producción
discursiva del otro que niega las demandas (el Estado, la empresa, etc).
24
Como señala Retamozo “El lugar instituyente de esta irrupción de lo político no supone, sin embargo,
que todo lo que es lógicamente posible lo sea históricamente. No existe, en ese sentido, absoluta libertad:
tanto las prácticas sedimentadas que componen el terreno que venimos denominando lo Social como los
órdenes sociales constituidos establecen un campo de posibilidades históricamente constreñido” (2009: 84).
Por lo que, si en el plano ontológico el antagonismo revela la contingencia de todo orden establecido, esta
contingencia no es un lugar de plena libertad sino que en el plano óntico está condicionada históricamente
por el trasfondo sedimentado en el que tiene lugar.

31
una multiplicidad de identidades que disputan los distintos centros de poder asistimos
también a la presencia de múltiples antagonismos.
Cabe traer a colación, por otra parte, algunas observaciones de Chantal Mouffe. En su
obra En torno a lo político la teórica belga expresa explícitamente que su pensamiento
se enmarca en la estela abierta por Schmitt, percibiendo a lo político como un lugar de
conflicto. Allí afirma “concibo ‘lo político’ como la dimensión de antagonismo que
considero constitutiva de las sociedades humanas” (2007: 16). Ahora bien, a diferencia
de Laclau y de Schmitt señala que si bien los antagonismos no se pueden erradicar de la
esfera social es posible transformarlos de un modo tal que el conflicto sea compatible con
la visión de una democracia pluralista. Esto es, apuesta a una relación nosotros/ellos en
las que las partes no conciban al otro como un enemigo a ser eliminado sino que
reconozcan la legitimidad de sus oponentes. Este tipo de relación lo llama agonismo, en
este la forma que adopta el nosotros/ellos no destruye la asociación política, sino que
ambas partes se reconocen dentro de un espacio en común en el cual se lleva a cabo la
disputa. Para que una democracia pluralista funcione, en este sentido, los antagonismos
no deben ser negados sino que, por el contrario, se deben proporcionar los medios
institucionales necesarios para que proyectos antagónicos se expresen y tengan lugar.
Schmitt, como señalamos, concebía la dimensión del conflicto sólo en el plano
internacional, mientras que hacia el interior entendía que el Estado debía funcionar de un
modo soberano sin dar lugar a los antagonismos. Esa posición puede derivar en avalar el
totalitarismo, por dicha razón entendemos que la visión de Mouffe al preservar el
conflicto hacia dentro de una comunidad, pensando vías para que este sea compatible con
una democracia pluralista, es superadora de la propuesta schmittiana25. Asimismo, como
observarnos, Mouffe se distancia de la perspectiva de Laclau al plantear canales agonistas
de resolución de los conflictos. Sin embargo, podemos sostener que ambos autores
entienden a lo político como indisociable del conflicto, y a este como un elemento
imposible de eliminar e incluso como un objeto deseable (Muñoz, 2006: 121). De hecho
tanto Laclau como Mouffe están en la vereda opuesta de aquellas teorías políticas que
declaran como preferibles a sociedades donde no exista el conflicto. En la hipótesis de un
orden social sin antagonismo como sostiene el mito de la sociedad sin clases en Marx o
el gobierno de un Leviatán todo poderoso en Hobbes lo político desaparecería 26. En

25
En este sentido es que Mouffe propone pensar “con Schmitt contra Schmitt” (2007: 21).
26
La posición deliberativa de Habermas se sitúa también en esta estela de teorías políticas que consideran
al conflicto como una dimensión a erradicar.

32
dichas teorías el momento del antagonismo que caracteriza la política está eliminado, por
lo que lo propiamente político desaparece y vuelve a rondar el fantasma del esencialismo.

Capítulo 2. Discurso y hegemonía

2.1 Noción de discurso

2.1.1 Antecedentes teóricos de la noción de discurso

Para resolver el problema de la configuración del orden social, en la obra laclausiana va


a ser clave la noción de discurso. Nos detendremos en el desarrollo de dicha concepción
examinando, en primer lugar, las raíces filosóficas en torno a esta cuestión que están en
la base del pensamiento de Laclau. Mientras que, en un segundo momento, indagaremos
en la propia noción de discurso presentada por el filósofo argentino, señalando sus
implicancias en la conformación del orden social.
En el pensamiento filosófico distintas tradiciones intelectuales han postulado un lugar
privilegiado a través del cual era posible un acceso directo a lo inmediato. La filosofía
analítica postuló al referente, la fenomenología por su parte al fenómeno, mientras que el
signo fue sostenido por el estructuralismo. Estas sostiene Laclau (1997; 1998) han sido
las tres grandes ilusiones de inmediatez postuladas a principio del siglo XX. Sin embargo,
en el recorrido de cada tradición la ilusión de inmediatez se ha disuelto al encontrar algún
tipo de mediación como constitutiva. En este sentido, en el caso de la filosofía analítica
es posible observar la ruptura entre la posición sostenida por Ludwig Wittgenstein en el
Tractatus Logico-Philosophicus, en el que sostiene que el lenguaje refiere directamente
a la cosa y la postura que asume dicho autor en las Investigaciones filosóficas donde
critica arduamente lo sostenido en la obra anterior y postula la concepción de “juegos de
lenguaje”, señalando que el lenguaje debe ser entendido en razón del uso que se haga del
mismo en cada contexto enunciativo. En la fenomenología el pensamiento de Husserl que
planteaba la posibilidad de un acceso directo al fenómeno y un método en el cual todo
presupuesto debía ser dejado de lado se vio superado por la analítica existencial de
Heidegger y la hermenéutica gadameriana. Mientras que, por otro lado, la concepción
estructuralista del signo fue puesta en cuestión por la crítica posestructuralista llevada a
cabo por autores como Barthes, Derrida y Lacan.

33
La teoría laclausiana se ve embebida de estas críticas a las concepciones que suponían un
acceso a lo inmediato y sostendrá el carácter constitutivo de la mediación discursiva. La
noción de discurso es central en la empresa teórica de Ernesto Laclau. Nos detendremos
a examinar, en primer lugar, las influencias teóricas que están en la base de su
pensamiento, para luego indagar su propia noción del discurso y lo discursivo.
Uno de los autores pioneros en la lingüística estructural es Ferdinand de Saussure, su
Curso de Lingüística General es una obra clave para el desarrollo de la lingüística
moderna. La propuesta teórica saussuriana se constituye, señala Laclau (1993; 1997;
2003), en torno a tres distinciones y dos principios. Entre las distinciones encontramos
una separación entre Langue y Parole (traducido al español como lengua y habla), siendo
la primera el conjunto de signos que se encuentran en la mente del hablante y la segunda
el uso que en un momento determinado cada individuo hace de la lengua; por otro lado,
distingue entre el significante entendido como la serie de sonidos que constituyen una
palabra –la imagen acústica- y el significado que remite al concepto que corresponde a
una palabra, la unidad de ambos conforma para Saussure el signo; y por último está la
distinción entre sintagma y paradigma, el primero es el conjunto definido de posiciones
diferenciales en una oración, en tanto que el segundo refiere a las posibles relaciones de
sustitución entre los términos. En cuanto a los principios, el primero señala que en el
lenguaje no hay términos positivos sino que sólo hay diferencias, de modo que para
comprender lo que significa un término se debe poder distinguirlo de otros. En otras
palabras, el lenguaje constituye un sistema en el cual cada elemento, al ser de carácter
relacional y diferencial, depende de los otros. Así, para entender el significado del término
“madre”, por ejemplo, debo poder diferenciarlo del significado de “padre” e “hijo”. Por
último, el segundo principio establece que el lenguaje es forma y no sustancia. La forma
es lo que cuenta para constituir el lenguaje y no la sustancia, ya que cada elemento es
definido por las reglas de combinaciones y sustituciones con otros elementos, y la
sustancia no interviene en este proceso. Por ejemplo, en el ajedrez podemos sustituir las
piezas de madera por papelitos, y sin embargo seguir jugando en la medida en que las
reglas formales del movimiento de las piezas sean las mismas (Laclau, 1997: 43).
Saussure, de este modo, concibe al lenguaje como un sistema diferencial sin términos
positivos, regido por reglas formales donde hay un estricto isomorfismo entre el orden
del significante y el orden del significado. En este sentido, el lenguaje es un sistema que
está construido sobre las diferencias: “el valor de un concepto es puramente diferencial:
los conceptos están definidos negativamente por contraste con otros ítems en el mismo

34
sistema lingüístico” (Saussure, 1983: 115). Para definir una unidad, entonces, hay que
tener en cuenta la totalidad de la estructura del lenguaje. Dicha estructura es concebida
por el estructuralismo clásico como un sistema cerrado. Ahora bien, el sistema teórico
propuesto por el lingüista suizo se ha encontrado con ciertas limitaciones. Por un lado,
Saussure considera “discurso” a toda unidad de lenguaje más extensa de la oración, desde
su perspectiva no era posible una lingüística del discurso ya que sostenía que toda
secuencia lingüística que sea mayor a la oración se regía por el capricho del hablante y
no había ninguna regularidad estructural posible de ser aprehensible por el análisis
teórico. Se descartaba, de este modo, la posibilidad del análisis del discurso al presuponer
la existencia de un sujeto autoconsciente, dueño y fuente de sus decisiones. Por otro lado,
Saussure distingue entre significante y significado indicando que a cada sucesión de
sonidos que constituye una palabra le corresponde uno y sólo un concepto, sin embargo
al afirmar que el lenguaje es forma y no sustancia se elimina la distinción entre sustancia
fónica y sustancia conceptual. En este sentido, se produce una inconsistencia teórica
debido a que al erradicar la noción de sustancia ya no se puede distinguir entre significante
y significado, y en consecuencia, se derrumba la concepción del signo planteada por el
autor.
La escuela de Copenhague con Hjelmslev a la cabeza intentó resolver estos problemas
optando por una vía estrictamente formalista, dando lugar a un segundo modelo de
lingüística estructural. Como sostiene Laclau, Hjelmslev propuso romper con el
isomorfismo entre significante y significado, para lo cual se fijó en unidades menores que
estos descomponiendo el significante en fonemas y el significado en glosemas. Al no
haber una correspondencia entre el número de fonemas y el número de glosemas se
abandona el isomorfismo y se establece una distinción plenamente formal entre el
significante y el significado (Laclau, 1997: 45; 1993: 9). Esta concepción, de este modo,
al centrarse en la forma y no en la intensión de un individuo da lugar a la posibilidad de
un análisis del discurso que indague las regularidades que rigen la producción de
significación en la esfera social. Señala Laclau: “si yo digo ‘tengo manteca, debo comprar
leche’, esto tiene menos que ver con los caprichos individuales del hablante que con la
forma en que ayuda a organizar la sociedad en que vivimos” (1997: 46). Es factible,
entonces, un análisis lingüístico de las combinaciones posibles, de lo decible y lo no
decible desde una perspectiva que dé cuenta de la forma en la que está estructurado el
lenguaje. En esta dirección, como consecuencia de esta tendencia formalista, ha tenido
lugar la denominada ‘muerte del sujeto’ que ha promulgado el estructuralismo. Es decir,

35
si los términos lingüísticos debían ser concebidos como diferencias dentro de la
estructura, el sujeto ya no era entendido como el origen del significado sino como una
localización más en la totalidad significante (Laclau, 1993: 11). Otra implicación
resultante de la deriva formalista es que si el sistema de reglas de combinación y
sustitución de elementos no está vinculado ya a una sustancia particular, entonces
cualquier otro sistema de significación puede ser descripto en estos términos (1993: 10).
Posteriormente, las discusiones dentro de la tradición estructuralista han generado varias
reformulaciones respecto a las primeras tesis derivando en un período denominado “post-
estructural”. La principal innovación del posestructuralismo, en este sentido, ha sido
comprender a la estructura como una totalidad no cerrada, sino dislocada o barrada por
una brecha constitutiva. En esta corriente se inserta el pensamiento de autores que han
sido claves para la empresa teórica laclausiana como es el de Jacques Derrida. El filósofo
francés sostiene que el sistema estructural está compuesto por un conjunto de diferencias,
pero que dicho conjunto no puede ser entendido como una totalidad suturada ya que,
como señalábamos en el capítulo anterior, donde estaba el centro de la estructura hay una
ausencia. En la estructura lingüística no hay un significado central u originario presente
que limite el juego de la significación. En esta dirección, el filósofo no eliminará el
concepto de signo sino que le aplicará el método deconstructivo a dicha noción, y por
ende, a la diferencia entre significante y significado. Esta diferencia proviene desde la
metafísica tradicional logocéntrica que ha sostenido una primacía del significado y
concebido al significante como meramente derivado, representando la verdad del primero
(Derrida, 1986; 1989)27. En otras palabras, el significante era precedido por un sentido ya
constituido. Esta visión se sostenía bajo el presupuesto de la determinación del ser del
ente como presencia e intentaba desocultar una verdad originaria detrás del movimiento
de significación. Con la crítica de Nietzsche a la pretensión de Verdad y destrucción de
la metafísica occidental por parte de Heidegger, como vimos, se diluye la seguridad de
los fundamentos que intentaban sentar lo social. Derrida encuentra que al no haber

27
Derrida advierte que la diferencia entre significante y significado tiene raíces metafísicas teológicas
implícitas que pertenecen a una concepción que sostiene una diferencia organizada y jerarquizada, que
apunta a una caída en la exterioridad del sentido y se observa ya en la distinción entre lo sensible y lo
inteligible. Diferencia que en la época medieval, cuando el creacionismo y el infinitismo cristiano se apropia
de los recursos de la conceptualidad griega, se formula en términos de la res -como cosa creada-
determinada a partir de su eidos –es decir, de su sentido creado a partir del logos absoluto o pensado por el
entendimiento infinito de Dios-. En este sentido, el filósofo francés aclara que de lo que se trata es “ante
todo de poner en evidencia la solidaridad sistemática e histórica de conceptos y de gestos de pensamiento
que muchas veces se cree poder separar inocentemente. El signo y la divinidad tienen el mismo lugar y el
mismo momento de nacimiento. La época del signo es esencialmente teológica” (1986: 20).

36
significados últimos, sólo hay significantes que suplementan al centro vacío. De esta
forma, no hay nada que limite al significante en su operación28. En el movimiento de la
significación el significante agrega algo, produciendo un exceso, pero no es un añadido
que suture la brecha definitivamente y agote la totalización sino que viene a suplementar
la falta por el lado del significado (Derrida, 1989). La realidad, en este sentido, es
construida por la forma en la que es significada.
Otra influencia importante en la teoría de Laclau ha sido la de Ludwig Wittgenstein.
Como mencionamos, dos etapas marcan el pensamiento del filósofo austríaco. La primera
se caracteriza por la publicación del Tratactatus Lógico-Philosophicus donde sostiene
una teoría de la representación en la que afirma que el lenguaje y el mundo comparten
una misma forma lógica, al punto tal que “un nombre está en lugar de una cosa, otro en
lugar de otra” (Wittgenstein, 1988: 22). Sin embargo, en su segunda etapa con la
publicación de Las Investigaciones filosóficas abandona su postura analítica
descriptivista por una más cercana al pragmatismo, entendiendo que el significado de una
palabra se establece en su uso y dicho uso estará dado por el “juego de lenguaje” en el
que se inserte, esto es, el conjunto entrelazado de palabras y actividades. De este modo,
rompe con la dicotomía fuerte entre lo lingüístico y lo no lingüístico, ya que la distinción
entre acción y lenguaje es secundaria respecto de la categoría más amplia de totalidades
significativas (Laclau, 1993: 11). Esta perspectiva es de gran influencia en la noción de
“discurso” de Laclau, no acotada al texto hablado o escrito.
Por último, cabe destacar que, otro autor cuyos aportes han sido de principal relevancia
para el desarrollo del pensamiento de Laclau es Jacques Lacan. La teoría lacaniana en
lugar de enfatizar la unidad entre el significado y el significante –que prioriza el
significado-, enfatiza su división, dándole prioridad al significante en la producción del
significado y alejándose de todo vestigio representacionalista. El francés presenta el
algoritmo saussuriano como “S/s”, donde el significante (S) y el significado (s) están
divididos por una barrera resistente a la significación. La barrera rompe con la unidad de
la significación, de modo que dicha unidad es sólo una ilusión creada por el juego de los

28
En De la Gramatología Derrida expresa “No hay significado que escape, para caer eventualmente en él,
al juego de referencias significantes que constituye el lenguaje. El advenimiento de la escritura es el
advenimiento del juego: actualmente el juego va hacia sí mismo borrando el límite desde el que se creyó
poder ordenar la circulación de los signos, arrastrando consigo todos los significados tranquilizadores,
reduciendo todas las fortalezas, todos los refugios fuera-de-juego que vigilaban el campo del lenguaje”
(1986: 12).

37
significantes29. El significado no es una presencia fuera del lenguaje, sino que es una
creencia que sostiene la fantasía de una correspondencia entre el lenguaje y el mundo. De
este modo, Lacan rompe con el isomorfismo de los dos órdenes señalando una primacía
del significante por sobre el significado. En otras palabras, el significante no representa
al significado, sino que este es un efecto producido por los significantes. Tal como indica
Yannis Stavrakakis, “toda significación se refiere a otra y así sucesivamente; el
significado se pierde en el deslizamiento metonímico de la cadena significante” (2007:
50). Cabe mencionar que, para Lacan el significado desaparece porque no es del orden
del concepto –como entendía Saussure-, sino que pertenece al orden de lo real. De manera
que la barra que divide el significante y el significado, en vez de unir ambas dimensiones,
es una barrera entre lo simbólico y lo real que señala el límite de la significación. El
significado, entonces, desaparece al situarse más allá de lo simbólico. Sin embargo,
permanece su lugar, pero dado que el significado en cuanto tal está ausente, su lugar está
vacío. La significación se articula en torno a ese lugar vacío bajo la ilusión de llenarlo,
pero el significado no podrá ser más que un efecto de los significantes. Ahora bien, una
observación más detenida del proceso de significación en la teoría lacaniana deja entrever
que en este se tienen en cuenta los tres registros –no sólo el real, sino también el
imaginario y el simbólico-. Lacan entiende que el significado pertenece al orden de lo
real, por ende, no puede ser simbolizado. Al estar ausente no puede ser en sí mismo la
fuente de la significación, pero su ausencia –en tanto falta constitutiva- sí puede serlo.
Esta falta debe compensarse para que la significación sea posible, de modo que “la
ausencia de significado en su dimensión real es lo que causa la emergencia de la
transferencia del significado. Lo que emerge es el significado en su dimensión
imaginaria” (Stavrakakis, 2007: 53). En el registro imaginario, entonces, se produce un
significado ilusorio. No obstante, la transferencia del significado en la dimensión
imaginaria sólo es posible por el juego de los significantes. Entra en escena, de esta
manera, la dimensión de lo simbólico determinando la significación. Así, si por un lado,
para Lacan el significado es del orden de lo real, por el otro para que la significación sea
coherente hay una transferencia al orden imaginario de donde emerge un significado
ilusorio, pero dicho movimiento es producido por el orden simbólico de los significantes.
En otras palabras, la primacía del significante tiene como efecto el significado imaginario
que recubre la ausencia del significado en tanto real.

29
Tal como lo percibe Laclau, la barra en la relación S/s es precondición de la primacía del significante, y
por ende, de la posibilidad de desplazamientos hegemónicos (2004: 74).

38
Heredera de estas discusiones en torno al lenguaje es, entonces, la noción de discurso que
presenta Ernesto Laclau. A continuación exploraremos dicha concepción, pero antes nos
detendremos en otro elemento conceptual que influyó en el armado del edificio teórico
del autor: la noción de sobredeterminación althusseriana.

2.1.2 Sobredeterminación y articulación

El desarrollo teórico de Laclau parte, como vimos en el primer capítulo, de la afirmación


de la imposibilidad de un fundamento último de lo social. En Hegemonía y estrategia
socialista Laclau y Mouffe sostienen que no existe una esencia de la sociedad ni un
fundamento subyacente que dé cuenta de los procesos sociales. Esta posición toma
distancia, así, de las concepciones que intentan explicar el orden social a partir de un
principio unitario, oponiéndose definitivamente tanto a la metáfora del edificio marxista
como a la postura hegeliana que concebía distintos momentos de la totalidad que se
ligaban en un único momento de autodespliegue. No hay una totalidad fundante que
pueda explicar los procesos parciales. A partir de la crítica al esencialismo, los autores
sostienen el carácter relacional de toda identidad, pero al mismo tiempo rechazan que esta
pueda fijarse en un sistema cerrado. En esta dirección, intentan construir un marco teórico
que no dé lugar a ningún residuo esencialista.
En la formulación de la noción de articulación, que es clave para el desarrollo de la teoría
posfundacionalista, encontramos huellas del pensamiento althusseriano. El concepto de
sobredeterminación, que Althusser toma del psicoanálisis y adopta a su marco teórico, es
retomado por Laclau y Mouffe. Dicha noción es central para dar lugar a una concepción
de la contingencia como clave de lectura de los procesos sociales, necesaria para romper
con el esencialismo. En lugar de asignar una determinación privilegiada a un componente
o esfera determinada de la sociedad, la sobredeterminación en la teoría althusseriana
implica que toda causalidad no se reduce a un principio único sino que es compleja y
condensa múltiples influencias contextuales (Althusser, 1968). En este sentido, cada
identidad debe ser entendida como el constructo donde intervienen múltiples
determinaciones.
La lectura que realizaron Laclau y Mouffe favoreció a concebir la sobredeterminación
como un proceso que ocurre en el terreno de la representación simbólica:

El sentido potencial más profundo que tiene la afirmación althusseriana de que no hay
nada en lo social que no esté sobredeterminado, es la aserción de que lo social se

39
constituye como orden simbólico. El carácter simbólico -es decir, sobredeterminado- de
las relaciones sociales implica, por tanto, que éstas carecen de una literalidad última que
las reduciría a momentos necesarios de una ley inmanente (Laclau y Mouffe, 1987: 164).

No cabe la posibilidad de fijar un sentido último que ordene la totalidad social. En otras
palabras, lo simbólico no viene a representar otro plano que es verdadero y esencial ya
que lo social carece de esencia. El concepto de sobredeterminación, de este modo, crea
un terreno relacional y antiesencialista donde puede tener lugar la articulación, y por ende,
la práctica hegemónica.
Sin embargo, Laclau y Mouffe encuentran algunos problemas en el armazón teórico
althusseriano. Para los autores la noción de sobredeterminación pierde su potencialidad
al combinarla con el enfoque que considera la determinación en última instancia por la
economía. En dicho enfoque nos encontramos con una determinación simple y no con
una sobredeterminación:

Y si la sociedad tiene una última instancia que determina sus leyes de movimiento, se sigue
que las relaciones entre las instancias sobredeterminadas y la última instancia que opera
según una determinación simple y unidireccional deben ser concebidas en términos de esta
última (Laclau y Mouffe, 1987: 164).

La sobredeterminación sería, entonces, sumamente limitada ya que las relaciones


contingentes dependerían de una determinación esencial. Asimismo, si la sociedad tiene
una determinación esencial, hay un elemento que unifica lo social y la diferencia ya no
es constitutiva. Si el concepto de sobredeterminación podía llegar a romper con el edificio
marxista que sostenía la dicotomía entre infraestructura y superestructura, la noción de
determinación en última instancia por la economía lo reafirma. Es por este motivo que
para Laclau y Mouffe los efectos deconstructivos de la sobredeterminación no se llevaron
a cabo en su totalidad en la teoría althusseriana30.
En contraposición a dicho enfoque, en Hegemonía y estrategia socialista el concepto de
sobredeterminación es llevado al extremo y despojado de todo resquicio esencialista para
amoldarlo a una nueva teoría. Laclau y Mouffe plantean la existencia de un exceso de
sentido que desborda toda literalidad. La sobredeterminación implicaría, de este modo,

30
Encontramos en la obra de Althusser momentos donde el autor se acerca a una concepción más
determinista y en otros más contingente de lo social. A la crítica laclausiana se podría contraponer la
afirmación de Althusser en Contradicción y sobredeterminación que dicta: “Ni en el primer instante ni en
el último, suena jamás la hora solitaria de la ‘última instancia’” (Althusser, 2011:93).

40
que los lazos que unen a los elementos de una totalidad no tienen un carácter esencial,
como tampoco los elementos poseen componentes esenciales y necesarios. En este
sentido, los autores señalan que una crítica radical al esencialismo no puede solamente
postular la existencia de distintos elementos que se articulan de un modo no establecido
de antemano, sino que debe ir más allá y proclamar la no identidad preestablecida de
dichos elementos (1987: 161). No se trata, entonces, sólo de cuestionar la relación
necesaria entre distintos elementos, sino de visibilizar la imposibilidad de fijar la
identidad de los elementos como tales. De modo que, los diferentes elementos que entran
en relación en una estructura no poseen una identidad constituida de antemano, sino que
la objetividad de los mismos se establece en la práctica articulatoria en cuanto tal. Los
distintos elementos se articulan “en la medida de que la presencia de unos en otros hace
imposible suturar la identidad de ninguno de ellos” (Laclau y Mouffe 1987: 176). De esta
manera, se evidencia el carácter abierto, incompleto y disputable tanto de la sociedad
como de los elementos que se articulan en su interior. Así, sostienen los autores: “este
campo de identidades que no logran ser plenamente fijadas es el campo de la
sobredeterminación” (Laclau y Mouffe 1987: 189). En este sentido, el concepto de
articulación refiere a toda práctica que establece una relación entre elementos, de modo
tal que la identidad de estos resulta modificada como resultado de la misma (1987: 176).
Cabe aclarar, además, que esta práctica articulatoria no depende de un principio dado de
antemano que la determine, ni se constituye a priori de la dispersión de los elementos
articulados. De este modo, la categoría de articulación permite romper con la concepción
de un orden social como totalidad autodefinida, para dar lugar a una comprensión de este
en términos de una construcción hegemónica. Sólo es posible pensar el espacio de la
hegemonía derribando las teorizaciones de lo social que reducen sus distintos momentos
a la interioridad de un sistema cerrado. La práctica articulatoria tiene lugar en un terreno
que los autores denominan “discursivo”.

2.1.3 Discurso y configuración del orden social en la obra laclausiana

La concepción de discurso formulada por Ernesto Laclau la encontramos diseminada en


varias de sus obras. En el apartado titulado Ruptura populista y discurso anexo a Tesis
acerca de la forma hegemónica de la política, el filósofo explica:

Por discursivo no entiendo lo que se refiere al texto en sentido restringido sino al conjunto
de los fenómenos de la producción social de sentido que constituye a una sociedad como

41
tal. No se trata, pues, de concebir a lo discursivo como constituyendo un nivel, ni siquiera
una dimensión de lo social, sino como siendo coextensivo a lo social en cuanto tal. (1985:
39)

Lo discursivo no refiere meramente al lenguaje oral o escrito sino a toda práctica de


producción de sentido, por lo que es el terreno de constitución de toda objetividad. No
está ubicado en una superestructura ni en un determinado nivel de lo social debido a que
es la condición de posibilidad misma de toda práctica de sentido. De manera que, no es
posible oponer lo discursivo a lo no discursivo ya que no hay nada específicamente social
que pueda constituirse fuera de la producción de sentido. Todo objeto se constituye como
objeto de discurso, ya que ningún objeto tiene lugar al margen de toda superficie
discursiva (Laclau y Mouffe: 1987: 179)31. De modo de ejemplo el autor argentino señala:

Como toda relación social es una relación de significación, incluso dar una trompada a
alguien en la calle, algo que significa a través de este acto, el campo de la significación y
el campo de la sociedad pasan a ser términos equivalentes (Laclau, 1997: 46).

En este sentido, lo discursivo en Laclau y Mouffe se opone a la distinción foucaultiana


entre prácticas discursivas y no discursivas al sostener que todo objeto se constituye al
interior del discurso, y en todo caso, la distinción entre aspectos lingüísticos y prácticas
puede tener lugar dentro de una totalidad discursiva más amplia, es decir, tal
diferenciación es interna a la producción social de sentido. En esta dirección, los autores
señalan una serie de explicitaciones para clarificar la noción en cuestión. Sostienen que
el hecho de que toda objetividad se constituya en cuanto tal discursivamente no implica
cuestionar la existencia de un mundo exterior al pensamiento. En otras palabras, no se
niega la existencia de los objetos fuera del pensamiento, sino que ellos puedan constituirse
como tal o cual objeto al margen de toda formación discursiva (1987: 182). Un terremoto
es un hecho existente en la realidad independientemente de la voluntad de un individuo,
pero el hecho de que su especificidad como objeto se construya en términos de un

31
Marchart sostiene que “la hegemonía laclausiana o teoría del discurso es una ontología política” (2009:
195) argumentando que 1) para que surja el sentido es necesario lograr un cierto grado de sistematicidad,
para lo cual se necesita establecer el límite del sistema y esto se logra con los antagonismos, por lo que los
sistemas de sentido se construyen políticamente mediante la antagonización. 2) En la medida que la realidad
social se construye significativamente, una teoría de la significación es una teoría de todo ser posible: una
ontología. 3) De las dos anteriores se desprende que la teoría del discurso en Laclau es una ontología
política. Contra esta percepción puede argumentarse –como el mismo Marchart reconoce- que en Nuevas
reflexiones Laclau introduce la noción de dislocación como anterior al antagonismo, que muestra la
dislocación constitutiva de la estructura por lo que antagonismo es un modo posible de significar la
dislocación primaria.

42
“fenómeno natural” o “expresión de la ira de Dios” dependerá de la inscripción discursiva
en la que tenga lugar. El supuesto que se rechaza, entonces, es la presuposición de que el
discurso sea de carácter mental, frente a la cual se afirma el carácter material del mismo.
La teoría laclausiana, de este modo, sigue la línea de los juegos del lenguaje de
Wittgenstein al romper con la dicotomía entre lenguaje y acción, entendiéndolos como
aspectos inseparables de la producción de sentido. El discurso incluye tanto elementos
lingüísticos como no lingüísticos, que se articulan constituyendo un sistema diferencial
de posiciones. En la práctica articulatoria entran en juego tanto instituciones, rituales,
como prácticas a través de las cuales se estructura una formación discursiva. En este
sentido, en Contingencia, hegemonía, universalidad el filósofo argentino retoma el
ejemplo de Freud del “hombre de las ratas”, en el cual el complejo del hombre se da en
parte por asociaciones con el significado (asociación de “rata” con “pene” ya que las ratas
diseminan sífilis) pero en parte también por asociaciones verbales que no tienen que ver
con el significado (la relación de “ratas” con “raten” que significa cuotas). En los dos
casos hay un desplazamiento en la significación determinado por un sistema de posiciones
estructurales. Allí cada elemento ya sea fónico o conceptual funciona como significante
dado que adquiere su valor en relación al sistema de referencias en el que está inscripto.
Tal como indica Laclau, los significantes no tienen un significado directo independiente
de toda articulación discursiva, sino que su valor depende de la posición estructural que
ocupe, que está determinada tanto por asociaciones por el sentido (como pene y rata) y
por asociaciones verbales (como rata y raten). De este modo, la noción de discurso remite
a una “gramática” o grupo de reglas que permite algunas combinaciones y sustituciones,
y excluye otras. Se trata del campo de una gramática unificada donde pueden encontrarse
tanto palabras como acciones en tanto se mantenga el principio de diferencialidad (2004:
84; 2003b: 3).
Ahora bien, dentro de lo discursivo Laclau y Mouffe diferencian entre el “discurso” y el
“campo de la discursividad”. Respecto al primero señalan:

A la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria la llamaremos discurso.


Llamaremos momentos a las posiciones diferenciales, en tanto aparecen articuladas en el
interior de un discurso. Llamaremos, por el contrario, elemento a toda diferencia que no se
articula discursivamente (1987: 177).

Una estructura en la que las diferencias se articulan en una totalidad, entonces, es un


discurso. La articulación, de este modo, se torna clave para la constitución de un discurso.
43
La producción social de sentido se estructura bajo formaciones discursivas. La
unificación de una formación no está dada a priori por una esencia ni por un sujeto
trascendental, sino que la coherencia de esta se mantiene, señalan los autores siguiendo a
Foucault, por la “regularidad en la dispersión”. En la Arqueología del saber el filósofo
francés al preguntarse por el principio de unificación de una formación discursiva afirma
que este no tiene que estar dado por el tema común, por el mismo estilo en la producción,
por la referencia a un objeto en común o a la constancia de los conceptos, sino que en la
medida que la dispersión de los elementos está regida por reglas de formación hace de
esta el principio unificador. Ahora bien, Laclau y Mouffe advierten que mientras que en
la obra de Foucault el hincapié está puesto en la dispersión, y por tanto, en el punto de
vista desde el cual los elementos son pensados como dispersos, el eje desde el cual
comprender la unificación de la formación discursiva puede estar en la regularidad de los
elementos en tanto conjunto de posiciones diferenciales (1987: 178). Este conjunto de
posiciones puede ser significado como una totalidad discursiva en la que cada elemento
ocupa un momento de dicha totalidad. En este sentido, la identidad obtenida es relacional
y la relación entre las posiciones diferenciales es necesaria. Pero dicha necesidad no es
causada por un principio subyacente sino por la misma regularidad de las posiciones en
un sistema estructural. En otras palabras, no hay un sentido teleológico ni conciencia de
un sujeto fundante que le otorgue unidad a la articulación, esta no se lleva cabo en un
momento anterior a la dispersión de los elementos.
Sin embargo, la lógica relacional de las diferencias no conforma una totalidad plena, es
decir, no se convierte en una positividad dada y delimitada. La manera que se encuentra
de no reinstalar el esencialismo es debido a que la formación discursiva nunca es una
totalidad suturada. Las identidades no se constituyen plenamente tanto por defecto como
por exceso. Esto es, por un lado, la propuesta de los autores coincide con la de Derrida al
sostener que la totalidad sistemática carece de un significado central, por lo que el campo
de la significación se extiende indefinidamente (1987: 190). Por otro lado, cada identidad
no puede completarse debido a que hay un exterior discursivo que la subvierte e impide
la sutura. Este lugar de “exceso de sentido” es el que Laclau y Mouffe denominan “campo
de la discursividad” (1987: 189). Dicho campo es el terreno de constitución de toda
objetividad y de toda práctica social en cuanto tal. Este lugar de dispersión del sentido es
condición de posibilidad de un discurso concreto, a la vez que hace imposible que estos
logren una sutura última para constituirse plenamente.

44
No obstante, si bien es imposible una sutura de lo social por el exceso de sentido, tampoco
es posible una completa desfijación del sentido que derivaría en un flujo de diferencias.
Si hubiera sólo puro fluir de las diferencias no se podría trazar sentido alguno,
predominando una incapacidad de establecer un sentido fijo como en el discurso
psicótico, por lo que Laclau y Mouffe señalan que si bien es imposible una fijación última
del sentido tiene que haber fijaciones parciales. Para lograr este objetivo introducen la
noción de “puntos nodales”, éstos son puntos privilegiados en torno a los cuales se fija
parcialmente el sentido. Los autores retoman dicha concepción de la teoría psicoanalítica.
Lacan denomina points de capiton a aquellos significantes privilegiados que fijan el
sentido de la cadena significante32. De forma que, mediante la articulación hegemónica
de estos significantes es posible la fijación relativa del sentido y un cierre parcial de la
totalidad. Así, todo discurso, mediante significantes privilegiados, es un intento de
detener el flujo de diferencias y domesticar el campo de la discursividad. De todos modos,
los puntos nodales no operan como fundamentos sólidos sino que sólo estructuran el
orden de manera precaria. La brecha es constitutiva y la contingencia penetra la totalidad
discursiva dando lugar a la posibilidad de articulación, y en ese sentido, la fijación de
elementos en momentos siempre es incompleta.
Ahora bien, dado que toda totalidad tiene un carácter incompleto irreductible, Laclau y
Mouffe deducen, entonces, que “la sociedad” como totalidad suturada es imposible
(1987: 189). En esta línea, los autores proponen la distinción entre “lo social” y “la
sociedad”, identificando al juego infinito de las diferencias con lo social, mientras que la
segunda remite al intento de estructurar una totalidad, es decir, de abarcar la infinitud en
un orden. En otros términos, por un lado, lo social indica un exceso de sentido que no se
puede dominar, en tanto que, por otro lado, la sociedad -o los distintos órdenes sociales-

32
La noción de “punto nodal” surge a partir de la indagación de Freud sobre la interpretación de los sueños.
En sus investigaciones encontró que el sueño es sólo un pasaje de la actividad onírica, en él aparecen
algunos elementos sobredeterminados que ocupan posiciones claves, regulan y organizan el flujo del
pensamiento, a la vez que brindan un sitio de partida para el análisis. Lacan partiendo de estas
investigaciones y retomando conceptualizaciones provenientes de la lingüística, denomina “puntos
nodales” a significantes que operan como sitios de anclaje permitiendo detener el incesante movimiento de
significación dentro de la cadena significante y sirven para fijar los sentidos dominantes en el sueño. En
francés Lacan utilizó la expresión “point de capiton” para referirse a ellos. Esta elección, como expresa
Arditi, “es bastante sintomática para un psicoanalista, cuya mirada se dirige frecuentemente al diván donde
sus pacientes se recuestan durante la sesión de análisis: point de capiton se traduce, literalmente, como
botón de tapizado del tipo que se usa en sillones y divanes. Los botones se encargan de sujetar en un lugar
el cuero o la tela que recubre al diván, tal como un ancla fija la posición de un bote. En tanto lugares de
anclaje, estiran y hunden el material de recubrimiento, forzando una cierta área de la superficie a converger
hacia y en torno a ellos. Imprimen forma a una superficie que de otro modo sería lisa e indefinida; crean,
por así decir, el mapa de esa superficie (1991: 114).

45
son intentos precarios y siempre fallidos de domesticar el campo de las diferencias
(Laclau y Mouffe, 1987: 161). La concepción de una infinitud de lo social se contrapone,
entonces, a una visión de la sociedad como totalidad suturada:

el hecho de que todo sistema estructural es limitado, que está siempre rodeado por un
‘exceso de sentido’ que él es incapaz de dominar y que, en consecuencia, la ‘sociedad’
como objeto unitario e inteligible es una imposibilidad (2000: 104).

Frente al carácter disruptivo de lo social que impide cualquier cierre unificado del sentido,
la “sociedad” como objetividad cerrada es imposible. Pero, si bien no es posible una
totalidad fundante debido a que lo social carece de una esencia unificadora, los distintos
órdenes sociales son intentos precarios de dominar la infinitud. Estos no toman la forma
de una esencia subyacente sino que son construcciones hegemónicas, contingentes e
incapaces de agotar el campo de lo social. Benjamín Arditi, en esta dirección, utiliza la
metáfora del archipiélago para explicar la relación entre lo social y la sociedad:

Si lo social es el infinito mar constitutivo de la materia social, entonces la sociedad sería el


acotado archipiélago de islas en las que se han cristalizado relaciones, rutinas, prácticas e
identidades más o menos institucionalizadas, una domesticación en el resbaladizo magma
de diferencias, una máscara que ralentiza –pero no suprime– las diferencias de tal manera
de hacer posible las prácticas sociales (1991: 113).

Así, como las islas de un archipiélago, la configuración de un orden es posible por la


articulación de puntos nodales. Al no haber un centro de lo social, tampoco es posible
concebir la unicidad de un punto nodal hegemónico: por el contrario, en una cierta
formación social puede haber una variedad de puntos nodales hegemónicos.
Cabe mencionar que, no se trata de una totalidad fundante constitutiva como la que
postulaba el paradigma esencialista, sino de una totalidad construida a partir de la
articulación de las diferencias33. En otras palabras, el orden social precariamente
construido no adquiere la forma de una esencia subyacente, ni agota la infinitud de lo
social transformándola en un objeto determinado –la sociedad-, sino que siempre excede
los límites de todo intento de construir la sociedad (Laclau, 2000: 105). De este modo, el

33
En ese sentido, una vez que la unidad de la totalidad es constituida, sólo entonces puede ser constitutiva.
Tal como señala Arditi: “Una vez instituido un tipo de fijación del magma diferencial, llámese sociedad
teocrática o sujeto burgués, es innegable que surgirán objetos, valores, saberes, jerarquías y rutinas
marcadas por esa forma de institución de orden” (1991: 112).

46
juego de fijación/desfijación de lo social permanece abierto, y la totalidad no desaparece
ya que si bien un cierre de lo social es imposible, también es necesario. La sociedad como
plenitud es un objeto imposible, pero es precisamente a causa de su imposibilidad que
funciona como condición de posibilidad de lo social, es decir, del terreno donde se fija
parcialmente el sentido (Marchart, 2009:182). En otras palabras, la imposibilidad de la
sociedad en cuanto totalidad esencial y fundante es condición de posibilidad de varios y
precarios órdenes sociales. La distinción entre ‘lo social’ y ‘la sociedad’ es clave para
comprender los procesos de institución, reproducción y cambio del orden social.

2.2 Apertura de lo social y dislocación

La teoría propuesta por Ferdinand de Saussure, como vimos, concebía a la lengua como
un sistema en el que no había términos positivos sino sólo diferencias, de modo que el
significado de cada término se regía por su posición diferencial respecto a los otros.
Cuando se incorporó dicho marco teórico al análisis de las ciencias humanas, importó
consigo la noción de estructura como estructura cerrada que posibilitaba determinar el
sentido de cada elemento (Laclau y Mouffe, 1987: 191). La crítica que se le realizó al
estructuralismo, en este sentido, señaló que dicha noción de sistema cerrado al fijar cada
elemento y explicar cada variación como respondiendo a la estructura subyacente recaía
en el esencialismo. El posestructuralismo partió, de este modo, de concebir un sistema
estructural que no llega a constituirse por completo.
En esta dirección, Laclau y Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista señalan el
carácter constitutivo de la brecha estructural. Al renunciar al esencialismo tanto de un
fundamento último como de una estructura subyacente, los autores remarcan el carácter
incompleto de lo social. La apertura es lo que le otorga al sistema estructural su
precariedad e incompletud.
En el armazón teórico de los autores la totalidad no está meramente ausente, sino que
continúa presente en su ausencia. La dimensión del fundamento continúa operando como
un fundamento “negativo”: “debemos pues considerar a la apertura de lo social como
constitutiva, como “esencia negativa” de lo existente” (Laclau y Mouffe, 1987: 160-161).
En este sentido, en la obra de 1987 el factor de la negatividad aparece como clave de
lectura de la brecha estructural. El antagonismo, indican los autores, señala el límite de
toda objetividad. Esta concepción del antagonismo –como vimos en el primer capítulo-
no refiere a un elemento positivo, sino que es aquello que al estar excluido es la condición

47
de posibilidad e imposibilidad de todo orden. En otras palabras, es la experiencia del
límite que señala la imposibilidad de la sociedad de suturarse completamente. Slavoj
Žižek remarcó la cercanía de esta noción a la concepción de lo Real en Lacan:

El real logro de Hegemonía se cristaliza en el concepto de antagonismo social: lejos de


reducir toda realidad a una suerte de juego de lenguaje, el campo socio-simbólico es
concebido como estructurado en torno de una cierta traumática imposibilidad, en torno a
una fisura que no puede ser simbolizada (2000: 257).

Así, el antagonismo puede ser entendido como un núcleo no simbolizable a partir del cual
se estructura el orden social. El filósofo esloveno, en este sentido, señala que con la
concepción de antagonismo los autores realizan una transformación de la noción de lo
Real en una herramienta útil para el análisis político (Žižek, 2000).
Ahora bien, si en Hegemonía y estrategia socialista la noción de antagonismo sirvió para
dar cuenta de la apertura del orden, en Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro
tiempo Laclau introdujo el concepto de dislocación para señalar dicha apertura. La
dislocación es lo que impide la sutura de toda estructura, es decir, es la brecha por la que
el cierre del sistema estructural siempre fracasa. Toda identidad está dislocada porque
depende de un exterior que, al mismo tiempo que la niega, es su condición de posibilidad
(2000: 55). Es decir, tiene una relación contradictoria con toda objetividad debido a que
si por un lado la amenaza, por otro lado está en la base de su constitución. Así, la
dislocación “es el nivel ontológico primario de constitución de lo social” (2000: 61).
Desde la perspectiva psicoanalítica, Biglieri y Perelló señalan que esta categoría
laclausiana conceptualiza la disyunción entre lo real y lo simbólico (2012: 49). La
dislocación indica una brecha que no puede ser representable ni capturada por lo
simbólico, en otras palabras, marca la imposibilidad de lo simbólico de operar sobre lo
real.
Laclau destaca tres dimensiones propias de la dislocación: es la forma de la temporalidad,
de la posibilidad y de la libertad. La primera dimensión, la temporalidad, es entendida
como lo contrario a la espacialidad. El espacio es el campo de la repetición estructural.
En la espacialidad se reduce la temporalidad del evento a un núcleo invariante, es decir,
a un momento interno de la estructura (2000: 58). La constitución de espacialidad es una
constitución hegemónica. En este sentido, la dislocación es la forma de la temporalidad

48
ya que es un evento que escapa a la representación espacial 34. En segundo lugar, otra
dimensión de la dislocación es la posibilidad. Esta desde la antigüedad, con la noción de
movimiento aristotélica como actualidad de lo posible en tanto que posible, era concebida
de un modo teleológico como una transición de la potencia al acto, en la cual había sólo
una posibilidad que llegue a actualizarse. En la dislocación, en cambio, la posibilidad es
radical ya que no responde a la actualización del fin de un desarrollo preestablecido y no
hay una única posibilidad sino múltiples. La dislocación estructural no provee el principio
de sus transformaciones sino que es una apertura a posibilidades indeterminadas. No se
trata, entonces, de posibilidades otorgadas por la estructura sino de posibilidades que se
abren a partir de la dislocación del sistema estructural, de este modo es que la dislocación
se presenta como la forma pura de la posibilidad. En tercer lugar, la libertad es señalada
por Laclau como otra de las dimensiones de la dislocación (2000: 59). El marco teórico
estructuralista concebía al sujeto como determinado por completo por los discursos que
lo constituyen sin posibilidad de margen alguno que no esté ya regido por las estructuras,
pero en la propuesta teórica del autor al concebir un exterior que disloca la estructura,
entonces esta ya no puede gobernar la constitución de los sujetos completamente porque
esta fallada35. Es decir, el sistema estructural al fracasar en constituirse como tal ya no
puede determinar totalmente a los sujetos, y en este sentido existe un margen de libertad
en el que el sujeto se autodetermina. Estas tres dimensiones son, de este modo,
consideradas por el filósofo como propias del momento de la dislocación y son
fundamentales para comprender las posibilidades de acción histórica y social36.
Cabe aclarar que, “la dislocación en la estructura no significa que todo pasa a ser posible”
ya que “para dislocar la estructura debe haber estructura en primer término” (2000: 59).
Es decir, en el momento de la dislocación hay una ampliación de las posibilidades, pero
estas no son infinitas sino que son las que tengan lugar en una situación y contexto
específicos. En este sentido, debe repensarse el alcance de la contingencia porque si la
indeterminación que ocasiona la brecha estructural da lugar a lo contingente, esto no es

34
La geógrafa Doreen Massey realiza una lectura crítica de la concepción del espacio sostenida por el
filósofo argentino en Conversando sobre “el Espacio” con Ernesto Laclau (2015). Por su parte, Massey
concibe una definición de espacio como una ordenación constituida por relaciones de poder. Por otro lado,
Howarth (2006) señala, mediante la noción de différance de Derrida, que la repetición adjudicada al espacio
en Laclau nunca puede ser homogénea ya que en la iterabilidad se produce un desplazamiento, es decir,
con cada repetición la estructura se desplaza, a la vez manteniéndose y difiriendo de sí.
35
Esta cuestión será punta de flecha en la crítica de Laclau a la noción de interpelación en Althusser (Laclau,
2000: 220).
36
Si bien Laclau señala la importancia de la dislocación y sus tres dimensiones para el desarrollo y
posibilidades de la acción social, su obra carece de una teoría de la acción.

49
el resultado de una falta total de estructuración. Por el contrario, como indica Laclau en
su debate con Butler hay que reinscribir la contingencia dentro de una estructuración
fallida.37 De modo que la noción de contingencia radical es utilizada por el filósofo
argentino en el sentido de que “dentro de los límites de un contexto parcialmente
desestructurado sólo puede apelar a sí misma como su propia fuente” (Laclau y Butler,
2008: 412).
Por otra parte, Laclau indica una serie de efectos que las relaciones de dislocación han
traído aparejadas. Por un lado, si en las épocas anteriores donde había una cierta
estabilidad el orden social era concebido como producto de una voluntad divina, en las
sociedades modernas el avance de la producción capitalista ha traído aparejado cambios
más acelerados. Estas transformaciones en las secuencias discursivas que constituyen y
organizan las relaciones y prácticas sociales han conducido a un aumento de la conciencia
de la historicidad y contingencia de dichos discursos. Otro efecto que se deriva de las
relaciones de dislocación tiene que ver con que todo sistema estructural requiere para
conformarse como tal de intentos de rearticulación y decisión que llenen la brecha, por lo
que cuanto más dislocada esté la estructura más amplio será el campo de posibles
decisiones no determinadas por ella y más se incrementará el papel del sujeto –en este
aspecto nos detendremos en el próximo capítulo-. Por último, Laclau señala que la
dislocación estructural es el resultado de la presencia de fuerzas antagónicas, por lo que
el hecho de que la estructura esté dislocada implica no sólo que esta carece de centro, sino
también, la práctica del descentramiento a través de los antagonismos (2000: 56). Si la
estructura estuviera suturada por completo no habría posibilidad alguna de hegemonizar
el centro, y por ende se cancelaría toda posibilidad de construir un nuevo poder, pero al
estar dislocada las fuerzas antagónicas pueden disputar entre sí y construir un cierre
mediante puntos nodales. Ahora bien, como señalamos, la configuración de una totalidad
se da por la articulación de una pluralidad de puntos nodales, de modo que no hay un
único centro de poder que un punto nodal deba hegemonizar sino múltiples, y en este
sentido, hay múltiples dislocaciones. Dado que en el capitalismo contemporáneo se
ocasionan una variedad de dislocaciones y desniveles –por desequilibrios en diferentes
sectores que generan crisis económicas, desempleo, problemas ecológicos, desigualdades

37
Nos referimos al debate titulado Los usos de la igualdad, que aparece publicado en Laclau:
aproximaciones críticas a su obra (2008).

50
sociales, etc.- en la estructura social asistimos a una pluralidad de antagonismos. En esta
dirección, Laclau sostiene:

la construcción de un poder popular no consiste en trasladar un poder absoluto de una


instancia a otra, sino en aprovechar las posibilidades que las nuevas dislocaciones propias
del capitalismo desorganizado nos ofrecen (…) La pluralidad de las dislocaciones da lugar
a una pluralidad de centros de poder relativo (2000: 75).

Esta concepción se aleja de las teorizaciones que entendían al poder como una unicidad
homogénea y total, de modo que la expresión “tomar el poder” no puede limitarse a referir
sólo a la toma del control del Estado como lo percibía el marxismo. Lo que encontramos,
entonces, es una multiplicidad de relaciones de dominación que pueden visibilizarse
mediantes los antagonismos, y la posibilidad de resistencia reside en dar la disputa en
cada una de ellas y abrir nuevos espacios de lucha. En otras palabras, en la estructuración
del orden social se configuran una pluralidad de nodos de dominación con distinta
capacidad de irradiación, y una estrategia política emancipadora requerirá de la
articulación de las distintas luchas contra la opresión.
De este modo, las dislocaciones son la condición de imposibilidad de un centro
establecido a priori y a la vez de posibilidad de múltiples centros de poder construidos
hegemónicamente. La comprensión de la dislocación estructural es la piedra fundamental
para romper con teorizaciones esencialistas, y es precondición de toda construcción de
hegemonía.

2.3 Sutura e ideología


La noción de hegemonía será central para concebir el cierre de la brecha estructural en el
pensamiento de Ernesto Laclau, sin embargo en algunas obras anteriores al desarrollo
conceptual de dicha categoría aparece la noción de ideología para remitir al momento de
sutura. Nos detendremos primero, entonces, en indagar dicha noción.
Hacia 1978 Laclau publica Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo,
Fascismo y Populismo, allí el autor analiza el debate Miller- Poulantzas, y para esto
retoma algunos elementos de la teoría althusseriana. En torno a la noción de ideología
Laclau dispara contra Althusser dos críticas. Por un lado, sostiene que toda ideología, en
el marco teórico del filósofo francés, se dirige a reproducir el orden social, y en
consecuencia, es entendida como ideología dominante sin lugar para pensar una ideología
de los sectores dominados. Laclau afirma que “la lucha de clases penetra el campo de la

51
ideología, por lo que junto a las ideologías de la clases dominantes, que tienden a la
reproducción del sistema, encontramos ideologías de los sectores dominados que luchan
por transformarlo” (Laclau, 2015: 114)38. Por otro lado, está en desacuerdo con la
oposición entre ideología y ciencia presente en Althusser. Si para el pensador francés a
través de la ciencia es factible escapar del campo ideológico y romper con su efecto
distorsionado, para Laclau no es posible situarse en un nivel extra-ideológico desde el
que se pueda observar la “verdad” sin mediaciones. Para ambos autores lo ideológico
cumple un papel deformante, es decir, implica siempre un proceso distorsivo. Ahora bien,
mientras que para Althusser la ilusión deformante que genera la ideología se contrapone
a una situación objetiva no ideológica, para Laclau no hay tal oposición. El filósofo
argentino si bien entiende que la ideología tiene una función deformante, sostiene que no
hay una esencia verdadera más allá de lo que se manifiesta:

No habría, pues, dos planos, uno de las esencias y otro de las apariencias, dado que no
habría la posibilidad de fijar un sentido literal último, frente al cual lo simbólico se
constituiría como plano de significación segunda y derivada (Laclau y Mouffe, 1987: 164).

En este sentido, Laclau rompe con la dicotomía esencia/ apariencia que sigue estando
presente en el pensador francés. De todos modos, en la obra de 1978 el autor destina unos
pocos párrafos a esta cuestión, recupera algunas consideraciones de Althusser sin avanzar
demasiado en un marco teórico propio.
El teórico argentino cuestionará dos enfoques clásicos de la teoría de la ideología dentro
de la tradición marxista, uno de los cuales identifica a la ideología como un nivel dentro
de la totalidad social y el otro la entiende como falsa conciencia. Ambos enfoques serán
criticados por el filósofo, por un lado en La imposibilidad de la sociedad y, por el otro,
en un artículo llamado Muerte y resurrección de la teoría de la ideología39 desde distintas
líneas de análisis pero convergiendo en su reformulación –que podríamos caracterizar
como post-fundacional- de la ideología. En el primer escrito, el autor pone en cuestión el
enfoque marxista que sostiene una visión de la totalidad social constituida en torno a la
distinción base y superestructura, donde la ideología ocupa un nivel dentro de dicha

38
Más adelante, en Hegemonía y estrategia socialista, abandonará esta concepción al percibir que la
ideología no puede ser entendida del modo de una unidad a priori que estructure el discurso. Por el contrario,
el elemento ideológico lo encuentra en el intento de cierre de toda formación discursiva. Además, el efecto
ideológico no corresponde de antemano a los intereses de la clase dominante, sino que el significante
particular que encarne la plenitud ausente va a ser producto de la disputa por la hegemonía.
39
Dicho artículo su publicó en 2002 en el libro Misticismo, retórica y política, y luego en 2014 apareció
junto con otros ensayos en Los fundamentos retóricos de la sociedad.

52
totalidad. Sostiene que no es posible identificar a la ideología en términos de una
topografía de lo social. Dicha perspectiva mantenía una visión esencialista que concebía
la sociedad como una totalidad inteligible, fundante de sus procesos parciales (2000: 103).
Esta totalidad funcionaba como un principio subyacente de inteligibilidad del orden
social. Además, en dicha obra, el autor señala que el mismo carácter precario e incompleto
de toda estructuración que encuentra en el campo del orden social, está presente también
en el campo de la constitución de los sujetos. En este sentido, cuestiona el enfoque que
entiende a la ideología como falsa conciencia ya que esta noción sólo tiene sentido si la
identidad del sujeto puede ser fijada. Para Laclau, como veremos más adelante, todo
sujeto es un sujeto descentrado y al estar provisto de un exceso de sentido no posee una
identidad fija e inmutable, sino que esta se presenta como una articulación inestable
(Laclau, 2000: 106). Sólo al considerar la identidad del sujeto como positiva y verdadera
se podría afirmar que su conciencia es “falsa”.
En el artículo llamado Muerte y resurrección de la teoría de la ideología Laclau indaga
la crisis en que ha caído la noción de ideología en el último tiempo, y profundiza en su
análisis de la misma. En esta obra el autor afirma que dicha crisis estuvo sujeta a dos
procesos ligados entre sí, por un lado, a la declinación del objetivismo social y, por otro,
a la negación de la posibilidad de un punto de mira metalingüístico que permita
desenmascarar la distorsión ideológica. Respecto al primer punto, si en un momento la
ideología había sido entendida como un nivel de la totalidad social, formando la triada
marxista junto al nivel económico y el político, esta concepción decayó al entender a los
mecanismos ideológicos como esenciales a los otros niveles. Esto llevo a la expansión de
la noción de ideología y su consecuente pérdida de valor analítico. Al explotar aquellas
dicotomías que oponían lo ideológico a otros campos, la teoría de la ideología sucumbió
por su propio éxito imperialista (Laclau, 2014: 23). Por el otro lado, respecto a la
concepción que entiende a la ideología como falsa conciencia el autor señala que, si bien
ya no se considera posible la existencia de una operación metalingüística de
desenmascaramiento, se ha prestado atención a los mecanismos de distorsión que crean
la ilusión de un cierre indispensable para la constitución del vínculo social (2014: 48).
Este segundo camino es el que tomará Laclau para formular su posición. El argentino
entiende que categorías como “distorsión” y “falsa conciencia” sólo tienen sentido en
tanto haya algo “verdadero” que esté disponible. En esa dirección, niega que exista un
“grado cero” de lo ideológico, sin embargo no considera que haya que desterrar la noción
de “distorsión”. No es posible acceder a una realidad extra-ideológica, ni a un fundamento

53
extra-discursivo a partir del cual una crítica a la ideología pueda realizarse. Ahora bien,
la concepción de un punto de vista extra-discursivo es, considera el autor, la ilusión
ideológica por excelencia. La distorsión se presenta justamente en la noción de un cierre
extra- discursivo, es decir, lo que constituye una representación distorsionada es la
creencia en la existencia de un lugar extra-ideológico. En este sentido, la noción de
distorsión no es abandonada sino que debe ser reformulada.
El filósofo plantea, de esta manera, que lo esencial a la distorsión es:

1) Que un sentido primario se presente como algo diferente de lo que es.


2) Que la operación distorsiva tiene que ser de algún modo visible. De modo
contrario el éxito de la distorsión seria pleno (Laclau, 2014:26).

Sólo es posible mantener ambas dimensiones si el sentido original es ilusorio y la


operación distorsiva consiste en crear esa ilusión. La distorsión reside en proyectar un
fundamento auto-transparente del que carece. Como hemos visto la dislocación es
constitutiva y la dimensión de cierre es algo que está ausente, de modo que lo que se
oculta en la distorsión es la brecha de la estructura que se presenta a sí misma como
cerrada. Pero, si bien la operación de cierre es imposible ya que la dislocación es
constitutiva de toda estructura, es necesaria porque sin una fijación del sentido no habría
sentido alguno. El objeto representado es, a la vez, imposible y necesario. La operación
ideológica por excelencia consiste, de esta manera, en atribuir esa función de cierre a un
contenido particular que es inconmensurable con ella. Así, tiene lugar un proceso de
encarnación y deformación de contenidos particulares. El contenido particular asume la
función de encarnar el cierre de un horizonte ideológico, y a la vez, es deformado por la
misma función encarnante. En la encarnación el elemento particular viene a expresar algo
distinto de sí mismo, representa una plenitud ausente con la que es inconmensurable.
Para esto en la deformación pierde en su especificidad y entra en relación de equivalencia
con otros elementos. Sólo es posible la representación de algo distinto de sí mismo en la
medida que el elemento particular entra en relación de equivalencia con otros particulares.
Como veremos más adelante, Laclau introduce las figuras de los significantes vacíos y
flotantes para llevar a cabo esta función. Estos al reducir al mínimo su contenido
particular pueden representar a los diferentes elementos con los que entran en relación de
equivalencia, es decir, los significantes se vacían para representar a la cadena de
equivalencias en su totalidad. Qué significante particular será el que asumirá la función

54
de representar la cadena será el resultado de una articulación hegemónica. En esta
dirección, afirma Laclau:

“Este es el efecto ideológico stricto sensu: la creencia en que hay un ordenamiento social
particular que aportará el cierre y la transparencia de la comunidad. Hay ideología
siempre que un contenido particular se presenta como más que sí mismo” (Laclau, 2014:
29).

La ideología, de este modo, es entendida en términos de una ilusión necesaria ya que es


una dimensión de lo social que no puede ser suprimida. Dicho de otra manera, en tanto lo
social es imposible sin una cierta fijación del sentido, lo ideológico es constitutivo de lo
social. Lo ideológico “consistiría en aquellas formas discursivas a través de las cuales la
sociedad trata de instituirse a sí misma sobre la base del cierre” (Laclau, 1990: 106). Si
en la estructura de la objetividad las posiciones diferenciales se articulan en una totalidad
discursiva, esta tiene una falla constitutiva que siempre se intenta –aunque imposible-
suturar. Es en la dimensión de cierre de toda formación discursiva, en donde se intenta
dotar de sentido transitorio lo que por sí mismo puede presentarse como pura dislocación,
donde se encuentra el efecto ideológico. En otras palabras, en el intento de sutura se
encuentra justamente la dimensión ideológica40. Así, todo discurso que se pretende como
totalizante es ideológico. De esta forma, la ideología no es una falsa representación de
una esencia positiva, sino el no reconocimiento de la imposibilidad de fijar el sentido.
Ideológicos son aquellos discursos que mediante la articulación pretenden fijar un
sentido, intentan un cierre siempre imposible. Con esta reformulación de la noción de
ideología es posible, para Laclau, la re-emergencia de dicho concepto sin estar
obstaculizado por los problemas propios de teorizaciones esencialistas.
De todos modos, como mencionamos, más adelante Laclau abandonará dicha noción y se
servirá de la hegemonía para pensar la posibilidad del cierre estructural:

40
Stephen Heath en su libro Question of cinema, en el capítulo denominado On suture, sostiene que “una
teoría de la ideología no debe iniciarse con el sujeto sino como una descripción de los efectos de sutura, la
efectuación del enlace del sujeto con estructuras de sentido” (1981: 106). El concepto de sutura en la obra
del autor remite al punto de encuentro entre los discursos que interpelan al sujeto –una cadena de
significantes marcada por la falta- y el reconocimiento del sujeto en estos –llenando la falta-. En Hegemonía
y estrategia socialista Laclau ya no va a hablar de ideología sino de hegemonía, y en este sentido, remite a
la noción de sutura en las obras de Miller y Heath, pero indicando la implementación de este término en el
campo de la política. Utiliza la noción de sutura hegemónica señalando que “Las prácticas hegemónicas
son suturantes en la medida en que su campo de acción está determinado por la apertura de lo social, por el
carácter finalmente no–fijo de todo significante. Esta falta originaria es precisamente lo que las prácticas
hegemónicas intentan llenar” (Laclau y Mouffe, 1987: 82).

55
Hegemonía representa, en estos términos, el momento de sutura, el momento de inscripción
de esa dislocación radical en un principio de lectura. Hegemonizar algo es proveer un
lenguaje a través del cual, algo que es un límite absoluto comienza a poder ser pensado en
un campo discursivo nuevo (1997: 83).

2.4 Hegemonía

2.4.1 Genealogía de un concepto

La categoría de hegemonía es clave en el armazón teórico laclausiano, para acercarnos a


la misma presentaremos brevemente el recorrido genealógico de dicho término realizado
por Laclau y Mouffe, quienes lo rastrearon desde la aparición de su utilización en la teoría
marxista, para luego enfocarnos en la propia definición de hegemonía propuesta por los
autores y los vaivenes que esta noción ha tenido a lo largo de la obra del filósofo
argentino. En una segunda parte nos detendremos en los conceptos de significantes vacíos
y flotantes que, entendemos, son ineludibles para una cabal comprensión de la hegemonía
en la teoría del autor.
En la obra escrita en conjunto con Chantal Mouffe, los autores indagan en los orígenes
del concepto de hegemonía en los teóricos de la socialdemocracia rusa. Si la ortodoxia
marxista presentaba una explicación de la sociedad como una totalidad cerrada en la que
las distintas etapas de la misma eran comprendidas desde el lente de una necesidad
histórica y la unidad de la clase obrera era sostenida como punto de partida, en la medida
que los distintos elementos conceptuales en los que se sostenía dicha teoría entren en
crisis y se muestren inválidos para explicar la realidad concreta, la lógica hegemónica
comenzará a ganar poder explicativo. En este sentido, Laclau y Mouffe señalan una serie
de usos de la categoría que han surgido, desde los escritos de Gueorgui Plejánov hasta los
aportes de Antonio Gramsci, en respuesta a los problemas teóricos del paradigma
marxista.
La ortodoxia marxista postulaba para la historia, la sociedad y los agentes sociales una
esencia subyacente a los mismos. Sostenía la concepción de la unidad de la clase
asegurada por leyes ineludibles y un desarrollo lineal de lo social donde los
acontecimientos eran identificados con los momentos prestablecidos del despliegue de
etapas, borrando las especificidades y descartando las diferencias como contingentes.

56
Estos elementos se basaban en la reducción de lo concreto a lo abstracto y en una prioridad
de la teoría por sobre los sucesos de la realidad existente (Laclau y Mouffe, 1987: 42).
En la socialdemocracia rusa la noción de hegemonía fue introducida frente a las anomalías
que emergieron al producirse un desajuste en la teoría del etapismo: el acontecer histórico,
que no se correspondió con la sucesión de etapas estipuladas, conllevó a la ineficacia de
la burguesía para llevar adelante sus “tareas normales” –la revolución democrático
burguesa-, por lo que un agente social particular, el proletariado, debía ocuparse de una
tarea que no le estaba asignada naturalmente. En este contexto es que el concepto de
hegemonía fue formulado por Plejánov y Axelrod para dar cuenta de la hegemonización
de una tarea por un agente social distinto al que le correspondiera:

Era preciso caracterizar de algún modo el nuevo tipo de relación que se establecía entre la
clase obrera y aquellas tareas –ajenas a su tarea de clase- que ésta debía asumir en un
momento determinado. “Hegemonía” fue el nombre dado a esta relación anómala. (Laclau
y Mouffe, 1987: 86).

Se produce, así, una alteración en la teoría al realizarse una tarea natural de cierta clase
por un agente histórico distinto, sin embargo la naturaleza de clase de una tarea no se ve
modificada por este hecho. De este modo, se opone un orden de las esencias en el que
están preestablecidos los objetivos clasistas a un orden de las circunstancias, reduciendo
las tareas empíricas llevadas a cabo por la clase obrera a una eventualidad. En este sentido,
no hay un cuestionamiento a la unidad y homogeneización de los sujetos sociales sino
que estos son aceptados como constituidos de antemano. A pesar del desajuste teórico ni
la naturaleza de clase de una tarea ni la identidad esencial de los agentes sociales se ven
alterados.
Un uso distinto de la categoría de hegemonía es propuesto por Vladimir Lenin para pensar
la estrategia política. Laclau y Mouffe señalan: “Para el leninismo, la hegemonía es
considerada como dirección política en el seno de una alianza de clases” (1987: 95). Así,
Lenin introduce la categoría señalada para pensar la alianza de clases, es decir, la forma
de relacionarse entre distintas clases y unirse bajo el liderazgo de una de ellas para
combatir al enemigo en común. No obstante, la identidad de los agentes sociales
intervinientes no se ve modificada al entrar en relación, por el contrario se parte de clases
prestablecidas con intereses transparentes. En el pensamiento de Lenin hay una
importancia primordial concedida al partido, de modo que en la primacía ontológica que
el marxismo le concedía a la clase obrera encontramos un traspaso del hincapié en la base

57
social hacia la dirección política del movimiento. Este último se presenta como una
vanguardia esclarecedora que adopta una actitud pedagógica con la clase obrera, por lo
que la lectura leninista corre el riesgo de avalar el autoritarismo.
Como mencionamos, la introducción de la categoría de hegemonía por los autores
señalados si bien se aleja de las formulaciones teóricas del marxismo ortodoxo, no
interfiere en el papel predeterminado de los agentes sociales. Rosa Luxemburgo y
Georges Sorel, cada uno por su parte, aportarán elementos teóricos que comienzan a
cuestionar el carácter a priori de la identidad de los mismos e introducir el factor de la
contingencia. La primera no parte de concebir la unidad de la clase obrera como dada de
antemano sino que frente a una diversidad inicial propone una lógica de la
sobredeterminación simbólica como mecanismo de unificación de la clase. Para Sorel,
por otra parte, las condiciones del desarrollo capitalista no propiciaban la unidad clasista
predicada por el marxismo, por lo que, entendiendo la necesidad de mantener la pureza
del proletariado, concibe medios artificiales para sostenerla. Esta sería la función de los
mitos –como la huelga general- en tanto puntos ideológicos que operan condensando una
dispersión de posiciones en una identidad colectiva. En ambos, no obstante, el interés
reside en pensar la formación del proletariado, es decir, un sujeto de clase.
Antonio Gramsci fue quien, a criterio de Laclau y Mouffe, profundizó más en el terreno
de la construcción hegemónica. El pensador italiano se refiere a los sujetos políticos como
“voluntades colectivas”, las cuales resultan de “la articulación político-ideológica de
fuerzas históricas dispersas y fragmentadas” (Laclau y Mouffe, 1987: 118; Laclau, 1985).
Es decir, la identidad de los agentes sociales está constituida por la articulación de una
pluralidad de luchas y reivindicaciones en la que los elementos ideológicos articulados
no tienen una necesaria pertenencia de clase. Nos encontramos aquí con un corrimiento
de la lógica de la necesidad que va más allá que los campos teóricos anteriores ya que los
elementos no poseen una conexión esencial, sino que su relación y sentido dependen de
articulaciones hegemónicas que no están regidas por etapas dictadas por leyes históricas.
Sin embargo, Laclau y Mouffe encuentran una tensión en el pensamiento del filósofo
italiano porque si bien la identidad de los sujetos políticos es constituida por prácticas
articulatorias, la clase se presenta como principio unificador de toda formación
hegemónica. En Gramsci, en este sentido, permanece un residuo esencialista al sostener
la existencia de un principio ontológico unificado de carácter clasista que limita la
deconstrucción propia de la lógica hegemónica.

58
De esta manera Laclau y Mouffe presentaban la genealogía de la categoría de hegemonía,
dando cuenta del modo en que el universo discursivo marxista fue virando desde una
teoría esencialista estricta hasta la introducción de elementos conceptuales que rompen
con la rigidez de una esencia prestablecida y comienzan a dar lugar a la posibilidad de
prácticas hegemónicas. Las contribuciones de Gramsci para pensar la hegemonía como
articulación de una pluralidad de elementos, así como la noción de sobredeterminación
traída del psicoanálisis a la teoría marxista por Althusser fueron centrales para el
desarrollo de la empresa teórica laclausiana. El pensamiento del filósofo argentino intenta
desprenderse de todo vestigio esencialista, para lo cual parte de comprender, como
mencionamos, el terreno de lo social no como fijado por un fundamento último sino como
un campo relacional donde sean posibles las prácticas articulatorias. Concibe, entonces,
a las formaciones resultantes de dichas prácticas, a los lazos relacionales y a los elementos
que entran en la relación como no esenciales. Ahora bien, la imposibilidad teórica de una
literalidad última puede derivar en sostener el sinsentido propio de un fluir de diferencias.
No obstante, Laclau afirmará la necesidad de ciertas fijaciones parciales del sentido que
permitan frenar dicho flujo, en estas entrará en juego la compleja trama entre la
universalidad y la particularidad.

2.4.2 Particularidad y universalidad

Como hemos visto hasta ahora, es posible pensar la construcción de hegemonía si se


rompe con una concepción de lo social que reduzca los distintos momentos a la
interioridad de un sistema cerrado. Laclau y Mouffe intentan alejarse de todo
esencialismo llevando la noción de hegemonía más allá de lo que hasta entonces habían
hecho las diferentes corrientes marxistas que señalábamos. Perciben, entonces, no sólo la
constitución del orden social, sino también la identidad de los propios sujetos
intervinientes como constructos hegemónicos. La hegemonía apunta a una forma de
articulación contingente en un terreno dislocado. La intervención hegemónica tiene un
carácter constitutivo, ya que instituye relaciones sociales en un sentido primario, sin
depender de ningún principio o racionalidad social a priori (Laclau, 2006a). Ahora bien,
para construir una totalidad, en la práctica hegemónica los elementos deberán articularse
de un modo específico.
Laclau sostiene que en la lógica de la hegemonía se da una articulación entre lo universal
y lo particular específica. En la antigüedad lo particular y lo universal eran concebidos

59
como constituyendo series distintas en una situación de jerarquía de una con la otra, para
el cristianismo las dos series aparecen unificadas por un tercer elemento incognoscible –
constituyendo una trinidad-, en tanto que para el racionalismo moderno lo particular era
absorbido dentro de lo universal (Laclau, 1997: 77). A diferencia de estas concepciones,
el argentino adjudica a la articulación hegemónica una relación distinta entre ambas
dimensiones, detengámonos para comprenderla en un ejemplo que aparece en
Contingencia, hegemonía, universalidad. Allí el autor analiza dos episodios de la obra de
Marx donde el proceso emancipatorio es explicado desde dos hipótesis diferentes. En una
se presenta una proletarización de las clases medias producto del desarrollo teleológico
del capitalismo que conllevaría a la lucha contra la burguesía y la consiguiente
emancipación, mientras que la otra percibe que es necesario que una determinada clase
sea considerada como el “crimen manifiesto” de la totalidad de la sociedad, de modo que
al liberarse de ella se liberará a la sociedad en su conjunto (2004: 50). En este sentido, en
la primera la clase proletaria encarna la universalidad de la sociedad, es decir, nos
encontramos con una universalidad no mediada y una narración esencialista, ya que dicha
universalidad es considerada como la recuperación de una esencia. En tanto que en el
segundo hay un pasaje por la particularidad que es condición de posibilidad de efectos
universalizantes. Estamos, entonces, ante una universalización mediada dado que se
presentan los objetivos particulares de un actor histórico determinado como los objetivos
emancipatorios del conjunto de la sociedad. La articulación entre particularidad y
universalidad que encontramos en este modelo es la característica de la lógica de la
hegemonía.
Frente a la segunda hipótesis de concebir la emancipación, Laclau se pregunta: “¿Cómo
resulta posible esta identificación? ¿Se trata de un proceso de alienación de la comunidad,
que abandona sus verdaderos objetivos para abrazar los de uno de sus componentes?”
(2004: 59). Lejos de haber objetivos verdaderos de la sociedad, hay una escisión entre la
universalidad formal –del crimen general- y un particularismo del contenido –un sector
en particular será capaz de combatirlo-. Esto deja ver una primera dimensión de la
hegemonía: la desigualdad de poder es constitutiva. Como vimos anteriormente, tanto en
la sociedad sin clases planteada por el marxismo como en un orden social donde la
totalidad del poder está en manos de un Leviatán no hay relaciones antagónicas, y por
ende, señala Laclau, no hay un poder real. Sólo en un terreno de desigual distribución del
poder puede haber antagonismos y disputas por la representación hegemónica.

60
Por otro lado, para que esta relación tenga lugar era necesario que una determinada esfera
social sea considerada “el crimen manifiesto”, ahora bien desde un punto de vista óntico
todo sistema de dominación es un sistema concreto particular, dado que no hay ningún
concepto que corresponda a esa universalidad un objeto particular debe convertirse en
símbolo de algo inconmensurable con él mismo. En otras palabras, una particularidad se
escinde para pasar a representar una plenitud. Si el sistema opresor viene a representar el
crimen universal, del mismo modo para que haya un sujeto emancipador este debe ser
construido como una víctima universal. De este modo, sólo se puede representar un
universal mediante un pasaje por la particularidad. Laclau, en este sentido, declara una
segunda dimensión de la relación hegemónica:

Hay hegemonía sólo si la dicotomía universalidad/particularidad es superada; la


universalidad sólo existe si se encarna –y subvierte- una particularidad, pero ninguna
particularidad puede, por otro lado, tornarse política sino se ha convertido en el locus de
efectos universalizantes (Laclau, 2004: 61).

El elemento particular sin abandonar su particularidad encarna una totalidad inalcanzable.


La hegemonía, así, es una operación en la que el universal es encarnado por un particular,
es decir, en la relación hegemónica una cierta particularidad asume una significación
universal que es inconmensurable consigo misma (Laclau, 1997, 33; 2015: 95)41.
Encontramos, por un lado, que la particularidad de lo particular es subvertida por la
función de representación de lo universal, pero, por otro lado el particular que asuma
dicho lugar, al hacer de su de su propia particularidad el cuerpo significante de una
representación de lo universal, pasa a ocupar -en relación a los demás particulares- un
papel hegemónico (Laclau, 1996b). La universalidad siempre estará contaminada por lo
particular. En este sentido, el universal resultante de la operación hegemónica no recae
en un esencialismo ya que su función de universalidad hegemónica no es adquirida
definitivamente, sino que siempre es reversible. Tal como indica Žižek, en la elaboración
teórica de Laclau:

lo universal está vacío, sin embargo, precisamente como tal está siempre lleno, es decir,
hegemonizado por algún contenido contingente, particular que actúa como sustituto; en
resumen, cada universal es el campo de batalla en la cual una multitud de contenidos

41
Dyberg (2008) distingue entre las condiciones de la relación hegemónica y la relación hegemónica como
tal. Por un lado, la condición para que una relación hegemónica sea posible es la separación de lo universal
y lo particular y la contaminación recíproca entre ambos. Mientras que, por otro lado, en una relación
hegemónica propiamente dicha lo particular deviene significante de la totalidad ausente (2008: 303).

61
particulares lucha por la hegemonía (...) Todo contenido positivo de lo universal es el
resultado contingente de la lucha hegemónica. (Žižek, 1996, citado en Laclau, 2004: 64).

De modo que, diferentes contenidos particulares disputan el universal, y una vez que este
sea encarnado por un contenido particular su hegemonía siempre se verá amenazada. Así,
en contraposición a las perspectivas posmodernas que proponen abandonar lo universal,
Laclau apuesta a su recuperación pero entendiendo a los universales como
construcciones, que tienen lugar en un contexto histórico especifico y que proceden de
particulares que logran constituir hegemonía42. Tal como percibe Buenfil Burgos (1998)
al concebir lo universal sin un contenido específico –que puede ser ofrecido por diversos
particulares que intenten fijen el sentido- es posible mantener el valor estratégico de la
categoría.
Ahora bien, la universalidad al no poder ser representada de un modo directo requiere de
un elemento particular, pero si lo universal y lo particular se rechazan al mismo tiempo
que se requieren es porque estamos ante la representación de una imposibilidad. No existe
un objeto que corresponda con la plenitud, es imposible, sin embargo, a la vez también
es necesario ya que se requiere que lo universal sea representado. Dicha representación
en tanto representa un objeto imposible siempre será distorsionada, para que esta sea
posible Laclau introducirá los llamados “significantes vacíos”.

2.4.3 Significantes vacíos y flotantes

Para que una totalidad sea constituida como tal es necesario su representación a través de
significantes vacíos. A continuación indagaremos el proceso de construcción de los
mismos. La estructura significativa es un sistema de diferencias, de modo que la identidad
de los elementos intervinientes es puramente relacional. En este sentido, la totalidad es
un requerimiento esencial de la significación porque si no se constituye el sistema ningún
acto significativo sería posible. A la vez, el sistema para constituirse tiene que estar

42
El universalismo de la modernidad fue de la mano con una concepción de los agentes históricos como
ilimitados, capaces de asegurar la plenitud del orden social y de vencer todo particularismo. Con la crisis
de la modernidad se derrumbó convicción de que un agente particular pueda realizar la plenitud del orden
comunitario. La época contemporánea partió de concebir la multiplicidad de las luchas sociales y políticas,
haciendo hincapié en su particularidad (1996b: 91). No obstante, Laclau sostiene que una lucha
particularidad para ser constituida tiene que apelar, como condición misma de su constitución, a principios
universales. Pero esta nueva universalidad no es ya la misma que la universalidad de la modernidad, sino
que se transforma al ser el resultado de una tensión entre lo universal y lo particular.

62
delimitado, es decir, tiene que tener límites que marquen lo que está más allá del sistema.
De modo que, los límites son condición de posibilidad del sistema. Laclau, en esta
dirección, se sirve de la noción de “significante vacío” para pensar las posibilidades
teóricas de significar los propios límites del sistema. La categoría de significante vacío
no refiere a un significante que tenga un significado diferente para distintos contextos –
lo que lo haría equivoco-, ni un significado que esté sobredeterminado por varios
significados que impidieran su fijación –lo que lo haría ambiguo-. Para que un
significante funcione como tal aun sin corresponder con un significado concreto y
continúe, sin embargo, siendo parte del sistema de significación se requiere una
subversión del signo. Un significante vacío “sólo puede surgir si la significación en
cuanto tal está habitada por una imposibilidad estructural, y si esta imposibilidad sólo
puede significarse a sí misma cómo interrupción (subversión, distorsión, etc.) de la
estructura del signo” (Laclau, 1996c: 70). Los límites no pueden ser ellos mismos
significados ya que si pudieran significarse de un modo directo serían internos al proceso
de significación, y por ende, no serían verdaderos límites. Es sólo si el más allá se presenta
como una negatividad, una amenaza, que puede haber un límite que no sea meramente
otra diferencia interna. Para que los límites sean auténticos tienen que presuponer una
exclusión, por lo que sólo pueden mostrarse como interrupción de la significación. Ahora
bien, ante esta exclusión las otras diferencias son equivalentes entre sí en tanto rechazan
el elemento excluido. Las diferencias pueden constituir una cadena equivalencial
trazando una frontera frente al lado que las niega. Para esto, Laclau señala que por un
lado la identidad de cada elemento del sistema está dada al diferenciarse de los otros,
mientras que, por otro lado todas las diferencias son equivalentes entre sí en tanto
pertenecen al lado interno del límite. Por lo que cada elemento aparece dividido: en sí
mismo señala una diferencia, pero al entrar en equivalencia con los demás cancela su
diferencia. Así, la lógica equivalencial subvierte las diferencias. Es dentro de esta tensión
entre las dos lógicas donde se construye la totalidad.
Ahora bien, el filósofo indaga en la posibilidad de acceder al campo de la representación
de dicha totalidad. Como vimos, el sistema no puede significarse a sí mismo en términos
de ningún significado positivo dado que no tiene un fundamento sino que la exclusión
funda al sistema. Laclau retoma del psicoanálisis que lo que no es directamente
representable sólo puede ser representado en la subversión del proceso de significación
(1996c:74). El signo se constituye mediante la unión de cada significante a un significado,
inscripto como diferencia en el proceso de significación, pero lo que se intenta significar

63
no es una diferencia más sino la exclusión que es condición de posibilidad de todas las
diferencias. Una significación tal es posible si un significante sin dejar de ser particular
asume el rol de representar la totalidad del sistema. Esto requiere de una operación en la
que se privilegia la lógica de la equivalencia por sobre la lógica de la diferencia:
vaciándose en su dimensión diferencial el significante puede significar a la cadena de
equivalencias como totalidad. Así, los significantes vacíos son el resultado de una
operación inestable entre equivalencia y diferencia. Laclau (1996c) pone como ejemplo
los aportes de Rosa Luxemburgo para pensar la constitución de la unidad de la clase
obrera, los cuales sostienen que en un contexto represivo una lucha por una demanda
particular será percibida en relación tanto con el objetivo concreto por el cual reclama,
como una oposición al sistema general, por lo que podrá entablar lazos con otras
reivindicaciones al presentarse como equivalentes en tanto opuestas al régimen. La
unidad de las luchas estará dada no por un elemento positivo, sino por compartir su
oposición al sistema que las niega. En este sentido, encontramos que el significado de
cada lucha aparece dividido, si por un lado refiere a una reivindicación concreta –carácter
diferencial-, por el otro significa también la oposición al régimen –carácter equivalencial
con otras reivindicaciones-. Para que el significante logre representar al sistema, entonces,
es necesario que la función equivalencial prevalezca sobre la diferencial. Cuanto más
extendida sea la cadena de equivalencias, será menor la capacidad de cada significante de
quedarse encerrado en su significado particular. De esta manera, la posibilidad de
significantes vacíos está dada porque “todo sistema está estructurado en torno a un lugar
vacío que resulta de la imposibilidad de producir un objeto, que es, sin embargo, requerido
por la sistematicidad del sistema” (1996c 76). Dicho objeto es imposible porque la tensión
entre equivalencias y diferencias es, en última instancia, insuperable, pero a la vez es
necesario ya que sin ningún tipo de cierre no habría posibilidad de significación ni de
identidad. La plenitud del sistema a la que aspira el significante es constitutivamente
inalcanzable. En otras palabras, los significantes intentan abarcar un objeto imposible por
lo que siempre será una representación inadecuada. La universalidad que intenta
representar es inconmensurable con su particularidad. El significante vacío, así, es un
investimento de una plenitud ausente.
Para Laclau no hay nada en la estructura que de antemano establezca que un significante
particular y no otro encarne dicha totalidad, es decir, no está predeterminada la
particularidad que en cierto momento histórico asuma la universalidad. Cabe señalar que,
si bien la lógica de la equivalencia equipara las distintas particularidades, siempre está

64
atravesada por la lógica de la diferencia, esto es, la diferencia no se erradica. Lo social
tiene un carácter desnivelado, antigualitario, por lo que no toda lucha particular es
igualmente capaz de tornarse en un punto nodal que represente la totalidad. No hay leyes
inmanentes de la historia ni estructuras e infraestructuras que determinen el ordenamiento
social y establezcan a priori cuál será el significante que asumirá ese rol, sino que este
será producto de procesos de sobredeterminación entre las lógica de la equivalencia y de
la diferencia. El universal como el llamado “orden social” como tal no tiene un contenido
determinado de antemano, por lo que distintas fuerzas competirán por presentar sus
objetivos particulares como los adecuados para llenar esa ausencia. En este sentido,
afirma Laclau que hegemonizar algo significa llenar ese vacío (1996c: 84). En
condiciones de dislocación y crisis del ordenamiento social se requiere un orden, y cual
sea el contenido del mismo pasa a ser una cuestión secundaria. La relación en la que un
significante pasa a significar una plenitud ausente es lo que el autor denomina una
relación hegemónica. De modo que, “la presencia de significantes vacíos es la condición
misma de la hegemonía” (1996c: 82). Como la universalidad encarnada es un objeto
imposible, la identidad hegemónica va a ser del orden del significante vacío (Laclau,
2015: 95). La hegemonía es, así, la relación en la cual una particularidad, convirtiéndose
en un significante vacío, encarna una significación universal que es inconmensurable
consigo misma.
Si como vimos, toda totalidad está atravesada por una brecha estructural, el significante
vacío viene a suturar la falla, pero es un intento que en última instancia siempre fracasa
ya que la falla es constitutiva. La función de completamiento de la brecha estructural no
está necesariamente asociada con ningún contenido particular. En otras palabras, el
significante se convierte en un investimento de la plenitud ausente, no obstante debe
tenerse en cuenta que hay una división entre la operación ontológica de representar la
plenitud y el significante particular que ocupe este lugar. Como señala Laclau, “ningún
contenido óntico puede en última instancia monopolizar la función ontológica de
representar la representabilidad en cuanto tal” (2004: 77). La dimensión ontológica y el
contenido óntico no pueden superponerse. La irreductibilidad de la diferencia ontológica
es condición de posibilidad de una articulación hegemónica. De este modo, al no estar
necesariamente ligada la función de la representación con ningún contenido particular,
diversos óntico disputarán entre sí para encarnar la representación de la plenitud.
En este sentido, la universalidad alcanzada a través de la equivalencia es muy diferente
de la universalidad que resulta de una esencia subyacente o de un principio a priori. Es

65
un universal que no puede existir aparte del sistema de equivalencias del que procede
(Laclau, 1996b: 93). La función equivalencial que representa la plenitud ausente no puede
tener un significado fijo, ya que de lo contrario constituiría una diferencia más y no sería
el producto de una cadena de equivalencias entre distintas posiciones diferenciales. No
conforma una identidad objetiva sino que los significantes vacíos se vacían de su
contenido particular para representar una falta, una totalidad ausente. De modo que,
“ninguna lógica hegemónica puede dar cuenta de la totalidad de lo social y constituir su
centro, ya que en tal caso se habría producido una nueva sutura y el concepto mismo de
hegemonía se habría autoeliminado” (Laclau y Mouffe, 1987: 241). La hegemonía es
siempre inestable, y los significantes que en un momento determinado logren presentarse
como hegemónicos estarán siempre amenazados. El reconocimiento del hiato constitutivo
es la condición de posibilidad de la hegemonía y de la disputa democrática. En este
sentido, la totalidad siempre es una totalidad fallida que constituye un horizonte y no un
fundamento.
Por otra parte, en La razón populista Laclau examina un supuesto que aparecía sin
cuestionar en su explicación sobre la constitución de los significantes vacíos, que es la
presencia de una frontera dicotómica estable. El autor señala que dicha frontera puede
verse desplazada. Para dar un ejemplo, en un régimen opresivo una variedad de
ciudadanos pueden encontrar sus demandas sociales insatisfechas. De modo que las
distintas demandas (D1, D2 , D3, etc.) en su particularidad cada una tiene un contenido
concreto, pero frente al régimen que las niega se vuelven equivalentes. En esta situación
puede ocurrir que una demanda particular comience a representar a la cadena de
demandas en cuanto tal, constituyéndose, así, en un significante vacío. En este esquema
la constitución de una frontera antagónica que divida la cadena de demandas del régimen
opresor es fundamental. Ahora bien, puede ocurrir que dicha frontera se desdibuje a causa
de que el régimen antagónico intente romper con la cadena equivalencial de demandas
mediante otra cadena de equivalencias, en la que algunas demandas de la primera cadena
son articuladas con eslabones totalmente diferentes (2015: 165). Encontramos en este
caso que una misma demanda recibirá la presión estructural de proyectos antagónicos.
Aquellos significantes cuyo sentido es disputado por cadenas de equivalencias rivales
Laclau los llama “significantes flotantes”. La palabra “democracia”, en esta dirección, en
varias ocasiones funciona como significante flotante, su sentido es disputado ya que dicho
significante es articulado en las cadenas equivalenciales configuradas por proyectos
políticos tanto de izquierda como de derecha. La distinción entre significante vacío y

66
flotante cobra relevancia analítica, pero en la práctica ambos suelen darse
simultáneamente, es decir, muchos significantes vacíos son a la vez flotantes43.
De este manera, cabe señalar que, si anteriormente en la obra del autor detectamos la
distinción entre, por un lado, el “campo de la discursividad” entendiendo a este como el
terreno del exceso de sentido, donde ningún sentido puede ser fijado, y por el otro, el
“discurso” que remite una limitación parcial de ese exceso de sentido, dicho con otras
palabras, “a la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria” (Laclau y
Mouffe, 1987: 176), ahora podemos agregar que todo discurso o formación discursiva es
una totalidad que posee una falla constitutiva, y en el lugar de sutura, encarnando esa
plenitud imposible, encontramos los significantes vacíos (que en la mayoría de los casos
también funcionan como flotantes). Por ende, en la teoría laclausiana encontramos tres
dimensiones de lo discursivo: el campo de la discursividad, el discurso o formación
discursiva y los significantes vacíos.
Las nociones de significantes vacíos y flotantes son, como observamos, necesarias para
comprender cabalmente la teoría de la hegemonía del autor. En la operación hegemónica
un elemento particular asume la representación de una totalidad universal que es
inconmensurable consigo mismo. Operación que presupone un terreno dislocado y la
posibilidad de articulación, a la vez que implica la constitución de cadenas de
equivalencia y diferencia, la configuración de fronteras antagónicas y la producción de
significantes vacíos y flotantes. Esta concepción de hegemonía es utilizada a lo largo de
la obra de Laclau en tres registros distintos: en el de lo político, en el de la política y en
el de la constitución de las identidades colectivas (Retamozo, 2011). La primera
dimensión refiere a lo político concebido en un sentido ontológico, es decir, como vimos
en el primer capítulo, en tanto institución del orden social. La estructura de la realidad

43
Para dar un ejemplo, en Argentina en el contexto discursivo posterior a la Revolución Libertadora de
1955 que derrocó al gobierno peronista, la demanda de la vuelta de Perón se articuló con otras demandas
como la de mejoras salariales y derechos laborales, para luego representar toda la cadena de demandas. El
símbolo del “Perón vuelve” representado con una “P” sobre una “V” se convirtió en un significante vacío
que abarcaba una pluralidad de reclamos. Esto se visibiliza en el imaginario de la época. Luis Rubeo,
militante durante aquellos años, en una entrevista publicada en el libro Nomeolvides: memoria de la
Resistencia Peronista, señalaba: “el ‘Perón vuelve’ fue la síntesis más maravillosa que yo he conocido que
explicaba todo. Era la vuelta a la dignidad, la vuelta al progreso, al trabajo, al bienestar” (Luis Rubeo citado
por Garulli et al, 2000: 77). Podemos señalar, además, que en dicho contexto la palabra “Perón” comenzó
a operar como un significante flotante al ser disputado por cadena de equivalencias antagónicas: por un
lado desde los sectores opositores se utilizaba el término peyorativamente relacionándolo con la demagogia,
el personalismo, y se lo reemplazaba por descalificaciones como “el tirano prófugo”; por el otro, se lo
asociaba a medidas de inclusión social y de ampliación de derechos. La palabra “Perón” se transformó en
un significante utilizado en diferentes demandas de sectores opuestos. En la operación discursiva las fuerzas
en pugna intentan desarticular el significante de la red en la que se encuentra para rearticularlo en otra.

67
social misma, en este sentido, está configurada hegemónicamente44. La segunda remite a
un funcionamiento particular de la política: en una construcción política hegemónica una
fuerza social particular asume la representación de la totalidad de la comunidad45. Por
último, la hegemonía, como veremos en el próximo capítulo, es el principio de
constitución de los sujetos políticos.

Capítulo 3. Identidad política

El tema de la constitución de un sujeto político ha sido una preocupación frecuente en las


investigaciones teóricas de Ernesto Laclau. Al examinar su armazón teórico es posible
rastrear tres variantes de la noción de sujeto, que el autor desarrolla a lo largo de sus obras
y marcan momentos diferentes de su pensamiento. A continuación, en los siguientes
apartados de este capítulo indagaremos cada una de estas tres concepciones.

3.1 Critica a la concepción de sujeto esencialista. Posiciones de sujeto.

La intervención teórica de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en Hegemonía y estrategia


socialista en un contexto de avance de la democracia liberal y crisis de los discursos de
izquierda apuntó, en parte, a traer ideas renovadas que permitieran elaborar nuevas
estrategias y vías de emancipación. Ante la caída del relato esencialista del marxismo
clásico y el evidente fracaso del sujeto clasista que dicha teoría había predicado, era clave
la reformulación de elementos teóricos que posibilitaran pensar la constitución de un
sujeto político como agente del cambio social en el nuevo momento histórico signado por
las lógicas del capitalismo avanzado.
El paradigma marxista había postulado la unidad de la clase obrera como hecho
garantizado por las leyes ineludibles de la historia. La identidad de los agentes concretos
estaba prefigurada de antemano por el lugar que estos ocuparan en las relaciones de
producción, que a la vez determinaría los intereses que les corresponden naturalmente.
De modo que, la identidad clasista esencial se constituía en el interior de dicha estructura.

44
Como señala Laclau (2000) la institución de un orden es un intento de domesticar la infinitud de lo
social, de hegemonizarlo.
45
En ocasiones en la obra de Laclau la lógica hegemónica aparece como una forma posible de la política
(entre otras), y en otras como la lógica de la política por excelencia (Retamozo, 2011: 53).

68
Sin embargo, el carácter plural de las luchas y la fragmentación de los agentes sociales
en las sociedades industriales modernas ponía en tela de juicio la posibilidad de una
voluntad colectiva unificada y la centralidad ontológica otorgada a la clase obrera.
Laclau y Mouffe realizan un recorrido por diferentes autores que han introducido
innovaciones en el pensamiento marxista, pero, no obstante estos persisten en sostener el
carácter clasista de los agentes sociales. Así, han surgido distintas estrategias para
conservar dicha unidad de la clase obrera como la propuesta leninista de la alianza de
clases o el mito sorealiano, que funcionaron como condensación de una identidad
proletaria a partir de una diversidad primaria.
Laclau y Mouffe parten de las críticas que autores como Nietzsche, Freud y Heidegger
realizaron a la noción de sujeto entendido como agente racional, transparente consigo
mismo, homogéneo y origen de las relaciones sociales. En contraposición a esa noción
retoman la idea foucaultiana de “posiciones de sujeto”, entendiendo a todo sujeto como
una construcción en el interior de una estructura discursiva. El sujeto –como la realidad-
es una construcción discursiva. De este modo, no hay un sujeto previo a la producción de
discurso, original y fundante sino que es constituido por el mismo. Pero dado que para
los autores cualquier intento de totalidad discursiva se caracteriza por ser precaria e
imposible de ser suturada, no se logrará fijar las posiciones de sujeto en el sistema de
diferencias. El descentramiento y abandono de una noción de sujeto como totalidad
unitaria conlleva, así, a sostener la dispersión de las distintas posiciones. Ahora bien, esa
dispersión no puede derivar en una separación ya que entonces se pasaría de un
esencialismo de la totalidad a un esencialismo de los elementos, por lo que, los autores
sostendrán que ninguna posición de sujeto logra consolidarse como separada sino que
están sobredeterminadas unas por otras. En decir, se establecen relaciones de
sobredeterminación entre las distintas posiciones (Laclau y Mouffe, 1987: 199). En este
sentido, la categoría de sujeto no puede constituirse por una cristalización de posiciones
de sujeto dispersas, ni por una unificación absolutista que redundaría en otro modo de
totalización, por el contrario, la lógica de la sobredeterminación penetrará la identidad de
los sujetos de modo que esta se vuelve precaria y polisémica. No hay, así, una fuente de
sentido ni fundamento último de la unidad de los agentes sociales, sino que dicha unidad
es el resultado de un proceso de sobredeterminación y articulación hegemónica46.

46
Tal como sostiene Laclau, si la unidad de los sujetos fuera concebida como respondiendo a una esencia
o a una ubicación inamovible en la estructura social, el problema de la identidad de los mismos no surgiría

69
Desde esta perspectiva el orden social se compone por una multiplicidad de relaciones
sociales parcialmente estructuradas. De este modo, en la configuración de la sociedad se
producen una pluralidad de posiciones de sujeto que implican lugares dominantes y
subordinados. Esto visibiliza que no hay un único modo de subordinación sino múltiples,
tales como la subordinación de clase, de género o étnica.
Por otra parte, Laclau y Mouffe sostienen, en la obra escrita en conjunto, una concepción
del antagonismo clave para pensar la constitución de las identidades: el antagonismo es
el límite de toda objetividad. Esta forma de comprender la negatividad se distancia de las
concebidas por la filosofía moderna. Se aleja tanto de la contradicción lógica planteada
por Hegel –que no implica necesariamente una relación antagónica- como de la oposición
real sostenida por Kant –que en sí misma tampoco constituye un antagonismo-, estas no
permiten dar cuenta del antagonismo dado que parten de concebir a las identidades que
se oponen o entran en contradicción siempre como identidades plenas, mientras que para
Laclau y Mouffe en la relación antagónica no se oponen dos identidades ya constituidas
de antemano. En el antagonismo “la presencia del ‘Otro’ me impide ser totalmente yo
mismo. La relación no surge de identidades plenas, sino de la imposibilidad de
constitución de las mismas” (Laclau y Mouffe, 1987: 214). No es una oposición entre
identidades positivas, sino que, como vimos, el antagonismo señala los límites de toda
identidad, es decir, destruye la aspiración de esta de constituirse como una presencia
plena. Es un exterior que, al mismo tiempo que niega la identidad, es condición de
posibilidad de su constitución. Cabe señalar que no toda situación de subordinación es
concebida como una situación de opresión (1987: 258)47. Esto es, una relación de
subordinación está dada por un conjunto de posiciones diferenciales de los sujetos
sociales dentro de la estructura, pero para que sea leída en términos de subordinación debe
ser inscripta en una superficie discursiva que la constituya como tal48.

o seria entendido en términos de descubrimiento o reconocimiento de una identidad subyacente, no como


un proceso de construcción (Laclau, 1994).
47
Los autores explican cómo conciben estos términos: “Entenderemos por relaciones de subordinación
aquélla en la que un agente está sometido a las decisiones de otro —un empleado respecto a un empleador,
por ejemplo, en ciertas formas de organización familiar, la mujer respecto al hombre, etc.—. Llamaremos,
en cambio, relaciones de opresión a aquellas relaciones de subordinación que se han transformado en sedes
de antagonismos. Finalmente, llamaremos relaciones de dominación al conjunto de aquellas relaciones de
subordinación que son consideradas como ilegítimas desde la perspectiva o el juicio de un agente social
exterior a las mismas” (1987: 252).
48
Por ejemplo, “esclavo” y “amo” no designan en sí mismos posiciones antagónicas, por el contrario, para
que la relación entre ambos sea concebida como subordinación y el antagonismo sea posible es necesario
que haya un discurso en el que se inscriba y lo haga inteligible. La emergencia del imaginario democrático
con sus principios de igualdad y libertad ha sido clave en este aspecto, ya que ha dado lugar a la

70
Ahora bien, para explicar la forma en que la frontera antagónica se construye Laclau y
Mouffe traerán a colación la noción de relación de equivalencia. Esto es, la identidad se
conforma en la articulación entre distintas posiciones, cada una de las cuales se vuelve
equivalente entre sí en referencia común a algo exterior, es decir, a la negatividad que les
impide constituirse como objetividades plenas. La equivalencia, señalan los autores, crea
un segundo sentido que subvierte la diferencia de cada elemento particular, ya que las
diferencias se anulan en la medida que son utilizadas para expresan algo idéntico que las
subyace a todas (1987: 218). Cualquier posición del sistema de diferencia en tanto es
negada puede convertirse en sede de un antagonismo. Por ende, no hay una sola relación
antagónica sino que pueden surgir múltiples que formen distintas cadenas de
equivalencias. A la vez, la frontera antagónica no es estable y permanente, de modo que
las identidades son susceptibles de ser subvertidas. En esta dirección, Laclau y Mouffe
encuentran distintas formas de articular una identidad colectiva en torno a una frontera
antagónica, por un lado denominan “posición popular de sujeto” a la que se constituye
sobre la base de dividir el terreno político en dos campos antagónicos -como burguesía y
proletariado o pueblo y corporaciones-; y por el otro “posición democrática de sujeto” a
la que se instituye sobre un antagonismo localizado pero no divide a la sociedad en dos
partes -como el surgimiento de la comunidad LGTBIQ a partir del reclamo de sus
derechos- (1987 : 225).
La propuesta teórica de los autores en torno a la hegemonía supone la construcción de la
propia identidad de los agentes sociales, y no la preexistencia de esta como un dato dado.
Esto no implica que la clase como principio articulador sea imposible, sino que entienden
que no hay ningún fundamento para privilegiar ciertas posiciones de sujeto antes que
otras49. La identidad será el producto de una articulación precaria entre varias posiciones
de sujeto y cuál de estas hegemonice dependerá del juego de diferencias y equivalencias
en el que entren. En la articulación hegemónica se construye una identidad
completamente nueva, es decir, la lógica de la hegemonía constituye la identidad de los

disponibilidad de un discurso para articular distintas formas de subordinación, y crear así las condiciones
de posibilidad de diferentes luchas.
49
Laclau no niega la posibilidad de la constitución de los sujetos a partir de la clase social, pero advierte
que en todo caso dicha articulación responderá a circunstancias históricas específicas y no a un esencialismo
preestablecido. En este sentido señala: “el clasismo revolucionario es tan sólo una de las posibilidades de
constitución de las identidades obreras, que depende de condiciones históricas precisas que no pueden
pensarse en términos de ninguna teleología. Por eso mismo la "lucha de clases" no puede darse por sentada
como la forma necesaria que deba asumir la conflictualidad social. La pregunta previa y más fundamental
es: ¿hasta qué punto los enfrentamientos colectivos que construyen la unidad de las posiciones de sujeto de
los agentes sociales constituyen a estos últimos como clases? La respuesta será evidentemente distinta en
cada caso específico” (2000: 54).

71
sujetos en cuanto tal. Ahora bien, dado que toda identidad es relacional y que, a la vez, el
sistema de relaciones no está fijado en un centro estable, toda identidad será precaria y
contingente.
En esta dirección, la concepción de sujeto presentada por Laclau y Mouffe en esta obra
es acorde a su propuesta de proyecto político. Los autores plantean una radicalización de
la democracia en la que ya no se considerará a un único sujeto del cambio social como
privilegiado y homogéneo, sino que abre el juego a los múltiples antagonismos posibles
e identidades que lleven adelante la disputa en distintos centros de opresión. La extensión
de la conflictividad social puede dar lugar a una pluralidad de identidades colectivas -
como el feminismo, el movimiento antirracista o el movimiento gay- que amplían las
posibilidades de luchas democráticas. Asimismo, las cadenas de equivalencias pueden
promover una articulación entre las luchas contra las distintas formas de dominación, esto
es, de clase, sexo, raza, así como los movimientos ecologistas, antinucleares, entre otros,
que apueste a la construcción de sociedades más democráticas e igualitarias. Esta
propuesta teórica es sumamente enriquecedora ya que otorga elementos conceptuales
desde los cuales pensar los nuevos movimientos sociales que comenzaban a emerger en
dicho contexto político. El significado que adquiera un movimiento determinado,
entonces, no será resultado de una esencia subyacente sino que dependerá de una
construcción política y articulación hegemónica con otras disputas y reivindicaciones.

3.2 Identidad fallida, decisión e identificación.

Posteriormente Laclau reelaborará la concepción de sujeto desarrollada en Hegemonía y


estrategia socialista. Como él mismo reconoce, las críticas del filósofo esloveno Slavoj
Žižek a la noción de sujeto formulada en dicha obra contribuyeron a este cambio (Laclau,
2001: 3). Žižek considera que Laclau y Mouffe avanzaron muy rápido en su desarrollo
sobre la hegemonía pero que, sin embargo, esto no se vio reflejado en su concepción del
sujeto. La noción de posiciones de sujeto aún entra, para Žižek, en el marco de la
interpelación althusseriana como constitutiva del sujeto, ya que es un modo en el que un
individuo se reconoce en una cierta posición de sujeto social (2000: 259)50. No obstante,

50
Recordemos que para Althusser la interpelación ideológica es el mecanismo por el cual los aparatos de
dominación actúan sobre los individuos para convertirlos en sujetos sujetados a su estructura de poder. Por
medio de este mecanismo el individuo es llamado a situarse en el lugar que se le ha asignado y a asumir los

72
en tanto respondemos a la interpelación y asumimos una posición de sujeto, señala el
filósofo esloveno, pasamos por alto la dimensión antagónica que visibilizaba un núcleo
traumático imposible de simbolizar. Laclau y Mouffe sostenían, como vimos, que en la
relación antagónica el Otro me impide ser yo mismo. Ahora bien, Žižek señala que no es
el enemigo externo el que me impide alcanzar mi propia identidad, sino que cada
identidad está ya bloqueada por una imposibilidad y el enemigo externo no es más que el
resto sobre el cual proyectamos dicha imposibilidad (2000: 259). En otras palabras, el
Otro no es más que una externalización de la propia autonegatividad, una encarnación
del propio autobloqueo. Žižek hace explícita la convergencia de esta tesis con la noción
lacaniana de sujeto para la cual sujeto es el nombre de una imposibilidad interna, de un
vacío que no puede ser llenado. El sujeto sólo persiste en tanto su plena realización es
bloqueada, es decir, es el límite que impide completar la identidad. En esta dirección, el
pensamiento laclausiano se servirá de la crítica de Žižek y la concepción de sujeto barrado
presentada por Lacan, para reformular su propuesta teórica.
Si el sujeto fuese una posición dentro de la estructura, esta debe ser concebida como una
estructura cerrada y no habría contingencia alguna, y por ende, tampoco sería posible una
construcción hegemónica del sujeto (Laclau, 1996a). En Nuevas reflexiones Laclau, como
vimos, agrega un nuevo elemento: la dislocación. Esta es una brecha que abrirá un espacio
de indecibilidad radical en la estructura. Partiendo de estas premisas, el filósofo se
dispone a deconstruir la dualidad sujeto/estructura. Dado que la estructura es indecidible
se requiere de una decisión que la complete como tal. Este concepto de decisión es
retomado de las indagaciones teóricas de Derrida. Dicha noción se aleja de la concepción
voluntaria y utilitarista de la misma, tomando distancia con las teorías que concebían la
decisión en clave de elección racional (Retamozo, 2008). Laclau entiende a la decisión
como “un acto de articulación no fundado en algún principio normativo externo a la
decisión misma” (2004: 91). En este sentido, toda decisión actualiza ciertas posibilidades
de la estructura y desecha otras. Optar por una decisión en particular significa
necesariamente la represión de las otras posibles, por lo que toda objetividad que resulte
de la actualización de una decisión será el producto de relaciones de poder. A la vez, dado

contenidos asociados al mismo en lo que se refiere a prácticas y significados sociales. La interpelación, de


este modo, produce al sujeto a la vez que genera la ilusión de que este sujeto ya estaba constituido antes de
su operación. De esta manera, el funcionamiento ideológico de la interpelación y constitución subjetiva
tiene un mecanismo doble: implica un acto de reconocimiento por el cual el sujeto es interpelado y se
identifica con aquello a lo que es llamado a identificarse, pero a la vez, un acto de desconocimiento del
propio mecanismo ideológico que lo constituye en tanto que sujeto.

73
que la decisión es externa a la estructura toda posibilidad que se desarrolle será
contingente. La contingencia de la decisión radica en que no hay una racionalidad
subyacente ni un fundamento último que predetermine cuál será la dirección que esta
tomará. De modo que, si bien cada decisión es posible a partir de la estructura, sin
embargo no está determinada por ella.
Ahora bien, la decisión no es tomada por un sujeto ya constituido, por lo que no implicará
una creación nueva sino un desplazamiento en el terreno discursivo. En este sentido, si
bien la decisión es contingente, no obstante, no será una decisión radical sino parcial, ya
que la estructura falla pero nunca totalmente. En otras palabras, “nosotros tenemos la
experiencia de que ciertas áreas de la vida social están dislocadas y sólo pueden ser
reconstituidas a partir de una decisión. Pero, por otro lado, no todas las áreas de la vida
social están dislocadas” (Laclau, 2001: 4). La decisión, entonces, se toma en un escenario
de prácticas sociales sedimentadas que organizan y limitan el horizonte de opciones
(Laclau, 2004: 90). De este modo, el agente de la decisión no es enteramente interior a la
estructura debido a que esta está dislocada, pero tampoco puede considerarse una entidad
separada, sino que es constituido en relación con la estructura. Dicho en otros términos,
el sujeto no es externo al sistema estructural, pero puede autonomizarse parcialmente de
este ya que es el locus de una decisión no prestablecida, por lo que Laclau afirma: “el
sujeto no es otra cosa que esta distancia entre la estructura indecidible y la decisión”
(2000: 47). Así, la estructura no logra determinar al sujeto en su totalidad no porque este
se constituya al margen de la misma, sino porque la estructura está dislocada, ha fallado
en constituirse plenamente y por ende también fracasa el proceso de constituir a los
sujetos. De forma que si las posiciones de sujeto aludían a distintas posiciones en la
estructura, la dislocación da lugar a la posibilidad de aquello que todavía no ha sido
inscripto.
La decisión que se actualice, en este sentido, tiene un carácter ontológico fundante ya que
las posibilidades que se desarrollen transformarán la identidad de los agentes. Cuanto
mayor sean las dislocaciones más se expandirá el campo de la indeterminación, y por
ende, tanto más profundas serán las articulaciones y se incrementará el papel del sujeto.
Esta concepción se aleja tanto de la visión marxista donde el agente de cambio era interior
a la estructura y estaba predeterminado por ella, como de la idea foucaultiana de
posiciones de sujeto: aquí el lugar del sujeto es el de la dislocación. No hay un lugar
dentro de la estructura para el sujeto, sino que este aparece por la imposibilidad de cierre

74
del sistema estructural. En otras palabras, es gracias a esta imposibilidad de la estructura
de constituirse por completo que el sujeto tiene lugar.
De este modo, la estructura al fracasar en constituirse totalmente también falla en el
proceso de constitución del sujeto: este tiene una identidad estructural fallida. Sostiene
Laclau:

Esto significa que el sujeto parcialmente se autodetermina; pero como esta


autodeterminación no es la expresión de algo que el sujeto ya es sino, al contrario, la
consecuencia de su falta de ser, la autodeterminación sólo puede proceder a través de actos
de identificación (2000: 60).

Esto es, el sujeto emerge en la dislocación, y esta, como vimos, es fuente de libertad.
Ahora bien, no se trata de una libertad ejercida por un sujeto dotado de una identidad
positiva, sino una libertad originada por una falla estructural. De modo que, el sujeto sólo
puede construirse como tal por medio de actos de identificación. Cabe aclarar que,
identidad e identificación son términos diferentes: el sujeto ha sido constituido
parcialmente, tiene una identidad estructural fallida y requiere de la identificación para
completar su identidad51. Las identificaciones intentarán llenar la brecha estructural,
aunque no incorporándose pasivamente a la estructura sino desestabilizando y
reorganizando la identidad de los objetos de la misma. En este sentido, las identificaciones
tienen un rol primario: son estos actos identificatorios los que constituyen al sujeto52.

51
En la introducción a The Making of political identities Laclau sostiene que “una consecuencia importante
de la distinción entre identidad e identificación es que se introduce una hendidura constitutiva en toda
identidad social” (1994: 3).
52
Aquí es clave el concepto de identificación, en psicoanálisis esta es entendida como el proceso
psicológico “mediante el cual un sujeto asimila un aspecto, una propiedad, un atributo de otro y se
transforma, total o parcialmente, sobre el modelo de este. La personalidad se constituye y se diferencia
mediante una serie de identificaciones” (Laplanche y Pontalis, 2004: 184). Para Freud la identificación es
una operación de suma importancia ya que a través de la misma se constituye la subjetividad. Lacan, como
señala Stavrakakis (2007), agrega dos requisitos a la postulación freudiana. Por un lado, la diferencia entre
identificación imaginaria e identificación simbólica. La primera tiene lugar en el estadio del espejo, cuando
el infans observa su propia imagen proyectada en el espejo, la identificación es descripta como “la
transformación producida en el sujeto cuando asume una imagen” (Lacan, 2008: 99-105). La imagen
especular es clave en la formación del yo, ya que si antes de esta el infans experimenta su cuerpo como una
serie de movimientos fragmentarios, el espejo le devuelve una imagen de sí mismo como una totalidad. La
identificación primaria con esa imagen engendra la asunción de una identidad alienante. En tanto que, la
identificación simbólica surge a partir de la intervención del Nombre del padre, es decir, de un significante
primario que soporta la entera matriz de la significación. Dado que anteriormente el niño estaba encerrado
en una relación imaginaria con su madre, la irrupción del Nombre del padre destruye dicha relación
imaginaria incestuosa instituyendo la Ley. Esa nueva Ley, es un nuevo orden: el orden simbólico. De este
modo, con la imposición de la Ley que dicta el Nombre del Padre surge una nueva identificación, pero en
el registro simbólico. En otras palabras, una vez reconocida las leyes del orden simbólico el sujeto puede
emerger en el lenguaje (Stavrakakis, 2007: 59). Por otro lado, Lacan señala el hecho de que la identificación
siempre fracasa en sus intentos de dar como resultado una identidad estable. Este punto será clave para la

75
La indeterminación es el lugar de libertad del sujeto, pero dicha libertad sólo puede
llevarse a cabo a través de la identificación con algo que es su opuesto, es decir, con una
objetividad que cumple su rol en tanto logre la alienación del sujeto. No obstante, sigue
siendo libertad porque la identificación no es un acto meramente sumiso de un sujeto que
incorpora pasivamente las determinaciones del objeto, sino que dicho acto desestabiliza
asimismo la identidad del objeto (Laclau y Zac, 1994: 9). El contenido del objeto que es
superficie de inscripción será necesariamente dividido por el acto identificatorio. Esto es,
la falta del sujeto constituye al objeto de identificación como objeto divido entre su
contenido óntico y su función ontológica, ya que, si por un lado es un contenido particular,
por el otro encarna una plenitud inconmensurable consigo mismo53. Por otra parte, la
decisión, como mencionábamos, es un acto de libertad, pero al mismo tiempo, en tanto
implica la concretización de una posibilidad y la represión de otras posibilidades es un
acto de poder (2000: 76). Poder y libertad, en este sentido, no son antitéticos. Uno existe
por el otro: si no existiese el acto de poder que tiene lugar en una decisión que se toma en
un terreno indecidible reprimiendo otras alternativas posibles, tampoco existiría la
libertad. La objetividad es la forma sedimentada del poder en la que se han borrado las
huellas de la decisión. En esta dirección, cuál sea el acto de identificación que suture la
identidad conlleva también una relación de poder. La constitución de una identidad,
entonces, es un acto de poder (2000: 48). De este modo, estudiar las condiciones de
existencia de una identidad social requiere prestar atención sobre los actos de
identificación que la hacen posible.
En Minding the gap: The subject of politics Laclau y Zac indagan en cómo la teoría
lacaniana se pregunta por la relación entre la falta y la objetividad, entre el sujeto y la
identidad, mediada por el proceso de la identificación. Para Lacan el ego es un conjunto
de identificaciones imaginarias, históricas y contingentes. El yo se va transformando a lo
largo del tiempo por medio de una serie de identificaciones que conllevan mecanismos
de proyección e introyección de los rasgos de un objeto de identificación. Las
formaciones ideales son creadas como proyección del interior, es decir, son expulsadas
hacia el exterior para ser recuperadas por la identificación. El proceso de proyección e
introyección es asimétrico ya que si bien la imagen es introducida, permanece afuera. En

empresa teórica de Laclau: el horizonte ontológico –lograr la identidad- de la identificación es la


imposibilidad.
53
En este sentido, la identificación frente a la falta no sólo representa un tipo de organización, sino además,
la posibilidad misma de la organización como tal.

76
otras palabras, al adentro comienza en el exterior. De modo que, en el proceso de
identificación el sujeto es alienado en una identidad –como objetividad- que es parte del
sistema objetivo de diferencias (1994: 31). Para el psicoanálisis las fisuras en la cadena
discursiva ocasionan las fallas en la constitución de la identidad. Estas habilitan el juego
de significación y desencadenan nuevas identificaciones que intentan en vano suturar la
brecha54. Mientras que el yo, por su parte, funciona desconociendo la falta, teniendo la
ilusión de clausura. Siguiendo a Lacan, Laclau y Zac señalan que hay sujeto anterior del
enunciado y un sujeto posterior a la enunciación. Esto es, el sujeto, por un lado, es el
sujeto de la falta, es indeterminación que no puede ser constituido discursivamente, pero,
por otro lado, el sujeto es una unidad en el campo discursivo gracias al proceso de
identificación con un significante. Este representa al sujeto de la falta inscribiéndolo en
la cadena discursiva. No hay, así, una unidad primaria del sujeto, sino que emerge como
sujeto divido, y por ende, como no-sujeto. Como señalamos, para Lacan las estructuras
sociales son simbólicas y la condición de posibilidad para la simbolización –y la
emergencia del sujeto en el lenguaje- es una exclusión: “a fin de ganar el mundo
simbólico, tenemos que sacrificar la esencia de lo que buscamos en él; a fin de ganar el
significante tenemos que sacrificar el significado” (Stavrakakis, 2007: 59-60). La
identificación simbólica se estructura alrededor de esta falta55. Cabe destacar que el sujeto
de la falta es una imposibilidad productiva debido a que la constante marcación de la
imposibilidad de una identidad plena habilita el acto de la identificación y la disputa por
la sutura del campo político (Laclau y Zac, 1994).
En la propuesta teórica de Laclau, en esta línea, los actos de identificación deben ser
comprendidos como el resultado de una falta en la estructura. En otras palabras, si es
necesario identificarse con algo es porque se carece de una identidad plena, por lo que la
identificación siempre carga con la huella de la falla. La imposibilidad constitutiva, como
señala Stavrakakis, hace imposible la identidad, y por lo mismo, necesaria la
identificación (2007: 55). La función de completamiento requiere de un lugar vacío, que
en cierta medida es indiferente al contenido que lo asuma. Si el contenido que se actualiza
pudiese agotar el proceso de completamiento volviéndose idéntico a él, estaríamos frente

54
La identificación, en este sentido, es un proceso nunca terminado, es decir, siempre está en proceso y
puede ser sostenida, abandonada o rearticulada constantemente. Tal como indica Hall, “la identificación es
un proceso de rearticulación, una sutura, una sobredeterminación y no una subsunción” (2003: 15).
55
Cabe recordar que con la emergencia del Nombre del padre y la entrada del orden simbólico lo que se
pierde es todo acceso inmediato a un nivel primordial de lo real. En este sentido, el registro de lo Real se
opone al nivel simbólico al ser aquello que no puede ser simbolizado. Se accede a la realidad –entendida
como constructo simbólico- sacrificando el significado del significante “realidad”, lo real en sí mismo.

77
a una reabsorción de lo indeterminado por lo determinado, se reinstalaría el esencialismo
y se cancelaría la posibilidad de emergencia del sujeto. Por el contrario, sostiene Laclau,
hay una inconmensurabilidad constitutiva entre la función de completamiento y el
contenido concreto. En este sentido, la inconmensurabilidad es inerradicable y no hay un
contenido a priori que satisfaga la función de completamiento, esto implica que todo
contenido concreto es constitutivamente inadecuado para dicha función. Como las
identificaciones se llevan a cabo mediante contenidos inadecuados para esa tarea, la
identificación que se desarrolle siempre será incompleta y debe ser recreada por nuevos
actos de identificación (Laclau y Zac, 1994: 12). De esta manera, las formas de
identificación no llegan nunca a conformar una identidad plena. La brecha al ser
constitutiva nunca podrá cerrarse, por lo que las identificaciones no lograrán establecerse
como permanentes suturando la falla de una vez y para siempre. De modo que sólo habrá
intentos, en última instancia fallidos, de construir una identidad estable. Lo que resulta,
entonces, no son identidades sino una serie de identificaciones fallidas. La identificación
que se desarrolle no es una identificación necesaria, de modo que todo acto de
identificación podrá ser subvertido por nuevas identificaciones56. En este sentido, toda
identidad está constantemente amenazada y puede verse inmersa en movimientos de
rearticulación hegemónicos.
Luego de este recorrido, podemos observar en la teoría laclausiana una distinción entre
Sujeto entendido de un modo radical como el momento de la dislocación de la estructura,
y posición de sujeto, es decir, cuando la identificación se concreta y es reabsorbida por la
estructura. En este sentido, el autor señala que la cuestión del sujeto está ligada a una
dualidad óntico-ontológica ya que, por un lado, las estructuras tienen un carácter
fundamentalmente óntico por lo que los sujetos en tanto posiciones de sujetos esparcidas
en el interior de la estructura deben ser considerados desde el punto de vista óntico,
mientras que, por otro, en el momento de la identificación y la búsqueda de llenar la
brecha y alcanzar la plenitud aparece el sujeto de un modo ontológico (Laclau, 2000: 77;
2001: 4; 2004: 63). Dado que todo acto identificatorio en última instancia fracasa, lo que
hay es una sucesión de intentos de llenar la falta, es decir, una sucesión de identificaciones
en la búsqueda de una plenitud que siempre será negada. De esta manera, cabe señalar
que, “hay sujetos (en plural) porque el Sujeto es imposible” (Laclau y Zac, 1994: 25).

56
Si bien el acto de identificación es necesario para suturar la identidad, no es necesaria un cierta
identificación particular en vez de otra.

78
Por otro lado, en Nuevas reflexiones Laclau despliega algunas observaciones en torno a
la noción de mito y de imaginario social. Sostiene que todo sujeto es un sujeto mítico,
entendiendo por mito un espacio de representación que no guarda una relación de
transparencia con algo objetivo57. El mito trabaja suturando el espacio dislocado a través
de la constitución de un nuevo espacio de representación. En ese sentido, en una línea
nietzscheana el filósofo señala que toda objetividad no es más que un mito cristalizado
(2000: 77). El momento de concreción del mito es el momento de la reabsorción del sujeto
por la estructura y su cristalización en posiciones de sujeto. El mito tiene un carácter
metafórico debido a que su contenido concreto representa una plenitud inalcanzable–
como la tierra prometida o la sociedad sin clases-. Esta dialéctica entre ausencia/
presencia que domina el mito es también la propia del sujeto. Es decir, en la imbricación
entre la ausencia –brecha estructural- y presencia –identificación con una plenitud no
alcanzada- se constituye el sujeto. Este, señala Laclau, al ser una falta en la estructura
sólo puede adquirir una forma de representación como metáfora de una totalidad ausente
(2000: 79). De aquí, el filósofo deriva una serie de conclusiones que encontramos
relevantes para pensar la constitución de las identidades colectivas. Si el sujeto para
constituirse debe proceder mediante actos de identificación, las formas identificación
posibles funcionan como superficies de inscripción. El contenido de las formas de
identificación funcionará representando la plenitud, es decir, otorga un modo de
expresión a la plenitud más allá de las dislocaciones particulares, de manera que cada
reivindicación insatisfecha encontrará allí un espacio en el cual inscribirse. Los mitos –o
las formas de identificación- funcionan, de este modo, como superficie de inscripción de
las reivindicaciones sociales (2000: 79). La indeterminación del mito respecto a las
dislocaciones específicas que encuentran en él su forma de superación es posible por su
propio carácter metafórico. Al no tener un contenido fijo el mito puede ser una superficie
de inscripción. De modo contrario, podría darse una simetría entre la superficie y lo
inscripto en ella concluyendo el proceso, pero dado que el mito es siempre incompleto el
contenido que se inscribe en él es constantemente desplazado y reconstituido. Por otra
parte, en la relación inestable entre la superficie de inscripción y lo inscripto, si la primera
se expande puede constituirse en un horizonte de inscripción de toda reivindicación
posible. Cuando sucede esto, señala Laclau, el mito se convierte imaginario (2000: 79).
El imaginario –como el cristianismo, el iluminismo, el comunismo- es un horizonte que

57
George Sorel ya había sostenido el papel crucial del mito en la constitución de una voluntad colectiva.

79
estructura un cierto campo de inteligibilidad, y en cuanto tal, es condición de posibilidad
de todo objeto. Para que un imaginario social tenga lugar, en este sentido, es necesaria la
metaforización del contenido literal de cierta reivindicación social. Para un contenido se
autonomice de su particularidad para representar la plenitud, como vimos, se requiere que
otras demandas y dislocaciones se adicionen a él. A la vez, la disolución de los
imaginarios colectivos puede darse si los espacios míticos comienzan a absorber cada vez
menos reivindicaciones y las dislocaciones que ocurran ya no sean integren a ese espacio
de representación, entonces este perderá su capacidad metaforizante y ya no podrá
constituir un horizonte. La relevancia de la constitución/ destitución de los imaginarios
colectivos en nuestro trabajo radica en que sobre ese terreno podrán constituirse las
identidades colectivas, sobre estas nos detendremos en el próximo capítulo.

3.3 Demanda, equivalencia y diferencia, afectividad: hacia la construcción del


“pueblo”

Hacia el 2005, con la publicación de La Razón Populista, Laclau agrega nuevos elementos
para pensar la noción de sujeto, centrándose en el análisis de la lógica de la constitución
de las identidades colectivas y en particular en la construcción del “pueblo”. En
Hegemonía y estrategia socialista, como mencionamos, Laclau y Mouffe propusieron el
proyecto de una democracia radical y plural como respuesta política a un contexto social
signado por el decaimiento de los modelos de emancipación que habían predominado
hasta entonces. Las innovaciones respecto a la noción de sujeto que se encuentran en La
Razón populista van de la mano de la teorización de otro proyecto político, surgida de la
aguda observación del autor del nuevo contexto social que se le presentaba, el populismo.
Si bien, como ejemplifica Laclau en el libro, ha habido gobiernos populistas en distintas
épocas y en diferentes países, hacia principios del siglo XXI tuvo lugar el denominado
“giro a la izquierda” en América Latina, en el cual llegaron al poder en distintos países
de la región una nueva ola de gobiernos caracterizados como “populistas”. Para Laclau
este término no designa una ideología o movimiento específico ni ciertos contenidos
concretos, sino que debe entenderse al populismo como una determinada lógica de
articulación política. En otras palabras, “populismo” es una categoría ontológica y no

80
óntica, ya que no designa un fenómeno determinado sino que es un modo de construir lo
político.
La unidad de análisis de la que parte el filósofo para indagar la constitución de las
identidades colectivas es la demanda58. Esta puede ser entendida como petición, pero
también en un sentido más activo como exigencia o reivindicación59. Dicha ambigüedad
del término es señalada como relevante para el autor ya que en la transición de la petición
al reclamo o reivindicación encuentra uno de los rasgos característicos del populismo.
Laclau explica, en esta dirección, que las demandas pueden comenzar inicialmente como
petición en torno a algún problema, como puede ser un problema con el agua, con la
salud, con la educación, entre otros. Si la demanda es satisfecha allí se resolvió el
problema. Este tipo de peticiones no construyen ninguna frontera dentro del orden social,
sino que apelan al sistema institucional para satisfacerse aceptando su legitimidad. A las
lógicas sociales que operan de esta manera el autor las llama ‘lógicas de la diferencia’,
estas suponen que toda demanda puede resolverse de un modo no antagónico,
administrativo (2015: 98). Pero si las demandas no son resueltas y se incrementa la
cantidad de reivindicaciones insatisfechas habrá una incapacidad del sistema para
resolverlas de un modo diferencial, lo que establece entre las demandas una relación
equivalencial. Esto es, se vuelven equivalentes en tanto son todas negadas por el sistema.
Si las demandas insatisfechas se articulan operará, entonces, una ‘lógica de la
equivalencia’. Laclau utiliza de ejemplo una situación hipotética: si un grupo de
ciudadanos vio frustrado sus reclamos de mejoras en el transporte público y encuentra
que sus vecinos están igualmente insatisfechos con sus pedidos de mejores condiciones
en salud, seguridad, suministro de agua, entonces pueden surgir lazos de solidaridad entre
ellos (2009: 56). De este modo, las demandas sobre la base de que son negadas se agrupan
para formar una cadena equivalencial60. Encontramos una subversión de la diferencia por
la equivalencia, aunque, de todos modos, la diferencia continúa operando dentro de la

58
Al partir de la demanda como “unidad mínima” el autor desatiende los modos de producción de una
demanda. Indagar el proceso de construcción de una demanda requeriría prestar atención a las condiciones
históricas que tuvieron lugar para que dicha demanda emerja, la forma concreta que adquiere, así como
también sus alcances y limitaciones. Un examen de los sentidos sociales disponibles en un contexto
histórico específico ayudaría a dar cuenta “de lo que se puede demandar y aquello que no puede ser
instalado como una demanda en un momento determinado” (Retamozo, 2009b: 118; 2017: 175).
59
La demanda puede concebirse como una inscripción discursiva de la falla. Visibiliza una falta que impide
a la comunidad alcanzar la plenitud.
60
Las demandas que se articulen en una cadena equivalencial pueden no compartir nada más que el hecho
de ser negadas por el régimen vigente. Por ejemplo, las demandas que dieron lugar a la Confederación de
Mujeres Campesinas Indígenas Originarias de Bolivia “Bartolina Sisa” fueron muy diversas, entre ellas se
encontraron el reclamo del reconocimiento de la cultura indígena y la demanda de la igualdad de género.

81
relación equivalencial. Cada demanda, en este sentido, está dividida ya que apunta a
través de los vínculos equivalenciales al conjunto de la cadena, pero a la vez no deja de
ser ella misma en su particularidad -porque si no se volverían idénticas a la demás-. Si
esto ocurre, entonces, las peticiones se transforman en reivindicaciones.
La equivalencia surge en tanto todas las demandas están insatisfechas, por lo que, en
segundo lugar, será necesario la identificación de la fuente de la negatividad social,
construyendo una frontera antagónica que produzca la dicotomización del espacio
político. Esto es, se debe generar una frontera interna que divida a la sociedad en dos
campos –tales como pueblo/poder, trabajadores/empresarios-. Para esto, se requiere
construir al enemigo: “para que la cadena equivalencial cree una frontera dentro de lo
social es necesario, de alguna manera, representar el otro lado de la frontera” (2009: 59).
De modo que, la construcción discursiva del enemigo será clave en la constitución de
dicha frontera.
Toda identidad social se forja en el entramado de diferencias y equivalencias. La
constitución de una cadena equivalencial es la primera condición para el surgimiento de
un sujeto colectivo. En los casos en los que dicha cadena no se concreta debido a que el
sistema satisface las demandas individualmente, el agente de la demanda es tan puntual
como la propia demanda y no se dicotomiza el campo social. A este sujeto Laclau lo
denomina “sujeto democrático”. Mientras que, si se lleva a cabo la cadena equivalencial
de demandas insatisfechas que produce una frontera interna dividiendo el terreno en dos,
entonces, emergerá lo que el autor llama “sujeto popular” (2009: 57). La identidad de este
será el resultado de una pluralidad de demandas. Este procedimiento permite visibilizar
las condiciones de posibilidad de emergencia de un sujeto popular, así como su
disolución. Esto es, cuando se presenta una incapacidad del sistema institucional para
resolver de un modo diferencial las distintas demandas se empiezan a generar las
condiciones para una ruptura popular; en tanto que cuanto más las instituciones
comiencen a absorber las demandas sociales por separadas, entonces, más débiles serán
los vínculos equivalenciales y menos probabilidades habrá de que se constituya una
subjetividad popular.
Ahora bien, para que las relaciones equivalenciales puedan ir más allá de un mero vínculo
espontáneo y conformar una identidad colectiva en cuanto tal, el lazo equivalencial se
debe cristalizar en una identidad discursiva. Para significar tanto la cadena de demandas
equivalentes como el poder que las antagoniza nos enfrentamos al problema de la
representación. En tanto las demandas son particulares en sí mismas, no hay ninguna

82
forma de representación directa evidente de la dimensión universal del momento
equivalencial. Para lograr dicha representación debe encontrarse un denominador común
de toda la serie, y dado que este denominador debe provenir de la misma serie, sólo puede
ser una demanda particular que adquiera cierta centralidad. La representación de la cadena
de equivalencias es posible, entonces, si una demanda particular, sin abandonar su
especificidad, comienza a funcionar como un significante que representa la totalidad de
la cadena. Este procedimiento, como se puede observar, es al que nos hemos referido
cuando explicamos la concepción de hegemonía del autor. La demanda que represente la
totalidad hegemonizará la cadena. Cuanto más extensa sea la cadena tanto más débil se
volverá la demanda que cumple la función de representar la totalidad respecto a su
especificidad. En este proceso interviene otro elemento importante para la representación:
la producción de significantes vacíos. Toda identidad popular para constituirse requiere
ser condensada en torno a algunos significantes que se refieren a la serie de demandas
como una sola totalidad. De modo que “la construcción de una subjetividad popular es
posible sólo sobre la base de la producción discursiva de significantes tendencialmente
vacíos” (2009: 60). Como observamos anteriormente, la lógica de los significantes vacíos
implica que estos reduzcan su contenido particular para pasar a representar a una amplitud
mayor. En este sentido, el autor explica que el “pueblo” no designa a la totalidad de los
habitantes de la comunidad, sino que es una parte que aspira a presentarse como la
totalidad legitima. En la terminología tradicional el pueblo ha sido concebido de dos
modos: como populus –para referirse al total de los ciudadanos- o como plebs –que remite
a los menos privilegiados-. Por lo que, para Laclau, el pueblo del populismo debe
concebirse como una plebs que reclame ser el único populus legítimo (2015: 108)61.
Encontramos, así, una parcialidad que se identifica con el todo.
Si Lefort ponía el acento en el lugar vacío del poder, Laclau no se limita a señalar la
ausencia de una determinación del orden social sino que indica también la vacuidad en la
constitución misma de los sujetos políticos (2015: 213)62. En otras palabras “el análisis
de la vacuidad no puede permanecer en el nivel de un lugar no afectado por aquellos que
lo ocupan; e inversamente, los ocupantes también deben ser afectados por la naturaleza

61
Como aclara Laclau (2015) la asunción del populus por la plebs no tiene un sentido partitivo, es decir,
no sólo es una parte de un todo, sino que también es un parte que es el todo.
62
Como habíamos señalado, en la teoría laclausiana era posible distinguir tres registros: el de lo político,
el de la política y el de la constitución de las identidades colectivas. Para el autor tanto la estructura de la
realidad social, el funcionamiento de la política como la constitución del sujeto colectivo no responden a
una determinación esencial sino que están configurados hegemónicamente.

83
del lugar que ocupan” (2015: 214). Hay un abismo insalvable entre la particularidad de
los grupos sociales y la comunidad como un todo, no obstante, para Laclau, dicho abismo
es mediado hegemónicamente por una particularidad que asume la totalidad vacía.
Respecto a la lógica de funcionamiento de los significantes vacíos en la conformación de
la identidad colectiva, cabe señalar que, estos no conciben al denominador común como
un rasgo positivo compartido por todas las demandas de la serie ya que lo único que estas
comparten es que están insatisfechas. La negatividad es inherente al lazo equivalencial.
Los significantes, en este sentido, no expresan un contenido positivo, sino que funcionan
denominando una plenitud que está constitutivamente ausente.

Es por esto que una cadena equivalencial debe ser expresada mediante la catexia de un
elemento singular: porque no estamos tratando con una operación conceptual de encontrar
un rasgo común abstracto subyacente en todos los agravios sociales, sino con una operación
performativa que constituye la cadena como tal (2015: 126).

El significante que opera como superficie de inscripción de las demandas no es un


elemento transparente que se reduzca a expresarlas, por el contrario, constituye el lazo
equivalencial por medio de su nominación63. La identidad popular, entonces, no expresa
pasivamente una unidad de demandas constituida con anterioridad sino que establece
dicha unidad. En otras palabras, los símbolos que operan como significantes vacíos tienen
una función performativa ya que constituyen lo que nombran, por lo que son un elemento
fundamental en la constitución de las identidades colectivas. Si tuvieran un rol pasivo la
unidad de la cadena equivalencial hubiera precedido al momento de nombrarla. Pero,
dada la heterogeneidad de los vínculos intervinientes en la cadena de demandas el único
modo de articulación es la cadena misma, y como esta se consolida gracias a que uno de
sus elementos condensa a los otros, entonces, la unidad de la formación discursiva se
transfiere desde el orden conceptual al orden nominal (2015: 129).
Siguiendo esta línea, es que el autor comprende la preponderancia que puede llegar a
adquirir el nombre del líder en ciertos casos. Su pensamiento toma distancia de la
literatura sobre populismo que explicaba la centralidad del líder sobre sus seguidores a
través de mecanismos como la sugestión –como sostenían los teóricos de la psicología de
las masas- o por la manipulación –que supondría una utilización intencional de las masas

63
El significante hegemónico representa a la cadena. Pero, cabe precisar que, la noción de representación
no es concebida aquí como una relación entre elementos constituidos, sino que se le asigna un efecto
performativo.

84
por parte del líder sin poder explicar el éxito de la misma-. En una situación en la que la
lógica de la equivalencia predomina sobre la lógica diferencial reduciendo ampliamente
a esta última, sostiene Laclau, puede conducirse hacia una singularidad y esta a identificar
la unidad del grupo con el nombre del líder. La unificación del grupo en torno a una
individualidad es para el autor inherente la formación del pueblo. El nombre del líder
viene a tener un efecto retroactivo en tanto funciona unificando una multiplicidad de
demandas que no estaban unidas de antemano.
Por otra parte, Laclau (2015) en su indagación en torno al lugar del líder y la posibilidad
de unidad del grupo recurre a los aportes de Sigmund Freud. El austriaco toma distancia
de los teóricos de raigambre positivista que hasta el momento habían explicado la unidad
de la multitud apelando a la pérdida de conciencia de sus participantes, su irracionalidad,
su facilidad de sugestión y contagio, entre otras cuestiones cuyo denominador común era
la denigración de las masas y la desestimación de todo proyecto político que las involucre.
A diferencia de estos que se habían centrado en el examen de los cambios que sufre un
individuo al comenzar a participar en una multitud, Freud, en cambio, se interroga por la
naturaleza del lazo social. En Psicología de las masas y análisis del yo rompe con la
tajante dicotomía entre lo normal y lo patológico –presente en sus antecesores- para
explicar los fenómenos colectivos, y propone la categoría de libido para dar cuenta del
lazo social. Si bien la noción de libido refiere en primera instancia al amor sexual, la
energía libidinal puede desviarse del objeto de satisfacción amoroso hacia otros objetos
de devoción. Los vínculos sociales, en este sentido, son vínculos libidinales: “los lazos
emocionales que unen al grupo son, obviamente, pulsiones de amor que se han desviado
de su objetivo original y que siguen, de acuerdo con Freud, un modelo muy preciso: el de
las identificaciones” (Laclau: 2015, 77). El psicoanalista austriaco concibe a la
identificación como la exteriorización más temprana de un lazo afectivo con otra persona,
que puede darse de tres formas: identificación con el padre, con el objeto amoroso y una
tercera que puede surgir a partir de la percepción de una cualidad común compartida con
otra persona. Esta última forma de identificación es la que está implicada en el lazo social
entre los miembros de un grupo, y para Freud el denominador común que posibilita dicha
identificación entre los participantes es la idealización del líder. La identificación, en la
teoría freudiana, es el proceso en el cual se trata de copiar rasgos del objeto amado y el
yo se enriquece con las cualidades de este, mientras que, la idealización se distingue de
la primera ya que supone el traspaso de libido narcisista al objeto, y por ende conduce a
un empobrecimiento yoico al mismo tiempo que se sobrestima el objeto amado. En este

85
sentido, una masa liderada por un conductor es “una multitud de individuos que han
puesto un objeto, uno y el mismo, en el lugar de su ideal del yo, a consecuencia de lo cual
se han identificado entre sí en su yo” (Freud, 1921: 109). Es decir, en tal agrupamiento
varios individuos han resignado la satisfacción sexual directa en relación al objeto propio
de la pulsión para investir un objeto exterior común e idealizarlo –ubicando al líder en el
lugar del ideal del yo-, a partir de lo cual se produce una identificación entre los yoes de
los distintos individuos.
Ahora bien, Laclau no coincide en su totalidad con el planteo freudiano, sino que se sirve
de este en algunos aspectos y reformula otros en pos de la construcción de su teoría
política. En este sentido, sostiene que el factor común en el que descansa la identificación
no puede ser exclusivamente el amor por el líder, sino que debe existir algún rasgo
positivo compartido tanto por el líder como por los liderados. Además, la idealización no
es el único lazo de los miembros del grupo con el conductor, sino que también es posible
una identificación con este64. El conductor, entonces, no puede ser meramente narcisista,
ya que si ocupa ese lugar es porque comparte rasgos comunes con los demás miembros.
Laclau señala, en esta dirección, que el líder es primus inter paris, es decir, tiene una
identidad dividida: es padre y a la vez uno de los hermanos (Laclau: 2015, 84). De este
modo, con auxilio de las reflexiones provenientes del psicoanálisis, el filósofo argentino
da cuenta de que la centralidad de la figura del líder conlleva una mayor complejidad que
las que proponían las visiones de los psicólogos de fines del siglo XIX en términos de
demagogia, manipulación e irracionalidad65.
Como señalamos, por otro lado, Laclau retoma de Freud la importancia de la dimensión
afectiva en la constitución de las relaciones sociales. Anteriormente aludimos al poder
performativo del nombre, esto es, el carácter de los significantes de constituir aquello que
nombran. Ahora bien, para explicar la fuerza que hace posible esta operación el afecto
tendrá un rol clave. Tal como indica Laclau: “si una entidad se convierte en el objeto de
una investidura –como estar enamorado u odiar-, la investidura pertenece necesariamente
al orden del afecto” (2015: 142). Cabe mencionar que, al relacionar la dimensión afectiva

64
Esta idea aparece desarrollada por Freud en Un grado en el interior del yo. Laclau, en este sentido,
desdice sus primeras conclusiones que había llegado a través de Freud con argumentos del mismo Freud,
ya que si en un primer momento sostiene que el líder no es primus inter pares porque habría identificación
entre los miembros de la masa entre sí pero con el conductor sólo habría idealización, luego sostendrá que
entre estos también es posible que haya identificación.
65
En tanto la empresa laclausiana apunta a deconstruir la dicotomía entre lo racional y lo racional, lo normal
y lo patológico en las explicaciones sobre el vínculo social, Biglieri y Perelló (2012) señalan que es posible
leer el título de la obra La razón populista en esta clave ya que brinda elementos para dilucidar la lógica de
lo que era entendido para la teoría política tradicional como irracional y patológico.

86
con la significación no se están mezclando fenómenos diferentes ya que el polo asociativo
–las sustituciones paradigmáticas- forma parte del funcionamiento mismo del lenguaje.
Se precisa del afecto para que la significación sea posible, y al mismo tiempo, el afecto
no es algo que exista por sí solo, sino que requiere del lenguaje. En este sentido, el autor
explica que el afecto se constituye a través de la catexia diferencial de una cadena de
significación (2015: 143)66. Para que una formación discursiva o hegemónica se
constituya como tal requiere inevitablemente del componente afectivo.
Para clarificar esta cuestión Laclau se sirve del análisis teórico que realiza Joan Copjec
partiendo de los textos de Freud y Lacan. En dicho análisis la autora señala que para Freud
toda pulsión apunta al pasado y se dirige hacia la muerte. Ese momento anterior el
psicoanálisis lo interpreta como el momento de la díada primordial madre/ hijo que alude
a una plenitud mítica, es decir, a un pasado perdido que contenía la felicidad para el sujeto.
Dado que esa ilusión retrospectiva apunta a una plenitud que como tal es mítica, entonces,
su encuentro es una imposibilidad. Se presenta, así, una separación entre das Ding (la
Cosa), la plenitud inalcanzable en términos de Lacan, y aquello que es representable, lo
que genera una brecha en el orden del significante. El goce que unía al sujeto con la madre
primordial se ha perdido, sin embargo quedan rastros de él en objetos parciales. Estos
objetos frenan la pulsión dividiéndola en pulsiones parciales. De modo que, las pulsiones
serán satisfechas con objetos parciales, que Lacan denomina objeto a (2015: 144)67. Este
es un objeto de satisfacción pulsional, que constituye para Lacan –y en esta dirección es
retomado por Laclau- una parcialidad que encarnará la plenitud perdida (Sosa y
Sarchman, 2011: 256). En otras palabras, en la lógica del objeto a un objeto parcial actúa
como una investidura de una plenitud ausente. Encontramos aquí, entonces, una
particularidad que se convierte en una totalidad y pasa a estructurar toda la escena del
sujeto. En términos lacanianos, se da un proceso de “sublimación” en el cual un objeto se

66
En psicoanálisis se denomina “catexia” o investidura a la operación de cargar a un objeto de deseo con
energía pulsional. En otras palabras, dicho término apunta a una movilización de energía pulsional que es
ligada a una representación determinada. De modo que, dado un objeto se lo erige como objeto de deseo,
se lo carga de libido, se lo "catectiza". Por medio de la catexia, se forma un vínculo afectivo entre el sujeto
y su objeto de deseo (Laplanche y pontalis, 2004).
67
Cabe recordar que, desde una perspectiva psicoanalítica, el deseo sólo es posible para un sujeto ordenado
por una ley simbólica. Esta ley opera como un corte en la relación simbiótica madre-hijo, y por lo tanto es
una función "paterna". Esta operación inscribe al niño en un registro simbólico. Lo simbólico inaugura una
distancia con lo real insalvable. Originalmente en la relación simbiótica el niño gozaba de un objeto real
(su cuerpo indiferenciado del cuerpo materno), pero tras la castración ese objeto quedará prohibido,
reprimido, mitificado. Con el registro simbólico aparece el deseo, cuyo motor es esa falta constitutiva: el
deseo está ordenado simbólicamente por lo cual nunca puede acceder a una satisfacción real, a un objeto
real. El objeto a se configura subjetivamente como ese objeto mítico que se perdió y es el presupuesto del
aparato de deseo.

87
eleva a la dignidad de la Cosa. Como señala Laclau siguiendo a Copjec, el objeto no actúa
representando la Cosa sino que la sustituye. En otras palabras, el objeto parcial no tiene
la función de representar una totalidad ausente sino que se convierte en el nombre de esta.
Así, el objeto parcial es una parte que es el todo. No se trata de que haya algo que no
puede mostrarse a sí mismo y es sustituido por una representación secundaria. Encarnar
algo, afirma el autor, significa darle un nombre a lo que está siendo encarnado (2015:
152). Dado que lo que está siendo encarnado es una plenitud que en cuanto tal es
imposible, el objeto parcial que lo encarne es el horizonte último que es alcanzable.
Laclau, en esta dirección, realizará una lectura en clave política de estas categorías
psicoanalíticas: el momento de la unidad madre/hijo corresponde a la sociedad
reconciliada que es evocada por las dislocaciones que generan las demandas insatisfechas
(2015: 147)68. Luego, al ser imposible acceder a dicha plenitud mítica hay una
parcialización de las pulsiones. Los objetos de satisfacción pulsional son particulares que
aspiran a la totalidad en última instancia inalcanzable, por lo que pueden ser concebidos
en los mismos términos que Laclau presentaba una relación hegemónica, es decir, como
una particularidad que asume el rol de una universalidad inconmensurable consigo
misma. En lo que en psicoanálisis se trataba de una elevación de un objeto parcial a la
dignidad de la Cosa, en un lenguaje político encontramos que una cierta demanda, que es
una dentro de una pluralidad, en un determinado momento adquiere una centralidad y
pasa a convertirse en el nombre de algo que la excede. De este modo, en el momento en
que un objeto parcial se vuelve un punto nodal, el significante se separa del significado y
el nombre encarna el horizonte de una totalidad. Ahora bien, cabe señalar que, no hay
nada en el objeto particular que determine de antemano a uno y no a otro a funcionar
como la totalidad. Sin embargo, una vez que asumió dicho lugar, el objeto en su
particularidad se vuelve fuente de goce. Cuál sea el objeto investido es contingente, pero
una vez que ocupa esta función y se vuelve hegemónico ya no es indiferente que sea ese
y no otro. Laclau, este sentido, señala:

68
Judith Butler en el debate con Laclau y Žižek se pregunta: “¿Existe una doxa lacaniana que impide una
apropiación heterodoxa de Lacan para el pensamiento de la hegemonía?” (2004: 12) Interrogante al cual
Laclau responde: “Toda apropiación de un enfoque teórico será más o menos ortodoxa según el grado de
identificación que uno encuentre con el autor del cual se "apropia''. Pero si por "doxa ortodoxa'' uno entiende
obsesión filológica y repetición mecánica de las mismas categorías sin "desarrollarlas" de acuerdo con
nuevos contextos, está claro que toda intervención intelectual que merezca tal nombre será "heterodoxa"
(2004: 70).

88
Con esto logramos una explicación completa de lo que significa investidura radical: el
hacer de un objeto la encarnación de una plenitud mítica. El afecto (es decir, el goce)
constituye la esencia misma de la investidura, mientras que su carácter contingente da
cuenta del componente "radical" de la fórmula (2015: 148).

Dado que la díada madre/ hijo es exclusivamente mítica, no hay ningún goce alcanzable
sino es a través de la investidura radical en un objeto a, del mismo modo no hay una
totalidad social transparente y accesible a priori sino que sólo es alcanzable la
universalidad mediante una particularidad que opera de un modo hegemónico. En este
punto Laclau llega a la conclusión de que la lógica del objeto a es igual a la lógica de la
hegemonía: ambas apuntan a la investidura en un objeto parcial de una plenitud ausente.
En la investidura, como señala el autor, es donde interviene el afecto. Como tal requiere
que haya un desnivel constitutivo donde puedan ser investidos diferencialmente algunos
objetos:

la presencia de lo real dentro de lo simbólico implica desnivel: los objetos a presuponen


catexias diferenciadas, y es a estas catexias a las que denominamos afecto. (…) El afecto,
en ese sentido, significa una discontinuidad radical entre un objeto y el que le sigue, y esta
discontinuidad sólo puede ser concebida en términos de una catexia diferencial (2015: 152).

Ahora bien, aclarados estos elementos conceptuales, retomemos la argumentación. En el


lenguaje meramente como sistema formal no hay posibilidad de establecer relaciones de
valor, sólo existen diferencias. Sin embargo, el polo paradigmático o asociativo
constituye una parte integral del funcionamiento del lenguaje, es decir, no hay
significación sin sustituciones paradigmáticas. Como indica Laclau, estas relaciones
paradigmáticas consisten en sustituciones que están dominadas por el inconsciente
(20015: 142). Para que la significación sea posible se requiere de una catexia diferencial
que discrimine entre los distintos elementos, es decir, entre cuales serán objetos de
investidura y cuáles no. El afecto, entonces, aparece en la investidura diferencial de
ciertos objetos y no otros. Laclau apela a Freud para señalar que enamorarse es exagerar
ampliamente la diferencia entre una persona y otra. Por ende, la aparición del polo
afectivo se opone a una armonía plena.
La estructura de la objetividad se configura significativamente y la significación está
indisociablemente ligada a la dimensión afectiva. La objetividad, de este modo, no es un
todo armonioso sin discontinuidades, por el contrario, son necesarias las dislocaciones y
la investidura afectiva diferencial para que la significación tenga lugar y la objetividad se

89
constituya como tal. Si la realidad tendría la forma de una inmanencia discontinua no
habría posibilidad de generar sentidos: la pluralidad de sentidos es incongruente con un
sentido último. En otras palabras, la ausencia de un fundamento último posibilita la
investidura de distintos objetos parciales. En este sentido, el hecho de que la sociedad
reconciliada sea una imposibilidad habilita la emergencia del populismo y de las
identidades populares. La construcción de un pueblo –de una plebs que aspira a ser un
populus- puede tener lugar cuando no hay una plenitud realizada y distintos objetos
parciales intentan encarnarla.
Encontramos, de esta manera, la confluencia de dos campos diferentes como son el
psicoanálisis y la filosofía política en un intento de elucidar la estructura de la realidad.
Ambos, desde territorios teóricos distintos, llegan a dar cuenta de que la objetividad no
está dada a priori y la representación no es meramente una instancia secundaria que
reproduce una totalidad que la precede. Por el contrario, la representación es el nivel
primario de constitución de la realidad (2015: 148). No hay un sentido previo a su
representación. La lógica de la hegemonía es la lógica de toda estructura significativa,
por lo que la única universalidad que se puede aspirar es siempre una universalidad
hegemónica. El objeto de la investidura hegemónica no es una representación secundaria
de una primera instancia de la realidad, sino que es el nombre que recibe una
universalidad en un determinado momento histórico.
Podemos ver, de este modo, como el autor se posiciona contra aquellas teorías que
apuestan a erradicar la dimensión efectiva de la política en pos de una pretendida razón.
El discurso populista es impreciso y fluctuante, pero no por una falla cognitiva como
argumentan las teorías que aseguran la posibilidad de una comunicación transparente,
sino porque intentan operar performativamente en una realidad social heterogénea que es
construida a través de la significación.
Por último, otro elemento que Laclau incorporará a su análisis en torno a las identidades
colectivas es lo que denomina “heterogeneidad”. Si en su investigación el autor
comenzaba entendiendo que toda demanda insatisfecha puede ser incorporada a una
cadena de equivalencias, luego encontrará en este punto una dificultad. Dado que la
relación equivalencial no elimina el particularismo, una demanda puede no entrar en
determinada cadena por oponerse a los objetivos particulares de las demás demandas que
ya están presentes. La cadena de equivalencias, así, se opone a un campo antagónico, pero
también a lo que no puede ser incluido en ninguna de las dos cadenas rivales. En esta
dirección, la noción de heterogeneidad, a diferencia del antagonismo que presupone una

90
inscripción discursiva, alude no sólo a una exterioridad dentro del espacio de
representación, sino respecto del espacio de representación en cuanto tal. Remite a
aquello que no puede acceder a la representación, y por ende no es una negatividad que
sea posible recuperar dialécticamente. Concebida así la heterogeneidad es una exclusión
radical: “no significa diferencia; dos entidades, para ser diferentes, necesitan un espacio
dentro del cual esa diferencia sea representable, mientras que lo que ahora estamos
denominando heterogéneo presupone la ausencia de ese espacio común” (2015: 176). En
este sentido, dicha noción se acerca al Real lacaniano ya que un elemento heterogéneo es
un elemento que no puede ser asimilado simbólicamente. Esto implica una renuncia a la
idea de la existencia de una representabilidad plena y al espacio de representación como
un campo homogéneo y saturado.
El particularismo de las demandas –que impide incluso que algunas se sumen como
eslabón equivalente- no puede erradicarse, por lo que lo heterogéneo amenaza toda
homogeneidad. En otras palabras, la heterogeneidad empaña la constitución de toda
interioridad. No hay una frontera inmóvil entre lo heterogéneo y lo homogéneo, sino que
hay una indecibilidad entre ambos que caracteriza al juego político. Lo múltiple
heterogéneo está en la estructuración misma del campo popular, por lo que el pueblo no
es meramente la oposición al poder, sino que tiene un resto que resiste la integración
simbólica. En esta dirección, Biglieri y Perelló, siguiendo a Lacan, afirman que lo
heterogéneo se encuentra en un punto de extimidad. Esto es, lo más íntimo se ubica en el
exterior y anuncia su presencia reconociendo una ruptura constitutiva de la intimidad. Las
autoras utilizan la figura de un “sujeto acéfalo” para ilustrar la noción de pueblo
laclausiana, ya que la heterogeneidad implica que el pueblo tiene una trascendencia, es
una estructura con un “más allá” (Biglieri y Perelló, 2012: 78).
La construcción del “pueblo” requiere la constitución de una frontera antagónica que lejos
de ser estable es desplazada constantemente, por lo que cada nuevo “pueblo” implica una
reconstitución de esa frontera. Del mismo modo, dado que los elementos exteriores al
sistema interfieren continuamente, toda transformación política implicará la
reconfiguración de las demandas que entran en juego, incorporando algunas nuevas y
desechando otras. Así, el hecho de que la heterogeneidad sea constitutiva del lazo social
implica que el pueblo puede ser constantemente reinventado y que la dimensión
propiamente política de institución del orden siempre está latente.
En síntesis, en este tercer desarrollo de la noción de identidad, Laclau hace hincapié en la
constitución de las identidades colectivas y del pueblo en particular. Para la conformación

91
del mismo se requiere que las demandas no resueltas por el sistema establezcan entre ellas
un lazo equivalencial, cuyo denominador común es el hecho de que permanecen
insatisfechas. Se produce un juego entre la lógica de la equivalencia y la lógica de la
diferencia de modo que cada demanda se escinde en dos, esto es, entran en equivalencia
con los demás eslabones de forma tal que cada una sin dejar de lado su contenido
particular apunte a la cadena como una totalidad. Para la constitución de la cadena es
importante también la constitución de lo que está del otro lado, esto es, se requiere
construir al enemigo frente al cual se traza una frontera antagónica. A la vez, una de las
demandas de la cadena equivalencial cobra una determinada centralidad y pasa a
funcionar como un significante vacío. En los casos de las masas conducidas por un líder,
el significante que represente la multiplicidad de demandas puede ser el nombre del
conductor. En este sentido, los nombres tienen un rol principal en la constitución de la
identidad colectiva, ya que funcionan performativamente uniendo retrospectivamente una
pluralidad. Los significantes, como vimos, son indisociables de una dimensión afectiva
que opera invistiendo diferencialmente ciertos significantes y no otros. En la constitución
de un pueblo tiene lugar la lógica de la hegemonía, esto es, una parte pasa a representar
al todo: una plebs se constituye en un populus. El pueblo en un orden democrático es un
actor histórico con un status particular por ser el depositario de la soberanía popular, es
decir, construir un pueblo es construir una identidad colectiva con legitimidad para
establecer cambios en el conjunto de la sociedad (Retamozo, 2017: 173).
De este modo, a lo largo de los apartados de este capítulo examinamos las distintas
concepciones del sujeto y de la identidad colectiva presentes en el edificio teórico del
pensador argentino. Estas tres variantes no se excluyen sino que se complementan.
Encontramos en la primera etapa una fuerte crítica a la concepción esencialista del sujeto,
y una explicación del orden social configurado por una variedad de posiciones de sujeto
que daba cuenta de una multiplicidad de situaciones de subordinación, esto es, no sólo de
clase sino también de género, étnica, sexual, entre otros. Dado que hay una pluralidad de
nodos de dominación Laclau y Mouffe sostienen la relevancia de la construcción de
múltiples identidades colectivas –como el feminismo o el movimiento antirracista- para
dar la disputa en los respectivos centros de poder. La segunda etapa se caracterizó por
retomar los aportes de Žižek y Lacan en torno a la falta, para sostener que el sujeto tiene
una identidad estructural fallida y se autodetermina parcialmente mediante actos de
identificación. El autor define al sujeto como la distancia entre la estructura indeterminada
y la decisión. De modo que las identificaciones son necesarias para completar la

92
identidad. Así, además de posiciones de sujeto, tenemos el Sujeto como el momento de
la decisión e identificación. Por otra parte, en la tercera, el pensamiento de Laclau
examina el modo de constitución de las identidades colectivas en una lógica política
particular: la del populismo. A diferencia de la primera, en esta etapa se remarca la
potencialidad para un proyecto político emancipador de la articulación de las diferentes
luchas mediante la producción de una subjetividad popular. La lógica de la hegemonía,
como se sostuvo desde la primera etapa, es la forma de constitución de las identidades
colectivas y del pueblo en particular. Si bien en La razón populista no retoma la noción
de mito propuesta hacia el final de Nuevas reflexiones, el modo de funcionamiento de los
mitos como superficie de inscripción de reivindicaciones sociales es reformulada en la
obra del 2005 en términos de significantes vacíos y flotantes. Como vimos, la producción
de significante vacío es parte del proceso de constitución de identidades políticas. Desde
el momento de su constitución una demanda debe convertirse en significante vacío para
enlazar la cadena de demandas, pero también en algunos casos el nombre del líder puede
operar como el significante vacío articulador de las diferencias. Además, en la tercera
etapa observamos el enriquecimiento de la teoría con elementos como la investidura
afectiva para pensar la constitución del sujeto político.
En el pensamiento del autor las identidades colectivas son un elemento indispensable para
la transformación del orden social. Desde esa perspectiva, la construcción de identidades
políticas, y del pueblo en particular, se presenta como la tarea principal de la democracia
radical.

93
Capítulo 4. Significante, identidad y política

En los apartados del presente capitulo indagaremos sobre los vasos comunicantes que
pueden establecerse entre la noción de identidad colectiva y de significante vacío. Para
examinar de qué modo estos funcionan en la construcción de la identidad de los sujetos
en la teoría laclausiana, y en este sentido detectar su relevancia para la política
democrática. En el primer apartado trataremos esta cuestión deteniéndonos en las
investigaciones de Laclau en torno a la performatividad y la retórica, teniendo en cuenta
las contribuciones de autores como Slavoj Žižek y Judith Butler en esta dirección.
Mientras que en el segundo pensaremos la relación entre el significante y la identidad
pero desde los aportes que desde una perspectiva psicoanalítica realiza Yannis
Stavrakakis a la teoría política posfundacional del autor argentino. En el tercer y último
apartado nos centraremos en la noción de identidad política que construye Laclau, sus
variantes en función de los proyectos políticos que presenta en sus distintas etapas,
señalando las ventajas que tiene su armazón teórico frente al de filósofos como Agamben
o Deleuze para pensar la posibilidad de construcción de una política democrática.

4.1 Nominación y retórica

Como vimos, dado que no hay un contenido óntico determinado que unifique la sociedad,
esta no puede ser directamente representada conceptualmente sino que requiere de la
mediación de significantes particulares que encarnen la representación de la totalidad: los
denominados “significantes vacíos”. El rol semántico de estos, como señalábamos, no es
expresar un contenido positivo, sino que en tanto refieren a una plenitud ausente nombran
un vacío. En este sentido, Laclau indica que algo a lo que no le corresponde ningún
concepto, sin embargo puede tener un nombre (2004: 62). El autor, en esta cuestión,
retoma las discusiones en torno a la relación entre el nombre y la cosa que ha tenido lugar
entre los descriptivistas y los antidescriptivistas. En la primera perspectiva se encuentra
la posición de Bertrand Russel quién sostiene que cada nombre tiene un contenido dado
por un conjunto de rasgos descriptivos. La palabra “espejo” tendría un contenido definido
–la capacidad de reflejar-, por lo que usaría esa palabra cada vez que me encuentre frente
a dicho contenido. Dentro de esta posición han surgido dificultades en torno a la
pluralidad de descripciones que puede realizarse de un mismo objeto, por ejemplo
“George W. Bush” puede ser descripto también como “el ex presidente de Estados
94
Unidos” o “el hombre que se volvió abstemio después de haber sido un alcohólico”. Por
otro lado, en la perspectiva antidescriptivista se encuentran las teorizaciones de Saul
Kripke, para quién las palabras no se refieren a las cosas al compartir con ellas rasgos
descriptivos sino por un “bautismo original” (Laclau, 2015: 132). Esto es, los nombres
serian designadores rígidos, por lo que, continuando con el ejemplo, aunque Bush nunca
hubiese sido el presidente de Estados Unidos y se eliminen todos los rasgos descriptivos
que se asociaban con él aún le aplicaríamos el nombre “Bush”, del mismo modo, el oro
seguiría siendo oro aunque se revelen como falsas todas las propiedades que se habían
asociado con él. Lo que se puede observar en el desenvolvimiento desde un enfoque hacia
otro es un movimiento en dirección hacia la emancipación del orden del significante. Si
los descriptivistas establecen una correlación fija entre significante y significado, los
antidescriptivistas proponen una emancipación del significante de toda dependencia del
significado. En el primer enfoque los rasgos descriptivos funcionan como una camisa de
fuerza que limita la nominación. Se presenta una superposición entre el nombre y la cosa,
de modo que el significante sólo es el medio transparente a través del cual se expresa la
cosa. En tanto que en el segundo enfoque hay una autonomía de la nominación respecto
de la cosa. Ahora bien, para Kripke la identidad del objeto que se designa está asegurada
con independencia del proceso de significación, en este punto otras teorías
antidescriptivistas como la teoría lacaniana se van a distanciar de la perspectiva
kripkeana.
Žižek pone en cuestión la suposición de Kripke, ya que si el objeto permanece igual bajo
todos sus cambios descriptivos “¿qué es lo que permanece exactamente igual, cuál es la
X que recibe las sucesivas atribuciones respectivas? La respuesta de Žižek, siguiendo a
Lacan, es la siguiente: X constituye un efecto retroactivo del acto de nombrar” (Laclau,
2015: 133). Así, en El sublime objeto de la ideología el filósofo esloveno sostiene:

Lo que se pasa por alto, al menos en la versión estándar del antidescriptivismo, es que el
hecho de garantizar la identidad de un objeto en todas las situaciones contrafactuales – a
través de todos sus rasgos descriptivos- es el efecto retroactivo de la nominación: es el
nombre mismo, el significante, el que sostiene la identidad del objeto (2003: 134).

La nominación, en este caso, no está subordinada a la descripción ni a una identidad


precedente del objeto. El acto de nombrar no es una designación pura de un objeto dado
de antemano, sino que es productivo del mismo. Es decir, la unidad e identidad del objeto
es resultado de la operación de nominación en cuanto tal. Para poder desempeñar dicha

95
función es clave, como vimos, que el significante se vacíe. Para Žižek el significante que
logra mediante su nombre generar la unidad de la formación discursiva no tiene ningún
contenido positivo “es sólo la objetivación de un vacío, de una discontinuidad abierta en
la realidad por la emergencia del significante” (2003: 135). La fijación del sentido no está
dada por una abundancia de significados sino por la presencia de un significante puro: “el
point de capiton es más bien la palabra, que como palabra, en el nivel del significante
mismo, unifica un determinado campo, constituye su identidad” (2003: 136). Por otro
lado, Žižek cuestiona si la universalidad del significante expresa plenitud o vacuidad,
optando por la segunda:

La realidad histórica está, por su puesto, siempre simbolizada; el modo como la


experimentamos está siempre mediado por diferentes modos de simbolización (…) la
unidad de una determinada ‘experiencia de sentido’, siendo ésta el horizonte de un campo
ideológico de sentido, debería ser cierto ‘significante’ sin ‘significado’, ‘puro’, sin sentido
(2003:138).

Ahora bien, Laclau toma distancia de esta posición afirmando que la noción de
“significante sin significado” es inadecuada porque remitiría a puro ruido, y por ende, a
algo que está afuera del sistema de significación. En cambio, el “significante vacío” que
propone Laclau no está afuera del sistema significativo, sino que, remite a un punto dentro
de dicho sistema que es constitutivamente irrepresentable, es un vacío que puede ser
significado porque es un vacío dentro de la significación (2015: 136). De un modo similar
al análisis que hace Paul de Man del cero de Pascal, observa Laclau, lo que sucede es que
el cero es la ausencia de número, sin embargo al otorgarle un nombre a esa ausencia se
transforma el cero en un uno. El vacío si bien no puede ser representado en su literalidad
adopta una forma de representación especifica: el momento de plenitud/vacío es
significado por una particularidad que asume una universalidad inconmensurable consigo
misma. Asimismo, el autor sostiene que la alternativa dicotómica plenitud/vacuidad es
espuria, ya que la constitución de la identidad popular como significante vacío remite a
una plenitud inalcanzable, es decir, una plenitud vacía.
Por otro lado, otra autora que se interesa por el tema de la performatividad y con la que
Laclau discute es Judith Butler. La filósofa estadounidense utilizará del término
“performance”, entendido como ejecución o realización, para señalar que la identidad -y
la identidad de género específicamente- se constituye en la repetición ritualizada de actos
regulados por normas, que en relación al género son impuestas por la heteronormatividad

96
hegemónica. De modo que la identidad no responde a un núcleo interno o sustancia, sino
que este es un efecto de actos, gestos y discursos performativos. Luego reemplazará la
noción de performance, que puede sugerir un sujeto que actúa, por la de performatividad,
esta “debe entenderse, no como un ‘acto’ singular y deliberado, sino, antes bien, como la
práctica reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce los efectos que
nombra” (Butler 2010: 18)69. En la estela foucaultiana que había vislumbrado la trama
de relaciones que se establecen entre el saber y el poder, Butler entiende al discurso
performativo como una modalidad de poder: “para materializar una serie de efectos, el
discurso debe entenderse como un conjunto de cadenas complejas y convergentes cuyos
‘efectos’ son vectores de poder” (Butler: 2010, 267). Podemos señalar, entonces, que
tanto para Butler como para Laclau toda identidad lejos de responder a una esencia
subyacente es una estabilización contingente y precaria que involucra una cuestión de
poder. Además, para ambos los nombres que designan identidades colectivas tienen un
rol performativo. Pero, mientras Butler explica la fuerza del significante performativo a
través de Derrida con la noción de iterabilidad, Laclau, como vimos, recurre para explicar
dicha fuerza de un significante al concepto de afecto proveniente del psicoanálisis 70. En
la teoría laclausiana encontramos que en la constitución de una identidad colectiva el
nombre que esta adopte tiene un papel crucial ya que tendrá un efecto retroactivo en la
unidad de las demandas heterogénea que englobe, cuál sea dicho significante dependerá
de una disputa hegemónica y su fuerza estará dada por una investidura afectiva.
El poder performativo de los significantes está dado, como vimos, en constituir lo que
nombran. En el caso que nos interesa hacer hincapié aquí es en la unidad de un sujeto
colectivo como tal. Hasta ahora vimos que para el surgimiento del pueblo se requiere que

69
, Butler retoma la teoría de los actos de habla de John Austin, interesándose por el acto de habla
performativo o realizativo según el cual la práctica discursiva produce ciertos efectos
70
Para Butler la fuerza de un performativo está dada por la iterabilidad. Los enunciados que hacen lo que
dicen operan como rituales, es decir, funcionan al repetirse en el tiempo. Por lo que, si bien el acto de habla
ilocucionario actúa en el mismo momento en el que se enuncia, su campo de acción no se limita a ese
momento. Al analizar el lenguaje de odio Butler explica que el acto de enunciar un insulto o agravio, en
tanto convención social, condensa una iterabilidad que excede el momento contextual en el que se enuncia.
La posibilidad de su uso está dada porque el hablante no rehace el lenguaje ex nihilo, sino que invoca todo
un legado e historicidad que arrastra el término. Así, sostiene Butler: “Los nombres injuriosos tienen una
historia que se invoca y se consolida en el momento de la enunciación (…) la sedimentación de sus usos se
ha convertido en parte de ese nombre, una sedimentación que se solidifica, que concede al nombre su
fuerza” (Butler, 1997: 65). En los términos injuriosos habita una historia, una memoria que vive en el
lenguaje y que se transmite a través de él. El lenguaje racista funciona a través de la invocación de una
cadena de citas que se retrotrae a los tiempos de la colonia. La palabra “negra” tiene tal fuerza –como señala
Butler (1997) “es como una bofetada en la cara”- ya que carga con una memoria que se reactiva cada vez
que es enunciada. Como observaremos más adelante, Butler encuentra en la misma iteración la posibilidad
de una repetición que desvíe la cadena de citas y rearticule el discurso.

97
demandas insatisfechas aisladas se tornen equivalentes erigiendo a una de ellas como
global y formando una frontera antagónica frente al sistema que las niega. Ahora bien,
ese pasaje no se sigue del mero análisis de las demandas heterogéneas aisladas, estas no
tienden a unirse espontáneamente, por lo que debe intervenir algo que no estaba en sus
comienzos. Este momento que introduce una novedad es el “nombre” que tiene un efecto
retroactivo sobre la unidad de la cadena. De este modo, el acto de nombrar no expresa
una unidad que lo precede como señalaríamos desde una perspectiva descriptivista, sino
que hay una productividad que deriva del nombre como significante puro (2015: 139). La
unidad de una identidad colectiva no está dada de antemano sino que el lazo equivalencial
que unifica una pluralidad de demandas es constituido nominalmente. En otras palabras,
el significante que asume la representación en vez de ser la transmisión transparente de
algo ya constituido, implica la construcción de algo nuevo (la unidad de una voluntad
colectiva). Esta no se trata de una novedad ex nihilo sino de una novedad causada por un
desplazamiento. En tal movimiento un significante particular ha sido objeto de una
investidura radical y ha hegemonizado la cadena en la que formaba parte. Laclau, en esta
dirección, señala que los símbolos y nombres de las identidades populares “en tanto son
una superficie de inscripción, no expresan pasivamente lo que está inscripto en ella, sino
que, de hecho, constituyen lo que expresan a través del proceso mismo de su expresión”
(2015: 129). Como vimos, dado que el nombre representa una pluralidad de demandas
cuanto más extensa sea la cadena, más indefinidos serán los lazos entre ese significante y
su significado específico, y más se transformará en un significante vacío que represente
la universalidad de la cadena. El proceso de nominación, al no estar constreñido a priori
por un límite conceptual, determinará retroactivamente lo que está nombrando. Una vez
que el significante ocupe dicho lugar, observa el autor, ejercerá una atracción sobre
cualquier demanda insatisfecha y dado que el nombre que opera como superficie de
inscripción es un significante vacío, es incapaz de determinar cuáles son las demandas
que entran en la cadena equivalencial. Es decir, los nombres son constitutivos de su propio
objeto, pero al mismo tiempo, no puede controlar del todo las demandas que representan.
Las identidades colectivas, en este sentido, son sitios de tensión y equilibrio entre las
demandas heterogéneas que encarnen bajo su nombre.
A la vez, las operaciones retóricas como la metonimia, la contigüidad, la analogía o la
metáfora pueden funcionar ocasionando desplazamientos que emancipen un determinado
nombre de sus referencias conceptuales. Para ejemplificar esta cuestión, el autor
argentino argumenta que en un cierto barrio donde hay violencia racial y la única fuerza

98
social presente son los sindicatos, a pesar de que la función literal de los mismos esté
ligada con la defensa salarial y no con lucha antirracista, puede darse la posibilidad de
que en determinado momento se dé una contigüidad entre las dos cuestiones y la campaña
contra el racismo sea emprendida por los sindicatos (2003b: 2). Se encuentra, entonces,
una relación de metonimia entre problemas y actores sociales. En este caso partiendo de
demandas diferentes se crea entre ellas una equivalencialidad y se produce un
desplazamiento en la naturaleza de los sindicatos. Estos pasarían a articular demandas
heterogéneas, de modo que, detrás del nombre “sindicatos” no subyace un agente social
esencialista, sino que bajo su expresión puede cristalizarse una nueva voluntad colectiva.
Esto deja ver que el proceso de significación no es opaco y no hay ningún elemento social
que no esté sobredeterminado. Para el autor la constitución de la realidad social requiere
de movimientos tropológicos, en este sentido sostendrá: “los mecanismos retóricos
constituyen la anatomía del mundo social” (2015: 141)71. Esta afirmación puede
comprenderse desde el abandono del paradigma sustancialista que concebía la posibilidad
de un acceso a una literalidad última de lo real. En tanto, como vimos en el segundo
capítulo, un acceso inmediato a la realidad es imposible, la mediación discursiva es
constitutiva, a la vez que, dado que no hay un fundamento último de la estructura social
encontramos que la configuración de la misma debe llevarse a cabo por intentos parciales
de cierre, por lo que la operación hegemónica se presenta como primaria. De este modo,
como ninguna identidad logra constituirse plenamente, “todo discurso de la fijación pasa
a ser metafórico” (Laclau y Mouffe, 1987: 188). Así, varias figuras retóricas pueden
encontrarse operando en la constitución de lo social. En la lógica hegemónica en la que
un elemento particular pasa a representar una totalidad se producen desplazamientos
metonímicos, como pudimos observar en el ejemplo anterior. Además la sinécdoque, que
indica nombrar el todo por la parte, también está presente en esta operación. La catacresis,
por otra parte, es un término figural para el cual no existe un término literal
correspondiente, por ejemplo al hablar de “las alas de un edificio” se utiliza la catacresis
ya que no hay una referencia directa que pueda corresponderse (Laclau, 2003b; 2002;
2014). El significante vacío en cuanto no se corresponde con un objeto literal sino que

71
Recordemos que ante la hipotéticas acusaciones sobre la vaguedad de los símbolos populistas y de que
el populismo sea mera retórica –entendida esta en un modo peyorativo-, el autor argumenta:
(1) que la vaguedad y la indeterminación no constituyen defectos de un discurso sobre la realidad social,
sino que, en ciertas circunstancias, están inscriptas en la realidad social como tal. 2. Que la retórica no es
algo epifenoménico respecto de una estructura conceptual autodefinida, ya que ninguna estructura
conceptual encuentra su cohesión interna sin apelar a recursos retóricos. (Laclau 2005: 91).

99
representa a una plenitud ausente –un objeto imposible pero necesario al mismo tiempo-
es catacrético. Los movimientos retóricos, de este modo, no aportan un sentido secundario
a una literalidad anterior, por el contrario, son constitutivos en tanto que lo que emerge
de ellos no es preanunciado por ninguna lógica a priori.
Así, para el autor el significante vacío es constitutivo: no hay un rasgo positivo
compartido por todas las demandas que se unen –lo único que compartían era que estaban
insatisfechas-, por lo que el nombre no expresa un contenido positivo sino que representa
una plenitud que está constitutivamente ausente. La identidad popular no es la expresión
de una unidad de demandas constituida: funciona como significante vacío estableciendo
la unidad. De esta manera, toda identidad política se constituye como tal al operar como
significante vacío.

4.2 Significante, identificación, psicoanálisis y política

Del mismo modo que la totalidad social es un constructo significativo, la identidad de los
sujetos se articula discursivamente. Si la interpelación althusseriana entendía a lo sujeto
como efecto de las estructuras, Laclau de la mano del psicoanálisis lacaniano señala que
Althusser no tuvo en cuenta la falta de la estructura. Como vimos, en Nuevas Reflexiones
Laclau indica que el sujeto antes de la subjetivación está barrado, tiene una falla
constitutiva y requiere de las identificaciones para completar su identidad –que siempre
es una imposibilidad por la inerradicabilidad de la falta-. En este sentido, señala que la
teoría althusseriana

deja de lado el hecho de que la interpelación es el terreno de la producción del discurso, y


de que a los efectos de "producir" sujetos de modo exitoso estos últimos deben identificarse
con la interpelación. El énfasis althusseriano en la interpelación como mecanismo funcional
de la reproducción social no deja suficiente espacio para estudiar la construcción de sujetos
desde la perspectiva de los individuos que reciben esas interpelaciones. La categoría de
falta está por lo tanto ausente (2000: 220).

La barra en el sujeto, de este modo, evita que el mecanismo de la interpelación encadene


completamente al individuo a una posición de sujeto, introduciendo un área de
indeterminación. En la introducción a The Making of political identities Laclau al
remarcar la falta en la raíz de la identidad sostiene que “uno necesita identificarse con
algo porque hay una falta de identidad originaria e irremontable” (Laclau, 1994: 3). En

100
esa misma obra, Laclau y Zac, considerando los aportes de la teoría lacaniana respecto a
la relación entre la identidad y la falta, señalan que la identificación simbólica al
involucrar la interacción significante y la estructura de relaciones dominada por la Ley,
implica la alienación del sujeto en una identidad que forma parte del sistema de
diferencias. Sin embargo, todo significante falla en representar al sujeto, dicha falla
ocasiona para los autores el lugar propio del sujeto: “el momento de la falla marca la
emergencia del sujeto de la falta a través de las fisuras de la cadena discursiva” (1994:
31)72. En este sentido, la falla en la constitución de la identidad desencadena nuevos actos
de identificación, pero dada la inerradicabilidad de la falla los actos que apuntan a
suturarla terminarán revelándose como intentos en vano. Lo que queda, de este modo, es
el proceso de identificación como un movimiento metonímico interminable. Es decir,
dado que la institución de una identidad plena y estable es una imposibilidad, se requiere
de una serie de identificaciones que en última instancia siempre fracasan.
La falta resurge a pesar de todos los intentos de identificaciones que prometen otorgar al
sujeto una identidad estable, pero a la vez la noción de falta no puede separarse del
reconocimiento de la necesidad de que el sujeto intenta recubrirla y constituir su identidad
mediante continuos actos de identificación. Es el juego circular entre la falta y la
identificación el que posibilita la emergencia de lo que Stavrakakis formula como una
“política del sujeto”, que en tanto es una política de formación de la identidad funciona
en torno a una imposibilidad (2007:62). Respecto a la pregunta de Lacoue- Labarthe
“¿Por qué, después de todo, no podría ser el problema de la identificación, en general, el
problema esencial de la política? Laclau y Zac agregan que el problema de la política es
el de la identificación y su fracaso (1994: 36). Si no habría tal fracaso la identificación
derivaría en un esencialismo –es decir, en una identidad- y la política se anularía. Cabe
destacar que, el juego entre las identificaciones y su fracaso es propiamente político, en
el sentido que nos referíamos en el primer capítulo, es decir, es el juego de institución/
destitución permanente que da cuenta de la ausencia de un fundamento último, pero, a la
vez, del continuo proceso de fundar que la distinción ontológica heideggeriana
visibilizaba.
Entonces, encontramos que el sujeto, como sostiene Laclau en Nuevas Reflexiones, tiene
una identidad estructural fallida por lo que parcialmente se autodetermina, y esta
autodeterminación se lleva a cabo mediante actos de identificación. En otras palabras,

72
El artículo se titula Minding the Gap: The Subject of Politics. En español hay una versión traducida por
Groisman y Reyanes que lleva por nombre (A)notando la brecha: el sujeto de la política.

101
para completar su identidad el sujeto requiere de las identificaciones. De modo que, las
formas de identificación que otorgan al sujeto su presencia discursiva operan como
superficies de inscripción (2000: 79). La constitución de la identidad, así, se intenta a
través de la identificación con construcciones discursivas socialmente disponibles. En
este sentido, Stavrakakis señala que lo social constituye “el reservorio de representaciones
que utiliza lo psíquico, es decir el lugar donde se originan los objetos de identificación”
(2007: 66). La falta, de este modo, sólo puede llenarse con objetos sociopolíticos de
identificación. Dado que dichos objetos de identificación, en tanto superficies de
inscripción, son los que se encuentren disponibles en el orden social, encontramos una
ruptura de la dicotomía tradicional entre lo subjetivo y lo social 73. La noción de sujeto
sostenida aquí se aleja de postular una esencia del individuo o una reducción del sujeto a
una psique individual. Por el contrario, la concepción de sujeto de la falta lacaniano –o
en términos de Laclau de un sujeto con “identidad fallida”- articula lo subjetivo y lo social
ya que el sujeto marcado por la falta y determinado por el significante remarca su
dependencia del orden socio-simbólico (Stavrakakis, 2009: 65). Por lo mismo, cabe
destacar, es un sujeto históricamente definido.
En esta dirección, Stavrakakis remarca la importancia del concepto de identificación para
el análisis social y político:

Debido a que los objetos de identificación en la vida adulta incluyen a las ideologías
políticas y a otros objetos socialmente construidos, el proceso de identificación se revela
como constitutivo de la vida sociopolítica. No es la identidad la que es constitutiva sino la
identificación como tal; en lugar de políticas de la identidad, deberíamos hablar de políticas
de la identificación (2007: 56).

La identificación, de este modo, es primaria dado que la constitución de la identidad sólo


puede intentarse mediante actos de identificación con construcciones discursivas
socialmente disponibles74. El autor realiza una lectura sociopolítica del proceso de
identificación al entender a la realidad social como el locus donde el sujeto como falta
busca completar su identidad.

73
En palabras de Laclau y Zac “lo subjetivo sólo adquirirá un contenido al alienarse a sí mismo en una
objetividad” (1994: 8).
74
Stavrakakis señala que el proceso de identificación es con construcciones discursivas socialmente
disponibles como ideologías (2007: 64). Es decir, entiende “las ideologías” como un ejemplo de
construcción discursiva posible. Laclau no va a hablar en estos términos, pero como vimos en el segundo
capítulo para él es ideológico el efecto de cualquier significante que intente suturar la brecha funcionando
como una plenitud inconmensurable consigo mismo, por lo que cualquier superficie de inscripción con la
que el sujeto se identifique para colmar su falta es ideológica.

102
Ahora bien, si para completar la falta el sujeto recurre a objetos de identificación
disponibles en el orden social, al mismo tiempo lo social también está afectado por la
falta. Lo social no posee una estructura cerrada sino que, del mismo modo que el sujeto,
está dislocado. Esto es, en otras palabras, lo que Laclau llama la imposibilidad de la
sociedad para aludir a la estructuración del campo social en torno a un fundamento
ausente. En este sentido, Stavrakakis explica: “el individuo busca una identidad subjetiva
fuerte identificándose con objetos colectivos, pero la falta en el nivel objetivo significa
que todas las identificaciones de esa clase sólo reproducen la falta en el sujeto” (2007:
70), de modo que ninguna es capaz de cumplir la promesa de completitud. De esta
manera, tanto el sujeto como el orden social están estructurados en torno a una brecha.
La falta de sutura se revela constitutiva del dominio de lo objetivo, así como también del
dominio del individuo. Indican Laclau y Mouffe:

El momento de cierre de una totalidad discursiva, que no es dado al nivel «objetivo» de


dicha totalidad, tampoco puede ser dado al nivel de un sujeto que es «fuente de sentido »,
ya que la subjetividad del agente está penetrada por la misma precariedad y ausencia de
sutura que cualquier otro punto de la totalidad discursiva de la que es parte (2004: 208).

De este modo, la falta es lo que comparten el orden social y la identidad de los sujetos.
La imposibilidad del cierre produce como resultado la precariedad de toda identidad.
Ahora bien, esta falta de sutura es condición de posibilidad de articulaciones hegemónicas
del orden, a la vez que, la incompletitud del sujeto requiere de su constitución
hegemónica. El momento de la imposibilidad de constitución de una identidad plena es
productivo en tanto provoca la lucha por re-suturar el campo político (Laclau y Zac, 1994;
35). Como vimos, sólo un significante vacío puede representar la promesa de un cierre y
completitud de la totalidad75. En otras palabras, un significante particular debía asumir
una plenitud inconmensurable consigo mismo76. Esto era posible por una subversión del
carácter diferencial en privilegio de la lógica de la equivalencia, de modo que un

75
En términos psicoanalíticos la lógica de la sutura opera en la relación entre la falta y la estructura. De
modo que, el punto de sutura involucra la articulación de un significante que actúa como representante de
la falta y aparece como un elemento de la estructura (Laclau y Zac, 1994: 32).
76
La objetividad de ambos planos tiene una falla en la cadena de significación que requiere para constituirse
de un objeto, imposible y necesario al mismo tiempo, que encarne la plenitud ausente. La lógica del
significante, como vimos, es la misma lógica del objeto a en tanto se enviste a un objeto particular de una
plenitud que es inconmensurable consigo mismo. Recordemos que para explicar esta cuestión Laclau se
sirve de elementos psicoanalíticos señalando que los desniveles de la estructura pueden ser colmados por
un significante en tanto se produce una catexia diferencial que genera la investidura afectiva de ciertos
significantes.

103
significante se vacía en su contenido particular para cumplir el rol de representar la
totalidad de la cadena de equivalencias77. De la disputa entre significantes resultará cuál
será el que colme la falla en la cadena de significación y constituya la objetividad. Así, la
falta y el significante que la suture son primarios y constitutivos tanto de la identidad de
los sujetos como de la sociedad. Los dos planos están relacionados por la lógica del
significante que es transversal a los mismos.
Como vimos, el andamiaje posfundacional sostiene, en primer lugar, que la estructura no
posee un fundamento último. Si nos quedamos meramente en esta dimensión –el nivel de
la falta- sólo tendríamos un fluir de diferencias sin articulación alguna, por lo que, en
segundo lugar, sostiene la importancia de la construcción de ciertos significantes que
operen al modo de fundamentos contingentes para que una articulación en una totalidad
significativa sea posible En otras palabras, dado que la objetividad esta dislocada sin los
puntos nodales no habría configuración alguna. En el caso de las identidades populares,
por otro lado, sin una identificación equivalencial que funcione como punto nodal, las
demandas equivalentes quedarían en una dimensión meramente virtual sin articularse
(Laclau, 2015: 136). La construcción de significantes vacíos, en este sentido, adquiere un
papel fundamental. Por otra parte, cuál será el significante que encarne la función
universal y ocupe el punto de sutura en un campo político particular es algo que no puede
establecerse de antemano dado que no hay nada interior a la estructura que lo determine.
En otras palabras, “entre la estructura dislocada y el discurso que intenta introducir un
nuevo orden y una nueva articulación no hay, pues, ninguna medida en común” (Laclau,
2000: 81). En este sentido, los significantes que ocupen el lugar de investimento de la
plenitud ausente siempre van a ser contingentes. Pero, si bien no pueden deducirse por
una lógica subyacente necesaria, no hay una infinitud de significantes posibles para
suturar la brecha. La contingencia, como vimos, no refiere a una falta total de la
estructuración, sino que está inscripta dentro de los límites de un contexto parcialmente
desestructurado (Laclau, 2008: 412). Las posibilidades, entonces, serán limitadas entre

77
Como mencionamos en el segundo capítulo, todo sistema significativo está estructurado en torno a una
falta o límite que al no ser una diferencia más del sistema no posee él mismo un significado positivo. Si por
un lado la identidad de cada elemento del sistema está dada al diferenciarse de los otros, al mismo tiempo,
todas las diferencias son equivalentes entre sí en tanto pertenecen al lado interno del límite. Cada unidad
significante está dividida en dos: una dimensión diferencial y otra equivalencial. Para significar la totalidad
del sistema será necesario que un significante, sin dejar de ser particular, asuma la función de representar
dicha totalidad. Esto es posible si al entrar en equivalencia con los demás elementos, se vacía en su
contenido diferencial y pasa a significar a la cadena de equivalencias como totalidad.

104
aquellos significantes disponibles en un contexto y en un orden social determinado78. El
discurso de un “nuevo orden”, señala el autor, en ocasiones es aceptado no porque la
población simpatice con su contenido particular, sino porque es una alternativa disponible
ante la crisis79. Además, para que un discurso sea aceptado dependerá de su credibilidad,
y esta no será posible si sus propuestas entran en contradicción con las creencias y los
principios básicos de organización de un grupo (Laclau, 2000: 82). Para mencionar un
ejemplo, en Brasil hacia fines del siglo XIX, antes de producirse la Masacre de Canudos80
Antonio Conselheiro era un profeta mesiánico que hacía tiempo venía proclamando sus
ideas sin conseguir adeptos, pero durante el período de la transición de la monarquía a la
república llegó al pueblo de Canudos donde los habitantes estaban disconformes con las
nuevas medidas que se querían imponer con las instituciones republicanas. En ese
contexto enunciativo las demandas de los canudenses encontraron en el lema profético
“la República es el Anticristo” pronunciado por Conselheiro una superficie de inscripción
en la cual enmarcarse. Este hecho fue el punto de inicio de una organización popular que
termino con la masacre de los canudenses por parte del gobierno republicano (Laclau,
2004; Retamozo, 2012)81. En este caso puede observarse cómo las condiciones de éxito
del discurso estuvieron dadas por un lado, por ser el único discurso válido disponible en
el cual se pudieron inscribir las demandas de los habitantes, y por el otro, gracias a que
no entró en conflicto con las creencias ya establecidas de la población. Laclau, de este

78
En esta dirección sostiene Laclau: “es imposible determinar al nivel del mero análisis de la forma
diferencia/ equivalencia, qué diferencia particular pasará a ser el locus de efectos equivalentes requiere el
estudio de una coyuntura particular, porque la presencia de efectos equivalenciales es siempre necesaria,
pero la relación equivalencia/ diferencia no está intrínsecamente ligada a ningún contenido particular”
(1996: 82).
79
En la Introducción a Making of political identities Laclau indica que en una situación de desorganización
radical hay necesidad de un orden y cuál sea su contenido real se torna una consideración secundaria. Entre
la capacidad de un cierto orden de volverse superficie de identificación y el contenido particular de aquel
orden no hay ningún eslabón necesario (1994: 3).
80
Euclides da Cunha en Los sertones (2012) narra la denominada Masacre de Canudos, acontecimiento en
el cual los republicanos masacraron a los habitantes del pueblo de Canudos -ubicado en Bahía de Cochinos,
Brasil- que se negaban a la imposición de la República, defendiendo la monarquía y esperaban a la figura
mítica del Rey San Sebastián. Como bien señala Retamozo (2012) este evento también es narrado por Mario
Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo. Este acontecimiento –y la cuestión de la disponibilidad de
un discurso como condición para convertirse en significante vacío- tiene características muy similares a la
llamada matanza del Tata Dios en la cual, en Tandil hacia 1872, un grupo de gauchos disconformes con las
deplorables condiciones de vida del momento asesinaron a decenas de inmigrantes europeos en nombre del
“Tata Dios” (Santos, 2008).
81
Respecto a los significantes disponibles que pueden encarnar la plenitud cabe mencionar la intervención
de Galileo Gall en La guerra del fin del mundo, recuperada por Retamozo: “En última instancia los nombres
no importaban, eran envolturas, y si servían para que las gentes sin instrucción identificaran más fácilmente
los contenidos, era indiferente que en vez de decir justicia e injusticia, libertad y opresión, sociedad
emancipada y sociedad clasista, se hablara de Dios y del Diablo” (Vargas Llosa, 1981 citado en Retamozo,
2012).

105
modo, señala como condiciones para que un significante se convierta en significante vacío
su disponibilidad y su credibilidad. Howarth, por su parte, agrega una tercera condición
para que un discurso tenga éxito: “la presencia de agentes estratégicamente ubicados que
puedan construir y desplegar significantes vacíos para impulsar sus proyectos” (2008:
325)82.
Volviendo a la imbricación entre el orden social y la identidad de los sujetos que
encontramos al señalar a lo social como el reservorio de objetos de identificación,
podemos sostener que un cambio en uno de los dos niveles puede interferir en el otro. Por
un lado, las identidades colectivas constituidas pueden disputar entre sí presentando sus
propios proyectos de plenitud para transformar la totalidad social. Por el otro, las
dislocaciones en el orden social interfieren en la identidad de los sujetos, es decir, en
épocas de dislocación del orden social hay desplazamientos de sentido que generan
nuevas superficies de inscripción disponibles con las cuales identificarse. Ejemplos de
esto podemos encontrarlos en la misma historia, como revela Jacob Torfing al indagar la
crisis del sistema socio-político del Estado benefactor de las décadas del sesenta y setenta,
“el resultado fue una crisis orgánica en la cual el número de significantes flotantes ha
aumentado y ha abierto nuevas posibilidades para los procesos políticos de recomposición
social” (Torfing, 1998: 33). Esto se vio reflejado en la emergencia de nuevos movimientos
sociales que tuvieron el Mayo de 1968 como epicentro. Toda dislocación del orden
provoca, así, una desestructuración de las identidades83. Si para Laclau (2000) el Sujeto
emerge en la dislocación por ser el momento indecidible de la estructura en la que, como
vimos, se abre la posibilidad de nuevas identificaciones que lo rearticulen, las identidades
colectivas, conformadas con significantes vacíos que operan como superficies de
identificación de múltiples demandas, con las dislocaciones del orden se desorganizan y
reconstruyen. Dicho en otras palabras, los efectos dislocatorios amenazan las identidades,
pero al mismo tiempo habilitan la constitución de identidades nuevas (2000: 55). En este
sentido, los significantes disponibles en el orden social abren alternativas de constitución
de posibles identidades colectivas, y en tanto estos son históricos por tener lugar en una

82
Retamozo agrega, en esta dirección, que si bien teóricamente el lugar del significante vacío puede llegar
a ser ocupado por cualquier significante investido como tal, “es difícil pasar por alto que muchas veces los
liderazgos presentan desafíos teóricos insoslayables en cuanto al status privilegiado del discurso del líder
(acciones, palabras, textos, decisiones)” (2017: 177).
83
En este sentido, Laclau y Mouffe señalan que “si el sujeto es construido a través del lenguaje, como
incorporación parcial y metafórica a un orden simbólico, toda puesta en cuestión de dicho orden debe
constituir necesariamente una crisis de identidad” (1987. 217).

106
coyuntura social particular, así también la conformación de las identidades colectivas
posibles está atravesada por la historicidad.
Podemos señalar de sumo interés para la concepción de una democracia radicalizada la
dislocación presente tanto en el orden social como en la identidad de los sujetos. En tanto
una identidad colectiva es una plenitud ausente, el significante que la represente es
constitutivo y dado que para la radicalización de un sistema político democrático se
requiere de la conformación de sujetos políticos, entonces, los significantes cobran
primordial importancia para la política democrática. Como sostiene Laclau, la política es
posible porque la imposibilidad de una totalidad –sea de la totalidad de la sociedad o la
identidad de los sujetos- sólo puede representarse así misma a través de la producción de
significantes vacíos (Laclau, 1996:84)84.
A partir de esta lectura, podemos sostener algunas tareas para una política democrática
en relación con los significantes, que aparecen dispersas a lo largo del corpus de Laclau.
En primer lugar, la proliferación constante de símbolos y significantes que puedan
funcionar como superficies de inscripción de los antagonismos. No puede haber una
creación ex nihilo de estos, sino que son el producto de desplazamientos retóricos.
Recordemos que, como señala Laclau, se requiere antagonismos que disloquen el orden,
pero para que los antagonismos sean significados como tales se necesita de un discurso
que los vuelva inteligibles, así como también, para que una situación de subordinación se
experimente como opresión es necesario que pueda inscribirse en una superficie
discursiva que represente esa situación como injusta85. Asimismo, mientras más
significantes vacíos estén disponibles más superficies de inscripción habrá para enlazar
demandas y constituir identidades colectivas o proveer de un espacio de representación
más amplio en el que se inscriban demandas insatisfechas –lo que les otorgará mayor

84
Esta cuestión va de la mano con la pregunta que realiza Butler en Contingencia, hegemonía,
universalidad. Diálogos contemporáneos con la izquierda al sostener si “la incompletitud de la formación
del sujeto, ¿no se vincula con el proceso democrático de la disputa de los significantes? (2004: 11).
85
De las distintas formas de subordinación como el racismo o el patriarcado no se deducen necesariamente
resistencias, sino que para que esto ocurra es necesario que estas relaciones se perciban como injustas. En
palabras de Retamozo: “No se trata de negar que mujeres, trabajadores, indígenas, campesinos sean
víctimas de situaciones que producen dolor o sufrimiento, sino que, primero, para sostener que una situación
es injusta e ilegítima se requiere de un discurso que construya esas situaciones como tales” (2017: 171).
Podemos observar en la actualidad como el avance de la lucha feminista ha rearticulado los discursos y
promovido la circulación de nuevos significantes disponibles trastocando así, podríamos sugerir en una
línea foucaultiana, lo decible y lo visible. Por ejemplo, la innovación de los términos “femicidio”,
“transfemicidio” y “travesticidio” es un avance fundamental ya que otorga una nueva superficie de
inscripción en la que pueden significarse los asesinatos de mujeres, trans y travestis -que eran concebidos
anteriormente en términos de “crimen pasional” u homicidio simple-, subvirtiendo el sentido y
visibilizándolos como producto de un sistema patriarcal que engendra violencia sistemática hacia los
cuerpos feminizados.

107
facilidad para que sean escuchadas que quedándose aisladas 86- y puedan incluirse
reivindicaciones de nuevos derechos, como también la proliferación de significantes al
ofrecer una sutura ideológica facilitará la construcción de la significación de reclamos
que aún no han sido formulados como tales87. La “pobreza” de significado estable (es
decir, la autonomización del significante) es decisiva para la comprensión de la eficacia
política de algunos signos. De antemano no es posible determinar cuál significante se
convertirá en hegemónico, todo depende de las lógicas de equivalencia y diferencia en la
que se inserte, pero si toda estabilización del sentido en torno a un significante es un acto
de poder, entonces, proliferar los mismos es abrir vías de posibilidad de nuevas fijaciones
de sentido y disputa de los sentidos dominantes88. En esta dirección, dado que tanto la
totalidad del orden social como la identidad de los sujetos presentan un ausencia en el
lugar del fundamento, Laclau y Zac sostienen que “una serie de significantes de la falta,
de la plenitud ausente, deben ser producidos constantemente si la política —en tanto
diferente a las formas sociales sedimentadas— ha de ser posible” (1994: 38).
En segundo lugar, otra tarea para una política democrática es la disputa de los
significantes, no sólo de cuál será el que represente una determinada cadena de demandas,
sino que también se le debe prestar atención a la disputa al interior de los mismos en tanto
tienen el carácter de flotantes. La pregunta de cómo concebir el cambio en los sistemas
de significación –y por ende, el cambio en la relación entre significante y significado- no
fue tenida en cuenta por Saussure porque entendía, por un lado, que la lengua cambia muy
lentamente con el paso del tiempo, y por otro, no veía ningún interés en cambiar la lengua
ya que el signo es arbitrario, de modo que a un animal lo llamen “vaca” o “bububu” es lo
mismo en tanto se mantenga el sistema diferencial. No obstante, Laclau señala que el
signo es arbitrario pero no azaroso. En este sentido, no da igual si el término “mujer” se
articula con significantes de la liberación contra la opresión o con el mandato materno y
la subordinación al hombre (Laclau, 1997: 47)89. Los significantes al vaciarse puede ser

86
La lucha por la legalización del aborto en Argentina, por ejemplo, lleva ya muchos años, pero en el
contexto en el cual el feminismo como identidad política ha logrado construir hegemonía y ha articulado
dicha demanda en su paraguas, el reclamo ha cobrado mayor visibilidad y ha llegado a ser discutido en el
Congreso de la Nación en el año 2018.
87
Mouffe, por su parte, sostiene: “Para actuar políticamente, las personas necesitan ser capaces de
identificarse con una identidad colectiva que les brinde una idea de sí mismas que puedan valorizar. El
discurso político debe ofrecer no sólo políticas, sino también identidades que puedan que puedan ayudar a
las personas a dar sentido a lo que están experimentando, y a la vez, esperando del futuro” (2007: 32).
88
Dado que lo social se articula dentro del orden simbólico “el poder se revela como un elemento inherente
a la lógica del significante” (Stavrakakis, 2007: 61).
89
En este sentido, si pensamos la interpelación althusseriana como constitutiva de los sujetos encontramos
que no todos son interpelados de la misma manera y el carácter impersonal de la estructura no permite

108
hegemonizados por contenidos muy diversos, incluso los significantes flotantes, como ha
señalado Laclau, pueden ser disputados por cadenas de equivalencias antagónicas. El
significante “democracia”, como vimos, puede ser articulado tanto en discursos de
izquierda como de derecha. En este sentido, la disputa por los significantes es una
estrategia clave. Las contribuciones de Judith Butler, su hincapié en la necesidad de
‘subversión del significado’, resultan relevantes en esta dirección. La filósofa teniendo en
cuenta la performatividad del discurso analiza el lenguaje de odio y se interroga sobre
qué formas de resistencia son posible para aquellos individuos que son interpelados
mediante el insulto o el agravio. En este sentido, utiliza la noción de “supervivencia
lingüística” señalando que si el lenguaje puede herirnos, debe haber alguna forma de
sobrevivir desde él (Butler, 1997). La constitución performativa implica que los discursos
tienen concretos efectos en la producción de los sujetos, sin embargo Butler sostiene que
la esperanza reside en que la performatividad siempre es incompleta, la sujeción nunca
es determinante. El sujeto no se somete completamente a la norma, sino que esta requiere
de la reiteración para lograr sus efectos. En dicha repetición pueden abrirse fisuras
generando desplazamientos de sentidos. Los significantes con el tiempo pueden ser
resignificados y los discursos pueden rearticularse en pos de nuevas significaciones. La
posibilidad de cambiar la repetición normativa y desviar la cadena de citas puede verse
como una alternativa esperanzadora para quienes son interpelados través del agravio. De
este modo, la filósofa estadounidense sostiene:

“una ocupación o reterritorialización de un término que fue empleado para excluir a un


sector de la población puede llegar a convertirse en un sitio de resistencia, en la posibilidad
de una resignificación social y política capacitadora” (Butler, 2010: 325).

Para ejemplificar, el término “queer” -que suele traducirse como ‘raro’- surgió como un
insulto que señalaba la abyección, pero luego la comunidad interpelada con dicho término
se apropió del mismo para reelaborarlo en una afirmación política. La apropiación del
término, así, invierte su sentido degradante para transformarlo en legítimo90. De esta

explicar por qué determinados sujetos ocupan ciertos lugares. Podemos ir más allá de Althusser para
preguntarnos, entonces, ¿existe una multiplicidad de interpelaciones?, ¿es posible diferenciar entre ser
interpelados según género, nacionalidad, clase social?
90
Para dar otro ejemplo podemos mencionar las marchas “Ni una menos” realizadas en varios países de
América Latina, allí el significante “mujeres” en vez de remitir a una identidad fundada en el mandato
materno o de belleza aglomeraba a miles de personas en pos de la erradicación de la violencia de género.
Por su parte, Victoria Santa Cruz en la poesía “Me gritaron negra” realiza el mismo movimiento, si en un
primer momento señala como otros utilizan el calificativo “negra” para descalificarla, ella se apropia del
mismo, subvirtiendo el sentido injurioso del término para afirmar su propia identidad: “Negra soy”.

109
manera, dado que no hay un significado degradante último de significantes como “negro”
o “queer” es posible disputarlos, subvirtiendo el sentido para convertirlos en un territorio
de resistencia91.
Por último, otra cuestión clave para una política democrática es la visibilización de los
actos de identificación como actos instituyentes92. Como vimos la falla y la identificación
son primarias a toda identidad. Los actos de identificación son instituyentes de las
identidades, y por ende la visibilidad de los mismos muestra la contingencia de las
identidades establecidas. La visibilización de los actos de identificación es posible cuando
formas opuestas de institución de lo social tienen lugar y disputan entre sí (Laclau, 1994:
3). El choque de fuerzas antagónicas permite mostrar la contingencia de lo instituido, es
decir, desoculta la contingencia de lo sedimentado. Esto permite a la vez, mostrar la no
necesidad de los sentidos que se presentan como totalizadores, visibilizando que estos no
son neutros sino hegemónicos, y por ende el resultado de relaciones de poder. De esta
forma, aumentar la conciencia de la contingencia de lo instituido también puede
vislumbrar que situaciones de dominación concebidas anteriormente como esenciales no
lo son –y como tales se pueden cambiar-. Cuanto más el fundamento de lo instituido sea
cuestionado menos las prácticas sociales sedimentadas van a poder garantizar la
reproducción del orden. Además, permitirá mostrar que no hay una sola forma de
identificación posible –y un único agente social privilegiado-, sino que puede haber
múltiples y por ende una diversidad de identidades colectivas puede tener lugar.
Las tres tareas que mencionamos aquí las encontramos en función de lo que entendemos
que es la tarea para una política democrática principal en la obra del autor: la constitución
de identidades políticas, y en particular la construcción del “pueblo” como sujeto
colectivo.

91
Esto es lo que Butler (1997) denomina “agencia discursiva”. La posibilidad de agencia en el lenguaje
está dada no por la utilización de performativos soberanos, sino a partir de que el proceso de repetición y
citación puede desviarse. La agencia es pensada, entonces, desde el lenguaje, no por un uso instrumental
por parte del sujeto, sino por la contingencia en la repetición que posibilita los desplazamientos de sentidos
y subversión del significado.
92
Esta es señalada explícitamente por Laclau, como veremos en el próximo apartado, en The Making of
political identities (1994).

110
4.3 Identidades colectivas y política democrática

En el andamiaje teórico de Laclau confluyen, como hemos señalado en el trabajo, la


crítica al esencialismo, la problemática de la concepción de un sujeto revolucionario
privilegiado y homogéneo que planteaba el marxismo, con la observación de las
sociedades industriales avanzadas en las que las transformaciones políticas han dado
lugar a la emergencia de nuevos antagonismos y múltiples agentes de cambio, a la vez
que, la unidad de los mismos se presenta como una articulación precaria y supeditada a
rearticulaciones hegemónicas (Laclau y Mouffe, 1987). En 1985, año de la publicación
de Hegemonia y estrategia socialista, comenzaba a haber un auge de los movimientos
sociales en el escenario político. Estos visibilizaban la emergencia de nuevas formas de
lucha, como la orientación sexual o el ecologismo, ajenas al vocabulario clasista
predominante en la izquierda hasta el momento. El análisis de las situaciones de
subordinación llevó a los autores a descartar una teoría topográfica del poder, para dar
cuenta de la lógica en que las relaciones sociales se condensan en torno a puntos nodales
sobredeterminados y la multiplicidad de elementos discursivos que producen posiciones
subordinadas y dominantes en distintos lugares de la estructura (1987: 237). En este
contexto los autores proponen como proyecto de una nueva izquierda la construcción de
una democracia radical y plural que se base en la articulación de las luchas contra las
distintas formas de subordinación –de clase, de sexo, de raza, así como también las luchas
de los movimientos antinucleares, ecológicos y antiinstitucionales-. Las identidades
colectivas que luchen contra los diferentes modos de opresión no son concebidas como
establecidas a priori sino que son el resultado de articulaciones hegemónicas. De este
modo, no se trataba de descartar el imaginario liberal democrático sino en profundizarlo
en una la dirección democrática, expandiendo la cadena de equivalencias entre las
distintas luchas contra la opresión. El proyecto político propuesto, de este modo, incluye
la dimensión socialista –que implica la abolición de las relaciones capitalistas de
producción-, pero al mismo tiempo brega por la eliminación de las diversas
desigualdades, lo que requiere de la multiplicación de antagonismos y construcción de
una pluralidad de espacios de lucha –ampliando, por ende, el programa socialista
tradicional- (1987: 317).
Ahora bien, la preocupación por la constitución de las identidades colectivas es una
constante en varias de las obras de Laclau. Encontramos, de este modo, que en Hegemonía
y estrategia socialista, en un contexto social de emergencia de los movimientos sociales,

111
el hincapié estaba en el análisis de la constitución de múltiples sujetos colectivos, y se
propuso como correlato el proyecto político de una democracia radical y plural, mientras
que luego en La razón populista, escrito en pleno auge de la subida al poder de gobiernos
populistas en América Latina, el “pueblo” es la figura que prima y el esfuerzo teórico del
autor se dirige a indagar la constitución de tal identidad. Este cambio trajo aparejado la
propuesta de un proyecto político diferente: el populismo. Para que una ruptura populista
tenga lugar debe producirse una dicotomización del espacio social y la construcción del
“pueblo” como sujeto colectivo significa apelar a “los de abajo” en una oposición frontal
contra el régimen existente (2006, 56)93. La emergencia de dicho actor involucra, como
hemos visto, la constitución de una cadena equivalencial entre demandas insatisfechas, la
representación de la misma por un significante vacío hegemónico, la dimensión afectiva,
la performatividad del nombre, la construcción de la frontera antagónica, así como
también, la posibilidad de desplazamientos de las fronteras a través de la producción de
significantes flotantes y una heterogeneidad constitutiva que otorga centralidad a la
articulación política (2015: 197)94. De este modo, el pueblo, en vez de tener una
naturaleza homogénea que se atribuiría a actores puros de clase, es concebido como la
articulación de una pluralidad de demandas democráticas heterogéneas95. Tal como indica
Laclau, de este modo, “la construcción de un pueblo es la condición sine qua non del
funcionamiento democrático” (Laclau, 2015: 213). En este sentido, con el énfasis en la
constitución del “pueblo”, como señalan Biglieri y Perelló (2015), la radicalidad de la
teoría laclausiana se encuentra finalmente en el populismo más que en la democracia
radical. En otras palabras, “el populismo ha devenido en la forma de la política radical
para los tiempos que corren” (Biglieri y Perelló, 2015:62).

93
Este lógica implica, como hemos señalado, una relación en el que una parcialidad (la plebs) se identifica
con la comunidad como un todo (el populus). Puede haber una pluralidad de encarnaciones del populus,
cuál sea la que lo asuma será el resultado del juego hegemónico. La tensión populus/plebs, como señala
Laclau (2015) asegura el carácter político de la sociedad ya que dicho hiato no permite una superposición
entre los dos polos y reconciliación final.
94
El reconocimiento del rol que desempeña la dimensión afectiva en las formas políticas de identificación
y la importancia de la movilización de los afectos comunes, como señala Mouffe (2018), estaban ausente
en las teorizaciones de la izquierda tradicional.
95
La lógica populista, como señala el autor, en tanto es una lógica de construcción política no refiere a
ningún fenómeno en particular. En este sentido, no anticipa nada acerca de los contenidos ideológicos del
giro populista: “ideologías de las más diversa índoles pueden adoptar un sesgo populista. En todos los casos
estará presente, sin embargo, una ruptura con el estado de cosas actual (…)” (Laclau, 2006:57). El “pueblo”
en tanto significante flotante que representa una plenitud puede ser disputado por cadenas de demandas
antagónicas, es decir, voluntades antagónicas pueden intentar hegemonizar dicho significantes, y por ende,
puede representar cadenas equivalenciales de demandas más conservadoras, como de demandas más
progresistas.

112
La cuestión de la identidad política es un punto de controversia en la filosofía política
contemporánea. Dentro de este campo las formulaciones teóricas del autor argentino en
torno a dicha noción han contribuido a los debates sobre el tema. La crítica a la
concepción de un fundamento último y esencialista ha traído aparejado el derrumbe de la
noción metafísica tradicional de identidad, a la vez que, las críticas de Nietzsche y Freud,
entre otros pensadores, acabaron con la noción del sujeto fundador cartesiano. En este
contexto de ruptura algunos pensadores posmodernos frente a la trascendentalidad de la
identidad han realizado un esfuerzo teórico por pensar alternativas que abandonen dicha
categoría, y en este sentido, han optado por priorizar el fluir de las diferencias en un
campo inmanente (Deleuze, 1972), pensar una multitud a la que se le adjudica plena
inmanencia y cuya unidad proviene de una agregación espontánea de diversas acciones
que no requieren articulación entre sí (Hardt y Negri, 2000), o -al considerar que toda
nueva subjetividad es una nueva forma de subordinación y que el paradigma del poder
soberano es la exclusión y la producción de vida desnuda96- proponer la figura del
singular cualsea, despojada de toda identidad y marcas de pertenencia (Agamben,
2006)97. Estos pensadores han seguido concibiendo a la identidad política como si fuera
una identidad metafísica inmutable, y dado que esta es insostenible, deducen que deben
ser desactivadas todas las identidades (Prósperi, 2016: 23)98. No obstante, como
estrategias emancipadoras que puedan dar batalla en el orden neoliberal actual no se
concibe cómo la multitud rizomatica de Hardt y Negri podría articularse en un sujeto
político que tenga relevancia efectiva y concreta, a la vez que, en la teoría de Agamben
al presentarse la vida desnuda como totalmente indefensa, no hay posibilidad alguna de
construir una resistencia desde ella (Laclau, 2008b)99.

96
El termino vida desnuda o nuda vida remite a aquella vida que se puede matar sin cometer asesinato, esto
es, vida de la que se puede disponer, vida abandonada, vida expuesta a la muerte. Para Agamben (2010) la
soberanía –al poder decidir sobre la aplicación o no de la ley- se funda sobre el estado de excepción, el cual
crea las condiciones jurídicas para que el poder disponga de los ciudadanos en tanto vidas desnudas.
97
El filósofo italiano sostendrá: “es letal toda política de las identidades, aunque se trate de la identidad del
contestatario y la del disidente” (Agamben, 2005: 17). Toda nueva identidad se expone a los procesos de
dependencia del biopoder, por lo que propone “quedarse en el umbral” entre la identidad y la no-identidad.
98
Respecto a estas filosofías de la inmanencia cabe preguntarse si “la inmanencia absoluta, traducida en
términos políticos, ¿no conduciría por necesidad a una anarquía, es decir, a una ausencia de toda forma de
trascendencia, incluso construida?” (Prósperi, 2016: 16). No es casual, en ese sentido, que la filosofía que
proponen Deleuze y Guattari (2014) conduce a un anarquismo deseante, o que Agamben desprenda de su
análisis afirmaciones tales como: “La anarquía es lo que el gobierno debe pre-suponer y asumir sobre sí
como el origen del cual proviene y, a la vez, como la meta hacia la cual se mantiene en viaje” (Agamben,
2007: 80).
99
En la empresa teórica de Agamben no hay una articulación de los subalternos, sino que se subsumen
diferentes casos desde los prisioneros de los campos de concentración, los refugiados, hasta las personas
en estado de coma bajo el rotulo de ‘vida desnuda’, haciendo en tal procedimiento abstracción de las
diferencias. El italiano presenta una dicotomía tajante entre un poder soberano todopoderoso y una vida

113
Si luego de la crítica antiesencialista algunos autores apuntaron a erradicar del
vocabulario filosófico ciertos conceptos, otro camino ha sido el enfoque deconstructivo
derrideano que frente a aquellos conceptos que se consideran inadecuados pero que no
hay otros términos disponibles que puedan remplazarlos, en vez de deshacerse de aquellos
los somete a borradura, de modo que el término pueda seguir funcionando bajo una forma
deconstruida y por fuera del régimen previo. “Identidad” es uno de esos conceptos, es una
categoría que no puede ser pensada a la vieja usanza, pero sin la cual ciertas cuestiones
claves no pueden pensarse en absoluto (Hall, 2003). Coincidimos, en este sentido, con
Hall en que la irreductibilidad del concepto de identidad radica en su carácter central para
la agencia y para la política100 101
. Como ha demostrado Laclau, es posible una
reintroducción de la categoría de identidad que no conciba a esta como el núcleo estable
del yo que se mantiene inmutable a lo largo del tiempo, sino que, por el contrario,
comprenda a todo intento de identidad como una construcción hegemónica y precaria en
torno a una falta constitutiva. El terreno de lo social se estructura no como una inmanencia
o trascendencia plena, sino como una transcendencia fallida (2015: 303). En ese campo
es donde el “pueblo” puede tener lugar mediante una investidura radical que lo convierta
en la presencia de una ausencia. La identidad colectiva siempre es una identidad fallida,
es un construcción nunca completa, que remite a una lazo equivalencial que parte de la
heterogeneidad102. De este modo, no indica la unión esencial de varios individuos
completos, sino que toda identidad política es una articulación sobredeterminada de
elementos heterogéneos que requiere del antagonismo y de la hegemonía para
constituirse, así como también, está sujeta a una historia y contexto social específico y
depende de la representación para poder emerger. La diferencia y la hibridización no son

desnuda totalmente indefensa. En esta lectura se presupone que la nuda vida no participa de prácticas
antagónicas, ni logra articularse y organizarse para resistir a la opresión. Al equiparar situaciones humanas
tan diferentes bajo el término “vida desnuda”, no se diferencia la situación del exiliado político -que sí
puede participar de prácticas sociales antagónicas- de la de aquellos que están en estado de coma.
100
Hall explica: “Cuando hablo de política me refiero a la significación del significante «identidad» en las
formas modernas de movilización política, su relación axial con una política de la situación, pero también
a las dificultades e inestabilidades notorias que afectaron de manera característica todas las formas
contemporáneas de «política identitaria» (2003:14).
101
En este dirección, la noción de “esencialismo estratégico” de Gayatri Spivak ha contribuido al debate en
torno a la cuestión de la identidad. Laclau señala que si bien dicha fórmula no lo convence enteramente,
tiene la ventaja de encontrar un equilibrio entre términos antinómicos: "‘Esencialismo’ alude a una política
fuerte de la identidad, sin la cual no existen las bases para la acción y el cálculo político. Pero el
esencialismo es sólo estratégico -es decir, que apunta, en el momento mismo de su constitución, a su propia
contingencia y a sus propios límites” (1996b: 90).
102
Como señala Hall, es importante dar la discusión sobre este carácter construido de la identidad en los
debates sobre los procesos de globalización que perturbaron el carácter “estable” de muchas poblaciones y
culturas, y en las discusiones sobre los procesos de migración forzada, que se han convertido en un
fenómeno global en la actualidad (2003: 17).

114
un fenómeno marginal sino el terreno mismo donde las identidades colectivas se
constituyen (Laclau, 1996b: 90). Se trata, entonces, de la construcción de identidades
precarias, contingentes y disputables, que implican un proceso en el que una parcialidad
encarna una totalidad que siempre se le retrae.
Los significantes colectivos no son descriptivos sino prescriptivos, es decir, no describen
un sector preexistente sino que lo instituyen. Producen provisoriamente un conjunto que
es permanentemente renegociado y rearticulado en relación con otros significantes dentro
del campo político. Es cierto que el poder traza cortes y jerarquías, de modo que, a la vez
que conforma sujetos legibles produce seres abyectos (Butler, 2010). Toda identidad se
construye mediante la exclusión de lo otro103. Tal como indica Butler, categorías como
“mujeres” u “homosexuales” establecen identidades provisionales a la vez que un
conjunto de exclusiones, pero no por esto, sostiene la autora en Cuerpos que importan,
hay que abandonarlas:

Es necesario aprender un movimiento doble: invocar la categoría e instituir así,


provisoriamente, una identidad y, al mismo tiempo, abrir la categoría como un sitio de
permanente oposición política. Que el término sea cuestionable no significa que no
debamos usarlo, pero la necesidad de usarlo tampoco significa que no debamos cuestionar
permanentemente las exclusiones mediante las cuales se aplica y que no tengamos que
hacerlo precisamente para poder aprender a vivir la contingencia del significante político
en una cultura de oposición democrática (Butler, 2010: 310).

Así, términos como “mujeres” no constituyen categorías cerradas sino que son territorios
de disputa política, y es en esto en que reside su potencial democratizador. No establecen
identidades fijas sino provisionales, por lo que las exclusiones son contingentes y siempre
acechan las afirmaciones de identidad. Concebir a las categorías como abiertas,

103
Algunas corrientes del feminismo se posicionan en contra de la identidad “mujer” dado que en el
feminismo hegemónico esta ha remitido a las mujeres heterosexuales, blancas de clase media, y por ende,
excluye a las que no entran en estos parámetros. Toda identidad, como han señalado Laclau (1990), Butler
(2010), Derrida (1981), entre otros, se constituye en relación con lo que no es, necesita de un afuera
constitutivo, por lo que se construye mediante la exclusión. No obstante, se trata de construcciones
parciales, no cerradas, por lo que es posible abrir las categorías hacia nuevos significados, ampliar la cadena
equivalencial, rearticularlas y disputarlas. Como señala Laclau (1996b) “la universalización y su carácter
abierto condenan por cierto a toda identidad a una hibridización inevitable, pero hibridización no significa
necesariamente declinación a través de una pérdida de identidad: puede también significar robustecer las
identidades existentes mediante la apertura a nuevas posibilidades”. La potencialidad se encuentra entonces
en abrir las categorías como sitio de disputa política, pero también en proliferar nuevas superficies de
inscripción de identidades como “lesbianas” o “feministas” en vez de erradicar las categorías.

115
eliminando el esencialismo, implica que su sentido puede rearticularse y ser
resignificado104.
Para el pensador argentino cambiar las relaciones de fuerza no se logrará quedándose en
el quietismo del umbral agambeniano o en el fluir inmanente deleuziano, sino que es
necesario construir nuevas identidades que disputen los centros de dominación. Si bien
no hay agentes del cambio social a priori, la construcción de estos es indispensable en la
lucha por nuevas emancipaciones. La propuesta teórica de Laclau, en este sentido, es útil
para pensar una resistencia desde la articulación de demandas insatisfechas en identidades
colectivas que disputen la hegemonía de los distintos nodos de poder -como lo podemos
observar con la comunidad LGTBIQ, las organizaciones de mujeres o de pequeños
productores- (1987) o la construcción de un “pueblo” que en tanto depositario de la
soberanía popular pueda transformar el orden social (2015). Una lógica de la equivalencia
que tenga en cuenta la multiplicidad de opresiones y las demandas provenientes de
distintos sectores con derechos vulnerados puede también apostar a la solidaridad entre
identidades vulnerables y promover, por ejemplo, los vínculos entre los movimientos
feministas y las organizaciones antirracistas o los movimientos de trabajadores para evitar
la utilización del feminismo con fines racistas o conductas machistas y patriarcales dentro
de las luchas obreras105. Cabe aclarar que la expansión de las cadenas de equivalencia, al
no ser una simple alianza entre agentes sociales constituidos, modifica la identidad de los
sujetos (Laclau y Mouffe, 1987: 303). Dicha articulación equivalencial, de este modo, es
crucial para que las luchan de un grupo no se lleve a cabo en detrimento de los derechos
de otro, y en ese sentido, para el fortalecimiento democrático. Sin embargo, la empresa
teórica del argentino no desarrolla una teoría de la acción de esos sujetos, es decir, una de

104
En Fundamentos contingentes: el feminismo y la cuestión del postmodernismo Butler apunta a sus
críticos: “existe el refrán de que precisamente ahora, cuando las mujeres están empezando a asumir el lugar
de sujetos, las posiciones postmodernas vienen y anuncian que el sujeto está muerto” y se defiende:
“Deconstruir el sujeto del feminismo no es, entonces, censurar su utilización sino, por el contrario, dejar al
término libre en un futuro de múltiples significaciones, emanciparlo de las ontologías raciales o maternales
a las que ha sido restringido, y darle juego como un sitio donde puedan ver la luz significados aún no
previstos” (Butler, 2005: 30-34). En este sentido, posicionarse contra la metafísica de la presencia y la idea
de sustancia como fundamento no equivale a anunciar la muerte de las categorías como “mujeres”, sino
que las libera de un referente fijo de modo que nuevas posibilidades de resignificación del término son
posibles.
105
En esta dirección, encontramos vasos comunicantes entre la noción de cadena equivalencial de demandas
propuesta por Laclau y Mouffe y las teorías de la interseccionalidad de opresiones (Lugones, 2008) o de la
imbricación de las relaciones sociales estructurales de sexo, raza y clase (Falquet, 2017) que permiten
visualizar las múltiples relaciones de dominación y apuestan a incentivar luchas colectivas que no se centren
contra una sola forma de opresión de manera aislada sino que breguen por abolir simultáneamente el
conjunto de las relaciones de poder de sexo, raza y clase.

116
la limitaciones que puede señalarse al pensamiento del autor es que no otorga elementos
conceptuales para pensar la praxis política.
Por otro lado, encontramos enriquecedora la propuesta de Laclau en los debates sobre la
institución del orden social y la ausencia de fundamentos sólidos. Como observó Lefort
(1990) la caída de los marcadores de certeza y el avance de las instituciones democráticas
visibilizó el lugar vacío del poder, lo cual trajo aparejado considerables discusiones en la
filosofía política contemporánea. Para mencionar un ejemplo, en esta dirección se dirigió
la empresa teórica del filósofo Giorgo Agamben, pero llegando a resultados diferentes de
los del pensador argentino. El italiano entenderá que la máquina gubernamental en su
centro está vacía, de modo que no hay una esencia del poder sino que este es un efecto de
la máquina. Estas funcionan creando fundamentos ya que el ser en sí mismo no tiene un
fundamento último (Agamben, 2006). No obstante, al sostener que todo ejercicio de la
soberanía parte del paradigma de la exclusión, el filósofo no apuesta a una rearticulación
de la máquina sino a su desactivación (Agamben, 2016). No pretende, entonces, construir
un contrapoder sino volver inoperante todo poder, suspenderlo106. En palabras de Mónica
Cragnolini: “la potencia de suspensión es un modo de resistencia que intenta quebrar la
cadena de productividad. Esto no significa pensar una ‘organización de hombres’ que
quiebran dicha cadena” (2015: 44). En vez de pensar la lucha política en términos de un
grupo que se opone a otro por el control del Estado generando un conflicto, la
inoperosidad remite al acompañamiento de un proceso en descomposición107. Ahora
bien, tanto Agamben como Laclau van a sostener la ausencia de todo fundamento de la
sociedad. Pero, mientras que para el primero la prioridad está en hacer visible el lugar
anárquico del poder, quedándose en el momento deconstructivo, en el filósofo argentino
encontramos un doble movimiento: no sólo le interesa el momento de la destitución del
orden social sino también el momento de su institución. En otras palabras, si por una parte
Laclau exhibe la vacuidad del origen del ordenamiento social, por la otra señala la
necesidad de los intentos de sutura. Es decir, si bien no existen fundamentos sustanciales
bajo los que se asiente el orden social, advierte la necesidad de construirlos. En este
sentido, la visibilidad de la ausencia de fundamento de lo social es lo que da lugar para

106
Si entendemos el conflicto como un factor decisivo de la política, en el pensamiento de Agamben al
negar todo resplandor de contrapoder la política se desvanece.
107
En este sentido, el filósofo italiano afirma: “si es lícito avanzar una profecía sobre la política que viene,
esta no será ya una lucha por la conquista o el control del Estado por parte de nuevos o viejos sujetos
sociales, sino una lucha entre el Estado y el no-Estado (la humanidad), disyunción insuperable de las
singularidades cualesquiera y de las organizaciones estatales” (Agamben, 2001: 75). El pensamiento del
italiano plantea el advenimiento de una comunidad mesiánica.

117
Laclau a la posibilidad de toda rearticulación hegemónica emancipatoria. De este modo,
el argentino sostiene la importancia de mantener abierto el juego entre lo político y la
política, mientras que en la teoría del filósofo italiano dicho juego se detiene,
reduciéndose meramente al plano de lo político108.
Si el fundamento fuera absoluto y hubiera una concentración de poder total no habría
posibilidad de construcción política, pero si no existiese fundamento alguno ni ninguna
concentración de poder, la política sería igualmente imposible (Prósperi, 2016: 24). Para
Laclau la imposibilidad de un fundamento universal no elimina su necesidad, sino que
transforma ese fundamento en un lugar vacío que puede ser llenado por diversas formas
discursivas (Laclau, 1996b). Así, al autor le interesa tanto el momento de la destitución
como de la institución del orden. En esta dirección, el interrogante que Laclau encuentra
crucial, es sobre cómo concebir un momento constructivo que exceda las posibilidades
repetidoras de los marcos sociales sedimentados (1994: 4). Como vimos en el primero
capítulo, si el criterio de los actos de innovación estaría dado por la estructura social
misma no sería más que una solución algorítmica. Es decir, si la transformación del orden
que implica el momento de lo político es una innovación radical, entonces no es posible
explicarla apelando a una lógica subyacente de lo social. De modo que, el acto de
institución de lo político sólo puede tener su fundación en sí mismo. Ahora bien, como
observamos en el tercer capítulo, el momento del Sujeto era concebido como la distancia
entre la estructura indecidible y la decisión, y por ende, era considerado el momento
propio de libertad. Es decir, en el momento de la dislocación emergía el Sujeto y su
elección en torno a cuál o tal identificación no estaba determinado de antemano por nada
interior de la estructura. En este sentido, encontramos que en The Making of political
identities Laclau señala:

¿No es este carácter autofundante que (que constituye a lo político como opuesto a
las prácticas sociales sedimentadas) precisamente el mismo de la identificación
(como opuesta a la mera identidad)? (1994: 4).

108
Mihkelsaar (2015) advierte que en la versión alemana de la obra de Marchart El pensamiento político
posfundacional esta agregada la sección “Politische Differenz ohne Politik: Giorgio Agamben”, que no
aparece publicada en el versión en español de dicha obra. Allí respecto a la diferencia ontológica entre lo
político -como el momento fundante de la política- y la política -como el lugar de administración de
instituciones y órdenes sociales sedimentados-, Marchart sostiene que: "Lo que en el caso de Agamben es
observable es la reducción implícita de la diferencia política al lado ontológico de lo político y el
vaciamiento simultáneo del lado óntico de la política de todo significado y contenido " (Marchart, 2010:
238-239 citado en Mihkelsaar, 2015: 48).

118
Tanto en la dimensión del orden social (que presentaba en su raigambre la diferencia entre
la activación/ lo sedimentado) y en la dimensión de la identidad de los sujetos (respecto
a la cual el autor señalaba a la diferencia entre Sujeto/ posición de sujeto) el filósofo
muestra el vacío en torno al cual se estructuran –señalando el abismo primario- pero, a la
vez, se pregunta por el momento de su constitución, encontrando la dimensión de lo
político como instancia de institución en la cual es posible salir de la reproducción de lo
sedimentado. Para aclarar esta cuestión, recordemos que al indagar las distintas
concepciones de sujeto a lo largo del pensamiento del autor encontramos en la primera
etapa la noción de posiciones de sujeto, mientras que en la segunda el Sujeto tenía lugar
en el momento de la dislocación. En otras palabras, por un lado el Sujeto aparece en el
momento de la dislocación de lo sedimentado, momento propio de la decisión y búsqueda
de alcanzar la plenitud a través de una nueva identificación, y por otro, encontramos la
instancia cuando la identificación se cristaliza y es reabsorbida por la estructura. La
diferencia ontológica de estas dos instancias –entendiendo al momento del Sujeto como
la instancia ontológica y al de las posiciones al interior de la estructura como la dimensión
óntica- es irreductible: el momento del Sujeto no puede reducirse a las posiciones de
sujeto, a la vez que, como vimos, la multiplicidad de posiciones de sujeto tienen como
condición de posibilidad la imposibilidad del Sujeto. Ahora bien, podemos observar que
esta dualidad óntico-ontológica ligada a la cuestión del sujeto está presente también en la
diferencia entre lo social y la sociedad (o lo político/sedimentado) que Laclau señalaba
respecto a la configuración del orden social. Es decir, tanto la constitución de los sujetos
como la de la comunidad son atravesadas por una diferencia óntico- ontológica. En ambas
configuraciones se presenta el momento de lo político como la dimensión de
institución/destitución y el momento de lo sedimentado. La constitución de la identidad
de estos dos registros no responde a una identidad esencial ni a un despliegue de una
racionalidad interna dado que el momento de lo político es autofundante. No obstante,
como hemos observado a lo largo del trabajo, cabe señalar que si bien el momento de lo
político instituyente no remite a una lógica necesaria, siempre está inscripto en un
contexto social particular. Las crisis sólo dislocan parcialmente lo sedimentado y las
posibilidades de rearticulación del orden tienen lugar siempre en condiciones históricas
localizables.
Luego de la pregunta citada, el filósofo continua: “Si esto es así, entonces, toda identidad
política requiere la visibilidad de los actos de identificación (es decir, de los actos que las
instituyen)” (1994: 4). De modo, que para que toda identidad sedimentada muestre su

119
carácter contingente –y en ese sentido precario y disputable-, el momento político de
institución debe ser visible. La visibilidad del momento político instituyente sólo puede
obtenerse en la medida en que formas opuestas de institución de lo social son actualmente
postuladas y luchan en la arena histórica. En otras palabras, como observamos
anteriormente, es en la confrontación de proyectos antagonistas donde se revela la
contingencia de los actos de institución. Ahora bien, dos o más proyectos políticos
opuestos sólo pueden tener lugar en el marco de una política democrática. Sólo dentro de
los parámetros establecidos por una política democrática pueden postularse y confrontar
en un terreno de lucha en común identidades políticas antagónicas.
Llegados a este punto, entonces, podemos señalar el lugar de encuentro de dos cuestiones
que atraviesan la obra de Laclau. Si detectamos la importancia concedida a lo largo de su
empresa teórica, por un lado, a la dimensión ontológica de la constitución el orden social,
y por otro, a la constitución de identidades colectivas, encontramos que en donde
convergen ambos terrenos es el nivel óntico de la política. Tanto el orden social como la
identidad de los sujetos son para el autor construcciones precarias y contingentes que
adoptan la forma de un vacío. El contenido que llene ese vacío es el resultado de una
disputa de poder, de modo que toda instauración de una identidad es poder. El poder es
constitutivo de la objetividad social (Laclau, 1996b). Como vimos, sólo un contenido
particular puede asumir el lugar de la plenitud, es decir, es a través de lo óntico que puede
disputarse lo ontológico. La transformación del ordenamiento social sólo puede llevarse
a cabo a través del nivel óntico de la política donde identidades colectivas presenten sus
proyectos particulares como representantes de la totalidad de la comunidad.
El antagonismo, entonces, muestra las condiciones contingentes de constitución del
orden. Dicha contingencia al estar presente en los cimientos permite mostrar que toda
significación social será una construcción y no el reflejo de una “cosa en sí” (Laclau,
1996a). Esta construcción es producto de un acto de poder, de manera que a diferencia de
posiciones como la de Agamben que sostenían que en una sociedad libre todo poder se
habría erradicado, para Laclau la desaparición del poder “sería equivalente a la disolución
del tejido social” (2000: 50). Por lo que para transformar lo social, incluso en un proyecto
democrático y emancipador, se requiere construir poder. La transformación del orden
social es posible para el autor si identidades políticas diversas se confrontan en el terreno
abierto por la política democrática.
El reconocimiento de la diferencia entre el proceso ontológico de un fundar y los
regímenes ónticos que intentan ocupar el lugar de fundamento, la no superposición entre

120
dichos niveles, es el punto de partida de la política. De lo contrario, la superposición entre
estos derivaría en un totalitarismo donde la política sería erradicada. La falta de la
estructura es condición de posibilidad de la multiplicación y reorganización del sentido.
Pero sólo en una política democrática los intentos de colmar el lugar vacío del fundamento
serán siempre transitorios y sometidos a un cuestionamiento permanente. Las reglas de
juego de la política democrática permiten mantener abierta la diferencia entre la política
y lo político, el desplazamiento del sentido y la disputa por la hegemonía. Sólo en una
política democrática pueden tener lugar identidades colectivas y proyectos antagónicos
que disputen los diferentes centros de poder. La figura del enemigo absoluto es
incompatible con una democracia radical, ya que es mediante la aceptación del
antagonismo y el carácter constitutivo de la división social que pueden postularse formas
de acción social que sean consideradas verdaderamente políticas. En este sentido, la
política democrática habilita la constitución de identidades políticas antagónicas, que son
posibles a partir de la existencia de un universo simbólico común donde el otro pueda ser
concebido como un adversario legítimo109. La transformación del orden social está ligado
a la posibilidad de la multiplicación de los antagonismos que generen múltiples
dislocaciones en el orden, visibilizando la contingencia de lo establecido y la posibilidad
de rearticularlo. Asimismo, las dislocaciones y desplazamientos del sentido, como vimos,
dan lugar a una proliferación de significantes flotantes que pueden operar como posibles
superficies de inscripción de demandas insatisfechas. La articulación de dichas demandas
es clave para la constitución de identidades colectivas que disputen la hegemonía en los
distintos polos de poder. El “pueblo” como actor colectivo es constituido a partir de una
diversidad de luchas heterogéneas, y en esto radica su potencialidad transformadora. La
forma que adopte la constitución de un pueblo determinado siempre dependerá de un
contexto histórico y político específico110.
La lógica del populismo y la constitución hegemónica del “pueblo”, para Laclau, es la
forma por excelencia de la democracia radicalizada. Sin embargo, dado el carácter vacío
del pueblo y la posibilidad de hegemonizarlo con distintos contenidos, se le ha señalado
a Laclau que esta lógica también puede dar como resultado un populismo de derecha. No
obstante, Chantal Mouffe (2018) señala que si la lógica del populismo es ligada con el

109
En este sentido, entendemos que la noción de agonismo propuesta por Mouffe (2007) es pertinente.
110
La teoría propone una lógica de construcción de una frontera populista pero no un programa por
completo desarrollado. Los casos que adopten una estrategia política populista adquirirán diferentes formas
según los diversos contextos sociales específicos.

121
imaginario democrático, es posible garantizar un proyecto de izquierda que no caiga en
absolutismos sino que bregue por la profundización de la democracia111. En otras
palabras, la teórica belga sostiene que para una estrategia política emancipadora es
necesario por un lado, desde una lógica populista la construcción de una frontera política
que divida entre “el pueblo” y “la oligarquía” como había sostenido Laclau, reconociendo
la dimensión partisana de la política que requiere de una frontera entre el “ellos y el
“nosotros” –y por ende, el carácter agonista de la democracia que descartan las visiones
pospolíticas-, pero también para evitar la indeterminación señalar que se trata de un
populismo “de izquierda” para explicitar los valores que defiende: la igualdad y la justicia
social (2018: 110). De modo que cuando se reconoce que “el pueblo” puede ser construido
de diferentes maneras y que el populismo de derecha también construye un pueblo es
necesario indicar qué tipo de pueblo se pretende construir: uno que resulte de la defensa
de la igualdad y la justicia social, que reafirme los valores democráticos y que establezca
una cadena de equivalencias entre las diferentes luchas contra la opresión. Mediante la
construcción de una voluntad colectiva de estas características es posible combatir las
políticas xenófobas del populismo de derecha y radicalizar la democracia.

111
Cabe señalar que, Mouffe en Por un populismo de izquierda sitúa su indagación teórica en Europa
occidental, heredera de la revolución democrática. Por lo que habrá que considerar en que medida estas
aseveraciones son válidas para América Latina y qué otras cuestiones –como el indigenismo- tendrán que
ser tenidas en cuenta para pensar las posibilidades teóricas de un proyecto transformador en la región.

122
Reflexiones finales
A lo largo del trabajo intentamos analizar la noción de identidad política en la obra de
Ernesto Laclau, para lo cual nos detuvimos a examinar otros conceptos claves del
armazón teórico del autor como el de discurso, hegemonía, significante vacío,
antagonismo, entre otros, que entendemos son indispensables para lograr una cabal
comprensión de dicha noción.
Luego del recorrido realizado podemos dar cuenta de algunas cuestiones claves para hacer
inteligible el constructo teórico del autor y su concepción de la identidad política. La
ausencia de un fundamento último dio lugar a la diferencia entre lo político y lo social –
así como a la distinción entre lo político y la política-, revelando la primacía de lo político
como momento instituyente. Por un lado, lo político es concebido como el momento de
activación de lo instituido donde se visibiliza el carácter contingente de lo sedimentado.
Este momento es autofundante ya que implica una decisión no determinada por la
estructura, de modo que es posible pensar una construcción del orden que no se limite a
reproducir lo sedimentado. Por otro lado, lo social, en este caso, hace referencia a las
prácticas sociales sedimentadas. De este modo, lo político constituye la posibilidad de
reactivar el origen contingente del ordenamiento social, revelando que toda objetividad
es producto de un acto de poder. Como vimos, si bien Laclau no menciona a Schmitt en
sus escritos, encontramos dos aspectos de la noción de lo político que están presentes en
la obra del jurista alemán y que son claves para el posterior desarrollo del marco
conceptual de Laclau y Mouffe. Estos son, por un lado, una concepción de lo político
como campo autónomo, móvil, distinto de la esfera administrativa de la política que
contribuyó a concebir una dimensión ontológica de lo político como momento fundante
del orden, y por otro lado, el lugar otorgado al conflicto, que es presentado como el meollo
de lo político. En este sentido, observamos también, que en la obra de Laclau el
antagonismo es una sede potencial de la dimensión lo político, del momento de
destitución e institución de un nuevo ordenamiento. La contingencia del orden instituido
se revela con el antagonismo. No obstante, detectamos que a lo largo de su obra el autor
modifica su concepción de este, ya que, si en un principio ubicaba al antagonismo en el
lugar del límite estructural, es decir, como la experiencia de la brecha constitutiva, luego
en Nuevas reflexiones introduce la noción de dislocación y sostiene que esta es anterior
al antagonismo, de modo que la forma de concebir la experiencia de la dislocación como
antagónica ya presupone una construcción discursiva. La dislocación puede ser

123
hegemonizada por discursos que antagonicen como por otro tipo de discursos, esto es, un
momento de crisis puede ser concebido como “la voluntad de dios” o puede dar lugar a
trazar una frontera antagónica entre “los trabajadores y los empresarios”, todo depende
de la intervención discursiva que le otorgue sentido. La dislocación del orden es condición
de posibilidad de los antagonismos, pero no es condición suficiente para que estos se
constituyan como tales. De esta manera, dado que no hay un antagonismo preexistente a
su inscripción discursiva, es necesario construir –mediante una superficie de inscripción
que lo signifique como tal- un antagonismo específico para que el momento propio de lo
político tenga lugar.
El intento de construir un marco teórico que rompa con el esencialismo llevó al autor
argentino a introducir una serie de conceptos ligados entre sí como dislocación,
articulación, discurso, hegemonía. No abandonará la noción de totalidad: pero no se trata
ya de concebir una totalidad fundante sino una totalidad construida. Para esto, todo intento
de constituir una totalidad debía tener en cuenta la brecha primaria, el abismo en el centro
de la estructura, por lo que toda totalidad en última instancia remitirá a una plenitud
ausente. Al considerarse la apertura de lo social como originaria, para conformar una
objetividad es necesario la articulación de los elementos –los cuales no son esenciales,
ni están constituidos de antemano sino que su identidad se ve modificada en el mismo
proceso de sobredeterminación-. La hegemonía, entendida como una relación especifica
entre lo particular y lo universal, en la cual una cierta particularidad asume la
representación de la universalidad, tiene como precondición un terreno dislocado y la
posibilidad de la articulación. La práctica articulatoria, como observamos, tiene lugar en
un terreno denominado “discursivo”. En la teoría laclausiana lo discursivo es concebido
como la producción social de sentido, y por ende, como siendo coextensivo con lo social.
En tanto es el campo general de la significación es el lugar desde donde toda objetividad
se constituye como tal. Ahora bien, en la significación de una plenitud ausente detectamos
tres niveles de lo discursivo: el “campo de la discursividad” como el lugar del exceso de
sentido, donde ningún sentido puede ser fijado; el “discurso” o formación discursiva
entendiendo a este como una limitación parcial de ese exceso de sentido, es decir, “a una
totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria”, y dado que toda formación
discursiva es una estructura dislocada para constituirse como tal requiere de un tercer
nivel: el significante vacío que la suture. El proceso en el cual un significante determinado
se vacía en su particularidad para representar una plenitud inconmensurable consigo
mismo responde a la lógica hegemónica -la cual, como vimos, coincide con la lógica del

124
objeto a lacaniano-. El discurso y el proceso hegemónico aparecen, así, entrelazados: el
primero es el terreno de constitución de toda identidad, pero si toda formación discursiva
como tal está dislocada, atravesada por una brecha estructural, entonces requerirá de una
sutura hegemónica, la cual puede ser llevada a cabo por significantes vaciados. Desde
esta perspectiva antiesencialista podía considerarse la configuración de la totalidad
ausente del orden social como la de la identidad de los sujetos.
Teniendo en cuenta que el proceso de significación de la totalidad social se configura bajo
la lógica de la hegemonía y la diferencia entre el momento de activación y de
sedimentación que sostuvimos en el primer capítulo, podemos acercarnos al proceso de
configuración del orden social distinguiendo entre lo social y la sociedad. Esto es, por un
lado, Laclau encuentra la infinitud de lo social, el exceso de sentido, y por el otro, la
sociedad o los distintos órdenes sociales como una configuración, parcialización, de lo
social que conforma una totalidad precaria. De modo que la “sociedad” es un intento de
abarcar la infinitud de lo social en un orden determinado. Para la conformación de una
totalidad eran necesarios, como vimos, los puntos nodales que estructuren lo social. Esto
podía concebirse, como observamos con Arditi, como el esquema de un archipiélago de
islas: la totalidad de la sociedad puede comprenderse como el diagrama de puntos
nodales. La estabilización de lo social se da por la estructuración en torno a diversos
puntos nodales, algunos con más irradiación que otros, que son constitutivos de una
diversidad de efectos. El esquema del archipiélago sirve para comprender que la sociedad
se conforma en el complejo entramado de una multiplicidad de nodos de poder relativo,
y por ende la transformación del conjunto del orden social no puede concebirse como un
ataque a un solo centro de dominación. En este sentido, nada garantiza que la liberación
del dominio de clase pueda terminar con la opresión de género o acabar con el racismo.
Al haber una multiplicidad de polos de poder debe haber una pluralidad de luchas que
disputen la hegemonía en cada esfera.
Como vimos, las dislocaciones pueden surgir en distintos lugares de la estructura, es
decir, no hay un solo punto de ruptura. La distinción activación/sedimentación daba
cuenta también de que cada ruptura se lleva a cabo en un terreno sedimentado, por lo que
la dislocación siempre es parcial: no se disloca la estructura en su totalidad. En este
sentido, los cambios siempre se llevan a cabo en un contexto histórico y social específico,
por lo que no cualquier transformación puede tener lugar en cualquier momento. Dado
que en el ritmo acelerado del capitalismo contemporáneo se producen una variedad de

125
cambios ocasionando dislocaciones y desniveles en la estructura social se abren nuevas
posibilidades para que una multiplicidad de antagonismos pueda emerger.
A partir de esta concepción de la configuración del orden social, el pensamiento del autor
sostiene que para la transformación del mismo es indispensable la constitución de
identidades colectivas que disputen la hegemonía en los distintos centros de opresión, de
ahí su interés por la identidad de los sujetos políticos. En nuestra investigación pudimos
detectar tres variantes de esta noción a lo largo del corpus teórico de Laclau, que
coinciden con tres etapas de su pensamiento. La primera noción que señalamos tiene lugar
hacia la década del ochenta cuando el autor se distancia de la perspectiva cercana al
pensamiento althusseriano que había adoptado hasta entonces para dar forma a su propia
teoría posfundacional. En ese marco realiza junto con Mouffe una crítica a la concepción
esencialista del sujeto y a las visiones que sostenían la posibilidad de un único agente
privilegiado del cambio social. Ante el reconocimiento de una diversidad de situaciones
de subordinación, y por ende la necesidad de una multiplicidad de luchas heterogéneas,
Laclau y Mouffe van a proponer la noción de posición de sujeto –proveniente de
Foucault-, señalando que en la estructura social hay una variedad de posiciones de sujeto.
En este sentido, entienden que la unidad de la identidad de los agentes sociales no está
dada a priori sino que es el resultado de una articulación hegemónica. La unidad de la
identidad es el producto de una articulación precaria entre varias posiciones de sujeto y
cuál de estas resulte hegemónica dependerá del juego de diferencias y equivalencias en
el que entren. Dado que toda identidad es producto de una construcción hegemónica, será
precaria y contingente. Como vimos, la extensión de la conflictividad social puede dar
lugar a una pluralidad de identidades colectivas -como el feminismo, el movimiento
antirracista o el movimiento gay- que posibiliten una diversidad luchas democráticas.
En la segunda etapa, a partir de las críticas de Žižek y la noción de sujeto barrado de
Lacan, Laclau introduce la noción de dislocación para señalar una brecha que abre un
espacio indecidible en la estructura. La identidad del sujeto no puede concebirse como
una posición dentro de una estructura porque en ese caso esta debe ser concebida como
una estructura cerrada y no habría contingencia alguna ni posibilidad de construcción
hegemónica del sujeto. Pero dado que la estructura está dislocada se requiere de una
decisión para completarla, la cual no está determinada por una lógica subyacente ni por
un principio a priori sino que es un acto de articulación autofundante. No obstante, no es
una decisión tomada por un agente ya constituido, sino que es un sujeto anterior a la
subjetivizacion. Es decir, el agente de la decisión no es enteramente interior a la estructura

126
debido a que esta está dislocada, pero tampoco puede considerarse una entidad separada
porque si bien la estructura esta fallada, no lo está totalmente. En este sentido, Laclau
sostiene que el sujeto es la distancia entre la estructura indecidible y la decisión.
De este modo, el sujeto tiene una identidad estructural fallida y para completar su
identidad parcialmente se autodetermina a partir de actos de identificación. Dicho con
otras palabras, el sujeto requiere de la identificación para completar su identidad. Como
vimos en el capítulo cuatro, las identificaciones que pueden operar como superficies de
inscripción no son infinitas, sino que son las que están disponibles en el orden social.
Stavrakakis agregaba, en este sentido, que lo social constituye el reservorio de
representaciones, es decir, es donde se originan los objetos de identificación. La falta del
sujeto se completa a través de objetos sociopolíticos de identificación. De este modo,
señalábamos que en tanto los objetos de identificación que funcionan como superficies
de inscripción son los que se encuentren disponibles en el orden social, hay una ruptura
de la dicotomía tradicional entre lo subjetivo y lo social. Esto daba cuenta también de que
la constitución de identidades posibles siempre está confinada a un determinado contexto
histórico y social. Ahora bien, si por un lado el terreno social es el locus donde el sujeto
como falta busca completar su identidad, por el otro encontramos que lo social no posee
una estructura cerrada sino que también está dislocado. De esta manera, tanto el sujeto
como el orden social están estructurados en torno a una brecha y requieren para
constituirse de una sutura hegemónica. Para esto, como vimos, es necesario que un
determinado significante vacío funcione representando una plenitud con la que es
inconmensurable. La falta y el significante que la suture, de esta manera, son constitutivos
tanto de la identidad de los sujetos como de la sociedad. Dado que la brecha es primaria,
las identificaciones no logran nunca establecerse como permanentes y suturar la falla de
una vez y para siempre. De forma que, sólo hay una serie de identificaciones que en última
instancia siempre fracasan, pero dicha imposibilidad mantiene abierto el proceso
metonímico en el que distintas identificaciones buscan en vano alcanzar la plenitud. La
identificación que se desarrolle no es una identificación necesaria, de manera que todo
acto de identificación podrá ser subvertido por nuevas identificaciones. Toda
estabilización de la identidad está constantemente amenazada y puede verse inmersa en
movimientos de rearticulación hegemónicos. Por otra parte, cabe señalar que, una
decisión al tomarse en un terreno indecidible reprimiendo otras alternativas posibles es
un acto de poder, de modo que cuál sea el acto de identificación que suture la identidad
conlleva también una relación de poder. La constitución de una identidad es un acto de

127
poder: la objetividad es la forma sedimentada del poder en la que se han borrado las
huellas de la decisión. De este modo, Laclau señala que estudiar las condiciones de
existencia de una identidad social requiere prestar atención sobre los actos de
identificación que la hacen posible.
En la tercera etapa, el filósofo centra su atención sobre la lógica de conformación de las
identidades colectivas. Como pudimos observar, se pregunta por la forma de constitución
de la unidad del grupo y para esto toma como unidad de análisis la demanda. La unidad
de una voluntad colectiva tiene lugar por una construcción hegemónica que parte de una
variedad de luchas y demandas. Cuando en cierto régimen comienzan a aparecer una
cantidad de demandas insatisfechas puede establecerse entre ellas una cadena de
equivalencias. Para que esto ocurra el sentido de cada demanda se constituye como
divido, ya que, por un lado tiene un propio objetivo específico y por el otro se opone al
sistema que la niega. Si el primer significado establece el carácter diferencial de la
demanda frente a las demás, el segundo introduce una dimensión equivalencial entre las
distintas demandas o luchas –en tanto todas se oponen al sistema-. La constitución de la
cadena requiere la formación de una frontera interna frente al otro que las niega, de modo
que se produce una dicotomización del campo político. El otro antagónico establece el
límite frente al cual el sistema equivalencial se constituye. Como vimos, para que el otro
antagónico sea concebido como tal es necesario inscribirlo en una superficie discursiva
que haga inteligible la situación de opresión y construya discursivamente al enemigo.
Además, para que la cadena equivalencial se constituya es necesario que sea representada.
Dado que no hay ningún rasgo positivo en común entre las distintas demandas –lo único
que comparten es que están insatisfechas-, la cadena sólo puede representarse si en un
determinado momento una demanda particular se convierte en un significante vacío que
encarne la totalidad. En otras palabras, es necesario que una demanda se vacíe en su
contenido particular para ampliarse en su extensión y significar la plenitud de la cadena,
de forma que la dimensión equivalencial prevalezca sobre la diferencial. Por otra parte,
cuanto más extendida sea la cadena, menor será la capacidad de la demanda que
represente la totalidad de permanecer en su contenido diferencial y más funcionará como
superficie de inscripción de nuevas demandas. La característica principal de una
superficie de inscripción es que es incompleta, ya que, en caso contrario, si el proceso de
inscripción estuviera concluido habría una simetría entre la superficie y lo inscripto en
ella, es decir, entre la representación y lo representado. De este modo, se presenta como
incompleta y su contenido se desplaza y reconstituye por movimientos hegemónicos. Por

128
otro lado, como vimos, para que un cierto significante se constituya como hegemónico
debe tener lugar un investimento afectivo, en tal movimiento un significante particular
ha sido objeto de una investidura afectiva y ha hegemonizado la cadena en la que formaba
parte. La representación, como observa Laclau, no es la transmisión de una voluntad ya
constituida sino que construye algo nuevo. En esta dirección, el nombre de la demanda
que representa la plenitud adquiere una relevancia fundamental ya que tiene como efecto
retroactivo la unificación de la cadena. Es decir, antes de la representación las demandas
permanecían aisladas, de modo que la unidad de la cadena es un efecto performativo del
nombre. En otros términos, sin una identificación equivalencial que funcione como punto
nodal, las demandas equivalentes quedarían en una dimensión meramente virtual sin
articularse. La construcción de una identidad popular, sostiene Laclau, en este sentido, es
posible sólo sobre la base de la producción discursiva de significantes vacíos (2009: 60).
Para la construcción del “pueblo” como actor histórico se requiere, entonces, la formación
de una frontera antagónica que separe el “pueblo” del “poder”, la articulación
equivalencial de demandas y la unificación de estas en un sistema estable de significación.
El pueblo del populismo opera a través de la lógica hegemónica: es una “plebs” que
encarna el “populus”.
Estas tres nociones, como vimos, no se contraponen sino que se complementan. Podemos
señalar, por un lado, que la primera y la última concepción del sujeto político se
corresponden con dos proyectos políticos que el autor considera emancipatorios en cada
momento histórico. Por un lado, la noción de una pluralidad de posiciones de sujeto
aparece en la obra escrita con Mouffe en la década del ochenta, en un contexto de
emergencia de los nuevos movimientos sociales que visibilizaban una pluralidad de
luchas producto de una diversidad de situaciones de subordinación que no se remitían a
una única forma de dominación y el proyecto emancipador que concebían los autores era
el de una democracia radical y plural. Mientras que, por otro lado, el interés teórico en la
construcción del “pueblo” se presenta en las últimas obras, las cuales son escritas por
Laclau en un contexto signado por el avance de gobiernos populistas en América Latina,
y el proyecto sobre el que teoriza el autor es el populismo. Este paso de considerar una
multiplicidad de disputas a la conformación de la unidad de un sujeto popular remarca la
importancia de articular las distintas luchas en una cadena de equivalencias como
estrategia política emancipadora en la que las luchas de un sector particular no sean en
detrimento de otro. Pero la unidad del pueblo siempre parte de esa heterogeneidad
planteada en la obra de la década del ochenta.

129
Por otro lado, como dimos cuenta a lo largo del trabajo, la introducción de la noción de
dislocación en la segunda etapa del autor dio lugar a la emergencia del Sujeto, este es el
momento de la decisión, y por ende de la libertad, en el cual el Sujeto podía
autodeterminarse mediante un acto de identificación. En este sentido, se visibilizaba la
diferencia entre el Sujeto como la distancia entre la estructura dislocada y la decisión, y
la posición de sujeto que remitía a un lugar dentro de la estructura. Es decir, en la primera
instancia el Sujeto emerge de la dislocación y busca alcanzar su plenitud a través de un
acto de identificación, mientras que en la segunda instancia la identificación es
reabsorbida y cristalizada en el interior de la estructura. Este juego permitía mostrar la
diferencia óntico ontológica en la constitución del sujeto.
Como han señalado Laclau y Zac, la división constitutiva de todas las identidades sociales
está en la misma base de la emergencia de la dualidad sujeto/ identificación (1994: 12).
La identidad colectiva en tanto totalidad es una plenitud imposible, por lo que su modo
de constitución es el del significante vacío. La forma que encuentra el autor de conformar
una totalidad no esencialista es a través del significante vacío. En este sentido, la totalidad
puede representarse, pero esta representación es llevada a cabo por un significante vacío,
que como vimos es una particularidad que asume la representación de una universalidad
inconmensurable consigo misma. Se trata, entonces, de una particularidad que encarna la
plenitud: un contenido óntico asume la representación de lo ontológico. La tensión
irreductible entre lo óntico y lo ontológico que la figura del significante vacío habilita, da
lugar a una concepción de la identidad colectiva en la que lo óntico y lo ontológico no se
superponen. En este sentido, la totalidad de la identidad colectiva no deriva en un
esencialismo sino que al convertirse en un sitio de tensión donde la diferencia ontológica
siempre está latente, toda estabilización es precaria y contingente. La universalidad puede
ser disputada por múltiples particulares y el particular que resulte hegemónico no podrá,
sin embargo, agotar el universal. Entre la función de completamiento y el contenido
concreto que la actualice hay una inconmensurabilidad constitutiva. De esta forma, la
identidad popular puede ser concebida de un modo no esencialista. Toda identidad
colectiva está atravesada por una diferencia óntico ontológica irreductible, y al operar
como significante vacío puede disputarse y rearticularse hegemónicamente.
Ahora bien, en tanto una identidad colectiva es una plenitud ausente el significante que
la represente es constitutivo y dado que, al mismo tiempo, la teoría laclausiana sostiene
que para la radicalización de la democracia son necesarios sujetos políticos que lleven
adelante la disputa por la hegemonía de los distintos nodos de poder, entonces, los

130
significantes cobran primordial importancia para la política democrática. En este sentido,
en el capítulo cuatro sistematizamos tres tareas para una política democrática en torno a
los significantes, que aparecían dispersas en la obra del autor, en función de la
conformación de identidades colectivas. Planteamos por un lado, la proliferación
constante de símbolos y significantes que puedan llegar a convertirse en superficies de
inscripción para enlazar demandas y dar lugar a identidades colectivas o proveer de un
espacio de representación más amplio en el que se inscriban demandas insatisfechas,
como también ofrecer un cierre discursivo para que los antagonismos sean significados
como tales, o brindar una superficie discursiva para que una situación de subordinación
sea representada como injusta. Por otro lado, encontramos central la disputa de los
significantes flotantes, como son “democracia” o “mujeres” (este último muy discutido
por diversas corrientes feministas por haber sido hegemonizado por el feminismo blanco
dominante). Al concebirse el carácter flotante de los significantes puede comprenderse
que ningún contenido que lo hegemonice es esencial y por ende puede ser disputado.
Como vimos, en esta cuestión han sido muy enriquecedores los aportes de Judith Butler.
Por último, cobra importancia la visibilización de los actos de identificación como actos
instituyentes. Al ser primaria la dislocación en toda identidad, los actos de identificación
son instituyentes de las mismas, y por ende la visibilidad de estos muestra la contingencia
de las identidades establecidas. La visibilización de los actos de identificación es posible
para el autor a través de los antagonismos. La multiplicación de los antagonismos que
aumenten el cuestionamiento a los fundamentos establecidos es clave para la
transformación del orden instituido. A la vez, al desocultar la contingencia de lo
sedimentado se pueden deconstruir discursos totalitarios y vislumbrar que situaciones de
dominación concebidas anteriormente como esenciales no lo son –y como tales se pueden
cambiar-. Además, permitirá mostrar que no hay una sola forma de identificación posible
–y un único agente privilegiado del cambio social-, sino que puede haber múltiples formas
de identificarse que den lugar a una diversidad de identidades colectivas. Estas tres tareas
aparecen a lo largo de largo obra del filósofo en función de lo que considera la tarea
principal de la democracia radical: la constitución de identidades populares.
Como vimos en último capítulo, la falla en el sujeto es una imposibilidad productiva
debido a que la permanente marcación de la imposibilidad de una identidad plena habilita
los constantes actos de identificación y la disputa por re-suturar el campo político. Si la
identificación no tendría siempre al fracaso como su horizonte y lograra establecer una
identidad permanente –o en otros términos si un contenido concreto lograra alcanzar el

131
universal vacío solapándose con él-, entonces, se derivaría en un esencialismo y la
posibilidad de la política se anularía. En este sentido la falta del sujeto –o el abismo en el
centro del fundamento- en tanto mantiene abierta la contingencia y la posibilidad de
disputa es democrática. No obstante, al mismo tiempo, es necesario como sostiene
Mouffe “ofrecer formas de identificación que conduzcan a prácticas democráticas”
(2007:34). Como vimos, Laclau, en esta dirección, señala que los símbolos y nombres de
las identidades populares en tanto significantes vacíos son superficies de inscripción de
reivindicaciones sociales insatisfechas. La teórica belga sostiene que las identificaciones
colectivas tienen lugar mediante un tipo de diferenciación nosotros/ ellos, y esto es de
suma importancia para mantener la dimensión partisana de la política. Las visiones
pospolíticas que intentan eliminar la dimensión partisana, según Mouffe, no pueden
reconocer que para que la población se interese en la política deben tener la posibilidad
de elegir entre opciones que ofrezcan alternativas reales. Asimismo, es importante
reconocer los canales de participación democrática para que el otro sea considerado un
adversario legítimo y no un enemigo a eliminar. La posibilidad de una pluralidad de
identificaciones que permitan la dimensión adversarial proporciona a la política
democrática su dinámica inherente.
Encontramos, también, que tanto el juego activación/ sedimentación en el orden social
como el de identificación/ identidad concerniente a los sujetos da cuenta, por un lado, del
carácter político de ambos, esto es, no están determinados por un fundamento a priori,
sino que en el momento de activación y revelación de la contingencia es un momento de
institución autofundante, que no corresponde con ninguna lógica subyacente a la
estructura. Pero, a la vez, la diferencia irreductible entre ambos términos permite
comprender también que todo momento de activación tiene lugar en un terreno de
prácticas sedimentadas. En este sentido, la decisión autofundante no será entre infinitas
posibilidades sino entre las que estén disponibles en un contexto social e histórico
específico, y entre las posibilidades que no entren en contradicción con lo ya sedimentado.
La crisis y la experiencia de la ausencia de fundamento pueden actualizarse en
condiciones históricas localizables y concebirse bajo los sentidos disponibles en dicho
momento, así como también, las posibilidades de reordenamiento y transformación del
orden van a estar sujetas a las circunstancias de cada contexto histórico112. Los sujetos
colectivos tienen condiciones históricas de posibilidad. En otras palabras, las identidades

112
Como mencionábamos con Foucault, hay condiciones históricas de posibilidad de lo decible y lo visible
en cada contexto.

132
políticas que puedan emerger y las formas específicas que estas adquieran dependerán de
un contexto social determinado. De modo que, los reclamos, demandas, luchas e
identidades políticas siempre tienen condiciones históricas de posibilidad específicas.
La diferencia entre el momento de activación y el momento de lo sedimentado presente
en la obra de Laclau es precondición para la hegemonía y la democracia. Mantener abierto
el juego entre lo político y la política, que se detiene en las teorías que promulgan una
hipostación de lo político por sobre la política -como encontrábamos en la obra de
Agamben al detenerse en el momento ontológico lo político de que visibiliza el vacío del
fundamento sin dar lugar a una construcción óntica de la política- o de la política por
sobre lo político -como pretenden las visiones pospolíticas que propone el consenso y la
administración sin dar lugar al conflicto que posibilita el momento
destituyente/instituyente-, es de suma vitalidad para el funcionamiento de una sociedad
democrática.
Como pudimos observar, la teoría laclausiana ofrece herramientas teóricas para pensar la
institución y destitución del orden social, así como también elementos para comprender
la construcción del sujeto colectivo, aunque, como señalamos, deja pendiente una
indagación más acabada en torno a las modalidades de acción de los sujetos. De todos
modos, cabe destacar que, la prolífera cantidad de libros y artículos dedicados a investigar
las posibilidades teóricas de transformación del ordenamiento social y la lógica de
construcción de las identidades políticas es el resultado del esfuerzo teórico de un
intelectual comprometido con su tiempo. En la filosofía política contemporánea el
pensamiento de Ernesto Laclau se vuelve imprescindible.

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