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Respuesta a Verbo

Respuesta abierta del Padre Calderón a un artículo de


la revista Verbo donde se critica su libro «El Reino de Dios»

La Reja, 15 de agosto de 2019.


Padre Álvaro Calderón
La revista Verbo, dirigida por Miguel Ayuso, en su número de julio
de 2019, publica una nota de Juan Fernando Segovia donde se critica ás-
peramente mi libro El Reino de Dios. La Iglesia y el orden político (edi-
ciones Corredentora 2017), bajo el sugestivo título «El Reino de Dios y la
hierocracia. A propósito de un libro reciente».
Segovia lamenta la publicación de mi obra, y yo lamento la publica-
ción de su artículo; él no reconoce en mi libro la doctrina de Santo Tomás y
yo no reconozco en su artículo la doctrina de mi pobre libro. Parece haber
escrito con una idea ya hecha de lo que yo querría decir en mi libro, de tal
manera que da la impresión que no lo hubiera leído, sino que haya picoteado
las frases en que cree descubrir los errores que ya sabe. Si yo quisiera expli-
carle las cosas más claramente con la esperanza que al menos me entienda lo
que digo ¿saben qué escribiría? Mi libro. Pero ya lo escribí, y no se ha tomado
el reposo intelectual para entenderlo en lo que dice. En mi «Lámpara bajo el
celemín», que es también una «cuestión disputada», he ido agregando apén-
dices en los que tomo nota de las críticas que me hacen y respondo aclarando
cosas. Si se fijan en el Apéndice quinto de mi segunda edición, donde res-
pondo a un libro del Padre Lucien, digo: “A juzgar por sus escritos, el autor
es respetable en su doctrina y respetuoso de sus adversarios. Como además
se ha tomado el trabajo de leer nuestros artículos, lo que no es poco, merece,
a diferencia de otros, que le respondamos dignamente” (p. 468). De Segovia
no puedo decir lo mismo, pues no me ha leído, no formalmente al menos,
pues no ha intentado entender mi pensamiento; ni me trata con respeto, es
penoso reconocerlo; ni tiene suficiente formación teológica, al menos en un
punto clave. Por eso no tengo intención de publicar una respuesta en el se-
gundo tomo de mi trabajo, como haría con críticas más serias.
Pero como las acusaciones son graves y tocan no sólo asuntos de
libre discusión, sino mi ortodoxia en puntos de fe, dada mi condición de
sacerdote y de profesor de teología en un Seminario, dirijo esta respuesta
especialmente al Superior general de la Fraternidad San Pío X a la que
pertenezco, y la abro a todo aquél que pueda sentirse afectado por la crítica
de cualquier manera.
Hago primero una lectura de la nota de Segovia, y luego respondo
brevemente a las principales cuestiones que plantea. Para una respuesta
completa, vuelvo a decirlo, me remito a mi libro.
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LECTURA DE LA NOTA CRÍTICA DE SEGOVIA
La nota tiene una introducción, cinco cuestiones y una conclusión.
Doy citas por si no se tiene el texto a la vista. No refiero las páginas, porque
van en orden y es fácil encontrarlas.
Introducción
“Con el respeto que merece el autor, presento una lectura anotada
y observada de las partes capitales del texto, solamente de ellas, desde que
mi interés se concentra en el planteamiento del problema (parte I) y en la
exposición de la filosofía política de Santo Tomás de Aquino (parte II)”.
Es legítimo que sólo critique la parte doctrinal de mi libro, que rige
lo demás, aunque no estaría bien que se objeten puntos que están aclara-
dos después. Quien dice «con el respeto que merece el autor» advierte que
lo tratará sin respeto. Al menos queda uno advertido.
Primera cuestión: el corazón de las argumentaciones
Aquí se critica la primera parte de mi libro. “El argumento de la
obra es la refutación del liberalismo católico de Jacques Maritain, del car-
denal Charles Journet y del II Concilio del Vaticano. Se resume en el si-
guiente planteo: «La línea doctrinal divisora de aguas es la manera de dis-
tinguir los órdenes espiritual y temporal: si el bien común temporal se re-
duce a bienes naturales percibidos a la luz de la razón, desembocamos en
un Estado filosófico incapaz de definirse ante la Revelación» [43]”.
El resumen está bien, pero el argumento que refuto no es el del li-
beralismo católico del Vaticano II, sino el de los antiliberales que, como el
card. Ottaviani, debían luchar contra la libertad religiosa del Vaticano II. Sé
que ataco lo que Segovia y Verbo consideran «la clásica doctrina católica del
orden político natural», por lo que no me extraña que se sientan vivamente
tocados. Pero podrían tener en cuenta que, como a Ottaviani, no los acuso
de liberales (a Journet un poco sí), sino de debilitados en su antiliberalismo:
muros con brechas. Bien podrían ser más suaves al defenderse.
“¿En qué se funda el argumento? En la relación entre naturaleza y
gracia que, respecto del orden temporal, Santo Tomás esclarece en la
Suma de teología, II-II, q. 10, a. 10, y que el autor expone así: «Es evidente
que el derecho divino no puede ir contra el derecho natural, pero lo per-
fecciona; pretender de allí que toda forma social sólo puede fundarse en el
derecho natural humano sin quedar nunca sometido al derecho divino, es
una falsa pretensión liberal; y pretender que es el pensamiento de Santo
Tomás, ¡es una flagrante mentira!» [41] Parece que el razonamiento es
ajustado, pero quisiera empezar notando algunos sutiles deslizamientos
que lo perjudican”. Se me acusa de tres deslices: a) el derecho natural no
es humano sino divino; b) está fundado en la ley eterna divina; c) no es
error liberal sino pensamiento de Santo Tomás.

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El lector de la nota va a pensar que el P. Calderón es menos que
básico, porque es ridículo aclararme que el derecho natural es divino y que
se funda en la ley eterna, pues es tomismo rudimentario. Por desgracia es
el método que se ha seguido, desacreditándome ante el lector y asegurán-
dose que quien lea la nota no tendrá ninguna gana de leer un libro tan
necio. Es evidente que por derecho divino entiendo la Nueva Ley evangé-
lica. Y queda claro que, al sostener que el único derecho divino al que se
somete el derecho natural político es la ley eterna, Segovia reconoce como
suya la opinión que denuncio. El único punto está en que él sostiene que
es doctrina tomista y yo error liberal.
“Es cierto lo que se ha dicho sobre los cainitas y el origen de la
ciudad, pero no se puede dejar de decir, al mismo tiempo, que fue Caín el
primer negador de la política, pues dijo a Dios: «¿Soy acaso el cuidador de
mi hermano?» (Gen. 4, 9), por lo cual las ciudades cainitas son «no políti-
cas». […] Me parece que no se refiere a la naturaleza política sino a la per-
versión de la naturaleza por los cainitas. Es decir, supone una ciudad fun-
dada sobre el mal y no sobre el bien”.
Segovia me va a acusar de tendencia luterana y jansenista por mi
pesimismo frente a la naturaleza humana caída, pero aquí se pone peor
que yo, pues pone las ciudades cainitas fundadas en el mal y no en ningún
bien común. Los «cainitas» no tuvieron mayor perversión de la naturaleza
que la que tienen todos los hombres sin la gracia, que siguen teniendo na-
turaleza política. Y sus ciudades estuvieron fundadas sobre ciertos bienes
comunes, como señala el Génesis, pues progresaron en técnica y cultura
(Gen 4, 20-22). Y pasaron más de mil años hasta el diluvio, y no se dice
que la línea de patriarcas fieles fundara ninguna ciudad. Señal que la po-
liticidad del ser humano no andaba muy bien. Me extiendo sobre esto en
la tercera parte de mi libro.
“Entiendo, por otra parte, que el contrargumento del autor está
mal dirigido, pues los teólogos siempre han distinguido la naturaleza hu-
mana antes y después de la caída; y en ambos estados hubo sociedad polí-
tica, por el hecho de ser ella una exigencia de la naturaleza misma”.
En la página que aquí se cita de mi libro (44) estoy distinguiendo
la naturaleza humana antes y después de la caída, y afirmo que en ambos
hubo sociedad política, sólo que en ninguno se podía decir que era una
sociedad «natural», porque antes estaba el orden de la justicia original y
después el de la naturaleza herida. Pero el que lee la crítica creerá que no
lo distingo. Y es evidente que tanto la justicia original y el estado de pecado
suponen la naturaleza social del hombre, aunque afectada por esos estados
no puramente naturales. Todo esto no es mucho más que catecismo, y el
que lee la nota y no lee mi libro va a creer que ni catecismo sé.
“No se debe confundir el género, comunidad o sociedad política –
se dice en nota al pie de página –, con la especie moderna que es el Estado.

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Hubiera sido conveniente que el padre Calderón procediera de manera si-
milar, especialmente porque se precia de tomista y en Santo Tomás la ex-
presión «Estado» es extraña”.
Es verdad, pero el término se usa, lo usa Ottaviani del que estoy
hablando en el momento, lo usa Segovia. Otra desestima de mi tomismo.
“Esta cuestión nos pone ya en la clave del libro, que diría es una
cierta tentación –mejor, una tentación cierta, por evidente– de tomar la na-
turaleza creada como perversa, naturaleza que sólo es auténticamente na-
tural con el auxilio de gracia. Por tanto, no hay naturaleza digna de tal nom-
bre sino exclusivamente cuando ha sido elevada sobrenaturalmente. El
hombre sin gracia es un pecador inevitable; la naturaleza sin gracia es un
cadáver; la sociedad sin Cristo es campo orégano del demonio [160]. Me pa-
rece que ésta es la llave para entender el texto del padre Calderón, como
veremos. La desconfianza de la naturaleza tiene una raíz gnóstica y conduce
a una sobre-exaltación de la gracia pareja a la atrofia de la naturaleza”.
Es cierto que por aquí está la clave, aunque es la mitad de la clave,
porque la otra mitad es la elevación al orden sobrenatural. Las heridas de
la naturaleza es un punto teológico delicado que Segovia no maneja bien,
como puede verse, porque es cierto que la naturaleza sin la gracia no es
auténticamente natural, por algo se dice que la gracia es «sanans», sa-
nante de la naturaleza; y es verdad que la naturaleza sin gracia es un ca-
dáver, que por algo se dice que está en pecado mortal. El Magisterio tuvo
que aclarar, contra Lutero, que no todo lo que hace el hombre es pecado
actual, porque cuando le da a otro lo que le debe, por más que esté en pe-
cado mortal, no comete un pecado. Esto lo afirmo y sostengo citando a
Trento. Pero no puede decirse que el pecador es simpliciter justo, porque
tiene su voluntad separada de Dios. Esto Segovia no lo entiende, o no lo
quiere entender en mi libro. Y si la desconfianza en la naturaleza no sa-
nada por la gracia es gnosticismo, ¡zápate, el catolicismo es gnóstico!
“Para decirlo de modo tajante: el autor parece hacerse cargo de un
«neoluteranismo». […] No digo que el padre Calderón sea luterano o janse-
nista, sino que su tesis sobre la perversión de la naturaleza humana después
de la caída es similar, semejante o parecida a la de Lutero o Jansenio”.
A Segovia le parece exagerado todo esto porque no ha reflexionado
suficientemente en el asunto. Pero no tiene derecho a acusar mi exposición
de neoluteranismo cuando sostengo la doctrina de Trento, y puede verse
en mi tercera parte que estoy lejos de ese extremo cuando hablo de los
griegos y los romanos. Esta es una de las cuestiones principales.
Segunda cuestión: la analogía alma-cuerpo
Expongo esta analogía en un punto preliminar de la segunda
parte. Lamento que Segovia no siga en su crítica los capítulos de mi expo-
sición, que creo son metódicos. Toma «cuestiones» y salta de aquí para

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allá en su exposición. En este punto preliminar enfrento dos expresiones
del Magisterio que pueden parecer contrarias: una de Immortale Dei:
«Ambas potestades [eclesiástica y política] deben, pues, estar entre sí de-
bidamente coordinadas; tal coordinación no sin razón es comparada a la
del alma y del cuerpo en el hombre” – que me favorece –. Y otra también
de León XIII, que la Iglesia y el Estado son dos sociedades perfectas – que
parece favorecer la posición adversaria –.
“El padre Calderón la sintetiza como sigue: «Así como el alma y el
cuerpo no son dos substancias que existan separadamente, sino que son
dos principios que se complementan para que exista la única substancia
compuesta que es el hombre; así también el orden espiritual y el temporal
no son dos sociedades que puedan existir separadamente como realidades
completas, sino que son dos elementos complementarios de una única y
misma realidad social: la Iglesia» [53]. El razonamiento trascrito destruye
la analogía y vuelve la relación en unívoca, con la agravante de introducir
un tercer término sintético en la relación (orden temporal-orden espiri-
tual-Iglesia). Es una brutal simplificación dialéctica que no tiene base en
Santo Tomás (ni hasta ahora en ningún otro teólogo, que sepa) y que es el
origen de grandes y graves errores, como se verá”.
No destruyo la analogía porque sigo comparando el hombre con la
sociedad, y evidentemente no entiendo la sociedad como con unidad subs-
tancial. Lo que ocurre es que tomo la analogía como propia, mientras que
mis adversarios la toma como impropia o metafórica. La base tomista está
en que explico bien cómo se relacionan cuerpo y alma; y entender bien la
relación materia y forma no es propio de brutos. Son los teólogos con los
que discuto quienes han simplificado la analogía diciendo: La Iglesia y el
Estado se componen como alma y cuerpo. Pero no es eso lo que dice León
XIII ni Santo Tomás, sino que hablan de las potestades, que no es lo mismo.
Cito a Santo Tomás en mi libro (p. 53): “Potestas saecularis subditur spiri-
tuali sicut corpus animae: la potestad secular está sometida a la espiritual
como el cuerpo al alma” (II-II, q. 60, a. 3 ad 3). Segovia y otros creen que
entenderlo así sería origen de graves errores, pero el Vaticano II demostró
que entenderlo al modo de ellos fue causa de graves debilidades.
“Quiero llamar la atención sobre la disociación Iglesia-poder u or-
den espiritual, porque el autor nos dice que en el recto pensamiento cató-
lico no se identifican desde que la Iglesia abarca tanto lo espiritual como
lo temporal, es decir, lo que él llama el Estado. ¿Qué es el orden espiritual
si ya no es el de la Iglesia? ¿Quién ejerce el poder en materia espiritual si
ya no le compete a la Iglesia? Es evidente el error de razonamiento, por
más que páginas después lo rectifica”.
Otro ejemplo de falta de voluntad de leerme. Si comparo alma-
cuerpo en el hombre, con poder espiritual-temporal en la Iglesia, es evi-
dente que no disocio el poder espiritual de la Iglesia, como sería ridículo

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acusarme de disociar el alma del hombre, que es su forma, mientras que
el cuerpo es materia. Lo formal de la Iglesia es el poder espiritual, y el tem-
poral entra como materialmente. No es que luego me rectifique, sino que
es evidente lo que digo para el que tenga intención de leer.
“¿A qué apunta de todo esto? Pues al propósito de negar un fin
natural a la comunidad política [54], de refundir todos los fines en el fin
de la Iglesia. Pero con la secuela de hacer de la sociedad política un grupo
dentro de la gran Iglesia/Estado; y esto tiene enormes consecuencias, que
responde a lo que podría llamarse «la tentación neocalvinista» del domi-
nio de la Iglesia por el Estado, que es perceptible en ciertas formas de co-
munitarismo católico que hacen de la sociedad política un grupo de pre-
sión, un lobby, al interior de la Iglesia”.
Sí, por supuesto que niego que la comunidad política tenga un fin
natural, y afirmo que su fin se ordena, como un fin intermedio al fin úl-
timo, al fin de la Iglesia. Porque un Estado al que le importa un comino la
salvación de sus súbditos es una lindura de Estado. Lo que confieso no
entender en este párrafo, es que pone como consecuencia el “dominio de
la Iglesia por el Estado”, que sería un cesaropapismo, mientras que des-
pués me acusa de un dominio del Estado por la Iglesia, que quizás es el
papocesarismo del que habla a continuación.
“La confusión genera monstruos, como en este caso el papocesa-
rismo. Y no tergiverso, sino que colijo de lo que escribe el P. Calderón:
«Porque el fin último de una sociedad es aquel que resulta de la dirección
efectiva que imprimen en ella los que la ordenan y dirigen» [60]. Es cierto
que el razonamiento parece inducir algo de relativismo, puesto que uno
será el fin si gobiernan los políticos y otro si mandan los curas; pero el
autor se endereza a afirmar que el gobierno debe ser de los curas –rectius:
de los teólogos– porque éstos llevan al hombre a su fin último”.
Segovia escribe constantemente como si yo confundiera los órde-
nes y sostuviera que deben gobernar los sacerdotes, lo que me cuesta en-
tender, porque afirmo siempre y en todas las partes en que haya que refe-
rirse a este asunto, la distinción de jurisdicciones. Pero me parece ver que
Segovia identifica teólogos con sacerdotes (curas). Este es también un
punto a aclarar. Para mis adversarios, la teología es para los «curas» y los
laicos católicos sólo deben manejar filosofía, y esto es justamente una de
las cosas que lamento. La sabiduría cristiana es la teología, es decir, la fe
prolongada por la recta razón, y tanto gobernantes como intelectuales ca-
tólicos deberían regirse según ella. Pero no les gusta porque entonces ne-
cesitan el nihil obstat de los curas. Y es así que terminamos teniendo laicos
católicos que hablan como paganos.
“Ahora bien, si es así, ¿por qué despreciarlos entonces?, ¿por qué
abandonarlos a su suerte?, ¿qué justifica la reclusión (momentánea o de-
finitiva) en la capilla, fuera y lejos del mundo, réplica de la fuga mundi

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jansenista, o casi? En realidad, partiendo de las ideas del autor, debería
ser a la inversa: hay que empaparse de política porque en toda lucha polí-
tica, en toda controversia sectorial, en todo conflicto mundano, está en
juego el bien de la Iglesia que es el fin del hombre”.
Me parece que aquí Segovia sigue la discusión – llevada en nuestros
medios tradicionalistas – sobre si el católico tiene que meterse hoy en polí-
tica, cosa muy discutible. Es verdad que de lo que digo se sigue que la polí-
tica es muy importante, porque como se puede ver hoy, ser cristiano en una
sociedad anticristiana no es nada fácil. Señalo esto porque aquí se nota que
mi crítico tiene en su cabeza cosas previas a la lectura de mi libro.
Termina el punto diciendo: “Insisto en la necesidad de reparar en
las consecuencias de «la tentación neocalvinista». El ensanchamiento del
orden eclesiástico-espiritual no lleva al desprecio de la política o a su re-
ducción; muy por el contrario, todo lo político es eclesiástico, de manera
que ya no existen órdenes distintos sino uno sólo, el de la Iglesia, que
abarca subgrupos variados sometidos a ella. Todo debería ser de la Iglesia
porque en verdad ya lo es: desde el número de hijos y el salario del traba-
jador, hasta el contenido de las carreras universitarias, el arbitraje depor-
tivo, los ingredientes de un potaje, y así…”
Segovia sabe muy bien que la Iglesia se ha preocupado y ha promul-
gado documentos acerca del número de hijos, del salario del trabajador y
del contenido de las carreras universitarias. Es más, en la buena época Ella
se encargaba de las universidades. No tanto del arbitraje deportivo o de las
recetas de cocina, aunque hay muchísimas que tienen origen en los monas-
terios y conventos. El gobernante cristiano debe atender a la doctrina social
de la Iglesia. Otra cosa es decir que no existen órdenes distintos, de lo que
me acusa falsamente. Esta es otra de las cuestiones principales.
Tercera cuestión: la «perfecta» sociedad política «imperfecta»
El título sugiere que hay contradicción entre lo que dice el Magiste-
rio, que el Estado es sociedad perfecta, y lo que dice el P. Calderón, que el
Estado sin la gracia es sociedad imperfecta. Pero el Magisterio dice muchas
cosas más, y este asunto es delicado, y Segovia debería ir con más cautela,
porque el de las heridas del pecado original es un punto difícil de la teología.
“¿Se puede vivir en la ciudad de los hijos de Caín que han sido entre-
gados al dominio de Lucifer? Es la pregunta que el padre Calderón se hizo
[44] y que he mencionado ya. Ahora llega el momento de oír su respuesta:
«Cuando una multitud de semivivos se unen en sociedad, no hacen más que
fundarla sobre la conjugación de sus diversos egoísmos» [65]”.
La pregunta tiene un tono exagerado, porque Segovia dijo que la
ciudad cainita es anti-política, lo que yo digo que no es tan así, pues res-
ponde a la naturaleza política del hombre en la manera en que queda sin
la gracia. La mejor sociedad política sin la gracia podría ser Roma, y fue

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fundada por un Caín que mató a su hermano, Rómulo, y Lucifer se la pudo
ofrecer a Jesucristo en el monte de la tentación, y de hecho la movió a per-
seguir la Iglesia de Cristo apenas nacida. Aunque yo distingo diversos do-
minios de Lucifer (véase la p. 274 mi libro). Roma no habría podido res-
petar tanto el derecho natural sin una protección especial de Dios. Si Se-
govia lo ha leído, bien podría haberlo tenido en cuenta; si se escandaliza
de mis frases sobre la sociedad sin gracia es porque no ha reflexionado
suficientemente acerca de lo que implica el estado de pecado mortal.
“Conclusión a la que arriba luego de un estimación de la relación
naturaleza y gracia que [el P. Calderón] dice tomar de Santo Tomás: el
hombre que rechaza la gracia necesaria para elevarse a Dios es un hombre
de naturaleza desfalleciente (un «semivivo») incapacitado para lograr in-
cluso los fines naturales (la vida virtuosa que es la vida buena de los clási-
cos). En otro lugar [89-90] dice, del hombre sin gracia, que ha perdido su
alma espiritual, y lo llama un muerto, y al Estado por ellos constituido «un
cadáver de sociedad»”.
Repitamos, pues Segovia lo repite. Santo Tomás dice (I-II, q. 109,
a. 3) que el hombre sin la gracia no puede amar a Dios sobre todas las
cosas, que es el primer mandamiento de ley natural, es decir, no puede
cumplir el fin natural. Sí, el hombre sin gracia está “incapacitado para lo-
grar incluso los fines naturales”. Y en buen tomismo y realismo hay que
decir que no es perfectamente justo quien puede hacer cosas justas orde-
nadas a un fin injusto, no por amor a Dios sino a sí propio. No hay vida
simpliciter virtuosa sin la gracia, no existe el buen filósofo. ¡Pero todo esto
lo digo mucho mejor en mi libro! Bien podría haberlo leído. Además, ¿sólo
yo llamo muerto al hombre que está en pecado mortal? Y es cierto que no
todos hacen la analogía entre el estado espiritual del hombre sin gracia y
el de una sociedad de hombres sin gracia, pero lo menos que se me podría
otorgar es que no es brutal.
“Resulta claro que esta sociedad infernal constituida por hombres
egoístas no puede ser perfecta; pues si la sociedad política en un plano
natural es, por analogía, una sociedad de pecadores mortales, ¿no es el
infierno mismo? Y si así fuera, ¿cómo predicar de ella alguna perfección?”
¿Hace realmente falta aclararlo? La sociedad de pecadores morta-
les no es todavía el infierno, van a ir al infierno. Se engañan ellos mismos
haciendo muchas cosas buenas, y hasta dando limosna a la Iglesia, pero
rige el egoísmo, sí. Y si la Iglesia se les pone en contra de sus intereses, la
incendian. Un cadáver guarda todavía la unidad material del cuerpo, pero
no tiene vida, y está destinado a la pudrición; así una sociedad no cristiana
puede unirse en torno a ciertas ventajas materiales, pero le falta la vida de
la verdadera justicia, cuya forma principal es la religión. Pero todo está
mejor dicho en mi libro. Lo que realmente necesita explicación, porque
puede entenderse mal, es que el Estado sea «sociedad perfecta». Porque

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resulta que no puede serlo efectivamente sin la gracia, y las fuentes de la
gracia están en manos de la Iglesia. Pero creo explicarlo de manera com-
pleta, no digo fácil, porque no lo es el asunto, pero me esmeré en ser claro.
Aclaré que el fin sobrenatural no supone sino asume el fin natural.
Segovia me objeta: “Ahora bien, creo que se equivoca el P. Calderón. Por-
que «asumir» la tarea de otro, el fin de otro, incluso la persona de otro
conlleva (y por lo tanto, «supone», contra su indicación) la existencia del
otro en cuanto persona con un oficio y un fin propios”.
Digo que el fin sobrenatural asume el fin natural. Ahora bien, Se-
govia identifica fin natural con orden político, y concluye que yo digo que
la Iglesia asume el Estado. Pero no quiere leerme: yo no identifico orden
político con fin natural, y constantemente explico que la Iglesia – ¡gracias
a Cristo Dios! – no lo asume.
En mi libro me extiendo en explicar el asunto de los dos fines (y
de una manera más honesta, porque me explayé en presentar siete obje-
ciones a mi posición, tratando de penetrar el pensamiento auténtico de mi
adversario, p. 68). Es verdad que tampoco puedo hacer infinita mi expli-
cación, y se supone que uno conoce más o menos la doctrina tomista en
estos temas. Pero Segovia me dice: “Por un lado, una tendencia natural es
una tendencia a algo, un bien, y no se ve cómo la gracia no pueda sanar a
la naturaleza misma en sus tendencias; afirmar lo contrario es, a mi ver,
cuando menos erróneo, producto de un cierto dejo luterano: la gracia deja
al pecador en la misma condición de pecador, no mejora su naturaleza ni
la sana, solamente lo justifica sin elevarlo a la vida divina. Además, tam-
bién lo creo así, es contradictorio con lo que afirma a continuación”.
Primero, bien puede acusarme de error, pero no de herejía, cuya
formalidad es el desprecio del Magisterio; segundo, me acusa de un error
burdo y luego me acusa de contradecirme. En un escrito de una persona
ejercitada en pensar, no hay que creer que se contradice fácilmente, sino
hay que buscar la coherencia de lo que parece contradictorio. Y esto lo digo
de cualquiera, del más modernista, si no, uno nunca termina de enten-
derlo. Y para criticar a alguien, primero hay que entender lo que piensa.
Segovia no quiere entenderme.
“Un último punto y de no poca importancia, pues es una muestra
de las imprecisiones que estamos señalando. Se trata del pasaje en el que el
autor cita largamente El régimen de los príncipes donde Santo Tomás com-
para el oficio del gobernante al del capitán de una nave que tiene por fin, no
sólo el navegar, sino el de llegar a puerto. La interpretación del padre Cal-
derón es que ese puerto es Dios mismo, porque el fin intrínseco es la con-
servación de la embarcación, y el fin exterior no puede ser sino Dios”.
No es mi «interpretación», ¡es lo que dice Santo Tomás! Además, en
la misma página que refiere Segovia (75), cito al P. Victorino Rodríguez OP,
que traduce y comenta el opúsculo de Santo Tomás, diciendo literalmente lo

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mismo. ¿Por qué decir que es mi interpretación? Hay que confiar que el lec-
tor no lea mi libro ni el opúsculo de Santo Tomás. ¡Ay si se leyera sin anteo-
jeras este capítulo de Santo Tomás, se acabarían las discusiones! Yo lo co-
mento detalladamente en p. 79-84, y confieso no entender cómo pueden pa-
sar los ojos por esos razonamientos y seguir en sus trece del fin natural.
“Desde un primer momento me pareció que el pasaje era mal en-
tendido porque se truncaba a Santo Tomás, para quien «el puerto» es la
Iglesia (I, XIV)”.
El bien común extrínseco es Dios. Aunque bien puede decirse que
es puerto la Iglesia triunfante. Y también la Iglesia militante, porque las
naciones deben bogar para incorporarse a la Iglesia: hermosa imagen.
Pero es más evangélica la comparación de la Iglesia militante con la barca
de San Pedro que va hacia la costa cargada de peces.
“Pero en una segunda lectura advertí que en el sistema hierocrá-
tico del padre Calderón «gobernante» es sinónimo de Iglesia y de sacer-
dotes. Así, la interpretación es consistente con su lectura, aunque no
pueda atribuirse a Santo Tomás, para quien existe un bien común tempo-
ral que compete al gobernante de la sociedad política y que sintetiza en el
último capítulo del libro primero de El régimen de los príncipes, que el
autor no ha considerado correctamente”.
Confieso no entender qué le ha pasado a Segovia, a quien conozco y
por otros capítulos estimo. Si los sacerdotes tuvieran que gobernar, me ha-
bría faltado el ánimo para ser sacerdote. Sólo refiero unos títulos de mi libro:
«B. Distinción y subordinación de los dos ministerios político y eclesiástico.
I. Distinción y delegación de poderes. II. Conveniencia de la distinción de
poderes. III. Complementariedad de los dos poderes», en lo que invertí
siete páginas de mi libro. Y luego me paso el libro entero manejando esa
distinción. No la establezco como él entiende, pero bien que lo hago.
Termina diciendo: “Y difícilmente este fin pueda llamarse «trabajo
sucio» [88], por más platónica que sea la expresión y que me huele a vahos
luteranos, como esos que el hereje describió en numerosas ocasiones, aun-
que sin denigrar en exceso el oficio de la espada. Por lo tanto, en recta doc-
trina tomista debe decirse que ni es sucio el oficio del rey y que este oficio
real le compete a la autoridad secular, no a la religiosa. Porque si no fuese
así, la Iglesia misma debería encargarse del «trabajo sucio»”.
¡Ay, lo mismo! He dicho con Santo Tomás que el fin del gobierno es
la virtud – que no se alcanza sin las fuentes de la gracia –, pero como hay
muchos desgraciados que les importa un comino la virtud, el gobernante
debe darles palos, y se suele ensuciar todo. Y digo que ese oficio conviene
que le pertenezca al rey y no al sacerdote. No sé para qué lo repito. Mi crítico
parece enojado y me toma todo para mala parte; ahora son vahos luteranos,
y soy peor que Lutero en el trato de la autoridad política.

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Cuestión cuarta: la legitimidad de la autoridad política
“Una sociedad de semivivos, la de esos muertos descritos por el
padre Calderón, ¿puede ser legítima? En todo caso dependerá de lo que se
entienda por legitimidad. Si dijese que el «reconocimiento» es la nota dis-
tintiva de la autoridad legítima se me imputaría participar de una versión
ligera y abreviada de la doctrina política del padre Francisco Suárez, de la
Compañía de Jesús. Pero no lo digo yo, lo dice el autor: la legitimidad con-
siste en el reconocimiento”.
Es verdad que podría ponerse en duda que una sociedad que no
reconozca a Cristo sea legítima. Aquí es donde entra el artículo de Santo
Tomás que citan como si afirmara el fin natural: II-II, q. 10, a. 10. Sí, puede
ser legítima, pero puede volverse ilegítima si rechaza positivamente a
Cristo Rey. Asunto complejo.
El reconocimiento es nota distintiva, porque malamente será legí-
tima una autoridad cuya legitimidad no se puede conocer. Pero Segovia
dice que yo digo: «la legitimidad consiste en el reconocimiento». Aquí ya
no aparece como nota distintiva sino como definición, que sería cierta-
mente simplona, pero no es lo que dije. De la legitimidad no trato allí (p.
93), sino después: «VI. La legitimidad de la autoridad» (p. 108). Pero
cuando Segovia llega a este punto me acusa de cambiar el concepto:
“Apunto: cambio en el concepto de legitimidad, que no es ya reconoci-
miento sino derivación de la ley divina o natural. […] Entonces, hasta aquí
hay dos conceptos de legitimidad, el suareciano y el de la ley natural, aun-
que se contradigan. Anticipo: queda todavía un tercer concepto, la orde-
nación al bien común [152-153]”. ¡Cáspita! ¿Son todas notas contradicto-
rias? ¿Acaso puede haber legitimidad sin reconocimiento, sin fundamento
en la ley natural, sin ordenamiento al bien común? Pero le falta la princi-
pal: reconocimiento de Cristo Rey y subordinación a la Iglesia.
“Todos los tomistas anteriores al autor – se comenta en una nota
– son malos tomistas afectados del virus de la inmunodeficiencia liberal,
incluido el padre Santiago Ramírez, O. P. En otras palabras: no hay to-
mista más serio y fiel que el autor del libro”.
Reconozco que contra mi explicación se levanta un argumento de
autoridad muy importante, por la larga serie de teólogos, aún de grandes to-
mistas, que sostienen la tesis que considero condenable. Justamente de aquí
vino la necesidad de hacer la historia de dicha tesis. Pero señalar un error en
un teólogo no implica desestimar toda su teología ni considerarse mejor, que
sólo el Magisterio es infalible. Cayetano y Juan de Santo Tomás tienen sus
deslices, y vaya si son grandes. Y lo mismo hay que decir del P. Ramírez, que
mis alumnos bien saben cuánto lo estimo y cuánto lo he estudiado. Pero la
tesis del fin natural se había venido arrastrando de lejos y cargando de una
ilegítima autoridad, y los autores quedan muy comprometidos por las escue-
las a las que pertenecen. Disculpa que extiendo a mi severo crítico.

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“Por caso, ¿cómo reconocer y legitimar al gobernante? Por su jus-
ticia; porque es justo, dice el autor, porque sin gobernante justo no hay
súbditos justos, «no hay nadie justo» [102]. El problema es: ¿de dónde
sale el justo en nuestra sociedad infernal? Una posible respuesta, que no
se lee en el autor, pero puede inferirse, es que el justo aparece adornado
de la gracia santificante, con la que vence las tinieblas de la razón y el ve-
neno de la voluntad pecadora”.
¿Cómo que no se lee? Segovia no la lee. Esa es la respuesta: hace
falta la gracia para que aparezca el justo. Me paso diciendo eso.
“¿Quién tiene esa capacidad de juicio superior? Es el quid de la
cuestión, la justificación de la hierocracia: en un mundo de pecadores sólo
el que es ya justo (el sacerdote) posee la potestad legítima para conducir
la nave a puerto. En el viejo mundo pagano estuvo el santo Job para man-
tener a los próximos en la virtud de la justicia [122]; pero en las sociedades
actuales, más vastas y corruptas, ¿dónde hallar otro Job? No nos inquie-
temos, dice el P. Calderón. Hay hoy otro justo como Job, es el sacerdote o,
mejor aún, no todos sino los que son teólogos, como se considera en la
quinta cuestión”.
¡No hombre, no es el sacerdote sino Jesucristo, Sacerdote y Rey,
del que Job era figura! Y si los gobernantes no gobiernan como vicarios de
Cristo Rey, y sometidos en lo debido al ministerio sacerdotal, las naves de
las naciones naufragarán.
“Pongamos pues el caso del gobernante legítimo: tiene autoridad
intelectual para comunicar la ciencia; también autoridad moral para co-
municar la virtud; viene entonces el momento de la autoridad social que
«se ejerce a la perfección en una multitud ideal, en la que todos tengan las
mismas aptitudes, cuando el rey termina de comunicar a todos la completa
idea del orden social y el ardiente amor al bien común, ya no le hace falta
mandar y todos son reyes con él» [111]. Precioso sueño utópico con acentos
tomados de Platón y tintes inconscientes de J.J. Rousseau, que no puede
cumplirse en la sociedad política natural (incluso con olvido del pecado) y
que posee la apariencia de la promesa celestial. Pues ni siquiera la Iglesia
ofrece (salvo la reinante) esa mítica igualdad que permite una realeza com-
partida por participación. Esto no es Santo Tomás. Es una utopía mo-
derna, idealista o espiritualista”.
El comentario es tonto. Creo que el punto en que trato de la relación
paternidad-autoridad es hermoso (p. 110-114). Lo dicho en la cita corres-
ponde a una paternidad llevada a la perfección, en que el hijo se hace igual
al padre, en que desaparece la autoridad del padre sobre el hijo. Hablo de
una multitud ideal, y es claro que se da sólo en el cielo, en que los elegidos
serán reyes y sacerdotes. Es una tontera acusarme de utopía moderna.

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Y el punto termina peor: “¿O se habrá querido afirmar el carácter
democrático de una sociedad fundada sobre los sacramentos? ¿La demo-
craticidad de los sacramentos? Sí. «La acción eficaz de los Sacramentos
hace que la honestidad ya no se dé en los menos sino en los más, ut in
pluribus, y que la santidad no sea algo tan absolutamente excepcional
como en el Antiguo Testamento»… [125]. No sé si es una verdad teológica,
sí que no lo es para la sociología, además de sonar horriblemente mal en
contraste con la humildad evangélica y con la libertad humana (hasta
ahora ignorada, al modo luterano o jansenista) que parece no tener lugar
frente a una gracia eficacísimamente irresistible”.
Mal va a andar la política si no se sabe que la única manera de tener
una sociedad sana es con la acción eficaz de los Sacramentos. Es bastante
triste que haya laicos católicos que no tengan presentes estas cosas. Al me-
nos las familias que asisten a nuestros prioratos saben por experiencia que
sin sacramentos y sin sacerdotes no se sostienen. La Cristiandad salió de la
Misa y volvía a la Misa. En mi libro digo cosas buenas al respecto.
Quinta cuestión: la forma hierocrática de la sociedad cristiana
“Considerando la eminente jerarquía de la teología sobre todo
otro saber y la subordinación de la política a la metafísica, el autor colige:
«El Filósofo-Liturgo debería ser rey, dejando las funciones estrictamente
políticas a gobernadores subordinados», que a su vez tiene un inciso: dado
que el fin último de la sociedad humana es sobrenatural, el Papa es la au-
toridad máxima en el orden actual [116]. El Filósofo-Liturgo no es un me-
tafísico, es el teólogo, que tiene un saber que abarca los principios prime-
ros de naturaleza especulativa y las derivaciones prácticas de índole moral.
¿Es esto lo que afirma Santo Tomás? No parece, no aporta el padre Calde-
rón cita del Aquinate que lo apoye. Es más bien su lectura de un pasaje de
don Julio Meinvielle”.
Hablo de «Liturgo» porque el deber político principal es rendir
culto social a Dios, con quien la sociedad tiene la deuda principal. Este es
un tema que la «clásica doctrina católica del orden natural» deja muy de
lado, y es otra de las cuestiones a tratar. Sí es lo que afirma Santo Tomás,
y no doy cita porque expliqué in extenso el De regimine principum. Me
dice que “es una renovación de la doctrina platónica del rey filósofo”, y
bien haría Segovia en prestarle atención a lo que dice Platón. Creo que el
comentario que hago a La república de Platón es uno de los capítulos más
interesantes de mi libro (p. 210-227).
Paso por muchos puntos. Advierte: “No puede caerse en la exagera-
ción de decir, por ejemplo, que «sobre los asuntos propios del orden tempo-
ral, al magisterio eclesiástico le pertenece el juicio universal que permanece
en el orden de los principios, mientras que a las diversas autoridades políti-
cas les pertenece la concreción particular» [119-120]. Si así fuera, la Iglesia

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tendría la potestad de decir al ingeniero cómo hacer los puentes, al abogado
cómo redactar una demanda, al peluquero cómo disponer la barbería, a la
ama de casa cómo hacer su guiso, etc. Es un absurdo”.
Sé que Segovia tiene suficiente formación como para entender que
tanto los principios especulativos como las normas prácticas van determi-
nándose de lo general a lo particular. El Magisterio de la Iglesia tiene una
doctrina moral y social que da las líneas generales a seguir por ingenieros,
abogados, peluqueros y amas de casa. No pocas cosas dijo Pío XII acerca
de la moda, y un peluquero cristiano sabe que no conviene cortarse ni te-
ñirse el pelo de la manera tan antinatural como se usa hoy. Pero para ridi-
culizar lo que digo usa ejemplos de concreción particular. Ni siquiera el
ministerio de obras públicas puede decirle al ingeniero cómo hacer el
puente, cuando se trata de un puente concreto sobre un río concreto.
“Sigamos. Nuestro autor da un pasito más en la construcción del
gobierno hierocrático: «Todas las funciones y ministerios políticos y socia-
les, así como las actividades de las personas individuales, necesitan some-
terse a los dictámenes más universales de la teología, que son dominio pro-
pio de la autoridad sacerdotal», de donde se sigue que: «Todos los ministe-
rios políticos deberían pedir a los obispos que les designe teólogos y cape-
llanes para mantener clara su inteligencia, pura su intención y recto el ejer-
cicio de la prudencia» [119]. Omnipotente teólogo, regna pro nobis! El im-
perio de la teología ha devenido en el reinado de los teólogos, como si su
ciencia fuera exacta, especialmente en cuestiones morales y prácticas”.
Desde que Jesucristo dijo a sus Apóstoles: “Quien a vosotros es-
cucha, a mí me escucha” (Lc 10, 16), vivimos por gracia de Dios bajo el
imperio de la teología o sabiduría cristiana, que es ciencia exacta, no en el
sentido como es exacta la matemática, sino que es infalible, tanto en cues-
tiones dogmáticas, como morales y prácticas (en cuestiones de fe y cos-
tumbres se suele decir). El católico debería tener muy claro que aún la
confianza en la razón natural que reina dentro del cristianismo proviene
de la seguridad que le otorga el Magisterio infalible. En otro contexto el
mismo Segovia lo reconoce, cuando justifica en un opúsculo el calificativo
de católica que le da a la «doctrina clásica del orden político natural»:
“Prefiero el término católico al de clásico por otro motivo. La doctrina ca-
tólica no solamente mejora la tradición clásica greco latina, sino que la
purga de errores” (Orden natural de la política y orden artificial del Es-
tado, Ediciones Scire, p. 16). ¿Acaso no estamos todos refiriéndonos a
Santo Tomás para pensar bien, el teólogo por excelencia? Nuestro severo
juez debería estar más agradecido a los omnipotentes teólogos, y debería
haber consultado con uno de ellos acerca de las consecuencias del pecado
original. En la buena época los reyes cristianos tenían sus teólogos como
consejeros (que no gobernaban en lugar de ellos). Justamente cuando los

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príncipes cristianos se olvidaron que la salud de sus pueblos dependía de
la acción de la Iglesia en ellos, empezó su disolución.
“Para el padre Calderón hay tres sociedades: la familiar regida por la
ley natural, el Estado sujeto a la ley humana y la Iglesia gobernada por la ley
divina; pertenecen cada una de ellas a un orden distinto: el natural, el político
y el sobrenatural [147]. Esto, con toda evidencia, no es de Santo Tomás”.
Otra observación de mala entraña. He hablado extensamente de
la necesidad de que la ley humana esté fundada en la ley natural y some-
tida a la ley divina (evangélica), de manera que ninguno de estos órdenes
está absolutamente separado; es más, es un aspecto fundamental de mi
explicación. Si asocio la ley natural con la familia, la ley humana con el
Estado y la ley divina con la Iglesia, es porque predominan en esos órde-
nes, no porque rijan separadamente, lo que es evidente para cualquier lec-
tor de digestión ligera.
“Pero al teólogo no le interesa la realidad política más que cuando
sirve a su propósitos, y el del autor es patente: porque al decir que sobre-
naturalmente la familia no necesita del Estado está sugiriendo la legitimi-
dad de la estrategia comunitarista de aislarse las familias del mundo y so-
meterse solamente a la Iglesia, ya que ésta puede darle lo más importante
a sus cometidos, la gracia santificante”.
Me entero que Segovia ha sostenido una tesis sobre el comunita-
rismo asociativo católico. Tendría que leerla para ver cuánto me acomoda
el saco, aunque parece que aquí hay otro propósito que mi crítico ya me atri-
buía antes de leer mi libro. Pero no está bien que me acuse de sostener que
las familias no necesiten del Estado para salvarse, cuando digo que en un
orden social cristiano se salvan los más y en uno anticristiano los menos.
“Se introduce así un doble juego que mira a los fines y a las potes-
tades, y del que resulta una doble (aparente) solución: en atención al fin,
como queda dicho, el bien común temporal se subordina directamente al
bien común eclesiástico; pero en atención a las potestades, el gobernante
temporal está directamente subordinado a Cristo Rey e indirectamente al
Papa, que es el poder eclesiástico [156-158]. Ingenioso pero equivocado
recurso. En todo caso, ni el razonamiento ni la conclusión son de Santo
Tomás. […] ¿cómo puede un fin subordinarse al otro sin que se subordine
el que gobierna en orden al fin?, ¿de qué manera se subordina el secretario
al jefe sino que se subordine el fin de la secretaría al fin de la jefatura?”
El ingenioso fue Nuestro Señor, y es doctrina clarísima de Santo To-
más, en especial en el De regimine en cuanto a la subordinación de fines, y
la cita del Comentario a las Sentencias que doy en p. 84-85, en cuanto a la
delegación de poderes. Aquí Santo Tomás responde la pregunta de manera
muy clara. Hay que tener en cuenta que el que gobierna como rey en orden
al fin temporal es el mismo que gobierna en orden al fin último sobrenatu-

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ral: Jesucristo Sacerdote y Rey. Él es el Jefe, y quiso delegar los poderes sa-
cerdotales y regios a diferentes vicarios: el Papa y los reyes. ¿Acaso el presi-
dente no puede nombrar subcomisiones con fines particulares que, por ra-
zón especial, le responden directamente a él y no al ministro al que le co-
rresponde el fin general bajo el que se halla dicha tarea particular? Es ver-
dad que la posibilidad de distinción del orden eclesiástico y el orden político
en jurisdicciones completas diferentes necesita una justificación especial,
que explique que puedan decirse dos sociedades perfectas. Como digo en
mi libro, este es el meollo del asunto, y creo arrojar alguna luz en el capítulo
4, especialmente en el punto C, II-IV (p. 148-153).
Final
“No sin pesar acaba nuestro viaje. Pesar porque esperaba del autor
otra cosa; porque se ha inventado una doctrina política que nunca antes
se había enseñado como de Santo Tomás de Aquino; porque el Aquinate
ha sido mal interpretado y sus anteriores discípulos han sido desacredita-
dos; porque se ofrece como católica una doctrina que parece bañada en las
aguas de Escoto, Lutero, Calvino y Jansenio. Dolor por los muchos que, lo
sé, beben de esta agua del padre Calderón como de fuente de la Verdad y
entonces, con una Iglesia decadente que ya no puede gobernar el mundo,
se contentan con ser siervos fieles en sus pequeñas capillas”.
También me ha causado cierto pesar la manera de criticar, que
tampoco esperaba del autor. Sabía que no estaría de acuerdo con lo que
sostengo, pero si no tenía ganas de leerme que no publique una crítica, y
sobre todo que tenga cuidado antes de acusar a un sacerdote de bañarse
en herejías. Para colmo la acusación se extiende no sé bien a quiénes, aun-
que es de temer que a los Prioratos de nuestro Distrito, pues soy profesor
del Seminario en que se forman los sacerdotes que los atienden.

BREVE RESPUESTA A LAS PRINCIPALES CUESTIONES


De nuestra lectura se destacan siete cuestiones principales, que
referimos en el orden que conviene exponerlas: 1. Acerca del estado de na-
turaleza herida. 2. De la subordinación del fin temporal al fin último. 3. De
la tesis del fin natural. 4. Del culto divino como obligación política. 5. Si la
sabiduría que rige la prudencia política debe ser filosófica o teológica. 6.
Si el orden político pertenece a la Iglesia. 7. Si hubo un síndrome de inmu-
nodeficiencia antiliberal. Las exponemos muy brevemente.
1º Acerca del estado de naturaleza herida
Nuestro crítico debe estudiar mejor la cuestión de las heridas del
pecado original. El hombre que no está en gracia de Dios, está en pecado
mortal, esto es, con su voluntad apartada de Dios y vuelta al amor de sí
propio: en el alma hay sólo dos estados posibles, caridad o egoísmo. Por
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eso dice San Agustín que hay dos amores que fundan dos ciudades: o el
amor de Dios hasta el desprecio de sí, o el amor de sí hasta el desprecio de
Dios. Y no hay estado neutral, no existe el buen filósofo. Y mi crítico no
tiene excusa, porque me extiendo bastante en este asunto, citando a
Trento, a Santo Tomás (ver en particular I-II, q. 109, a. 3) y al P. Ramírez
(p. 57-68). Al menos que no me acuse de oler a luteranismo.
2º De la subordinación del fin temporal al fin último
El fin último del género humano es el Reino de los cielos, al que se
llega por Jesucristo; y el que no llega, cae al abismo del infierno. Y lo que
es fin de cada hombre, debe ser fin de las familias y de los reinos tempo-
rales. ¿Qué padre de familia, que esté advertido de dicha situación, no
pondrá todo su cuidado en la salvación de su familia? Y el jefe de Estado
que a sabiendas no haga lo mismo se vuelve criminal.
Todos los fines intermedios tienen razón de fin en la medida en que
participan del fin último. Es el «tanto cuanto» de San Ignacio: “El hombre
ha de usar de [las cosas creadas] tanto cuanto le ayuden a conseguir su fin”.
De allí que el buen gobernante debe disponer los bienes temporales tanto
cuanto ayuden a la salvación. Y puesto que desde la Encarnación hay gene-
rosísima providencia, Nuestro Señor nos puso en claro el principio de todo
buen gobierno temporal: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y
todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 33), donde «esas cosas»
son la comida y el vestido, es decir, los bienes temporales. Jean Ousset es-
cribió su hermoso libro Para que Él reine partiendo de aquí.
¡Ay sí, yo me extiendo muchísimo en hablar teológicamente de estas
cosas, y no haría falta decir más que esto, que el más simple católico conoce!
3º De la tesis del fin natural
El simple católico se sorprende, entonces, que sabiondos sociólo-
gos le digan que el buen gobierno debe perseguir un fin natural. ¿Un fin
natural que no tenga en cuenta los bienes sobrenaturales que puede co-
municarle la Iglesia? ¿Que juzgue el bien común temporal a la sola luz de
la razón natural, abstrayendo de la fe cristiana, si es que la tiene? ¿Sin que
se note si es pagano o cristiano?
Sí, se le dice, esa es la buena manera de gobernar, porque si dispone
bien las cosas en el orden natural, no pondrá obstáculos a la acción de la Igle-
sia, y es la mejor manera de ayudarla en su tarea. Si el gobernante se vuelve
siervo fiel de alguna capilla, una de dos: o se deja gobernar por el obispo,
cayendo en un papocesarismo; o el obispo se deja gobernar por él, cayendo
un cesaropapismo. Más vale gobernar como si el obispo no existiera.
Quienes sostienen la tesis del fin natural creen que es la única ma-
nera de separar pacíficamente las funciones eclesiásticas de las políticas,

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sin dejar de reconocer que éstas se subordinan a aquellas. Así como la fi-
losofía se subordina a la teología, y sin embargo la teología no se entromete
en los discursos filosóficos, salvo indirectamente, cuando el mal discurso
termina en herejía, así también debería hacer el Papa con los gobiernos:
no meterse para nada en sus asuntos de orden natural, salvo cuando aten-
tan contra el orden sobrenatural. ¿Acaso no dice así la doctrina de las dos
sociedades perfectas?
4º Del culto divino como obligación política
Mas un católico ya no tan simple observa: Un político que use bien
de la razón natural tiene que subordinar la filosofía política a una buena me-
tafísica, y reconocer que el hombre y la sociedad, así como toda la universa-
lidad de las cosas, tienen a Dios como Autor. Ergo, el capítulo principal de la
justicia que el gobernante debe hacer reinar en la sociedad consiste en ren-
dirle a Dios el culto que le es debido, lo que se denomina deber de religión.
En un orden moral puramente natural, la reina de las virtudes es
la virtud de religión, y toda la conducta del hombre y de la sociedad debe-
ría estar informada por la religión, como lo hacían – mal – las sociedades
antiguas (me extendí en este punto en la larga tercera parte de mi libro).
Así como, si se tiene en cuenta el orden sobrenatural, el teólogo cristiano
dice que la caridad es la forma de todas las virtudes infusas, así en el orden
natural, el moralista debe reconocer que la religión es la forma de todas
las virtudes naturales (véase la doctrina del P. Ramírez en este punto, p.
66 nota 1 de mi libro). El culto de Dios es el principal deber político, al que
todos los demás oficios se deben subordinar.
Los cultores del fin natural tienen aquí un problema que suelen
obviar, porque se les acaba la tranquila separación de los órdenes. Si el
gobernante procura un bien temporal no religioso, lo está truncando de su
formalidad principal; pero si se preocupa porque la sociedad le dé a Dios
lo que le debe: ¿tiene que organizar un culto paralelo a la diosa Razón, o
tiene que poner todo su pueblo al fiel servicio de una iglesia católica?
La tentación es inclinarse a pensar que Dios no es asunto de razón
sino de fe, como quiere el modernismo, y defender la libertad religiosa, pero
tiene en su contra las declaraciones dogmáticas del Concilio Vaticano I.
5º Si la política debe regirse por filosofía o teología
El buen pagano, que gobierna procurando el fin natural a la luz de
la recta razón, va a regir su prudencia política con una recta filosofía polí-
tica que, a su vez, se rige por una recta metafísica, ciencia que es verdadera
sabiduría racional y que tiene por nombre más propio «teología» natural.
Como sabe que existe Dios y hay que rendirle culto, tiene el deber
de investigar cuál es el culto que a Dios le agrada. Y como Dios es muy

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dueño y señor de manifestarse a los hombres, el buen pagano tiene el de-
ber de investigar si no lo hizo. Así no tardará en enterarse de todo lo que
hizo y dijo Jesucristo, y comprobar por las profecías anteriores, los mila-
gros contemporáneos y los beneficios posteriores que no puede sino venir
de Dios. Y aquí nuestro buen pagano se encuentra en la obligación de
creer en Jesucristo y su Iglesia, y dejar de ser pagano.
Entonces se entera que el hombre tiene un fin sobrenatural; que
hubo pecado original y que la naturaleza está herida; que sólo la gracia la
restaura y que la Iglesia tiene las fuentes de la gracia; que la fuente princi-
pal es, a la vez, el único acto de culto que puede agradar a Dios: la Santa
Misa, que renueva el sacrificio del Redentor; que el único Sacerdote y Rey
es Jesucristo, que el Papa es vicario de Cristo Sacerdote y que a él le co-
rresponde la suprema dignidad de ser vicario de Cristo Rey.
Ahora su prudencia política deja de regirse por filosofía política y
comienza a regirse por política teológica, que no es más que un capítulo de
la teología cristiana. Porque hay que saber que, a la luz de la razón, la teo-
logía o metafísica se distingue de la moral social o política como ciencias
específicamente distintas, especulativa aquélla y práctica ésta; pero a la
luz de la fe, todos estos saberes pertenecen a la teología cristiana, que es
especulativa y práctica.
En el orden cristiano, tanto eclesiástico como político, todo se rige
por la única sabiduría cristiana o teología: no sólo los sacerdotes teólogos
(malos bichos), sino también los políticos, los médicos y los padres de fa-
milia. Pero me estoy repitiendo, pues todo esto lo dije mejor en mi libro,
bajo el punto «El político y la teología» (p. 115-118).
6º Si el orden político pertenece a la Iglesia
Si la sociedad política se vuelve cristiana, ¿pertenece a la Iglesia?
¡No – dice la tesis del fin natural –, porque son dos sociedades perfectas:
dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios!
Pero entonces el hombre pertenece por una razón a una y por otra
razón a otra, por lo tanto ¿hay que distinguir – como quiere Maritain –
entre el individuo que pertenece necesariamente al Estado y la persona
que pertenece libremente a la Iglesia?
Sin embargo San Pablo entiende que la familia pertenece por entero
a la Iglesia, pues la considera una Iglesia en pequeño: “Por eso dejará el
hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una
carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia” (Ef 5, 31).
Cuando la sociedad política se convierte, adopta como sabiduría
que rige su constitución y su conducta a la sabiduría cristiana o teología;
la forma de todas las virtudes cívicas pasa a ser la caridad cristiana; la fun-
ción política principal, el culto o religiosidad, que debería dar forma a toda
disposición social, queda asumida por la autoridad eclesiástica (es lo de

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Dios que había que dar a Dios); la célula constitutiva de la sociedad, que
es la familia, queda consagrada por el sacramento del matrimonio; la edu-
cación y las obras de misericordia conviene que sean entregadas a las ór-
denes religiosas. ¿Puede decirse que este cuerpo social, cuya alma ha pa-
sado a ser eclesiástica, no pertenece a la Iglesia?
De entre los cultores del fin natural, los mejores dicen que fue
buena la Cristiandad, pero la entienden como algo que sobrepasa la Igle-
sia, como una margarita cuyo centro amarillo (color papal) es la Iglesia, y
cuyos blancos pétalos son los Reinos cristianos. “La comunidad política –
dice Segovia – no es parte de la Iglesia, es parte de la Cristiandad, de un
orden político cristiano con un fin sobrenatural, en el que se distinguen las
competencias según los fines: la Iglesia es el puerto y la comunidad polí-
tica la nave” (naves que nunca terminan de atracar).
Pero dice Quas Primas que Jesucristo es Rey también de las comu-
nidades políticas. Y aquí comienza a aparecer la extraña tesis de que el Reino
de Dios aquí en la tierra (= Cristiandad) no coincide con la Iglesia, de donde
arrancó mi investigación, como digo en la Introducción a mi libro.
¡Ay no, es un grave error! La Cristiandad o Ciudad Cristiana (como
gustaba llamarla mi padre) no es otra cosa que la Iglesia militante en su
mayor plenitud, cuando la integran no sólo individuos y familias, sino
también reinos verdaderamente cristianos. Si recurrimos a la imagen de
las naves, tan evangélica, conviene pensar la Iglesia como una flotilla de
naves acorazadas que se dirige al Puerto de la eternidad, con un Obispo y
un Rey en cada una de ellas, salvo en la nave capitana, cuyo nombre es
Roma, en la que el Papa es a la vez sacerdote universal de la flota y rey
particular de los Estados Vaticanos. La Iglesia es la margarita entera.
7º Si hubo un síndrome de inmunodeficiencia antiliberal
La decadencia de la Ciudad Cristiana comienza en el s. XIV, con el
cachetazo a Bonifacio VIII. Su bula Unam Sanctam (1302) es el último
documento del Magisterio sobre la unión de la Iglesia y los reinos cristia-
nos, hasta la Quas Primas de Pío XI (1925). Un silencio de seis siglos.
En la querella de Bonifacio VIII con Felipe el Hermoso, se desata
una disputa de teólogos: Egidio romano defiende los derechos del Papa
(¿exagerando?) y Marsilio de Padua sostiene la rebelión de los príncipes.
Aquí es donde aparece la tesis línea media del fin natural (¿quiénes son
los primeros?). Es curioso, porque aunque ahora es sostenida por los lai-
cos para librarse del nihil obstat eclesiástico, fue excogitada por los ecle-
siásticos, hartos de lidiar con los laicos: que los príncipes se manejen con
la pura razón, y nosotros nos quedamos con la teología, así dejaremos de
recibir cachetazos.
La sostiene el Dante, quien quisiera que el Papa fuera un ángel. La
recibe Vitoria, que era tomista pero no demasiado. Se la enseña a Suárez,

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que queda como teólogo de los jesuitas, quienes llevaron el combate contra
el liberalismo con esta pólvora mojada. Así fue quedando como doctrina
clásica, mientras el Magisterio callaba. No se suele decir, pero Vitoria y
Suárez negaban que Jesucristo fuera Rey en sentido propio. Eran más
coherentes con los principios que manejaban.
Fue así que los teólogos quedaron mal parados frente a las doctri-
nas liberales. Hay una discusión, en la comisión teológica preparatoria al
Concilio Vaticano II, entre el Card. Bea, el Card. Ottaviani y Mons. Le-
febvre que me parece resumir toda esta historia: Bea sostiene la libertad
religiosa, que es ciertamente una conclusión más coherente de la tesis del
fin natural; Ottaviani le discute desde su renga posición, sin ninguna con-
sistencia; y Mons. Lefebvre les señala que hay que tratar las cosas desde
Cristo Rey, pero ninguno lo escucha.

CONCLUSIÓN
No soy más que el ingenuo niño que exclama ¡el rey está desnudo!
Teólogos cobardes convencieron a los príncipes que se despojen de su ro-
paje cristiano, asegurándoles que así se verían muy bien vestidos. Sí, fue
por ingenuo. Cabía preguntarse cómo fue que la libertad religiosa se
aceptó de una manera tan inmediata. Cuando fui a los teólogos modernos
que la sostienen, vi que la infieren de la tesis del fin natural (como muestro
en la primera parte de mi libro). Pero cuando recurrí a los buenos, me en-
contré con lo mismo. Lo que me preservó del contagio del maligno sín-
drome, ha sido mi soledad intelectual y la falta de tiempo para estudiar
otra cosa que Santo Tomás. Estos son los hechos. En cuanto a mi soberbia
o humildad, dejémosle el juicio a Dios y a mi confesor.
La doctrina del fin natural es condenable, pues se trata de un na-
turalismo político que abre las puertas de par en par a las doctrinas libe-
rales. Pero un profesor de teología que la siga no es tan condenable, por-
que la tesis se ha adornado de muchas autoridades. Y menos condenable
es un profesor de filosofía y sociología. Por eso suplico a los que están de
mi parte que no se la tomen con el autor del artículo.
Aunque no está bien que al criticar mi libro, que se explaya seria-
mente en la justificación de lo dicho, se me tilde de sospechoso de diversas
herejías. No da pie mi libro, si se lee, y espero no haber dado pie con mi
conducta a tales adjetivos. Creo merecer una disculpa por parte del autor
de la nota crítica y por parte del director de la revista Verbo, que bien sabe
a quién se ofende en lo que publica. Pero no la reclamo, pues sé que es muy
difícil pasar vergüenzas intelectuales. Yo ya sabía que al publicar estas co-
sas se me enojaría mucha gente conocida y querida. Sólo espero que mis
superiores no me pierdan la confianza, porque es una discusión que –
oportune importune – vale la pena llevar adelante.

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